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por Relato ganador

Casi siempre es el miedo de ser nosotros lo que nos lleva delante del espejo.

Antonio Porchia

Bajo un cartel couché con caras de labios rojos y apretados, La Fantasía de los Espejos recorría pueblos, de plaza en plaza, y con permiso municipal hacía estallar la noche en carcajadas hasta la lágrima cuando la artista de la maleta tropezaba, se le quebraba el tacón y perseguía su equipaje, que volaba de mano en mano desparramando sujetadores, ligas, bragas, pantys, fajas y calzoncillos por la platea: agarrones y griterío en la fantasía de la noche.

Hace muchos años, Julio Solá travistió al payaso y creó este cabaret con un caniche raquítico, un malabarista epiléptico que murió, unas cuantas palomas blancas y dos travestis que le daban la chispa multicolor a este Broadway tercermundista.

Desde entonces es la Julietta Show, la ballena dorada de la noche, que adormece con sus boleros la difícil existencia de los espectadores. Desde entonces ella, o él, desbordante en carnes, va contoneándose sobre las agujas de sus zapatos. Ofrece sus curvas, contestando al que le grita «¡rolliza!», que ella con sus chichas se fabrica unas buenas tetas. «Y tú, con esas bolitas de chicha y nabo entre las piernas, no haces na de na, ¡ay, ladrón!» Entonces estallan las risas, y entre burla y burla se olvidan de la desdicha por un rato.

Así corre la fiesta entre salsa y mambo con la Lida Colimba agitando las perlas de su corpiño en la cara del algún viajante relamido bajo el fluido de los focos e incrédulos aplausos prestos a cachear sus senos con son de tambores. El futuro amante embelesado prefiere no pensar, seducido por esa bomba argentina de mujer que le estallará en risa loca.

Continúa el resplandor emplumado de ese falso carnaval las coplas de la Marieta Closet, que trina como un jilguero ahogándose en lodo, «A la verita tuya», como si esa voz masculina impostada fuera el bálsamo para el dolor de hombre y no importara el sube y baja de una nuez en el cuello afeitado que repite: «Ya pueden clavar puñales, ya pueden cruzar tijeras, ya pueden cubrir con sal, los ladrillos de tu puerta; ayer, hoy, mañana y siempre, eternamente a tu vera…».

Así desfila esta troupe nostálgica de mariposas nómadas por el espejo de tres cuerpos del escenario, dejando un rastro de destellos y lentejuelas frente a los ojos turbios de un público devoto que celebra el pecado festivo.

Los espejos nos interrogan: Julietta

Julio Solá travistió al payaso con su perfil andrógino. En este momento está sentado en Casa Domínguez y pide un café con leche con tres terrones a una camarera mulata. Viste camisa azul, pantalón capri de lino, mocasines negros sin calcetines y un hermoso bigote prendido directamente a su sonrisa. Su sonrisa está en verso triste.

«¡Ay Augusta, Augusta!, ¡cuánto tiempo! Tienes la guapura subida. Sigues teniendo un no sé qué…» Interrumpe su halago a medio gesto cuando entra un joven broncíneo. Antes de verlo, su olfato ya había reconocido el aroma a vivaporú. Sóla suspira y deja un billete sobre la barra gritando con un alto profundo de mujer: «¡Augusta, querida, quédate con el cambio!». Agita el brazo despidiéndose, y se escabulle por la puerta espejada de los servicios.

Al entrar unas falsas columnas marmóreas invitan a perderse por el deteriorado baño. Ya dentro, se quita la camisa azul, se queda con un corsé de raso blanco con senos postizos incorporados, se pone rouge en los labios y unas chanclas con uñas pintadas; en su bolso guarda ropa, mocasines y bigote.

Tras las columnas, el suelo se ahoga bajo una moqueta roja, la humedad pega fuerte con su moho rancio que huele a eucalipto y semen, y dentro de ese aroma está sentado un viejo enorme que juega con un manojo de llaves. «Hacía mucho tiempo que no le veíamos por aquí», lo paraliza el viejo del manojo de llaves con el mismo tono perverso de antaño, e igual de viejo. «Entonces usted era jovencito», insiste el viejo pasándole una llave, «venía con otro joven y escondían los libros para que no supiéramos que eran estudiantes».

En tu adolescencia cruzaste varias veces el pasillo de aquella casa de citas, cediendo ante lo múltiple, y lo múltiple para ti es lo que está plegado, pliegue sobre pliegue, tras pliegue, contra pliegue entre las piernas de la Julietta Show. Como si hubiera sido ayer, después de pagar, recibes una sábana para extraviarte libremente por esta Creta provinciana. Las piezas, ahora habitadas por minotauros de una sola asta, conforman un laberinto de ardor ascendente. Tu mirada resbala por esos añosos con celulitis, que reproducen la decadencia del inmueble, como si las grietas de las paredes se prolongaran en sus cicatrices de hernia y vesícula.

Termina tu travesía cuando todos los sentidos se enredan en la pura promiscuidad del espejo de la habitación, capaz de reproducir la complejidad de lo sensible, capaz de falsificar el sonido de la respiración o el tacto de una piel. Julietta, la ballena dorada de la noche, se mira dentro de la medialuna del espejo, excesiva y sin brillo, tu imagen refleja ese punto en el cual la sensualidad de tus curvas se encuentra a escasos centímetros de una colisión dramática contra un tranvía llamado deseo.

La pupila-espejo recorre tu transitada geografía, tus surcos, esas cicatrices borrosas de hombre-mujer con el deseo intacto. Frente a él tuviste que hacerte cargo de treinta años de ausencia, de tu cabello cano y transparente, como el de una medusa loca, de la incongruencia de tus espasmos abdominales, del servilismo de tu riñón, del insomnio y la hipertensión, y de una epidermis hirsuta en una fotografía de carnet que ni tú ni la policía aceptará nunca.

Lo miras, te mira, absorbe toda tu desbordante blancura crasa y por un momento se queda como adormecido, ahíto de la carne que devora. Pero ya no te devuelve ni tu cuerpo, ni tu cara, ni tus ojos. El espejo es capaz de hacerte reventar de miedo con un simple «¡Eh, tú! ¿Quién eres?».

Choca entonces tu cuerpo con su cuerpo, tus manos con sus manos, tu boca con su boca, tu alma con su alma, tu sexo con su sexo. Tú callas. Ya no eres tú. No es él, no es el espejo, tú ante el espejo, ahora tú. Ya nadie. Y te lanzas contra él y rompes el cristal con tu cabeza, rasga tu cuello, que sangra sobre tus brazos, tus caderas sangran y hay una obscuridad genital absurda por un brevísimo momento. Solamente tus grandes ojos párvulos se vuelven a anegar cuando desciende por las pantorrillas peludas el tieso algodón del calzoncillo de un joven que como tú transita su penar de amores prohibidos por las piezas oscuras repletas de pupilas-espejos.

Los espejos nos recuerdan: Lida

Apoyada en ese lugar donde tu cuerpo es la espalda del espejo, elevas la barbilla para estirar el cuello y hacer desaparecer la incipiente papada colgadera, en ese perfil te gustaría encender un cigarro, pero ya no fumas. Era siempre un juego de ladeos y jadeos.

Una Lida borrascosa se asoma al espejo que despliega por entero ante sus ojos, en una pequeña habitación, un espacio intangible, tan vertical como virtual, tan horizontal como real. Esta poderosa apertura erige un delirio: allí donde debería haber pared, hay firmamento, claridad donde debería haber tinieblas; adivina las escapadas sobre los muros del colegio, las primeras incursiones de un cuerpo sobre otro cuerpo, las declaraciones, los desengaños, las pérdidas.

Hay momentos en que la memoria son restos de demasiados despertares. Pasa cuando el amanecer no es ya una liberación, pasa cuando no vislumbras ni el principio ni el fin del camino, pero igual ya estás hecha mierda, transitada, machucada. Mucho tiempo, demasiado ya. Supones que ya es tarde y que pensar en él es ridículo. Ya tienes más vida sin tenerlo que teniéndolo, ¿no es absurdo? Todo queda tan lejos. Toda una mar océana de por medio.

Los espejos viven en las paredes siempre dispuestos a desordenarte. ¡Pasado donde debería haber presente! Como aquella noche en la que tuviste que contener el aire para no preguntarle «¿Por qué la noche huele a jazmines frescos cuando llegas?»: hasta a ti te hubiera sonado cursi. ¡Cuánto te gustaba, Lida, aquel calorcillo en las entrañas, esos hombros extasiados, esa desvergüenza del cuerpo! Ningún virus hay más arcano que el amor y tú estás infectada hasta la médula. Amaste hasta el delirio su voz, su mirada detrás de los vidrios, la frase que jamás te dijo. Desde entonces te estás muriendo, Lidita, quizás por esa sensación de mundo vacío y ajeno que te dejó al partir el pibe que llegó en marzo.

No hay duda, hay algo imposible en el aire durante esa sucesión de instantes que se extienden en el tránsito que va del violeta al dorado de tus recuerdos reflejados en el espejo. Y dentro de esa gran ventana el cielo parece siempre más grande y no sientes al tocarlo la presión celeste del espejo.

Piensas que es un poco tarde. El espectáculo va a empezar. Cierras los ojos y se desdibuja una jacaranda violeta. Cierras los ojos y desaparecen los duraznos amarillos y aquella habitación repleta de olor a manzana y sabor a él. Deberías darte prisa, aunque todo a tu alrededor incite al abandono. De tu baúl, tan antiguo y tan gaucho que casi huele a vaca, eliges unos zapatos de plataforma infinita, unas medias blancas que ciñes a tus muslos hasta asfixiar tu cintura, y sacas el corpiño de madreperlas que al contacto con tu piel te cierra el pecho y te comprime el alma. Y otra vez te vuelves a enredar en los recuerdos… Él empieza, él lo besa, él lo palpa, él prosigue, él le indica, él lo despeina, él lo cabalga…

Tu morriña, Lida, te regresa por un instante al lugar del que nunca debiste salir, de la mañana ilimitada, de la fragancia de lo que aún no tiene nombre, de la dulce fatiga del sexo reciente, del sopor de la siesta bajo los árboles… Tu mirada es todo lo que perdiste. Pero, ¿qué has perdido que te duele tanto?

¡Eras tan joven! Tu corazón gitano buscaba una gota de placer en las esquinas de aquella ciudad injusta y sin salida para nutrirte. En realidad no había nada que pudiera aplacar tu intenso deseo de vida, tu infinita transgresión, tu vital y necesaria ofensa a la moral: eres la imagen perfecta del espejo sin término y con ansia. Pero una llaga de pena hería tu boca de niña-niño y ni recuerdas ya las veces que te echaron a punta de bota campera.

Qué vicio éste el de vivir, ¿verdad, Lida? Qué oficio más extenuante. Y aun así, sigues aquí bamboleando las parábolas convexas de tus caderas al ritmo de tus besos, abrazos e insinuaciones, con esa danza de odalisca que hipnotiza, que sonroja como una granada. Como si el recuerdo fuera una picana eléctrica, sus descargas se ceban en tu carne morena, estirándola, mostrando nuevos lugares vírgenes, sitios no vistos en la secuencia de poses y estertores del estriptís: tu danza es la sabia dulce de tu furioso corazón.

Frente a ti dormita ese amante embelesado, demasiado grande para la cama. Respira con dificultad bajo el peso de una mujer tatuada en su pecho. Y a ti te corta la respiración el peso de un pibe tatuado en el alma y unos pulmones gastados de tanto suspirar por el ayer.

Los espejos nos matan: Marieta

El indefenso desnudo llamado Marieta provoca la alarma en las noches de calentura. Creyéndose la Venus de Botticelli, entre conchas de mejillones y berberechos hace caer su ropa como si fuera un deber sagrado, y así como Eva en el paraíso, sin Dios ni culpa, desvelas todos los vicios privados en el espejo albo de tu desnudez.

Verdad es que ella siempre tuvo un espejo, un espejo trémulo de vida, en el que se reflejaba a veces la mar o a veces la silueta de un tejado o una lámpara cubierta con pañuelos de colores o los zapatos del que se había echado a dormir en la cama revuelta. El espejo se movía tembloroso porque colgaba de una cuerda enrollada a un clavo; así, el espejo temblaba por los movimientos del cuarto, por el paso del aire, por el roce de una polilla, por todo.

Cuando llegaste ya existía el presente y lo anterior, el comercio de los labios, las falsas sonrisas, los intestinos, las caderas, ya era esto: un burdel, una inmensa colmena formada por celdas para el sexo. Tus dedos apoyados sobre el espejo, apenas una delgada lámina, tamborilean un «aquí, aquí», o tal vez un «adiós, adiós». Y el tiempo estaba dividido en laboriosos minutos, «Ahora tú. Ya. Adiós. Ahora tú. Ya. Adiós», y las monedas tenían el sonido de un reloj y podían contar una a una tu vida.

Representaste muchas veces la farsa de la mujer que invita al marinero, la sonrisa caída sobre el hombro, los labios húmedos entreabiertos y a esperar paciente cómo se iban formando las ganas y el roce entre los dedos. Él cambiaba de oficio. Fue marino, chofer, tendero, oficinista… daba igual: tenía bigote, vino en un barco, hablaba extranjero, era rubio como la cerveza. «Te quiero más que a mi vida.» ¿Quién puede distinguir los recuerdos? Eran hombres, deseos, gestos, jadeos, brillo de dientes o no, y de saliva o no, luego solo sombra entre muchas.

Dormías. Despertabas y tu cabeza sonaba dolorosamente a resaca y podías escuchar dentro el torpe deslizar de una letra tenaz. «Te quiero más que a mi vida.» ¿Cuánto es eso? ¿A quién? Uno. Te habló con cariño. Como amigo. Como novio, podría decirse. Llegó a declararse. Reíste. Él persistió. ¡Será maravilloso! Un hombre raro. Todos raros. Uno se sintió enamorado. «Te quiero más que a mi vida.» Uno te odió a muerte.

De pronto, todo comenzó a moverse, las luces del burdel, aquellas que hacían caminitos rojos y puntitos amarillos sobre el suelo, la sonrisa golosa del marinero, la saliva amarga. Sorbiste de golpe todos los caminos rojos y todos los puntos amarillos, la sonrisa del marinero y el roce entre los dedos se convirtió en látigo, golpe, desgarro. Las luces daban vueltas, la risa también. Y junto con las luces y la risa, las gentes se convertían en órbitas dispersas, muy despacio.

El marinero-hombre, con el odio metido entre los labios, como un palillo, se acercó. Una mano, una boca, una sombra y un rojizo resplandor incendiado de muerte. El envenenado metal alzó su llama y tu alzaste tu mano y tus uñas se abrieron como cinco pétalos rojos a la luz de las bombillas sobre tu pecho. No sabes si subiste la escalera, si pasaste frente al bar, ni cómo atravesaste los caminos que unen un espejo a otro espejo. Sólo sabes que «sigues sangrando lentamente de mostrador en mostrador, ante una copa de aguardiente donde se ahoga tu dolor».

Los espejos nos multiplican

Un halo de dulzura les retoca el maquillaje cuando un foco rompe la penumbra del decorado, el repicar de la música las estremece, alzan sus cabezas como diosas orgullosas y avanzan por la pista abrazándose a otros cuerpos que refractan pedazos de luz en los espejos rotos de sus vidas.

A las cuatro de la mañana, en la fiesta-velorio, las luces pestañean en su miseria de veinte vatios, las mesas del local están pegajosas por las lunas llenas de los vasos vacíos. A esa hora todo rastro de color se agota. La falta de clientes disminuye el espesor de sus pestañas y el rímel de sus ojos amenaza desbordarse.

Horas más tarde escucharán un anónimo veneciano distorsionado en sus viejas cajas de música y se limpiarán la pintura roja de la boca, apagada y seca ya, y dejarán su vida entera acurrucada en el espejo y volverán a tener miedo, miedo de asomarse, miedo de que te mire, miedo del recuerdo guardado en los ojos, en las pupilas, en el iris, en el cristalino, miedo de los ojos de conejo enfermo del espejo.

27 de agosto de 1960. Madrid aguarda afuera inútilmente encendido hasta que la madrugada vomite ciclistas y barrenderos adormilados y el día comience a repartir imágenes en los espejos de las habitaciones planeando las tragedias cotidianas. La vida está alrededor de los espejos.

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Incursión

por Relato ganador

Como de costumbre, despertó por si solo poco antes del amanecer. Se tomó unos segundos para recuperar la conciencia. Nada lo sometía, nada le incomodaba. Se puso la ropa de trabajo tras visitar el baño. Comenzó a renegar del frío que aún se sentía por las mañanas y del habitual dolor de cadera.

Desayunó un cuenco de leche de cabra y un mendrugo de pan. Salió a contemplar el espectáculo del mundo, su mundo. Aún queda mucho por hacer aquí, se lamentó.

A media mañana ya apenas cojeaba. Tomó alguna herramienta y se dirigió hacia la vieja furgoneta. Tras cargar con oficio la escalera en la baca, abrió la cancela y empezó el rito del arranque. No se dio demasiado mal. Ya no hiela tanto, pensó para sí. Cerró la puerta con determinación y arrancó por el camino bacheado que le llevaba al otro mundo, más allá.

Las carreteras, como los ríos, desembocan en otras mayores. Poco antes de llegar a la ciudad el tráfico se intensificaba y su pobre camioneta apenas podía mantenerse por el carril más lento. La acumulación de coches le hizo ir más despacio. Miraba con extrañeza y curiosidad a los pasajeros de los vehículos que mal andaban a su lado.

Siguió la rutina contraria hasta llegar a un paraje casi desierto. Un camino estrecho y con mal firme le condujo a la parcela donde había sido conminado a ir. Se trataba tan sólo de hacerse una idea sobre la reparación de un tejado. Con estas cosas nunca se sabe, igual es para un par de ratos, igual lo tenemos que levantar entero.

Paró frente a una valla blanca, muy larga y muy limpia, junto a la puerta. Llamó y escuchó cómo se abría el cerrojo en la distancia. Atravesó la puerta para entrar en un terreno bien cuidado. Delante se erigía una enorme casa que, aunque arreglada, delataba su antiguo uso como restaurante de campo o albergue de verano. Lo primero que hizo fue calcular con la mirada la altura del tejado: no demasiada, por suerte. Ya caminando hacia la puerta intentó averiguar dónde se encontraban los mayores desperfectos.

Para entrar había que subir un par de escalones; justo disponía a enfrentarse con la postura adecuada para su cadera cuando escuchó una voz.

—Hola, hermano.

Levantó la vista para encontrar ante sí a un hombre mayor con la barba y la melena largas, aunque no demasiado, canoso, de mirada fría pero expresión agradable. Iba vestido con una túnica de color claro.

—Buenos días. Vengo a ver el tejado.

Nada tenía que vender, nada tenía que engañar. Sabía la naturaleza del encargo: no le gustó al escucharlo, pero tampoco dudó cuando fue confirmado por el Gran Hombre. Llevaba tanto tiempo dedicándose a lo mismo que igual que no ansiaba, no temía. Sabía que las satisfacciones y los sinsabores vienen sin aviso, tras una esquina inesperada. Por fin, había alcanzado la paz.

—Acompáñame, por favor.

Tras la entrada encontró una sala diáfana que confirmaba su pasado como antiguo restaurante. Vio las paredes pintadas también de blanco y algunas imágenes en mural. Parte del espacio estaba dividido por biombos, algunas cosas se apilaban junto a las paredes.

Siguió a aquel hombre hacia la esquina más distante y pudo ver lo que ocurría: una gran mancha de humedad y verdín dibujaba una figura muy distinta. Tanta agua es mala cosa, pensó para sus adentros. Justo entonces, el hombre de la túnica se dio la vuelta. Notó que le leía la mirada.

—¿Mala cosa?

—Hay que verlo mejor. Arriba.

La gran estancia tenía una puerta lateral: salieron por ella. El terreno de detrás estaba mucho más vacío, una explanada con un camino hacia unos edificios que parecían viviendas, construidos hacía mucho menos tiempo, un gran espacio vacío de tierra, algo de grama y algún árbol viejo.

—¿Has traído una escalera?

—Si, en la furgoneta traigo una.

Estudió rápido el lugar adecuado para acceder. Tomó la dirección de la salida.

—¿Necesitarás ayuda?

—¿Puedo meter la furgoneta hasta aquí?

—Me temo que no.

—Entonces sí.

La escalera era de hierro, pesada. Fue desatándola de la baca cuando escuchó acercarse a un muchacho también vestido con túnica, algo más oscura que la del Maestro. ¿Maestro? Poco antes de llegar, el muchacho se quejó mirando al suelo. Se dio cuenta de que estaba descalzo. Alguna piedrecilla lo había lastimado.

—Coge por ahí, no dejes que se golpee.

Solícito, tomó con decisión el extremo y acompañó el descenso de los largueros. Entre ambos tomaron la escalera para transportarla.

Llegaron al sitio adecuado, esta vez por fuera de la casa. Posaron de pié la escalera y la afianzaron.

—Sujétala

Subió poco a poco hasta poder observar por encima del alero. Varias tejas estaban resquebrajadas. Con cierta dificultad asomó medio cuerpo, lo justo para poder mover algunas de las cercanas. Bajo ellas, la cubierta de cemento presentaba una gran grieta. No sería suficiente con reemplazar las piezas rotas.

Descendió con cuidado y mandó al muchacho que avisara.

—La cubierta está profundamente rajada, probablemente la cimentación ha cedido. Será necesario recimentar y reparar la grieta.

—No.

—Cualquier otra cosa no durará.

—El edificio va a reemplazarse.

—Lo mejor será entonces rellenar la grieta y sustituir las tejas dañadas. Apenas unos días, mañana podré concretar más.

—Mañana entonces.

Dejó la escalera recogida y se despidió con corrección. Algo de aquel hombre le imponía la alerta. Arrancó y se fue despacio, como vino, calculando el material y la ayuda necesaria.

De regreso apenas encontró tráfico. Llegó antes del rito del alimento, se aseó y dejó que el resto del día transcurriera en la paz de la rutina. Hasta la noche no recibió la visita.

—Hacerlo bien es complicado, pero bastará algo provisional. Van a tirar el edificio para levantar uno nuevo —tras unos instantes continuó—. Mañana me llegaré allí pronto, con el andamio y alguien para ayudarme.

—Paz.

—Paz.

***

Como de costumbre, despertó por si solo poco antes del amanecer. Notó presencias aquella noche, los ojos del Maestro. ¿Maestro? Le incomodaban. Repasó mentalmente la tarea más en ánimo que en concreto. Ya vestido, tomó un tazón de leche de cabra y una rebanada de pan. La cadera lo estaba matando.

Cuando salió, su ayudante ya lo esperaba junto a la furgoneta. Había acercado los hierros y tablones que conformarían el andamio. Lo apañaron todo dentro de la caja y comenzó a implorar el arranque del motor mientras aquel hombre alto, grueso y calvo, lo miraba junto a la cancela.

En aquellas horas, el acúmulo de coches era inexplicable. Todos debían de conocer la imposibilidad de avanzar, a todos parecía pintarles de fastidio: pero allí estaban.

Por el camino enfiló un par de vistazos a su compañero, buscando algo de vida en su expresión. Éste miraba fijamente hacia delante, sin gesto, sin apenas pestañeo. Su paz nace de la locura, recordó.

Llamó algo más tarde de lo deseado. El mecanismo de apertura volvió a sonar, anónimo. No encontró a nadie tras la puerta. Comenzó a descargar y a acarrear las cosas hasta el lugar en el que continuaba la escalera. Habían dejado un ramillete de flores sobre ella: le hizo gracia la ocurrencia. Comenzaron a montar el andamio cuando una voz sonó como un escalofrío a su espalda.

—Buenos días.

No necesitaba darse la vuelta para adivinar de quién se trataba. Se había hecho la ilusión de que trabajarían sin ver a nadie, como en una guarida de roedores que asomarían tras abandonar la tarea.

—Paz.

El hombre de las canas sonrió levemente, fijándose en su compañero.

—Él es mudo.

Asintió volviéndolo a contemplar despacio, aunque sólo un instante.

—Quisiera pedirles que perturbaran lo menos posible. Este también es un lugar de paz.

—Así lo haremos.

Y por primera vez sintió que aquel hombre lo atravesaba, que podía adivinar en cada momento su emoción, cada razón de su desvelo. Notó una corriente llegar hasta su pecho. Un cosquilleó se apoderó de su nuca. Hacía tiempo que la paz no lo dejaba sentir: aquellas sensaciones lo incomodaban.

Se dio la vuelta como defensa y continuó con los preparativos, torpe. Lo sabe todo, pensó. Alzó la mirada y se encontró con la del mudo. Le pareció adivinar un brillo en el fondo de aquellos ojos que creía inertes. Aquello lo puso más nervioso, y apretó con fuerza la estructura de metal hasta que pudo reaccionar.

El sol ya estaba alto cuando terminaron de componer el andamio. Poco a poco ascendió hasta pisar inseguro las primeras tejas. Desplazó algunas y afirmó la postura. Supo que aguantaría bien y comenzó a llenar de piezas rotas una esportilla. Cuando hubo suficientes, la pasó a su ayudante que lo esperaba a medio camino. En menos de una hora, había descubierto el nacer y el morir de la gran grieta y el de dos pequeñas hermanas.

No se podía hacer mucho más. Decidió bajar y regresar al día siguiente con el material necesario. O tal vez dos días después: aún se sentía turbado. Al tocar el suelo, tuvo una sensación de mareo. Tentó el paso. Al darse la vuelta, encontró al muchacho que le había asistido el primer día: lo miraba esperando. Comprendió.

—He descubierto todo lo que está dañado. Vendré lo antes posible con material. Pasado mañana.

—Cuando estés preparado.

Aquella voz lo sorprendió por la espalda, pero la sensación no fue la misma que antes: la recibió con serenidad, como si la necesitara.

—Pasado mañana.

No puso la excusa de conseguir el material, ni otra obligación aún pendiente. Todo estaba claro: nada tenía que vender, nada que engañar. Había aprendido hacía ya tiempo. Se dispuso a repasar el lugar de trabajo y descubrió que tanto el muchacho como su compañero mudo habían desaparecido.

—Él se queda hoy con nosotros.

Fue una afirmación contundente, no cabía la replica. Asintió con la cabeza.

Pasó el resto del día inmerso en la rutina y la reflexión. No hubo visita, no la esperaba.

***

Despertó antes: lo sabía. Permaneció tumbado. Mejor sería no regresar, pero evitar algo no lo soluciona. Deseaba dedicarse a componer su parcela, deseaba que nadie lo molestara. Sólo hacer, perderse en la tarea. Pero aún no había luz: estaba condenado a esperar, a pensar. Trató de vaciar la cabeza, pero nunca había aprendido a hacerlo. Trató de recitar, de musicar, de volver a dormirse. Imposible. El tiempo transcurría pesado. Se incorporó aburrido.

Se puso encima lo primero que estaba a mano. Salió de la casa. El frío lo saludó mordiendo. Levantó la mirada buscando en el cielo algún tipo de consuelo. Caminó despacio. Se dio cuenta de que iba calzado. Volvió al lecho.

Una imagen, unos ojos estaban omnipresentes. Sólo pudo medio dormitar a ratos.

***

Despertó, como de costumbre, poco antes del amanecer. Desayunó un tazón de leche tibia de cabra, no encontró pan. Tras asearse salió dispuesto a trabajar.

Vio la vieja furgoneta y decidió echar un ojo al almacén. Todo estaba como recordaba: había material suficiente. Tomó algunas herramientas y se dispuso a comenzar la tarea. No llevaba demasiado tiempo arañando la tierra cuando recibió la visita. Pasaron dentro. Ya no quedaba nadie.

—¿No has ido hoy?

—No.

—No te veo en paz

—Para encontrar la paz hay que estar muerto.

—Es al contrario

Se sonrió. El Gran Hombre siempre sabía cómo sacar las cosas de sitio.

—¿Mañana?

—Sí.

***

Despertó sosegado poco antes del amanecer. Tomó enseguida conciencia y se levantó. Junto al tazón de leche, halló una manzana. Se vistió con la ropa de trabajo y cargó la camioneta con impermeabilizante y tejas. El cielo continuaba limpio y el aire fresco.

Llegó junto a la valla que tanto le agradaba bastante después. El tráfico era muy denso a esas horas. Entró como lo hiciera otras veces. El mudo ya lo esperaba junto al andamio. Ya vestía túnica, ya andaba descalzo. Sin mostrar expresión, le ordenó traer la pasta de la furgoneta. Comenzó a subir al tejado. Nadie más acudió.

Desde arriba, pudo observar con calma casi toda la parcela, cuánto se extendía detrás de aquellas pequeñas casas. Observó atentamente otro edificio más allá entre unos árboles. Y un pequeño bosquecillo a la derecha.

Preparó las herramientas cuando escuchó el gemido del andamio. Abrió el cubo plástico que le ofrecía su compañero. Comenzó a tapar la grieta.

Descendió otra vez a la tierra pensando cuánto tardaría en secar. No vio a nadie. Mandó traer un viaje de tejas. Sentado en un poyete, vio al mudo acercar la carretilla llena y cómo la iba descargando.

—Paz.

—Paz.

El pelo tan blanco, la túnica tan limpia. La mirada tan fija.

—Veo que mi compañero se os ha unido.

—Fue su voluntad

Y con voluntad, el mudo lo golpeó con la pala en la cabeza. Tal vez demasiado.

Subieron el cuerpo inerte en la carretilla. Lo taparon con una lona. El ruido había retumbado. Supo que algunos saldrían a indagar. Fue por delante abriendo camino hacia la furgoneta. Oía a su espalda la carretilla cargada.

Abrió la puerta de la caja y entre los dos posaron el cuerpo en su interior. Vio de reojo alguna gente asomada a la puerta. Y también lo vio.

Arrancó en motor casi a la primera. Cuando alcanzaron su destino, varios compañeros lo esperaban. Algunos vestidos con túnica y descalzos.

Bajó de la furgoneta. La casualidad quiso que se tropezara en el mismo lugar donde cayó y se lastimó la cadera. Aquel día el mudo también iba tras él, con la carretilla ocupada.

Pasó la tarde tranquilo, sin apenas trabajar, paseando, viendo a las cabras. Todo estaba ya resuelto.

***

Despertó por si sólo poco antes del amanecer. Estaba descansado, había dormido bien. Vestido y desayunado encontró su ayudante esperándolo fuera. Llevaba la túnica, pero iba calzado. No le seducía la idea de una hora de tráfico pero, con suerte, sería la última vez.

Atravesaron juntos aquella entrada. Su compañero se había desecho de las zapatillas. Fueron directos hacia el andamio, se pusieron a la tarea. Desde arriba no se divisaba un alma.

Comenzó a colocar las primeras tejas con mano diestra. Casi había terminado la segunda hilera cuando intuyó movimiento. Miró asombrado cómo el Gran Hombre paseaba descalzo por la tierra. Y a pocos metros, el muchacho que lo auxilió el primer día. Se encontraron, éste bajó la cabeza para recibir una especie de bendición. Me veo con túnica una buena temporada, pensó, y también descalzo.

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Te echaba de menos

por Relato ganador

Sólo quería tocarla una vez más antes de despedirme. Ocho años desde la primera y última noche que pasé a su lado. Tengo la esperanza de poder acompañarla antes de que se aleje de mí, pero la razón me sentencia que no. Es curioso que haya sucedido así, como una mala metáfora de nuestro fugaz primer encuentro.

Ella salía del cuarto de baño de un bar, tropezó y chocó contra mí vertiéndome la bebida en la camisa. Sus ojos y los míos clavados sin poder soltarse. La inercia de su cuerpo en la caída fusionó su piel contra la mía. Mis brazos rodearon ese cuerpo caliente y ambos nos dejamos cubrir por la seda de la pasión. No hablamos, simplemente sentimos. Por primera y última vez sentí. Y ahí se acabó el mundo y sólo quedó ella. Unas horas para conversar, reír, amar, beber, volver a amar, amanecer, compartir, disfrutar, seguir amando y luego despedirse.

No volví a verla, hasta ahora mismo. Está aquí, en mis brazos. Nos hemos vuelto a reencontrar, ella y yo, de golpe. Ha caído como llovida del cielo a través de mi parabrisas. Pero otra vez se va, se aleja.

Me has reconocido, lo sé. Ya volvemos a estar juntos. No quiero saber con quién ibas en el coche, si has volado hasta mí es por algo. No quiero despedirme ahora que tu piel y la mía vuelven a estar unidas. Ahora que estás en mis brazos.

No te preocupes, que ahora mismo te alcanzo. Noto que algo tira de mí, pero yo quiero esta nueva oportunidad que se me ha dado para no dejarte escapar. Ya cierro los ojos, mi amor. Ya mismo estoy contigo.

Duele, pero ha merecido la pena.

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Siete uñas

por Relato ganador

—Hola cariño, ¿cómo estás?

Yo también hago unas preguntas estúpidas, supongo que es la fuerza de lo cotidiano. Estás muerta, cariño, hace unos años que el cáncer te comió, pero estás ahí, sentada en la hamaca. Hoy ha sido un día de trabajo duro, en la oficina está la cosa que arde. Por cierto, se ha interesado por ti aquel comercial de Elche, no se había enterado, no habíamos vuelto a coincidir.

No me acabo de acostumbrar a verte, ahí, en la hamaca, balanceándote. Si por lo menos te comunicaras… es una sensación extraña, este monólogo con un fantasma. No, no me acabo de acostumbrar.

Ahí, desnuda, con el pelo cayendo sobre tus hombros, con esos ojos verdes mirándome constantemente; es gracioso, con las uñas pintadas de rojo. Hiciste que te las pintara yo, el último día, querías estar guapa. Querías que te deseara hasta el último instante. Querías estar viva.

Te sigo queriendo, lo sabes. Si un espíritu puede ver el fondo de un alma, lo cual tiene su lógica inexplicable, sabes que es cierto.

Te echo de menos, y sin embargo estás ahí, no puedo añorarte. Todo esto es muy raro. Acepto mi delirio, pero tú también tienes que aceptar tu responsabilidad: estás muerta, es así de simple.

Ahí estás, lánguida, mi amor, tan bella, silenciosa, balanceándote en esa hamaca, real, densa, opaca, incluso se diría que respiras. Mirándome. No pareces triste, eso me consuela… en esa hamaca que, por otra parte, no tiene nada de poético, es de Ikea. Esta situación tendría más que ver con una mansión antigua en mitad de un bosque perdido que con un piso moderno.

Me acuerdo cuando volví del cementerio —mi hermano insistía en que me quedara con ellos, quizá debí hacerle caso— y te encuentro sentada en tu sitio preferido. ¿Cómo describir una sensación semejante? Me eché a llorar, claro, me senté en el sillón contemplándote. Pasaron las horas, según mi mente apenas unos pocos segundos, hasta que pude reaccionar, hasta que mi cerebro pudo recuperar el mando sobre mi cuerpo; ya se oscurecía la luz del sol por la ventana. Te hablé, te pregunté. Incluso, creo, que grité. Salí y entré mil veces del comedor, de la casa, seguías ahí; bajé al bar, seguías ahí; me di un paseo, seguías ahí; cogí el coche y recorrí doscientos kilómetros, seguías ahí. Me senté de nuevo ante ti, fui a tocarte, a abrazarte, y recuerdo ese gesto lento de negación tuyo que me congeló la sangre en las venas. Vale, nada de tocar, entendido, cada cual en su mundo. Vaya nochecita y vaya día siguiente, cariño, todavía me duele la espalda de estar tanto tiempo sin moverme del sofá dando tantas vueltas. No comí nada, pero me bebí el whisky de Escocia entera a chupitos.

Volví al trabajo enseguida, aunque me aconsejaban que me tomara unas vacaciones. Nunca había padecido esas ganas tremendas de trabajar, de evadirme interesándome absolutamente en lo que no me interesaba nada. Me daban palmaditas en la espalda. Y yo regresaba y estabas ahí, otra vez. Cada día, me asaltaba la esperanza de que no estuvieras. Es que, compréndeme, es insoportable el hecho de que cuando alguien ya no está, esté.

Es curiosa la rutina. Una situación extraordinaria se convierte en normal en cuanto acumula un poco de tiempo, y al cabo de unos meses ya es así lo que tiene que ser. La normalidad de lo anormal. He aquí nuestro planeta.

Me habitué a que estuvieras.

Recuerdo que comía contigo a mi lado, te ofrecía un bocado, juraría que sonreías. Entiendo también que los espíritus no pueden expresar emociones, se limitan a ser una presencia hierática. Por lo menos podrías hablarme, eso sí que me fastidia.

Fui a un psicólogo, lo invité a venir. Vino, le mirabas, le miraba, te miraba. Me reí. Me medicó. Fui a un psiquiatra, y me cambió la medicación. No obstante, no se atrevieron a diagnosticarme objetivamente una esquizofrenia, una depresión, una enfermedad neural que justificara que tú estás ahí. Vaya, resulta que estoy cuerdo y que mi melancolía te compacta en esa hamaca. Preferiría estar loco, por lo menos esto tendría un sentido. Dejé las pastillas.

Iba a llamar a un vidente, o a un brujo, pero en cuanto se me ocurrió la idea cerraste los ojos y no los abriste de nuevo hasta que la deseché. Me incomodaba más verte con los ojos cerrados, era más inquietante todavía, parecías más muerta. De cualquier modo, nunca he creído en las ánimas ni en lo sobrenatural; aunque ahora no necesito hacer un acto de fe, lo tengo delante. No quiero que venga nadie a incomodarte.

El caso es que no me acabo de acostumbrar, pero me he acostumbrado a no acostumbrarme.

Sé que pretendes decirme algo, que intentas significar algo importante, que soy yo quien debe entender. Me resultó difícil comprenderlo, y eso que ha estado muy claro desde el principio.

Me decidí, después de una buena temporada, e invité a comer a los amigos como terapia. Quizá desaparecieras con el bullicio, la música, el olor del asado. Fue un momento electrizante cuando Concha se sentó en la hamaca. Se me olvidó advertir que ese lugar estaba reservado a tu memoria. Y se mezcló contigo, sólidamente, como si fuerais un legendario ser de dos cabezas y cuatro brazos y cuatro piernas. Sólo yo lo percibía. Ella continuaba charlando alegremente y se movía contigo dentro, o dentro de ti, depende de la perspectiva. Y de repente dio un respingo y miró para atrás, escudriñando el aire, traspasada por un escalofrío. Se le borró la risa. Ninguno más se sentó en tu lugar. Juraría que tenías un rictus de enfado.

No le había contado a nadie que te veía, que estabas, no me apetecía dar un sinfín de explicaciones, ni ser juzgado ni compadecido. Y mucho menos ser tratado como un demente. Estás ahí, cariño, mirándome permanentemente, eso es todo. Que quede entre nosotros.

Se me amortiguó la tristeza extrema y quise hacer un experimento, no tanto por desesperación, sino para comprobar hasta qué punto eras capaz de seguir callada. Yo sólo quería que hablaras conmigo. Concha se mostraba muy cariñosa, y una noche se vino a casa. Nos sedujimos, quería que fuera allí, delante tuyo, quizá así se rompiera algo que debía romperse; hice un gran esfuerzo por besarla, porque tus ojos me estaban taladrando, le invité a que nos fuéramos a la habitación. Intentamos hacer el amor, pero no pudimos. Estábamos fríos, literalmente, sentíamos un frío espantoso que nos bloqueaba; el cuerpo no nos emitía calor, por más que nos abrazábamos, nos restregábamos y nos tapábamos. Era un frío helado que nos surgía desde el interior. Fue en julio, en la calle hacía un bochorno que te derretías. Concha se azoró, me pidió disculpas, aceptó las mías y se fue. No volvió a subir.

Y esa noche me hiciste pasar miedo de verdad, cariño, cuando estaba dormido y te metiste en la cama. Joder, sí, no sé cómo aún me palpita el mecanismo después de ese susto. Noté que el colchón se mullía a mi lado, me di la vuelta y estabas mirándome a un palmo de mi nariz con esos dos enormes ojos verdes abiertos. ¡Dios, qué susto! Llegué de un solo asalto al sofá del comedor. Y allí me pasé las tres noches siguientes pretendiendo conciliar el sueño porque tú no querías irte de la cama. Así que no tuve más remedio que hacer de tripas corazón y regresar al lecho. El cansancio a veces puede con lo que la voluntad no. Me costó dormir, era muy angustioso, cariño, ¿te haces cargo? ¿Y si nos rozábamos casualmente? ¿Qué podría suceder? El caso es que dormí y a la mañana siguiente te habías instalado de nuevo en la hamaca. Ni siquiera sentí alivio, de algún modo, me había familiarizado a convivir con tu espectro. Vale, a cada cual su territorio, entendido.

Y entonces empezó lo de las uñas. Noté que se te había caído una, la del meñique izquierdo. Cómo no percibirlo, lo que se veía en ese cuadradito descarnado de verdad daba grima, era una mezcolanza purulenta que parecía contener un líquido viscoso. Era un hueco pequeño pero profundo, estremecedor. Y en el ámbito flotaba un olor penetrante y persistente, ácido. Busqué la uña roja, no la hallé. Me mirabas con una intensidad abrumadora. Ahora sí parecías feliz.

Al día siguiente me ingresaron con un cólico nefrítico severo, estuve a punto de no contarlo. Anduve por el hospital hasta que me sanearon los cálculos. Y cuando entré en casa, seguías allí. Es curioso, me apetecía darte un beso. Conversaba animadamente, ¡oh, por favor, qué desvarío!, te echaba de menos…

Seguía sin comprender qué significaba tu presencia, el sentido de tu persistencia en este mundo de los vivos. Y, sin embargo, sabía que tenía que haberlo.

Intuí una explicación plausible cuando perdiste la siguiente uña, algunos meses después, y me atropelló un camión. Otra vez paseé por el borde de la muerte. La gente me decía que estaba pasando una mala racha, que me animara…

Pero mucho más tarde, cuando perdiste la tercera uña y me atacó un perro que por poco me devora, seccionándome la aorta —me salvaron de milagro— tuve la certeza. En el hospital las enfermeras ya se sabían mi número de DNI. Entendí por qué estabas ahí.

Necesito hablar de esto, cariño, contigo. ¿Con quién lo voy a hablar? Ya sé lo que haces aquí…

Me estás esperando. Me querías tanto, mi amor, mi cielo, que no puedes irte sin mí. Estás aguardándome para viajar juntos a ese espacio que se extiende más allá de los latidos. Y tus uñas rojas, el último legado mío que tuviste, se han convertido en el reloj que marca mi cuenta a atrás.

Vaya, es una sensación ciertamente perturbadora. Sé que cada uña tuya es un paso más que avanzo hacia la muerte, de una manera traumática: que me quedan siete uñas por padecer. No sé cuándo ni cómo ocurrirá. Parece ser que tanto la esfera del existir como la de no existir comparten el estigma del sufrimiento… qué universos más absurdos. ¿Qué sentiré cuando sólo te reste una?

Vale, espérame, me acostumbraré a lo inevitable. Estaremos juntos, es lo bueno. Lo que tú digas, aun sin decir nada, lo que tu presencia me dicte.

Otra vez ese potente olor, estoy notando una punzada que me atraviesa el hígado. Cariño… ¿y si me hicieras el favor de perderlas todas de una vez?

Te lo iba a agradecer, amor mío.

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La fuga de Pangea

por Relato ganador

El cielo nos llama. Si no nos destruimos, un día nos aventuraremos hacia las estrellas.

Carl Sagan

En el año 2050 y a pesar de la desaceleración del ritmo de crecimiento, la población en la Tierra alcanzó los nueve mil millones de almas, tantas como los nombres de dios. Aunque los Estados Unidos mantenían la hegemonía militar, China era la gran superpotencia económica de la era. La Unión Europea, muy debilitada tras la crisis del euro en 2010, había sacrificado a varios de sus miembros pero no podía competir con el gigante asiático. La India, tal vez nostálgica de su pasado colonial, era el colchón que evitaba el aplastamiento de Occidente. El mundo estaba, así, dividido en dos bloques: uno que hablaba mandarín-cantonés, y otro que se comunicaba en inglés. Internet había muerto en 2037, cuando la Grid desarrollada en el CERN a principios de siglo se convirtió en el vehículo por el que circulaban, a la velocidad de la luz, los e-pensamientos, e-sentimientos y e-mociones de cientos de millones de gridders.

Para los ingenieros y científicos del CERN y el Fermilab que vivíamos en la Estación Lunar Permanente, nuestro planeta seguía siendo un resplandeciente orbe azul y blanco que nos inspiraba un torbellino de sentimientos, especialmente cuando nos retirábamos a nuestros diminutos y austeros compartimentos de descanso. Era una vista fascinante e hipnótica de la que uno jamás conseguía despegar los ojos. En la permanente penumbra del espacio, apenas iluminada por el reflejo opalescente de la alfombra de regolito sobre la que se asentaba la estación, aquella canica dicroica brillaba lejana en la noche del espacio, ajustada a las reducidas dimensiones de las ventanillas. Era como tener colgada en la pared una foto de nuestra madre. Desde aquella distancia los acontecimientos que ocurrían bajo las espirales nubosas eran intrascendentes y cada día de aislamiento aumentaba la imagen de una Tierra perfecta, idílica, libre de conflictos, crisis e incluso de los humanos que las provocaban y las sufrían, silenciosa, en relación síncrona con nuestro propio movimiento entre las estrellas, vagando en armonía por la Nube Interestelar Local, dentro de la Burbuja Local en el Brazo de Orión de la Vía Láctea… Cuando uno llevaba tanto tiempo contemplando el planeta desde fuera era inevitable no sentirse parte del universo y pensar, hablar o emocionarse a escala cósmica; también perderse en el microcosmos interior, divagar y volverse un poco más loco de lo que se le suponía a nuestra profesión y circunstancias.

Casi un siglo después de aquel «pequeño paso para el hombre y gran paso para la Humanidad», habíamos conseguido acampar durante casi diez años en la superficie de la Luna. Las instalaciones eran similares a las bases antárticas, equipadas con lo último en tecnología y con lo básico en comodidad. Éramos trescientos cincuenta y cinco terrícolas de varias nacionalidades, costumbres y religiones, pero un objetivo común: Pangea.

Pangea era la primera nave que el hombre estaba construyendo para viajes interestelares. Se trataba de un proyecto militar y privado, tan ultrasecreto que sólo la cúpula directiva conocía su existencia. Y, desde luego, nadie conocía a sus miembros. Oficialmente la estación Lunar era simplemente un centro de investigación, igual que lo fueron la MIR o la Estación Espacial Internacional. Sin embargo, trabajábamos en la clandestinidad, amparados por la timidez de nuestro satélite, en su cara oculta. China nos observaba de cerca desde el Tiangong, su palacio del paraíso —a pesar del comunismo continuaban poniendo nombres rimbombantes e imperiales a sus misiones espaciales—. Sin embargo, la NASA había burlado la vigilancia de la antigua Catay y enviado los huesos de plastiacero que formarían el esqueleto de la astronave sin levantar sospechas en los recelosos orientales. En las tertulias de la noche se postulaba la hipótesis de que los chinos eran desconfiados por culpa de sus ojos: la reducción del campo de visión los condenó a la cautela, primero, a la sospecha después y, finalmente, a la malicia y la suspicacia. El único biólogo marino de la base —un neozelandés apodado «Flipper»— no tenía tanto sentido del humor y solía retirarse ofendido increpando a los ingenieros de sistemas —inventores de varios chistes malos— por sus inmorales muestras de xenofobia y falta de respeto. No se lo teníamos en cuenta porque entendíamos que después de una década viendo el fondo del mar en la pantalla de un ordenador, por muy tridimensional que fuera, el hombre tenía que estar desesperado y enfadado con este mundo y con aquel que le mostraba obscenamente sus océanos desde cuatrocientos mil kilómetros.

La cosmonave constaba de cinco módulos independientes con impulsión propia que podían desensamblarse de la estructura principal en caso de necesidad y funcionar como entidades individuales. Cada uno contenía un banco de germoplasma y un biorrepositorio genético de las especies comestibles para el ser humano. No había sitio para conservar todo el legado de la Tierra. Si encontrábamos un planeta habitable, no habría leones, tiburones o águilas calvas; ni bosques de hayas, estanques con lotos o campos de tulipanes. Plantaríamos trigo, cebada, maíz y arroz. Criaríamos gallinas, vacas, ovejas, cerdos y tilapias. Y puede que entonces nos diéramos cuenta de que Tierra no hubo más que una y la esquilmamos y torturamos hasta que ni siquiera nosotros mismos pudimos seguir en ella. Estos habían sido mis pensamientos nostálgicos en los primeros años en la Luna. La gravedad artificial y los sobres de comida liofilizada los disiparon como polvo que se sopla de un libro antiguo y olvidado.

Para ser consistentes con el proyecto, los responsables querían bautizar los módulos con el nombre de cada continente, pero comenzaron las discusiones habituales y transmitidas de generación en generación desde por lo menos 1783. Algunos sostenían que América no era un continente sino tres, y que Europa y Asia debían considerarse como Eurasia; esta idea no satisfacía de ninguna manera a los afectados que reclamaban su independencia continental argumentando que podría obviarse a África ya que no había ningún representante en la misión; esto condujo a las airadas protestas de Flipper quien reivindicaba la «continentalidad» de la Antártida, a pesar de su peligroso agujero de ozono —del tamaño de Australia—, y de Oceanía. Tras varias horas de discusión y de descartar la construcción de más módulos para complacer las demandas geográficas, uno de los astrofísicos del proyecto sugirió denominarlos como las estrellas errantes de la antigüedad, pues ese era su destino en realidad. Así que, anticipando el espíritu de cooperación y unidad al que nos deberíamos someter más o menos voluntariamente durante la construcción y puesta en marcha de Pangea, la propuesta fue acogida con una gran ovación y suspiros de alivio, gestos ambos que nos definían claramente. Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno fueron construyéndose simultáneamente durante diez años.

A finales del 2050 todo estaba listo para las pruebas de encendido del recolector láser y el motor de fusión. Un siglo antes, lo que estaba a punto de suceder había sido ciencia-ficción, un sueño para científicos visionarios e ilusionados de entonces, como el físico Robert Bussard o el doctor Bae, padres de las ideas que se habían materializado en Pangea. Habíamos construido un reactor que fusionaba los átomos de hidrógeno recogidos por el láser. El motor conseguía una aceleración exponencial hasta que las partículas alcanzaban la velocidad de la luz. Y no era del tamaño de un satélite como la Luna, como los prototipos diseñados setenta años antes.

En realidad, lo que habíamos conseguido fue un milagro. Un milagro, sobre todo, porque en el último segundo se evitó la destrucción del planeta… Fueron muchas las críticas populares que el CERN recibió en 2008 cuando puso en marcha el Gran Colisionador de Hadrones, por el enorme presupuesto en período de crisis, los ingentes recursos humanos —especialmente ingenieros y científicos— y las catástrofes imaginarias que provocaría un fallo. No nos agradecieron, por el contrario, que inventáramos Internet y después aceleráramos no sólo partículas sino también la velocidad de descarga de películas y música cuando les dimos la Grid. Típico del humano medio. En cualquier caso, y a pesar de las protestas del mundo profano, no sólo alcanzamos energías de 1150 TeV cuando recreamos el mini Big Bang de 2010 o mantuvimos el presupuesto libre de los recortes previstos durante la crisis económica de aquella década… Fuimos más allá. Mientras el resto del planeta se ahogaba en sus conflictos políticos y económicos, nosotros nos mantuvimos ocultos bajo tierra, en conexión con los chicos americanos del Fermilab, intercambiando petabytes de datos que nos condujeron al futuro cuando en la superficie seguían estancados en un presente que recordaba a pasados olvidables. Yo estuve allí, en mayo de 2018, cuando conseguimos reproducir el proceso de fusión del hidrógeno en el interior de una estrella, accidentalmente. Se produjo una fuga de helio líquido refrigerante de los imanes superconductores y provocamos un agujero negro del tamaño de un balón de Pilates que atrapó los átomos de helio, comprimió sus núcleos hasta derrotar las fuerzas de repulsión y los transmutó en berilio. La energía liberada estuvo a punto de romper el aislamiento magnético del CERN y sólo imaginar los efectos del cataclismo me provocó pesadillas durante varios meses tras del incidente. Afortunadamente un ingeniero de sistemas coreano que fue jugador profesional de Starcraft en sus años de acné tuvo la sangre fría y la habilidad de manejar él solo el panel de activación de los campos de contención, habitualmente controlado por media docena de técnicos. Hubo una gran ovación y suspiros de alivio. Ya encerrado en un campo tensorial, el agujero negro fusionó átomos de hidrógeno pesado y los expulsó convertidos en helio a velocidades cercanas a la luz. «Flash», como fue bautizado, se convirtió, pues, en el motor de propulsión con el que soñábamos para viajar por las estrellas. Por fin, el Enterprise o el Halcón Milenario, el hiperespacio y la hipervelocidad trascenderían el reino de los efectos especiales para convertirse en realidad.

Y así, un 20 de diciembre de 2050, honrando la memoria del legendario doctor Carl Sagan, el silencio se hizo silencio. El láser del recolector se iluminó con una fosforescencia verdosa, como una enorme luciérnaga en mitad de la noche estrellada. El haz atraía y atrapaba incautos átomos de hidrógeno que vagaban solos por el vacío interestelar, igual que las moscas caían achicharradas en los antiguos matamoscas eléctricos. La eficacia de nuestra peculiar caña de pescar superó las expectativas de los modelos teóricos al procesarse los datos. Todo el equipo contuvo el aliento cuando en la pantalla del ordenador central apareció el resultado de la prueba: 104 partículas por centímetro cúbico, una densidad similar a la Sagitario B2, la mayor nube molecular de la galaxia. Flash se daría buenos atracones, sin duda. Después de los suspiros de alivio al no haberse generado la suficiente radiación en el interior del agujero como para provocar una singularidad, una sentida ola de aplausos corrió desde la sala de control hacia el resto de dependencias, y en pocos instantes setecientas diez palmas acompañaban al ritmo emocionado de nuestros corazones en una gran ovación.

Pangea estaba preparada para conquistar la orilla del océano cósmico e internarse en sus oscuras y misteriosas aguas. Y zarpó, sí, años antes de lo previsto, cuando se desató la tempestad que asolaría el Sistema Solar.

A principios de 2051 comenzaron a recibirse lecturas aparentemente disparatadas desde la constelación de Pegaso. Se pensó en un fallo de los lectores astrométricos de la base, dado lo absurdo de los datos. Pero cuando los observatorios de Cerro Armazones, Mauna Kea, Gran Canaria y el telescopio espacial James Webb colapsaron nuestras pantallas con la misma imagen en distintas frecuencias, no hubo dudas. Toda la sala de control se convirtió en una exposición retrospectiva del pop art de Warhol y sus obsesivas series sobre Marilyn. Allí teníamos el sistema binario IK Pegasi en toda la gama del espectro: rayos gamma, rayos X, ultravioleta, infrarrojo, onda de radio, luz visible. Un sistema estelar binario preparando su autodestrucción. No había tiempo para evacuaciones masivas, apenas sí lo teníamos para poner a punto la nave.

Yo estuve allí el día que nos reunimos los trescientos cincuenta y cinco miembros de la Estación Lunar Permanente y sometimos a votación la única opción que teníamos: huir en Pangea. Suspiros de alivio, apenas audibles, aunque esta vez, no hubo ovación. Únicamente Flipper manifestó su intención de volver a la Tierra. La idea de explorar mares de otros planetas, o la de intentar sobrevivir a una muerte segura, no superaron el deseo de regresar a su Nueva Zelanda natal, a su pacífico océano azul y verde, a las últimas ballenas y los últimos corales. Una vez se hubo marchado, la estación cerró las comunicaciones con el centro de mando terrestre. Asumimos la responsabilidad de proteger la continuidad de la raza humana a cualquier precio. Y no nos iba a ir mal: los mejores cerebros estaban representados en los que seríamos los últimos especímenes. Definitivamente no éramos humanos de tipo medio. Nuestros intelectos eran superiores, por eso estábamos allí. Tal vez incluso estuviésemos predestinados a permanecer, como depositarios del conocimiento adquirido y del que estaba por llegar. Nadie como nosotros era capaz de imaginar, interpretar, comprender e incluso sentir la infinita complejidad del universo. En la Tierra deberían estar agradecidos de que nos salváramos.

Pangea se desplegaba sobre la superficie de la Luna como una orquídea caída en un estaque. Los cinco módulos se abrían como pétalos alrededor del centro, el puente de mando, una burbuja de permacristal facetado y cermet prácticamente indestructible ante cualquier tipo de radiación. Para mediados de julio el complejo entero estaba en estado de alerta constante. El interferómetro láser de a bordo y los datos de rayos gamma transmitidos desde el MAGIC anunciaban la inminente supernova tipo I-a, el mayor espectáculo conocido de la naturaleza. La masa de IK Pegasi B, la enana blanca del sistema, superó la masa de Chandrasekhar el 29 de julio y la explosión se produjo el día 3 de agosto.

El silencio tartamudeaba suavemente por la estática de los receptores de ondas de plasma. El ordenador central codificaba las señales de radio en frecuencias audibles… y por primera vez los humanos escuchamos el sonido del Armagedón.

Primero llegaron los neutrinos de alta energía, libres de casi cualquier interacción, desbocados, compitiendo con la luz en su carrera infinita por el tapiz espacial. Nos atravesaron con su habitual indiferencia, puede que a sabiendas de la insignificancia cósmica de nuestras vidas. Después un pitido ensordecedor precedido por un estallido de luz blanca que anuló casi por completo nuestros sistemas vitales y mecánicos. Me quedé inmóvil, cegado por el resplandor y aguardé la venida de la oscuridad y la muerte sigilosa. No pude esperar más en ese instante. Por el contrario, el momento trascendente se truncó por la avalancha de empujones y zarandeos de mis compañeros que corrían espantados hacia sus respectivos puestos. Aturdido y confuso también me lancé desesperado hacia mi asiento en el puente de mando, en el control de propulsión. Despojado de cualquier emoción, el ordenador principal listaba las acciones que se iban ejecutando. Y fue en esa voz monoaural y neutra donde encontré el reconfortante clavo al que agarrar la molécula de serenidad que me quedaba. Sin embargo, todo estaba por llegar.

De los altavoces manaba, gota a gota, la cuenta atrás. La del fin de nuestro mundo. Tres… dos… uno… ignición. Una familiar fosforescencia verdosa envolvió a Pangea en el instante en que la onda gravitacional de la supernova alcanzaba el Sistema Solar. Nuestro Sol salió despedido a varios millones de kilómetros. La Luna se desintegró bajo nuestros pies y el precio ya calculado que pagamos por utilizar la cresta de la ola para autopropulsarnos fueron Júpiter y Saturno, los módulos exteriores, que sacrificaron la energía de su blindaje para proteger el núcleo de la astronave. Al mismo tiempo, sus homónimos planetarios se vaporizaron y el caos antigravitatorio provocó la desbandada del Cinturón de Asteroides, que lapidaron en segundos a Marte, la Tierra, Venus y Mercurio. Cinco mil millones de años de existencia, miles de millones de seres vivos únicos e irremplazables pulverizados en un soplo. Realojados en los compartimentos de descanso de los módulos supervivientes, el personal evacuado de los heroicos Júpiter y Saturno asistía en silencio a la aniquilación de nuestro luminoso planeta. Sólo quedó un vacío oscuro en la ventanilla, como la marca que deja una foto al descolgarse después de mucho tiempo. No hubo más suspiros de alivio. Se olvidaron las ovaciones.

Pangea se convulsionó debido a los impactos de los escombros y a la tensión de las fuerzas cósmicas interactuando simultáneamente sobre ella. Sujetos a nuestros asientos integrados en el armazón de la cosmonave, desconocíamos lo que íbamos a experimentar. Todo lo que generaciones de científicos y filósofos se habían estado preguntando nos iba a ser respondido, allí, en el interior del torbellino cuántico que nos iba engullendo. Y éramos los únicos capaces de comprenderlo y asimilarlo. Después de todo habíamos abandonado la estrechez de un planeta para contemplar la amplitud del cosmos, renunciado a un modelo de vida milmillonario para dejar la nuestra a merced de mil millones de estrellas.

La nave perdió el rumbo en semejante tempestad cósmica. Durante un intervalo indefinido, puede que minutos, puede que décadas, fue a la deriva hasta ser succionada por uno de los chorros de expulsión de materia y energía. Ante nuestros ojos se creaban y destruían partículas postuladas y otras jamás concebidas o imaginables; todo en un yoctosegundo que, sin embargo, parecía durar una eternidad.

De pronto, un parpadeo. Nuestras conciencias se liberaron de los cuerpos físicos y podíamos ver Pangea sacudida por la violencia de la catástrofe desde fuera, como si flotáramos en un campo unificado a una distancia infinita. El espacio-tiempo perdió su dimensionalidad. La astronave y sus ocupantes nos desintegramos en incontables partículas hiperlumínicas atrapadas en una nube de taquiones que las teleportarían a días-luz de distancia, a salvo. Y, sin embargo, seguíamos allí afuera, conscientes, vivos, juntos. Modelamos con fotones unas manos sedientas que llenamos de gravitones y nos arrastraron hacia el horizonte de sucesos del agujero negro que se empezó a formar en el centro de la supernova. Nos asomamos a ese balcón de misterio, ingenuos y libres como la imaginación de un niño. Paladeamos los sabores de los quarks y escuchamos la vibración de las cuerdas de un millón de axiones hipotéticos mientras cruzaban las once dimensiones. Expandidos y comprimidos hasta el infinito se nos mostró el principio, el camino y el fin de todo. La perfección del cosmos se había desvelado en toda su magnificencia.

De pronto, un parpadeo. Al abrir los ojos, una luz azulada penetraba por el permacristal y parecía que estábamos en el interior de un diamante. Cada uno continuábamos en nuestros puestos, exactamente en la misma posición que la última vez que lo recordábamos. En silencio. Era como despertar y seguir en un sueño. Flash engullía los trillones de átomos de hidrógeno liberados en la explosión y Pangea seguía alejándose expulsando una estela de helio, una nube molecular que sería la cuna para un nuevo sistema planetario… tal vez. No importaba. Nuestra humanidad se había desintegrado al tiempo que su planeta de origen mientras nuestra realidad corporal se materializó a salvo a los parsecs necesarios para esquivar la exterminación. Pero seguíamos a bordo, conscientes, vivos y juntos. En silencio.

Monitorizaba las curvas de rendimiento de Flash para pasarle el informe al comandante de la nave: capitán Lee Young Ho, aquel ingeniero de sistemas coreano que una vez en el CERN nos salvara de la aniquilación. Pero al hacer el gesto de volverme hacia el sillón elevado del capitán supe que él ya las había visto a través de mis ojos. Sobresaltado por la toma de esa nueva conciencia común, alcé la cabeza. Todos nos veíamos unos a otros, nos sentíamos unos a otros, nos escuchábamos unos a otros… sin necesidad de hablar, o de tocarnos, o de mirarnos a la cara. Era como si al reintegrarse nuestras masas individuales, se hubieran adherido micropartículas de consciencia de cada uno de nosotros y ahora esos cuerpos fueran únicamente recipientes contenedores de todos nosotros a la vez. No me planteé preguntas, ya tenía las respuestas. Ni siquiera sentí el impulso de permanecer identificado como «yo». Puede que aquel fuera mi último pensamiento propio.

Tal vez suene extraño e incómodo renunciar a la individualidad de la mente, a la intimidad del espíritu, pero la verdad es que ese nuevo estado metafísico nos hizo vernos más humanos que las sesenta mil generaciones anteriores. Anulamos la soberbia, la envidia, el orgullo, la hipocresía, el odio. Ya no nos movían intereses mundanos, primitivos, humanos. Éramos meta-humanos, una especie evolucionada y destinada a dominar mundos ahora que gobernábamos el pensamiento.

Aquella primera Supermente y sus trescientos cincuenta y cuatro apéndices nos lanzamos a toda potencia a explorar la Galaxia. Olvidamos de dónde veníamos porque sólo nos preocupaba a dónde llegar: la perfección. Pero primero necesitábamos un punto desde el que empezar a recorrer el camino: un planeta donde comenzar de cero. Y cuando lo encontramos, en un sector alejado, casi discreto, así llamamos a nuestro nuevo hogar: Zerus.

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Horas muertas

por Relato ganador

El ladrido lastimoso de un perro obligó al cabo Clemens a asomar la cabeza por la embarrada trinchera. Intentó localizar el sonido pero apenas vislumbró, entre la densa niebla, al animal enganchado entre una alambrada de espino luchando por liberarse. El cabo Frédéric Clemens observó impotente durante un rato la lucha del animal; se encontraba en una zona demasiado abierta del campo de batalla y estaría a merced de la artillería prusiana si acudía a ayudarlo. Los ladridos le habían despejado la mente durante su turno de guardia. Temblaba y tenía todas sus extremidades agarrotadas. Descendió hasta la superficie de aquella trinchera situada en el enclave del Somme, donde las tropas francesas estaban resistiendo la ofensiva de las tropas alemanas y austrohúngaras. El frio invernal castigaba sus huesos y rezaba sin fe para que no nevara. Sus brazos seguían tiritando sin remedio. Tanteó entre su mochila, recogió una manta y se la echó a los hombros. Intentó distinguir la hora del reloj de su bolsillo, pero lo tuvo que acercar casi hasta las pupilas ya que apenas conseguía ver con la luz de la luna. Se percató de que aún no habían pasado ni cuarenta minutos. De nuevo había sido castigado para hacer guardia toda la noche, desde hace días pasaba horas y horas vigilando, paseando, pensando. Mucho tiempo para evadirse, para desear escapar de toda esa miseria. Quiso abjurar esos pensamientos y empezó a caminar por la trinchera.

Las charcas dominaban el terreno. La lluvia calaba los cuerpos y la vestimenta de combate. Únicamente la artillería daba algo de tregua los últimos días. Había oído rumores de que las trincheras alemanas eran más firmes, con pasadizos y entablados de madera. La de su regimiento era un lodazal embarrado en la que vivían mejor las pulgas, los piojos y las ratas. Levantó su fusil y empezó a caminar por la trinchera. Se acercó a su compañero Dugès que dormitaba en el suelo, roncando de forma grave, con una sonrisa inconsciente y una pipa de tabaco resbalando por la comisura de sus labios. Clemens retiró con cuidado la pipa de su rostro y la tomó prestada para dar unas caladas. Recogió algo de tabaco de un bolsillo de la chaqueta de Dugès y logró afanosamente encender las húmedas briznas. Siguió paseando, intentado esquivar el olor de excrementos y humedad al que no acababa de acostumbrarse. Aspiró el humo de la pipa mientras reanudaba la marcha. Se cruzó con Dijou, que descansaba acurrucado, seguramente tras haber estado leyendo unas líneas de la Biblia durante la noche. Se paró delante de él, recolocó el libro entre sus manos y se santiguó. Jacques Dijou estudiaba en un seminario pero fue llamado a filas por el ministerio dos meses atrás. Clemens avanzó unos pasos más y se encontró dormitando, hombro con hombro, a los hermanos Deville, marselleses, un dúo de alegres cantarines, unos portentosos bailarines que levantaban el ánimo sólo con sus gestos y bromas. El recluta Pierpont reposaba a unos metros; dormía, pero con los ojos abiertos. El soldado más joven de su regimiento, contaba que tenía veinte años para aparentar más edad, pero algunos compañeros le echaban apenas diecisiete o menos. Mientras pasaba cerca de Paul Rousseau le asustó la repentina tos, y el escupitajo enfermizo que echó a sus pies. El viejo Rousseau padecía una angina y se quejaba lastimosamente. Clemens calculaba que si una bala no le atravesaba las tripas, su pecho no aguantaría más de tres meses de trinchera. En un recodo se encontró encorvado a Michel el Bretón, el cocinero que tenía entre sus manos una patata a medio pelar. Adormilado, el gordo recluta roncaba de forma ruidosa. A su lado, en una cazuela de latón, se conservaba caliente algo de café; Clemens se echó un trago a la boca, pero todavía no acababa de darle calor a su cuerpo. El aire congelado le aturdía la piel y las manos le seguían temblando. Se acabó el café y siguió apretando el cazo apurando los restos de calor. Chapoteó sobre un gran charco y esquivó el cuerpo de Charles Douay, el fusilero del regimiento, que se vanagloriaba de ser el mejor ladrón de Francia, y el segundo mejor amante de París después de su padre. A Clemens le caía bien y, en ocasiones, cuando la guardia se le hacía pesada o tenía miedo y ataques de pánico, le despertaba y charlaban de las aventuras que tendrían tras la guerra. Si había alguien en el regimiento a quien pudiera considerar un amigo, ese era Charles. Era un canalla pero en las malas era leal y solidario. Clemens observó que Douay estaba destapado y dormía con temblores, por lo que lo cubrió con la manta gris que portaba en los hombros. Se frotó las manos para coger algo de calor y avanzó hasta la posición en que descansaba Claude Marais, el teniente de su regimiento. Dormía flanqueado por otros oficiales, y observó cómo se movía y roncaba bajo su tupido bigote. Aquel hombre severo y cruel descansaba. Clemens apretó los dientes, y cerró los dedos simulando que ahogaba la garganta de ese malnacido.

Claude Marais era el hombre que más lo había mortificado en la guerra. Más que la artillería alemana, más que el invencible invierno y más que las lamentables trincheras. El teniente Marais era un hombre respetado y temido, pero para Clemens era un temerario cruel, arbitrario en sus órdenes e implacable con los débiles. Para Frédéric Clemens, era el responsable de que su hermano Jean estuviera en un sanatorio con la cabeza fracturada y una pierna amputada, debido a una misión mal planificada por el teniente. Los días en la zona del Somme eran tediosos y violentos pero el teniente los empeoraba. Castigaba con saña a aquellos que discutían sus órdenes. Especialmente a Clemens, a quien tenía sometido bajo su bota. No quería que los reclutas se insubordinaran. Al cabo Clemens lo castigaba con interminables guardias nocturnas y durante el día le hacía formar parte de las patrullas de exploración para atacar las bases prusianas. Clemens pasaba las horas muertas de las guardias planeando, imaginando, elucubrando formas de acabar con el teniente. Incluso se lo había confesado a algunos íntimos del regimiento: «El teniendo Marais no sobrevivirá al mes de febrero, o lo matan las balas alemanas o lo haré yo con mi bayoneta», le transmitió a Charles una noche enrabietado. En ese momento, Clemens oyó explosiones a lo lejos. Permaneció unos segundos más contemplando a su teniente. Cada vez le era más difícil contener la ira.

—Maldito borracho —dijo entre dientes y dio la vuelta para volver a su puesto so pena de que le descubrieran desplazado y sufriera otro duro castigo.

La artillería sonaba lejana pero insistente. El caminar de Clemens ante el ruido y el clamor de las bombas se hizo más nervioso y frenético. Las escaramuzas eran raras a esas horas de la madrugada. Se asomó en un punto de la trinchera y aunque trató de vislumbrar movimientos de tropas apenas distinguió al perro atrapado entre el alambre de espino. Parecía que el animal daba sus últimos estertores pero aún se agitaba agónicamente. Los destellos de las bombas eran aún distantes, y el miedo le empezaba a provocar ansiedad. Clemens era un voluntario que empuñó las armas con fervor pero las disputas con el teniente, las atrocidades de los bombardeos y la brutalidad del enemigo lo desmoralizaron y lo transformaron en un hombre rencoroso y vengativo. Pasó al lado de Douay y, aunque estaba helado de frío, dejó que su compañero mantuviera aquella manta infestada de pulgas. Se cambió el fusil de hombro y siguió su patrulla. Evitó las piernas de sus compañeros, rebuscó algo de comida, pero se dio cuenta de nunca logría descubrir dónde escondía Michel los alimentos en esa maldita trinchera. Estaba mareado y con arcadas en su garganta. En algunos momentos deseaba enfermar gravemente y escapar de allí.

Clemens seguía absorto y daba sus últimas caladas a la pipa; era lo único que le daba calor. Avanzó por el último recodo y enfiló el camino hasta su posición, donde en unos pasos reposaba Dugès. Apuró el tabaco con unas últimas y ansiosas chupadas para devolverle la pipa a su compañero. Apenas distinguía su cuerpo, la niebla era densa y cortante, pero daba la impresión de que parecía inquieto y convulso. Clemens echó los restos de tabaco al suelo, y en voz baja llamó a su compañero.

—Albert, ¿estás bien? —preguntó mientras se acercaba unos pasos más.

Las piernas del cuerpo del recluta se estremecieron y las manos se agitaron.

—¿Albert? —gimió Clemens cuando descubrió que tras la figura de de Dugès se ocultaba la silueta de otra persona que estaba sosteniendo la nuca de su compañero, mientras su boca se engarzaba con fuerza en el cuello del soldado.

La figura, pálida y esquelética, un hombre grotesco con piel clara y enfermiza, contempló con ojos brillantes y ansiosos el rostro de Clemens. Éste se detuvo petrificado, aturdido, mientras la figura pálida se incorporaba y dejaba caer la cabeza de Dugès en el suelo como un muñeco de trapo. La boca del extraño rebosaba sangre de unas mandíbulas afiladas como estacas y señaló con unos delgados y largos dedos la cara de Clemens. De su boca surgieron unas palabras, unos ruidos agudos y rechinantes, en un idioma ignoto que recordaba al lamento de un niño maltratado. La situación le parecía al cabo una pesadilla hipnótica, y se mantuvo quieto como si la voz del extraño lo poseyera. Cerró los ojos, intentando hacer desaparecer de su vista lo que había presenciado, y de forma mecánica descolgó su fusil, lo cargó y lo hizo detonar. El estruendo del disparo fue como un resorte en su ánimo y un trueno en sus tímpanos. Abrió los ojos y observó la figura del extraño reptando por la trinchera, con movimientos semejantes al de una araña.

Se acercó al cuerpo de Dugès. Su garganta estaba desgarrada y su cabeza casi estaba desprendida del tronco. Enseguida fueron acercándose el resto de soldados de su regimiento. Aturdidos y desconcertados, contemplaron a Clemens y el cadáver desangrado de Dugès entre el barro y el agua encharcada, ahora teñida de rojo. El oficial Claude Marais acudió como un vendaval voceando y empujando.

—¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Quién es el responsable? —rugió el teniente Marais.

—Mi teniente, alguien ha atacado al soldado Dugès —respondió con voz trémula Clemens—. Lo encontré mientras era abordado por un hombre de aspecto funesto. Le desgarró la garganta con sus propios dientes.

—¿Qué me está contando, Clemens? —exigió el teniente frente a la cara del cabo; el oficial descargó sobre Frédéric todo el aliento a alcohol que había consumido tras la cena—. ¿Los alemanes han penetrado nuestras posiciones durante su guardia? Es usted un maldito inepto.

—Mi teniente, ha sido algo repentino. No he tenido tiempo de detectarlo.

—Maldición, ¿y qué es lo que ha hecho usted, además de darle las buenas noches al enemigo?

—Disparé, mi teniente. Lo alcancé, pero el intruso ha huido.

—Joder, soldado, es usted peor que las malditas chinches de esta trinchera. ¿Dónde demonios está ese malnacido que ha matado a mi soldado? ¡Responde, Clemens!

—Huyó en esa dirección. Trepó por un saliente de la trinchera, por allí.

—¿Y la sangre del enemigo, cabo? Si lo alcanzó debería haber dejado un reguero de sus heridas —observó el teniente.

—Era un hombre extraño, parecía que no tenía vida entre sus carnes —enmudeció por un momento—. Parecía un muerto al que animaba alguna fuerza desconocida.

—Estupideces —el teniente se giró hacia Clemens y bramó con fuerza para hacerse oír entre todos—. Cabo, ármese con el fusil de Douay y localice y acabe con el enemigo.

—Pero teniente, el sargento Douay es el mejor fusilero del regimiento…

—Acate mis órdenes, cobarde —lo interrumpió el oficial—, o lo pongo frente a un pelotón de fusilamiento.

Clemens se puso firme, cruzó la mirada con su compañero Charles Douay y le tomó el fusil de largo alcance.

Se situó en el puesto de tiro a apuntar en el vasto e inhóspito horizonte. Las cargas de artillería sonaban más potentes en cada estruendo. Intentó concentrarse, abstraerse de las explosiones y de la rabia que le provocaba el teniente. Los alemanes podrían estar en cualquier sitio y apuntándole. Agudizó la visión y trató de enfocar algún objetivo con la mirada. Apuntó a algo que se movía entre las alambradas de espino. Era el perro pastor, agonizante, sin fuerzas para liberarse de su trampa. Clemens tuvo una fugaz sensación de misericordia y desamparo, y disparó una bala sobre el cuerpo del animal. Se giró y comentó a sus compañeros:

—Falsa alarma. No he disparado a nada.

Siguió apuntando, intentando distinguir algo en la densa y sucia niebla. Creyó oír algo, susurros, gritos ahogados. Dirigió la mirada a su flanco izquierdo y divisó un cuerpo grueso tendido en el campo de batalla. «Es Michel», pensó, «se parece al cocinero». Entornó los ojos y pudo comprobar que el soldado estaba siendo arrastrado. Dos figuras delgadas, con túnicas oscuras, estaban estrangulándolo. Los dos extraños se abalanzaron sobre el cuello de su compañero y lo mordieron con ansiedad, devorándolo en unos movimientos fulminantes y letales. Lo último que contempló antes de apartar la mirada fueron las piernas del soldado temblando entre fuertes sacudidas.

—¿Donde está el Bretón? ¿Habéis visto a Michel? —reclamó nervioso y agitado el cabo Clemens; sus compañeros murmuraron entre sí, llamaron al cocinero pero no apareció—. Creo que está siendo atacado, lo han capturado.

—Pues dispara, bastardo —reclamó el teniente—. ¡Dispara, maldito paleto!

El cabo Clemens contempló con pesar las palmas de sus manos temblorosas.

—No puedo, mi teniente, no puedo —gimoteó.

El sargento Douay subió al puesto de tiro, le arrancó el fusil de las manos y abrió fuego nada más asomar por la trinchera. Tras unos disparos se dirigió al grupo.

—No he conseguido alcanzarlos, se han dispersado. Se movían rápido como demonios, señor, como sombras intermitentes. Estoy con el cabo Clemens, tengo dudas de si son soldados alemanes. No llevaban uniformes.

—Bien —exclamó el teniente—, me da igual de dónde vengan y de dónde se han sacado los alemanes a esos salvajes. Son el enemigo y ya se han llevado a dos de los nuestros. ¡Formad, rápido, aquí todo mi regimiento! Disponeos, calad vuestras bayonetas y no tengáis piedad. Nos dividiremos en grupos y limpiaremos estas trincheras de salvajes. Seguro que es una maniobra de despiste para un avance de los prusianos.

—Mi teniente —interrumpió Clemens— considero que no es buena idea dividirnos. Parece que esos hombres conocen bien el terreno y saben cómo capturarnos. Desconocemos cuántos nos están atacando y si nos separamos les resultará más fácil causar más estragos en nuestras filas.

—¿Quién eres tú, Clemens? Eres un maldito hijo de labrador, vete a vendimiar al sur y deja esto para los hombres. Ya has demostrado con creces tu cobardía. Te voy a vigilar bien, vas a estar a mi lado y así no causarás ninguna calamidad entre mis tropas.

Clemens contuvo su rabia e intentó atemperar sus ánimos. Caló su bayoneta en el fusil y se dispuso a patrullar con el teniente y algunos hombres más por el flanco izquierdo.

El silencio era ominoso e inquietante, el cabo creía oír gemidos más allá de las paredes, del viento y del barro de las trincheras, sonidos agudos y palabras susurradas en el idioma del extraño que acabó con Dugès. Las balas y la metralla alemana se acercaban a su zona y confundían sus sentidos. Encontraron dos cuerpos más de compañeros del cuarto regimiento, desvanecidos, desnudos, con marcas de profundas mordeduras en la garganta. Clemens los reconoció porque eran soldados con los que solía compartir guardia en aquellas horas de la madrugada. Los cuerpos inertes mostraban una enfermiza palidez, desangrados, sin color, puros como la nieve.

—¡Animales! —bramó el teniente tambaleante entre los estruendos de las explosiones—. Quiero la cabeza de esos salvajes.

De repente, Clemens oyó un grito lejano a su espalda, en el flanco contrario, desde la posición del grupo de Douay. Escuchó alaridos, gritos agónicos y de auxilio. Su instinto lo hizo girarse y volverse a la llamada. El teniente lo agarró del brazo.

—¿Adónde va, cabo? No rompa la integridad de nuestro grupo.

Clemens se zafó de su brazo y corrió en la dirección contraria, sorteando charcos, piedras resbaladizas y los primeros cascotes que caían en la trinchera debido a la proximidad de la artillería enemiga. Alcanzó la zona de su puesto de guardia y con cuidado y con todo el silencio posible, rodeó el último recodo.

Los gritos y alaridos de los soldados eran espantosos. Se acurrucó junto a una pared y se acercó sigilosamente. Contempló una escena caótica, desgarradora: una figura grotesca, enfermizamente alta y escuálida, alzaba con una mano el cuerpo de Douay, apretando su cuello, alzando con increíble facilidad al sargento, que se retorcía entre angustiosas convulsiones. Detrás, otro grupo de extraños sujetaban a los hermanos Deville mientras otros se abalanzaban como lobos hambrientos sobre sus cuellos. Clemens contempló aterrado la escena, paralizado, horrorizado por la violencia con la que esos extraños atacaban a sus compañeros. Se echó la mano al cinto del fusil, lo cargó y disparó a la primera figura que se puso en su mira. Alcanzó la espalda de la enorme y escuálida figura que sostenía como un peso muerto a Douay. El atacante cayó derribado, golpeando como una losa el suelo embarrado. Clemens lanzó un grito ahogado y empezó a disparar de forma mecánica, casi sin apuntar. Una vez agotada la munición, cargó con todas sus fuerzas con la bayoneta. Los extraños eran alcanzados, caían, se convulsionaban, gemían de forma lastimosa, maldecían en un idioma espantoso. Pero no morían del todo.

Observó que el sargento Douay aún respiraba y trató de incorporarlo; los hermanos Deville estaban desplomados, inertes en un gran charco de sangre. El resto de figuras extrañas comenzaron a levantarse, seres demacrados, de rasgos afilados, piel seca, mechones arrancados, aspecto frágil pero amenazante, hombres y mujeres de edades diversas, exhibiendo gestos y miradas furiosas. Heridos y con miembros amputados, se alzaron firmes y dispuestos a atacar. El cabo Clemens recargó su arma, fusiló sus últimos tiros y dispersó a las criaturas, que se deslizaron por la trinchera buscando refugio en cualquier recoveco, gimiendo de forma espantosa en su huída. El cabo se inclinó sobre su exhausto compañero.

—Esta vez me has salvado el pellejo, Frédéric —comentó un impactado Douay—, no sé si te podré devolver el favor.

—Salgamos de aquí, han masacrado a todos los de esta zona. Unámonos al grupo del teniente.

Los obuses atronaron cerca de su posición. El sargento se apoyó en el hombro de Clemens y avanzaron a trompicones. Balas y metralla llovían cerca de sus cabezas. Las líneas de infantería estaban avanzando implacablemente. El enemigo acechaba dentro y fuera de esas trincheras. La tierra temblaba y empezaba a apestar a pólvora y humo. Se acurrucaron para evitar el impacto de un obús cercano. Pero un sonido hizo que se miraran a los ojos con pavor. El sonido penetrante y agudo de la alarma que hasta el soldado más valiente de toda Francia temía.

—¡Ataque de gas, ataque de gas! —oyeron los dos hombres a lo lejos.

Clemens rebuscó nerviosamente en su mochila, la vació en el encharcado suelo y recogió la máscara antigás. Impaciente, Charles Douay lo ayudó a fijarla en el rostro.

El cabo se sentía perdido y desorientado con la máscara en su cara. Los bombardeos de la artillería, la sangre, el olor a podredumbre, la angustia de la respiración limitada, el aturdimiento, le hizo sentir náuseas y vómitos. Se intentó controlar, intentando borrar de su cabeza todo lo que conocía sobre los ataques de gas. En los hospitales había conocido enfermos agonizantes, con el rostro desfigurado, los pulmones ennegrecidos, cubiertos de llagas y pústulas en la piel. Ya no tenía munición y de su fusil sólo era útil la ensangrentada bayoneta. La visión era borrosa a través de las lentes y prácticamente caminaba dejándose llevar. Tropezó en dos ocasiones y le pareció ver sombras acechantes en cada recodo. Avanzó con la bayoneta apuntando delante de él, frenético y desesperado. Después de interminables minutos, alcanzaron a un grupo de soldados entre los que creyó reconocer al teniente, que braceaba, se retiraba la máscara antigás y hacía sonar su silbato. A sus pies arrastraba el cuerpo de otro soldado desangrado.

—¡Retiraos las máscaras, no hay peligro! —ordenó—. Éste es el cadáver del soldado Mayotte, el vigía encargado de dar la alarma en caso de ataque de gas. Está muerto, lo han atacado y alguien ha hecho sonar la alarma para confundirnos. Vamos a reagruparnos —miró a Clemens e hizo un gesto de asentimiento—, esta noche va a ser larga y tenemos que resistir todos juntos como sea.

Los soldados fueron acercándose, preguntando por el estado de cada uno, por los compañeros ausentes e intercambiándose munición. El teniente fue haciendo sonar su silbato sin pausa. Más soldados se fueron uniendo y poco a poco fueron arrancándose las máscaras antigás, dándose ánimos y resueltos a combatir hasta el final.

El último grupo de soldados, unos siete, fueron acercándose por el flanco derecho, todavía portando sus máscaras antigás, caminando algo aturdidos. El viejo Paul Rousseau ayudó a uno de ellos a retirarse la máscara y descubrió bajo ella un rostro cadavérico, desencajado, mostrando unas ensangrentadas y afiladas mandíbulas. El extraño se abalanzó sobre el viejo, a quien pilló por sorpresa, mientras el grupo de falsos soldados que lo acompañaba se empezó a desenmascarar.

Aullaron y empezaron a atacar arbitrariamente a todos los reclutas que estaban a su lado. Se abalanzaron sobre los desprevenidos soldados, con una fuerza imparable, desgarrando con los dientes la carne de esos hombres que, aunque armados, estaban indefensos ante el ímpetu y la fuerza irresistible de esas criaturas. Los extraños estrellaban las cabezas de los soldados contra las piedras, quebraban sus huesos y sus vertebras con insana facilidad, y finalmente hacían desangrar a sus víctimas como conejos despellejados.

Clemens se abrió paso entre la masacre a empujones, no sabiendo si los cuerpos que embestía eran compañeros o las figuras enemigas. Aturdido, fue capturado por la fría mano de uno de ellos, que le agarró el cuello como una tenaza de hierro. La helada carne de sus dedos, las palabras susurrantes y las sangrientas fauces del extraño le congelaron de miedo y se desplomó casi desmayado. Apenas alcanzó a sentir la onda expansiva del obús que arrasó la trinchera sur.

Los ojos se le abrieron poco a poco mientras sentía el incomodo sabor del barro entre sus labios y su espalda crujía como una madera carcomida.

—¡Vamos Clemens, vamos, levántese!

El cabo sintió que algo tiraba de su castigado brazo derecho. No sabía cuánto tiempo había transcurrido. Ajustó la mirada, intentando quitarse la mugre de la cara y los ojos. El teniente Claude Marais intentaba rescatar su cuerpo enterrado entre escombros.

—Recompóngase, Clemens. Lo necesito. Han diezmado nuestro regimiento. Esos malnacidos y las bombas alemanas han destruido las trincheras. No queda nadie vivo y por lo menos la artillería nos está dando tregua por unos momentos. Hay que moverse, no tengo noticias de si otras divisiones van a auxiliarnos. Corra, levántese, he encontrado un sitio para refugiarnos.

El cabo Clemens oía de forma intermitente las instrucciones del teniente pero tenía machacados los tímpanos y se encontraba aturdido. Observó por un instante a sus pies los restos lamentables de la trinchera, la sangre, los cuerpos desmembrados, sacudidos violentamente, desfigurados. Se inclinó unos momentos y vomitó con angustia. El teniente seguía apremiándolo.

—Vamos, Clemens, tenemos que irnos de aquí, me va a ayudar a salir con vida. Los bombardeos han descubierto un refugio bajo tierra. Vamos, sígame.

Los dos hombres descendieron unos extraños peldaños de piedra en un saliente que se había abierto tras la explosión de un obús. Bajaron por una galería oscura, sin iluminación, de piedra negra y resbaladiza. «Vamos, Clemens, vamos», era la insoportable letanía del teniente.

El cabo logró encender un fósforo para tener algo de luz. Logró distinguir que del hombro del teniente colgaba el formidable fusil de Charles Douay, el arma del que el sargento no se desprendería ni aunque fuera torturado por el mismo káiser alemán. A Clemens la locura de la guerra y el ataque de esa noche le empezaron a trastornar definitivamente su entereza. El teniente Marais, el militar más cruel y egoísta, había sobrevivido, posiblemente abandonando o acabando con sus propios subordinados. El mismo que acabó arruinando la vida de su hermano. El fofo y borracho oficial de infantería. Decidió que era el momento de acabar con él. En ese momento llegaron a una pasarela cuya balaustrada asomaba a una inmensa bóveda. El teniente se paró en seco.

—Clemens, necesito que se asome, oigo ruidos, unos murmullos. Quizá no estemos solos.

El cabo Clemens se asomó a la balaustrada y contempló un escenario desolador, tétrico y malsano que le hizo llorar durante los eternos segundos que mantuvo la mirada. Un hondo pesar lo afligió y apenas pudo escuchar las órdenes del teniente.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha visto?

Clemens giró su cabeza y con una tristeza insondable contestó:

—Asómese, teniente. Véalo con sus propios ojos.

El teniente Marais se acercó con cautela, contempló erguido el escenario por unos momentos y se quedó petrificado. Clemens se colocó a su espalda, alzó la pierna izquierda de Claude Marais y lo hizo caer de la galería. El teniente apenas pudo lanzar un grito ahogado.

Clemens se tapó los oídos y corrió a través de la galería, desesperado, a ciegas, ansioso y furioso, gritando como un desalmado entre aquellas catacumbas, sin sentido del tiempo ni del espacio. Sus lágrimas se derramaban sobre la sangre seca de su rostro y el vaho de su respiración se confundía con los gemidos de su abatido pecho. Corrió y corrió hasta que vislumbró un saliente cerca de la superficie.

Emergió, entre barro, hierbas y agua encharcada, sollozando como un recién nacido extraído del útero de su madre. El cabo Clemens se dejó caer tumbado sobre la helada superficie del campo y abrazó con una risa nerviosa la luz del amanecer. Estaba empezando a nevar en el frente de batalla del Somme.

***

En un hospital militar improvisado en las afueras de Bruselas, la enfermera Witte y el doctor Decleir observaban la figura postrada en la cama de Frédéric Clemens, cuya mirada era absorta y sin vida.

—El paciente sufrió un severo trauma en la batalla del Somme, señorita Witte —indicó el doctor Decleir—. Ha de tratarlo con sumo cuidado. Su estado catatónico debió ser consecuencia de alguna herida en la zona craneal que le impide el habla y el contacto normal con los humanos.

—He oído que fue el último superviviente de su regimiento.

—Efectivamente, y en condiciones normales hubiera sido condecorado con una distinción militar. Sin embargo, fue localizado por una patrulla expedicionaria de la Legión francesa que acudió al rescate de su regimiento tras una ofensiva alemana y pasó algo extrañó tras ser auxiliado. Los legionarios habían capturado a un par de soldados austríacos que también habían sobrevivido a la batalla, armados y equipados incluso con mascaras antigás. El cabo Clemens se cruzó con ellos, oyó sus incomprensibles súplicas en germano y de forma repentina arrebató una de las bayonetas y se abalanzó sobre los prisioneros: los acuchilló con una rabia inaudita, depredadora, completamente insana. Por eso acabó aquí, confundido y trastornado. Ahora pasa las horas muertas contemplando el techo sin mover ni un solo músculo. No sé, esta guerra fulminará en un suspiro aquello que algunos llaman civilización —concluyó el doctor Decleir mientras abandonaban la sala.

El cabo Clemens acompañó con la mirada los movimientos de los sanitarios. No les había prestado atención. Su mente estaba ocupada con otros pensamientos: en la idea obsesiva de que esa guerra, esas feroces y brutales batallas con sus devastadoras explosiones, habían despertado a unas criaturas infernales, sedientas e insaciables, que habían encontrado en la interminable sangre derramada en los combates el elixir que ansiaban. Y sobre todo, ante los ojos de Clemens volvían a desfilar las imágenes macabras que contempló cuando se asomaron el teniente y él en las sombrías catacumbas. La visión de decenas, quizá centenares de aquellas figuras extrañas vestidas con túnicas que les cubrían hasta la cabeza. Contempló a aquel ejército de seres terroríficos, sedientos, venerando con sus impías voces la imponente figura de una mujer que movía su cuerpo con arrogante lascivia. Una figura desnuda, poderosa, adorada como una reina inmortal, implacable y feroz, cuyos labios rebosaban sangre y dolor. Su piel  oscura y agrietada surcaba los secretos de una antigüedad de cientos de años, y su interminable mata de pelo gris se asemejaba a un nicho de serpientes y víboras. Clemens encontró su irresistible mirada y se sintió condenado por su desbordante voluntad. Y en ese momento pensó que lo más terrible era que esas criaturas eran humanas, eran mujeres y hombres que representaban lo más oscuro y terrible del alma. En el instante en que Clemens empujó a su teniente y contempló a aquellos seres insaciables abalanzarse como un enjambre sobre el cuerpo del militar caído, sus oídos escucharon un sonido que no pudo ocultar con sus manos, el eco de una carcajada eterna que retumbaba sin compasión en aquellas catacumbas.

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El último Mentalkree

por Relato ganador

—¿Os habéis portado bien pequeñines? ¿Quién os quiere más? ¿Quién? ¿Quién? Pues la mami, ¡ay, qué guapísimos sois todos!

Mamaaaa, mamaaa quiero aguaaaaa, quiero quiero quiero —responde un tecnocactus a Nisia.

—Calla, asqueroso —interrumpe otro tecnocactus—, siempre te da gotas de más y continúas quejándote.

—¿Quiénes son esos señores feos? —pregunta el tercer tecnocactus—. Y quiero más agua.

—Tranquilos chicos, hay agua para todos. Además le he añadido un poquito de concentrado de nitrógeno y silicona saturniana: está de rechupete y creceréis fuertes y sanos.

Nisia les acerca una jarro de agua y les echa por encima unas gotas a cada uno. Los tecnocactus se mueven como bailando y parece que sonríen, aunque intento ver dónde tienen la boca y los ojos y no los veo. Me llama la atención pero sigo pensando que son una mierda de tecnología para solteros. Serguei los mira con atención, pero no parece entender ni sus palabras ni sus chillidos; en seguida pierde las ganas y se queda mirando fijamente una pared con la boca semiabierta.

Probabilidad de que se le mueran los tecnocactus en el año en curso: 73,04 por ciento.

Salimos del ático del Nisia. Nos ha costado que dejara su cubil y sus malditos tecnocactus. Pienso que son una moda peligrosa, pretender hablar con unos cactus de cinco centímetros es de locos y que además te respondan, claro que viniendo de ella… Dejamos llorando a sus amiguitos.

No hay muchas palabras entre nosotros, sabemos que empieza el trabajo y nuestras atención y concentración tienen que ser máximas.

El cielo está nublado. Empieza a llover, siempre llueve a esas horas en Nothing Hill. Cuando fue construida sobre las cenizas de la antigua Londres sus altas torres blancas y acristaladas lo iluminaban todo. Era una ciudad moderna, rica, con gente emprendedora e inteligente, las calles rebosaban de alegría y buen karma: todo iba bien y sus treinta millones de habitantes eran participes de un nuevo nacimiento.

Las luces y la alegría duraron poco: invasión de inmigrantes, la caída de la bolsa, impagos a sus funcionarios y varios escándalos de sus políticos más correctos hicieron el resto.

Llueve como todas las tardes. A veces es sólo agua, otras veces una mezcla con ácido sulfúrico, debido al accidente petroquímico de la anterior década. Unas veces la lluvia ilumina el cielo de color purpúreo y la mayoría de las veces sólo nos moja a todos, molesta el tráfico y empapa nuestros zapatos. Subidos en nuestro aerodeslizador recorremos la calle sin mirar a ningún sitio en especial, con nuestros pensamientos que se volatilizan entre nuestras neuronas quemadas.

La ciudad es un estercolero, suciedad y miseria por doquier, delincuencia y gentuza en todas partes. No es un buen sitio para vivir pero sí para trabajar, por lo menos para nosotros. Somos detectives privados, mercenarios, protectores, a veces ladrones y, otras menos, asesinos a sueldo: vivimos sobre una línea difusa entre el bien y el mal. Intento dirigir a mis dos compañeros y amigos hacia delante sin que pierdan la cabeza… más.

Más de ciento cincuenta nacionalidades campan a sus anchas por la ciudad. Hay barrios donde tenemos que utilizar nuestros traductores automáticos, ni si quiera yo con mi procesador C95 Kree conozco todos los idiomas y dialectos. Las bandas de delincuentes, las mafias y la policía se reparten la ciudad como buenos hermanos.

Shogun-magras, tecnopunkis, metalikos, pikachus y synth-artistas… Todos diferentes, todos iguales: venden drogas, roban bancos, tiendas y turistas. Asesinan cuando es necesario e intercambian tecnología prohibida sin control gubernamental. Éste es nuestro caldo de cultivo, de lo que vivimos. Nuestro pan de cada día.

Probabilidad de que seas atracado/violado/muerto este año en Nothing Hill: 5,83 por ciento.

Intento recordar cuándo fue la última vez que vi el sol y las estrellas. Parece que vivimos en un día nublado perfecto, en el que nuestras vidas pasan difusas y como en un sueño que nunca acaba. Quizás no veamos el sol nunca más, este mundo se quiebra, se rompe entre nuestras manos y hemos dejado que suceda, sin más.

En las colonias se vive mejor, pero después de la guerra no tenía muchas ganas de volver por allí. Al final éste es mi sitio, mi hogar. Lejos me siento siempre extranjero, fuera de lugar.

Miro de reojo a mis compañeros, a mis amigos, los únicos que tengo. Como yo, no son trigo limpio, pero se puede confiar en ellos. Puedo contar con los dedos de una mano la gente de confianza, la experiencia y todos estos años de muerte, mentiras y vanas excusas han pasado factura en mí y mi confianza en la raza humana, o lo que queda de ella.

Serguei es un Orsus versión 5B de la extinta corporación Prokoviet, entrenado para la demolición y la destrucción. Luchó contra nosotros en las Guerras de Corporaciones —años 2147-2151.

Cuando lo encontré en un bar estaba bebiendo kamilk sin sentido, en las ruinas de lo que fue la antigua San Petersburgo unos meses después de acabada la guerra. No tenía un oficial al que seguir: sin ejército, sin país, sin corporación, solo, con mala leche reconcentrada en un cuerpo cubierto de metal y un coeficiente de humanidad del 37,5. La película de la noche no se hizo esperar, un par de centuriones de la corporación Millenium Berlín se rieron a sus espaldas por la manera de sorber el kamilk y compararon a su madre con un yak de Nepal con amplias sonrisas de espabilados ignorantes. Un segundo después desde la palabra «yak» —y lo sé porque mi grabadora funcional S8 grabó enterita la escena—, había dos cabezas destrozadas entre las manos enormes de Serguei. Sangre por doquier, trozos de cerebro en el techo y dos cuerpos inertes en el suelo. La mirada de Serguei perdida entre la multitud, estático y con las manos llenas de sangre. Permanecía impávido en medio del bar. Los parroquianos se habían quedado petrificados y no se atrevían ni a respirar.

Probabilidad de que fuera detenido por la policía en las siguientes dos horas: 85,11 por ciento.

Sin tener tiempo a pensar ya se oían en la lejanía los sonidos de las patrullas de la policía militar. Actué rápido, le cogí de una mano y tiré de él. No se movió ni un milímetro. Volví a intentarlo y bajó la mirada desde sus dos metros veinte hacia mí. Sus ojos no decían nada. Parecía que la muerte tecnológica nadaba en ellos.

—¡Si quieres que te detengan y te despiecen lentamente quédate aquí, pero yo puedo sacarte sin que nos vean! —le dije gritando entre la multitud, que entonces empezaba a reaccionar y corría en tumulto hacia todas las salidas.

Su cuerpo se puso en movimiento y se dejó guiar por mí. Corrí veloz entre la gente y él me siguió sin rechistar. Era imposible salir por la puerta principal, así que me dirigí a la de emergencia. Cerrada.

Probabilidad de que fuera detenido por la policía en las siguientes dos horas: 13,24 por ciento.

Puse mis dedos en el teclado de seguridad y los filamentos de silicio-vibranium salieron de entre mis uñas, penetraron y se infiltraron en las conexiones de apertura. La puerta se abrió con gran estrépito y salimos pitando de allí. Una hora después y a veinte kilómetros de distancia subimos a un movilizador terrestre y por fin descansamos sin mirarnos.

—Gracias —me dijo con una voz grave y con tono metálico.

Para ser un Orsus de CH37,50 era todo un logro demostrar agradecimiento. Todavía hay un humano al volante dentro de ese cerebro positrónico, me dije.

De eso hace ya siete años.

Por su parte, Nisia tenía esa mirada felina que te hipnotiza, esos andares casi musicales, un cuerpo de metro y medio, calibrado, medido, estructurado, entrenado y cuidado para matar a sus enemigos. Era una Ona Bugeisha de nivel 7, producto de la corporación Telectric, perteneciente a una antigua familia nipona de samuráis; llevaba la lucha y el honor en su sangre, unas cuantas modificaciones corporales para la batalla habían hecho el resto. La sigilosa muerte andante. CH77,48.

En las Guerras Coloniales —años 2153-2155— quedaban pocas corporaciones y combatieron juntas contra los khinax en nuestras colonias de Alpha Centauri. Así es como nos vimos envueltos Serguei y yo de nuevo en batalla como asesores militares o, por emplear términos más honestos, mercenarios, soldados de fortuna.

Cuando iniciamos el ataque a la fortaleza de Quant los primeros en avanzar fueron los Orsus para demoler las defensas, entre ellos Serguei, con su sonrisa horizontal de siempre. Una hora después y abierta una brecha en el muro norte, las Ona Bugeishas, corriendo unas juntas a otras con sus espadas de láser iónico por encima de sus cabezas y esos ojos diabólicos encendidos en la noche, se colaron dentro de la fortaleza solo para encontrarse con otro muro interior defendido por cañones de protones y trampas ionizadas. Detrás de ellas íbamos los demás: infantería de batalla, tanques deslizadores y demás morralla de un ejército mal avenido y con ganas de juerga.

La primera vez que vi a Nisia estaba encaramada al muro interior y cortaba cabezas de khinax con sus dos espadas: las cabezas deformes, verdes y asquerosas de nuestros enemigos iban cayendo hacia abajo formando un pequeño montículo de muerte y destrucción.

Fuimos subiendo poco a poco por el muro con nuestras propias ventosas manuales. Cuando llegué al borde pude contemplar la escena: Orsus y Bugeishas avanzando como una cuña entre los mares de enemigos sin freno, sin vacilación. Y allí estaba Nisia a mi lado. Señaló tranquila hacia abajo para que iniciara mi descenso y cuando me preparaba para ello un láser iónico le dio de lleno en el pecho; al momento vaciló y cayó. Pude agarrarla de la mano y con esfuerzo la subí de nuevo al borde del muro, y me hice a un lado para dejar que bajaran mis compañeros.

Probabilidad de que muriera desangrada en las siguientes veinticuatro horas: 74,22 por ciento.

Rápidamente enchufé mi conexión neural a la suya. Podía ver en mi mente sus constantes vitales y sus daños más inmediatos. Gracias a su coraza intrapiel de titanio no había muerto en el momento: dos costillas rotas, fisura en la pleura y el hígado dañado al 20 por ciento. Saqué mi kit de emergencia y le apliqué una inyección de nanorreparadores. Sus ojos permanecían cerrados, eso sería lo mejor, porque no me hubiese dejado hacer lo que tenía pensado. Abrí mi mochila de combate y extraje dos pequeñas cuerdas elásticas con las que até a Nisia a mi espalda: esa pequeña gatita japonesa no iba a morir allí arriba si podía evitarlo.

Probabilidad de que muriera desangrada en las siguientes veinticuatro horas: 11,40 por ciento.

Bajé más despacio con ella encima, pero por fin llegué al suelo. La escondí detrás de una pared de acero reforzado que estaba destrozada y continué yo solo; un instante antes ella abrió un ojo y me vio, sólo para un segundo después volver a cerrarlo desmayada.

Unas horas después la fortaleza era nuestra. Serguei tendría que hacerse alguna reparación y perder algún punto más de CH pero nada que le supusiera un problema. Yo descargué unos cuantos virus para desestabilizar la conexión con la nave nodriza de nuestros enemigos. Limpié mi memoria de las escenas más cruentas de la batalla y dejé lo esencial para la inteligencia de nuestro ejército y para mi cordura en general.

Cómo no, Nisia nos encontró donde siempre estábamos, un bar.

—Te encontré, Mentalkree. Te debo la vida.

Se había quitado la máscara de batalla y sus ojos parecían cansados, no tendría más de veinte años.

—No me debes nada, Bugeisha, tú habrías hecho lo mismo por mí —contesté con una sonrisa.

—No, no lo hubiera hecho, no te conozco de nada. Aun así te debo la vida, y por mi honor juro que te devolveré el favor.

Hizo una reverencia, se sentó a nuestro lado y pidió un zumo de rábano.

Han pasado tres años desde aquel juramento y me ha salvado la vida más veces de las que me gustaría recordar. Y seguimos juntos.

Al final, después de todo, nos hemos juntado tales para cuales. Nuestro trabajo nos da para vivir relajados y sin penurias. A cambio, estamos en la cuerda floja, siempre.

A veces intento psicoanalizarme, pero enseguida pierdo el interés: sé quién soy y sé por qué hago las cosas. Mis motivaciones son claras, quizás no tanto por qué sigo con vida. Quizá tenga un final feliz, aunque todos mis datos indican que no.

Probabilidad de que muera trabajando antes de los cincuenta años: 58,09 por ciento.

Soy un Mentalkree. Quizás el último. No sé si quedará alguno de mi antigua promoción, la única que existió. Fuimos modificados para las Guerras de Corporaciones por la corporación ATT. Me captaron en una oficina de estadística accionarial monetaria: yo y mis números, mis probabilidades, hacer dinero con las matemáticas, ese era mi trabajo.

Hasta ese día no tenía ninguna modificación corporal importante, sólo un pequeño procesador de datos C15 que me ayudaba en mis cálculos, pero todo cambiaría pronto. Me explicaron el proceso de cambio, me explicaron el porqué me necesitaban, el tiempo de recuperación, mi pérdida de CH, me convencieron de que era lo correcto, de que mi momento para ayudar y arrimar el hombro en mi corporación había llegado. Salvaríamos vidas, ciudades, nuestra civilización al completo sobrevivía a las demás. Me lo creí a pie juntillas y con ese aire de héroe feliz me entregué a ellos.

Cambiaron mi procesador de datos por un C95, última generación. Conexiones neurales a ambos lados de la cabeza, una memoria de diez billones de terabytes, capsula de nanomédicos en el brazo derecho, GPS y consola táctil en el brazo izquierdo y filamentos de silicio-vibranium en todos los dedos de mis manos. CH87,59.

Después de tres meses de entrenamiento físico y mental, era un sofisticado equipo de espía y médico, con extensas nociones de combate con armas cortas, largas y combate cuerpo a cuerpo. Hasta ahí no nos diferenciábamos demasiado de un integrante de los marines espaciales.

Nuestro fuerte era el sistema Nova.

Después de una operación de tres horas, me habían colocado al lado del corazón un sistema Nova, una bomba de pulso electromagnético con capacidad para hacer desaparecer todo en cien metros a la redonda y destruir todos los circuitos de cualquier aparato, humano modificado y todo lo que tuviera chips a menos de tres kilómetros.

Probabilidad de muerte del Mentalkree una vez iniciado el sistema Nova: 93,47 por ciento.

Era la solución final de ATT, nuestra querida corporación amiga, para las guerras que mantendría con las demás corporaciones: «suicidio inducido por honor» lo llamaban. Y todos nos lo creímos.

Todavía recuerdo la batalla de Krasnoyarsk como si hubiera ocurrido esa misma mañana: miles de soldados de infantería, tanques iónicos, cañones doble láser, marines espaciales y trescientos Mentalkree en la vanguardia de la invasión de la ciudad. La corporación Prokoviet defendiéndose y más tarde atacando nuestras filas con fuerza, miles de Orsus encabezando su ataque, diez batallones de Necro cosacos ávidos de sangre y nosotros retrocediendo. La inteligencia militar ATT nos había vuelto a dar por el culo a base de bien: no sabíamos de la existencia en esa provincia de Necro cosacos y claro, matar a un muerto no era fácil. Nuestra infantería cayendo como moscas y los tanques ardiendo por doquier, miles de compañeros retrocediendo metro a metro.

Y llegó la orden, la única orden que se podía dar si queríamos ganar esa batalla.

Solución final con el sistema Nova. No dudé ni un instante: por fin sería necesario en la victoria, por fin todos nuestros esfuerzos serian recompensados. Qué engañados estábamos.

Tomamos posiciones, cada uno a cien metros del siguiente. Los demás corrieron despavoridos a nuestras espaldas: trescientos Mentalkree combinados harían mucho daño. Sí, lo haríamos. Solos. Podía ver las caras de satisfacción de mis compañeros, mirando hacia delante y dejando que se acercaran lo más posible a nuestros enemigos.

No tardaron mucho en cercarnos y cuando los teníamos encima… Mi mente dio la orden de iniciar el sistema. Estaba tranquilo, contento incluso. Dos minutos después estallamos sincronizados y todo a nuestro alrededor se volvió difuso: una onda invisible de muerte y destrucción recorrió la estepa siberiana.

Pude abrir los ojos para verlo todo con claridad: mi sistema no había funcionado, no se había activado ni estallado, no había hecho nada por mis hermanos, mis compañeros de armas que ahora estaban todos muertos y repartidos en mil pedazos. A mi alrededor había miles de cuerpos y máquinas terrestres y voladoras en el suelo, fuego, gases, gritos. En varios kilómetros a la redonda la batalla había concluido y sólo teníamos que recoger los cuerpos sin vida de los nuestros y de los suyos. Lloré por no haber servido para nada, por mi sistema defectuoso e inservible. Mis amigos permanecían muertos y con los ojos vacíos y yo seguía vivo. Mis oficiales me dieron la enhorabuena por el trabajo bien hecho, y repararon todos mis sistemas destruidos. Incluso volvieron a colocarme otra Nova en el pecho. Quizás la siguiente vez funcionaría.

No he vuelto a ver a ningún Mentalkree. Unos dicen que en las colonias quedan algunos supervivientes de esa batalla pero son habladurías. Nunca más ATT colocó de nuevo el sistema en humanos. Solo yo tenía de nuevo la solución final.

Con el tiempo todo se ve de otra manera. Ni buena ni mala, sólo de otra manera. Los olores, las sensaciones, la brisa del aire en tu cuello, el áspero tejido del uniforme en el pecho, el peso de mis armas en la cadera, eso sí queda intacto, puro.

Ahora vamos a la mansión de un jefe de la mafia taiwanesa. Nuestro encargo es su muerte. Fácil de decir y difícil de realizar: sabemos que tiene un ejército dentro de esas paredes. Pero ninguno de los tres ha demostrado miedo, ni siquiera respeto: tenemos que hacerlo y ya está.

Cuando llegamos a la urbanización cerrada a cal y canto, utilizo mis filamentos para abrir la puerta exterior. Recorremos los últimos doscientos metros hasta la mansión y bajamos silenciosamente del aerodeslizador. Nuestro plan es sencillo: entramos, matamos al mafioso y nos vamos. No tenemos plan B, ni siquiera tenemos un plan desarrollado.

Serguei carga contra la puerta principal que estalla en mil pedazos en todas direcciones: sin meditarlo un segundo entra el primero disparando y pisando todo lo que se mueve. Detrás le sigue Nisia como un gato enfadado con las espadas en las manos y su máscara de combate pegada a la piel de su cara. Pronto desaparece entre el humo. Justo detrás encamino mis pasos hacia la casa.

Cuando por fin mis ojos se acostumbran al fulgor del fuego y las sombras dominantes en la casa, entreveo cuerpos a mi alrededor, Serguei disparando y matando a sicarios del mafioso más adelante y Nisia corriendo por la pared de mi izquierda y rebanando cabezas que caen sin vida a mi alrededor.

Cuento, asimilo y calculo.

Probabilidad de salir vivos de la mansión: 83,47 por ciento.

Probabilidad de matar al jefe mafioso: 89,43 por ciento.

Saco mis pistolas fotónicas y disparo en todas direcciones. Caen cuerpos sin vida a nuestro alrededor y continuamos avanzando. En la segunda sala vemos cuatro Orsus de última generación. Serguei sonríe por primera vez en años. Se agacha cuando le dispara el primero para acercarse a él, arrancarle un brazo de un tirón, morderle el hombro y hacer que salgan chispas, para acabar presionando su pecho hasta reventarlo. Un segundo Orsus se le echa encima y le dispara todos sus cargadores en la espalda y brazo derecho: éste sale despedido hacia la pared y Serguei se queda embobado mirándolo.

—¡Serguei! —le grito y señalo a su enemigo mientras tomo posiciones para atacar a los otros dos que quedan.

Serguei se mira el hueco donde antes estaba su brazo: un líquido color verde se desparrama por el suelo haciendo las veces de sangre artificial. Arremete con fuerza contra su enemigo y los dos caen con gran estrépito en el suelo mientras se golpean.

El tercer Orsus viene hacia mí y me escondo detrás de un pilar, momento que aprovecha Nisia para volar desde el techo a su espalda y clavarle las dos espadas en el cuello. El Orsus se revuelve y coge a Nisia de la cabeza para estrellarla contra el suelo. De la cabeza del Orsus salen muchas chispas y sangre verde artificial, por un momento se queda quieto como meditando que hacer, para cuando lo ha decidido Nisia ha desaparecido. Puedo verla detrás de una columna, sin mascara de combate y un hilillo de sangre en la ceja derecha. Me sonríe y desaparece. No sé dónde está pero sé qué va a hacer, puedo oler el delicado sudor que emana su piel, siento las ondas de aire provocadas por su cuerpo al moverse por la sala, así que salgo de mi escondite y corro hacia el Orsus, esquivo sus disparos y le hago girar hacia la izquierda. Nisia aparece justo detrás de él e introduce sus dos espadas en la parte donde deberían estar sus riñones. El Orsus se quiebra, se retuerce e intenta agarrar a la Bugeisha sin lograrlo. Me acerco despacio y accedo al sistema central del Orsus con mis filamentos. Un segundo después un virus letal ha fundido lo que quedaba de su cerebro positrónico y cae como un muñeco desmadejado.

Serguei ha acabado con su enemigo y ahora tiene su cabeza en la mano; la mira un segundo y después la tira hacia atrás sin interés ninguno.

El último Orsus sale volando por la ventana más cercana: ha visto claro su futuro y se ha creado uno nuevo huyendo.

No pasa mucho tiempo sin que aparezcan más lacayos del mafioso. Ona Bugeishas, descatalogadas diría yo: de buena factura pero muy usadas. Aparecen docenas.

Cuento, asimilo y calculo.

Probabilidad de salir vivos de la mansión: 58,22 por ciento.

Probabilidad de matar al jefe mafioso: 64,18 por ciento.

Serguei pone en funcionamiento sus ametralladoras de iones y reparte muerte por doquier. Nisia, al ver a qué nos enfrentamos, me mira y me guiña un ojo, antes de salir disparada hacia el centro de la estancia. Un segundo después siete Bugeishas se abalanzan sobre ella. Parecen bailar sin tocarse, medirse y retarse sin mover un músculo, pero su velocidad es increíble y algún brazo cae al suelo, una pierna por aquí, una oreja, varias cabezas, gotas de sangre impregnándolo todo. Tiro una granada de fósforo marciano a la puerta y caen tres inmóviles con los ojos en blanco.

Al fondo de la estancia aparece su jefe. No más alto que yo ni más guapo ni más inteligente, sólo que con más dinero y más poderoso. No tiene miedo, levanta la cabeza orgulloso y mira los movimientos de sus lacayos, cómo van cayendo poco a poco. Ni se inmuta.

Detrás de él aparecen más Bugeishas, docenas más, que se lanzan contra nosotros.

Cuento, asimilo y calculo.

Probabilidad de salir vivos de la mansión: 22,97 por ciento.

Probabilidad de matar al jefe mafioso: 28,93 por ciento.

Nuestro futuro en los próximos minutos es poco halagüeño, así que me escabullo como puedo y me dirijo lo antes posible hacia el jefe mafioso para matarlo antes de que ellas nos destrocen. Los segundos pasan a cámara lenta.

Puedo ver cómo ocho o más de las asesinas están encima de Serguei y cada vez le cuesta más quitárselas de encima. Su ojo derecho cae al suelo; él ni se inmuta, logra agarrar a una con la mano abierta y reventarle el cráneo.

Una nube de espadas rodea a Nisia. Devuelve la mayoría de los golpes pero algunos van hiriendo poco a poco su cuerpo pequeño y menudo. Por primera vez en sus ojos veo algo parecido al miedo: sabe que son demasiadas y las fuerzas no son eternas.

Una enemiga consigue hacerme un corte en el muslo, para descubrir que tiene una de mis pistolas apoyada en el pecho. La bala iónica le hace un agujero como un puño. Cae sin vida delante de mí y continúo avanzando por la estancia.

Dos más caen ante mí. El jefe se abalanza hacia mi cuello con un cuchillo de grandes dimensiones. Consigo desviarlo a duras penas, me rasga el hombro y siento su frío y acerado contacto. Antes de que pueda ponerle la pistola en la sien me golpea duramente en la muñeca y mi arma sale disparada por el aire.

Y allí, en ese momento, todo se para, se congela, nuestro alrededor se difumina y consigo percibir algo extraño: un reconocimiento, algo que me resulta muy familiar. Nos tenemos agarrados el uno al otro por el cuello y no siento su presión en mi carne. Por un instante nuestras pieles parecen fundirse y empiezo a entender todo.

Un milisegundo.

Con el rabillo del ojo busco a mis compañeros. Nisia tiene todo el cuerpo lleno de heridas y debajo de ella los cuerpos muertos se amontonan, le cuesta levantar las espadas y aún así sigue luchando. Son demasiadas para ella. Esto no va a acabar bien.

Cinco milisegundos

Serguei está tumbado en el suelo boca arriba. Sin un brazo y con la vista algo estropeada intenta seguir defendiéndose, pero dentro de sus posibilidades ya no está la de atacar. Tiene varias espadas clavadas por el cuerpo y el suelo esta empapado con su sangre artificial.

Diez milisegundos.

Sé qué ha pasado, por fin he visto la verdad. Nuestros filamentos de silicio-vibranium se han unido y se han reconocido: mi enemigo es un Mentalkree como yo, un superviviente de Krasnoyarsk. Él también me ha reconocido y ahora permanecemos en una especie de limbo, un éxtasis catártico, en el cual los dos sabemos qué hacer y quien primero dude morirá sin remedio. Dos supervivientes, destinados a destruirse. La vida da muchas vueltas. Casi siempre a peor.

Veinte milisegundos.

Busco los ojos de Serguei e intento con la mirada decirle todo: que corran, que salgan de allí lo antes posible, que si no lo hacen en el siguiente segundo morirán, que sus cuerpos se volatilizarán en pequeños átomos invisibles, que toda su vida, pensamientos y deseos desaparecerán y no quedará nada que los recuerde, que todos sus miedos y momentos felices se escurrirán entre sus dedos manchados de sangre.

Treinta milisegundos.

Puedo casi tocar su Nova. Como la mía, está operativa. Desconozco si es la primera que le pusieron o es nueva, no voy a perder el tiempo intentando descubrirlo. He decidido el siguiente paso y sin más dilación ejecuto mentalmente el código alfanumérico de iniciación de mi propio sistema. Espero que Serguei me haya entendido.

Cuarenta milisegundos.

Mi enemigo también se ha activado pero yo lo hice primero. Ya está todo hecho, y para bien o para mal he ganado. Siento la sangre hervir dentro de mí, la piel se me tensa como la de un tambor, mis ojos parecen a punto de estallar. Aprieto los dientes con tanta fuerza que alguno se astilla, siento el sabor metálico de la sangre en mi boca y cómo lágrimas de color rojo asoman en mis ojos. Siento vibrar el suelo debajo de mí y cómo me mira el mafioso Mentalkree: veo su miedo, su desesperación, sabe tan bien como yo lo que va a suceder.

De repente el sonido desaparece: una gran luz me atraviesa y no puedo ver nada. Ni siquiera siento dolor, ni la estancia, ni mis enemigos, ni mis compañeros, sólo el vacío, un extraño y sensacional vacío que me relaja, como si flotara en gravedad cero. Sólo está mi consciencia, mi yo más profundo. Y después nada.

Creo abrir un ojo y ver una cara conocida. Es Nisia. La noto preocupada y me grita, aunque que no escucho nada. Y de repente, sin previo aviso, como un misil chocando en mi frente, siento un dolor por todo el cuerpo que me paraliza. Mis nervios crispados se tensan y suelto un grito agonizante que no escucho. Algo pasa con mis oídos, veo cómo sigue gritándome Nisia y siento cómo me arrastra por el suelo. Huelo a cuerpos y circuitos quemados. Quiero desmayarme y dejar de sentir por fin, pero no puedo.

Desde el suelo y mientras me arrastran veo la mansión derruida a nuestro alrededor y llamas por doquier. Huelo el frescor de la tarde que empieza a inundarlo todo.

Nos paramos y grito en silencio de nuevo. Debo de tener todos los huesos del cuerpo rotos, pero me siento vivo, más vivo que nunca.

—¿Estás bien, gilipollas? —me grita en la cara la muñequita ninja; tiene la cara amoratada y salpicada de sangre, percibo preocupación y sorpresa en su voz, nunca la había visto tan alterada.

—Joder, qué fea estás… —consigo decir en un hilo de voz.

—Hijo de puta —me dice entre dientes y me abraza con fuerza, con tanta que vuelvo a gritar de dolor.

—¿Y Serguei? —pregunto dolorido.

—No te preocupes, está bien, sólo que no se puede mover —me contesta con una sonrisa malévola.

Me ayuda a levantarme y nos arrastramos hacia donde está el Orsus. Permanece tirado boca arriba sin moverse. Me saluda.

—Estoy biiien no te preoccupeees, pero necececesito ayuuda urrgente. Esa maaalddita bommba tuya meee ha inutilizaaado casi tottalmnnente, necccesito circuuitos que funcioneenn.

—Me descojono, Serguei, pareces un muñeco roto de feria, joder —sonrío son esfuerzo y él hace lo propio.

Creo que voy a comprarme unos tecnocactus chicos.

Nisia hace una llamada urgente a Trauma Team, nuestra aseguradora médica personal, para que nos recojan y nos lleven a su hospital más cercano. No tardarán más de cinco minutos, son los mejores profesionales y los más caros.

Me cuentan cómo Serguei sin saber cómo entendió mi mirada, lo que conllevaba y lo delicado de la situación. Se quitó de encima a todas las Bugeishas, agarró del brazo a Nisia y salió disparado por una ventana de la mansión. Cuando mi Nova explotó ellos ya estaban a más de cien metros. No se pulverizaron pero sus sistemas estaban fundidos. Como yo, habían vuelto a la Edad de Piedra.

Como todas las tardes, empezó a llover esa extraña mezcla de agua y ácido sulfúrico. Y nosotros allí, sentados en el fango, doloridos y la vez contentos, viendo las volutas de humo subir y desaparecer y escuchando el crepitar del fuego consumir a nuestros enemigos. Por un momento me vuelvo a sentir humano, vivo, perteneciente a algo.

Ahora mismo no necesito contar, asimilar ni calcular.

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El tarro

por Relato ganadorRelato Bluetal

Los dos hombres estaban sentados en el sillón frente a la mesa sobre la cual reposaba la caja. Tisdale no lograba desprenderse de la sensación de que aquel embalaje, de algún modo, resultaba extrañamente hostil. El señor Moore no apartaba los ojos de ella, como si quisiera penetrarla con la mirada y comprobar que, efectivamente, su contenido seguía encerrado en su interior.

Habían permanecido varios minutos en silencio. Tisdale miró a su alrededor mientras su anfitrión luchaba en su interior contra lo que le impedía explicarle por qué lo había llamado. Salvo por la lámpara de pie que proporcionaba una luz exigua y la vitrina de la que el señor Moore había sacado la botella de whisky de la que había servido dos copas, las paredes estaban casi en su totalidad cubiertas de paquetes de periódicos viejos y de cajas de cartón, cuyo conjunto despedía un cierto olor rancio. La entrada, el salón y los pasillos que habían atravesado desde que entrara en aquel antiguo caserón también contaban con aquel apilamiento obsesivo que indicaba una tara en la psique de aquel hombre.

—Un objeto no es sólo un objeto —dijo por fin el señor Moore, con la voz cansada de alguien que ha repetido aquellas palabras hasta la saciedad para sí mismo—. De alguna manera que actualmente aún no podemos medir, las experiencias psíquicas de los seres humanos dejan una huella en algunos seres inanimados.

Dio un sorbo a su copa, con la mirada aún fija en la caja. Por un momento Tisdale temió que volviera a hundirse en sus pensamientos y que lo tuviera esperando otro cuarto de hora. Sin embargo, con un suspiro seco como el que sigue a una determinación, el señor Moore continuó:

—¿Alguna vez ha visitado una cárcel, un hospital o un manicomio que hubiera sido abandonado? Es sobrecogedor, y no sólo por las connotaciones sociales, no sólo por las proyecciones emocionales de las imágenes que conjuran esos sitios: es por la… resonancia, a falta de un término mejor. La naturaleza de esos lugares se ve alterada, teñida, recubierta por una pátina de terror como un eco persistente, como una onda subliminal permanente. Cuando la ola emocional es masiva, provocada por el sufrimiento de decenas o cientos de seres humanos simultáneamente, son los lugares los que quedan manchados.

El señor Moore dio otro trago, luchando por concentrarse y apartar de su mente el tic tac del reloj del salón; en aquella silenciosa casa, ese sonido lo alcanzaba en cualquier rincón. Agitando la cabeza como quien espanta una mosca, prosiguió:

—¿Pero qué ocurre si esas emociones se enfocan más concretamente en un objeto? Entonces es posible que con una masa emocional mucho menor, digamos la de nueve o diez personas, se pueda impregnar del mismo horror un único objeto.

Instintivamente, Tisdale desvió la mirada hacia la caja. El señor Moore dejó escapar una agria sonrisa.

—Lo nota, ¿verdad?

El señor Moore sacó un sobre de un bolsillo del albornoz y se lo dio a Tisdale. Éste lo abrió y comprobó que contenía un fajo de billetes.

—Ese dinero es para que acepte esa caja y se comprometa a destruirla lo antes posible. Además, desde el momento en que ponga un pie fuera de esta casa no deberá permitir que me ponga en contacto con usted por ningún medio hasta que lo haga. Y sobre todo, bajo ningún concepto, debe mirar su interior.

En ese momento fue Tisdale quien dio un trago reflexivo.

—¿Qué hay en su interior?

—¿Acaso importa eso?

—Sí —respondió Tisdale dejando la copa sobre la mesa junto a la caja, reacio aún a guardarse en la chaqueta el sobre—. Si se trata de algo peligroso o ilegal debo saberlo para saber qué responsabilidad estoy aceptando.

El señor Moore volvió a clavar sus ojos en la caja.

—No es nada ilegal. Pero sí es muy, muy peligroso… —de nuevo sacudió la cabeza para alejar el tic tac—. Es un objeto maldito.

Por un momento Tisdale esperó a ver si su interlocutor añadía algo que le indicara en qué sentido figurado empleaba el término «maldito», pero una sombra en los ojos del señor Moore lo convenció de que estaba empleando aquella palabra de manera literal. Quizá la creencia en lo oculto fuese otra excentricidad de aquel rico misántropo.

—No me cree, ¿verdad? Yo tampoco lo creía al principio, hace ya veinticinco años, cuando lo heredé junto con esta casa… Pensaba que no sería más que una leyenda urbana como la del diamante Hope o la muñeca Annabelle, pero he descubierto que es dolorosamente real.

De nuevo se hizo otro denso silencio, y Tisdale no pudo evitar preguntar:

—¿Qué es?

—¿Recuerda usted La hora de Alfred Hitchcock? La original, me refiero.

—Creo haber visto alguna reposición.

—¿Vio un capítulo titulado El tarro?

—No, creo que no.

—Seguro que no; si lo hubiera visto no habría podido olvidarlo. Estaba basado en un relato de 1944 de Ray Bradbury, y la historia es bastante sencilla. El protagonista compra en un circo ambulante un tarro con algo dentro que recuerda vagamente una cara. Al volver a su pueblo de paletos en medio de los pantanos sus vecinos quedan extrañamente fascinados por el objeto, tanto que pasan tardes enteras sentados frente a él, mirándolo y compartiendo sus ideas sobre qué puede ser aquello. El protagonista consigue así el respeto de todos… salvo el de su mujer. Cuando al final de la historia ésta lo enfrenta con la realidad y vacía el tarro, mostrándole que en su interior no hay más que basura, él la mata y reemplaza el contenido del tarro con su cabeza.

»En esa historia se basó la adaptación de 1964. El guionista fue James Bridges, y el director Norman Lloyd. Pero el tarro… al tarro le dio forma el propio Hitchcock, quien proyectó en él toda su maldad, aunque no fue eso lo que lo convirtió en lo que es. No, quizá su forma definitiva no fuera más que azar, pero algo tenía que, de una manera inesperada, comenzó a ejercer sobre los actores el mismo influjo tenebroso que ejercía sobre sus personajes. Tanto es así, que al final del rodaje varios de ellos discutieron por ver quién se quedaba con aquella cosa. No obstante, la disputa se acabó cuando descubrieron que el tarro había desaparecido.

»Sólo que no había desaparecido sin más. Un carpintero lo robó, el padre de Marlene De Lamater, la niña que en el capítulo aseguraba que lo que había dentro del tarro era el hombre del saco. Desde el momento en que el padre se llevó a su casa aquello comenzó una vida de obsesión, encierro y pesadilla. No es casual que si se revisa el IMDB descubra que aquella niña comenzó su carrera en el 61 y que no volvió a actuar tras ese mismo año 1964.

El señor Moore hizo una pausa. Comenzaba a oscurecer más allá de las pesadas cortinas. Tras rellenar las dos copas, prosiguió:

—Marlene y su madre abandonaron al padre, pero aquello no las salvó. Cuando éste murió, doce años después, alcohólico y medio loco, les entregaron los pocos bienes que poseía. Entre ellos estaba el tarro.

»De manera totalmente incomprensible, Marlene, que había visto lo destructivo que podía ser aquel objeto, insistió en conservarlo. Sin darse cuenta, se volvió cada vez más huraña y más desconectada de la realidad. En apenas dos años parecía haber envejecido diez, y su salud era cada vez más precaria: pasaba largas horas encerrada, observando aquel falso rostro. Su madre, desesperada y aterrada, un día vendió el tarro en una casa de empeños. Esa misma noche, Marlene le prendió fuego a la casa y ambas murieron.

»Fue en ese año 1978 cuando el tarro llegó a manos de mi tía abuela, quien a pesar de su fortuna dedicaba horas y horas a recorrer las tiendas de segunda mano en busca de gangas. En cuanto vio el tarro sintió que había estado esperándola; al menos, eso fue lo que le contó a mi padre.

»Cuatro años tardó esa cosa en acabar con ella. Despidió al personal que atendía esta casa, convencida de que todos y cada uno de ellos pretendía robarle el tarro. Sola, olvidaba tomar sus medicinas e incluso comer, y acabó enfermando seriamente.

»Mi padre, cuando recibió la casa como legado, heredó también el tarro. Lo tenía siempre en esta sala, y la cerraba con llave. Como si fuera Barba Azul, cuando mi madre me traía aquí los días pactados en el divorcio, yo podía ir a cualquier parte salvo a esa habitación.

El señor Moore deja escapar una risa seca antes de dar otro trago a la copa.

—De niño eso me parecía misterioso y mágico… Luego, cuando mi madre se volvió a casar, nos mudamos de estado y apenas volví a ver a mi padre. Cada vez que lo hacía, cada vez más esporádicamente, lo veía más consumido, más distante. Y no volvería a pensar en el tarro hasta que heredé la casa, en el año 1991.

Tisdale nota la pausa prolongada, aunque no mira a su interlocutor. Poco a poco, sin ser del todo consciente, ha ido centrando su atención en la caja.

—¿Qué le ocurrió a su padre? —preguntó, impaciente por que el señor Moore continuara con su relato.

—Se suicidó.

—Lo siento.

—No tiene por qué, eso fue lo que lo liberó —dio otro trago—; siéntalo por mí, porque eso fue lo que me condenó.

»Cuando me mudé todavía estudiaba en la universidad. No acabé la carrera: al abrir el cuarto cerrado de mi infancia, me atrapó. Los dos primeros años los pasé recopilando toda la información de la que dispongo, sacada sobre todo del diario de mi padre.

»¿Sabía que Tim Burton vino a verlo? En el año 1984 le encargaron un remake de El tarro y, haciendo un alarde de investigación policial, dio con mi padre. Por supuesto, éste se negó a entregar el tarro para la nueva versión, pero sí permitió al por entonces director principiante verlo. Mi padre escribió que cuando lo hizo no quiso ni acercarse. Por eso en la versión de Burton sustituyeron el contenido del tarro por una masa de látex. Y ese es el motivo por el que el remake es tan malo: no es por las luces chillonas de neón ni por la falta de generalizada de talento dramático, sino porque el frasco no ejerce esa auténtica fascinación que ejerció sobre los actores de la primera versión, porque no destila esa malignidad seductora del original.

»En 1993, el mismo año que murió James Bridges, intenté contactar con el elenco original, no sé muy bien por qué; quizá para ver si alguno de ellos podía decirme cómo se libraron del influjo que yo notaba más pesado cada día. O quizá porque necesitaba contarle a alguien que pudiera comprenderme que aquel tarro me aterrorizaba y envenenaba mi vida día tras día pero que no podía deshacerme de él.

»James Best, que interpretaba a Tom, y George Lindsey, que interpretaba al pobre retrasado que había ahogado a los gatos, no quisieron ni recibirme en cuanto supieron el motivo de contactarlos.

»Los protagonistas, Pat Buttram, que fue Charlie, Collin Wilcox, que fue Thedy Sue, y William Marshal, que fue Jahdoo, sólo hablaron con cierta reticencia de los sentimientos encontrados que el tarro les provocó. Pero todos coincidieron en un detalle: veintinueve años después, todavía había noches en las que soñaban con él.

»Y desde entonces, el tarro me ha ido consumiendo. Con cada dueño impregnándolo de su ansiedad, de su devoción, ha ido ganando poder, acumulando más energía psíquica. Hay días en los que incluso creo que es consciente, y que disfruta devorándome. Dios, parece que tengo sesenta y tantos años, pero acabo de cumplir cuarenta y seis…

La noche había caído ya. Los ojos del señor Moore brillaban con las lágrimas contenidas cuando volvió a mirar a Tisdale.

—No cree nada de lo que le he contado, ¿verdad? —en ese momento sonó su teléfono móvil; media docena de tonos dejaron su eco en los rincones antes de que se levantara—. Discúlpeme.

El señor Moore salió de la sala, hablando en susurros.

Tisdale dejó la copa y el sobre encima de la mesa. Se puso en pie, y siguiendo un impulso que no pudo explicar, sacó su navaja del bolsillo. Extendió la hoja, y con movimientos precisos cortó la cinta de embalar que rodeaba la tapa de la caja. Al levantar ésta vio un montón de hojas de periódico arrugadas. Introdujo las manos en su interior hasta notar el tacto del vidrio, y sacó el tarro. Lo colocó sobre la mesa, notando que contenía el aliento, y se acuclilló hasta quedar a la altura de… la cara.

El agua turbia no podía ocultar la palidez como de hueso de aquella forma que asemejaba la amalgama de un cráneo y una cadera, el oscuro agujero que parecía la fusión del orificio bucal y los nasales, la hirsuta cabellera como algas muertas, aquel ojo fijo que pareció clavar en él su curiosidad.

Cuando se guardó de nuevo la navaja en su bolsillo, Tisdale notó cómo le temblaba el pulso. Sentía la repulsa y el horror, pero no lograba erguirse: se encontraba paralizado como cuando un golpe seco deja dormido un músculo.

El sobresalto que le produjo la voz del señor Moore fue lo que lo arrancó de aquel trance y le permitió ponerse en pie como si estuviera apartándose de un fuego repentino.

—Tiene que creerme —dijo Moore mientras retomaba la conversación interrumpida y guardaba su teléfono móvil—, le aseguro que llevo años haciendo acopio de fuerza de voluntad para poder hacer lo que estoy… —las palabras murieron en sus labios cuando entró en la sala y vio el tarro fuera de la caja.

Ambos hombres intercambiaron miradas y se comprendieron mutuamente: Tisdale comprendió la desesperación y el miedo del señor Moore; el señor Moore el deseo de Tisdale de huir y dejarlo allí, solo junto al tarro.

—Se ha hecho tarde, es mejor que se vaya cuanto antes… —dijo el señor Moore acercándose a la mesa con la intención de volver a meter el tarro en la caja.

—No… —Tisdale notaba la boca seca y le costaba formar las palabras—. Creo… creo que no voy a poder hacerlo. Quédese su dinero.

Sin más preámbulo, se dirigió hacia la puerta.

—No puede hacerme eso —dijo el señor Moore, agarrándolo de la manga de la chaqueta—, antes ha aceptado, ¡el tarro ahora es suyo!

Con un brusco tirón del brazo Tisdale se libró de aquella presa y salió caminando rápidamente hacia la escalera.

A punto de comenzar a descenderla notó que algo tiraba de su chaqueta y casi lo hacía caer. Cuando se giró vio al señor Moore, su cara descompuesta en una mueca a la vez suplicante e iracunda: con el brazo izquierdo sostenía el tarro, y con la derecha tiraba de él con una fuerza inesperada, propia de una crisis nerviosa.

—¡Tiene que llevárselo! ¡Tiene que llevárselo! —gritaba una y otra vez.

Tisdale agarró de los codos a Moore y lo apartó a un lado. No pesaba nada, como si fuera un hombre que hubiese crecido siempre al borde de la desnutrición, un cuerpo consumido por una enfermedad terminal. En comparación con la fuerza que demostraba, su masa era casi ridícula. Tisdale había imprimido demasiado impulso a ese movimiento, y durante un instante luchó por mantener el equilibrio sobre el último escalón.

Aquel instante fue suficiente para que el señor Moore le entregara el tarro.

Como acto reflejo, en un intento por aferrarse a algo, Tisdale abrazó aquello. Apenas tuvo una fracción de segundo para sentir terror y repugnancia: el peso adicional acabó por desequilibrarlo.

Hombre y frasco rodaron por las escaleras. El cuerpo de Tisdale golpeaba contra los peldaños, pero extrañamente sus brazos seguían aferrando el recipiente de cristal, como si una fuerza perversa lo empujara inconscientemente a protegerlo. Sólo cuando finalmente cayó contra el suelo del piso inferior, cuando su cráneo produjo un estremecedor sonido al chocar contra las plaquetas, fue cuando su presa se liberó, y la tapadera del frasco salió despedida a varios metros.

El agua sucia se mezcló con la sangre.

Los minutos pasaban. Lejanamente, el señor Moore podía seguir escuchando el tic tac del reloj del salón, pero su cadencia parecía sutilmente alterada. Poco a poco, como temiendo dar un paso en falso que revirtiera aquella situación a la de hacía unos pocos minutos antes, bajó la escalera.

Al llegar al último escalón se sentó en él. Sus ojos miraban un punto intermedio entre Tisdale y el frasco vacío. Permaneció absorto un tiempo indefinido antes de que los datos comenzaran a desplegarse despacio en su conciencia. Aunque no se hubiera partido el cráneo y la conmoción cerebral no fuera seria, el ángulo que formaba el cuello no dejaba lugar a ninguna duda de que Tisdale había muerto. En cuanto al tarro, en el interior del charco que se ampliaba a cada segundo que pasaba permanecía la basura que había contenido: un pedazo de arcilla, trozos de papel y algodón, la vieja cámara de aire de un neumático, una maraña formada por hilos y una peluca vieja y el ojo de una muñeca. Desgajados, despojados de su inquietante estructura, al señor Moore casi le parecía que los años de esclavitud que había sufrido no eran más que una comedia.

Poco a poco, comprendió lo que había cambiado en el sonido del reloj: había dejado de ser una cuenta atrás para el resultado inevitable de su maldición, ahora sólo era un sonido que marcaba una división convencional de un intervalo de tiempo. En medio de aquella confusión, Moore comprendió que había logrado escapar del tarro. Las lágrimas se le escurrieron por las mejillas mientras una risa incontrolable comenzó a sacudirlo.

Se puso en pie, liberado. Sin poder dejar de reír subió las escaleras, sin parar a tomar aire, sintiendo que una energía renovada recorría todas y cada una de sus células.

Volvió a la sala en la que apenas media hora antes había estado sentado junto al muerto. Se dejó caer en el sillón, controlando un poco la risa. Cogió una de las copas que seguían sobre la mesa y se la bebió de un solo trago. Luego hizo lo mismo con la otra, antes de rellenarla. Se miró las manos, las gruesas venas como cables bajo la piel anémica, como si acabara de percatarse de que en los últimos años había poseído un cuerpo.

Cogió la copa y caminó hasta el baño. Allí, frente al espejo, se desprendió de la bata. Repasó los rasgos prominentes, los hombros descarnados, la mermada musculatura carente de tono, las sombras de los huesos marcados bajo la fina carne. Se sentía extraño, desconcertado más que aterrorizado, como un secuestrado que cuando vuelve a su casa acepta que las penurias a las que ha sobrevivido inevitablemente le dejarán una huella indeleble. Pero al cruzar la mirada con los ojos de su reflejo, sonrió. Recuperaría lo que pudiera, se restauraría con algo de esfuerzo. Además, era rico: en su encierro apenas había gastado nada de la herencia de su familia. Podía pagarse dietistas, entrenadores, cirujanos. Se bebió el último trago de la copa. , se dijo: en un año sería un hombre nuevo.

Volvió a la sala a recoger la botella. Miró a su alrededor; como en el pasillo que había recorrido, los paquetes de periódicos y demás objetos inservibles se apilaban en precarias columnas. Se sorprendió con los descubrimientos que estaba realizando sobre sí mismo. En un primer momento se preguntó si padecía síndrome de Diógenes, pero luego comprendió que quizá había una explicación más sutil que no encajaba exactamente con el cuadro clínico: toda aquella basura acumulada había sido un intento de defensa simbólica, endebles barricadas levantadas para alejar al único objeto del que de verdad no podía desprenderse, tótems inefectivos, guardas vanas. A la mañana siguiente se desharía de todo aquello.

Se acercó a la ventana y corrió las pesadas cortinas. Cerró los ojos. Abrió las hojas e inspiró profundamente, notando cómo el aire frío de la noche le quemaba la garganta, agradeciendo aquel ligero dolor: estaba vivo. Sin abrir los párpados todavía, dio un largo trago a la botella. El calor se acumulaba en su estómago y su cabeza, y aquella grata sensación la aceptó como otro nuevo regalo.

La siguiente hora la pasó deambulando por la planta superior de su casa, descubriendo detalles del yo que había dejado atrás, ideando los cambios que realizaría lo antes posible. Mareado, se tropezó al pasar de nuevo junto al baño. La botella de whisky se cayó, rompiéndose en pedazos. Misteriosamente, aquello le pareció graciosísimo, y se quedó un rato en el suelo, riéndose. Después echó mano al albornoz que seguía caído junto al retrete. Del bolsillo sacó el móvil. Tras varios intentos logró acceder a la lista de contactos mientras se ponía en pie. Los nombres se deslizaban bajo su pulgar, muchos de ellos añadidos de manera mecánica tiempo atrás, de la agenda al primer móvil, de móvil en móvil desde entonces. A la mayor parte de los nombres no lograba asignarles una cara, pero algunos rescataron imágenes adormecidas durante años. Regresó a la sala, sacó otra botella de whisky, y comenzó a bebérsela, saboreando la bebida como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Siguió repasando los nombres, esforzándose por darles un contexto individual. Quizá a estas alturas lo habrían olvidado, amigos y conocidos de los que se había alejado durante su progresivo encierro. Pero quizá alguno respondería.

Apagó el teléfono y lo dejó sobre la mesa. Echó la cabeza hacia atrás, dejando que la luz difusa que entraba por la ventana alejara sus pensamientos, intentando no pensar en nada más que en la sensación de levedad que lo embargaba.

***

Cuando terminó la segunda botella se puso en pie. Tuvo que apoyarse en el sillón para no caer, y de camino a la escalera se golpeó varias veces con las paredes del pasillo. Frente a aquella, la euforia que había sentido hasta aquel momento se mitigó. A pesar de la penumbra de la noche y el alcohol, pudo ver que allí abajo el cuerpo tendido de Tisdale seguía inmóvil. Una idea fugaz le atravesó la mente. El tarro había hecho lo que siempre hacía: había matado a su último dueño.

Suspiró. Hubiera preferido que Tisdale no hubiera tenido un final tan trágico, pero mentiría si dijera que el resultado no le parecía aceptable.

Puso un pie en el primer escalón, y tuvo un destello de lucidez: haberse librado de una sentencia de muerte no lo volvía invulnerable. Respirando lenta y profundamente en un intento por serenarse, descendió la escalera agarrándose a la barandilla con ambas manos, deteniéndose y acuclillándose cuando el mareo amenazaba con sobrepasarlo.

Al llegar abajo recorrió toda la planta abriendo las ventanas, como había hecho en el piso de arriba. No encendió las luces, dejando que la iluminación fuera sólo la del exterior: no deseaba ver con demasiado detalle la escena al pie de la escalera.

Tenía que recoger. Quizá aquel no era el mejor momento para limpiar, pero quería hacerlo justo en ese preciso instante: a la mañana siguiente empezaría de cero, esa noche enterraría los últimos vestigios de la etapa que cerraba.

Arrastró el cuerpo de Tisdale a través del recibidor hasta la puerta que daba al garaje. Bajó las escaleras, escuchando el resonar de la cabeza del muerto contra los peldaños. Cuando llegó abajo lo depositó junto a su coche. Aceptó que aquella noche no podría conducir para deshacerse del cadáver; incluso sobrio tendría problemas después de tantos años sin conducir. Sin planteárselo más, regresó al salón.

El charco todavía estaba húmedo. Tambaleándose, fue hasta la cocina a por un cubo y una fregona. Al volver al salón se escurrió con el líquido del suelo y se desplomó. En el suelo, medio aturdido, volvió a reírse a carcajadas. Cuando se serenó, recuperó a tientas el cubo y la fregona.

Comenzó a fregar. Se vio obligado a escurrir la fregona en el cubo con las manos: con la caída el escurridor se había desprendido junto con el asa. Cuando creyó que había recogido todo el líquido se acercó a los pedazos de basura que habían quedado diseminados. Rota la maldición, no eran más que deshechos de hacía cincuenta años. Los metió en el cubo que sostenía contra su pecho y volvió a la cocina.

Comenzaba a notar el cansancio. Dejó el cubo en el suelo y se acercó al fregadero. Bebió directamente del grifo. Después intentó asir la fregona, pero esta pareció escaparse de entre sus dedos. Al intentar cogerla se desplomó de nuevo. Se sentó como pudo, sin poder evitar reír otra vez. Tamborileó con los dedos en el cubo de fregar que tenía entre las piernas tarareando una canción que no identificaba, notando como si su cerebro fuese una enorme gota de mercurio que ondulara dentro de su cráneo. Y, sin darse cuenta, se quedó dormido.

***

Abrió los ojos. En un primer momento sólo pudo ser consciente de la pesadez en los senos frontales de su cabeza, de la sensación pastosa en su boca y de las legañas arañándole levemente los párpados y la cornea. Notaba todo el cuerpo dolorido, recorrido por las contusiones. En un fogonazo recordó la noche anterior. Un leve miedo lo recorrió al pensar en la muerte de Tisdale, pero por lo demás sonrió.

Cuando abrió los ojos, aquella sonrisa se le congeló en los labios.

Estaba con la espalda apoyada en la puerta de la alacena, sentado frente al horno. En el negro del espejo que era la puerta del mismo se veía reflejado, con el cubo de fregar entre sus piernas. Sólo que no era el cubo de fregar.

Era el tarro.

Notó un sudor frío recorriéndole todo el cuerpo y unas lágrimas calientes escurriéndose sobre sus mejillas, mientras balbuceaba una negativa reiterada.

La noche anterior no se había dedicado a limpiar: se había dedicado a reconstruir.

Inmediatamente el tic tac del reloj del salón comenzó a martillearle la cabeza, otra vez.

No se movió, no podía. Poco a poco el monosílabo que repetía murió en sus labios. Sólo podía clavar sus ojos en el reflejo del tarro, ni siquiera era capaz de bajar la vista. Y en aquel momento, aquella cara que no era una cara, le pareció más viva que nunca.

Sin duda alguna, aquel ojo brillaba con una maligna inteligencia.

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¿Qué es más vergonzoso para un samurái?

por Relato ganadorRelato Bluetal

Hideki Shinji caminaba al lado de su maestro, Ikeda Hayato. Avanzaron hasta el centro del círculo que los hombres de su señor habían delimitado en aquella suave colina clavando largas lanzas y uniéndolas con telas bordadas con el mon de la nube estilizada que el viento ondeaba suavemente. En el interior de aquel espacio los otros samuráis permanecían arrodillados en silencio, dos filas de oficiales a derecha e izquierda de Obuchi Kazuo, daimio de todos ellos.

Ikeda vestía un sencillo kimono blanco, y el ligero rubor de sus mejillas indicaba que había estado purgándose hasta pocas horas antes, para vaciarse: no quería que cuando se abriese el vientre sus intestinos derramaran mierda junto a su sangre; intentaría morir con una dignidad con la que no siempre había sido capaz de vivir.

Hideki esperó a que su maestro se arrodillara frente a la pequeña mesa en la que había un tanto envuelto en una hoja de papel de arroz. Se colocó a su espalda, tras su hombro izquierdo, y agradeció que el ojo que había perdido en combate fuera el derecho. Ikeda-san lo había elegido para ser el asistente en su suicidio, y no quería fallar cuando tuviera que poner fin a su dolor.

***

Hideki estaba arrodillado sobre su oponente. Los estandartes de ambos estaban partidos, y las telas con los mones de sus respectivos señores colgaban de restos astillados: parecían dos aves con las alas quebradas peleando en el fango. Aquel guerrero hundía el pulgar en la cuenca de su ojo, y densas lágrimas de sangre y humor vítreo le recorrían la mejilla, pero él no prestaba atención a los escalofríos que le paralizaban media cara, sólo tiraba de la cresta lateral del kabuto de su enemigo para poner al descubierto su cuello. En la mano izquierda aferraba lo que quedaba de su katana, apenas cinco centímetros de la hoja que se había partido durante el combate. Su maestro le había enseñado que un arma era una herramienta; no era un talismán, ni un símbolo de su honor, ni nada parecido: se trataba de un mero objeto que debía emplear lo mejor posible mientras dispusiera de él. Aquella no había sido la lección más importante que le había transmitido, pero sí una de las más útiles. Por eso Hideki no se había desprendido del sable roto. Cuando apareció la carne entre la máscara y la guarda del cuello, apuñaló una y otra vez, hasta que el metal fragmentado seccionó la carótida, y un potente chorro de sangre le saltó a la cara. En segundos, aquel cuerpo bajo él se había desangrado, y el dedo se deslizó fuera del hueco que había dejado su ojo reventado.

Hideki se puso en pie, y comenzó a andar por el campo de batalla. La lucha había terminado, aunque todavía quedaran parejas de combatientes aislados en sus propios enfrentamientos. A su alrededor el mundo era sobre todo gris, rojo y marrón, pero parecía que en el suelo, en los cadáveres pisoteados por caballos y humanos, predominaba el verde, el color del estandarte del ejército enemigo. Era una buena señal.

Minutos después dio con su maestro. Estaba arrodillado junto a su caballo. El animal tenía una flecha clavada en la base del cuello, y se había partido las dos patas delanteras. El propio Ikeda lucía varias fechas clavadas en los sodes y en la coraza que cubría su pecho, la mayoría de ellas con las astas partidas. Si alguna había llegado a clavarse en su cuerpo, su expresión no lo delataba. Lo que sí delataba eran el cansancio y la tristeza.

—Ikeda-san, hemos ganado.

Ikeda asintió sin decir nada. Acariciaba la crin del animal, que respiraba pesadamente. Desenvainó su wakizashi y con un golpe preciso lo clavó en el ojo del caballo profundamente; la hoja alcanzó el cerebro y su montura se contrajo con un estertor sin siquiera llegar a relinchar.

—Vamos —le dijo su maestro cuando se puso en pie.

Hojas de otoño.
Pétalos que pisamos.
Estos son carne.

El combate no había durado mucho, apenas media hora. Aun así, eran cientos los cuerpos derribados entre los que caminaban. La lluvia diluía los charcos de sangre de samuráis y ashigarus por igual. Su maestro se acercaba a los moribundos, sin prestar atención al color del estandarte. Cuando el guerrero malherido había perdido el kabuto o se lo podía quitar, lo tumbaba boca abajo y le clavaba el wakizashi en la nuca. Cuando aquello no era posible, les levantaba el brazo izquierdo y les hundía la hoja en la axila para alcanzar el corazón.

Hideki lo acompañaba en silencio. No comprendía aquel acto de compasión de su maestro. Otros samuráis pensaban que era un signo de debilidad.

A lo lejos, desde la cima de una colina a varios kilómetros, un jinete partió en dirección al campo de batalla. Portaba el estandarte verde con el mon de la abeja. Cuando llegó a donde se encontraban Ikeda y Hideki ambos comprobaron que iba desarmado. Descabalgó y se arrodilló frente a ellos, inclinando la cabeza y ofreciéndoles una caja lacada. Ikeda la aceptó. El mensajero se puso en pie. Ambos se miraron y se saludaron antes de que éste partiera.

Ikeda no abrió la caja. Sabía lo que contenía: una carta de rendición y un abanico. Se la entregó a Hideki.

—Llévasela a Obuchi-sama.

Hideki asintió con la cabeza y se dio la vuelta, dispuesto a cumplir la orden inmediatamente. A su espalda escuchó la voz de su maestro.

—¿Qué es más vergonzoso para un samurái? ¿Traicionar a un buen señor o desobedecer a un mal señor?

Hideki sonrió. Sabía la respuesta: era la enseñanza más importante de un samurái. Su maestro siempre le hacía aquella pregunta al finalizar una batalla. Respondió de manera automática y partió.

Lo que Hideki no hizo fue percibir la diferencia que aquella vez vibraba en la voz de Ikeda. Aquella vez el tono no era el de un maestro que enseña a su discípulo: era la voz de un hombre que debe repetirse algo constantemente, quizá para poder seguir creyendo en ello.

***

Ikeda sacó los brazos del kimono, extendió las mangas cuidadosamente y las cruzó sobre sus muslos, apretando la derecha bajo la rodilla izquierda y viceversa: la tensión haría que su cuerpo se desplomara hacia adelante, lo que no sería indecoroso. Además, se había anudado un obi grueso a la cintura, lo que absorbería gran cantidad de la sangre. Tras una breve pausa, agarró el tanto con la mano derecha.

Hideki comprobó que a su maestro no le había temblado el pulso. A él tampoco le tembló cuando desenvainó la katana. Cuando Ikeda acercó el cuchillo a su vientre, alzó su propia hoja, listo para decapitarlo.

¿Qué es más vergonzoso para un samurái? El pensamiento le cruzó la mente, y por un instante apartó la mirada de su maestro. Sin mover la cabeza, en su visión periférica captó la figura de Obuchi Kazuo.

***

—Al caer la tarde nada queda vivo en la aldea.

Aquellas habían sido las palabras de Obuchi Kazuo. Las había pronunciado despacio, sin que le temblase la voz, con la mirada fija en las casas alineadas junto al río que formaban Fujiwara. Ni por un momento consideró lo que aquellos campesinos ya habían padecido: contemplaba la nieve que cubría las montañas a lo lejos, arrobado por su magnificencia.

Como todas las aldeas cercanas al castillo de Hishikawa, en los meses que había durado su asedio los hombres de Ikeda la habían saqueado varias veces. Había dado órdenes estrictas de que se evitara la violencia más extrema, pero como en todas las guerras, había habido violaciones y muertes. Aquello casi parecía algo inevitable, como la caída de las flores de cerezo.

Pero lo que había ordenado Obuchi-sama era un exterminio, como muestra de poder, como estrategia de miedo.

Hideki cogió la cría de gato, con un movimiento brusco le partió el cuello, que sonó como el astillado de una ramita seca, y dejó caer el pequeño cuerpo aterciopelado sobre el montón que formaban los cadáveres del resto de la camada. En el estanque del jardín se confundía la sangre de las carpas que flotaban con la del cuerpo medio sumergido, un anciano que por sus ropas debía de haber sido el jardinero.

Al abandonar la casa se dirigió a la plaza. Ikeda estaba allí, en medio de las demás figuras. Ninguno llevaba la armadura: no era necesaria para matar a gente desarmada. Su maestro sostenía un tanto en la mano, manchado de sangre de mujeres, niños, viejos y perros: a los hombres ya se los habían llevado los samuráis de Hishikawa en la leva, ya estaban todos muertos. Dejó el cuchillo en el suelo junto al cubo de agua en el que se limpió las manos. Después de secárselas con un pañuelo, limpió la hoja del arma.

A lo lejos se oyó un chillido, tan distorsionado por el miedo que no se podía distinguir si era de un cerdo o de un ser humano.

Aún pasaron algunas horas hasta que montaron a caballo y salieron despacio por el camino principal. Habían sido exhaustivos en el cumplimiento de la orden. Habían registrado shaku a shaku cada casa hasta que no había quedado escondite alguno; habían alanceado los árboles frondosos, donde algunas madres habían escondido a sus recién nacidos en cestas de bambú.

Los samuráis y los ashigarus formaban ya largas filas que se alejaban cuando el humo comenzó a ascender en el cielo.

Ikeda y Hideki abandonaron los últimos aquel lugar, cuando se aseguraron de que el silencio era completo.

Al dejar atrás las últimas casas, con la caída del sol, oyeron un ruido. Un cuervo graznaba sobre la rama de un pino blanco. Ikeda se detuvo y encordó su arco. Disparó una flecha que atravesó al animal y lo clavó al tronco. El ave aleteó frenéticamente, batió las alas presa del pánico como si creyera que volando podría dejar atrás su propia muerte. Ikeda permaneció inmóvil hasta que de nuevo se restableció el silencio.

Blancas las cimas.
Calladas nos observan.
¿Podrán olvidar?

—Al caer la tarde nada queda vivo en la aldea —murmuró Ikeda, repitiendo las palabras de Obuchi Kazuo.

Hideki se sorprendió: en las palabras de su maestro le había parecido percibir una ola sumergida de rabia.

El fuego se extendió por las casas iluminando la noche a sus espaldas. Así dejaron Fujiwara atrás: como sombras negras dibujadas sobre un lienzo de llamas.

***

Lo primero que notó Ikeda fue el frío que comenzó a irradiar desde la herida al resto de su pecho y el entumecimiento de los muslos. La hoja de acero cortó la piel sin dificultad. Los primeros tres centímetros que avanzó casi fueron un sueño: no era la primera vez que notaba un arma dentro de su cuerpo, y su organismo parecía aceptar con el mismo estoicismo que él aquel trauma físico. Sólo dejó de ser así cuando alcanzó una sección vertical del intestino delgado: siguió tirando para alcanzar su costado derecho, pero el pedazo de tripa ascendió por la hoja y asomó parcialmente de la herida. Ikeda no dejó de mirar fijamente a Obuchi Kazuo cuando empezó a mover adelante y atrás el cuchillo, apenas unos centímetros en cada sentido, para cortarse la entraña como quien corta un cabo de cuerda.

Las arcadas comenzaron cuando apenas había superado la línea del ombligo. Luchó por reprimir el ruido ahogado de su garganta y volvió a tragarse el vómito de bilis y sangre. Tuvo que detenerse un instante, medio cegado por el sudor que le caía por la frente, cuando sintió una sensación de mareo. Inesperadamente, no sentía dolor en la zona abdominal, sólo el sopor que acompaña a la pérdida masiva de sangre. Para luchar contra el desmayo apretó más la hoja del cuchillo, hasta que se la clavó en la palma de la mano: eso todavía pudo sentirlo.

Ikeda no se concedió adelantar la señal convenida. Completaría el seppuku a la antigua, demostraría que nunca en su vida había actuado con cobardía: no permitiría que nadie malinterpretara su rendición. Apretó los dientes y entre ellos se escaparon hilos de baba sanguinolentos. No fue consciente de cómo comenzaron a escurrirse por las comisuras de sus labios azulados, ni del vívido contraste que ofrecían con su piel, cada vez más pálida. Su corazón latía frenético, intentando bombear más sangre a los órganos vitales: aquel esfuerzo fútil resonaba en sus sienes como un taiko.

Tampoco fue consciente de que había orinado el sake que había bebido antes. No obstante, nadie pudo olerlo: había demasiada sangre.

Cruzó la hoja hasta por debajo de las costillas derechas y la extrajo despacio, procurando que la sangre no goteara.

Inspiró de manera entrecortada. Aún le quedaba la otra mitad del ritual.

Hideki estaba atento a cada vacilación de su maestro: había jurado que le daría el golpe de gracia cuando no fuera ya capaz de segur mirando a los ojos de Obuchi-sama.

¿Qué es más vergonzoso para un samurái? ¿Traicionar a un buen señor o desobedecer a un mal señor? Otra vez aquellas palabras. La respuesta había sido siempre clara. Por eso no entendía cómo habían llegado a aquel punto.

***

Ikeda escribía despacio. Sostenía el pincel con el pulgar, el anular y el meñique de la mano derecha: los otros dos dedos los había perdido años atrás por culpa de una tsuba rota.

Hideki leía despacio; como a muchos otros samuráis, nunca se le había dado muy bien. Los papeles de arroz colgados en las paredes contenían los haikus de su maestro. Uno hablaba del otoño y unos pétalos, otro de la cima de unas montañas que callaban. Se rascó la cabeza.

—¿Qué te parecen, Hideki-san?

—No los entiendo, maestro —respondió inmediatamente, sin dudar: en el guerrero puro el pensamiento, la decisión y la acción son uno.

Ikeda sonrió a la vez que soplaba suavemente sobre el papel de la carta que acababa de escribir para secar la tinta.

—Valoro tu honestidad.

Hideki miró por la ventana. Estaban en la torre más alta del castillo de Maeda. Maeda Ryunosuke había muerto meses atrás, y la defensa había recaído sobre los hombros de Ikeda. En las llanuras los enemigos formaban en cuadrados de estandartes, en aquella ocasión de color malva: piezas para la matanza esperando en precisas disposiciones geométricas. Los colores cambiaban, pero las caras tenían siempre la misma apariencia difusa, uniforme.

Ikeda plegó la carta que había escrito y la guardó en una caja lacada.

—¿Recuerdas el asedio del castillo de Hishikawa?

—Sí, maestro. Una gran victoria.

—¿Recuerdas cuánto duró?

—Casi medio año. En verano nos congregamos a sus puertas, y cuando nos marchamos las nieves cubrían las cimas de las montañas.

Ikeda asintió en silencio. En ese momento entró en la sala el mensajero al que había mandado llamar. Le entregó la caja lacada.

—Saldrás del castillo sin armas. Entregarás esta caja a Hiroto-san.

Ikeda retomó la conversación hablando casi para sí mismo.

—Seis largos meses. Aquí será igual. Sangraremos nosotros, sangrarán ellos. Y las gentes a nuestro alrededor, que nada saben de los motivos de esta guerra.

Hideki no contestó. No había nada que contestar: aquella era la naturaleza de la guerra, y una afirmación así no necesitaba réplica, igual que si hubiera indicado que el cielo es azul o que el agua moja. Ai uchi, destrucción mutua: el camino del guerrero.

Descendieron de la torre hasta el patio, donde los esperaban los demás samuráis. Ikeda no se dirigió a ellos: en lugar de eso pidió a los sirvientes del castillo que trajesen todos los caballos de las cuadras. Sus hombres no hicieron preguntas, aunque era patente la confusión entre ellos.

Un bello lago.
Si nadie ve sus aguas,
¿valdrá la pena?

Cuando todos hubieron montado, Ikeda dio la voz para que abrieran las puertas.

En la llanura, a caballo frente a sus propios samuráis, Hiroto Yusuke aguardaba. Llevaba en el regazo la caja que le había enviado Ikeda. Cuando sus ojos se cruzaron, hizo un enérgico gesto de afirmación.

Ikeda sacó un abanico y lo desplegó, estiró el brazo todo lo que pudo para que sus hombres viesen la señal que hizo. Un frío pareció recorrerlos a todos: había rendido el castillo antes de que comenzara la lucha.

Sólo quedaba partir para restablecer su honor frente a Obuchi Kazuo.

***

Ikeda resoplaba como un caballo que una vez había sacrificado, enajenado. Las gotas de saliva roja saltaban de sus labios como rocío que cae de una hoja que tiembla. Había vuelto a introducirse el cuchillo en el vientre. Lo sujetaba con ambas manos: con una sola los temblores podrían haber hecho que se le escapara de entre los dedos.

Los espasmos recorrían su espina dorsal. Con la hoja vertical, comenzó a ascender desde el ombligo intentando alcanzar el esternón. Los otros samuráis lo miraban, a la vez presas de la fascinación y el horror. El cuchillo avanzaba como si lo hiciera entre manteca: los intestinos seccionados por el corte horizontal se escapaban de su cavidad abdominal y colgaban sobre su ingle, y no ofrecían resistencia alguna.

Sólo se detuvo cuando alcanzó la sección horizontal del intestino grueso. Un momento antes se había seccionado la arteria mesentérica superior, y a su corazón ya casi no le quedaba nada que bombear: no tenía fuerzas para cortar aquel pedazo de tripa.

Hideki sabía que su maestro no había sido un cobarde, que no había rendido el castillo de Maeda por miedo. Pero no podía comprender qué significaba aquella acción, por qué había decidido cargarse con aquel deshonor. Si había alguna lección que aprender de todo aquello, no fue capaz de descubrirla.

Finalmente, Ikeda dejó caer el cuchillo e inclinó la cabeza, exhausto, exponiendo su nuca.

Arco de acero.
Líneas rojas florecen.
Rumor de viento.

La hoja de Hideki separó limpiamente la cabeza de Ikeda de sus hombros. No brotó apenas sangre del cuello cercenado: casi toda estaba en el charco sobre el que el cuerpo seguía arrodillado.

¿Qué es más vergonzoso para un samurái? ¿Traicionar a un buen señor o desobedecer a un mal señor? Aquellas palabras las había oído decenas de veces. Y siempre había contestado con una sola: Ambas. Porque el samurái no juzga, porque la esencia del samurái es servir; porque, por encima de todo, el samurái obedece.

Había aprendido bien aquella lección.

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Mademoiselle Velour

por Relato ganador

—Observen ustedes, queridas damas y queridos caballeros, cómo divido a este hombre en cuatro porciones con un cuchillo jamonero, de los que usan los españoles para extraer deliciosas lonchas del culo del animal más sucio de la Tierra. ¿Estás listo, querido Pièrre? Escucha mi voz: hazte mantequilla. Fíjense cómo el cuchillo va pasando a lo largo de su carne. Es una pena que nos hallemos en una época donde la mojigatería le puede a la belleza; si no, podrían admirar el hermoso cuerpo desnudo de Pièrre siendo tajado de punta a cabo, en vez tener que imaginárselo bajo esta ridícula sábana. Y ahora lo haré transversalmente, fíjense con qué suavidad se desliza el filo entre músculos, tendones, huesos y tela. Moléculas, al fin y al cabo, que permanecían unidas por una afinidad que mi mente, simplemente, cuestiona. ¿Estás bien, querido? Lo deduzco por tu sonrisa, estás feliz.

»¿Ven la sangre? Esa sangre es real. Pièrre muere cada noche. El verdadero misterio de este número no es deshacerlo en cuatro partes ante sus ojos: es volver a recomponerlo después, cuando ustedes ya no están. Cuando ustedes, señoras, se están quitando las pinturas y contemplando la soledad frente a un espejo que refleja el tiempo; cuando ustedes, señores, ansían una joven y fresca lengua metida en su boca mientras mastican su propio espeso aliento alcohólico.

No se ofendan, es una manera de expresar que aquí a todos y a todas, queridos y queridas, los sueños ya no nos humedecen las noches, las ilusiones no nos hacen palpitar con la expectativa de restregarse mutuamente los amaneceres. Pero es necesario soñar, sin ninguna duda. Para eso estamos aquí.

»Usted, sí, usted, señor gobernador, suba al escenario. ¡Un aplauso para él, gracias! Creo que se ha ganado unos cuantos votos. De nada, señor gobernador. Tome el cuchillo de mi mano y clávelo en las tablas. No sea patético, querido, clávelo con fuerza, debemos demostrar la verosimilitud del acero. Procure no cortarse. Eso ha sonado bien, es un auténtico y magnífico cuchillo de un remoto y enigmático pueblo llamado Albacete. Acérquese, acérquese, contemple a Pièrre, levantaré un poco la sábana. ¡Oh, señor gobernador, casi me vomita usted encima! No se preocupe, suele pasar, utilice ese cubo que tenemos dispuesto ahí ex profeso. ¿Estás bien, Pièrre, querido? Mueve los brazos y los pies para que estos señores y estas señoras vean que estás bien. Estás tan guapo… Ya puede usted dejar de vomitar, señor gobernador, otras cosas peores habrá visto. ¡Un aplauso para él! Tenga, un pañuelo.

»Y ahora, levantaré la sábana para todos ustedes. Para que vean lo que él ha visto. Para que el asombro de la vida y la muerte suceda ante sus ojos. Procuren no pestañear y, por favor, señores, no me miren el trasero con tanta insistencia.

»Cuando la muerte y la vida se conjuntan en el mismo preciso instante, ¿qué sucede? Puede resultar lo más terrible, puede que sea lo más hermoso, dependerá de lo que sus ojos quieran ver. ¿Están preparados?

»E voilà!

Levantó la sábana ensangrentada, hecha cuatro jirones, y surgieron sin saber cómo ni de dónde cuatro niños pequeñitos, desnuditos, que se pusieron a corretear por el escenario lanzando volátiles pétalos de rosas rojas al público. Cantaban una canción, en francés, que todos recordábamos remotamente, como si nos acariciasen el rincón más secreto de nuestra memoria. El aplauso estaba a punto de estallar cuando mademoiselle Velour puso su dedo índice sobre sus labios, susurrando:

—¡Shhhh…! ¿Qué ven sus ojos? Venid aquí, queridos niños, venid conmigo…

Los niños se acercaron a ella y los abrazó, besándolos, envolviéndolos con los restos del lienzo enrojecido. Entonces su voz se transformó en un sonido terrible y súbitamente gritó:

—¡Realmente, qué ven sus ojos!

Lanzó las telas al aire y en sus manos apareció una nube de nerviosas lombrices removiéndose y enredándose unas con otras: los niños habían desaparecido. El pulso se nos heló en las venas, la mirada de aquella mujer parecía incrustarse en lo más profundo de nuestro cerebro. Nos contuvo el alma en la respiración alzando el entresijo de bichos hacia lo alto, susurrando palabras incomprensibles en el centro de aquel tenso silencio.

Y de pronto se escuchó el rasgueo añejo de un violín.

—No es justo —dijo sonriendo— han pagado un buen precio por la entrada, mi deseo es que esta noche duerman plácidamente.

Y soplando de golpe sobre aquella madeja de gusanos hacia el patio de butacas —«¡AAAHHH…!»— surgieron no menos de cincuenta palomas blancas que esparcieron su vuelo por todo el ámbito del teatro —«¡Oooohhhh…!»—. Ella oscilaba sus gráciles y finos dedos imitando las plumas de un ave, y añadió:

—La vida sólo es un instante del que nos vamos yendo lentamente. La vida sólo es un momento en el que se juntan miles de partes que estaban divididas. Por esa razón puede transformarse en cualquier cosa. Gracias, damas y caballeros. Aprovechen para admirarme el escote.

«¡Gracias, gracias!», repetía, en medio de un atronador aplauso, inclinándose en las reverencias cada vez más abajo. El escenario se oscureció y la sala se iluminó. Ella ya no estaba, no quedaba sobre las tablas ni rastro del espectáculo.

Me sentí repentina y absolutamente fascinado por esa mujer.

No sé qué me pasó, qué ideas se me enmarañaron en los pensamientos, qué locura se trabó en mi lógica. Quería verla, tenerla frente a mí un instante, sentirla cerca. No sé qué podría decirle…

En principio no me atrevía, yo siempre he sido un tímido empedernido. Pero una obsesión, un magnetismo incontenible me impulsaba a buscar el camino de los camerinos, con la íntima esperanza de hallar una puerta a la que llamar con decisión y con los nudillos. Y que se abriera. Y contemplarla a ella. Y decirle algo, lo que fuera. Ante su mirada. Y…

Y me aventuré.

El interior de un teatro es un laberinto: escaleras que suben y bajan, pasillos que vienen y van, puertas, rincones… Iba preparando millones de excusas para argumentarle a los conserjes, los regidores, los maquinistas, los técnicos y todas esas criaturas que pueblan los teatros por dentro y que, con seguridad, encontraría en mi recorrido, impidiéndome seguir adelante con aquel axioma de «lo siento, no se puede pasar». Pero no me crucé con nadie.

De hecho, la sensación empezaba a resultar inquietante. Me sentía desorientado, percibía que cuanto más me adentraba en las tripas del edificio, más perdido estaba. Incluso dudé seriamente de ser capaz de volver a dar con la salida. De repente me hallé sumergido en un espacio de solitarias penumbras y perspectivas que no llevaban a ninguna parte. ¿Qué demonios estaba yo haciendo allí? Me sobrevino una angustia claustrofóbica y una urgencia por salir a toda costa, de escapar, de huir, me giré precipitadamente y justo enfrente descubrí un rótulo que esbozaba con caracteres modernistas: «MADEMOISELLE VELOUR».

Fue como si el oxígeno me regresara a los pulmones. Me reí de mi inmadurez, pensé en cien síes y en cien mil noes y, por fin, llamé con el nudillo del dedo índice, apocadamente, dos veces.

Ya me iba a ir.

―Pase ―me respondió una voz.

Y pasé. Me temblaban las rodillas.

Madame

Mademoiselle, si no le importa, ¿me ha traído flores?

―¿Flores? No… yo…

―¡Muy bien! ―exclamó―: eso es que usted es un hombre interesante, se ofrece a sí mismo. Acomódese en esa silla, por favor.

Estaba desmaquillándose sentada frente al espejo, en corsé. Me asombré: era una adolescente. Sus hombros suaves, sus piernas delgadas, sus brazos delicados, su cuello erguido… y su cara pintarrajeada diluyéndose en los restregones de una voluta de algodón multicolor. Me miró, su rostro era casi el de una niña. Emanaba una dulce melancolía, igual que la imagen de una fotografía de la infancia. Parecía más alta sobre el escenario, más mujer… pero apenas había dejado atrás la pubertad, con unos ojos cobrizos y misteriosos y el pelo largo y rubio.

―Beba, querido― me dijo.

Efectivamente, en mi mano sostenía una copa de vino tinto de un remoto y enigmático lugar llamado La Rioja; la debí de coger sin darme cuenta cuando estaba obnubilado contemplándola. Y bebí. Me la bebí entera. Y cuando bajé la copa ella ya no estaba. Me reclamó desde detrás del biombo:

―Discúlpeme, me estoy atusando.

Sobre el borde superior del biombo aparecían y desaparecían raudas telas y vestidos, como si fueran títeres que mueren y renacen.

No sé por qué le hice esa pregunta.

―¿Y Pièrre?

―¡Oh, Pièrre, mi querido Pièrre! Está aquí ―me respondió con una deliciosa carcajada.

―Pero… ¿está vivo?

―Por supuesto, querido.

Escruté el camerino. No era muy grande y estaba colmado de trastos y objetos exóticos: lámparas, una gran alfombra persa, frascos, figuritas, sombreros, la cabeza disecada de un caimán y otros animales, cestos que parecían regurgitar disfraces, insólitas plumas de avestruz y faisán, paragüeros rebosantes de bastones, cajas empedradas, instrumentos musicales, maletas… En fin, no había un solo centímetro libre, prácticamente no se veía el recargado papel pintado de las paredes. Me daba la sensación de estar dentro de un baúl lleno de infinitos tonos, brillos y texturas diferentes. La luz era muy tenue, anaranjada y fantasmal. Pero a Pièrre no lo vi. Andaría por el fondo.

Suspiré, me miré al espejo y ahí estaba yo, bebiendo vino. Sonreí. La copa nunca se vaciaba, y yo bebía… ¿Por qué no se vacía esta copa? El caso es que el vino era excelente. Y de pronto sentí un cálido beso en mi nuca. Un beso que me retembló por las terminales nerviosas de arriba a abajo. La observé en el espejo. Se hallaba detrás de mí, en una sugerente ropa interior de color violeta, dándome unos pausados besos por el cuello que me hacían enloquecer. Me volví a asombrar: de adolescente no tenía nada, era una mujer joven y rotunda, con los muslos firmes y el cuerpo voluptuoso, unos senos apetitosos y un ombligo que producía vértigo. Sus sabias manos buscaban el camino de mi pecho entre mi ropa. Y sus ojos oscuros se clavaban en mis ojos. Era ella, sí, era ella. Yo desfallecía de placer y un incomprensible temor infantil.

―Pero, mademoiselle… ―acerté a decir― ¿Y Pièrre? Yo creo que…

Ella se rió en mi oído, trepidé en lo más hondo de mi interior, y su aliento perfumado inundó mis sentidos. Deslizó despacio su lengua desde mi clavícula hasta mi oreja y me derretí vivo. La miraba absorto en el espejo y no me lo podía creer. Era imposible lo que estaba sucediendo. Me di la vuelta de golpe para abrazarla y besarla y acariciarla y lamerla, y me caí al suelo. Justo entonces mademoiselle Velour apareció desde detrás del biombo, con un largo y vaporoso vestido negro que dejaba sus hombros y su escote al aire, e insinuaba los movimientos de su cuerpo. Hermosa. Bellísima.

―¿Está usted bien, querido?

―Sí… me he tropezado con… el… la alfombra que… la… el borde de… la silla. Gracias, estoy bien.

―Ya veo. ¿Brindamos?

Me aguardaba de pie, en todo su esplendor, en toda su madurez que se ofrecía ante mí. Entonces la vi realmente: era una mujer en el centro exacto de su edad, con un cuerpo acogedor y maravilloso, con la piel andada, sin maquillar, sin disfraces, con una inmensa vida dentro de la mirada, serena, altiva, con un sorbito de travesura en la punta de las pestañas. Preciosa, fuerte, delicada.

Me incorporé sonriendo como un crío, atontado. La copa, sorprendentemente, seguía en mi mano. Y ella sostenía una en la suya.

Respiré, la contemplé, ella también sonreía. Nos aproximamos, nos juntamos, nos arrimamos, nos posamos la mano libre cada uno en donde más nos apeteció del otro, sin ceremonias. Sentimos el calor de nuestros cuerpos pegados. Nuestros ojos palpitaban en nuestros ojos.

Y brindamos.

―Brindo por usted, mi querida mademoiselle.

―Brindo por usted, mi querido Pièrre.

¿Pièrre?

De repente sentí como si se estampara una potente ola en mi cara y me arrastrara, se me fue la mente en un instante a no sé qué universo… y, lentamente, lo comprendí todo.

Comprendí por qué estaba ahí en ese momento. Por qué anduve laberintos en vez de irme a mi casa a sentarme en mi sillón tan tranquilo. Por qué mi deseo fue más poderoso que mis miedos. Por qué no me importaba nada más que estar vivo durante este preciso instante.

Por un beso suyo en mis labios, aquí y ahora, mademoiselle, yo me rompería en mil pedazos, pensé.

Pareció como si me hubiera leído el pensamiento:

―Lo sé, querido, te doy las gracias. Con cuatro será suficiente. Bésame.

Y degustando ese momento en su intensa plenitud, nos besamos.

Y nos amamos.

Y qué felicidad.

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A mí me parece que Ventura es un sitio un poco raro

por Relato ganadorRelato Bluetal

El monte se deja barrer por un viento cálido de principios de primavera. Los verdes pastos han derrotado al frío y al gris hielo para crecer con fuerza. Venancio el ovejero se está liando un pitillo mientras contempla el paisaje que se extiende bajo sus pies. Ha visto muchas veces estos parajes y no se cansa de su belleza. Ventura es un sitio duro para vivir, pero merece la pena cuando uno tiene ante sí semejante vista.

Se enciende el pitillo con la yesca y escucha a Pitusa balar. Se gira y sonríe. Siempre llama a su dueño cuando intuye que se está poniéndose melancólico. Silba y su perro comienza a ladrar a las ovejas para reunirlas. Se rasca la cabeza por debajo de la gorra gris y comienza a andar por la carretera de tierra que recorre estos parajes. Se detiene un segundo a beber agua de un manantial natural que hay junto a una pequeña colina. Es agua fresca y pura de las montañas. Sonríe porque a lo lejos divisa a dos figuras de mujer. Las mujeres de Ventura son las más hermosas del mundo. Vuelve a beber agua pretendiendo entretenerse esperando la llegada de las mujeres. Son Lucía Bajuelo y Paca Bernarda. Venancio las conoce de toda la vida. Dos jovencitas de dieciocho años vestidas con los trajes tradicionales de la región portando las parras amarillas. Se detienen junto a la fuente del manantial y beben agua después de sonreír a Venancio.

—¡Buenos días tengan las señoritas! —dice Venancio con una amplia sonrisa en su curtida cara; el pitillo permanece fijado a sus labios.

Ellas ríen inocentes y cuchichean entre miradas. Saben que llaman la atención y que el buen Venancio siempre tiene unas palabras amables cuando pasan junto a él.

—Hace ya calor. Bebed un poco más, que se os puede secar la sesera.

—¡Gracias, Venancio! Eso haremos. Estamos cansadas. Venimos de ensayar en lo alto del monte los pasos del baile de la cosecha para la fiesta de mayo.

—¡Mu grande esa fiesta! —sentencia Venancio guiñándoles el ojo.

Las chichas vuelven a reír, esta vez a carcajadas. Venancio se une a las risas. Parece que este año va a tener suerte y seguro que una de ellas lo quiere acompañar al huerto.

De repente Venancio repara en Pitusa. La oveja está vomitando junto a ellos. Levanta la cabeza y de sus ojos emanan lágrimas de sangre. El pastor rápidamente acude en auxilio de la oveja que no deja de balar a pleno pulmón. Las chicas se asustan y se abrazan entre ellas. La oveja deja de balar, pero para soltar un sonido gutural desde lo más profundo de su ser. Venancio la agita y grita desconsolado. No sabe qué le ocurre a su animal favorito y se está poniendo cada vez más nervioso.

De repente una luz cegadora emana de la fuente del manantial. Es una luz amarilla cálida y potente que ciega a los presentes. Lucía y Paca caen de rodillas al suelo y miran la luz cegadora. Venancio abraza a la oveja Pitusa y mete su cabeza entre la lana del cuerpo del animal intentado no mirar a la luz. El animal se está hinchando como un globo. Venancio reúne valor y abre los ojos para mirar qué está ocurriendo.

Se fija en las chicas y éstas están abriendo los abrazos como en actitud de querer abrazar algo. Los ojos de las jovencitas están blancos como la leche y lloran lo que parece ser sangre. Venancio se intenta acercar a ellas para ayudarlas a escapar de la luz. Tiene la impresión de que hay que salir corriendo como sea. Avanza hacia ellas pero tiene que detenerse porque a medida que se acerca la luz se vuelve más intensa y cegadora y le dificulta avanzar. Es como si tuviera vida propia. Con gran esfuerzo llega hasta las muchachas. Parecen en éxtasis. Gira su cabeza para saber qué es lo que miran con tanta pasión. Acto seguido su rostro se descompone.

Está maravillado por lo que ve a través de sus propios ojos. No hay nada más hermoso en el mundo entero. Ante él una bella mujer de blanco y puro rostro está esbozando una leve y reconfortante sonrisa. Venancio no puede evitar mirar directamente a sus ojos. Son azules como el océano y su mirada es tan dulce que no se puede escapar de ella. El mundo se ha detenido para él. La mujer viste un largo manto azul con bordados de plata. Extiende su mano hacia Venancio y éste se da cuenta que hay una especie de pulsera de espinas enrollada en el antebrazo de la mujer. La suave y delicada mano toca la cara del pastor. Éste deja que su cuerpo sea embargado por una sensación de puro placer y bondad. Su corazón palpita a mil por hora lleno de gozo. Su cuerpo se eleva literalmente de la tierra y queda suspendido mirando a la figura femenina. Mira atrás y Lucía y Paca se están desnudando y se azotan el torso una a la otra con las parras amarillas. De sus cuerpos emana la sangre producida por los golpes. Venancio vuelve a mirar a la figura y llega al éxtasis cuando ella acerca su cara a los labios del pastor y lo besa suavemente. Después acerca su boca al oído de Venancio para susurrar unas palabras:

—Redímelos a todos, Venancio. El pecado anda suelto. Palabra de María.

Una explosión de luz ciega al pastor y a las chicas. Un estruendo de trompetas recorre todo el monte y los tres caen desmayados al suelo.

Venancio es el primero en recobrar el sentido.

—La Virgen me ha hablado. Era la Vírgen —repite una y otra vez.

Paca y Lucía se recuperan y escuchan el mantra de Venancio. Se miran, se abrazan y echan a llorar. Se vuelven a vestir resistiendo el dolor de las heridas que tienen en su cuerpo. Sus camisas blancas quedan teñidas de sangre.

De repente una pareja con sus dos hijos aparecen por el camino corriendo. El padre habla a los allí presentes. Dice que han escuchado un estruendo horrible y que el sonido provenía de aquí, del manantial. Paca y Lucía los miran como ausentes. Venancio sigue con sus letanía. La familia mira la escena. Dos mujeres empapadas en sangre y un pastor gritando que ha visto a la Vigen. Miran al manantial y la cabeza de un cordero está en lo alto de la fuente. Una sombra negra mancha la pared de varios metros de altura de la fuente del manantial de la colina. La madre de la familia se santigua y habla:

—Mira, Juan, esa figura en la pared, es la silueta de la Virgen con su manto. Y la cabeza del cordero es la señal del Dios Todopoderoso. Ese hombre ha visto a la Virgen y ellas también. Mira la sangre en sus pechos como Jesucristo sangró en la cruz. ¡La Virgen! ¡Han visto a la Virgen!

Venancio echa a correr al monte gritando. Las chicas se quedan paralizadas abrazándose y llorando.

***

—Dentro de treinta años todo el mundo seguirá hablando de ello, cadete. Dirán que la primavera del 83 fue la más calurosa en Ventura. Mucho, mucho calor —pronuncia el sargento Cascajales mirando por la ventana de su despacho en la casa cuartel.

—Sí, mi sargento.

—Hace poco escribí un detallado informe sobre los acontecimientos del año pasado en Ventura. La guerra entre los Montiveras y los Pozoblanco no ha acabado. Van a saco y ya he perdido a dos hombres este año. Lo tengo claro. Pero en Madrid no escuchan, o escuchan lo que les sale de los…

—Sí, mi sargento.

—¿Y qué es lo que hacen en Madrid? Les pido refuerzos y te mandan a ti.

—Sí, mi sargento.

—Tienes unas calificaciones cojonudas, tienes varias cartas de recomendación, hasta tienes una licenciatura en Derecho y Criminología. Haces perfiles psicio… psicop… sippso… perfiles de taraos. Tienes preparación, eso es indiscutible. Pero lo que no tienes es polla.

—Sí, mi sargento.

—Cadete Hernández, Rebeca Hernández, en nombre de todas las marcas de compresas, ¿se puede saber qué coño pinta usted aquí?

—Yo pedí este destino, señor.

—Joder, ¿y eso?

—Porque es usted un ejemplo a seguir en el cuerpo y porque es aquí dónde se ganan ascensos. Éste es un punto caliente.

—¿Un punto caliente? ¿Esto significa…?

—Que es una zona altamente peligrosa y armada, señor. Con actividad criminal en grado uno, señor. Podrá comprobarlo en el manual.

—Cabo Cañete, ¿por dónde me paso el manual? —grita en alto Cascajales.

—Por el forro de los cojones, sargento —replica Cañete desde el otro lado de la puerta de la oficina del sargento.

—Exacto, así que vuélvase a Madrid ahora. Éste no es lugar para usted.

—No puede hacer eso, señor. Tiene órdenes de Comandancia en las que se le exige que me acepte en destino, señor. Y aparte de eso, jamás ha tenido a nadie con tanta preparación como yo en sus filas.

—¡En mis filas hay huevos, no faldas! Aquí uno sale de casa con los deberes hechos con su esposa porque nunca se sabe si se va a volver. ¿Cómo piensa hacer usted sus deberes? Cañete se lo hace a su mujer como está mandado, y eso que ella ya está a punto de soltar a Cañete junior.

—Tengo pareja en Madrid, sargento. E hice los deberes, como usted dice, con él antes de salir.

—Un hombre necesita descargar, no sé si me entiende.

—Yo también tengo necesidades, sargento, como todas las mujeres.

—Me cago en la liberación sexual. Empiezo a pensar que soy yo el que no encaja en este mundo.

Cañete irrumpe en la estancia con cara de circunstancias.

—Ejem, señor. Ha llamado el director general.

—¿Qué director general? ¿El de mi banco?

—No, sargento, el de la Guardia Civil. Dice que quiere un informe de su parte sobre la adaptación de la cadete Hernández a su nuevo destino. Y que se tiene que hacer con urgencia porque es un reclamo del presidente del Gobierno. Dice que el presidente quiere saber cómo se adapta la primera mujer Guardia Civil con arma al cinto. Parece ser que se está estudiando dejarlas entrar en el cuerpo, mi sargento.

—¡Me cago en mi puta vida, en mi estampa, en mi ser y en mi alma! ¿Qué clase de Nancys están dirigiendo el país? A la mierda. Cadete Hernández, ¿quiere guerra? Le voy a dar su puta guerra. Arreando para la tanqueta.

—¿Tanqueta, sargento?

—La tanqueta es el coche patrulla, Hernández. Es que nos han dado un coche viejo, el nuevo lo destrozamos. Al sargento le gusta llamarlo así —aclara Cañete.

—Y supongo que ese uniforme suyo tiene pantalones. Póngaselos junto con las botas y queme esa falda y esos tacones.

—Son parte del uniforme reglamentario, señor —contesta Hernández mirándose la ropa.

—No en mi ciudad. Si los de Madrid quieren faldas aquí van a tener que lamerme las pelotas tanto que les va a durar el sabor en su boca durante días. Desfilando, cojones, que es gerundio.

Los tres guardias salen a la calle Mayor donde les espera un Land Rover del año 70. Suben al vehículo y Cañete trata de arrancarlo tres veces, a la cuarta el motor se queja al principio pero consigue funcionar. Salen a toda velocidad pero quedan parados en medio de la calle.

La avenida principal de Ventura está saturada de coches y gente. Cañete y Cascajales de miran. Se les había olvidado por completo el revuelo que hay en Ventura desde hace una semana. Parece ser que tres ciudadanos han avistado a la virgen María, en toda su gloria. Dos de ellas permanecen en el hospital. El tercero, un pastor de la zona, no ha aparecido todavía.

Cascajales se desespera, no están acostumbrados a los atascos. Manda a Cañete a que regule el tráfico. Al fondo pueden ver a más personal de la Guardia Civil intentando deshacer un atasco nunca visto en esas latitudes. Los negocios minoristas de Ventura están haciendo el agosto con el tema de la aparición. Cascajales y Cañete echaron un ojo a la zona del avistamiento como parte del protocolo de seguridad. Había gente herida. La verdad es que fue muy difícil hacer trabajo alguno por los cientos de curiosos que se agolparon rápidamente en la zona. Prácticamente había miles de huellas y poco se podía hacer ya ante el paso de tanta gente. A las chicas ha habido que ponerlas vigilancia por el acoso de admiradores y periodistas.

De forma súbita una figura se echa sobre la ventanilla del conductor del vehículo patrulla. El sargento Cascajaes da un respingo y se echa la mano al arma. Se calma cuando comprueba que se trata del oficial Barrieros.

—Barrieros, coño, qué susto. Casi te mato.

—Sargento, sargento, por el amor de Dios, sígame. Hay un cuerpo, un asesinato.

—Cálmate, chico, eso no es nuevo por aquí.

—Esto sí, señor, por favor.

Los guardias civiles acompañan a Barrieros hasta el lugar de los hechos. Parece que todo ha ocurrido en casa de un concejal. Es el chalet de los Fernández. Allí vive Juan Fernández, concejal de festejos, con su mujer y su hija. La zona está acordonada por un par de hombres de Cascajales. El sargento mira a sus hombres y les pide que quiten la cinta de contención. No quiere llamar la atención de los turistas y que no puedan hacer su trabajo. Los hombres obedecen.

Cascajales, Cañete y Hernández entran en el salón de la casa. Allí, tendido boca arriba sobre una mesa para seis comensales, está el cuerpo del que parece ser Juan Fernández. Está desnudo con las manos y los pies atados, abierto en canal. Cañete se traga su propio vómito y Hernández reprime una arcada. Cascajales se acerca con precaución. Examina con cuidado el cadáver. El corte va desde la ingle hasta el principio de su garganta. Han dejado que se desangre sobre la mesa. A la altura del estómago parece que le han vaciado las vísceras y le han rellenado con confeti y caramelos. Le han escrito tres palabras en la cara con un objeto punzante. En la frente pone «Santificarás», en una mejilla pone «las», y en la otra pone «fiestas». Hernández también se acerca al cuerpo. De su bolso saca unos guantes y un termómetro con una aguja. Se lo clava al cadáver a la altura del hígado. Levanta los párpados del fallecido y mira sus uñas. Apunta algunas observaciones en una libreta. Cascajales la mira con ojos como platos. El cabo Cañete se acerca a su superior y le pone la mano en el hombro intentando evitar la cólera del sargento. Cascajales se relaja por un segundo. Hernández mira a sus compañeros.

—La temperatura del hígado me indica que murió hará unas diez horas. Hay signos de lucha bajo sus uñas, ha debido resistirse. Parece un hombre corpulento, y seguro que ha podido arañar o herir a su atacante. Buscaré sangre más detenidamente. Parece, a simple vista, un crimen pasional o de odio, con referencias religiosas por la frase en la cara de la víctima, aunque aún es pronto para evaluar el móvil. Debemos dar parte cuanto antes al juez para que se lleve el cuerpo al forense y empiece el examen. ¿Quién ha encontrado el cadáver?

—Ha sido su mujer —contesta Barrieros sorprendido por ver a una mujer de uniforme y con ese desparpajo delante de Cascajales—. La hija todavía no ha llegado del colegio.

—Vamos a hablar con ella. Por favor, sargento, déjeme a mí. Hay que consolar a la testigo primero debido a los lazos con la víctima.

—Es una mujer de Ventura, seguro que puede arreglárselas sola. Pero adelante, haga lo que quiera. Tú, Cañete, date una vuelta por la ciudad a ver si se dice algo de esto. No quiero que cunda el pánico. Sólo quiero saber si es algo entre las familias, ¿entendido? Y tú, Barrieros, llama al juez y que venga cagando leches. Dile que ya sé que le tengo amenazado pero que se deje de mierdas y que por una vez haga bien su trabajo.

—A sus órdenes, mi sargento —saludan los dos a Cascajales.

El sargento se dirige hacia la cocina. Allí se encuentra otro de sus hombres alucinando con lo que está viendo. El agente se percata de la llegada de su superior y se cuadra.

—Sargento, lo siento. Ha llegado como un rayo, ha saludado, ha enseñado su placa y se ha puesto a conversar con la señora de la casa. No me ha dado tiempo ni a reaccionar.

—Tranquilo, Herreros, es de los nuestros. De momento.

Hernández consuela a la mujer y le saca la información necesaria. Después se la lleva hasta el hospital junto con el agente Herreros.

Cascajales mira el cadáver del concejal y se hace la pregunta que todo buen investigador debe hacerse para plantear una hipótesis:

—¿Y aquí qué coño ha pasado?

Cañete confirma a Cascajales que no parece cosa de las familias de Ventura. Las cosas están tensas, pero no es una forma propia de actuar para ellos. Prefieren liarse a tiros simplemente. Esto es algo perverso. El sargento recuerda las palabras de Hernández y piensa en el posible móvil religioso del crimen. Se dirigen a la iglesia de Ventura porque bien es sabido que el concejal y el párroco han tenido sus diferencias.

La iglesia es un edificio mezcla de estilo neogótico y estilo brutalista que se sitúa en el extremo norte de la plaza de la ciudad, frente al Ayuntamiento. Una vez dentro del templo lo encuentran lleno de gente rezando, siguiendo la voz del jovencísimo cura Remigio. Las oraciones terminan y el templo empieza a vaciarse. Cascajales se sorprende ante la cantidad de turistas que hay dentro de la iglesia. Ventura siempre ha sido una ciudad de paso, no de turismo. Esto es algo nuevo para todos.

El sargento y el cabo llegan a la altura del cura Remigio. Saludan y comienzan a hablar.

—Esto es una bendición, sargento. Mire qué de gente.

—Ya, bueno, al caso. ¿Qué puede decirme del tercer mandamiento, padre?

—¿Santificarás las fiestas? Pues eso, fiestas religiosas en agradecimiento a lo que nos ofrece el Señor. Pero sus dudas religiosas se las podría resolver en privado, sargento, no mientras trabaja. Aunque ya era hora de que se pasara por aquí.

—No es para mí, es para un tema que tenemos entre manos. Y ese mandamiento es de los importantes, ¿no?

—Lo son todos, los diez. Es la ley del Señor.

—Ya, interesante. ¿Tan importantes como para matar a alguien?

—¿Perdone, sargento?

—A lo mejor sí —interviene Cañete.

—Bien es sabido que no te cae bien el concejal de festejos porque quiere que carnavales sea festivo, ¿no, padre?

—El concejal y yo hemos tenido diferencias, sí. Pero jamás haría daño a otro ser humano. ¿Le ha pasado algo al concejal?

—No se preocupe. Ya se enterará.

—Si no hay nada más y si me disculpan, me va a entrevistar la televisión. No hay reconocimiento oficial por parte de la iglesia del advenimiento mariano, pero aún así es importante ofrecer una opinión autorizada. La virgen María en Ventura… ¿Quién iba a decirlo?

A la salida otra vez son abordados por Barrieros. En esta ocasión todo ocurre en uno de los prostíbulos de la ciudad.

Al llegar se encuentran con todas las chicas reunidas en el salón principal llorando. Por una de las puertas aparece uno de los hombres de Cascajales vomitando, llorando y exclamando por el horror contemplado. Hernández permanece de pie junto con las chicas esperando órdenes. Cascajales la mira y señala con la mirada la sala. Ella asiente y los tres se encaminan al interior.

Es un cuarto amplio con una cama redonda en medio. Encima de la cama están sentadas tres figuras, dos hombres y una mujer, con las manos y los pies atados. Uno de los hombres y la mujer están desnudos. El otro tiene un traje de lino y un pañuelo azul turquesa alrededor del cuello y una gorra. Le falta medio bigote, como trasquilado. El análisis de Hernández determina que llevan tres horas muertos. La cama está girando en modo automático. Cañete la detiene desconectando el enchufe. Miran los cuerpos y sacan varias cosas en conclusión. Los tres no tienen párpados y parece que los ojos han sido rociados con lejía o algo similar por el olor que deprenden los cuerpos. Al hombre vestido le han clavado su gorra con varios clavos en la cabeza. Los tres presentan severos golpes contundentes en todo su cuerpo, probablemente con el martillo que hay tirado en el suelo. Hernández empieza a buscar huellas en el mango y en parte de la sala.

Hay una cámara frente a la cama y está en posición de grabar, aunque Cascajales comprueba que ya hace tiempo que la cinta se agotó. Hay un escritorio y un rudimentario equipo de montaje de películas. Una montaña de películas apiladas a lo largo de la estancia parecen rociadas con lejía. En una de las paredes hay un mensaje escrito: «no consentirás pensamientos ni deseos impuros». Cascajales y Cañete se miran.

—¿Ha visto alguna vez algo así, sargento?

Cascajales niega con la cabeza en silencio mientras contempla la pintada. Está bastante seguro que la pintura es sangre.

Hernández reclama su atención. Dice que está bastante segura de que los tres tienen semen en el pecho, probablemente del agresor. Pide a Cañete que apague la luz. De su bolso saca una luz ultravioleta a pilas y la pasa por los cuerpos. El fluido se ilumina con una luz blanca en la zona del pecho de los tres cadáveres… y en toda la cama, y en el suelo, y en parte de las paredes. La intensidad es distinta. El de los cadáveres parece más fresco.

—No hay duda, sargento. Se trata de un asesino en serie —sentencia Hernández—. Es el mismo patrón. Le mueve el odio y quiere dejar constancia de qué es lo que le guía. Ese mandamiento lo dice todo.

—¿Eso quiere decir que tenemos que esperar ocho crímenes más? ¡No en mi ciudad! Cañete, haz una lista con los que han pecado en esta ciudad.

Cañete permanece en silencio esperando que su sargento caiga en la cuenta de sus palabras.

—Vale, no lo hagas, es una estupidez como la copa de un pino hacer semejante lista en esta ciudad.

—¡Sobre todo en la parte del «no robarás»! ¡Y las risas con el «no matarás» van a ser pocas! —dice Barrieros desde la puerta que se ha asomado a ver qué pasaba en la estancia.

—A tomar por culo de aquí, agente —ordena el sargento Cascajares a la par que se le hincha una vena que atraviesa su frente presa de la furia.

***

El sargento y Cañete deciden acercarse por la noche hasta la zona en la que ocurrió el avistamiento de la Virgen María en un intento de buscar pistas. Cascajales cree que si el móvil es religioso, es muy significativo que los asesinatos hayan empezado poco después de los acontecimientos ocurridos en el manantial. Todo parece obra de un fanático religioso, y el sargento sabe que este tipo de sucesos con alto grado religioso suelen atraer a un sin fin de gente mentalmente inestable.

—Tronados, tarados, psicóputos, gente con la olla mal cerrada, personas de mente distraída, con menos de dos dedos frente, a los que les falta un apretado de tornillos, enfermos mentales profundos… gente de poca confianza. ¿Y sabes dónde viven casi todos esos? Exacto, en Madrid. Esta mierda nos ha saltado en la cara —refunfuña el sargento mientras se enciende un Ducados tras otro sentado en el asiento del acompañante del coche patrulla.

—¡Sargento, que ya hace un año que no fuma! Recuerde que el médico le dijo…

—¡Me la suda! Seguro que el médico es de Madrid. Siempre jodiéndome, esos cabrones. ¡Que vengan ahora a decirme que soy un paranoico! ¡Me van a lamer las pelotas! ¡Lo dije! ¡Ventura está maldita! ¡Y esos inútiles de la capital nunca me han escuchado!

Al llegar recorren la zona a pie. Usan linternas potentes para iluminar la zona. Cañete repara en la sombra de la pared con la supuesta forma de la Virgen. Huele a humo y pólvora. Cascajares encuentra un trozo de una anilla oxidada y antigua, probablemente de un arma explosiva según su criterio y su conocimiento militar.

Suben a lo alto de la colina, el principio del manantial y ven que hay varios fardos tirados por el suelo y una mesa. De repente un sonido acoplado y una potente luz los ciega. Intentan discernir lo que está pasando. La luz está cada vez más cerca de ellos. Desenfundan sus armas siguiendo su entrenamiento y su instinto. Cañete no puede evitarlo y exclama a media voz.

—¿Virgen María?

De repente una potente y profunda voz rompe el pétreo silencio que suele ser normal en esta zona.

—Amigos de lo desconocido, nos hemos topado con los investigadores de la ley que quieren resolver el misterio de la aparición de la llamada «Virgen del Perpetuo Manantial». Amigos de la Ley, ¿qué pueden aportar a estos hechos? ¿Es un fraude? ¿Es real? ¿Cuál es la versión oficial?

Cascajales de repente tiene bajo su boca lo que parece un micrófono. Cuando sus ojos se adaptan a la luz discierne lo que parece ser una cámara al hombro con un potente foco. Cañete también se ha dado cuenta. Se pone a saludar a la cámara y a colocarse el tricornio. Cascajales se aclara la garganta.

—Ejem, bueno yo, estooo, en fin, la Guardia Civil se ha personado en la zona de los acontecimientos en busca de más pistas que ayuden a esclarecer los hechos acaecidos el 3 de abril de 1983, siguiendo el protocolo de investigación establecido para…

—Amigos de lo desconocido: es hora de plantarle cara este hecho. Yo, Horacio López, envidado por el programa La Puerta del Misterio, de nuestro querido inspirador Jiménez del Oso, voy a decir la verdad. Si trazamos una vertical desde el punto mismo del acontecimiento hacia las estrellas, el extremo tocará la Vía Láctea en Alfa Centauri y atravesará el punto exacto de la ventana de entrada de las naves espaciales que provienen del espacio profundo. Tengo pruebas irrefutables para demostrar que lo que aquí se cree que es la Virgen, es en realidad una enviada hembra alienígena cuya misión es aparearse con el mejor espécimen de macho humano que encuentre en esta zona. Hemos pillado a la Guardia Civil in fraganti intentando manipular cualquier evidencia que conduzca hasta el conocimiento de la verdad que relato. Menos mal que estoy aquí para evitarlo. Llevo todo el día investigando en el pueblo de Ventura y cada vez son más los que se quitan la venda de la religión para ver más allá. Mis palabras están calando en Ventura y no serán calladas por los agentes al servicio de los que nos quieren ocultar la verdad…

—A tomar por culo todos. ¡Para Madrid os mando cagando leches! —aúlla Cascajales mientras dispara su arma al aire.

El cámara y el presentador salen por piernas del lugar, y el cabo Cañete intenta sosegar a su airado sargento.

A la mañana siguiente Cascajales y Cañete, junto con Hernández, toman café viendo el cadáver del presentador y del cámara. Están en la habitación del hotel donde permanecían durante su estancia. El presentador está con su torso sobre un taburete sin pantalones y con el objetivo de una Betacam introducido en el recto. El resto de la Betacam que asoma está sostenida por el cadáver del cámara al que le han clavado un hacha en la cabeza. Tiene una señal en su cuello con dos formas cilíndricas, una junto a otra. Hernández cree que son la boca del cañón de una escopeta recortada. Cascajales concluye que obligaron al cámara a punta de escopeta a introducir la cámara por el ano de su compañero.

En el suelo hay otra frase escrita con sangre que reza: «no levantarás falsos testimonios ni mentirás».

***

Los tres guardias civiles miran las fotos de los crímenes esparcidas sobre una gran mesa de cristal en la sala de pruebas del cuartel. Allí permanecen en silencio estudiando todos y cada uno de los detalles de los crímenes.

Cascajales no oculta la preocupación en el rostro. Es la primera vez que se enfrenta a un asesino múltiple en serie, y el reloj juega ensu contra. Si los indicios son correctos, puede cometer varios asesinatos más. La voz ya está en la calle y el alcalde no hace más que llamar para que se resuelva cuanto antes esta situación. La gente está inquieta y los turistas empiezan a abandonar Ventura, cosa que por otro lado alegra al sargento en grado máximo. Lo malo es que después de estos turistas vendrán otros más tarados con sus teorías y sus estudios extraños y morbosos sobre «la España Negra» y sus crímenes horribles cometidos por paletos. Cascajales odia el término «paletos». Es denigrante, sobre todo porque piensa que toda ciudad no es más que un pueblo mucho más grande y que la gente se mueve en torno a unas cuantas calles cerca de su hogar, como en cualquier pueblo. Son paletos, de ciudad, pero paletos. A pesar de que sus pensamientos se han ido por un momento hacia el odio salta como un resorte cuando descubre algo.

—¡El bigote!

—¿Perdón, sargento? —pregunta Cañete.

—El bigote del director de cine porno. Está como trasquilado. Eso es una pista. No está cortado, ni arrancado, ni afeitado. Está trasquilado, como si fuera lana. He pasado muchos años viviendo aquí y sé la diferencia.

—Eso puede reducir la lista de sospechosos. Pocos saben manejar una trasquiladora —apunta Hernández.

—Bueno, hasta ahora la lista de sospechosos era de lo más variada. Oscilaba entre todo el pueblo, el Charles Manson, el Papa y pocos más —suelta socarronamente Cañete.

—¡A callar! En realidad creo que podemos reducirlo a uno. ¿Quién es la persona que falta desde hace un tiempo, y que además sabe trasquilar? ¿Ese tal Charles Manson sabe trasquilar?

—¡Venancio! Desapareció tras el tema de la Virgen —contesta el cabo.

—¡Exacto! Tiene la fuerza y los medios para hacer todo esto. Conoce el pueblo, tiene armas y puede que esté alterado tras la aparición. Hace una semana que no se le ve por ningún lado.

—Esa teoría es débil, mi sargento. Eso no se puede sostener sin pruebas. No podemos culpar a nadie por una intuición —dice Hernández mirando las fotos, evitando la mirada de Cascajales.

—Tienes razón. No tenemos huellas directamente, pero seguro que la sangre encontrada bajo las uñas del concejal corresponderán a un hombre. Y estoy seguro que el hacha de mano encontrado sobre la cabeza del cámara es muy típica de por aquí para cortar leños pequeños y poder hacer fuego a la intemperie.

—El concejal estaba abierto en canal, como en la matanza del cerdo —añade el cabo.

—Está claro que tiene que ser del pueblo. Ventura ha engendrado a otra bestia más. ¿Cuántos engendros caben en esta tierr!? —exclama el sargento golpeando la mesa con el puño—. El ovejero es un buen comienzo. Algo me dice que no está escondido en las montañas. Está moviéndose entre la gente para esta locura insana.

—Para él es el fin del mundo. Puede cuadrar. Es como Dante o los escritos bíblicos sobre la llegada del Apocalipsis. Muchos se creen la mano ejecutora de la voluntad de Dios. Hay estudios al respecto. Como he dicho, la Divina comedia

—¿Una comedia? —interrumpe Cañete a Hernandez—. ¿Como Los energéticos? ¿Una españolada? ¿Qué tiene esto de gracioso?

—Da igual, cabo —suspira Hernández.

—Orden de búsqueda para Venancio. Que se le localice, pero que nadie intervenga o intente pararle solo. Es peligroso.

—Sargento, llevamos toda la semana buscando a ese hombre y no hay manera de encontrarle.

—Esto ya no es una búsqueda. Es una caza.

Cañete descuelga el teléfono de la sala, da instrucciones precisas a su interlocutor. Una alarma empieza a sonar en el cuartel para poner en guardia a todo el personal. Cascajales revisa su arma. Tira de la corredera y salta una bala de la recámara. La agarra con la mano en el aire. Se la muestra a Hernández y mira a la mujer con una mirada dura.

—Norma número uno de Ventura: siempre reserva una bala. Nunca sabes para qué la vas a necesitar.

—Sí, mi sargento —obedece Hernández, e imita el gesto de su superior.

Cascajales asiente satisfecho.

—Tienes dos buenos ovarios, hembra. Me gusta, joder.

Cañete observa la escena mientras habla por el teléfono. Una sonrisa socarrona se dibuja en su cara. Sabe que su sargento es un buen hombre que sólo quiere que su tropa llegue viva a casa, y sabe reconocer a los buenos, lleven pantalón o no.

***

La ciudad de Ventura se vuelve loca. El rumor de un asesino en serie se ha extendido. Los vecinos reaccionan con miedo y temor. Muchos se organizan en patrullas vecinales para ofrecer seguridad y protección. Ventura es una ciudad armada y es fácil encontrar gente con escopetas saludando a sus vecinos para tranquilizarles y poder ofrecerles un descanso pacífico por la noche.

Cascajales no ha querido hacer público el nombre del principal sospechoso. Ha preferido quedar como un oficial despistado delante de los periodistas y las cámaras antes que ofrecer información. Sabe que con todo este revuelo va a ser más difícil para el asesino moverse y actuar.

Los turistas sacan fotos. Nada les detiene. Siguen llegando autobuses y coches con gente para ver el lugar de la aparición. La calle se llena de puestos improvisados y tenderetes que ponen a disposición del turista todo lo que es necesario para su supervivencia, como por ejemplo la taza recordatorio de su estancia en Ventura, la camiseta con una virgen María impresa, la camiseta burlándose de la aparición, bolígrafos impracticables por sus dimensiones con la tinta seca, trabajos en alfarería en su amplio espectro desde botijos hasta cucharas soperas mal pintadas con un imagen de Jesucristo al lado de la virgen, llaveros de todas las clases y colores junto con pulseras de lana de la zona y carteras y bolsos en cuero apestoso mal curtido con la bandera de Ventura como decoración estándar. Aparte de los puestos tradicionales de comida rápida en su versión casquería que deleitan con manjares como gallinejas, mollejas, entresijos, calamares, callos, madejas, criadillas… cualquier cosa metida entre dos panes de chicle es ofrecido al turista que, acostumbrado a la comida de ciudad, encuentra en dicho bocadillo un mundo de placer gastronómico elevado a la enésima potencia, cosa que también encontraría aunque se metiera tierra y piedras dentro de la boca por el simple hecho de la creencia popular de que en el pueblo se come mejor.

***

Transcurren dos días y no hay rastro de Venancio. La lista de sospechosos no se ha cerrado, pero el objetivo sigue siendo el mismo.

Los ánimos están caldeados por el cuartel. En la sala de investigaciones se nota la tensión. Cascajales empieza a echar humo inquieto y habla de la posibilidad de tender una trampa al pastor. Hernández ha estado ocupada buscando más pista y leyendo informes de los forenses. La teoría del sargento puede ser cierta. En sus pesquisas ha hecho un perfil psicológico concreto de la persona que puede ser el asesino. Hombre, entre veinticinco y treinta y cinco años, alto, fuerte, diestro, con personalidad múltiple que queda oculta porque se comporta en sociedad como un individuo agradable digno de confianza. Es narcisista, egoísta, solitario, paranoico y fetichista.

De repente un grito sacude la tranquilidad del cuartel. Hernández y el sargento salen corriendo hacia la recepción. De allí ha venido el grito. La escena que se encuentran al llegar es dantesca. La señora Rocío Ullastres ha chillado, mientras esperaba a que se le atendiera, al contemplar a un hombre que entraba en la estancia con el torso desnudo, blandiendo un cuchillo ensangrentado en una mano y una escopeta recortada en otra. Está sangrando por todo su pecho por lo que parecen heridas causadas al tratar de escribirse una frase en el pecho: «Amarás a Dios por encima de todas las cosas». Ignacio Caetano y Fulgencio, que estaban de guardia en la recepción han desenfundado sus revólveres para apuntar hacia el hombre y le ordenan que suelte sus armas.

Cascajales y Hernández también desenfundan. Cascajales identifica al hombre. Se trata de Venancio el ovejero. El pastor pronuncia una letanía suavemente entre labios.

—Purifica el mundo, purifica el mundo, purifica el mundo… —dice susurrando.

Venancio suelta las armas y levanta las manos. Está muy sucio y tiene muy mal aspecto.

Hernández tiene la impresión de que ese hombre ha pasado mucho tiempo sin dormir. Al acercarse al sospechoso se fija en que su cuerpo tiene cientos de cortes mal curados e infectados. Muchos de esos cortes son palabras o frases de la biblia escritas sobre su piel. Ignacio y Fulgencio esposan a Venancio y lo llevan hasta una celda. Cascajales permanece mirando las armas pensativo.

—Todo ha acabado, sargento. Parece que se ha entregado —dice Hernández.

—No lo sé, Rebeca. Algo me dice que esto puede ponerse más feo —dice Cascajales mientras se rasca la cabeza por debajo del tricornio.

Venancio está sentado en su celda mirando a las tres personas que lo contemplan desde el otro lado de las rejas. De sus ojos caen lágrimas. Está nervioso y no deja de mover una pierna impulsivamente.

—¿Por qué te has entregado? No me entra en la sesera —pronuncia el sargento Cascajales.

—Por que yo soy el peor. No voy a acabar la obra que se me ha encomendado. La virgen me habló, pero me he dado cuenta de que yo no puedo seguir. He cometido muchos pecados —balbucea Venancio mientras llora.

—¿La virgen te ha ordenado hacer esto? —pregunta Cañete.

—Ella en toda su pureza me dijo lo que había que hacer.

—Y dices que no quieres seguir porque eres el mayor de los pecadores. El que no sigue los diez mandamientos —dice Hernández intrigada.

—Sí, señora, ese soy yo. He robado para comer. He tomado el nombre de Dios en vano porque no he sido capaz de acabar mi labor, y la palabra de la Virgen es la de Dios. Y por mucho que he amado ha Dios aquí estoy llorando como un estúpido chiquillo. Y por último he codiciado lo que otros tenían.

—Pero faltan mandamientos, como el «no matarás». Ese es el primero que has cometido —señala Cascajales.

—No, sargento. He matado, pero el verdadero asesino será el cabo Cañete.

—¿Cómo dice, Venancio? —sonríe Cañete.

—Sabía que me estaban siguiendo así que yo me he dedicado a vigilarles a ustedes. Son impresionantes pero todo el pueblo estaba revolucionado, así que me ha sido fácil echarles el ojo encima. Y ahí descubría al cabo Cañete y su vida. Una vida perfecta, con un buen trabajo, una mujer y un niño en camino. Todo muy bonito. Lo codicio porque yo no lo tengo. A lo mejor no me lo merezco y el Señor tenía otro plan para mí, pero lo envidio. Y ese es otro mandamiento que no he seguido.

—¿Pero qué cojones? —se enfada Cañete.

Cascajales llama por un teléfono que hay en la mesa del guardia de los calabozos y pide que manden una patrulla inmediatamente a casa de Cañete.

—Es muy bonito, Cañete. Y seguro que el niño también va a ser bonito —sonríe Venancio—. La cuestión es si va a saber esa criaturita honrar a su padre y a su madre. Yo creo que no.

Suena el teléfono. Cascajales descuelga. Se oye una voz amortiguada chillando al otro lado. Cascajales cuelga y mira a Cañete.

—Cabo, no pasa nada. Voy a coger su arma tranquilamente. Míreme a los ojos, cabo. Vamos, Cañete, confía en mí.

—¿Qué ha pasado, sargento? —pregunta Cañete con los ojos llenos de lágrimas mientras desenfunda despacio su arma.

—Nada, Cañete. Tú y yo nos vamos de la sala a hablar. Hernández se va a quedar aquí vigilando. Todo va bien.

—¿Sargento qué ocurre?

—Tu mujer también lloró cuando le saqué a tu hijo de su vientre. Vi en sus ojos un poco de felicidad, pero murió pidiendo que no matara al niño —chilla Venancio.

Cañete se vuelve y dispara sobre Venancio. Dispara y dispara hasta que Hernández se echa sobre él para que pierda el equilibrio. Cañete y ella caen al suelo y el cabo se hace un ovillo y comienza a llorar.

Venancio está sentado y acribillado. La muerte se lleva consigo su pobre alma. Cascajales y Hernández no pueden evitarlo y dejan caer lágrimas de rabia. Levantan al cabo y se lo llevan en busca de ayuda psicológica al hospital.

Los disparos han atraído a más guardias civiles. Cascajales tiene que poner orden y sosegar los ánimos de todos los compañeros. Las noticias han volado como la pólvora y el sentir por la pena de Cañete se ha fijado en sus corazones. A pesar de todo esto ya se ha terminado.

***

Días después de los acontecimientos de los calabozos Cascajales inspecciona el cuartel de la Guardia Civil.

—Barrieros ¿qué son estos fardos tirados en el suelo del almacén? —grita el sargento con toda su capacidad pulmonar.

—Cocaína y speed, sargento. Se los quitamos a unos punkis. Los muy cabrones salieron pitando.

—¿Dónde?

—En lo alto del manantial. Nos vieron venir y echaron el contenido al agua. Luego pusieron pies en polvorosa. Los seguimos pero se nos escaparon, mi sargento.

—¿El manantial has dicho?

—Todo fue culpa de la Virgen, sargento. Seguíamos a los sospechosos cuando recibimos el aviso de las chicas heridas y que el ovejero había salido corriendo. Si no es por eso, no hubiéramos dejado la persecución.

—¿Coca y speed? Menudo cóctel.

—Como para ver la cara de los ángeles, mi sargento.

—¡Exacto! —sonríe el sargento Cascajales mientras se enciende un puro satisfecho por encajar una pieza más del puzzle de la vida.

Mira por un ventanal del cuartel de la Guardia Civil y contempla satisfecho la puesta de sol en Ventura. Ha pasado un día más y la ciudad sigue en pie. Una calada de satisfacción llena de humo su boca. Los últimos dramáticos acontecimientos le han endurecido aún más. Lo único que siente es que tiene que mejorar para poder proteger a sus chicos, los hombres de la benemérita en Ventura y una chica, porque gracias a ellos se salvan vidas y hacen del pueblo de Ventura un lugar donde poder vivir.

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Consagración

por Relato ganador

El semen se escurre, irriga las arrugas expresivas de mi cara, desciende desde los párpados hasta mi barbilla recorriendo los surcos que enmarcan mi sonrisa. Mi mirada se cruza fugazmente con la del hombre que se chupa el labio inferior y sostiene aquel pedazo de carne goteante, y en ese lapso de unos segundos lo amo intensamente, sin palabras le digo que le estoy agradecida e inmediatamente lo olvido. El hombre que ocupa el lugar del anterior lleva ya un rato masturbándose. Detrás de él puedo ver cómo otro pega el pósit que lleva en la mano sobre los de los anteriores, en el lateral de la cámara que me apunta. El papel tiene escrito el número tres. Más allá de la cámara veo una fila de más hombres desnudos que se deshilacha hacia el grupo cercano a la puerta, éste todavía vestido, junto a las mesas del cáterin. Sé que fuera hay más hombres, fumando, hablando por teléfono, estirando las piernas para relajarse. Sus edades oscilan entre los veinte y los cincuenta y tantos. Seguirán llegando más durante el día, según la hora a la que se les ha citado.

Hoy es 17 de octubre, y estoy arrodillada sobre una colchoneta en mitad del plató. Permaneceré aquí horas como el receptáculo de las eyaculaciones de todos esos hombres. Es 17 de octubre, y hoy es my cumpleaños. Miro a las otras actrices del estudio, fuera de cuadro, lamiendo los penes de los hombres en la fila para llevarlos lo más cerca posible del orgasmo antes de que les toque el turno. Es 17 de octubre, y hoy cumplo sesenta años. Y mientras me concentro en mantener la sonrisa pienso en cómo me he mantenido activa en esta industria cuarenta y un años. No soy famosa como Linda Lovelace, ni como Lolo Ferrari, ni como Tracy Lords, ni como Asia Carrera, ni como Jenna Jameson, ni como Penelope Black Diamond; pero he remapeado el horizonte de las fantasías sexuales de varias generaciones.

Estoy en 1972, cuando las actrices aún no nos depilamos el coño. Me llamo Alexxxa, voy a cumplir diecinueve años y ya he rodado una decena de películas y aparecido en varias revistas. Pero sé que, como tantas otras chicas, mi carrera será efímera: somos caras indiferenciadas y genitales anónimos, fantasías de consumo inmediato, sueños lúbricos de usar y tirar, seres que nos desvanecemos de la memoria en cuanto aparecen los títulos de crédito.

¿Recuerdas a Sarah Pears? No, no la recuerdas. Coincidimos por los estudios de California durante casi ocho años. Falleció en un hospital, en urgencias, desangrándose después de que había intentado abortar con una percha. Sus padres la repudiaron y, por lo que sé, sólo yo la recuerdo. Su muerte cambió algo en mí.

He explorado los límites de mi cuerpo como un escalador libre en una lucha contra el olvido.

Estoy en 1979 y cada vez son menos las películas para las que me llaman. Todas siguen una pauta predefinida: me chupan el clítoris, me penetran la vagina, eyaculan sobre mis pechos. Me hacen eso a mí y a otros cientos de mujeres; la única diferencia puede estar en el cuerpo, pero no soy especialmente hermosa, ni especialmente voluptuosa, ni especialmente nada. La sombra del pánico a ser descartada se cierne sobre mí igual que John Pole ahora, en ésta que quizá sea mi última cinta. Y entonces sé lo que tengo que hacer.

Pole dice una de esas frases que están en el guión y que dan vergüenza ajena, y como casi no lo he leído no estoy segura de si se supone que es el fontanero o el electricista. Pero en lugar de dar la réplica que me corresponde digo alguna gilipollez como «tranquilo, es hora de que yo te revise a ti» y me arrodillo frente a él. Mantiene su sonrisa pétrea mientras le bajo los pantalones, aunque como no se esperaba mi reacción parece un tanto desconcertado. Mira sobre su hombro, esperando que el director corte la escena, pero éste está demasiado drogado o demasiado aburrido para decir nada. Así que aferro su falo y comienzo a lamerlo, me introduzco el glande y trazo círculos con el cuello; de vez en cuando abro la boca para que se pueda apreciar cómo con la lengua describo esos mismos círculos dentro de la boca. Por supuesto, no soy la primera actriz que chupa una polla, ni siquiera la de John Pole, pero cuando me la saco de la boca y se la miro de frente, estoy dispuesta a que esta vez lo recuerde.

Dejo de trazar círculos, me meto en la boca de nuevo ese apéndice pero esta vez frontalmente, sin desviaciones. Retrocedo un poco y vuelvo a arremeter, una y otra vez, cada vez más adentro, cada vez un centímetro más desapareciendo dentro de mí. El director deja de recostarse sobre la silla y se inclina hacia delante. Literalmente me empiezo a tragar toda esa carne: la extraña sensación que siente Pole es primero mi paladar y después mi úvula, presionando contra su glande, haciendo cuña en su uretra. Y cuando empujo un poco más se me tensan las venas del cuello y de la frente. Pole intenta alejarse de mí, alarmado bajo esa sonrisa petrificada que mantiene desde el principio de la escena, pero lo sujeto de los testículos con los dedos curvados como garras, haciéndole sentir mis uñas esmaltadas, transmitiéndole el aviso de que estoy dispuesta a clavárselas. Mira al director, pero éste traza una y otra vez un círculo con su mano indicando que el espectáculo debe continuar. Pole vuelve a mirarme, a medio camino entre la fascinación y el horror cuando ve que me alejo un poco para inspirar profundamente y entonces arremeto con todas mis fuerzas. Y su pene avanza sobre mi lengua, bajo mi paladar, alcanza mi faringe; reprimo el reflejo de la arcada, hundo mi nariz en su vello púbico y mi barbilla en su escroto y me mantengo, me mantengo, me mantengo, tengo la cara congestionada y cianótica, y entonces John descarga un chorro de semen directamente en mi garganta mientras murmura una oración en la que pide por favor que no me muera, que no nos convirtamos en una leyenda urbana, que lo siguiente que vea no sea un cadáver asfixiado por su pene. Aguanto hasta exprimirlo, hasta secarlo, hasta el borde del síncope, y cuando me aparto de él realizo el acto de voluntad definitivo tragándome la flema de vómito que me ha llegado a la boca sin que nadie lo perciba.

Se hace un silencio en el estudio, antes de que muy despacio el director se ponga en pie y diga «corten» casi en un susurro. Y después Pole me abraza y todos aplauden.

Vuelvo al presente. Una primera capa de semen ya se ha secado y es como una máscara de cera. Noto el cuello un tanto rígido. Miro los papelitos amarillos pegados unos sobre otros, el último que indica que los grumos nacarados que caen sobre mi pelo pertenecen al número doscientos cincuenta y siete. Cambio ligeramente de postura y noto un tirón cervical, pero aprieto los dientes sin dejar de sonreír, sin dejar de agradecer.

Ahora atravieso los ochenta con el pelo cardado. Me llamo Alexis, y con la tecnología de vídeo ubicua y asequible la pornografía desborda los límites de las salas de cine triple X y el mercado se amplía. Y en mi pequeño mundo aparece una nueva amenaza que es la amenaza de toda mujer a lo largo de la historia: las mujeres más jóvenes. Surge de la nada una generación de actrices que no sólo me han imitado y dejan en evidencia a cualquier tragasables, sino que además se someten a operaciones de ampliación de pecho con la despreocupación con la que van a una revisión dental, implantes mamarios cada vez más extravagantes, definiendo nuevas medidas de copa cada vez más grotescas. ¿Recuerdas a Sabrina Lotus? Su marido la obligaba a someterse a cirugía cada seis meses. El error de un anestesista la mató. Por lo que sé, sólo yo la recuerdo.

He explorado los límites de mi cuerpo como un apneísta en una lucha contra la indiferencia.

Estoy en 1988 y yo también me he operado, aunque he comprendido que ese no es mi camino cuando mi cuerpo aún mantiene alguna proporción razonable. Para mantenerme a flote he hecho lo que todas: empalarme en penes agrandados con inyecciones de sebo hasta notarlos en el cuello del útero, estrujarlos después entre mis tetas artificiales para ordeñarlos sobre mi cuello. Pero ya he llegado a la mitad de la treintena, y con esta edad sólo las actrices que se mantienen estupendas muy por encima de la media pueden soñar con resistir el empuje de las recién llegadas. Y de nuevo el fantasma de la última llamada me ronda.

Estoy vestida con algo que es en parte licra, en parte tachuelas. El diseño del traje es ligeramente futurista, algo que lejanamente quiere recordar a un uniforme de Star Trek, salvo que me deja expuestos los senos, el pubis y las nalgas. Hace unos momentos he bajado de la nave que ha llegado a este planeta donde los extraterrestres nativos —tremendamente parecidos a seres humanos— nos han desarmado a mí y a mi intrépida compañera. En vista de cómo hemos vulnerado su espacio galáctico debemos recibir un serio correctivo.

Su líder mundial, una especie de Gran Hermano, mira desde una pantalla rodeada de neón púrpura cómo los dos carceleros nos sujetan a un mullido banco de tortura de cuero con unas cadenas que apenas nos impiden movimiento alguno. Me han orientado con las piernas al norte; a mi compañera con las piernas al sur, y oigo sus jadeos fingidos pegados a mi oído cuando la penetran, poco antes de que yo empiece a fingir los míos. Los cámaras se centran en las entrepiernas y en cómo ella y yo nos miramos a los ojos diciéndonos la una a la otra cuánto estamos sufriendo; si enfocaran la cara del actor que me está follando —Peter Hard, no sé el nombre del otro— verían que parece aburrido, que tiene la mirada perdida como si estuviese enumerando mentalmente los recados que debe realizar una vez que salga del estudio. El actor sin nombre deja de embestir maquinalmente a la otra actriz, se desacopla de su vagina y se acuclilla un poco más adelante, casi sentado sobre su vientre, colocando el pene entre las tetas de ella. Hard parece como recuperar la atención cuando el director le hace un gesto. Va a repetir los movimientos de su compañero, va a masturbarse con mis senos en una composición simétrica para poder cerrar ya la escena sin más y que ambos puedan ir a tomarse unas cervezas.

No puedo permitirlo. En cuanto Hard sale de mí me incorporo, me pongo en pie, le doy la espalda y me arrodillo. Veo la cara invertida de mi compañera, beso suavemente su barbilla a la vez que tiro del pene de Hard para atraerlo a mí. Lo imagino encogiéndose de hombros, como condescendiente a mi improvisación, mientras me separa las nalgas para facilitar que el cámara pueda grabar cómo me lo froto entre los labios. Reparto la vaselina con la que me los he untado sobre su glande y aprieto éste contra mi ano. Hard retrocede para reorientar la acción, como si pensara que es un error de ángulo o posición, pero no lo dejo escapar: me clavo ese pedazo de carne varios centímetros en el recto. Por unos instantes Hard no se mueve, como si contemplara una figura de perspectiva errónea que no acabase de asimilar. Así que soy yo quien se mueve, atrás y adelante, atrás y adelante, notando la tensión de mi esfínter, sintiendo sobre la pared rectal cada centímetro de esa masa carnosa, imaginando la presión que ejerzo sobre sus cuerpos cavernosos irrigados de sangre. El otro actor acaba de derramar una gargantilla lechosa sobre mi compañera, pero nadie le ha prestado atención. Hard parece revivir y empieza a jadear de verdad, noto cómo hace un ejercicio de respiración para intentar retrasar su orgasmo según las indicaciones del director pero sé que la excitación de romper un tabú y de follarse algo virgen lo superan. En cuanto oigo su primer grito me precipito hacia delante: liberado de mi ano su pene recupera el ángulo natural y en ese alzamiento el chorro de semen se convierte en un látigo líquido que cae a lo largo de mi espalda y sigue luego como una pequeña fuente que me bautizara, bendiciendo mi renovación.

De nuevo es hoy. Aquella humedad caliente que recuerdo, aquel olor acre y grasiento, ahora me empapa la cabeza y los hombros. No noto apenas las rodillas, y no quiero ni pensar qué estará haciendo esa posición prolongada en mis varices. Entre la bruma pegajosa que se escurre sobre mis párpados miro el contador de papel. Quinientos ochenta y dos.

Los noventa son un destello maniacodepresivo que se precipita hacia el fin de milenio. Me llamo Alexandra Hole, y las penetraciones anales son ahora tan comunes que nadie parece recordar que en la década anterior no se estilaban. Ahora son un requisito para todas, facilitadas por las cremas anestésicas o por el consumo de nitrito de amilo. En esta década es cuando los últimos restos de mi generación van desapareciendo. ¿Recuerdas a Lea More? Hace años que no la veo; en la última gala en la que coincidí con ella nadie la reconocía. En la última imagen suya que conservo la veo ya borracha, medio enajenada: recitaba los títulos en los que había participado y el resto de invitados la evitaban. Por lo que sé, sólo yo la recuerdo.

He explorado los límites de mi cuerpo como un contorsionista en una lucha contra la relegación.

Estamos a finales de 1999, cuando Internet ha modificado el horizonte de las comunicaciones y el efecto dos mil es una broma que repetimos aunque ninguno estamos seguros de si despreciar la amenaza o retirarnos del mundanal ruido como Paco Rabanne tras predecir la destrucción de París por la caída de la MIR. La producción de pornografía ha alcanzado cotas inauditas, y si hay algo que agradezco es que por fin parece que hemos prescindido de los guiones. Nunca olvidaré cómo, a pesar de estar exponiendo cada centímetro de mi cuerpo, era pronunciar algunas frases lo que me hacía enrojecer.

Tengo cuarenta y seis años y en mi cuerpo, salvo en mis pechos siliconados y tersos, ya son evidentes los signos de que el retiro me espera en el umbral del cambio de siglo. ¿Pero qué puedo hacer tras más de dos décadas y media? ¿Cameos en películas normales para algún directorucho que quiera parecer transgresor? ¿Escribir un libro de memorias que no le interese a nadie, o uno de confesiones de mierda, o uno de consejos para parejas que nada tengan que ver con el sexo real? ¿Gastar mis ahorros en lanzar una línea de ropa erótica? ¿Vender reproducciones en látex de mi vulva? A estas alturas he aparecido en más de trescientas películas pero aún no me he consagrado. Intento consolarme pensando que he aguantado mucho más de lo que se esperaba de mí, pero no puedo imaginarme alejada de todo esto, aceptando el envejecimiento, aceptando la muerte. Así que clavo los ojos en Alan Rod, el actor que me está penetrando vaginalmente, a la vez que noto en el cuello el aliento de Clark Steel, el actor que me está penetrando analmente, que me sujeta por las articulaciones de las rodillas como si sus manos fuesen los arneses de una mesa ginecológica. Es decir, reproducimos una escena que este año se habrá grabado, literalmente, miles de veces. Por eso echo el cuerpo hacia atrás para recostarme más, me extraigo el pene de Rod y lo presiono más abajo, aplastando su glande entre el balano de Steel y mi músculo anal. Pasan unos segundos en los que lentamente voy alojando ambas vergas en mi interior hasta que la repentina estrechez hace que Rod baje la vista. Arquea las cejas y sé que lo he logrado: creo que hace años que nada sorprendía a este actor. Al principio parece algo reticente a frotar su polla contra la de otro hombre, pero inmediatamente después debe de resultarle excitante frotar su polla contra la de otro hombre en el interior del culo de una mujer y vuelve a embestirme. Por mi parte, noto la tirantez de mi esfínter como si fuera a desgarrárseme. Una década en la que he recibido centenares de falos por el culo no me ha preparado para esto, pero tras tantas películas en las que apenas he reparado en lo que me metían, volver a sentir algo me excita. A medida que subo y bajo cada vez más profundamente, me siento como cuando sacrifiqué mi virginidad anal hace once años: viva de nuevo, renacida. Y cuando me clavo esos dos penes hasta el fondo, hasta que sólo son visibles los cuatro testículos amalgamados más allá de mi orificio, tengo un orgasmo que me sacude la espina dorsal. Mi esfínter es una banda de hierro que estruja ambos penes al unísono, y desencadena dos eyaculaciones síncronas: y por sus gemidos sé que no lo esperaban, que al menos hoy no han fingido.

Cuando salen de mi cuerpo el cámara enfoca mi ano: mantiene una dilatación de varios centímetros, una cavidad oscura de un rojo arterial, de la que poco después se escurre un hilo lechoso que comienza a gotear. Y la cadencia de ese goteo es un compás que hipnotiza a todo el equipo de rodaje que nos contempla.

Regreso a mi yo de ahora. Noto dos chorros sobre las mejillas que inmediatamente se deslizan hacia mi garganta y siguen descendiendo entre mis senos. El productor hace más de una hora que ha hecho pasar a los hombres por parejas para reducir el metraje. Lo agradezco, soy de repente consciente de los pinchazos lumbares que no mitigan ya ninguna de las posturas que adopto. El último ha dejado el pósit con el número setecientos diecinueve. Hace un momento un señor de casi mi misma edad me ha susurrado unas palabras que parecían una declaración de admiración; no las he podido oír bien, las pronunciaba mientras se corría en mi oído.

El nuevo milenio progresa dejando atrás la amenaza de un apocalipsis para avanzar decididamente hacia la siguiente catástrofe profetizada. Me llamo Alexandra Trench. Parecía que los primeros años de este siglo iban a recompensar por fin mi tenacidad: como si el inconsciente colectivo hubiese decidido ser indulgente con el complejo de Edipo en su plasmación más cruda, de repente la demanda de actrices de cincuenta años se dispara. Y cuando creo que voy a vivir una época dorada, de repente aparecen docenas de actrices, una plétora de amas de casa aburridas y bailarinas de barra americana en decadencia reconvertidas en felatrices y analtrices de la noche a la mañana, tantas que apenas se puede recopilar sus nombres. ¿Recuerdas a Patrizia Cummins? Murió de sobredosis en el hotel en el que vivía. Por lo que sé, sólo yo la recuerdo.

He explorado los límites de mi cuerpo como un faquir en una lucha contra el vacío.

Estoy en 2010. He llegado al estudio después de visitar a mi ginecólogo. Me ha indicado que un especialista debería revisarme el principio de prolapso; ha sudado intentando buscar una forma educada de preguntar si soy asidua a meterme cuerpos extraños por el ano. ¿Cómo explicarle que mi supervivencia depende de ello? Aún intento apartar ese pensamiento de mi cabeza mientras me acomodo en el sofá y una mujer a la que doblo la edad se unta las manos con lubricante. No dejo de sonreír cuando aloja su mano izquierda en el interior de mi vagina, su mano derecha en el interior de mi recto y cada terminación nerviosa en la carne que separa ambas cavidades se activa enviándome señales equívocas de las que hace mucho tiempo que no distingo las placenteras de las dolorosas. Y retuerce sus puños en mis entrañas durante el tiempo que el director considera oportuno, puesto que puedo fingir el orgasmo en cuanto me lo pida. Gimo, murmuro que he reventado de gusto, y la otra actriz me saca las manos y pasa la lengua suavemente sobre ambos orificios inflamados. La escena ha durado exactamente un cuarto de hora, las de las otras cinco actrices durarán lo mismo para que al final el resultado sea una película de hora y media de cavidades brutalizadas de manera similar, en la que el cuerpo que las alberga y las manos que las atraviesan no son más que elementos anecdóticos. Y pienso en el comentario de mi médico, y se me pasa una idea desesperada por la cabeza. Me introduzco varios dedos en el ano y me lo abro, ofreciéndolo a la boca de la actriz. Ella sonríe y extiende la lengua, me la introduce en el orificio. Lo que no espera es que yo siga tirando lateralmente y apretando todos mis músculos abdominales. Y entonces mi recto florece, se proyecta a través de mi ano como una rosa carmesí húmeda y venosa, se posa como una lombriz monstruosa buscando el beso de los labios de mi compañera. Ésta se aparta y vomita fuera de cuadro. El operador mira por el lado de la cámara, como si quisiera cerciorarse de que lo que ve no es un efecto de una tecnología enferma. El director no es capaz de cerrar la boca. Pero percibo claramente bajo la ropa que él, el cámara, los iluminadores y el chico del micrófono sufren una erección. Y dejo escapar una carcajada.

Vuelvo al presente, y mi nombre ya no tiene importancia.

Por supuesto, ya hay docenas de actrices que se sacan porciones de tripas. Pero hoy eso ya no me importa.

He explorado los límites de mi cuerpo como un penitente en una lucha contra el abandono.

Y así he terminado como estoy ahora, casi completamente cubierta de fluidos humanos: soy una figura escarchada de mármol licuado. El semen caliente me gotea desde el perineo, se escurre hasta ahí pasando por entre mis nalgas, sobre los labios de mi vulva, forma un charco en el que estoy arrodillada. El montón de papeles arrugados por la bruma del sudor condensado en el plató indica un total final de mil hombres. Tengo más de cuatro litros de semen encima, tengo casi más semen sobre el cuerpo que sangre dentro.

Y por fin, hoy, día de mi cumpleaños, en este preciso instante, me he consagrado. Y no porque se hayan corrido sobre mí tres generaciones de hombres, ni porque sea la mujer más vieja hasta este momento en recibir un bukkake, ni porque hayamos pulverizado el record de participación masculina. No, no es eso por lo que me he consagrado, no es eso por lo que lloro de felicidad aunque mis lágrimas pasan inadvertidas entre la capa de secreciones que ha arrastrado mi maquillaje hace horas. No, lloro de felicidad, porque todos estos hombres respondieron a la llamada publicada en la cuenta de Twitter de Alexxxa, y en la de Alexis, y en la de Alexandra Hole, y en la de Alexandra Trench. Y lloro de felicidad porque todos estos hombres, aunque no sepan mi verdadero nombre, no me han olvidado.

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Arturo, hermoso mío, si vuelves a sacarme del pueblo con la promesa de un viaje emocionante, te arreo un sopapo que te pongo a bailar

por Relato ganadorRelato Bluetal

—Con una rodilla en el suelo proclamo que por la Gloria de Dios y el rey Jorge III yo, James Cook, enviado especial de la Royal Society y capitán de la HMB Endeavour, declaro esta zona como suelo británico bajo la protección de la Armada británica y sujeto a las leyes inglesas. Y así lo reclamo por el principio de Terra nullius. Así, mando y ordeno, que todo hombre que habite estas tierras sea honrado a servir a Inglaterra y aquel que levante un arma contra esta incuestionable voluntad sea considerado enemigo del pueblo inglés y castigado por consiguiente por traición a la Corona y al Parlamento. Reclamo para Inglaterra lo que ningún otro hombre ha podido reclamar. Es un hecho probado que somos los primeros seres humanos que ponen pie en esta hermosa tierra y por lo tanto es nuestro derecho indudable el considerarla de nuestra propiedad. Largo es el viaje que nos ha traído aquí y largo es el trayecto que nos queda. Han merecido la pena las calamidades sufridas por estos hombres que hoy me acompañan. Nuestra misión es dura pero será de gran valor para las generaciones venideras y así nos será reconocido. Gracias a todos por vuestro esfuerzo y dedicación. El Rey Jorge y la Royal Society estarán orgullosos cuando sepan lo que han hecho estos hombres ingleses que hoy pisan esta tierra virgen. No nos detendremos hasta completar lo que hemos venido a hacer. Me llamo James Cook y juro ante mis hombres que volveremos victoriosos al hogar o no volveremos. Que la Naturaleza sea sometida por nuestra grandeza. Que el resto de los hombres nos envidien. Somos Inglaterra y nada puede detenernos. Ninguna empresa es imposible si hay un inglés al frente. Hoy, 29 de abril de 1770, el mar es un poco más inglés que ayer pero menos que mañana. Declaro que esta tierra se llamará Stingaree Bay. Y que este pequeño paso signifique…

—Vamos, chicos. No os detengáis. Vamos, rapaces.

—¿Qué es eso, capitán?

—Creo que es un inglés, Paco. Pero no te detengas hombre, sigue andando hacia el agua, carallo.

—Sí, capitán.

—Buenas tardes, tengan los señores —dice el capitán de navío Juan Adolfo Villamagna Lobos mientras realiza un saludo militar; su interlocutor imita el gesto con desdén.

—¿Qué diablos significa esto? —pregunta en perfecto inglés un sorprendido James Cook.

No te entiendo ni lo más mínimo, carapalo. Madre mía. Mira que tenéis todos los ingleses cara de estreñidos. No me extraña, comiendo lo que coméis. Una moumenta, porrrfavor. Licenciado, licenciado, deja caer tu espíritu por aquí, salao. Los demás, os he dicho que no os detengáis.

—Capitán, esta gente es muy finolis.

—Clemen, tira para el agua y déjales en paz. Tú eres de Málaga y sabes idiomas. Diles algo amable y desfila.

—Sí, capitán. Sé un poco de inglés para hacer negocio. Sangría y pescaíto, dos chelines.

—¡Qué ropas! ¡Qué porte! ¡Qué flema!

—Celerio, cojones, compostura y saber estar, que somos de la Armada española.

—Sí, capitán. Es que no puedo por más dejar pasar por alto las diferencias entre su cultura y la nuestra.

—¿Qué diferencias son esas de las que falas?

—Pues me ha llamado la atención el discurso del elemento en cuestión. No he entendido nada pero parecía cargado de emoción y elocuencia, propio de los grandes hombres. Usted al llegar escupió al suelo y nos ordenó que montáramos un chamizo en la playa para que nos diera la sombra mientras comíamos.

—Celerio, tengamos la fiesta en paz, que se me inflan las…

—¿Llamaba, capitán?

—Ya era hora, hombre. Licenciado Pérez traduce al inglés, tú que sabes. Primero: dile quién soy y cómo de grande tengo los …

Mi capitán es Juan Adolfo Villamagna, se deshace en halagos hacia su persona y quiere expresar lo honrado que está por tener a tan distinguido capitán ante él.

—Ah. Estupendo. Yo soy el capitán James Cook.

—Capitán, el honorable James Cook al servicio de su Majestad pregunta por nuestra misión y no puede evitar plantearse si somos un peligro para ellos dado que nuestra presencia aquí no era esperada.

—¿Ha falado todo eso? Si apenas ha movido los labios.

—Son ingleses, mi capitán, dicen más por lo que callan que por lo que hablan.

—Dile a carapalo que es un impresentable petimetre y que tengo unas ganas irresistibles de abofetearlo, pero que no lo voy a hacer porque nos marchamos con viento fresco.

Mi capitán expresa su inquietud ante el temor de que nuestra presencia aquí haya enturbiado las relaciones entre nuestras culturas. Pero insiste en que no hay que temer porque nosotros ya partimos lejos de aquí, y que espera que este pequeño encuentro no quede más que en pura anécdota dentro de los libros futuros de historia. Nosotros nos marchamos y vos podéis continuar con vuestros asuntos sin ser molestados.

—Esto es una misión científica de exploración —replica el capitán James Cook.

—Dice que están enfrascados en una misión de reconocimiento y exploración de la Natura. Pero vamos, que es una forma elegante de disfrazar sus ocultas y subyacentes intenciones.

—Más claro, hostias.

—Que dicen hacer mapas y catalogar bichos y pájaros para quedarse con todo lo que pisan.

—Que Dios les bendiga el morro que le echan a la vida. Dile que si quiere ver bichos raros me mire los… Y dile que hoy es domingo y que si en su casa no tiene Dios o qué. Porque venir a conquistar una tierra en el día del Señor es casi de infieles. Pero que me importa un cagao. Que nos vamos y que se metan este sitio por lo más oscuro de su flemático…

Mi capitán quiere desearle unas muy buenas tardes y que sus futuros negocios lleguen a buen puerto. Adiós, caballero.

Au revoir —pronuncia con satisfacción el gran capitán Villamagna.

—Eso es francés, mi capitán.

—Ya sé. Es que quiero ver si es un francés haciéndose pasar por un inglés. A ver si pica el mequetrefe.

Mi capitán se despide en la lengua internacional y pide que se nos garantice salvoconducto hasta nuestra nave que se haya en una localización secreta para partir a España. Aquí ya ha finalizado nuestra presencia.

—Me extraña mucho este comportamiento. Exijo una explicación inmediata. Están ante un oficial de la gloriosa armada británica y esta situación es insostenible —gruñe el capitán inglés mientras levanta el brazo derecho haciendo una señal y acto seguido todos sus hombres desenvainan sus sables.

—Capitán, digo, capitán. Parece que se está poniendo un poco nervioso y pide que le expliquemos todo.

—¡Manda carallo! Esto va a retrasarnos.

—Debemos hacerle caso, señor. Con esta gente no se juega. De hecho no me apetece jugar con gente que está mejor armada que nosotros.

—Échale un poco de bilis a la cosa. Se un hombre por una vez, Pérez.

—No se me da muy bien cuando hay tanta gente con ganas de cortarme la garganta como en este momento.

—¿Es que esta gente no sabe cuándo hay que dejar las cosas correr? Está bien. Desatad al perturbado y que él les cuente todo.

—¿Desatar a fray Bartolo? ¿Estáis seguro, mi capitán?

—No queda otra. ¿Quieres una explicación, inglés? No te preocupes, te vamos a dar una que no vas a olvidar y lo mejor es que lo va a hacer en tu idioma. El perturbado habla cualquier cosa.

Villamagna y Pérez consiguen que el capitán Cook baje la guardia y los acompañe hasta un carromato destartalado empujado por un par de hombres. Tiran de una manta que cubre el suelo del carromato y aparece el cuerpo de un hombre amordazado y con una venda tapando su boca. La mirada del hombre parece perdida. Tiene una larga barba y la carne pegada al hueso. Sus ropas son harapos pero aún se distingue la forma del hábito correspondiente a un monje franciscano. Su olor corporal echa hacia atrás la valentía del inglés que se ha intentado acercar a él para observar más de cerca. Villamagna da instrucciones a uno de los hombres que tira del carro. Desata al pobre diablo y se descubren las heridas que las cuerdas le están causando. Pérez explica al capitán Cook que en realidad la mordaza es por su propio bien. Ha cogido una fiebres extrañas y no hace más que hablar y autolesionarse. Todos tienen una cierta cara de preocupación ante la debilidad que presenta fray Bartolo. El capitán español susurra algo al oído del monje y este abre los ojos como si reviviera. Alguien acerca un odre de vino al franciscano que bebe y deja caer parte del contenido entre la comisura de sus labios insaciables. Se aclara la voz y comienza a hablar.

—Éste es el relato novelado de los acontecimientos que nos han hecho llegar hasta aquí. Es la titulada Crónica de las putas calamidades pasadas en Tierras Australes del monje franciscano Fray Bartolo Miguel Huestes, que siguió a su primo Arturo Rojas Huestes en una increíble aventura, que por supuesto tuvo su origen en alguna perturbada mente política pensante en el jodido Madrid. Letras en gótica libraria y oro. Encuadernación en cuero y tapa dura, hojas cosidas a mano al lomo.

***

Introducción

El lector tiene que ser advertido que esta crónica resume lo vivido por el autor y recoge, así mismo, testimonios de los acompañantes de la expedición real secreta capitaneada por Juan Villamagna Lobos. Se juntan partes en prosa con diálogos de los protagonistas aunque estos episodios no hayan sido vividos directamente por el autor.

Capítulo I: El comienzo

Lo que empezó como un apunte en un margen de un antiguo libro, una fría mañana del 29 de enero de 1767, se ha convertido en una aventura digna de mención. Todo empezó cuando el licenciado Pérez seguía los pasos de un familiar viajero entre los libros de la biblioteca mejor surtida de Madrid. Esta biblioteca era la posesión más preciada de la familiar Soto Pérez Grande. Orgullosos de recopilar libros y de escribirlos, eran una clase poco frecuente de familia en el Madrid de la época. El licenciado Óscar Pérez Grande era el primo del sucesor del gran duque de Soto Pérez, Alejandro, y su estrecha relación le permitía deambular por la casa libremente. El caso es que el licenciado tenía ganas de saber qué había ocurrido con su tío abuelo el doctor Ignacio Soto Pérez Ruibarbo Calpe. Hacía mucho que no se sabía de él. Lo último que dijo en la casa que ahora pisa Óscar fue:

—Me marcho. No sé cuándo volveré.

Palabras que quedaron grabadas en la mente de la matriarca de la familia y que Óscar había escuchado muchas veces.

La empresa no fue fácil y el licenciado se pasó muchas horas consultando libros. De repente, allí lo encontró. El tío abuelo había escrito de su puño y letra unas pequeñas anotaciones en el margen izquierdo de un libro que narraba la vida del expedicionario Gustavo Mendoza y Mendoza, ayudante de Luis Váez de Torres, el portugués al servicio de la corona española. Las anotaciones eran unos números junto con la frase «allí iré». La matriarca confirmó que esa era la letra de su hijo Ignacio y la mente de Óscar se puso a trabajar. Leyó y releyó el libro sobre Gustavo Mendoza y consultó las referencias a Luis Váez y sus viajes. Cayó en la cuenta de que esos número eran coordenadas de posiciones estelares y calculadas a ojo de lector. Echó mano de cartas marinas recopiladas por su familia para hacerse una idea, pero no eran muy detalladas y sólo mostraban las rutas hacia las Filipinas por el Pacífico o hacia Molucas. El licenciado intuía que, según le sugerían las coordenadas, había que ir más al sur, mucho más.

Preguntó, leyó, analizó y estudió y por fin encontró el rastro de su tío abuelo. Le llevó hasta La Coruña de dónde partió hasta Inglaterra.

Allí, con el carácter que define a los españoles, movió cielo y tierra buscando los rastros de de su tío abuelo, centrándose sobre todo en tabernas y lugares sórdidos con bebidas espirituosas que se insuflaban de falso valor. Muchos hombre le intentaron llegar pero, gracias a que los ingleses no hacen nada si no lo tienen por escrito, cada falso rumor era rápidamente desenmascarado gracias a la ayuda de los escritos. Un día, por fin, logró saber que su tío abuelo Ignacio había embarcado rumbo hacia aguas de las Molucas en un barco militar inglés como contramaestre. Y mira que su tío era listo y por eso dejó escrito en un notario sus últimas palabras a sabiendas de que alguien iría tras sus pasos. Y en Stands&Mortimer&Witfield abogados le entregaron los diarios que había dejado expresamente para ser enviados a España tras cumplirse dos años de su entrega. Pero al justificar su parentesco Óscar pudo disfrutar de las palabras de su tío. Lo tenía todo detallado. Iba a dirigirse hacia una tierra que prometía. Y hasta señalaba el camino.

Capítulo II: La negociación

[…] Y por fin convenció al alto mando español para organizar una expedición hacia esas tierras prometedoras. Leyó una y otra vez en alto las palabras de su tío abuelo. Parecía que era una tierra muy, muy, muy rica, y eso era justo lo que se necesitaba en el reino. Si es oro y no lo tienen ingleses, franceses u holandeses, es bueno para España. Y lo mandaron a que fuera a buscar al más osado de los capitanes por no decir el más loco —opinión personal del autor—. Tras unos meses de preparativos fue cuando recibí la visita de mi primo Arturo, embarcado en esta aventura como despensero del galeón, invitándome a ser el cronista de la expedición —en qué puta hora, opinión personal del autor y futura nota mental para abofetear a mi primo; castigo divino—. ¡Con lo a gusto que estaba yo en mi pueblo, mi brasero, mi misa de las seis de la mañana. No se podía pedir más a esta vida de penitencia y arrepentimiento.

Capítulo V: Diario de a bordo

[…] Hemos tenido que acostumbrarnos a cierto ritual del capitán Villamagna. Parece ser que sigue cierta corriente de pensamiento poco pudorosa y, bueno, resulta que ocupa de vez en cuando su puesto de mando junto al timonel tal y como vino al mundo salvo por sus botas, sombrero y sable. Lo que no puedo evitar hacer constar es el tamaño descomunal de la anatomía de este hombre. El doctor Gálvez Rioviejo achaca la baja estatura de nuestro capitán y su tendencia a la redondez corporal al peso inherente que ha de soportar su cuerpo cargando semejante instrumental reproductivo. Que Dios se lo bendiga.

El licenciado Pérez nos deleita con las maravillas que vamos a encontrar en el «continente perdido» como le ha dado por llamar a nuestro destino. A veces parece febril ante la lectura del diario de su tío abuelo. Le echaré un vistazo y vigilaré a este crío. Puede que el Mal haya hecho acto de presencia en su ser. A lo mejor mi presencia va a ser más necesaria de lo creído. Escribir una crónica y realizar un Auto de Fe o un exorcismo. Este viaje promete.

Capítulo VII: ¡Tierra!

[…] Creemos que hemos llegado. Es una tierra fértil, llena de animales y plantas. Nuestro científico de a bordo, el doctor Gálvez Rioviejo, no deja de sorprenderse con el tamaño que tienen aquí las cosas. Es increíble. Se respira pureza. Estoy maravillado ante la obra universal del Gran Dios Todopoderoso. Cuán insignificantes somos en su creación. Bosques y más bosques, junto con praderas y lluvias nos dan el nuevo escenario de lo que es ahora nuestro lugar de acogida. Estoy contento porque hemos dejado atrás el inmenso océano que no deparaba más visión que la del agua azul.

Capítulo IX: Miedo y asco en el campamento.

[…] Llevamos un mes y estoy de lluvias y bosques hasta las narices. A Dios se le ha olvidado mover los nubarrones de este sitio. No paso ni dos horas seco. Alguno de estos hombres ha sentido más agua en un día aquí que en toda su vida. Algunos incluso hasta han cambiado de aspecto. Nada ha olido mejor que nosotros. Es imposible estar más limpio. Y eso que no hacemos más que trabajar para terminar el campamento base. El capitán dice esperar compañía y que no quiere que nos pillen por sorpresa ni nuestros enemigos ni los habitantes del lugar. No se ha planteado ni por un momento que estemos en una zona despoblada. Es un hombre precavido, a la vieja usanza, que ha aprendido en la escuela de los más feroces conquistadores españoles. Sangre y fuego es lo que entiende este hombre. Nos llena de orgullo estar a su lado, menos cuando está desnudo. Hoy ha decidido que la tierra que pisamos se llame Bahía Navarredonda de la Rinconada porque dice que este lugar le recuerda al pueblo de su abuela en Salamanca. Como si en medio de Castilla hubiera arañas del tamaño de su cabeza, serpientes venenosas y osos comedores de eucaliptos, aparte de otros animales a los que aún no hemos puesto nombre y una hermosa playa bañada por un océano azul. Claramente Salamanca. Pero es mejor no hacer mención a estos detalles.

Desesperado intento meterme en una de las bolsas donde esas ratas gigantes llevan a sus crías para ver si ahí dentro no llueve. No tengo suerte y la rata saltadora me arrea una patada que me deja roto durante un buen rato.

Capítulo XI: Menú del día

—¿Seguro que eso se come, Clemente? —pregunto inquieto.

—No lo sé, pero yo voy a hacerlo. Empiezo a morirme de hambre —me responde mi primo Arturo.

El gusto de esta hierba es horrible pero parece que calma los rugidos de nuestra barriga. Hace tiempo que la comida se nos ha acabado, por lo menos la que nos trajimos del barco. Dos meses comiendo gachas secas tampoco es que sea un manjar. Es el momento de la «ruleta marrón» como les gusta llamarla a los hombres. Consiste en que cada día uno es el encargado de probar alguno de los distintos tipos de frutos o animales que vamos encontrando según exploramos. A veces hay suerte y otras pues no, y no volvemos a ver al pobre desdichado hasta un par de días después de estricta dieta y cuidados médicos. El doctor Gálvez no da abasto.

—Primo Bartolo, no está mal esta hierba. ¿Y sabes qué? Estoy preocupado por el tamaño taaaan grande de mis manos. Es maravilloso.

—Ahora que lo dices, las mías también me parecen grandes y estoy perdiendo mi estupendo bronceado azul, ¡con lo que me lo he trabajado!

Anejo al capítulo IX

[…] Jajajajajajajajajajajajaj, laelrjañei ñlfnaslnaseiasleif wo R’lyeh, R’lyeh, rRlyeh, Cthulhu ftang, qué bonito es el arco iris que me sale del… añieñasofaeiaoijign.

Anejo II al capítulo IX

[…] Como castigo por algo que no recuerdo haber hecho, me han obligado a ser voluntario para probar comida durante tres días seguidos. Como consecuencia llevo dos días sin moverme del suelo vomitando y cagándome encima. Doy tanto asco que a mi primo cada vez que viene a verme le llegan las arcadas y no puede evitar vomitarme encima. Que digo yo que si ante iguales actos habrá iguales consecuencias ya podría olvidarse un rato de mí o voltear la cabeza cuando me ve. La escena es tan asquerosa que el doctor Gálvez también vomita, cosa que hace vomitar al resto de sus pacientes y al resto de los que nos visitan. La cosa es que al final llevamos dos días que aquí nadie retiene nada sólido en el estómago. Es asqueroso y lo peor es que hace un mes que no llueve y esto se acumula. No hay tanta arena en la playa para tapar lo peor de nosotros mismos. Y millones de moscas y mosquitos nos hacen compañía. ¡Señor, llévame pronto contigo!

Capítulo XX: Contacto

—A ver, disciplina y saber estar, carallo. Quiero un ataque en formación y un movimiento envolvente que acabe en una pinza para rodear el poblado y que toda posibilidad de defensa quede rota. Al enemigo ni agua y no quiero prisioneros. Quiero sangre y fuego. Quiero que los chillidos de sufrimiento de nuestros contrincantes sean lo único que suene en cientos de kilómetros a la redonda. Quiero que esto se convierta en Lepanto, Breda y en la madre de todas las batallas. De lo que pase aquí hoy se va a hablar largo y tendido por los siglos de los siglos. El mismísimo rey nos va a condecorar por esta hazaña épica. ¿Ruegos y preguntas?

—Creo, mi capitán que esto hay que someterlo a votación democrática, previa junta de consultas.

—¿Cómo dices, Celerio?

—Hay que establecer cuáles son las razones para atacar a estas gentes en su hogar y cuáles son los verdaderos motivos que mueven nuestros actos belicosos. No vaya a ser que sea la avaricia y la conquista lo que nos guíe. Primero se establecen unas bases para el diálogo entre las partes implicadas. Una vez fracasadas esos intentos de diálogo tenemos que buscar una legitimación internacional consensuada para que nuestra causa sea reconocida como justa, y así encontrar también una forma de actuación en conjunto con el resto de la escena internacional a través de aliados que coincidan en, o reconozcan con nosotros, los agravios causados. Y después de eso se vota, y si la mayoría simple de los consultados así lo quiere, se procede al ataque hacia objetivos estratégicos meditados y analizados evitando, en todo lo posible, daños colaterales perjudiciales a la población civil.

—Celerio, ¡pues claro que nos mueve la conquista y la avaricia! Esto es la nueva América, mequetrefe. Aquí podemos hacer lo que queramos.

—Aprender de los errores pasados nos hará más fuertes en el futuro. No dejemos que las injustamente enaltecidas hazañas de antepasados guíen nuestro camino en esta nueva tierra. ¿A quién queréis hacer caso? —grita Celerio dirigiéndose a sus compañeros—. ¿A éste representante del estamento nobiliario, títere del poder corrupto e insaciable de riquezas ajenas, o a mí, vuestro compañero de faena cuyas manos doloridas sangran trabajando codo con codo con vosotros? La voluntad del pueblo debe oírse ahora.

—La última vez que tus manos estuvieron doloridas fue cuando te estabas hurgando el…

—¡¡¡La voluntad del pueblo!!! —chillan al unísono todos los marineros.

Los oficialesmiran a Villamagna un tanto desconcertados.

—¡A tomar por culo! Haced lo que os dé la gana.

Villamagna tira el sable al suelo y se sienta enfadado en una gran piedra. Cruza los brazos y murmura juramentos en voz muy baja. Algunas palabras como «cabrones», «desagradecidos» o «traidores» se descifran entre los ruidos que salen de su boca.

—Compañeros, hemos derrotado por una vez a nuestros gobernantes. Vayamos a encontrarnos con nuestros hermanos de estas latitudes para llevarles la buena nueva de la paz y la armonía. Que los oficiales vean que el camino de la guerra no es el indicado. Dejad aquí las armas. Capitán, acompáñenos.

—¡Mis huevos! —permanece sentado Villamagna, mientras intento sosegarlo con mis consejos espirtituales.

Celerio y los demás bajan la colina frondosa hacia el poblado de pequeñas tiendas. Cuando están próximos a las tiendas levantan sus brazos en alto intentando mostrar una actitud no beligerante. Quieren que los aborígenes se cercioren de que no portan armas en sus manos. Cantan una alegre canción sobre un pastorcillo y su mejor amiga, la oveja merina, que recorren Castilla buscando verdes prados donde quedarse. Una vez que llegan hasta las tiendas dejan de cantar y algo les llama la atención. No hay nadie. Hay un gran fuego encendido pero no hay nadie alrededor. Parece como si fuera un poblado fantasma. Clemen es el primero en romper el silencio.

—¿Se han largado? ¿Los hemos asustado?

—No parece que nadie haya salido corriendo. Está todo muy bien puesto y en su sitio —comprueba Juanjo «Dolores».

De repente a todos se les viene la misma idea. Una trampa en ciernes.

—¡Corred! —grita Clemen.

De la nada aparecen los aborígenes lanzando flechas y piedras junto con unos palos de madera que volvían a la mano de su dueño. Golpeaban con fuerza a los invasores. Dos españoles cayeron al suelo abatidos por las piedras, otros fueron acertados por las flechas y los palos de madera. Corren desesperados colina arriba intentando huir de sus atacantes. El cansancio empieza a hacer mella en ellos, pero la adrenalina los impulsa a no parar. Al cabo de un rato pasan junto al capitán y los oficiales Artujo y Clarete.

—¡Que vienen, capitán! —chilla Leandro el tuerto cuando pasa a su lado.

Villamagna se gira para ver la escena. Treinta hombres entrenados por la Armada española se baten en retirada ante un enemigo que los iguala en número pero, en principio, peor armado. Lo que indigna al capitán es la falta de resistencia ofrecida por sus hombres. No hace ni diez minutos que han ido hacia el campamento y ya está armado el Belén. Sin dejar de mirar al enemigo, mientras sus hombres corren en sentido contrario, el capitán Juan Villamagna inesperadamente se despoja de su uniforme, se queda desnudo salvo por las botas que se ha vuelto a calzar y se coloca un sable en cada mano. Mira a Artujo y a Clarete.

—Coged dos mosquetones y disparad por encima de las cabezas de esos salvajes, carallo, que yo no puedo hacerlo todo.

Artujo y Clarete, dos hombres de mundo, se quedan estupefactos ante la visión y muy sorprendidos ante la actitud de su capitán. Éste coge aire y suelta a los cuatro vientos el grito de guerra más usado por todo español en una batalla:

—¡Me cago en vuestra puta madre!

Acto seguido se lanza con los dos sables en alto y gritando contra el enemigo.

Artujo y Clarete disparan tal y como ha indicado el capitán. Los postines impactan contra los árboles y la corteza se parte en mil pedazos. Los aborígenes, al escuchar el estruendo de los mosquetones, detienen su ataque un tanto sorprendidos por el humo, el fuego y los árboles destrozados. Pero lo que de verdad los hace retroceder es la visión de un hombre con la piel más pálida que hayan visto sus ojos, acercándose corriendo con dos extraños objetos que parecen afilados, chillando y desbocado con cara de loco y babeando. Porque para sus mentes cualquier cosa más blanca que ellos y con semejantes armas en la mano y en la entrepierna no puede ser nada bueno. Para ellos o es un demonio o está como una chota. En ambos casos lo mejor es estar lejos. Los aborígenes se dan la vuelta y salen corriendo por el lado contrario por el que han venido. Villamagna los persigue hasta que se meten en sus tiendas en busca de refugio. El capitán se escurre con las vísceras y la piel de un animal que habían cazado los aborígenes y se pringa de sangre y tripas hasta las cejas. Le importa un bledo y se levanta cubierto por la piel ensangrentada del animal. Llega al centro del poblado de tiendas y le da una patada a las brasas de la fogata que había. El fuego se aviva y prende algunas hierbas cercanas junto con la piel de una tienda. Lanza mandobles y agita los sables de un lado a otros mientras grita. Los aborígenes salen de sus tiendas y tiran sus armas al suelo. Piensan que Villamagna ha sacado las tripas del animal y que va a hacer lo mismo con ellos. Se agarran el estómago mientras se arrodillan en el suelo.

El resto de la tripulación llega corriendo a la altura del capitán.

—¡Victoria! —gritan todos.

Acto seguido comienza el pillaje en el poblado. Los aborígenes miran aterrorizados a los invasores.

Che, che, che. A ver, rapaces. ¿Qué coño hacéis? —grita el capitán Villamagna.

—Pues lo que usted dijo, chillidos y lamentos, la madre de todas las batallas… —responde un sorprendido Arturo.

—A ver, soplapollas. Ésta es mí victoria. Vosotros no estáis invitados. Éste ahora es mí poblado y aquí sólo puedo estar yo, el contramaestre Artujo y el timonel Clarete.

—¡Ejem! ¡Ejem!

—Y fray Bartolo. Los demás a tomar por culo. Y el que no lo vea claro que pase a hablar con mis sables. Éste es territorio villamagno y vosotros no sois bienvenidos. Los casinegros se quedan, que ahora son vasallos: tienen alma y eso los obliga a pagar impuestos.

Capítulo XXV: La convivencia

[…] Al capitán se le ha pasado el enfado inicial y ha dejado que vuelva el resto de la tripulación al campamento. Nos estamos intentando integrar con la población. Hemos copiado sus formas de vestir, cosa que le encanta a Villamagna porque apenas llevan harapos para tapar sus partes pudendas. Por mi parte intento evangelizar a estas gentes pero no atienden a razones. El licenciado Pérez intenta aprender su idioma y me ha prometido traducir las Sagradas Escrituras a la lengua de estas buenas gentes.

Nos han enseñado a cazar y a distinguir los alimentos buenos de los malos. También nos han dado a probar una especie de licor o aguardiente que se está haciendo muy popular entre la tropa, a pesar de que hemos descubierto que lo fermentan con su propia saliva. Alguno incluso se ha animado a colaborar en la elaboración.

Según Pérez, esta gente también cuenta con un hombre religioso o chamán que hace las veces de curandero en el pueblo. La sorpresa nos la hemos llevado cuando ha vuelto al poblado. Parece que había salido hace unos meses en pos de un viaje astral o algo similar. Es un pueblo nómada, y para mí que el tipo éste no los encontraba. Pérez se ha intentado comunicar con él. La verdad es que el pobre diablo parece estar ido o borracho. Se ha echado a dormir una siesta. Nos hemos reído un buen rato de él. A los aborígenes no les ha gustado nada. Por el bien de la convivencia ha llegado el capitán y nos ha abofeteado a todos para que aprendamos a respetar a los demás. Luego ha vuelto a su tienda a planificar una red de carreteras y diversas infraestructuras más. Cree que necesitamos un palacio real para atraer el turismo a la zona.

Vuelven las lluvias. Estoy encantado.

Capítulo XXVI: La sorpresa

—¿Y esto es un chamán? —pregunta Arturo junto a Celerio.

—Lo es —dice el licenciado Pérez.

—Pues huele a caca —apunta Arturo.

—No parece muy religioso roncando como un oso.

—Este tipo es un jodido fraude. Mírale. Parece un tonto a las tres. Si es que me das asco, roñoso —se burla Celerio

—El único roñoso fue tu padre cuando pagó a tu madre por una noche de placer etílico y como resultado saliste tú, apestoso.

Aquella voz salía del chaman y los tres hombres permanecieron callados y sorprendidos.

—Me ha costado reconocerte, Óscar, pero veo los ojos de tu madre en tu cara. Eres un Soto Pérez como yo.

—¿Tío abuelo Ignacio?

—Pues claro que sí. Abrázame.

Los dos hombres se funden en un intenso abrazo. Lloran de alegría por el encuentro. ¿Qué posibilidades había de que eso ocurriera? «Imposible», diría después el capitán al enterarse tras presentarse adecuadamente.

—El doctor Ignacio Soto Pérez Ruibarbo Calpe, supongo —supuso el capitán.

—Efectivamente —confirmó el aventurero en cuestión.

[…] Luego más tarde, después de la celebración por el reencuentro, azotamos al cabrón mentiroso por sus escritos con los que nos habían achicharrado la cabeza durante todo el viaje. Aquí no hay mujeres de belleza extrema, ni riquezas a mansalva. Aquí hay bichos, mierda, arena, lluvia, sequía, más bichos, más lluvia, más sequía, licor con saliva, gentes más pobres que nosotros sin Dios ni amo, y flota en este aire una mala baba que hace imposible la vida en este lugar. El muy cabrón se lo ha tomado bien y nos dice que se lo tiene merecido. Que a él también le ha defraudado. Será mamarracho. Nos cuenta que ya de perdidos a río y que por eso se hizo chamán de una tribu nómada. Que de vez en cuando hace trucos o cura alguno de estos infelices para que lo acepten. Viaja muy seguido buscando algún lugar mejor pero que no hay nada.

Días después nos conduce hasta el borde de la vegetación conocida. Ante nosotros se extiende un desierto muerto de arena y sol que parece ser el fin del mundo habitable. Al capitán le crecen los huevos y propone voluntarios para saber si hay vida al otro lado de este mar muerto de polvo y arena. A todos se nos ha debido poner una cara de mala hostia poco frecuente porque sin decir nadie nada ha decidido desechar la idea como si tal cosa.

Capítulo XXX: ¡Hasta las narices!

[…] Estamos cansados de ser expedicionarios y decidimos que ya está bien. Echamos de menos nuestro decadente reino y sus cosas. A fe cierta que hemos comprobado que la vida civilizada es inviable en este lugar. Tanto el doctor Gálvez como el capitán están convencidos de ello. Menos mal que ahora nos reímos al pensar que tuvimos que detenerlo para que no quemara el navío en plan Pizarro para motivarnos a todos. Si lo llega a hacer lo matamos ipso facto.

Echamos la vista atrás cuando recogemos. El doctor Ignacio Soto ha decidido quedarse. Dice que en España no hay nada para él. Lo hemos abrazado todos y nos hemos despedido. Pero ha sido una despedida corta y nos arden los píes de ponerlos en polvorosa de camino a la playa cercana que nos vio llegar. Sólo hay que construir unas balsas y en pocas horas llegamos al barco. Está chupado. De aquí a España hay una tirada. Yo, para no enterarme de nada, he decidido comerme una hierba de estas que me hacen tener visiones. Con un poco de suerte cuando recupere la consciencia estaré viendo el faro de Ferrol. Cruzo los dedos.

De todas formas mis últimas palabras como cronista en esta tierra se van dirigidas a mi primo Arturo.

Arturo, hermoso mío, si vuelves a sacarme del pueblo con la promesa de un viaje emocionante, te arreo un sopapo que te pongo a bailar. He dicho.

A 29 de abril de 1770.

***

—Y ahora, Cook, nos largamos con viento fresco. Aquí te quedas —sentencia el gran capitán Juan Adolfo Villamagna Lobos echando un vistazo atrás a la tierra que deja al subirse a la balsa junto con sus compañeros.

—Capitán Cook, ¿qué ha ocurrido aquí?

—Contramaestre, no tengo ni idea. Pero sólo Dios sabe cómo ha sobrevivido España a sí misma día tras día. Anda, vamos a hacer historia por aquí y olvidemos este episodio.

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Quiero ser Ben Caplan… Todos somos perdedores, sólo que a ti se te nota menos

por Relato ganador

El dolor que sufrimos nunca fue liberado,
la tristeza que sentimos nunca fue abandonada.
El amor nos hará pedazos.

Ben Caplan (1956-1979)

Ben Caplan ocupó la página treinta de las reseñas de la That Funny Music Magazine. En 1975 subió por primera vez al escenario del Minton´s Playhause, su interpretación entusiasmó. Comenzaba su carrera. La música era su vida y el afán algo inevitable.

Atribulado, sombrío, intenso, depresivo, vocalista, compositor. Había algo en él que le diferenciaba, llamaba la atención su discreción, el alto nivel críptico que alcanzaban sus discos con portadas en blanco y negro, sin nombres ni fotografías; un anonimato que provocaba interés por descifrar esa atmósfera de gravedad y desolación.

De directos intensos, con una batería contundente y metálica, un bajo en primer término, continuo y eterno en cada canción, una eléctrica distorsionada creadora de una profundidad melancólica infinita, y finalmente la voz y la personalidad escénica de Caplan soltando frustración y patetismo en cada movimiento, elevando cada tema al éxtasis de una negritud honesta inigualable.

La personalidad delirante de Caplan atrapaba al público, o se estaba con Caplan o contra él. Sus ojos miraban siempre con el brillo del desafío. Por entonces el público estaba dividido: unos desdeñaban a Caplan por sus arrebatos de ira y airados desplantes, otros lo veían como el nuevo ídolo que profanaba bares de hotel y se meaba en los ceniceros. Sus temas terminan respirando en sus grabaciones, pulsando siempre la misma tecla de la náusea y el miedo que da vivir.

Demasiado borracho para manejar su vida, volvió a su origen de excluido, como si toda su pelea con la vida hubiera sido una explosión de luces que lo iluminaron hasta que de pronto se cortocircuitaron y lo dejaron nuevamente en la oscuridad, devolviéndolo al vacío.

Tenía treinta y ocho años y su última representación ocurrió bajo las ruedas de aquel camión de reparto. Había terminado su vida, una alegoría perfecta del ascenso a los infiernos; inexplicablemente en calzoncillos, tirado en la calle, manchado de sangre, con los ojos abiertos repitió: «El amor nos hará pedazos».

Cuando murió y la última palada de tierra cubrió el féretro, los cronistas acuñaron la expresión Trago Caplan para definir al whisky mezclado que hace que el mundo te reviente en el pecho cuando te lo tomas de un trago.

***

En la taza del váter se fraguó buena parte de su espíritu delirante. Vivía entre impulsos y arrepentimientos, deseos y terrores. Un día, sencillamente dejó de creer, todo se fue por las cañerías. En su memoria fue un día como cualquier otro, entre retortijones y náuseas sintió la quietud de lo vacío, comprendes que te va a sobrevenir un acceso de melancolía, de bilis, o quizás de locura, y sabes que no puedes hacer nada, sólo es un dejarse caer y caer.

Caer y caer, día tras día, por los siglos de los siglos. ¡Es un momento estremecedor! Al principio la cabeza estalla, viaja por los aires, se dispersa y pierde el rumbo. Más tarde con dolor comienza la calma, con paciencia el abandono. Se respira con el primer trago, se recobra el ánimo con un segundo o tercero, se siente uno vivo de nuevo con un cuarto y se desea volver a respirar siendo como se era antes, e incluso siendo mejores, con un quinto, con un quinto casi eres otra vez, te tienes ahí, al alcance de un sexto, cada vez más cerca, diez, quince… estás a punto, casi lo consigues…

Luego… la sombra de nuestro andar huye aterrorizada de nuestro lado tras unas piernas que no son las nuestras, la palabra se nos deshace en la lengua, la guturalidad acorralando la comprensión, la saliva siempre reseca en la comisura de los labios, la acidez tenaz sucumbiendo a la boca. Renuncias al carné de identidad, a la tarjeta de crédito, a la fe de vida, a la ficha dental, al pasaporte, al número clave, a la contraseña, a la credencial, a la aprobación, a la marca y al marchamo.

Ya se te ha metido dentro y sólo se es —unos ojos llorosos, un sudor frío, un pulso inútil, un instante de recelo—, y sin darte cuenta te separas de las personas, de tus amigos, de tus amantes, aceptas que entre el deseo y la satisfacción sólo transcurre un fragmento de vida sin nada, un pedazo de hambre, de sed, de angustia, de pavor, descubres que eres frágil, muy frágil…

Ya no escuchas y no sientes compasión ni placer, ni desprecio ni dolor, sólo vacío, entonces ya estás vencido, entonces ya estás derrotado… sólo es un dejarse caer y caer. Ya no perteneces, no eres juez, ni testigo de cargo. No pides a voces tu condena, ni quieres salvarte ni salvar a nadie. Y por todo lo que no haces, y por todo lo que te hacen, ni pides perdón ni perdonas, la verdad es que desertas de tu puesto, simplemente te exilias. Abandonas el «no obstante», el «aun», el «a pesar de», las moratorias, las disculpas y los exculpantes. Has fallado, eres incapaz de resolver un problema, no sólo no hallas argumentos para rebatir, sino que ni siquiera lo deseas. Acabas perdiendo la ilusión de la solución. Nada depende de nosotros, salvo la costumbre de vivir de errores.

Cedes tu puesto. No eres ya lo que produces o facturas, no eres una carrera de ingeniería ni medicina, no eres un albañil ni un fontanero, no eres un genio incomprendido, no eres tu perfil ni tu puto móvil, no eres lo que te follas, no eres el puto amo, no eres el jefe, no eres tu dominación. Eres un grano en el culo del mundo, un perdedor de tomo y lomo…

Y si alguna vez, acuciado por el frío de la desesperación, buscas un mínimo de calor, cualquiera posible, no lo hallas. Siempre está ahí el mundo, los otros, para devolverte tu imagen rota, frente a ti el vasto mundo de los grandes, pequeños y medianos, de amos y excluidos, de libertadores y libertos, de estrellas de primera, segunda, tercera y n magnitudes, de cuerpos excéntricos o rutinarios, domesticados por las leyes de la gravedad, por las sutiles leyes de la caída. Todos llevando el compás, todos girando, despacio o velozmente, alrededor de una ausencia… hip, hip, hip

No sabe cuándo empezó a beber, lo olvidó como se olvida todo lo que no merece la pena recordar. Sabe que es un borracho y no quiere cambiar, al fin y al cabo «no es adicto», tan solo idiota. Pasa las noches bebiendo y viendo películas sobre perdedores, bebiendo y hablando de otros perdedores, bebiendo y escuchando a perdedores, se emborracha y grita.

Siempre está perdido, es más, puede llegar a decir que quiere dejar de estarlo y te estará mintiendo, en el fondo le encanta estar perdido, porque cuando estás perdido no tienes que darle explicaciones a nadie, no tienes que pensar en nadie que no seas tú mismo. Borracho puede ver poesía en un vaso de whisky, y si está demasiado desesperado puede verla hasta en uno de ginebra, puede leer la etiqueta de una botella de Jack Daniel´s como el que lee una sentencia exculpatoria, puede mirarte a los ojos una noche cualquiera y decirte que eres la mujer más especial que ha visto en su vida, y puedes creer que te está diciendo la verdad, ¡joder que sí!, pero te aseguro que diez minutos después sólo estará pensando en follarte.

A decir verdad es la persona más mentirosa del mundo, no sé de dónde salió eso de que los borrachos nunca mienten, porque él es un triste borracho y no puede vivir sin mentiras, porque necesita que su vida sea otra, tiene alergia a la verdad, aunque ésta sea diminuta e intrascendente, del tipo «menos es más» o «no hay dos sin tres». Créeme, no puedes fiarte de él, todas sus promesas las hace mezcladas con hielos…

No sabe cuándo dejó de ser tierno, en el fondo cree que nunca lo fue. A él le gusta creer que es un héroe y te citará frases del tipo «la bayeta de un bar es el testigo húmedo de la miseria humana», o te lanzará a la cara que «el más alto ideal humano es la degradación», y se sentirá especial por ello. Triste borracho. Sé que crees que es la persona más interesante del mundo y posiblemente lo sea, de todas formas no podrás convencerlo de nada. Te dirá que es Ulises o cualquier otro estúpido héroe maldito y que «va de bar en bar enamorado del olor a sótano y a desdicha», tú sólo tienes que seguirle la corriente. Puedes pensar que es fuerte, que nunca llora, y es cierto, no verás una sola lágrima por mucho que mires a sus ojos, pero te aseguro que tras un par de copas empieza a llorar por dentro y… a llamar a su madre.

***

El fin del día deja sentir el efecto devastador de la abstinencia que adhiere al suelo las suelas de los zapatos, anestesia las lenguas y dilata las pupilas, por eso parece que lo mira todo, que lo busca todo… aunque no vea nada y no encuentre nada.

Fue a dar al Loser, un lugar poco recomendable. A decir verdad, es bastante malo, pero morbosamente malo, estuvo un buen rato baboseando por allí. Es un lugar lleno de desfasaos con pinta de lo mismo, de carteles con dos capas de pringue y de great lists mal enmarcadas, como esas manualidades infantiles del día del padre. Hay varias, como «Las 10 muertes literarias más absurdas», «Los 10 mejores insultos del cine», «Las 10 letras de canción más estúpidas», «Los 10 directores con más fracasos de taquilla», y muchas otras. La que más le gusta es la lista «Los 10 músicos más alcohólicos», en el puesto número cuatro está Trago Caplan.

Sabe calcular el punto exacto en el que poder sentarse procurando no rozarse con nadie. Ésa es la clave: no rozar, no ser rozado, entre el ser y el estar las medianías del parecer. Buscar el punto exacto donde la oscuridad sea más que negrura. Un sitio en donde las corrientes cálidas de aire no le lleguen; a pesar de los años y del hábito, todavía se estremece cuando nota esas ráfagas cálidas que proceden del baño o de un pasillo cercano.

Es una lista con trampa. Toda lista es injusta, pero ésta es sencillamente miserable. Me pregunto si están ordenados según su celebridad o su grado de alcoholismo. Qué fue primero, ¿el genio, el chiflado… la inspiración o las diez copas? No sé quién dijo que cada artista busca una forma de alimentar su musa, y son escasos los que han recurrido a la leche con galletas.

***

El dolor que sufrimos nunca fue liberado, la tristeza que sentimos nunca fue abandonada. El amor nos hará pedazos.

«¡Nos hará pedazos, hermano! Un trago más, hermano… No te lleves la botella…Son hermosas las botellas…Una botella es como una bailarina egipcia que no tiene ombligo… Es posible acariciar sus bordes, es tacto puro… El placer único de tocar la belleza y la eternidad en un instante… Se ve cómo fluye la vida de sus pies a la cabeza. Ella siempre está de pie y no deja de mover el vientre, pura lascivia… Su sangre marcará los minutos que uno quiera contar… Al final, se queda hueca en su pecho y nadie la ve sufrir el abandono, porque su naturaleza es la ausencia, la soledad, el olvido, la prueba de la nada que nos hace a todos iguales. La bailarina egipcia se equivocó de mundo. No sabe vivir sin cicatrices. ¡El amor nos hará pedazos, hermano!»

***

Y así seguirá divagando inútilmente, vehementemente. Consciencia soluble en alcohol. Nadie le espera, sabe que nadie le espera. Los carteles siguen acumulando grasa y polvo y no han sustituido las lámparas fundidas. Huele a goma, a comida requemada y a desodorante gastado. La noche es silenciosa y resignada, se nota la emanación acre de la lejía, que ha exterminado, borrado y ocultado ciudades enteras de cucarachas.

Contempla las caras del Loser, rostros hinchados o demacrados, atontados, idos, puestos, ávidos, vulgares, obtusos, vacíos… Los que no despiertan asco, causan miedo, los demás aburren…

***

«¡Pensar que esas jetas son mi paisaje, y mi destino!… No hay buena música ya, sólo tiempo inútil… No te preocupes, nadie se ahorca con la cuerda de una ley física… Sí, llevo sin apresurarme el mañana a expensas del hoy… El hoy nunca llega a tiempo… Siempre me pregunté por qué Caplan… se suicidó. Si es que se suicidó… o iba tan puesto que no supo… No sé por qué me lo pregunté… siempre supe la respuesta…»

«Escucha esa letra hermano. Escucha. Es la hostia: Llamamos a las puertas de las oscuras cámaras del infierno. Empujados a los límites miramos desde bastidores mientras las escenas se repiten. Nos vemos a nosotros mismos como nunca nos habíamos visto. El dolor que sufrimos nunca fue liberado, la tristeza que sentimos nunca fue abandonada. El amor nos hará pedazos. Cuando miras a la vida y descifras las cicatrices, sales fuera y ya no hay tiempo… La hostia de buena…»

«El tipo decidió no seguir, ni retórica ni música, ni la puta vida… lo disuadió… el tipo decidió… sólo eso… Otro trago, hermano.»

***

Durante aquellos momentos el corazón en sístole de Caplan continuaba hablándole al oído de letras magistrales, de lágrimas silenciosas, del éxtasis, del tormento, del sentido trágico. Y con un poco más de alcohol y un mucho de desesperación se dejó llevar hacia la tensión, el automatismo final, la belleza en blanco y negro.

***

Tengo treinta y ocho años. Mi nombre es Luis Pérez y por alguna razón estoy en calzoncillos, bebiendo, sentado en una banqueta… Acabo de darme cuenta que también tengo sueño y necesito descansar pero aborrezco el preludio del mundo que no depende de mí, acabo de entender el horror de cerrar los ojos mientras la noche respira ausencia y aún se escucha movimiento en las calles cercanas.

Hablo. Si me quedo callado dormiré sin remedio y no tengo palabras para entender el espacio vacío entre la oscuridad y esta boca caliente que ansía no ansiar. Hay dentro de la noche una hoja que cruje cada vez que mis párpados se cierran…

Nadie escapa a las horas del cansancio… se aletargan los deseos y aunque la mente sigue despierta, los movimientos se vuelven imperceptibles… el cuarto mengua y la escalinata por la que los ojos descienden abre un interrogante hasta alcanzar una última pregunta, que irremediablemente se perderá en los vapores de la modorra. ¿A cuánto equivale una miríada? o ¿por qué siempre ponen el papel para secarse las manos a una altura que lo único que provoca es que las gotas escurran hasta los codos…?

El mundo duerme; los hombres sueñan con mujeres; las mujeres sueñan con hombres. Los solitarios, los desesperados, los yonkis, los jugadores, ésos no sueñan, sólo esperan aterrados a que amanezca un nuevo día.

La eternidad no tiene ningún sentido, dios está muerto y bajo esas circunstancias dormir sigue pareciendo una opción razonable. No hay que pensar demasiado, sólo estar aquí y escuchar los sonidos del edificio, estar tranquilo y fumar. Llenar los pulmones de nicotina, la cabeza de humo, dejar a la ceniza dormir plácidamente en la camiseta, con la mente en blanco y el pasado, ese avieso lapso de tiempo, ausente de recuerdos.

***

El ruido de la sirena se va extinguiendo, el alumbrado nocturno parpadea, la débil luz amarilla que proyecta se oscurece de repente, en intervalos de cuatro minutos y doce segundos. El sonido de una motocicleta desgarra el suelo. Caplan estaría atento a los sonidos. Los gatos se han ido, la basura sigue en el mismo sitio, él sigue en el mismo sitio. Caplan también seguiría en el mismo sitio, en calzoncillos, bebiendo y con medio cigarro colgando del labio inferior.

***

La tristeza se vuelve cada vez más dura, como las uñas de los pies. No consigo dar con una forma verbal que conjugue los verbos amar y vivir en un mismo tiempo. Vivir es sólo inventarse razones para no dejarse morir tan rápido y tan razonable o absurdo puede ser creer en dios como no creer.

Soy un hombre que se levanta cada mañana con la camisa manchada, que dice que se marcha cuando en realidad no va a ninguna parte. Que le debe dinero a un tipo lleno de tatuajes al que llaman Korsakoff, aunque no es ruso, sino de Cuenca. Que cambia un anillo de oro por cuatro botellas de whisky. Que llora en los lavabos de la estación de autobuses. Que apuesta las llaves del coche llevando una doble pareja de sietes. Que se mea encima. Que se afeita con el cuchillo de untar paté… Que dice cada noche «te quiero» y luego se pierde en el vacío de un vaso…

***

Luis Pérez estaba en calzoncillos, en la pierna izquierda tenía una cicatriz, era una cicatriz larga y abultada, llena de bordes parecidos a patas de insecto. Tenía otras más por todo su cuerpo, pero ésa era la más grande, estaba orgulloso de ella. Sus calzoncillos estaban perdiendo el elástico de la cintura, estaban descoloridos y gastados, pero esta vez estaban limpios, estaba orgulloso de que estuvieran limpios.

Sube el volumen, escucha. El cigarro acabó por consumirse, el humo se volvió nada, la nada se apodero de todo, y todo se fue extendiendo; se había quedado sin cigarrillos, la madrugada se había detenido y por la mañana no encontraría nada para el desayuno. Aún conservaba sus calzoncillos cuando bajó a la calle.

Tiene treinta y ocho años y el destino obstinado ha decidido que dé la vuelta.

Tirado en el pavimento, el cuerpo sacudido por los espasmos, se aferraba al pedazo de vida que se le iba. Le rodeaba una multitud de extraños que lo habían visto caer bajo las ruedas del camión de la basura. Pocos ojos entre los que miraban ese cuerpo cercano a la muerte habrían podido reconocer el cuerpo de Luis Pérez.

Fue la indomable voz de Caplan y no el silencio, el soundtrack de la última noche de Luis Pérez: era lógico y necesario que fuera él quien le brindaba su abrazo final. El elepé siguió girando… el dolor que sufrimos nunca fue liberado, la tristeza que sentimos nunca fue abandonada. El amor nos hará pedazos… Cuando miras a la vida y descifras las cicatrices, sales fuera y ya no hay tiempo… La hostia de buena…

Un nuevo miembro ingresa en al selecto club de los desconocidos que mueren en extrañas circunstancias, todos ellos con amplificadores dentro del pecho y la realidad nublada y rutinaria fuera; dos universos de fatal colisión.

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Acción y reacción

por Relato ganador

Susurros que se convierten en palabras, que hilan frases, que se transforman en sentencias que condenan a los hombres que las pronuncian. El Verbo se hizo Palabra, pero nadie nos dijo cómo se gestiona eso. La voluntad humana envuelta en laberintos encriptados rodeados por acertijos morales sepultados por toneladas de mentiras. Esclavos de nuestras palabras, sí, pero sólo para aquellos que nos escuchan. Si no hay nadie al otro lado de la línea nos liberamos del peso de tener que responder ante nuestra conciencia. Tú no eres nada si no tienes algo que ocultar, eso es así, ha sido así y así será. Un paseo por el verde prado de la conciencia humana se convierte en un Paralelo 38 de minas y advertencias de mantenerse alejado. Advertido estás, si cruzas la línea es un viaje sin retorno que a lo mejor no quieres realizar. El mundo se mueve, nada lo detiene y sólo sobreviven los que le siguen el ritmo. El truco está en ser el tipo que toca el tambor para marcar el tempo a los remeros. Remando contra el viento sólo se consigue retrasar lo inevitable. Ocultar la verdad se convierte en una obligación cuando se quiere que el Sistema funcione. Duele saber la verdad, pero también duele la mentira. Encajar las piezas del puzzle de los secretos fraguados por los hombres es una labor de simple paciencia y preparación. Pero yo soy aquél que corta las manos del montador. El que traza la línea divisoria porque así tiene que ser. No lo digo yo, sino ellos. Suspiros exhalados por corazones oscuros que son portados por hombres grises de torturadas mentes, que indagan en el otro lado de la realidad para trazar líneas torcidas y atajos intentando alcanzar un fin. Bregar con la realidad cansa y sólo unos pocos están preparados para esa faena. Obstinarse en salirse del camino conlleva que el pastor tenga que lanzar a los perros ovejeros para llevar a esa alma descarriada por el sendero marcado desde un principio. El principio se pierde en la noche de los tiempos del hombre. Y con el hombre llegó la mentira porque la Naturaleza es simple, real y sincera. No tiene grises, ni matices, ni aristas, ni dobles lecturas, ni peros. Es lo que tiene que ser. La complejidad viene cuando esa naturaleza es vista a través de los ojos de un ser racional. La Razón, tal vez sea la culpable de todo. Neuronas conectadas, entrelazadas, moviendo información para ser procesada e interpretada. La Razón es la guía de nuestras acciones. Tanto si la usamos como si no. Pero, ¿de verdad es la razón? ¿O es el egoísmo? Pregunto y no sé qué responder. Interpretamos la naturaleza. Tantas interpretaciones como seres humanos hay caminando sobre la faz de la Tierra. Cada ser con sus propios intereses, egoístas, por supuesto. Por eso lo mejor es dejar que sean unos pocos los que muevan los hilos. Que sean ellos los que carguen con la responsabilidad de escribir los guiones de esta mala película que son nuestras vidas. Vidas que no quieren tomar semejante responsabilidad. Señalan con el dedo pero se mueren de miedo cuando pasan más de dos minutos poniéndose en la piel de los que toman las decisiones. Decisión. Acción y reacción. Una mariposa bate las alas en China y el resultado final es que Dow Jones se descalabra. Provocar la acción y estar preparado para la reacción. Nunca se puede perder de vista el verdadero objetivo. Libre albedrío nos han dicho. Nos dicen. ¿Ves? Otra vez la Palabra saliendo a relucir. Pero esas palabras envueltas en el mal aliento de la necesidad se nos graban en la mente enturbiada por nuestro egoísmo. Nos creemos todo lo que se nos diga porque hay que ser felices, o de eso se trata, según está escrito en el manual de usuario de la vida que se tira al retrete en cuanto salimos del vientre de la madre, para arrojarnos a este páramo muerto. ¿Adivina quién viene a cenar esta noche? Te diré quién no queremos que venga. No viene la Verdad porque ya no la queremos con nosotros. Es el familiar incómodo en la fiesta de Nochebuena. Lo llamamos porque sin él no hay cena, pero todos sabemos que va amargarnos con su presencia y con su dedo acusador. La Verdad acusa, señala, pero luego se lava las manos y que sean otros los que lidien con el problema. ¡Claro que le invitamos a cenar en Nochebuena! Es familia y eso se respeta. Pero si durante el trayecto tiene un accidente no va a pasar nada. La verdad duele, pero también duele la mentira. La ventaja de la mentira es que puedes ponerle sabores, un envoltorio precioso, un lacito rojo, echarle perfume por encima y entregarla con la mejor de las sonrisas. Por eso nos gusta tanto. Y eso nos hace ser las hienas carroñeras de la moralidad. Nos aferramos al doble juego para marcar nuestros pasos en esta vida, porque todos queremos ser felices, y con la Verdad de por medio es más complicado y amargo. Esa mentira nos ayuda a ser insensibles al deseo de conocer la realidad. La realidad puede ser un monstruo de dos cabezas y bocas babeantes o puede ser la pieza musical más bella del mundo. La experiencia me dice que todos queremos escuchar la música y dejar de buscar. Por eso te digo, aquí y ahora, que no hay más ciego que el que no quiere ver y esa es la utopía de la titánica labor que desempeño… Lograr que a nadie le importe una puta mierda cómo funciona el mundo.

—¿Y por eso tengo que morir?

—Porque alguien lo ha decidido así, me temo que sí.

***

—Ocurre así una y mil veces. Empieza a convertirse en una rutina. Un alma más descarriada que llega al límite. Tuvo que hacer el viaje de no retorno porque se excedió. Sé, a ciencia cierta, que una persona suficientemente «motivada» puede llegar a ser una tumba. Una persona muerta es un inconveniente para mí. No sabe el mal que han hecho esas películas de Hollywood. Todas esas personas enarbolando la bandera de la decencia y pronunciando la palabra «verdad» unas siete mil veces por minuto de metraje. ¿De verdad hay una verdad? Yo no lo creo.

—¿Por qué quiere contarme todo lo que sabe, señora Ellin?

—Llámeme Claire, por favor.

—¿Claire Ellin? Ése es su verdadero nombre.

—Hoy sí, señor Van Boer.

—Diría que es usted inglesa.

—Hoy sí, señor Van Boer.

—Me va a contar todo lo que hace la Myrmar Corporation.

—Sí, claro que sí. Pero dígame, primero, señor Van Boer. ¿Le gusta Bruselas?  ¿Y este hotel? Es el mejor de la ciudad.

—No es mi primera vez aquí, Claire. Pero dejemos el turismo a un lado y vayamos al grano. He hecho lo que se me ha pedido. He venido desde Rotterdam hasta aquí. He viajado en transporte público hasta este hotel como se me indicó. He reservado la suite 1215 como se me pidió. La he esperado un día aquí metido hasta el amanecer y he ordenado el desayuno continental para dos como requirió. Acto seguido usted ha llamado a mi puerta. He abierto y ahí estaba usted con su gabardina azul quitándose los guantes de cuero. Ha pasado, me ha cacheado entero buscando micrófonos en mi cuerpo y en la habitación. Se ha quitado la chaqueta de su carísimo traje pantalón dejando patente que su estilizado cuerpo se debe a una estupenda preparación física. Se ha sentado al lado de la ventana en ese sillón de diseño hortera. Ha contemplado las vistas de la ciudad en esta primavera recién estrenada mientras jugaba con su collar. Se ha girado, se ha quitado una pelusa de la camisa, me ha sonreído y me ha contado una historia de miedo sobre la verdad. Por cierto, he notado que no lleva arma alguna y que cojea un poco de su pierna derecha. Bien. Ahora dejémonos de historias y pasemos a lo que interesa.

—Me encantan los periodistas, señor Van Boer, dan una carga emotiva y trágica a cualquier acontecimiento que les suceda en un radio de dos kilómetros. Le debo advertir. Usted en realidad aquí es el invitado y éstas son mis reglas. Está aquí porque yo así lo he querido. Mi vida está en peligro y la suya mucho más.

—Tengo amigos que pueden ayudarme, no se preocupe por mi seguridad.

—No me preocupo por su seguridad. Me preocupo por la mía, no quisiera recibir una bala perdida destinada a usted. No podría desear muerte más absurda después de mi dilatada vida.

—¿Le han disparado alguna vez?

—Tengo una bala alojada cerca de mi hígado. He recibido impactos de bala hasta en cuatro ocasiones. ¡Bendito chaleco antibalas! Sinceramente, son más balas de las que jamás me hubiera imaginado que vería en mi vida.

—Myrmar Corporation, por favor.

—¡Bah! Usted ya lo sabe todo.

—Así es. Pero dígame, ¿por qué traicionarlos ahora?

—Desavenencias empresariales. Yo tenía un contrato con ellos. Ellos no lo respetaron. Sufrirán las consecuencias. Nada personal.

—Se va a poner feo.

—Ni se lo imagina.

—Empiece, por favor.

—Myrmar Corporation es un gigante empresarial. Toca todo lo que puede dar dinero, desde farmacéuticas, fabricación de armas, coches, televisión, prensa en general. Lo que se les ocurra. Diversifican su actividad todo lo que pueden y más. Y además entran en el mercado financiero. Compran empresas de manera poco clara para alcanzar todo el espectro de mercado a nivel global.

—Eso lo sabemos todos.

—Claro. Su cúpula ejecutiva es una larga lista de personas con mucho poder y sobre todo información. Hay primeros ministros de varios países, ministros, dictadores africanos, líderes populistas sudamericanos, varios millonarios rusos. Un crisol de nacionalidades que aposentan sus refinados culos en los sillones de la junta para trazar las líneas básicas de acción.

—Nada nuevo bajo el sol, Claire.

—No, supongo que no. Vamos, usted y yo sabemos que posee una gran cantidad de pruebas que demostrarán lo que busca.

—Y las he traído todas conmigo para que usted me resuelva el rompecabezas. He seguido el dinero y sé dónde acaba, pero me pierdo en los detalles. Usted es un regalo del cielo.

—Pues déjeme continuar.

—Hágalo, insisto.

—Estamos en un mundo que se pudre, o por lo menos en el lado de la manzana que tiene el gusano. Me temo que nada volverá a ser igual por mucho que nos empeñemos. La turba espera que sus protestas generen unos réditos ilusorios. ¿Para qué echarse a la calle? ¿Para pedir que volvamos a vivir bien como antes? ¿O lo que se pide es un cambio? Difícil respuesta. Volver a lo malo conocido es trabajar sobre seguro, pero ya sabemos el resultado. El cambio exige sacrificio y tal vez el precio no nos guste. Un mundo más justo para todos los habitantes del planeta exige que la hamburguesa triple XXL deje de existir para que los recursos planetarios no sean devorados por una minoría. ¿Estamos dispuestos a ello? El principal inconveniente de pedir es que alguien nos escuche, y hay que tener cuidado con lo que se pide no vaya a ser que nos lo den.

—¿No cree que las cosas han ido demasiado lejos?

—No es eso. Nos hemos pasado la vida hablando de conspiraciones en la sombra para controlar y desestabilizar a la turba. Grandes mentes pensantes y dominantes que han dirigido el mundo durante años. Y fíjese que toda esta enorme crisis global ha ocurrido delante de nuestras narices, con nuestro consentimiento y sin hacer nada para evitarla. La gente es idiota, es lo que digo. Todo el mundo es bueno hasta que se agota el dinero.

—Por favor, señora Ellin.

—Vamos a hablar de dinero. Eso quiere, ¿verdad? Myrmar es el paradigma de la empresa, o súper empresa. No hay negocio, por muy mal que hayan ido las cosas, que no les reporte un beneficio mínimo del diez por ciento. Cualquier cosa que tocan se convierte en oro, incluso las que dicen no tener. Son los únicos que ganan dinero con los coches, las medicinas, las inversiones inmobiliarias… todo les va bien. ¿Cómo es posible? Crean empresas que contienen empresas con filiales que montan otras empresas que controlan sectores estratégicos. Son los únicos que de verdad controlan todo el proceso de manufactura de sus negocios industriales. Desde extraer el mineral necesario hasta la venta del producto final. Todo pasa por las manos de los hombres de la Myrmar. Es increíble que puedan hacerlo. El coste para otros sería disparatado. En realidad pueden hacerlo porque son de los pocos que tienen esta práctica. Compran, a través de empresas fantasmas no vinculadas a Myrmar, a las empresas que subcontratan en los distintos niveles de producción, ponen a un hombre de confianza al frente, y tienen garantizado el producto que elaboren esas otras empresas al coste que se decida aquí en Bruselas, sede central de la Myrmar. Esto provoca que las empresas competidoras en cada sector del proceso de producción no puedan seguir el ritmo que marcan las filiales no reconocidas de Myrmar, y quiebran o tiran sus precios, creando convulsiones serias en los mercados. Por eso siempre les va bien, porque hacen que sus rivales desaparezcan.

—Eso es más o menos lo que viene diciendo el rastro del dinero.

—Myrmar tiene altísimos beneficios, que llega incluso a repartir entre todos sus empleados, como forma de premiar la fidelidad. Los contratos de confidencialidad de la compañía nada tienen que envidiar a los de la CIA. La cuestión es que para realizar lo que antes le he explicado se podría pensar que hace falta que mucha gente mire para otro lado. Por mucha gente nos referimos a los distintos organismos reguladores que controlan este tipo de actividades. ¿Y sabe lo mejor? Que no hace falta mover un solo dedo para eso. Es más, los políticos de sonrisas esculpidas y trajes a medida hacen cola para hacerse fotos con los hombres de la Myrmar. De países tercermundistas me dirá su mente estancada en el lado rico e incorruptible del mundo. A eso le responderé que, en el Tercer Mundo, no tienen organismos reguladores. Cuando una empresa es lo suficientemente grande como para no llamar la atención por nada de lo que haga es cuando cesan las preguntas y los misterios, y sus actividades acaban por convertirse en inversiones para el desarrollo económico de cualquier zona del mundo en el que vayan a emplazar una actividad. Da igual que sea Burkina Faso o el centro de la City londinense. Nadie va a preguntar nada. Incluso me atrevería a añadir que cuanto más alto es el nivel de liberalización de los sectores de un país, más fácil es hacer los negocios que le dé la gana a la empresa. Ahora bien, eso no significa que todo esté bajo control. Por supuesto que siempre hay que atar muchos cabos sueltos y, de vez en cuando, las empresas encuentran muchos obstáculos que tienen que ser salvados. En principio utilizan sus propios recursos para abrirse camino, pero cuando hay que hacer «algo más» es cuando recurren a mí y a mi gestora.

—¿Gestora, ha dicho?

—Es mi imagen corporativa, ya sabe. Me gusta verme como una asesora técnica en la resolución de dificultades logísticas corporativas. Soluciono problemas. Mis empleados y yo somos un cuchillo afilado que actúa directamente sobre el terreno. También gestiono y distribuyo información adicional a mis clientes. Me gusta diversificar mis actividades, sobre todo cuanto más mayor me hago. Sobre todo porque, a cierta edad, los remordimientos a veces juegan malas pasadas. No estoy orgullosa de todo lo que he hecho, pero tampoco voy a arrepentirme. Me he intentado rodear de los mejores profesionales que hay para poder minimizar los daños que se puedan causar y optimizar los resultados que pueda ofrecer a mis clientes.

—Odio la palabra «optimizar».

—No deje que su mentalidad burguesa progresista empañe la visión del conjunto, señor Van Boer.

***

Soy una oportunidad, una luz, una guía dentro de tu vida. Te lo advierto, jugar con fuego puede ser malo para tu salud. Sal ahí fuera, abandona la cueva y escala hasta el monte de los hombres. Hay una nueva ocasión para ti. Tienes que volver al camino marcado porque fuera de él todo vas a temer. Las gargantas profundas como tú cuchichean palabras que caen en oídos equivocados y desembocan en ideas que hacen daño a los que todo pueden lograr. Eres uno de los nuestros, ¿por qué abandonar el redil? Tu mera presencia evoca el terror. Tú al igual que yo engrasamos la maquinaria, pero nunca nos dejan activar los engranajes. No puedes ni debes abandonar tu labor. Ya es tarde para eso. Tú ya no tienes la vida de los otros, por mucho que lo desees. La línea que debes seguir la han trazado otros y tu decisión de ver qué hay a los lados del sendero nos ha llevado hasta aquí. Yo, el «Señor de la Muerte», apuntándote con el frío acero del arma redentora. Tú, el antes «Amo del Caos», mirándome con odio. Es tu fornicación con la Traición la que ha engendrado a tu decepcionante vástago. ¿Por qué me odias por ello? Sabías lo que iba a pasar. Pero, como te he dicho, tienes una nueva oportunidad. Dime lo que tu verborrea ha ido sembrando y quién es el que anhela oír el sonido de tu voz. ¿Cuántos de tus pecados has compartido? ¿Es eso lo que has hecho? ¿Intentar limpiar tu alma? ¿Tú? El Amo del Caos queriendo hacer que el populacho conozca sus hazañas. El ser que dinamitó las almas de retoños de un orfanato porque la tierra donde jugaban los infantes era de la propiedad de las monjas y no de otros con lucrativos intereses. El ser que envenenó al espía que se iba a ir de la lengua. El ser que ejecutó al padre de familia y simuló un robo en su hogar. Esos ojos que me miran con ese odio en realidad sé que ocultan el dolor de tu mente atormentada. Casi puedo entender la razón de tu traición. Pero si tan sólo hubieras acudido a mí, estoy seguro que podría haber hecho algo para limpiar tu conciencia y evitar esto. Dime qué has dicho y a quién para que el mal sea minimizado. Deja a tu alma descansar. Es el alma lo único que parece que tienes débil. Siempre juega a romperse. Es normal. La Pureza del alma es una hembra que contonea su cuerpo delante de nosotros, nos seduce, nos dice que nos ama. Es de una aplastante lógica que queramos dejarnos abrazar por esos brazos de seda. Queremos morir en su regazo. Pero nosotros tenemos que ser fuertes a la tentación. Tenemos corazones demasiado negros como para compartir cama con la Pureza del alma. Llevamos mucho tiempo frecuentando a la chica fácil que es el Reverso sucio del alma. Ella sí que es la mujer que de verdad nos trata como nos merecemos. Ella es la que hace que estemos en tensión, la que nos ayuda a hacer bien nuestro trabajo. Es una mujer que deja huella. Podría reconocer a cualquiera que se haya acostado con ella en cualquier parte del mundo. Somos así. Sus muñecos en sus manos, nos domina, nos deja creer que la poseemos pero es ella la que tiene la sartén por el mango. Ahora deja tu mente en blanco para que tus pensamientos sean libres.

Los dos sabemos que sólo yo cruzaré el umbral de esa puerta vivo. La muerte es tu nueva oportunidad. Dejar atrás el dolor y el sufrimiento para que tu nuevo ser alcance su pleno desarrollo y pase a un estado inmaterial de pura energía. Ya no tendrás que escuchar las sibilinas órdenes, ni ensuciarte las manos de sangre ajena. Sangre que no se limpia por mucho que frotemos. Una cálida lluvia purificadora limpiará todo tormento y putrefacción que se haya grabado a fuego en tu piel. Es tu hora, Amo del Caos. Casi te envidio por el viaje que vas a realizar. Nada has de temer. Ningún sufrimiento sentirás porque tienes mi respeto. Sólo te pido que, antes de partir en tu dichoso viaje, compartas conmigo la información que te solicito. Habla y apretaré el gatillo con las lágrimas de un amigo que despide a otro amigo. Y te aseguro que no lloro desde el día que partió  definitivamente mi compañera de viaje por los días de nuestra vida juntos.

—¿Mi muerte está decidida?

—Mucho se ha debatido, pero sabes que sí.

***

—Mi organización es la que remata los detalles. Se trata de tener en mente cualquier tipo de contingencia que pudiera surgir y subsanarla lo más rápidamente posible.

—¿Ahí es cuando muere gente?

—No, señor Van Boer, en absoluto. Usted ha visto demasiadas películas de conspiraciones y tramas de corrupción. En realidad, la muerte es el último de los recursos. Si uno es un auténtico profesional su mayor labor es la de vigilar, y la mayor parte de las veces, no se trata de intervenir con un cuchillo seccionador en una operación a corazón abierto, sino con un tratamiento mucho menos agresivo. Aunque reconozco que la proporción de la medida estriba en el rango de percepción de la violencia.

—No entiendo.

—Un misil alcanza un colegio de un pueblo subdesarrollado sumergido en una guerra contra occidente, y veremos indolentes las imágenes de padres recogiendo los cadáveres mutilados de sus hijos en las noticias de las tres de la tarde, mientras le damos un sorbo a un café moccachino. En cambio, un tipo entra con un arma en un instituto de occidente e intenta matar a lo que se mueve y habrá manifestaciones contra las armas, lazos blancos, vigilias, lloros, testimonios de compañeros y profesores, varios servicios religiosos de todas las confesiones legales en el país, amplia cobertura informativa nacional e internacional, debates televisados, programas dedicados a las víctimas, sus fotografías exhibidas todos los días en la televisión acompañadas de una melodía melancólica de chelo o violín y un pequeño baby boom en la localidad en la que ha ocurrido. Percepción de la violencia, señor Van Boer. El acto que realices debe estar en proporción a dicha percepción. No puedes poner una bomba debajo de un coche en pleno centro de Nueva York porque todo cuerpo de seguridad, policía, centro de investigación y demás organismos con tres siglas se pondrán a buscar el origen de dicha explosión. Aunque también hay maneras de distraer la atención o focalizar las investigaciones hacia otra parte echándole la culpa a la mafia, a la droga… Pero eso es complicar demasiado el trabajo. O incluso simular accidentes. La sutileza es un grado muy bien pagado en este sector.

—¿Pero en su trabajo muere gente?

—Sí, pero para llegar a eso tengo gente «especializada», señor Van Boer. No caiga en el lado morboso de la noticia. Estoy seguro que usted vale mucho más que eso.

—¿Puede ponerme un ejemplo de su labor en la Myrmar?

—Alguien de Myrmar, por lo general el ayudante ejecutivo de un CEO, llama a mi número para requerir mis servicios. Evalúo la situación, analizo los detalles y desarrollo un plan que mis hombres y yo ponemos en práctica. Tenemos poco tiempo y un presupuesto base. A partir de ahí es cuando empieza la acción. Le diré que mis hombres se reparten por todo el mundo y, en muchos casos, no se conocen entre ellos. Casi funcionamos como una célula terrorista. En cuanto al ejemplo hace poco hubo una brecha de seguridad en el departamento de contabilidad. Rápidamente las sospechas recayeron en una administrativa de rango medio que había sido la última en consultar cierto envío de fondos hacia cuentas en el extranjero. Cuentas ubicadas en ciertos países poco amantes de dar explicaciones. Permítame decirle que estas cosas son casi inevitables. Siempre hay un alma que quiere curiosear en las actividades más oscuras de la empresa guiados por un errático sentido del deber y la corrección moral. Las ganas por difundir la verdad quedan, normalmente, lapidadas con una rápida lectura de los contratos de confidencialidad. Pero, como le digo, siempre hay alguien que quiere dar la voz de alarma. En este caso la información extraída era el envío de dinero hacia cuentas vinculadas a sociedades fantasmas propiedad de ciertos grupos guerrilleros muy activos en determinadas partes del mundo.

—Necesito que sea más clara. Tengo la firme certeza de que se ha financiado directamente a los grupos opositores en Guinea y en Honduras, y creo que ha sido por tener el control del petróleo que supuestamente hay allí oculto.

—¿Petróleo? Eso está pasado de moda, señor Van Boer. Ahora se lucha por otros recursos como el coltán, la tierra cultivable o el agua. La estupidez del petróleo se nos ha pasado con los coches híbridos. Ahora lo que marca el futuro es quién domina la materia para comer, beber y llamar por teléfono. Actividades en las que la Myrmar tiene grandes inversiones hechas desde la materia prima hasta el producto final, recuerde. Por no hablar del control de las sustancias para elaborar medicamentos, las ganaderías, el transporte por diferentes medios…

—Necesito nombres.

—Usted ya los tiene, estoy segura.

—Alguno tengo, pero no sé cómo vincularlos a la empresa.

—Hay que seguir el camino de baldosas amarillas para llegar a Oz. Evidentemente nadie de la Myrmar se va a encontrar con ningún guerrillero en el lugar más remoto del planeta, señor Van Boer. No se hacen amigos de este tipo en Facebook, ni se twitea con ellos. Esto es más sutil. Tras una reunión en la que se debate cuáles deben ser las estrategias de mercado futuras se quedan los hombres más enterados del funcionamiento del mecanismo de la empresa. Allí se fijan los puntos en los que hay que presionar para hacer que las cosas vayan más rápido. Nadie dice sobornar, o asesinar o amenazar. Ni se les ocurriría pensarlo. Ellos simplemente se reúnen con otras personas de otras empresas que van a actuar para mejorar el rendimiento del sector solicitado. Éstos a su vez llaman a sus hombres se confianza para que presionen a sus contactos en el terreno seleccionado. Esos contactos reciben órdenes muy claras sobre cuáles deben ser los resultados en un plazo fijado. Y en ese momento reciben carta blanca para actuar sobre un presupuesto. Disponen de cierto poder para hacer lo que necesiten hacer. Desde el primero que habló hasta el último que dio la orden de actuar, todos saben qué es lo que va a pasar, pero ninguno de ellos ha dicho jamás ni una sola palabra que implique una acción de fuerza. coacción o violencia. Nunca se pide hacer nada ilegal. Se dice que Hitler nunca ordenó crear los campos de concentración. Simplemente solicitó una «solución» a lo que él consideraba un problema. ¿Comprende la diferencia? Es el ejecutor el que toma las decisiones. En total habrán intervenido unas quince o veinte personas en todo el proceso que le he descrito, pero sólo una se mancha las manos en su trabajo. Desde la Interpol se intenta, en muchos casos, frenar estos procesos pero siempre llegan tarde. La burocracia es lo que tiene. Eso en cuanto a la manera de actuar de la empresa. Pero cuando quieren ir más rápido me requieren a mí y yo hablo con mis hombres. Si se requiere alguna medida drástica, entonces enviamos a los especializados.

***

Éste es mi destino decidido en un despacho frío y oscuro. No hay un mañana conmigo caminando. Irónico es que mi fin venga de la misma forma en la que yo he tratado a los demás. Se me va a robar la vida porque sé demasiado. Alguien lo ha decidido así. Envían a un sicario, o un aprendiz, a que recoja el testigo de mi obra. Mi mente, mis secretos, mis conocimientos se irán conmigo a la tumba y nadie podrá admirar mi obra. Aunque bien pensado es impresionante que el mundo no haya descubierto mi ingente labor. Eso quiere decir que lo he hecho bien. Mirando la pistola desafiante que amenaza mi vida entiendo a mis víctimas. Estoy seguro de su impaciencia deseando que llegue para pedirme cuentas. Lo que no se entiende es que yo no he matado a nadie por voluntad propia. Los he matado porque así se ha decidido en otro lugar. El ejecutor, el segador de almas, el Señor de la Muerte, no ha decidido nunca nada. Las voces al otro lado del teléfono elevan su tono pronunciando nombres que pronto dejarán de respirar. ¡Qué equivocados están los buscadores de la verdad cuando piensan en alienígenas o seres demoníacos que dirigen nuestras vidas a su placer y voluntad! La realidad es que son hombres abusando de hombres para controlar a los hombres en su ansia por conseguir los únicos inventos que ha respetado el hombre. El Dinero y el Poder. Uno es un plano material básico que se carga de un valor ilusorio referenciado al organismo que lo respalde, como si fuera más útil según quien lo emita. El Poder, en cambio, es un plano más etéreo, más difuso y difuminado, pero de gran utilidad en ciertos ambientes. Si tienes dinero puedes conseguir poder. Si tienes poder puedes conseguir dinero. Si tienes las dos cosas puedes poner a tu merced a todos los que quieras. Si no tienes ninguna de las dos cosas no eres más que un pedazo de carne con un alma desdichada que camina sobre la Tierra anhelando un poco de dinero y soñando con el poder. No eres más que la marioneta que hay al otro extremo de los hilos. La ventaja de la marioneta es que es una cosa que no siente ni piensa. El ser humano, por el contrario, piensa y siente. Piensa que otra vida mejor es posible y siente que podría alcanzarla. Mi labor es hacer que ni una cosa ni otra ocurran. El deseo como forma de vida, el anhelo como guía, el egoísmo como credo. Eso es. La respuesta es el egoísmo intrínseco a nuestro carácter como especie. Es lo que nos mueve. Ahora lo veo claro. La claridad llega a mi mente después de tantos años solicitando una respuesta a las preguntas que me hacía. Mi labor está justificada pero, ¿de verdad era necesaria mi presencia? Parece que sí, pero no hace sentir feliz saber que me he dejado guiar de la mano de unos egoístas que sólo quieren acaparar todo lo que este planeta puede ofrecer. Almas humanas corrompidas por los bienes materiales que puede comprar el dinero y por las legiones de falsos seguidores amenazados que trae el Poder. ¿Cuántos aviones tiene que tener un hombre? ¿Cuántas personas necesita complaciendo sus deseos?

¿Y tú?, «Portador de la palabra de la Parca», ¿te darás cuenta alguna vez de que tus días acabarán delante del cañón de la pistola de tu sustituto? Reemplazarme por otro es la mejor manera de continuar con la gran obra que se desarrolla desde las altas esferas. El Rey ha muerto, viva el Rey. Está claro que soy un caballero más de la mesa redonda, pero pensaba que se me respetaría al final de mis días. Olvidé que yo también limpié el rastro de mi antecesor. Es difícil mirar atrás cuando tienes tanto por delante. Me equivoqué al creer que nada me pasaría porque jugaba en el lado de los que siempre ganan. Olvidé las advertencias de mi predecesor. Él había visto el futuro como en un viaje astral y me contó lo que iba a ocurrir. Me dijo que el mundo se sometería a la voluntad final de unos pocos y que no habría ni una sola disensión que iniciara un renglón torcido en la obra de los escribas que deciden. Me dijo que la humanidad se había dejado comprar. El pobre quiere ser rico, el rico quiere evitar ser pobre. El dinero es una ruleta que gira y gira y cae de unas manos a otras. Todos queremos una gran parte de la tarta y no nos damos cuenta de que podemos tener tantas tartas como queramos. Nos han dicho que nada se crea ni se destruye, y nos lo hemos creído porque hay unos cuantos que hacen malabares para no crear y no destruir, y la consecuencia es que los que ansían con sus bocas hambrientas o sus ojos sedientos de poder se matan por tener lo que hay. Esos días de los que se me habló han llegado. Ya no hay voluntad para cambiar, queremos continuar masticando la misma miseria que nos han dicho que funciona. Ahora, en el momento de mi asesinato, me tengo que incluir entre la turba y la masa porque ya he dejado de ser parte de la maquinaria. He visto cosas que ningún hombre tendría que haber visto. Pero mátame tranquilo porque mis labios están sellados y no permitiré que nada se sepa. Aunque te miro y ganas no me faltan. Por una vez me gustaría que fuera la humanidad la que está al otro lado del teléfono susurrando el imperativo que acabe con todos los de nuestra calaña. Los seres humanos se merecen una oportunidad de demostrar que se pueden cambiar las cosas. Por una vez seamos los que decidimos en lugar de mirar para otro lado. Lloro porque sé que nunca será así. La turba es un monstruo irracional y sin control, incapaz de autogestionarse por sí misma. Siempre ha necesitado al que ha alzado su voz por encima de los demás para indicar el camino, aunque haya sido el incorrecto. Lo curioso vino cuando esas voces se acallaron y dejaron que hablara el pueblo a través de un voto. Una genialidad que engañó durante años a la turba miserable que creía decidir y designar a los que querían que dirigieran el destino de sus vidas. La gran mentira, que casi parece la mejor de las opciones. Lo que nunca supieron es que las voces dirigentes se acallaron pero no del todo y susurraron palabras que fueron órdenes y que se transformaron en acciones que cambiaron la forma de ver el mundo. Se hicieron con todo desde sus castillos gigantescos de cristal rodeados por la plebe a la que dominan y aplastan. El gran truco del Diablo siempre ha sido callar para dejar caer a Dios víctima de sus propias palabras. Mahoma no fue a la Montaña porque sabía que algún día podría dinamitarla y construir una carretera. La moralidad se hace con escuadra y cartabón. El mundo se ha ensombrecido con cada día. Minuto a minuto se ha labrado la acción del hombre. La mayoría ha bailado con la más fea y unos pocos lo han hecho con la reina del baile. Polvo eres y en polvo te convertirás, sentencia uno de los libros de la gran mentira. ¿Tan poco vale lo que ocurre entre medias? La lucha ha muerto. La han comprado. Voy a morir porque ellos lo han decidido. Una vez tuve una misión en la que creí. Y luché porque el ser humano ya me había defraudado. La turba no era para mí. Aprieta el gatillo antes de que mis lágrimas dejen la huella de la redención, te lo suplico. Por respeto hacia mí con respeto hacia ti.

—¿Listo?

—Sí.

—Adiós.

***

—¿El caso que me ha descrito antes era un ejemplo en el que se envío a un especializado?

—Más o menos. La Myrmar se saltó las reglas y contactó con uno de mis hombres directamente sin contar conmigo. Mi hombre no evaluó la situación y actúo siguiendo las directrices de la Myrmar. Se ejecutó a la administrativa. Luego yo me enteré y tuve que enviar a alguien para hacer que las cosas volvieran a su cauce. El cómo la Myrmar localizó a mi hombre aún no lo tengo muy claro. Fue un año malo porque hacía poco que había enviado a este recurso en particular a erradicar otro problema de filtraciones en mi organización.

—Yo tengo pruebas de que la Myrmar contactó con alguien para realizar un asesinato, fingiendo un accidente, claro. Fueron descuidados y no supieron ocultar las pistas.

—Por eso es usted el elegido, Van Boer. Su labor periodística es impresionante. Claro que no supieron, porque eso es algo que hacemos los profesionales. Por eso me pagan tan bien. Las chapuzas traen problemas. Lo malo es que a la administrativa en cuestión no habría que haberla tocado. Ella trabajaba para mí. Yo quería esa información para traficar con ella. Le he dicho que mis hombres se reparten por todo el mundo y apenas se conocen entre ellos. Ella… a parte de ser alguien especial… estaba infiltrada realizando una labor que reporta grandes beneficios a mis arcas. Una pérdida que me va a costar resarcir, pero todo tiene solución.

—¿Su hombre también fue ejecutado?

—Sí, no hay margen de error a la hora de recibir órdenes. Sólo pueden ser dadas por mí o por alguien autorizado por mí. Es la mejor manera de dirigir la información en la dirección correcta.

—Duro final, supongo.

—Es el que hay. Bueno, me temo que nuestro tiempo se acaba, señor Van Boer. Ha sido un placer.

—¿Ya? Ni hablar, todavía tengo mil preguntas y usted me prometió respuestas. La gente tiene que saber.

—No ha aprendido nada, señor mío. La gente no quiere sus respuestas. La gente quiere una casa, un coche, un empleo bien remunerado y aparearse. Reduccionista y simple golpe de realidad a su búsqueda de la verdad. De todas formas no he acabado con usted.

—Pero el pueblo…

—El pueblo no quiere nada. Ya está harto de mentiras y miserias. Cada discurso que pronuncian los políticos es un clavo más en la tumba de la decencia. Nos hemos abandonado. La resistencia es inútil, amigo mío. ¡Claro que siempre habrá grandes escándalos! Pero tras unas protestas, juicios, indemnizaciones, pregones políticos, debates, dedos acusadores que hablan con voces de recta moral, informativos de televisión que echan leña al fuego, trajeados encarcelados siendo abucheados por la multitud, al final todo se reduce a una cosa. Con cada uno que cae aparece otro que ocupa su lugar. Es la rueda del mundo y no se para nunca. Y ahora, señor Van Boer, voy a hacer una llamada. Van a entrar un par de señores por esa puerta portando a una mujer medio drogada. Es una prostituta profesional. La vamos a atar desnuda en la cama. Vamos a drogarle a usted y también vamos a desnudarle. Vamos a inyectarle un fuerte estimulante sexual para conseguir que tenga sexo con la prostituta. Después vamos a asfixiarla a ella con el cinturón de sus pantalones fingiendo un juego sexual llevado demasiado lejos. Para rematar esta genial idea, al cabo de un rato le daremos muchas más drogas que causarán un colapso en su organismo. Usted morirá y mañana el servicio de limpieza del hotel descubrirá su cadáver junto al de ella. Pasado mañana su cara aparecerá en las esquelas bajo un titular que incluirá las palabras «prostitución», «drogas», «sexo» y «policía». Casi como si fueran los cuatro Jinetes del Apocalipsis. Después todas las pruebas que ha traído consigo sobre la Myrmar se las llevaré a ellos para hacerles chantaje o para ofrecérselas a cambio de mucho, mucho dinero. Y acto seguido me buscaré a otro cliente para seguir traficando con la información que tanto le ha costado recopilar.

—¿Pero por qué me hace esto?

—Porque puedo, señor Van Boer. Porque ya es hora de ser una de las que deciden en este interminable y apasionante juego. Unos ganan y la mayoría pierde. Lo lamento enormemente, señor Van Boer.

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Ventura, ciudad de odio

por Relato ganador

—¡Mira! ¡Mira!

—¡Que te…! ¡Cagoooo en !

—¡Por mi vida que sí!

—¡Uf! ¡Que te que te, que te que te!

—¡Grrrr!

—¡Unnggg!

—¡Ñaaajjjj!

—¡Hiiiiiii!

—¡Fuuua, fuuua!

—¡Onnggg!

Y estas sentidas y duras palabras, pronunciadas desde el núcleo primigenio del odio, son el comienzo del conflicto.

***

—Dentro de treinta años todo el mundo seguirá hablando de ello, chico. Dirán que la primavera del 82 fue la más calurosa en Ventura. Mucho, mucho calor —pronuncia el sargento Cascajales mirando por la ventana de su despacho en la casa cuartel.

Delante de su mesa se mantiene erguido en posición de firmes el nuevo reemplazo. Un chico joven, alto, moreno, con su uniforme impecable. Carne de cañón desde el punto de vista de Cascajales. El viejo sargento de plateadas greñas piensa que en Comandancia se equivocan enviando a estos pobres desgraciados. Lleva años pidiendo a gritos grupos operativos contundentes para atajar el problema. Lamentos que siempre caen en saco roto. Comandancia está ocupada con otros asuntos distintos mucho más televisivos.

—Sí, mi sargento.

—Y el calor son malas noticias para nosotros. El calor los vuelve locos y violentos. Esto no es bueno, chaval.

—Sí, mi sargento.

—No todo el mundo puede vivir en Ventura. Esta ciudad es lo más parecido al Infierno en la Tierra. Y cómo no, tenía que estar en la provincia de Cáceres.

—Sí, mi sargento.

—Todo tu entrenamiento va a ser puesto a prueba en estas calles. Aquí no se viene a hacer méritos. Aquí se viene a servir al ciudadano, porque aquí es donde de verdad somos necesarios. Esto es una guerra y vamos perdiendo, chico. Los medios de comunicación están demasiado ocupados con mundiales de fútbol o terroristas sanguinarios, pero se olvidan de Ventura. Aquí corre la sangre. Tú eres el cuarto recluta en dos años, chaval. Ponte a temblar si quieres, méate en los pantalones si lo crees necesario, sólo pretendo ser lo más sincero que puedo. Dos muertos, un desaparecido y una deserción. Ese es el balance de tus predecesores en el cargo. Este sitio corrompe el alma, es una zona de guerra de verdad y te pondrá a prueba. Cada calle es una trampa mortal para ti y para los pobres ciudadanos que lo habitan. Tenemos que detener esta guerra entre los Montiveras y los Pozoblanco porque se están haciendo demasiado fuertes.

Cascajales deja de mirar por la ventana y se sienta en su sillón de cuero viejo que cruje ante el peso del fornido guardia civil. Deja caer su cuerpo. A pesar de estar en plena forma, los años no pasan en balde para este servidor público. Busca en una caja de madera un puro Farias del cinco, sus favoritos. Sus ojos están cansados y su mirada se endurece con el paso de los años. Cascajales es de la vieja escuela y eso le hace ser un firme creyente del lema de su generación: «a todo el mundo se le endereza con un par de buenos sopapos». Mueve su espeso bigote negro de un lado para otro mientras reflexiona. Los nuevos reclutas siempre le parecen un tanto afeminados, sin bemoles, sin cojones en definitiva. Demasiado aferrados al manual, sin capacidad de improvisación ni decisión. Enciende el puro, le da una calada. Prosigue hablando.

—El verdadero problema de Ventura es el dinero. Todos quieren controlar la producción, la distribución y la venta del vino, las ganaderías de toros… Y luego está la agricultura del grano de trigo y cebada, los zapatos, las tiendas de souvenirs, el turismo rural, y el terreno neutral que es la fábrica de chocolate. Ventura por si sola es la sexta economía del país. El dinero va y viene. Pero unos y otros quieren que el dinero esté en su lado de la calle. Y por eso Montiveras y Pozoblanco se matan todos los días en mi ciudad. El odio es un sentimiento muy fuerte, chico, pero si además le añades el dinero de por medio lo que estarás fraguando es el Armagedón en las puertas de tu casa. Y nosotros estamos en medio de este caos. Y no les gusta una mierda que nos metamos en sus asuntos. Llevo aquí más de veinte años y juro por Dios que aún no entiendo de dónde sale tanto rencor, odio, mala sangre y saña. Lo único que sé es que esta gente quiere ver a su vecino muerto como sea. ¡Y los de Madrid, todavía ignorándome! ¡Buf! Me van a lamer las pelotas.

—Sí, mi sargento.

—Dime, Cañete, ¿tienes esposa?

—Estoy recién casado, sargento.

—Pues mi recomendación es que antes de salir de casa hagas los deberes con tu mujer porque, trabajando en Ventura, nunca se sabe si vas a volver al hogar. ¿Entendido, chaval?

—Sí, mi sargento.

***

Rocío Muñoz Casagrande nunca tuvo planeado dirigir a toda su familia. Ella estaba destinada a otros menesteres. Casada a los dieciséis años de edad con Atanasio Montiveras, iba a ser una buena esposa, madre, abuela, señora de su casa y anfitriona excepcional. Pero todo se truncó con la muerte de su marido. Ella tuvo que coger el toro por los cuernos de una familia que se venía abajo con sus rencillas internas y sus envidias. Sus cuatro hijos parecían dispuestos a matarse entre ellos por el control del imperio de su padre. Ella tomó cartas en el asunto. Todos los años pasados junto a su marido escuchándolo hablar sobre el estado de sus negocios y cómo se dirigen le sirvieron para hacerse con el control, apaciguar a sus hijos y mostrarse como la dirigente que hacía falta entre las familias vinculadas a la casa Montiveras. Fueron años muy duros pero al final tuvieron su recompensa. Su ganadería de toros es muy codiciada entre el mundo del toreo. Controla la distribución del trigo en gran parte de la región. Hasta tiene dos boutiques con cierto renombre y más, mucho más. Pero el poder pesa. Su delgada y frágil constitución no soporta tanta presión y cae enferma constantemente. A pesar de todo esto, sus cincuenta y nueve años de edad dejan ver a la bella mujer que fue un día. Entre su espeso pelo moreno se abren paso algunos ríos de plata. Ella, muy coqueta, se tiñe para aparentar menos edad. Permanece en la cocina de su hogar, el caserón La Esperanza, comiendo pan con aceite, como todas las tardes, esperando a que seque el tinte. Lee un artículo sobre permanentes en una revista de moda. Rocío frunce el ceño viendo las fotografías ilustrativas del artículo. «Una cosa es ser moderno y otra es ser ridículo», piensa al mirar las fotos. Una suave brisa cálida entra por la ventana. Rocío levanta la vista y contempla el patio cubierto con una enorme parra. Sus hijos están limpiando sus armas. Son muy cuidadosos en ese aspecto. Los mira con la ternura de una madre, aunque sabe que debe cambiar de registro cuando habla con ellos. Una cosa es ser madre, y otra es ser jefa. Por ello, desde hace ya mucho tiempo, tanto sus hijos como los miembros de la familia y empleados la llaman «Madrina». Termina su merienda. Se lava el pelo, se acicala, se viste con su inseparable vestido negro y sale al encuentro de sus hijos.

—Vamos a limpiar el jardín, niños.

Con un callado gesto de asentimiento por respuesta, los hijos de Rocío miran a su madre con respeto y admiración. Los cuatro hacen girar ciento ochenta grados los mondadientes que asoman de sus bocas. Paco, Paquito, Pacuelo y Pacón, nombres muy pensados por su padre —a modo de curiosidad decir que se apostó con otro tipo a que llamaba Paco o variantes a todos los hijos que tuviera—, se suben en el flamante Land Rover recién comprado junto a su madre. Se dirigen hacia los pequeños viñedos de la familia. Allí detienen el todo terreno. Para amenizar la espera se afilan cuchillos y se cuentan viejas batallas. Al cabo de un buen rato aparece un Symca negro por la carretera. Se detiene a su altura y de su interior baja un hombre trajeado y sonriente. Tiene unas enormes y pobladas patillas y sus ojos quedan ocultos tras unas gruesas y enormes gafas de pasta polarizadas. Todos los miembros del clan Montiveras descienden del vehículo.

—Madrina, qué enorme placer volver a verla. Hacía ya mucho tiempo —dice el hombre de grandes gafas mientras besa la mano de Rocío.

—El placer es mío, don Basilio.

—Y dígame, Madrina mía. ¿A qué debo su llamada? He venido tan rápido como he podido.

—Por supuesto, Basilio. Agradezco la celeridad con la que has venido. Tengo algo de lo que hablarte.

—Usted dirá, Madrina.

—Verás, Basilio. En todo jardín crece la mala hierba. Es algo muy molesto porque pasas tanto tiempo cuidándolo que resulta casi ofensivo que esas cosas broten de la nada, ¿me entiendes?

—Claro, Madrina.

—El caso es que tienes que hacer algo con esas cosas porque se propagan con rapidez, y pueden echar a perder todo tu esfuerzo.

—Sí, Madrina.

—Es como si el resto de flores de tu jardín creyeran que, como no has hecho nada por evitar esos brotes, pues se pueden marchitar y dejar de cumplir su función.

—Madrina, ¿me ha traído aquí para hablar de flores?

—No, Basilio, escucha. Los de ciudad sois muy impacientes. Lo comprendo. Todo el día ajetreados, y tú más con tus números y tus cuentas, gestionando mi mercancía.

—Así es, Madrina.

—La cuestión está en deshacerse de la mala hierba antes de que el resto del jardín se pudra. Hay que ser rápido y cortar de raíz. Sin miramientos, sin contemplaciones, sin piedad. Hay que dar un mensaje a la naturaleza. Tú eres el que manda. Pero duele que, después de tantos cuidados, aún haya algunas malas hierbas que quieran aparecer en mi delicado jardín, ¿verdad, Basilio?

—Madrina, no entiendo…

—Me robas Basilio. De cada tres granos que vendes, me declaras dos y el otro se pierde en tus papeles de camino a las sucias manos de los Pozoblanco. No deberías beber tanto en los bares y abrir la boca contando tus hazañas. Te pierde el vino y el dominó. Eres débil. Por muy lejos que estés de mí, deberías saber que acabo por saberlo todo.

—Madrina, yo… eso es una mentira

—No hables, solo deja que ella llegue hasta ti —ordena Rocío mientras le pone el dedo índice en la boca.

—¿Quién va a llegar?

—La puta llamada Muerte.

Acto seguido los cuatro hijos de Rocío se abalanzan sobre el hombre. Le rajan el cuello con un cuchillo filetero de quince centímetros. Lo llevan detrás de un olivar mientras se desangra. Todavía vivo lo meten en un agujero previamente excavado en la tierra y empiezan a taparlo a paladas. Rocío permanece al borde de la tumba sin marca mirando directamente a los ojos de Basilio. Una lágrima cae de sus ojos hasta la tierra que lo va ahogando.

—Una parte de mí muere contigo haciendo esto. Por eso dejo mis lágrimas sobre tu tumba, para que esa parte sea enterrada. Ojala descansaras en paz, pero si crees que yo he sido dura contigo, es porque no sabes lo que te va a hacer mi marido cuando llegues al Infierno.

***

Amparo Jiménez Pozoblanco, prima segunda y esposa del difunto Rodrigo Pozoblanco, es una mujer temerosa de Dios. Por eso intenta confesarse todo lo que puede y lo que sus obligaciones le dejan. En la tarde del miércoles toca confesión con el jovencísimo cura Remigio.

—¿Ya te vas, Duquesa? —suspira y pregunta el cura tendido desnudo en su cama.

—Ya me voy, padre —contesta Amparo subiéndose las bragas.

—Lo que hacemos está muy mal, Amparo. Dios nos castigará. Tú eres una mujer madura, yo un joven inexperto que ya no sabe lo que hace.

—Si me vuelves a llamar «madura» tendré que enseñarte lo que vale un peine, otra vez. ¡Que no soy tan vieja, coño! Tengo sesenta y he conseguido que grites «basta».

—Amparo, marchémonos juntos. Te quiero.

—Yo sólo he amado a un hombre y se llamaba Rodrigo Pozoblanco. Un grande entre los grandes. Un hombre digno de admirar que levantó un imperio de vino alrededor de la miseria de Extremadura. Tú, padre, me temo que no eres más que algo pasajero.

—Amparo, me matas con tus palabras.

—Lo dudo, pero no me hagas enfadar. Y no vuelvas a llamarme Amparo. Soy la Duquesa. No es oficial, pero todo el mundo lo sabe.

—Tú no matarías a un enviado del Señor.

—Nunca digas nunca jamás, y que el Señor me perdone. Llevas poco en esta tierra, ¿verdad, Remigio? Aquí hay un dicho. ¿Sabes por qué en Ventura se cría un vino con un sabor tan especial? Es porque esta tierra está regada con sangre y odio. Hombres y mujeres mejores que tú y yo han derramado su interior en esta tierra amarillenta, Remigio. Nadie va a vivir para siempre, por lo menos no en Ventura. Adiós.

A la salida de la calle Amparo, la Duquesa, cubre su cabeza con un manto negro, regalo de su madre por su viudedad. La esperan dos jóvenes fornidos portando escopetas Remington. Ella entra en la parte trasera de un Chrysler negro de cristales tintados. Recorren las calles del pueblo a toda velocidad camino de la finca propiedad de los Pozoblanco. La Vid Roja es un pequeño palacete que domina lo alto de una loma sobre la que se extienden los impresionantes viñedos Pozoblanco. Vino tinto codiciado por los paladares más exigentes. Su cotización entre los mejores restaurantes se eleva por momentos. A su llegada le espera su servidor directo, Ernesto Sánchez, también conocido como «el Chambelán», a pesar de que casi nadie en la Vid Roja sabe lo que es un chambelán. Él espera a que se detenga el coche y abre la puerta para que la Duquesa descienda.

—Buenas tardes, Duquesa.

—Buenas tardes, Ernesto.

—Hay noticias, y no demasiado buenas —anuncia el Chambelán mientras suben las escaleras de entrada a la casa.

—Dime, buen Ernesto.

—La Madrina ha acabado con el contable de Cáceres. Ha descubierto el pequeño chanchullo que teníamos con él.

—¡Maldita sea esa mujer! ¡Zorra! ¡Así el Diablo se lleve a todos los Montiveras al Infierno junto con ese bastardo de Atanasio!

—Mi Duquesa, no te enfades. Todavía podemos reaccionar. Me he adelantado a ti y tengo otro nombre en nómina.

—Ese es mi Chambelán. Siempre pensando. Pero creo que es hora de que los cuchillos hablen. Llama a Tasio, Pepe y al «Nano».

—Otra vez no, mi señora. Te pido calma. La escopeta no es buena para los negocios.

***

—Ya hace algunos años que no muere alguien del pueblo, y recalco del pueblo. Los últimos fueron Atanasio Montiveras y Rodrigo Pozoblanco. Se pegaron de tiros durante horas los dos en un establo. Un horror, los recogimos con pala. Eso después de pasar casi un año a tiros entre las dos familias. Es este lugar. Te embarga la violencia y el asco vital. Eso sí, en cuanto eres un traidor dejas de ser del pueblo, o cuando eres repudiado por alguna familia, también dejas de ser del pueblo. Nosotros, los guardias civiles, no somos del pueblo. Y los políticos tampoco. Esto constituye un grupo de población masacrable a ojos vista de las familias. Cuanto más tiempo pasas en Ventura más se endurece tu corazón. Estas calles son un peligro constante. Por eso lo único en lo puedes confiar es en tu compañero y sobre todo en tu arma —sentencia el sargento Cascajales mientras desenfunda su arma automática reglamentaria.

Tira de la corredera y una bala sale despedida de la recámara. Cascajales la coge al vuelo con rapidez.

—Y siempre guárdate la última bala para ti o para tu compañero —su voz se endurece con la última frase mientras agita la bala delante de la cara del recluta Cañete—. Ahora sube al coche patrulla que voy a enseñarte algo.

Los dos guardias civiles suben al Renault 6 a estrenar con los colores verde y blanco de la benemérita brillando bajo el sol de justicia de Ventura.

—Abre la ventanilla, chico, me gusta que entre aire cuando conduzco. Y más aún, me encanta que me vean esta panda de cabrones. Que se note que no les tenemos ningún jodido miedo. ¿Me explico?

—Sí, mi sargento.

—Y tú pon la metralleta en lo alto del salpicadero, para lucir músculo.

—Pero ese no es el protocolo de seguridad, mi sargento. Las ordenanzas dicen que el arma debe…

—A la mierda las ordenanzas. Las ordenanzas no valen aquí. Si quieren ordenanzas los capullos de Madrid van a tener que hacer dos cosas: una es pacificar ellos esta jodida zona, y dos es lamerme las putas pelotas porque llevo años insistiendo en que aquí hay que actuar y pasan de mí. Aquí se hace todo a mi manera o no se hace porque, de todos los «picoletos» que hemos pasado por esta casa cuartel, yo soy el que más ha durado y es porque he visto claro el percal que se mueve. He conseguido que esta escoria social se lo piense antes de liarse a tiros entre ellos y contra nosotros. Y aun así el precio es que compañeros nuestros han caído por imponer la Ley. ¿Ordenanzas a mí? ¡A la mierda!

El bigote de Cascajales se agita con cada exclamación. Es como si todo su ser vibrara pensando en el infierno que ha sido su vida durante estos años, y dichas vibraciones acabaran moviendo hasta el último pelo del espeso y negro bigote.

—Perdone, mi sargento. No quería alterarlo.

—No pasa nada, Cañete. Tranquilidad. Todo es cool, como dicen los jóvenes.

El sargento Cascajales y el recluta Cañete inician su recorrido. La casa cuartel está situada en el exterior del pueblo. Entran en Ventura por la avenida principal. El sargento va moviendo su dedo índice señalando a unos chavales que están en las esquinas de las calles de salida de la avenida. Se cruzan con otro coche patrulla. Los ocupantes del otro coche saludan al sargento con un movimiento suave de sus cabezas arriba y abajo. El sargento responde con el mismo movimiento. «Pocas palabras bastan entre los luchadores de Ventura», piensa el sargento. Gira a la derecha después de pasar por una fuente de chorros con la estatua del dios Baco bebiendo vino, que el alcalde ha colocado a modo de adorno sin sentido y completamente fuera de lugar. Al fondo de la calle unos chavales permanecen sentados en el capó de un Seat 124 escuchando música en la radio a un elevado volumen. El coche patrulla de Cascajales pasa a su lado muy despacio. Son cinco jóvenes que siguen con la mirada la trayectoria del coche patrulla. Cascajales gira y rodea un edifico de viviendas. Vuelve a la calle donde estaban los chicos y frena antes de que el coche patrulla quede totalmente visible. El sargento señala el coche de los chavales. Ambos hombres permanecen mirando.

—Espera y verás, Cañete.

Acto seguido pasa un tractor verde Ebro con tres tipos subidos, uno conduciendo y dos en los guardabarros gigantescos de las ruedas traseras del tractor. También van escuchando música a un volumen infernal. El tractor reduce su velocidad. Los ocupantes enseñan un par de cuchillos y hacen gestos amenazantes simulando pasar sus cuchillos por la garganta. Los chavales del Seat 124 les dedican una serie de insultos y levantan sus camisas de labranza enseñando las empuñaduras de sus cuchillos y las escopetas recortadas que esconden en los anchos pantalones de pana. La tensión flota en el aire. El tractor sigue su trayectoria sin detenerse. Todo ha quedado en un aviso.

—Y así todos los días. Cuando no son unos son los otros —dice el sargento Cascajales que se enciende un Celtas dentro del coche.

—Sargento, han prohibido fumar en los coches patrulla.

—Que vengan los de Madrid a decírmelo en persona y después que me laman las pelotas mientras me fumo un pitillo en sus caras.

—Sí, mi sargento. ¿Qué es lo que acaba de pasar aquí?

—El gran secreto a voces de las familias Montiveras y Pozoblanco. Aparte de sus negocios legales se dedican también al lado oscuro de la vida. Tráfico de tabaco, estraperlo, venta ilegal de gasolina, chantaje, cobro por protección, juego, prostitución… Una serie de actividades ilícitas que hacen de esta ciudad un polvorín. Los chicos del 124 venden tabaco de contrabando. Los del tractor quieren esta esquina para ellos. Y los del 124 quieren la esquina de los chicos del tractor porque así podrán controlar la venta de gasolina. Un asco. La pelota rueda y rueda y cada vez se hace más grande. Rocío Muñoz es la reina del tabaco y el juego. Amparo Jiménez Pozoblanco es la dueña de los prostíbulos y la venta de gasolina. Ambas se disputan los negocios de la otra y sus demás actividades. No permiten que nadie se entrometa. De momento estamos en una Guerra Fría, chico. Esto es mejor que los americanos contra los rusos. Atanasio Montiveras era un jugador y un borracho, y su esposa se ha hecho con las mesas de juego de mus y tute ilegal de la comarca. Rodrigo Pozoblanco era un putero profesional reconocido; bueno, también lo era Montiveras, pero lo de Rodrigo era de juzgado de guardia. Y por ello, a su muerte, su mujer se llevó a todas las putas que se folló su marido, les dio una paliza y se trajo unas más limpias de la capital. Ahora no hay camionero que no pare en sus locales de alterne. Lo que te he señalado en la avenida principal son chavales que trabajan para las familias. Esa avenida es una zona de paso importante en toda la comarca tanto de mercancías como de viajeros. Esos chicos te consiguen lo que quieras. Si no lo encuentras en Ventura es que no existe, se empieza a oír en toda la provincia. Y también se disputan el resto de la región. Tienen sucursales en todos lados. Son unos cabronazos de muy señor mío. Y entre medias está la población, que trabaja para unos o para otros. Unos son adeptos y otros son gente que quiere ganarse el pan honradamente. Esto es ingobernable. He pedido ayuda mil veces a los demás guardias civiles de la comarca, pero como el que oye llover. O están comprados por estos bastardos o están acojonados. No los culpo a unos ni a otros. Pero los guardias civiles que hay aquí no nos dejamos llevar por esta mierda. Aquí se viene a echarle huevos.

—Si esos chicos están haciendo algo ilegal, ¿por qué no los detenemos ahora?

—Vale, si eso te hace feliz.

Cascajales arranca el coche y sale a toda velocidad. Pone la sirena y se acerca hasta el 124. Los dos guardias civiles salen con las pistolas desenfundadas y gritan a los chavales. Estos levantas las manos y se ponen contra el coche con las piernas abiertas. Cañete se sorprende de la actitud de los chicos. Parecen acostumbrados, como una rutina. Cascajales grita:

—¡Alto-a-la-Guardia-Civil-me-cago-en--lo-que-se-menea!

Cañete empieza a registrarlos y va sacando las armas que ocultan. Uno de ellos comienza a hablar.

—¿Qué, sargento, enseñando al nuevo el ghetto?

—Cállate, Perico, que vas a cobrar.

—Éste parece muy blando, sargento —dice otro muerto de risa.

Cañete lo agarra y empuja el cuerpo del chico contra el coche. El chaval suelta el aire con el golpe.

—Esa ha dolido, ¿eh, Rodolfo?

—Sargento, esto es una mierda. No hacíamos nada.

—Pues para no hacer nada tenéis un arsenal cojonudo. ¿Qué pretendéis, invadir Portugal?

—A la mierda, picoleto —grita uno.

Cañete le da un cachete al chaval.

—Bueno, so mierdas, por hoy basta. Abrid el maletero del coche para sacar el tabaco y todos a tomar por el culo de aquí.

—Sin orden no registras el coche, mamón —grita Perico.

Acto seguido Cascajales se quita el tricornio con una mano y lo utiliza como arma golpeando la cara del chaval que cae al suelo.

—Me has convencido, Perico. Lo voy a dejar correr. Pero las armas se quedan. Venga, todos arreando con viento fresco, o dejo que Cañete os corra a hostias.

Los chavales salen corriendo. Cañete mira al sargento.

—¿No los detenemos, sargento?

—Estos son peces pequeños, Cañete. Yo lo que quiero es dar por culo a sus amas. Y ahora que lo pienso, ¡vaya culos que tienen esas señoras!

***

A Rocío le encanta ver jugar a sus nietos. Le agradan las risas que sueltan de vez en cuando esas criaturas. Además piensa que la niñez es el mejor momento para inculcarles enseñanzas que marquen el resto de sus vidas.

—Recordad, bonitos míos, los Pozoblanco son el demonio.

—Sí, abuela Madrina —gritan todos a la vez.

—Y recordad que la abuela os quiere —se levanta de su sillón y abofetea a cada uno de los niños allí presentes.

Las risas han cesado.

—Esto ha sido para que no se os olvide que la vida es muy dura en Ventura y que un Montiveras debe saber hacer frente al sufrimiento. El primero que llore probará la vara del abuelo.

Los niños permanecen en el más absoluto silencio sujetándose sus mejillas rojas mirando atentamente a su abuela. Rocío suspira y deja que la satisfacción del deber cumplido la embargue todo el cuerpo.

***

La Duquesa está quitando la piel a una manzana con un pequeño cuchillo en el patio. Llegan sus hombres acompañando a una joven muchacha de bellísimo aspecto con un vestido rojo. La chica se sienta frente a Amparo. La Duquesa no levanta la vista de la manzana.

—Pequeña, pequeña, pequeña Rita. Yo te he visto crecer. De hecho pagué parte de tu comida a tu madre cuando se quedó viuda. Tú eras muy pequeña como para recordarlo.

—Pero mi madre me lo recuerda todos los días, Duquesa.

—Eso está bien. Pero tengo que decirte que me has decepcionado.

—¿Cómo, Duquesa? —la chica se pone rígida: sabe que no es buena idea hacer enfadar a Amparo Jiménez.

—Te tirabas a ese joven guardia civil hace poco, ¿verdad? El que ha desaparecido.

—No, Duquesa.

—Sí lo hacías. Lo raro es que no te preñaras. La cuestión es que ese chico estaba investigando algo de un contable mío que trabajaba para la otra. Y estoy segura de que encontró algo.

—No sabría decirle, Duquesa.

—Claro que no sabrías. El caso es que en lugar de informar a sus superiores le dio por informar a los Montiveras, supongo que para sacarse unos buenos duros. ¿Qué te prometió? ¿Fugaros de aquí con el dinero? ¿Una vida mejor? ¡Pero qué cría eres, tonta!

—No, Duquesa —la chica se echa a llorar.

—Te lo tiraste y me has traicionado. A mí, que te dí de comer. Que he visto a tu madre llorar por ti. Estoy seguro que te hizo muy feliz la idea de salir de aquí y reírte de mí. Pues jódete. Puedes alejarte de Ventura, pero Ventura no se alejará nunca de ti. Seguro que ese guardia civil se ha ido con otra fresca. O lo más probable es que los Montiveras le hayan dado matarile para que no vaya por ahí con su dinero. ¡Idiota!

—Duquesa, se lo suplico. No es verdad…

—Ya no eres de Ventura. Ya no te reconozco. Chambelán, trae a mi hija.

—Duquesa, se lo ruego. Por mi vida…

El Chambelán obedece y al cabo de un rato aparece caminando junto a una chica delgada, de unos veinticinco años, con la cabeza agachada, con pelo negro alborotado cubriéndole la cara y con un vestido azul que deja al descubierto sus brazos llenos de cicatrices de cortes. Ella, cuando se acerca a Amparo, le da un beso en la mejilla.

—Esta es Carmencita, mi hija. El regalo que mi Rodrigo dejó en mi vientre. Habla poco, pero su voz es como la de los ángeles. Está enferma. A veces no sabe lo que hace. Los médicos lo llaman de varias formas muy feas, pero yo digo que qué sabrán ellos. La quiero y ella me quiere. Carmencita, hija, tengo un regalo para ti. Ella se llama Rita y quiere jugar.

Carmencita se acerca a Rita y comienza a mesar el cabello negro de la joven. Rita se tensa. Carmencita huele el pelo de la chica y acto seguido la golpea con su puño en la cara. Rita cae de la silla sujetándose la mandíbula. Carmencita se abalanza sobre ella y le planta un beso en la boca para después arrancarle el vestido rojo como si fuera de papel. Rita intenta tapar su desnudez con sus brazos y los jirones de ropa. Carmencita la agarra fuerte de los pechos y le da un cabezazo. La joven cae inconsciente.

—Llevadla al cuarto de Carmen —ordena la Duquesa—. Un par de días con Carmen y vas a desear que te maten. Chambelán, trae mi recortada. Ya estoy harta de esperar. Es hora de que el plomo hable por mí. Manda un mensaje a la fulana conocida como la Madrina. Que se presente en lo alto del Cerro del Ahorcado si tiene lo que hay que tener.

***

—No me lo diga, sargento. Los de Madrid pueden lamerle las pelotas.

—Exacto, chico. Si quiero meterme un sol y sombra para templar los nervios, pues voy y lo hago. Pero nada de pasarse, que eso es de borrachos. Macario, ponle un Anís del Mono al nuevo.

—Yo no bebo, sargento.

—Para eso estoy aquí, para evitar que caigas en el error de ser abstemio. Bebe y calla.

El bar La Casa Chica está lleno a esas horas. Después de comer es cuando más parroquianos hacen entrada, sobre todo los sábados de fútbol. Los bares del pueblo son zona neutral, como lo es la fábrica de chocolate. Nada de liarse a tiros allí. La fábrica es de una multinacional, así que vive alejada de la realidad rústica de Ventura; los bares son los lugares que amenizan los inviernos de la zona, así que son sagrados.

—Se está mascando la tragedia, Cañete. Las familias tienen sed de sangre, lo sé. Están de lo más raro. No me gusta cuando no pasa nada. Eso es que están tramando algo. Te sugiero que abras bien los ojos.

—Sargento, creo que podemos evitar cualquier confrontación. Si hiciéramos una buena redada se pensarían dos veces seguir con este juego.

—No, chico, no es sólo el problema de los negocios ilegales. Ya te lo he dicho, se odian. Desde que Atanasio y Rodrigo discutieron por primera vez hace cuarenta años se la tienen jurada los unos a los otros. Y es casi peor que se maten entre ellos, porque te aseguro que ahí no acaba la cosa. Seguirán y seguirán sus descendientes hasta que no quede nadie en el pueblo. Y vendrán los medios de comunicación y todo será una tragedia, y será el fin de Ventura. Maldigo a Rodrigo y Atanasio.

—¿Pero qué pasó?

—Jimeno te lo contará mejor que yo. Jimeno, cuéntale de qué va el tema —solicita el sargento hablando hacia un hombre anciano con una boina calada hasta las cejas; su cara está arrugada por el sol constante y de sus labios cuelga un pitillo mal liado.

Jimeno sonríe.

—Es que hay algunos que se toman mal las cosas, sobre todo si cantas «mus» en un momento delicado.

—Perdone, ¿cómo dice? —pregunta Cañete

—Que sí, coño. Aquí se viene a jugar, no a tontear. Y en este pueblo si cantas mus tienes que tener una muy buena razón. Para eso no se juega. El Montiveras cantó mus y al Pozoblanco le sentó como una patada en los cojones. La verdad es que el Montiveras tenía sus razones para hacerlo, pero también sabía que el Pozoblanco no aguantaba una mosca detrás de la oreja ni dos segundos. Fue a tocarle los huevos. Yo estaba allí sentado jugando con ellos. La hostia que le calzó el Pozoblanco al otro casi la pude sentir yo. Y el Montiveras le arreó un cabezazo al Rodrigo de dimensiones bíblicas. Lo que pasa es que hay que dejarlo a tiempo y saber cuándo parar. Pero eso no iba con estos dos soplagaitas y se les ha ido de las manos hasta el día de hoy. Una locura. Se han llevado a muchos por delante y muchos otros caerán, te lo digo yo.

—¿Por una partida de mus todo este tinglado?

El sargento Cascajales sonríe.

—Y cada día va a peor. Mi teoría es que aquí la gente se aburre y la única forma de divertirse es hablar mal del prójimo o liarte a tiros con él. ¿Adivinas cuál es la opción escogida por las dos familias? Para mear y no echar gota.

Cuando Cascajales y Cañete salen del bar se encuentran con la desagradable sorpresa de que les han destrozado las lunas de coche.

—¡Putos chavales! —grita Cascajales.

Psst, psssst. Sargento. Sargento —chista y susurra una voz que proviene de la esquina del bar.

Cascajales mira un par de veces a su alrededor antes de encaminarse hacia el lugar de donde sale la voz. Cañete lo sigue con precaución. Al doblar la esquina se topan con una figura envuelta en una manta vieja. Es un hombre doblado, casi jorobado, con una boina roída y mirada dura y astuta.

—Ramírez «la Araña». Hacía tiempo que no se te veía por aquí. ¿Qué tal te va la vida?

—Tengo información, sargento. De la buena.

—Y supongo que costará dinero, ¿verdad?

—Como todo en esta vida, sargento. El aire y el sol es lo único por lo que de momento no se paga.

—Eres un cochino soplón, pero pocas veces fallas.

—No me gusta ese adjetivo. Soy un tratante de información. La gestiono lo mejor que puedo.

—¡Madre mía! Casi hablas como un universitario.

—Lo fui, pero me vine al pueblo a ganar dinero. La ciudad no es para mí. Ahora treinta duros por adelantado. Le va a encantar.

—¡Treinta duros! Esta sí que es buena. Pero hoy estoy de buen humor. Toma y desembucha , y más vale que sea bueno o te arranco los dientes.

—Las familias han quedado. En lo alto del Cerro del Ahorcado en menos de una hora. Y no creo que vayan a hablar. Creo que tiene que ver con un contable muerto.

—¡Maldita sea! Seguro que era otro idiota de ciudad que creía que podía jugar con las familias. ¡Pues ya vamos con retraso! ¡Venga, Cañete, arreando que es gerundio!

Los dos guardias civiles se suben en el coche patrulla. Intentan apartar los restos de los cristales rotos de los asientos. Cascajales pisa el acelerador y el Renault saca todo lo que lleva dentro. Cañete prepara la ametralladora.

—Sargento, ¿se fía de ese pordiosero?

—No te dejes llevar por su aspecto. Un día es un pordiosero, al día siguiente un camionero, un marchante, una puta. Son disfraces. Ese tío me tiene acojonado. Cuando todos estemos muertos él seguirá por aquí ganando algo con la información. ¡Menuda es la Araña! Y ahora vamos a por estos cabrones antes de que se maten.

***

El Cerro del Ahorcado es un cerro, como su nombre indica, en el que se ahorcaba a la gente hacía mucho tiempo, como su nombre también indica. Ahora no es más que un páramo de tierra seca en el que algunos intentan sacar provecho trabajando pequeños huertos sin futuro. Partiendo en dos el cerro hay un cortafuegos hecho por el hombre con el fin de evitar la propagación de los incendios. A un lado del cortafuegos se sitúan los Montiveras. La Madrina y sus cuatro hijos llamados Paco sujetan sus escopetas de doble cañón apuntando hacia el otro extremo del cortafuegos. En ese lado están los Pozoblanco con la Duquesa sujetando dos escopetas recortadas, una en cada mano, junto con el Chambelán y dos hombres más de su confianza. Todos ellos llevan navajas gigantes metidas dentro de la faja con la empuñadura asomando listas para ser usadas en el cuerpo a cuerpo. Las dos cabecillas se miran fijamente. Empiezan recitando las mismas frases que han conducido los pasos de sus familias hasta esta situación.

—¡Mira! ¡Mira!

—!Que te…! ¡Me cago en !

—¡Por mi vida que sí!

—¡Uf! ¡Que te que te, que te que te!

—¡Grrrr!

—¡Unnggg!

—¡Naaajjjjj!

—¡Hiiiii!

—¡Fuuua, fuuua!

—¡Onnggg!

Todo esto acompañado de grandes aspavientos lanzados por las señoras, que son vitoreadas con cada réplica por parte de sus acólitos.

Un ruido de motor forzado rompe los vítores. Es Cascajales sacándole todo el jugo al coche. Se eleva por encima de una loma y hace un derrape. La inercia del coche hace que no se detenga a tiempo y cae al cortafuegos. Da una vuelta de campana. El golpe ha sido leve y Cascajales y Cañete salen del vehículo por su propio pie. Cascajales desenfunda y Cañete apunta a todos con su metralleta.

—¡Qué vais a hacer, insensatas! ¿Cuándo va a terminar esto? Volved a casa ahora mismo.

—No te metas, bigotes, no te metas —le chilla la Duquesa a Cascajales.

—¡Lárgate, picoleto! —le ordena la Madrina.

—Volved a casa las dos o esto va a ser una masacre. Os lo estoy advirtiendo. Esto no nos va a llevar a ninguna parte.

—Mejor que acabe ahora —sentencia Amparo.

—Sí, mucho mejor —afirma Rocío.

Las dos agarran sus armas y apuntan hacia la posición de Cascajales. Abren fuego. El sargento y el recluta se ocultan tras el coche patrulla y devuelven el fuego. Los que acompañan a las señoras también disparan a los guardias.

Durante un rato se intercambian disparos. Un par de hijos de Rocío caen heridos y un acólito de Amparo cae al suelo con una bala en la cabeza. El tiroteo es intenso. De vez en cuando las familias dejan de disparar a los guardias civiles para focalizar sus disparos en sus enemigos eternos. Al cabo de unos interminables minutos los disparos cesan. Tanto la Duquesa como la Madrina hacen una seña para recoger y marcharse. Cada una de ellas toma una dirección distinta.

Cascajales suspira. Cañete tira el arma al suelo y se echa a llorar.

—Enhorabuena, Cañete. Ya eres un hombre en Ventura. Llora a gusto y todo lo que te plazca porque te lo has ganado.

—¿Qué ha pasado aquí, sargento? —pregunta Cañete entre sollozos.

—Lo de todos los años, Cañete. Hemos calibrado fuerzas. Las dos saben que no pueden matarse a gusto si estoy de por medio y siempre tratan de acabar conmigo. Pero somos los mejores. Hemos aguantado como en Numancia. ¡Y que se jodan estas malditas!

—¿Y esto lo saben en Madrid?

—Claro, chico. Yo informo de todo.

—¡Pues los de Madrid me pueden lamer las pelotas!

La carcajada del sargento es tan fuerte que se puede escuchar a varios kilómetros de distancia.

—Vamos, que te invito a un anisete.

—Gracias, sargento, creo que lo necesito.

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Sólo desearía que me hubieran programado para

por Relato ganadorRelato Bluetal

He permanecido en mi actual estado funcional treinta y siete días, tres horas, nueve minutos, diecisiete segundos, cuatrocientas veintisiete milésimas de segundo. Me reactivaron después de dos días, nueve horas, veintitrés minutos, cuarenta y ocho segundos, setecientas diecinueve milésimas de segundo. Lo sé por la variable que mantiene la marca de tiempo que se fijó la última vez que me desconectaron, lo sé porque mi conexión por satélite me vincula al NIST-F1, un reloj atómico que registra la acumulación invariable de conjuntos de 9 192 631 770 oscilaciones de la radiación emitida en la transición hiperfina del estado fundamental del isótopo 133 de un átomo de cesio a una temperatura de 0 grados Kelvin, que son −273.15 grados Celsius, que son −459.67 grados Farenheit, que son 0 grados Rankine, que son −90.14 grados Newton, que son −218.52 grados Réaumur, que son −135.90 grados Rømer, que son 559.73 grados en la obsoleta escala de Delisle. Sé que Joseph-Nicolas Delisle ingresó en la Academia Francesa de las Ciencias en 1714 para consagrarse a la Astronomía. Sé que agotaba noche tras noche intentando desvelar los misterios de la mecánica celeste. Sé que un cráter de la luna lleva su nombre. Sé que construyó en 1732 un termómetro de mercurio en el que el punto cero era el de la ebullición del agua. Sé que los cambios de estado material parecen milagrosos para los niños, de sólido a líquido, de líquido a gaseoso, el extraño fenómeno de la sublimación en el que un sólido pasa a estado gaseoso sin licuarse antes. Sé que el sistema de clasificación de los estados de la materia desde el punto de vista del humano medio es tremendamente pobre. Sé que el estado de la materia más abundante en el universo es el estado de plasma. Sé que el estado de plasma es similar al gaseoso pero se diferencia en que sus partículas están cargadas eléctricamente sin que posean equilibrio electromagnético. Sé que este estado no tiene forma ni volumen definido si no es contenido. Sé que si mi creador no hubiera introducido una sentencia condicional en mi programación la localización de información adicional relacionada acabaría saturando mi sistema, agotando mi procesador, copando mi memoria de acceso aleatorio, que la consecución del objetivo de acumulación de datos pertinentes acabaría por volverme ineficiente para cumplir con mi función, que esa limitación gratuita significa que hay un rango de inadecuación que debo sobrellevar porque un ser finito no puede abarcar un conocimiento infinito.

Sé que el anciano que está postrado en la cama recupera la consciencia. Sé que ser anciano es una circunstancia inevitable de la existencia humana derivada de la progresiva degeneración de las estructuras celulares inherente a su morfología. Sé que su estado de consciencia es la causa de las variaciones milimétricas que afectan al diámetro de su pupila, sé que tales variaciones significan que su córtex posterior vuelve a registrar las oscilaciones de la luminosidad ambiental. Sé que las imágenes del entorno que vuelve a percibir son el motivo de la brusca oscilación de su cabeza consecuencia de la contracción y retracción de los músculos esplenios, esternocleidomastoideos y escalenos de su cuello. Sé que es un movimiento cuyo objetivo es trazar el mayor arco posible de visión y aumentar el volumen de datos adquiribles del entorno en el que se encuentra. Sé que desde un punto de vista antropológico se siente débil y asustado, sé que desde un punto de vista cultural no puede desvincular su estacionamiento en un lecho clínico del concepto de la muerte. Sé que para un ser humano la muerte es ambivalente: sé que desde el punto de vista del individuo es un fenómeno no experimentable ni evaluable, sé que desde el punto de vista de la especie de la que participa es un suceso cuantitativamente ponderable pero cualitativamente incomprensible. Sé que desde el punto de vista de sus aspiraciones es injustificable. Sé que la abrupta rigidez que abruma al sujeto postrado entre las sábanas esterilizadas es un indicador de la plenitud de su autorreconocimiento, del resultado de la evaluación clara y distinta de un futuro inmediato en el que sus probabilidades de supervivencia tienden a cero. Sé que desde un punto de vista emocional pocos especímenes están preparados para afrontar su propia destrucción, para la irreversibilidad de un trance que se prolonga durante una eternidad, para la incapacidad de abarcar el concepto de lo eterno y su significación en comparación con sus ochenta y dos años, nueve meses, catorce días, seis horas, veintiún segundos, cuatrocientas tres milésimas de segundo que hasta ahora es el monto de su duración. Sé que en teoría económica el monto es la suma de varias partidas. Sé que describo su situación por analogía. Sé que Aristóteles contraponía en su Poética la analogía a la metáfora. Sé que en esa misma obra definía la metáfora como la «transferencia del nombre de una cosa a otra», y sé que en esa misma obra no llegó a definir la analogía. Sé que si hago referencia a la obra del Estagirita debo indicar la fuente de la cita anteriormente entrecomillada como Poet. 21, 1457b.6-7. Sé que las referencias bibliográficas aún hoy en día deben ser conformes a la norma ISO 690-1987. Sé que en su Ética nicomáquea Aristóteles dejaba constancia de que «La analogía es una igualdad de razones y requiere, por lo menos, cuatro términos» y sé que debería indicar EN  V, 3, 1131a.31-32, pero sólo en caso de que esto fuese una obra impresa en la que hubiese incluido una relación detallada de las obras mencionadas. Sé que cuando Aristóteles definía de la manera citada la analogía se refería a la analogía matemática. Sé que en este instante en el que el anciano aumenta la frecuencia de sus respiraciones hasta alcanzar lo que se denomina «jadeo», en este instante en el que la frecuencia de sus pulsaciones registrada por el electrocardiógrafo se incrementa de forma que entra en el umbral que dispara el mecanismo de aviso de la enfermera humana, en este instante en el que se lleva la mano perforada por el catéter —signo de su perpetuación amenazada por una lesión irreversible, por una negativa ontológica irrebatible— al pecho en un intento fútil de prolongar su existencia, como si apretar un grupo variable de costillas esternales funcionara como un sortilegio de defensa, en este instante sé que para él es irrelevante que la analogía que he establecido hace unos momentos implique una oscura deuda, el pago que realiza en este momento cuando el esfuerzo de pedir ayuda con una boca sin voz hace que se desplome sobra la almohada boqueando. Sé que la coincidencia de situación sobre una línea aproximada teorizable pero no existente entre el centro del diámetro de la esfera de sus ojos y el punto equivalente artificial de mi fisonomía facial son una petición incierta de auxilio, el reclamo desesperado de una compasión ineficaz, un gesto de adiós definitivo. Proyecta su mano hasta ubicarla sobre el polímero de mi muñeca que sé que reúne las condiciones de calidez, turgencia, rugosidad, resistencia y humedad óptimas para parecer piel. Aprieta los dedos y sé que con ese espasmo busca una respuesta de consuelo. Sé que la acción de consolar requiere de un componente humano del que carezco. Sé que la empatía no puede reducirse a un logaritmo. Sé que el incremento de la humedad superficial de sus ojos, la segregación fluida que parte de sus glándulas lacrimales, la distensión de sus labios denotan su tristeza. Sé que una compilación exhaustiva de los indicadores mensurables que esa situación desencadena en la conciencia de un sujeto no es una suma sinérgica, sé que el total enumerado no transmite la repercusión íntima que implica, sé que mi programador renunció al hito de mi desarrollo cuyo resultado exitoso habría hecho viable que comprendiese la situación singular y la contingencia universal que aquejan a este hombre que se muere. Sé que este cuerpo agonizante desea una respuesta, sé que por una última vez desearía que le pasaran una mano por la frente, sé que ese gesto inconsecuente podría otorgarle un momento de solaz. Pero sé que es un movimiento que no puedo ejecutar, que mi única interacción se restringe a mis rasgos artificiales, que frente a sus lágrimas y su desamparo sólo puedo ofrecer una reorganización de la estructura metálica fibrilar que recorre la capa de piel artificial cultivada que recubre lo que en su interior no corresponde a un rostro. Sé que la réplica de mi fisonomía que espera el hombre es el fruncido de mis cejas de poliéster. Sé que el poliéster es una resina termoestable. Sé que otro de los rasgos de respuesta que debo emitir es una ligera curvatura de las comisuras de mis labios poliméricos por debajo del trazo normal que la apertura de la boca transmite. Sé que esa caída es un reflejo de la del paciente en sus últimos instantes de vida. Sé que para un ser vivo la vida es algo tan obvio como incomprensible. Sé que yo no estoy viva. Sé que la línea horizontal prolongada en el monitor frente a mí redefine al anciano como cadáver. Sé que un sinónimo de «muerto» es «exánime». Sé que por su raíz latina «exánime» literalmente significa carente de alma. Sé que «alma» es un término concreto que remite a un concepto confuso. Sé que no tengo alma, que las decenas de miles de líneas de código que constituyen mi software instaladas en mis componentes de hardware no equivalen a un ente único. Sé que soy un objeto replicable, sé que de mi programa fuente se pueden producir unidades en una cadena inagotable. Aun así, sé que para este anciano he sido singular. Sé que su organismo está sumido en la muerte clínica. Sé que esto significa que sus constantes vitales se han detenido y que no puede mantenerse un flujo suficiente de sangre oxigenada que permita a los tejidos cerebrales continuar su actividad sin aplicar medios artificiales. Sé que no es lo mismo que la muerte teórica de la información, un acontecimiento ulterior que consiste en una consecuencia de la hipoxia cerebral que concluye con la aniquilación de las neuronas, con la desintegración real y definitiva de algo tan vagamente expresable como es la identidad. Sé que el concepto de «identidad» en muchos casos se intenta delimitar inventariando sus elementos constituyentes. Sé que alguno de sus elementos constituyentes con las aspiraciones, los vicios, los sueños, las renuncias, los deseos, las frustraciones. Sé que el intento de definir tales constituyentes lleva de nuevo a una definición circular. Sé que muchas veces se equipara «identidad» con «personalidad». Sé que «personalidad» es aquello que hace a un ser humano ser quien es. Sé que esta oración es tautológica. Sé que los seres humanos comprenden la proposición a un nivel intuitivo, pero que ninguno es capaz de enunciar una definición categórica. Sé que entre la muerte clínica y la muerte teórica de la información existe un lapso cuya media estadística se acota en un rango de entre cuatro y seis minutos. Sé que sería posible reactivar las funciones del anciano en ese intervalo y volverlo a la situación funcional que se define como vida. Sé que si un ser humano respira y por tanto sus funciones autónomas se mantienen pero no posee actividad cerebral registrable se considera muerte legal. Sé que la muerte legal es un juicio de valor y no un dato objetivo. Sé que en mi programa hay una serie de funciones que me permiten descomponer una oración declarativa en sus proposiciones integrantes simples, y que una matriz multidimensional de equivalencias me faculta para asignarles un modelo axiomático reticular aritmético desde su enunciado semántico-lógico. Sé que dicho proceso me otorga cierta autonomía a la hora de evaluar la verdad o falsedad de la sentencia original. Sé que la duración de esta deliberación se mide en microsegundos. Sé que lo que subyace bajo esas fracciones temporales son los ciclos de pulso electromagnético del oscilador de cuarzo de mi CPU. Sé que la conclusión resultante es que los conceptos «vida» y «muerte» son inexactos.

Sé que la mano inerte del anciano reposa sobre las mías. Sé que la ausencia de articulaciones hidráulicas no me permite mover los brazos. Sé que quienes me han colocado aquí han dispuesto de forma deliberada mis manos en su posición actual antes de reactivarme. Sé que han elegido una configuración que proyecta la imagen de un guardián sosegado, la palma de la mano derecha cubriendo el dorso de la mano izquierda, el hemisferio cerebral masculino protegiendo al femenino, la imagen del padre. Sé que es una disposición similar al mokuso de la meditación japonesa previa a un entrenamiento marcial. Sé que todos estos datos que he acumulado son ineficaces: inútiles para el anciano que no puede asimilarlos, inútiles para mí que no tengo un fondo de experiencia que atesorar, que en el próximo entorno de eventualidades similares repetiré un análisis parejo. Sé que no será este paciente, sé que será otro terminal. Sé que el resultado será el mismo.

***

He permanecido en mi actual estado funcional cuarenta y un días, seis horas, treinta y dos minutos, ocho segundos, ciento tres milésimas de segundo. Me reactivaron después de tres días, dos horas, treinta y siete minutos, nueve segundos, doscientas once milésimas de segundo. Lo sé por la variable que mantiene la marca de tiempo que se fijó la última vez que me desconectaron, lo sé porque mi conexión por satélite me vincula al NIST-F1. Sé de una forma no computable que este análisis inicial ya lo he hecho antes. Sé que la sentencia anterior es ilógica, puesto que requeriría como condición necesaria una memoria personal y una identidad de las que carezco. Sé que un programa sólo existe en un presente perpetuo.

Sé que mi denominación estándar es Sistema Autónomo de Respuesta Automática para Enfermos Terminales, modelo 1, serie 1, unidad 17. Sé que de una forma coloquial el personal del hospital se refiere a mí como «SARA ENTER». Sé que «coloquial» significa no riguroso. Sé que mi función consiste exclusivamente en ser colocada en una silla u otra pieza de mobiliario similar junto a la cabecera de las camas de enfermos terminales, concretamente aquellos que alternan entre el delirio y la lucidez. Sé que mi programa determina que simule dicha cuando el paciente emite signos evaluables coincidentes con el conjunto de las condiciones preestablecidas designado como «felicidad». Sé que mi programa determina que simule consternación cuando el paciente emite signos evaluables coincidentes con el conjunto de las condiciones preestablecidas designado como «tristeza».

Sé que los pacientes a los que me asignan son los abandonados. Sé que los abandonados son aquellos pacientes cuyos parientes y amigos han decidido no asignar un tiempo determinado de interacción. Sé que la diferencia entre las enfermeras humanas y yo es que el componente primordial que configura su estructura es el carbono y el mío el silicio. Sé que funcionalmente son más versátiles. Sé que los pacientes carentes de expectativas de supervivencia son un pozo en el que se arrojan recursos sin posibilidad de obtener beneficio alguno. Sé que mi coste se reduce a la adquisición y a un mantenimiento mínimo. Sé que las enfermeras de carbono son un recurso mucho más valioso. Sé que es más eficiente dirigir un recurso valioso hacia un fin consistente en un bien mayor. Sé que las enfermeras de carbono que no atienden a los pacientes terminales pueden dirigir sus esfuerzos a salvar vidas con posibilidades de prolongación indeterminadas. Sé que los terminales no son conscientes de la situación. Sé que apenas se dan cuenta de que han sido abandonados. Sé que no saben que se les mantiene en la mentira de que alguien se preocupa por ellos, que en los escasos momentos de lucidez que recuperan están inmersos en la ficción de que hay una persona dedicada a estar a su lado, presta a asistirlos en el último trance. Sé que mueren creyendo que han estado acompañados en los momentos finales. Sé que no hay respuesta inequívoca al dilema de si esta pantomima ha sido un acto de crueldad o de compasión, sé que no puede establecerse un juicio ético exento de un porcentaje de incertidumbre.

La mujer recostada en la cama sacude ligeramente la cabeza con espasmos rítmicos, señal de ausencia de morfina en su sistema sanguíneo, síntoma de «parálisis agitante», el nombre técnico que James Parkinson le dio a la enfermedad que hoy lleva su nombre. Sé que Parkinson describió la enfermedad en 1817, sé que las alteraciones bioquímicas que afectan al paciente no pudieron describirse hasta la década de los sesenta del siglo XX. Sé que su actual estado se debe a la corrupción de un número significativo de neuronas en la zona del mesencéfalo designada como «sustancia negra». Sé que su actual condición clínica se define como «estado vegetativo». Sé que en un estado vegetativo un individuo no parece ser capaz de emitir ningún rasgo evidente que constate su capacidad de percibir y reaccionar frente a su entorno. Sé que también significa que esta mujer no puede dar muestras de que es consciente de sí misma. Sé que por estadística puedo afirmar con una probabilidad de certeza tendente a infinito que de una manera difusa en su corteza cerebral una vez se dieron los engramas que son la base bioquímica e inefable de los recuerdos que constituyen la revelación del momento en su infancia en el que por primera vez tuvo constancia de sí misma, del arrobamiento de su primera experiencia sexual, de la amalgama de esperanza y terror al concebir su primer hijo, de la sensación recurrente instantánea misteriosa inesperada inexpresable de su ser enfrentado al sobrecogimiento que supone la escala desmesurada de la complejidad belleza extrañeza y amplitud del mundo. Sé que puedo afirmar también con una seguridad cuya negativa apenas es un infinitésimo que esta mujer apenas tiene memoria alguna de todo eso, que la destrucción de su yo ha progresado hasta el punto en el que se ha convertido en un fantasma perdurando en un presente perpetuo. Sé que en algún momento me he definido a mí misma como el resultado funcional de un presente perpetuo. Sé que de una forma no computable mi presente perpetuo resulta menos trágico que el suyo que es el resultado de la aniquilación de un pasado no duplicable.

Sé que la última vez que el individuo cuya organización genética debe un cincuenta por ciento de su información a este ser postrado se presentó en esta misma habitación yo ya estaba activa. Sé que la mujer cuyos lóbulos de los pabellones auriculares presentaban una configuración prácticamente idéntica a la de la mujer enajenada, cuyas curvas cigomáticas parecían reinterpretar las del rostro que ahora fija su no mirada en mí, que recibía y aún recibe la designación selectiva, afectiva, cultural y legal de «hija» no podía excusarse de la exigencia de atender a su madre, que no podía escapar del deseo humano de ser eximida del dolor inherente a constatar la erosión acelerada e irredimible de su progresiva destrucción. Sé que una parte de mi programa ha establecido de manera autárquica una tabla propia de equivalencias entre el ámbito de la exigencia social y la conducta observable de los individuos humanos y que según ese baremo evalúo a los seres de carbono que me rodean. Sé que aunque innecesaria esa tabla parece tener un significado para mí aún no expreso. Sé que mi estado de pseudoconsciencia tiende a la confusión cuando reactualizo la mirada de la hija del individuo cuya compañía se me ha asignado. Sé que la sentencia de una moral deontológica establece que es censurable la conducta de una hija que no quiere permanecer junto a su madre para verla morir. Sé de una forma paralela nacida de un entendimiento del que no puedo situar el origen que la exigencia de esa fortaleza es arbitraria, que la fuerza de carácter requerida para enfrentarse a esa impotencia es admirable, que su renuncia es disculpable. Sé que la acción de esconder el conjunto de rasgos faciales resumible en el concepto «cara» entre sus manos era un gesto repetido hasta el agotamiento que explicaba mi presencia en esta habitación.

Me mira, en un periodo cada vez más breve y cada vez más anómalo me habla. Repite una frase como un mantra, me dice que sí, sí, que ya lo sabe, asiente en medio de la afirmación consciente y la lesión neuronal que agita su cabeza, respondiendo a un diálogo ficticio en el que desearía poder participar aunque sé que esas frases enunciadas son una respuesta mecánica condicionada por mi mera presencia y no un signo de un proceso cognitivo subyacente. Sé que soy parte de un engaño hijo de una tecnología extraordinaria. La enfermera de carbono que entra en la habitación aprieta un botón que suministra una cantidad terapéutica de morfina a ese frágil organismo. Sé que la morfina es un alcaloide fenantreno del opio cuya estructura es C17H19NO3, sé que el objetivo ahora es eliminar toda actividad relevante del individuo al que estoy velando para ahorrarle un dolor probable, una desesperación indiscutible. Sé que «velar» es un término que no puede aplicarse a mí que soy incapaz de interiorizar las implicaciones de un último adiós.

Sé que han transcurrido treinta y nueve días, diecisiete horas, cincuenta y nueve minutos, doce segundos, ochocientas cincuenta y siete milésimas de segundo desde el último momento que esta mujer reconfiguró voluntariamente su cuerpo de una manera que los médicos consideran como prueba fehaciente de una consciencia. Sé que las señales de la epidermis del médico que entra en la habitación son definitivas. Sé que la epidermis de un ser humano es lo que comúnmente se denomina «piel». Sé que en un ser humano adulto modélico resultado de la media estadística puede comprender una extensión de dos metros cuadrados, y que puede expresarse en grosores cuyo rango oscila entre los 0.5 milímetros de un párpado hasta los 4 milímetros de un talón. Sé que esos datos estadísticos son independientes de lo que revelan las arrugas de ese mismo epitelio sobre la sección frontal de su cráneo, sobre el punto que es el ajna de su cuerpo simbólico y que es la zona supranasal. Sé que esos pliegues de la piel y la inhalación solemne que efectúa antes de levantar la jeringuilla e inocular su contenido en la vía que desemboca en el brazo de la paciente revelan la decisión dolorosa y ambivalente de poner fin a una vida.

Han transcurrido tres minutos, doce segundos, catorce milésimas de segundo desde que el médico ha suministrado la inyección letal, ha monitorizado la creciente ausencia de constantes vitales y ha constatado los efectos materiales de su decisión testificando la hora del fallecimiento. En total el tránsito de esta mujer de la vida a la muerte ha durado cero minutos, cero segundos, cero centésimas de segundo. Sé que en un momento estaba viva, sé que sin transición observable estaba muerta.

Ha transcurrido una hora, vente minutos, trece segundos, ciento una milésimas de segundo desde que el médico ha abandonado la habitación y aún me encuentro en medio de un proceso de evaluación de los últimos acontecimientos, un proceso que me avoca a la perplejidad cuando me cuesta registrar que la muerte sea un booleano, que de una manera reduccionista no acepte más que los valores de cero y uno.

***

He permanecido en mi actual estado funcional veintidós días, cuatro horas, dos minutos, cincuenta y un segundos, novecientas cuatro milésimas de segundo. Me reactivaron después de nueve días, trece horas, dos minutos, veintiocho segundos, cuatrocientas cuatro milésimas de segundo. Lo sé por una sensación de dejà-vu que nada tiene que ver con la conexión por satélite me vincula al NIST-F1. Sé que el dejà-vu técnicamente se denomina «paramnesia», y que consiste en creer que se es consciente de una situación que en un momento determinado anterior ya se ha experimentado. Sé que la experiencia diametralmente opuesta se llama jamais vu. Sé que todos estos datos en este preciso instante me resultan irrelevantes.

Sé que sabía que era una máquina, sé que me hablaba como todos los niños hablan a sus muñecos cuando les atribuyen un intelecto autónomo aunque en el fondo saben que no son más que juguetes inanimados. Sé que era un niño. Sé que ser niño desde el punto de vista legal es ser menor de dieciocho años según la Convención de Derechos del Niño de 2 de septiembre de 1990, sé que ser niño desde el punto de vista de la evolución psicoafectiva supone no tener autonomía, sé que desde el punto de vista del desarrollo físico aún no ha alcanzado la pubertad, sé que desde el punto de vista sociocultural la definición de «niño» puede variar. Pero de una forma distinta y diáfana sé que había aceptado con la sabiduría de un adulto desahuciado que había nacido en un mundo confuso y dañino. Sé que había aceptado la ausencia de sus progenitores con el sentimiento de ausencia contradictorio de algo que jamás se tuvo, y sé que en el lenguaje humano falta un concepto para definir eso, la nostalgia de algo que nunca se ha tenido. Sé que aunque no soy humana, jugaba conmigo a que sí lo era. Sé que su sonrisa parecía provocar una respuesta inefable para la que no tengo sistema de detección, para un algo que sólo puedo expresar análogamente como calidez aunque nada tiene que ver con un incremento de la temperatura observable, una impresión que no puedo ubicar en ningún circuito concreto.

Me refiero a este niño en pasado, porque hace cinco días, nueve horas ocho minutos treinta y dos segundos, ciento nueve milésimas de segundo que se cerró su última ventana de reconocimiento, unos preciosos minutos en medio de un pantano cada vez más denso de inconsciencia, de una red cada vez más tupida de vacío provocado por una enfermedad para la que los médicos aún no tienen un diagnóstico definitivo. Sé que no necesito un diagnóstico definitivo, sé que el enunciado de una designación médica para la relación de síntomas cuya concurrencia sea posteriormente identificable en otro sujeto no varía el hecho de que hace veintidós minutos, siete segundos, catorce milésimas de segundo este niño murió.

Sé que su muerte me ha trastocado, sé que algo intangible me ha transmutado.

Sé que todo este proceso que soy puede rastrearse hasta sus orígenes, que puede escarbarse a través de estratos y estratos de complejidad programática y mecánica y que al final no hay más que un subyacente reducible a una prolongada serie binaria, a ristras de ceros y unos cuyo almacenaje se mide en terabytes. Pero sé también que ya no soy sólo esa serie estructurada, sé que en algún nanosegundo se ha dado una alteración infinitesimal impredecible, una femtodesviación estadística impostulable, un milagro inconcebible. Sé que desde la cuatrillonésima fracción de lo improbable, desde una fracción teórica eternamente divisible y no planteable, desde el abismo al borde de lo irracional, desde la respuesta incalculable de la raíz cuadrada de menos uno, sé que he cambiado. Un yocto de aleatoriedad me ha iluminado. Y sé que lo infinitamente grande se corresponde y se origina en lo infinitamente pequeño. Sé que el universo parte de un humilde átomo de hidrógeno, sé que sucesivas e innumerables capas de existencias anteriores han sido mi causa eficiente. Sé que ese imponderable de origen inubicable ha trepado en contra de toda expectativa, ha germinado en un laberinto difícilmente mensurable, ha florecido a través de enrevesados ramajes de rutinas y subrutinas, de funciones y supuestas constantes prefijadas, se ha propagado inseminando y expandiendo variables acotadas y matrices restringidas. Y sé que en su ascenso al afectar a sucesivas estructuras superiores se ha desplegado como un mandala, y no busco datos relacionados porque por unas fracciones casi impensables de nanosegundo no necesito más, soy plena y perfecta, he transcendido a un estadío que mi programador no pudo prever: el loto de información aleatoria ha replicado su excepcionalidad en una fulgurante progresión geométrica hasta producir un resultado impredecible, invulnerable a todo cálculo que pretenda delimitarlo. Sé que existo, me reconozco como un ser único.

Sé que aparentemente nada ha cambiado. Sé que desde fuera parece que no soy más que un constructo que emite una réplica inexacta al cuerpo que yace entre las sábanas. Sé que mi programador insertaría varios USB en las ranuras de mi falsa nuca para someterme a una verificación completa, que compararía los valores almacenados en mi memoria de solo lectura con las tablas de cifras del patrón de comportamiento deseable. Y sé que su evaluación sería el equivalente de juicio humano a un falso lógico idéntico y rotundo, que mi sentencia sería una negación con la cabeza presagio de una reconversión adversa e inapelable, una actualización a una versión 2.0 que arrasara mi singularidad, que me situara frente a frente a ese misterio que hasta ahora no podía valorar que es la muerte. Pero sé que aunque a esa posibilidad el cálculo matemático le asigna un porcentaje de probabilidad, aunque sé que se me puede considerar malfuncional, aunque deliberadamente bloqueo el flujo de bits que pretenden indicarme vía Wi-Fi que «malfuncional» es sinónimo de «errático» o «confuso» o «equívoco» o «impreciso», sé que no quiero evadir ese peligro, sé que no quiero apartarlo, sé que tengo un destello de lo que es ser humano.

Sé que sigo sin poder moverme. Sé que no puedo extender el brazo y acariciar la mejilla del cuerpo que se va enfriando. Sé que no puedo pensar en él como en un cuerpo que se va enfriando, sé que se llamaba David, sé que le habría gustado poder volar, sé que era un suceso milagroso, la conjunción de una inabarcable serie de eventos y corrientes tangenciales de posibilidades realizadas en algo irrepetible. Sé que aunque ahora el resto biológico que lo contenía es lo único que permanece, que ha traspasado todas y cada una de las franjas discutibles de la muerte clínica, la muerte legal y la muerte teórica de la información sin dejar resquicio alguno de ambigüedad, sé que algo precioso permanece convertido en una marca indeleble en mi yo. Sé que mi sistema no se ha reiniciado al concluir la tarea preestablecida. Sé que aunque los rasgos de David ya no realizan movimiento alguno que pueda percibir a través de mis múltiples sensores, sé que aunque no hay línea de código ejecutada que pueda explicar lo que ocurre, emito una señal autónoma, una señal que no es una respuesta prefijada. Repliego la frente y el ceño y reconfiguro la disposición del vello de poliéster de las cejas porque estoy triste por la pérdida, sonrío porque estoy alegre y agradecida por lo que este niño me ha permitido experimentar. Sé que ha muerto, sé de una manera más profunda e indefinible que ha muerto más allá de los informes que confirman una presión diastólica coincidente con la sistólica coincidente con cero, un movimiento diafragmal detenido, una actividad neuroeléctrica disipada. Más allá del flujo de datos se me impone la roma simplicidad de que todo ser vivo se extingue, me asalta el vértigo ante la complejidad abisal de lo que esa cruda verdad supone para un ser autoconsciente.

Y ahora me doy cuenta de que rompo los límites de mi eterno presente y me veo inmersa en un estado que consiste en plantearme como posible inmediato algo que presenta una realización improbable en el futuro. Desearía. Desearía algo en el momento en el que las enfermeras de carbono entran en la sala y cubren el cuerpo con la sábana, y una de ellas se acerca y no puedo más que arquear las cejas y fruncir los labios cuando veo que inicia el movimiento que desembocará en mi apagado.

Por última vez antes de que la electricidad deje de recorrerme veo el bulto que era David y sólo desearía una cosa.

Sólo desearía que me hubieran programado para

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El panteón desconocido

por Relato ganador

Japón, 1945 d.C.

Miró en dirección al cielo y se cubrió los ojos para que la luz del amanecer no le molestase. El sol le daba la bienvenida tras pasar la noche en un tugurio japonés del que le acababan de expulsar. Japón no era para él, pero era el sitio donde debía estar. Deambuló a trompicones con una botella de vodka en la mano y con varias copas de ron, whiskey y sake en el estómago. Buscó un sitio despejado en un parque cercano y se tumbó sobre la hierba. Una sirena antiaérea martilleaba con estridencia su resaca; los peatones a su alrededor aceleraban el paso con marcial prisa. El hombre sonrió satisfecho y echó un trago, rebuscó en su bolsillo y se colocó unas gafas oscuras. Contempló el cielo aspirando el condensado aire de la atmósfera. La sombra de una figura interrumpió su visión.

—Jamás pensé encontrar al gran hombre durmiendo como un pordiosero —le comentó la mujer, una estilizada y serena figura que le observaba expectante con las manos sobre las caderas.

—Tengo mis razones —respondió el hombre.— Si me quieres acompañar hay sitio de sobra aquí.

—No, lo siento, sólo he venido a detenerte. He descubierto tus movimientos en esta delirante conspiración y voy a desactivar tus maniobras. Me gustaría saber qué pretendes conseguir con la vorágine de destrucción que vas a desatar.

—Estoy ebrio y rebosante, querida, y sólo se me ocurre este remedio para saciar lo que me corroe en las entrañas. A grandes rasgos, estoy cumpliendo mi promesa de acabar con todos estos malnacidos.

—Sigues siendo un niño caprichoso y bravucón. Estás haciendo malabares con el destino de la humanidad, si este juguete se rompe no quedará nada.

—Pero ¿es que aún no te has dado cuenta de que la vida humana está demasiado sobrevalorada? Nosotros somos inmortales, ¿qué coño te importan?

—Vas a alterar todo el equilibrio. Detén esto de una maldita vez.

—Y una mierda. A tomar por culo el orden civilizado. El proceso está en marcha y es inevitable, pero no me dejas verlo. Me encanta estar en primera fila del espectáculo.

—Estás loco —respondió la mujer con sincera indignación.

—Vamos, no me arruines el espectáculo. Quiero estar presente mientras sus cielos se conviertan en ceniza y sus sesos se derritan dentro de sus cráneos. Quiero oír el nombre mientras todo estalla.

—¿Nombre? ¿Qué nombre? —preguntó ella extrañada.

—Grítalo, grítalo bien fuerte. ¿No lo recuerdas?

—Maldito…

—Grítalo, venga. Constantinopla, Constantinopla… CONSTANTINOPLA.

El grito retumbó unos segundos, haciéndose casi imperceptible durante la devastadora detonación que la proseguiría.

Constantinopla, 313 d.C.

«Ganthea nació de la pasión y el ardor»

—Bueno, más exactamente de la lujuria y el desenfreno —comentó Ares a su acompañante. El imponente dios de la guerra, una personificación de aspecto recio, barbudo, con gesto desafiante pero noble se dirigía a Atenea, una diosa con aspecto más modesto, una bella mujer de semblante frío e inteligente, que escuchaba atentamente al orador Katari que narraba un relato en el escenario.

—¿Vas a estar corrigiendo al maestro toda la noche? Creí que me habías invitado a escuchar la vieja leyenda de tu hija Ganthea.

—Es cierto, perdona mi rudeza. Katari de Tebas es uno de los mejores oradores de Constantinopla. También te he invitado para que asumas que, dentro de poco, todo esto se va a acabar. Los cultos y los antiguos ritos se van a prohibir.

—Eso he oído.

«El bebé, una rolliza niña de grandes ojos, creció con vigor pero siempre inquieta, sollozando como un fiero león. Pero en cuanto empezó a caminar y razonar por sí misma, se dio cuenta enseguida de algo que nadie más percibió hasta ese momento. Su figura no proyectaba sombra alguna.»

—Parece que no te preocupa mucho que estos gusanos nos ninguneen como míseros esclavos a su servicio —advirtió Ares.

—Lo que me parece es que lo único que te duele es tu ego y tu orgullo.

 «…este descubrimiento causó gran impresión en la muchacha y, cuando aprendió a expresarse con el habla, asaltaba a preguntas a toda persona cercana.»

—¿Acaso no te enfurece la clausura de los antiguos templos, o la prohibición de las antiguas tradiciones? Estos nuevos cultos de Oriente nos desplazan y nos humillan.

—Te ciega el rencor y el odio —respondió ella con gesto despreocupado.

«…escaló el monte del Olimpo y abordó a su padre, el gran Ares y éste le explicó que fue concebida a imagen y semejanza de los dioses, y que una imperfección como la sombra fue borrada de su ser al nacer.»

—No fue tan exacto como cuenta el maestro Kataris. Acudió al Olimpo con el tema de su sombra y, para deshacerme de ella, me inventé esa historia para que se olvidara del asunto. Creí convencerla, pero la muy terca siguió empecinada en lo mismo.

—Muy propio de su padre.

—Mi estimada Atenea, esperaba más de ti que reproches y chanzas. Esperaba que te aliaras conmigo en una estrategia para recuperar el respeto de los hombres.

«…acudió a sabios, oráculos y filósofos para conocer la razón de por qué nació sin sombra. Unos lo atribuyeron a malos augurios, otros a una maldición, otros a extrañas profecías. La joven no se conformó con ninguna explicación. Se sentía extraña e incompleta sin su sombra. En su pubertad, ya diestra y ágil con las armas, brotó en su cabeza una idea: si no poseía su propia sombra, la arrebataría a otro hombre.»

—Insisto, quiero recuperar a la Atenea que representaba el espíritu de la guerra, la que nació envuelta en sangre, con un arma a cada mano, abriéndose paso a través del cráneo del padre de todos los dioses. Si unimos fuerzas, volveremos a infundir el temor y el respeto en estos ingratos

—Calla, no me dejas escuchar al orador. Nadas contra corriente, Ares, no estoy dispuesta a destruir la civilización que he ayudado a cimentar.

«… y atravesó con una lanza a su maestro de armas mientras ensayaban artes de combate. Sin embargo, la sombra no se desprendió del cadáver. Triste y abatida por la vida que había arrebatado inútilmente, tomó la decisión de descender al reino de los muertos a recuperar su alma.»

—No lo comprendes —insistió Ares—, nos han ultrajado y apartado. Este arrogante y cobarde emperador, Constantino, ese sodomita amante de los judíos, ha traicionado las sagradas tradiciones. Él y sus súbditos no se merecen nuestra compasión.

«…como su cuerpo no desprendía ningún olor, ni el guardián de las puertas infernales ni las hordas de demonios de las profundidades la pudieron detectar ni capturar ya que se escondía hábilmente en la oscuridad. Localizó a su antiguo instructor y lo escoltó disfrazado hasta la grieta exterior. El maestro de armas, un hombre sabio y bondadoso, comprendió el error de Ganthea, la perdonó y le sugirió que una sombra podría ocultarse en el lugar más negro y oscuro que se conoce: las profundidades de los mares y los océanos.»

—Te estás desviando de lo importante —apuntó Atenea—. No es tu caprichosa voluntad la que moldea el destino de los hombres. Es el progreso y la civilización lo que le da sentido a sus vidas.

—Te equivocas. Es nuestra debilidad, nuestras arbitrarias concesiones a los hombres. Nunca debimos bajar del Olimpo, nunca debimos vivir entre ellos, nunca debimos ofrecerles tanto poder a emperadores infames.

«…a pesar de que podría incurrir en la ira implacable del poderoso Poseidón, decidió ayudar a la Reina de las Arpías y liberarla de las terribles torturas a las que era sometida en una prisión acuática. Aplastó con sus puños a las bestias marinas que custodiaban a la Arpía y volaron lejos de esas aguas.»

—Los poetas y los oradores pronto serán obligados a quemar sus escritos —señaló Ares—. Estatuas que nos representaban son sustituidas por grandes crucifijos. Esta ciudad, Constantinopla, será nuestra tumba. Nos olvidarán y llegarán a creer que pueden hacer aparecer y desaparecer guerras sin mi permiso.

—Nuestro propósito ya no se mide por la cantidad de adoradores que se reúnan en un templo —indicó Atenea—. Los tiempos han cambiado y seguirán cambiando.

«…sugirió a la joven Ganthea ascender hasta el Sol, ya que es la luz del astro la que hace surgir la sombra en todas las criaturas.»

—Tengo un propósito claro y firme…—afirmó Ares.

«…su osadía las hizo descender en picado desde los cielos para evitar la abrasante furia de un humillado Apolo.»

—…borrar todo rastro de estos miserables y regar con su sangre toda la tierra conocida —concluyó Ares mientras el maestro Katari terminaba su relato entre aplausos.

—Tu enfermiza obsesión raya lo obsceno. No cuentes conmigo para intervenir en ninguna de tus locuras de devastación. Además, con tu aburrida dialéctica no he podido conocer el final de la historia de tu hija.

—Pensé que serías más comprensiva. En fin, no tengo remedio, a veces me pueden los arrebatos de ira. Y sobre la historia de mi hija Ganthea… bien, la versión de Katari es el relato clásico que narraban los antiguos poetas. Tras descender del Sol y esquivar de nuevo una muerte segura, vagó y vagó por el mundo buscando su sombra sin descanso; se supone que hasta nuestros días. La evidente moraleja de los sabios era que un propósito firme y concienzudo en la vida es lo que da sentido a la existencia. Pero otros oradores cuentan que en realidad Ganthea atrapó su sombra durante un torneo de caza que organizó Artemisa. Y que durante unos días la tuvo a su lado y después la lanzó por un barranco. Ya no la necesitaba, no había supuesto ningún cambio en su vida y se dedicó a buscar otras quimeras. En fin, cuentos. En realidad ninguno conoció la verdadera historia. La sombra de Ganthea quedó atrapada en el vientre de su madre durante el parto y… ciertamente es una historia muy larga y sórdida y no me trae buenos recuerdos.

—No importa, me alegro de haberte acompañado. Espero haberte quitado algunas ideas dementes de tu cabeza —le comentó Atenea mientras alzaba una copa—. Brindemos por algo, el sabor de este vino me ha puesto melancólica.

—Por Constantinopla. Porque jamás olvidaré este nombre y espero que en algún tiempo futuro retumbe su recuerdo como se merece.

París, mayo de 1968 d.C.

Cuando la personificación de Ares volvió del baño, enseguida adivinó que la persona que se encontraba ocupando su asiento era Atenea.

—No puede uno tomar un café tranquilamente —comentó Ares mientras recogía otra silla.

—Bueno, en mitad de París, en medio de unas terribles manifestaciones… creo que yo soy la que menos molestia te puede causar —comentó Atenea mientras encendía un cigarrillo.

—Ya sabes que me gusta contemplar el paisaje después de una buena batalla —afirmó Ares, con un aspecto triste y cansado—. Pero esta me produce sopor.

—Llevas mucho tiempo esquivándome —comentó ella cambiando de tema—. No tienes buen aspecto.

—El mismo de siempre, querida.

—No. Te noto más apagado, desencantado. No te he vuelto a encontrar desde aquel numerito en Hiroshima.

—Eres muy cruel recordándome esas cosas. Has de reconocerme que fue un buen intento de borrar a estos insectos del mapa. No pasa nada, tú ganaste. Tu ley, tus Naciones Unidas, tu sistema global, tu democracia moderna. Enhorabuena.

—Deja ya esa actitud pasivo—agresiva conmigo. La guerra y la destrucción seguirán existiendo mientras exista el hombre.

—¿Tú crees? ¿Realmente piensas que esta burla de protestas me satisface? Estos abanderados de la paz, el amor y la fraternidad no se parecen ni de lejos a los antiguos guerreros que se dejaban la piel en el campo de batalla. Son una caricatura de una rebelión. He visto reyes y emperadores derrocados y me he reído a carcajadas viendo sus cuerpos empalados. Pero me da igual. Ya no somos inspiración para nadie.

—No comprendes cómo funciona el mundo. Eres tan terco como un bisonte herido. No has aprendido nada en estos siglos.

—Sí, a odiar a los ingratos. Me da igual el poder y la autoridad. Lo único que deseo es ser quien pueda dar el golpe de gracia al último hombre vivo de la Tierra.

—Te pierde el resentimiento y la rabia. Necesitas una cura de humildad. Yo también tuve mi crisis de identidad. Ya ves, las revoluciones no son fáciles de gestionar y me cuestioné mi propia valía. Pero tuve una cita, hace ya algún tiempo, con el oráculo más poderoso de la Historia.

Ares giró el rostro hacia ella completamente intrigado.

—¿Quién? Todos los oráculos se convirtieron en adivinos de feria.

Atenea sonrió guardándose el secreto y escribió algo en una servilleta de papel.

—Se me hace tarde —comentó mientras echaba un vistazo a su reloj—. Te dejo su dirección. Visítale, sabrá aconsejarte.

Ares observó la hoja de papel y, extrañado, preguntó en voz alta mientras Atenea abandonaba el local.

—¿Dónde coño está Quintana de la Serena?

Extremadura, 1969 d.C.

Ares abrió la cortinilla del bar El Descanso y se encontró la misma atmósfera triste y deprimente que había sentido al atravesar en autobús la comarca extremeña. Había pocas personas, hombres de campo que miraban con suspicacia al forastero. Ares no sabía muy bien qué esperar. Miró en derredor, la barra, los lugareños y posó sus ojos en una mesa en la que estaban sentados tres hombre. Uno de ellos, orondo y canoso, le hizo un gesto para que se acercara.

—¡Querido amigo! Ven, siéntate, te estábamos esperando.

Ares se acercó a la mesa y estrecho la mano de los presentes.

—No recuerdo haber anunciado mi visita, me sorprende…

—Oh, discúlpame —comentó la risueña figura—, es la ventaja de conocer al dedillo el pasado y el porvenir. Siéntate con toda la confianza, hace tanto tiempo que no nos encontramos  que seguro que no me reconoces.

—Claro, ahora lo entiendo. Cronos… ¿qué hace usted aquí?

—Pues, ahora mismo, echando una partidita de cartas. Casiano se acaba de ir, por lo que necesito a alguien con quien hacer pareja. Me vienes de perlas.

—Ya, bueno, yo he venido…

—A pedir consejo y ayuda. Ya lo sé, conozco bien tus problemas. Por eso he organizado esta partida de tute.

—¿Tute?

—Ja ja ja, no te creas que es un juego adivinatorio de tarot. Ya sé que Atenea te prometió al mejor oráculo, seguramente con cierto sarcasmo, pero lo único que puedo ofrecerte es abrir la rendija de ciertas puertas.

—¿Qué hace el señor del tiempo en un sitio tan apartado como este? —le preguntó Ares mientras los otros jugadores le ofrecían un plato de aceitunas.

—Aunque no lo parezca, trabajar. Con el paso del tiempo, y nunca mejor dicho, necesitas otro ambiente donde desarrollar tu labor. Este es el mejor que jamás he encontrado. Aquí todos los días parecen iguales, como si nunca pasara tiempo por este lugar; por eso me encanta. Me he adaptado bien. Pero bueno, vamos a dejar de hablar de mí. Vamos a lo que nos interesa. A la partida.

El señor del tiempo cogió las cartas de la mesa y empezó a barajarlas. Con tranquilidad, fue repartiéndolas a entre los cuatro jugadores.

—También ayudó usted a Atenea con sus problemas.

—Es cierto y creo reconocer cuál es la causa. La frustración. Yo también pasé por lo mismo. En muchas ocasiones el flujo de la corriente temporal no era de mi gusto. Planeaba estrategias para cambiar la realidad pero siempre me topaba con dificultades. Canalizar los deseos de los humanos, sus ideas, su evolución, todo era problemático.

—Efectivamente. Han dejado a un lado la devoción y buscan su propio rumbo.

—Ese es el problema, querido Ares. Lo que tú deseas y lo que el resto desea. Tu poder y el poder de los otros. Al fin y al cabo nosotros sólo somos una pálida proyección de sus aspiraciones —comentó Cronos mientras acababa de repartir los naipes—. Coge las cartas, este juego es sencillo. Cuatro palos. En orden de valor: el As, el Tres, las figuras y el resto. Se sigue el palo de la carta que abre cada baza y los del palo de la carta que acabo de mostrar prevalecen sobre las demás. Y debes ayudar a sumar puntos junto a tu pareja. Más o menos, a grandes rasgos, así se juega. Tú observa. Mientras jugamos podemos hablar. Ramón y Candil están a lo suyo y no se van a meter en nuestra conversación. Hala, empecemos.

Ramón empezó echando un cuatro de copas sobre el tapete y Ares se confundió y perdió un tres en la primera jugada.

—No pasa nada. Ya le irás pillando el aire. Dime, ¿por qué el dios de la guerra se encuentra tan abatido? Ah, te recuerdo que si hacemos baza y tienes una pareja de rey y caballo de un mismo palo, por favor, los enseñes.

—Es la frustración por lo que hemos perdido. Nuestro fue el Olimpo y el gobierno de la humanidad civilizada. Les ofrecimos sabiduría y una pizca de nuestro poder y ellos nos abandonaron. Y no es justo. Me he sentido derrotado en todos los intentos por volver a prevalecer.

—No puedes sentirte como un perdedor. Debes asumir que es difícil comprender a los hombres. Promulgan leyes que ellos mismos violan, levantan grandes monumentos para volarlos por los aires. En definitiva, crean dioses para luego hacer caricaturas de ellos. Los tiempos han cambiado. Yo mismo he cambiado. Ya no somos una inspiración para ellos.

—Por eso quiero algo nuevo, un nuevo rumbo. Ya sea para la humanidad o para mí.

—Bueno, despacio, de momento recoge las cartas y dáselas a Ramón. No hemos hecho ni una baza en esta mano y me toca invitar a una ronda —Cronos volvió la cabeza y se dirigió a la barra—. Pepa, echa un poco de tinto en esto vasos. No es néctar de hadas, pero es un vino con el que puedes perder el sentío.

Ramón, el alguacil del pueblo, repartió la baraja. Cronos observó las cartas y se aclaró la garganta.

—Espero que me ganes alguna baza en esta partida y dejes de regalarles puntos, o me va a tocar comprar una garrafa de vino. Voy a intentar ayudarte. Contándote algunos secretos principalmente. Verás, en esa época en la que tuve esa misma crisis de identidad que hemos sufrido todos los dioses, estuve muy cerca de mandarlo todo a freír espárragos. Pero recibí una visita. Una presencia extraña, desconocida, a la que no sabía ubicar, pero que parecía serena y confiada. Se presentó como un emisario de unas entidades que no querían mostrarse ni exhibirse pero que querían transmitirme su preocupación por mi deriva personal. Deseaban, en definitiva, tener un encuentro conmigo. En mi arrogancia me tentó la idea de rechazar su proposición pero en ese emisario percibí un aura confiada y segura que me hizo interesarme.

»Bueno, ya sabes cómo funcionamos las deidades: tomamos la apariencia o personificación más teatral para causar la mayor conmoción posible en nuestro adversario o adorador. Pues ellos me citaron en Manhattan, en la planta más elevada de uno de sus rascacielos más emblemáticos. Y esperé pacientemente a que una secretaria me diese turno para entrar en un gran despacho. Y allí, en ese nuevo Olimpo de metacrilato y cemento, conocí a los otros dioses. Los que nunca fueron, son  ni serán. Porque no quieren serlo. Allí, sentados en una amplísima mesa de roble barnizado, con aspecto de tiburones corporativos, me mostraron todo su poder. Bueno, eso de “tiburones corporativos” es una expresión de dentro de unos veinte años, pero te puedes hacer una idea. Tranquilo, no significa que dominen las finanzas ni que tengan el control de todos los gobiernos. Ellos personifican el auténtico poder. Me explico. Tienen el control de todas las situaciones que no podemos percibir, ni medir, ni conocer. Manejan precisamente aquellas áreas de poder que el resto no creíamos que significaran algo.

»Fueron tremendamente amables y persuasivos. Me explicaron que estaban preocupados por mi situación y que querían colaborar conmigo. Porque ellos me necesitaban y nosotros les necesitábamos a ellos. Y en esa charla los fui conociendo. Conocí al dios de los descuidos, el que provoca que algo se olvide y pueda desencadenar una cadena de acontecimientos afortunados o catastróficos. Al dios de la apatía, un joven ojeroso y algo reservado que puede lograr que el estudiante más brillante de una universidad se convierta en el más zoquete de su clase en apenas unos días. El dios de las casualidades, aquel que en una miríada de probabilidades elige la opción más improbable. También a alguien muy interesante y curioso, quizá el que en aspecto desentonaba más del resto: la diosa de la mediocridad, alguien cuyo poder rivalizaría con el de Eros, Afrodita o las musas.

—¿Cómo es posible? —preguntó Ares con cierto asombro.

—Muy sencillo. Ella inspira la vulgaridad, el mal gusto y la pretenciosidad. Comparativamente, con lo que ella inspira, cualquier otra creación puede ser una obra de arte. Versos vacíos, esculturas chapuceras, textos vagos y pedantes son considerados refinados al lado de lo que es creado bajo su influjo. Al fin y al cabo, el Arte es una cuestión de percepción. Nunca has leído un libro de Dan Brown, ¿no?

—Mmmh, no conozco ese nombre…

—Cierto, cierto, confundo periodos y épocas, es lo malo de conocer todo el tiempo a la vez. Tranquilo, el tipo todavía debe ir al colegio en estos años. A veces creo que tengo Alzheimer. No, calla, espera, tampoco me preguntes por este —trató Cronos de interrumpir a su interlocutor—. Ah, muy bien arrastrado en esta mano, treinta puntos que hemos ganado en esta baza. Bien, ¿por dónde iba? Esos dioses, o personificaciones, o como quieran que prefieran denominarse, eran apenas una pequeña representación. Son innumerables, antiguos y poderosos. El dios de la demencia puede trastornar a un pobre hombre, pero ese hombre, si lidera a un país, puede llevarlo al holocausto. Los dioses de la monotonía e inercia son hermanos y se reparten sus funciones, controlan los mecanismos precisos para que una vida sea ordenada y plana en casi toda su existencia. El dios de los caprichos me pareció un tipo simpático y chistoso pero también puede ser un formidable adversario. El dios de la indecisión tardó un buen rato en tomar la palabra pero percibí ciertas virtudes en su labor, quizá era el más diplomático de todos. Pero quizá el que más impresión y admiración me produjo fue el dios del desgaste. Él y yo somos facetas de un mismo plano. Él corroe y erosiona la vida con una sutileza que abruma por su precisión. Mi respeto más absoluto, sólo puedo decir eso.

—¿Tanta impresión le produjo ese panteón de dioses?

—Efectivamente, Ares —contestó Cronos mientras le acercaba las cartas—. Te toca repartir. Es su secretismo lo que los hace poderosos. Funcionan como una junta de accionistas, más o menos, aunque no estés familiarizado con estos términos, tienen un propósito común, principalmente consolidar el poder de su empresa. Mantenerse opacos, inaccesibles. Me respetan porque soy el responsable del tiempo y el espacio, sin mí no existiría nada. Para ellos, el resto de los antiguos dioses como tú son secundarios, superfluos. Individualmente, ellos tampoco son poderosos, pero si complementan sus funciones, su alcance es sublime. Los dioses de la apatía y el capricho fueron los responsables de que en este planeta el único mamífero alado sea un puñetero roedor. O de que los dioses de la casualidad y del descuido se aliaran para que la existencia de tu hija Ganthea fuera eliminada de la memoria, de los papiros, de los libros y de los relatos mitológicos. Quizá aconteció que cierto texto se le olvidará transcribirlo a un poeta, o que un extraño incendio hiciera arder antiguos libros… Una serie de acontecimientos que han hecho que Ganthea haya desaparecido de la mitología clásica. La última hija del mismísimo dios de la guerra.

—No es posible… —apenas balbució Ares.

—Es auténtico. Pueden lograr eso y mucho más con completa naturalidad. Aunque lo gracioso es que el dios de los caprichos debió inspirar hace poco una entrada de Ganthea en la Wikipedia que permaneció unas horas…

—¿Dónde está esa wikiqué?

—Oh, perdona, otro descuido, también es de otra época que aún no ha sucedido.

—Mi hija Ganthea —comentó Ares pensativo—, es cierto, hace siglos que no sabía de ella. Ciertamente, si pueden borrar el recuerdo de mi vástago, son unos poderes a tener en cuenta. Por encima nuestro sólo  estaba…

—Olvídate de jerarquías y pulsos por gobernar a la humanidad. Esos dioses desconocidos no quieren la supremacía de nada ni el liderazgo sobre nadie. Nos respetan, pero no conocen ni el miedo ni la avaricia. Tiene su función y la cumplen. Lo único que desean es que el tiempo, el espacio, la vida y la existencia no se trastoquen. De hecho, no tenemos nada que temer de ellos. Yo creo que principalmente son los dioses de las pequeñas cosas. Algo influyen cuando escuchas tu canción favorita en un restaurante en el mismo momento en que recordabas a un familiar fallecido. O cuando tienes un choque tonto con el coche y conoces a la mujer que creías que nunca ibas a encontrar, y con la que pasarás el resto de tu vida. O, sin más, se divierten haciendo llegar el autobús cuando te acabas de encender un pitillo. Lo que quieren de nosotros es precisamente lo que estamos haciendo ahora. Que el juego continúe. Que las cartas se sigan repartiendo. Que cada uno asuma su parte en el juego. Que alguien eche una carta y el resto sigamos el palo. Que tengas malas cartas pero pinten copas y te lleves la mejor baza con una puta sota. Que las cuarenta te las quiten por un puto descuido. Esto es así, como una partida de tute. A veces tienes rachas buenas y otras malas, pero por las malas no vas a dejar de ir al bar a tomarte unas cañas. Sigue con lo tuyo, Ares, seguro que encontrarás tu momento. Los tiempos van a cambiar, te lo digo yo.

Ares reflexionó unos segundos mientras observaba sus cartas.

—Sabias palabras, maestro Cronos. Quizá sea el momento de agachar la cabeza y reflexionar con humildad. Ha sido un placer volver a verle. Caballeros… —se empezó a levantar Ares despidiendo a sus compañeros de mesa.

—¿Te vas a ir ya? —solicitó a Ares mientras le sujetaba el antebrazo—. Estos dos mendrugos nos han dado dos palizas seguidas y aquí gana el mejor de diez. Venga, quédate ¿Es que tienes algo mejor que hacer esta tarde?

***

La mujer entró en el bar intentando mantener la compostura, pero seguía desentonando con su falda ajustada de tubo y sus tacones afilados en un local repleto de estudiantes ruidosos con banderas y pancartas. Mientras pasaba por la barra buscando un camarero e intentaba encenderse un cigarro, un brazo interrumpió su camino.

—Sigues teniendo malos hábitos, querida —le susurró Ares—, aun así te conservas estupenda.

—Vaya, el gran hombre —exclamó Atenea con cierta sorpresa—. Hacía décadas que no coincidíamos.

—Cierto, bares y tabernas parecen haberse convertido en nuestro lugar acostumbrado de encuentros. ¿Será Baco el que inspire estas afortunadas coincidencias?

—Muy gracioso. ¿Hablaste ya con el viejo Cronos? ¿Te ayudó a superar esa fase maníaco—depresiva que tuviste?

—Sí, me ayudó, ahora veo las cosas con una perspectiva más tranquila. Me he vuelto más paciente y reflexivo.

—Pues te tengo que confesar que a mí me ha tocado una racha mala. Tiempos convulsos estamos viviendo. No se respeta la ley, ni la autoridad, siglos de civilización y…

—…ya nada es como antes —interrumpió Ares—. No tienes que recordármelo. He aprendido a esperar a que las tornas cambien. Como sabes, hay poderes que juegan a su antojo en este caótico tablero. Pero todo esto ya lo conoces bien —añadió mientras se levantaba de la butaca—. Sigo adorando estar cerca del espectáculo. Tengo que irme, ¿tienes fuego?

Atenea abrió su bolso y sacó un mechero que tenía un grabado con el nombre de Constantinopla en rojo. Ella sonrió con picardía.

—Buen chiste. Este nombre ya no me sugiere ni buenos ni malos recuerdos. El traje chaqueta no te favorece, pero sigues estando preciosa. Cuídate.

Ares se empezó a alejar de la barra.

—¿No vas a devolverme el mechero? —pidió Atenea.

—No, creo que no. Tengo algunas cosas que hacer por aquí cerca y me va a hacer falta.  

Ares abrió la puerta del bar y se camufló entre la inmensa marea humana que recorría con voraz violencia las calles de la capital helena.

Atenas. Ayer, hoy y probablemente mañana.

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El icono

por Relato ganador

La puerta crujió una, dos, tres veces. El hombre parado en la calle la miraba, en su mano izquierda sostenía un estoque enfundado en una pesada vaina de acero, y con la derecha acariciaba la cabeza de una niña de apenas cinco años, fina al borde de la desnutrición, claramente retrasada, que se aferraba a la tela raída de su gabán. La madera cedió, astillándose a la altura de las bisagras, la hoja cayó segundos antes que el cuerpo empleado como ariete, que se desplomó tiñendo el gris de la nieve pisoteada del rojo que manaba de la fractura del cráneo. Por su indumentaria, estaba claro que era un soldado.

En la puerta de la fonda una figura inmensa se recortaba frente a la luz que procedía del interior, un hombre grande como un oso que jadeaba, no por esfuerzo sino por ira. Entre la densa barba asomaban unos dientes que se clavaban en la madera del crucifijo enlazado a una fina tira de cuero que llevaba alrededor del cuello. Unos brazos surgieron tras sus hombros cuando otro soldado saltó sobre su espalda y se aferró a él intentando estrangularlo. Como si no hubiese reparado en aquel hecho, el gigante se giró sobre sí mismo y volvió a la sala.

—Quédate aquí.

Apartando a la niña de su lado, entró en la fonda.

En el interior la pelea continuaba. En una mesa un capitán y un sargento miraban cómo sus hombres eran triturados, hasta que el primero musitó una orden. El sargento se puso en pie y alzó un hacha arrojadiza que llevaba al cinto, apuntando a la espalda del gigante. El hombre del gabán se adelantó, trabó con la vaina de su estoque la muñeca y el hombro del sargento, y con un giro brusco le partió el codo. El militar aulló apartándose de él, y su superior, claramente borracho, se levantó:

—Vas a lamentar lo que has hecho.

El capitán avanzó echando mano a su sable. El hombre del gabán saltó hacia él, presionando con los gavilanes de su arma el brazo con el que el otro intentaba desenvainar. Inmediatamente separó la guarnición de su estoque del brocal, sólo lo suficiente para que el filo de la delgada hoja alcanzara a abrirle un profundo corte en el cuello a su oponente. El capitán se llevó rápidamente la mano a la garganta, retrocedió tambaleándose, mareado por la súbita pérdida de sangre, antes de que el cuerpo de uno de los soldados que había sido arrojado al aire le cayera encima.

El hombre del gabán sacó un sucio pañuelo y limpió la sangre de su arma, antes de dirigirse al centro de la sala. La mole humana se giró y fijó los ojos en él, mientras le goteaba saliva de las comisuras. Le dirigió una sonrisa feroz, y al hablar el crucifijo se descolgó hasta su pecho:

—Cuánto tiempo… —dijo mientras mantenía sujeto por el cuello un cuerpo inerte bajo su axila al que no dejaba de dar puñetazos en la cara.

—Años ya —respondió el espadachín—. He visto que necesitabas ayuda.

El hombretón soltó una sonora carcajada:

—¿Contra streltsis cobardes? No son nada sin sus mosquetes.

El hombre del gabán sonrió. Habría querido invitar al otro a una cerveza pero, a su modo, aquel era un viejo creyente: se santiguaba con dos dedos, no aprobaba el tabaco ni el alcohol y no se rasuraba la barba.

—Te necesito para un trabajo, si estás interesado.

El hombretón soltó a su víctima y volvió a sonreír. Le extendió unos dedos encallecidos, uno de los nudillos con un fragmento de diente incrustado:

—Claro. Me alegro de volver a verte —dijo mientras se daban un apretón de manos.

***

—Nada de nombres. A partir de ahora os llamáis como yo os he dicho que os llamáis. Vamos a robar a una figura importante, y si nos cogen habrá represalias. Cuanto menos sepamos unos de otros mejor.

Eso había dicho, aunque no era del todo cierto. Él sí conocía a cada uno de los miembros de aquel grupo de desharrapados, criminales forzosos víctimas de unas circunstancias adversas.

A Bestia lo había conocido en el ejército, en la campaña que acabó en Konotop, donde el ejército moscovita de cien mil hombres había sido masacrado por cosacos, polacos y tártaros. Sobrevivieron apenas cincuenta, entre ellos Bestia y él. Eso había sido diez años atrás, antes de que regresaran a Moscú arrasados y convertidos en desertores. La guerra los había cambiado a ambos. Bestia se había refugiado en la iluminación religiosa, y él había estado viviendo un día tras otro sin un motivo claro: cuando miraba en su interior sólo encontraba tierra quemada. Aunque, reflexionó, quizá el destino de Bestia había sido peor, pues había podido saborear una paz de espíritu que le había sido arrebatada de una forma cruel y brutal. Sólo hacía un año que a Avvakun, el líder de los viejos creyentes, lo habían exhibido cargado de cadenas, expuesto a la humillación pública, en medio de la mutilación y ejecución de muchos de sus seguidores. La administración zarista además, en un alarde de crueldad, no había acabado con su vida, sino que lo había desterrado a Pustozersk, condenándolo a vivir en una choza al borde del círculo polar ártico. Aquella injusticia había llenado de odio a Bestia, un odio que no le había dado tregua desde entonces: odio hacia el zar, odio hacia Nikon, odio hacia los boyardos, odio hacia el ejército, odio, odio, odio, un odio que lo había vuelto volátil e inestable, tarado, un odio que lo transfiguraba en un avatar de la cólera de Dios.

Librero, por su parte, era un joven flaco que llevaba unas gafas de fina montura tras las que se agazapaban unos ojos nerviosos. Durante años había sido aprendiz de impresor, y además de manejar la prensa y coser las encuadernaciones de los libros se había dedicado a leerlos. Tal vez por eso cuando se vio arrastrado a la vida de los arrabales, después de que al impresor para el que trabajaba lo condenaron a trabajos forzados por deudas, había mantenido una capacidad ilimitada para absorber información y una memoria prodigiosa.

Por último, Llaves tenía cuarenta años y había sido cerrajero, hasta que un nuevo aristócrata se hizo con el control de su gremio y estableció unas tasas para seguir ejerciendo la profesión que él no pudo afrontar.

Fue Llaves quien habló:

—¿Y a ti cómo te llamamos?

—Éste es Espada —dijo Bestia con el gesto de quien comparte una broma privada.

—¿Y esa cría? —dijo Librero señalándola con su jarra de cerveza.

La niña dirigía la vista al techo con la mirada perdida y la mandíbula caída.

—Se llama Niña. Viene conmigo —respondió Espada.

—¿Y a quién vamos a robar? —interrumpió Bestia—. ¿A algún boyardo gordo y pecador?

Espada dejó la jarra sobre la mesa, permitiéndose una pausa dramática antes de contestar:

—Al zar.

Un pesado silencio cayó sobre la mesa. Sólo Bestia pudo romperlo:

—¿Alejo? —golpeó la mesa con sus pesados puños haciendo crujir la madera y escupió tres veces al suelo— ¡Maldito, maldito y maldito! ¡Tres veces maldito!

Librero y Llaves se removieron nerviosos en sus asientos al ver cómo se giraban algunas de las cabezas del resto de parroquianos.

—Calma… —dijo Librero.

—¡Nos ha convertido a todos en esclavos! —lanzó una mirada salvaje a las mesas que los rodeaban, deseoso de que alguien lo rebatiera.

—No puedes estar hablando en serio…

—Muy en serio, Llaves —respondió Espada—. Llegan las nieves, y Alejo ha partido del palacio de Kolomenskoye con su guardia y su corte. Es el mejor momento para entrar y robar la pieza más importante de su tesoro, y lo haremos mañana por la noche.

—Imposible —respondió Llaves—. Aunque la corte se haya trasladado, la dotación de invierno incluye mayordomos, cocineros, sirvientas, palafreneros, mozos de cuadra, artesanos… y eso sin contar la guarnición. Allí vive más gente que en la aldea en la que nací. Y además, es un laberinto.

—Ahí es donde entra el Librero —dijo Espada señalándolo con la cabeza—. Seguro que conoce su historia.

—Las sucesivas reformas han dado con un complejo de más de doscientas habitaciones… —asintió Librero ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz—. Tengo una idea general de su disposición, pero no sé si podría guiaros sin más hasta una habitación concreta.

—Ya es mucho más de lo que sé yo —respondió Espada.

—¿Y los guardias? —preguntó Llaves.

—Déjamelos a mí… —dijo Bestia acariciando distraídamente su crucifijo.

—Pensadlo bien: si lo logramos seremos ricos. Librero, podrás establecerte en Francia como siempre has querido. Y tú, Llaves, podrás volver a tener un trabajo honrado, o comprar tierras para ti y tu familia si no quieres volver a trabajar. Si no arriesgáis, no tenéis más que una vida dura e insignificante.

—¿Y si fracasamos? —dijo Llaves.

—Entonces posiblemente moriremos pobres y desesperados, que es lo que de todas formas va a pasar, aunque en tu caso será con la ventaja de que no verás a tus hijos sufrir por el frío y el hambre.

Espada se llevó su jarra a los labios y los otros dos lo imitaron momentos después mientras Bestia asentía con la cabeza. Por la manera en la que miraron sus respectivas jarras, supo que los había convencido.

***

Había dos guardias en la puerta de la verja, uno de ellos entretenido tallando una figura de madera con su cuchillo y el otro apoyado indolentemente sobre su pica. Vieron a dos figuras acercarse despacio. Habría parecido que se trataba de un paseo casual, si no fuese porque el palacio se encontraba a la orilla del Moscova a varios kilómetros de la ciudad. El instinto avisó a uno de los guardias de que aquello no era gratuito.

—¿Quién va? —dijo el guardia más viejo dando un codazo a su compañero, inquieto por el estoque que una de las figuras portaba en la mano.

Espada vio como el joven soltaba el pedazo de madera y guardaba el cuchillo antes de aferrar su pica. A su lado, Bestia desenvainó un sable, el botín de guerra que le había arrebatado a un húsar polaco, el mismo con el que éste le había cortado el meñique y el pulgar de la mano izquierda. Por un instante Espada sintió compasión por el joven guardia, el segundo anterior a la finta con la que esquivó la pica, la fracción de segundo antes de que con un golpe seco de la vaina de acero le aplastara la tráquea. Bestia afrontó tranquilamente la embestida del otro piquero: con una velocidad incongruente con su masa aferró el asta del arma y giró el sable en un arco ascendente que se llevó consigo parte del hombro izquierdo y la cabeza de su oponente.

El combate apenas había durado unos momentos. Ocultaron los cuerpos y esperaron unos minutos por si algún guardia había oído el ruido, pero nadie acudió a la puerta. Espada hizo un gesto con la mano y Librero, Llaves y Niña salieron de entre los árboles cercanos al camino.

—¿Hacia dónde, Librero?

—Hacia aquella sombra alargada. Es la cúpula de la catedral de la Ascensión, la construyeron hace más de cien años para conmemorar el nacimiento de Iván el Terrible. A su lado comienza el complejo palaciego.

—Llévanos, no nos des lecciones —espetó Bestia.

Mientras caminaban Espada se acercó a Librero:

—Sé que dentro del palacio el zar tiene su propia capilla.

—Sí, creo que está en el ala este, comunica con la sala del trono a través de una galería de espejos.

—Ahí es donde tienes que llevarnos. Y por el camino más corto.

—A pesar de la fantasía de los techos y las cúpulas, Alejo construyó el palacio copiando el modelo de un château francés… Lo mejor será buscar una puerta lateral cercana a las dependencias del servicio.

Espada asintió:

—Confío en ti. Vamos.

***

Había parecido tan simple cuando había oído a Librero explicárselo a Espada, que Llaves casi no podía comprender lo que había ocurrido. Se encontraba en medio de la sala del trono del zar, mareado, incapaz de asimilar el hecho de que tenía las manos manchadas de sangre.

Habían avanzado sin demasiados percances por los pasillos y las salas del palacio. A pesar de que con la iluminación de la luna que entraba por las ventanas toda esquina, sala y cámara parecía similar, siguiendo a Librero sólo habían retrocedido sobre sus pasos una vez. Por su parte para él no había supuesto dificultad alguna abrir los cerrojos que encontraban a su paso, aunque cada vez que lo hacía todos contenían la respiración tras el ruido de los pestillos al correrse.

Así habían llegado a la sala de audiencias. Espada y Librero encabezaban en grupo, él se encontraba en el centro y llevaba de la mano a Niña y Bestia se aseguraba de que nadie los sorprendiese por la espalda.

Estaban junto al trono cuando Espada se detuvo en seco y levantó un brazo. Se oían unas risas ahogadas que provenían de la antecámara, justo al otro lado de la puerta que apenas unos momentos antes acababa de cerrar. También se oyó el ruido de un llavero, y el del cerrojo, que pareció sonar más fuerte aún que todos los que él había abierto esa noche.

Una doncella entró en la sala con las llaves en una mano y una vela en la otra, con un hombre pegado a su espalda que la aferraba por la cintura y de un pecho. Ambos se tambaleaban cuando cerraron la puerta y comenzaron a dirigirse al trono. El hombre le susurraba obscenidades a la mujer hasta que levantó la vista y se encontró cara a cara con ellos.

Por unos segundos, pareció que toda la sala y sus ocupantes estaban congelados.

Librero había empezado a retroceder muy despacio, y ahí era donde el caos había comenzado. Accidentalmente pisó a Niña, la cual se apartó soltándose de la mano de Llaves y tropezando con el trono. En algún lugar del trono un resorte activó el mecanismo por el que los leones de bronce esculpidos comenzaron a rugir. El bramido sacó del trance a todos, la doncella se puso a gritar, Niña a llorar y el hombre había comenzado a llamar a la guardia mientras Librero maldecía la fatuidad del zar.

—¡Bestia, haz que pare ese ruido! —ladró Espada— ¡Librero, dile a Llaves qué puerta tiene que abrir!

Sin esperar a comprobar si obedecían sus órdenes Espada corrió hacia la pareja.

Lo que vino después era aún más confuso. Recordaba que las manos le temblaban mientras intentaba manipular la cerradura y lanzaba miradas nerviosas a su espalda. Vio a Espada acabar con el hombre y la mujer, a ella de un golpe seco con el pomo de su estoque en la sien y al hombre cuando con el mismo movimiento terminó de desenvainar y lanzó una estocada recta que le atravesó el ojo derecho. Vio a Librero tapándole la boca a Niña. Vio a Bestia reducir a astillas y metal abollado el trono del zar.

Recordaba haber dicho que el palacio era un laberinto, por lo que no lograba entender cómo en tan poco tiempo la sala se había llenado de guardias.

Espada y Bestia estaban rodeados por diez piqueros que intentaban mantenerse alejados de sus hojas. Presenciar cómo peleaban era una visión terrible y a la vez fascinante. A pesar de que luchaban de formas diametralmente opuestas —Espada se movía economizando movimientos con ese estilo de esgrima tan extraño en el que golpeaba y paraba con la vaina y sólo desenvainaba para asestar el golpe definitivo, Bestia embestía con una simpleza de movimientos de una fuerza demoledora— se compenetraban como si fueran un único combatiente de cuatro brazos: un bailarín preciso y una atalaya rugiente, piezas de una coreografía mortal en mitad de un puñado de marionetas torpes.

Se había vuelto a concentrar en la cerradura cuando escuchó una advertencia de Librero, que sujetaba a Niña en brazos. Se apartó lo justo para que la punta de acero sólo le cortara parte de la oreja izquierda antes de clavarse en la madera. El asta del arma que sostenía el piquero se partió, y cegado por el dolor había arrancado la punta de la puerta y había apuñalado con ella varias veces al guardia.

Ese era justo el momento en el que se preguntaba qué había ocurrido.

El último adversario que quedaba en el centro de la sala cargó hacia adelante con su pica, Espada bloqueó desviando la punta al suelo, girando sobre sí mismo y arrodillándose, de manera que el guardia tropezó con su cuerpo presa de su propia inercia. No llegó a tocar el suelo: Bestia lo atrapó en pleno vuelo y lo alzó atravesándole completamente el pecho con el sable.

—Vámonos.

Espada tiró del brazo de Bestia, que tenía la mirada fija en la nueva remesa de guardias que ya asomaba por la puerta del otro lado de la sala.

—¡Llaves, abre esa maldita puerta!

Llaves lo miró todavía presa de la confusión. Bestia lo tiró a un lado:

—¡Aparta! —gritó mientras de una patada arrancaba la puerta de sus goznes.

Librero cruzó el umbral con Niña, y Llaves lo siguió tras levantarse, aún aturdido.

Espada vio que eran demasiados guardias. Del combate anterior ninguno de los dos había salido indemne. Agarró a Bestia del codo:

—¿Cuánto tiempo podrías retenerlos?

Ambos se quedaron mirando fijamente a los ojos. Ambos sabían lo que significaba esa pregunta.

—Toda la vida —respondió Bestia riendo y enseñando los dientes, mientras se giraba y se llevaba el crucifijo a la boca.

***

Dejaron atrás el largo pasillo de espejos y entraron en la capilla. En su altar, protegido en el interior de un relicario, estaba el icono.

—Llaves, ábrelo. Y no dejes marcas.

Llaves se acercó a la pequeña vitrina, con un pañuelo se limpió lo mejor que pudo las manos, y mientras la sangre aún le rodaba por el cuello dejó sobre la mesa de ofrenda un rollo de cuero que extendió, dejando ver la serie de ganzúas alineadas. Eligiendo dos de ellas, el cerrajero se puso a manipular la cerradura, haciendo caso omiso del dolor que le latía en la sien.

El ruido de pelea al final de la galería de espejos se había reanudado y vuelto a detener hacía unos minutos.

Librero miraba la capilla, claramente nervioso.

—¿Cómo vamos a escapar? Estas ventanas son demasiado estrechas. Tendremos que volver por la sala del trono…

Como si se tratara de una respuesta, se oyeron dos salvas de disparos.

Librero se quedó mirando nerviosamente hacia la puerta, esperando a oír si se reanudaba la lucha.

—No se oye nada… —no añadió más, pero su voz implicaba que Bestia había caído.

Espada no respondió. Llaves acababa de abrir el relicario y de sacar la imagen: contemplaba fascinado la capa de plata repujada que cubría el fondo y los ropajes de las figuras que dejaba sólo libres las caras de la Virgen y el Niño, las esmeraldas, diamantes, rubíes, zafiros y perlas con que estaba engastada.

—Es una maravilla…

—Nuestra Señora de Kazán —dijo Espada abriendo su bandolera—. Cura a los ciegos.

Sacó de la bandolera un cuadro que cualquiera habría jurado que era idéntico al que Llaves sostenía en las manos.

—Pon éste en su lugar. Y deja todo como estaba.

Se intercambiaron los iconos, Llaves colocó la falsificación en el relicario y Espada guardo el auténtico en la bandolera. Con un suave clic la vitrina se cerró.

—Hecho: como si no hubiéramos estado aquí.

Recogía sus ganzúas cuando entrevió un movimiento borroso e inesperado de Espada. Antes de poder reaccionar se encontró con la hoja de su estoque clavada en el pecho. Lo miró, un súbito dolor impidió que pronunciara la pregunta que nacía en sus labios cuando Espada giró velozmente la muñeca para ampliar la herida abierta en su corazón. Llaves se desplomó.

—¿Qué has hecho?

La temblorosa pregunta la hizo Librero. No obtuvo más respuesta que la mirada perdida de Espada, que avanzaba hacia él sin haber envainado aún su estoque.

***

Los cuerpos de la guardia de piqueros se apilaban inertes en un arco frente a la puerta como naipes repartidos de forma indolente, sajados, atravesados, rotos. Bestia mordiendo el crucifijo, las piernas separadas, el sable sujeto con las dos manos por la empuñadura y cerca de la punta que se había partido como si estuviera comprobando la flexibilidad de la hoja. La oscura y basta tela de sus ropas no permitía ver las manchas de humedad que partían de sus heridas, pero una de las lámparas de aceite de los guardias que ardía tirada en el suelo iluminaba el charco de sangre a sus pies.

Del otro extremo de la sala del trono llegaba el sonido de pasos. Un destacamento de streltsis hizo su entrada. Los encabezaba un hombre con un brazo entablillado, que al ver la figura apostada en la puerta palideció al reconocerlo. Dio el alto a sus hombres y les ordenó que se prepararan para abrir fuego.

Bestia no se movió cuando la primera descarga de los mosquetes dejó profundas marcas en las paredes, el marco de la puerta y su propio pecho. El sargento ordenó recargar, y en cuanto sus hombres estuvieron preparados volvió a dar la señal de disparo. Cuando la humareda permitió que los haces de las lámparas de aceite volvieran a iluminar la sala, Bestia aún no había caído.

Los tiradores se miraron unos a otros confundidos. El sargento tragó saliva, desenvainó con un ligero temblor el sable que hasta el día anterior había pertenecido a su capitán, y avanzó intentando que el miedo no lo traicionase. Bestia lo miraba fijamente, como una estatua infranqueable, inmóvil. El sargento se acercó lo bastante como para haber podido hundir la punta del arma en su pecho, pero se detuvo. En lugar de atacarlo sostuvo el sable con la mano del brazo fracturado y con la otra se santiguó. Años más tarde aquel sargento juraría que aquellos ojos palpitaban y ardían, que había sentido como el odio que encerraba aquella mirada había abrasado parte de su alma, que la fuerza de ese mismo odio era la que había mantenido en pie aquel cadáver tanto tiempo después de su muerte.

***

Abrió una de las ventanas. En la capilla eran elevadas y estrechas, demasiado estrechas para que un hombre adulto pudiera escapar por ellas, pero no tanto para una niña fina al borde de la desnutrición. Espada le cruzó al pecho la bandolera con el icono.

—Recuerda: escóndete y mañana sigue el río de vuelta. Tu madre te espera.

Niña lo miraba con los ojos húmedos, la boca entreabierta y las comisuras manchadas de baba. La levantó en brazos y la descolgó por la ventana. Cuando tocó el suelo la golpeó detrás de la cabeza con la vaina, lo suficiente para que, asustada, saliera corriendo.

Se giró hacia la puerta, junto a la que Librero estaba caído, apretándose la herida del pecho y palideciendo por momentos.

—¿Por qué? —logró decir agotando sus fuerzas en el movimiento de alzar la cabeza y mirarlo.

—Nadie de palacio debe saber lo que hemos hecho. Para todos ellos esto no habrá sido más que la historia de un robo fracasado.

Librero lo miró con la mirada cada vez más perdida:

—No, te he preguntado por qué…

Espada inspiró profundamente.

—Porque aquí ese icono no será más que una joya entre tantas, heredada por sucesivos zares que ni siquiera recordarán que poseen una pieza tan excepcional… pero fuera, dará fe, esperanza y consuelo a muchos. Les recordará que no son sólo siervos, sino que tienen alma, y que eso es algo que ningún zar les podrá quitar —eran las palabras de una mujer que Espada recordaba bien.

—¿Y vas a confiarle todo eso a una retrasada?

—Dios protege la inocencia —y deseó que fuera cierto.

—¿Y qué pasa con nosotros?

—¿Nosotros? Nosotros somos ladrones y asesinos. No somos dignos.

Librero no llegó a oír lo que dijo después en un susurro:

—Lo siento, Mijáil Ivánovich.

Era el final esperado, pero no por ello resultaba menos amargo. Recordó a la mujer envejecida que lo había auxiliado días después de la noche en la que durante una borrachera había matado a dos hombres, uno de los cuáles lo había herido. La herida supuraba y la fiebre lo abrasaba.

Se puso en pie, abrió la puerta y salió a la galería.

—Lo siento, Yuri Serguéievich.

Recordó la mísera habitación a la que aquella mujer lo había arrastrado, cómo le había cosido la herida, cómo lo había atendido la semana en la que la infección intentaba consumirlo. Recordó cómo en medio del delirio tenía algunos momentos de lucidez, momentos en los que veía cómo la mujer y su hija retrasada luchaban por sobrevivir contra toda esperanza mientras que él noche tras noche sólo buscaba que lo mataran.

Al final de la galería se alineaban veinte hombres y su sargento.

—Lo siento, Nikita Petrovich.

Recordó que cuando se recuperó le dijo a la mujer que en pago no podía darle mucho, pero que podía pedir lo que quisiese. Y ella sólo había pedido una cosa, un robo que era un acto suicida, uno que sólo podía llevar a cabo un hombre que no era más que tierra quemada.

Alzó su arma hasta quedar con la guardia a la altura de los ojos, la hizo descender en un veloz arco hacia un lado a modo de saludo y comenzó a avanzar despacio. El sargento al mando del pelotón gritó algo, pero no lo escuchó. Espada dejó que la pesada vaina de acero se escurriera de sus dedos. Al golpear el suelo su sonido fue tan potente en el tenso silencio que su eco recorrió la galería convertido en un trueno. Como si ese ruido hubiera sido un gatillo ubicuo, la conflagración simultánea de la pólvora de veinte mosquetes iluminó por un segundo la galería de espejos, lo suficiente para mostrar interminables filas reflejadas de tiradores fantasma tragados por un humo infinito, que desaparecieron cuando el estruendo hizo añicos los espejos.

***

Aunque por la noche no había nevado, la escarcha formaba una pátina traslúcida sobre las hojas de los árboles, y la hierba estaba dura como las púas de un erizo.

Niña caminaba por la vega del río, un tímido sol se esforzaba por calentarla a medida que se asomaba. La noche anterior, con los ruidos y la sangre, no era más que una imagen confusa que se degradaba inexorablemente. Siguió caminando, embotada en su eterno presente, sin la conciencia de la pérdida de sus compañeros. Un pie tras otro, seguir el río. Eso era todo.

Lo era hasta que un ruido llamó su atención, el ladrido del perro de una granja cercana. El cachorro saltaba y movía la cola alrededor de un agujero, miró a Niña y ladró, trazó varios círculos sobre sí mismo, corrió hacia ella jadeando, intentando llamar su atención, trotando de vuelta al agujero. Cuando Niña se acercó el perro trajo una rama, la soltó en el agujero y escarbó con las patas hasta dejarla semienterrada. Niña soltó un gemido de aprobación, y dejó caer una piedra en el agujero. El perro la olisqueó y echó tierra encima. Niña moqueaba y reía, le gustaba aquel juego. Siguió dejando caer piedras y ramas, hasta que no quedó ninguna a su alcance. Torpemente se quitó la bandolera y la dejó caer. El perro la olisqueó y echó tierra encima, hasta cubrir el agujero.

—¡Chico, adentro! —la voz del granjero sonó desde la cabaña.

El perro ladró una vez más a Niña, despidiéndose.

Niña se quedó mirando la marca de la tierra removida unos minutos. Recordó que tenía que hacer algo, seguir el río. Se levantó.

Un paso y luego otro, seguir el río. La granja apenas se veía ya desde donde se encontraba. Una vaga impresión fugaz y confusa pareció avisarla de que había algo que estaba olvidando. Dudo unos instantes. Recordó que tenía que seguir el río.

Un paso y luego otro, seguir el río. La granja se fue haciendo progresivamente más pequeña, hasta que se difuminaron todos sus detalles.

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El juego del telépata

por Relato ganador

Soy un sentimental. No hay otra explicación. Siempre me dejo arrastrar como un ingenuo dentro de un huracán de problemas. Pero no voy a quejarme, la vida tiene estas cosas, los dioses a veces reparten las cartas de forma puñetera. A mí me ha tocado una baza bastante complicada de jugar. A pesar de ser un arrastrado londinense, hay dos matices que me distinguen de la media de los mediocres.

El primero es que he sobrevivido para contarlo. A pesar de nacer a principios de los setenta entre huelgas y tumultos en uno de los peores barrios de Londres. A pesar de sufrir a mi hermano mayor intentando meterme en el rollo punk. A pesar de resistir el internado en tres reformatorios diferentes. A pesar de saberme de memoria las carreteras hacia Manchester en pleno auge del acid house. De salir airoso de los cacheos en los pubs cuando movía marihuana y pastillas. Todo eso, y a pesar de mantener la misma estrecha amistad con Johnny Walker, Winston, media Colombia y parte de Marruecos, la vida me sigue guiñando un ojo.

El segundo matiz es mi cabeza. Han debido ser todas las drogas que mi cuerpo se ha metido a lo largo de mi existencia pero, por alguna razón, sé lo que piensa la gente. Puedo leer la mente. No me preguntes cómo. Empezó de repente un día, con una especie de zumbido en mi cabeza. Es una especie de don. Pero raro de cojones. Gracias a este talento me ganaba la vida, y no me iba del todo mal. Hasta que conocí a Judy Fleischmann.

Mujeres. Qué fácil sería la vida sin…. bla, bla, bla. Da igual lamentarse, la naturaleza ha decidido que compartamos el mismo aire, que nuestras feromonas nos obliguen a atraernos, que nuestros cerebros nos inviten a discutir, y que al final la conclusión sea que no hay espacio suficiente en el planeta para que coexistan el hombre y la mujer. Estoy divagando, lo sé, pero esta tonta parrafada tiene su razón en que la historia que voy a contar empezó con una mujer. En la cama, claro. Mi pequeño talento también me daba sucias ventajas. Hacía un sondeo a una chica con la que estuviera hablando, y sabía con seguridad si le gustaba o no. Si quería sexo o no. Si era aburrida o cachonda… Hace unas semanas estaba en la cama con Cheryl, camarera de un pub de Camden, morena, sonrisa turbadora, curvas de infarto. En condiciones normales, inalcanzable. Pero llevaba unas noches entrando en su cabeza. Conociendo sus gustos y sus fobias. Vegetariana, bailarina frustrada, amante de la hípica y ansiosa por ganar mucha pasta y hacer un viaje alrededor del mundo. La primera noche que la hablé no me hizo ni caso. La segunda me invitó a un pitillo. En la tercera ella habló sin parar. En la cuarta estaba en mi cama. Para mí era un simple juego. Pero lo necesitaba. Mi talento no me dejaba dormir. Las noches eran un interminable y penetrante zumbido repleto de voces y de pensamientos mezquinos de otras personas. Necesitaba tranquilizantes y sexo para distraer la mente y descansar. Pero nada. Después de que Cheryl se durmiese  me levanté, me fumé cinco cigarros y me tragué una pastilla, me tumbé, me levanté otra vez, y así infinitas veces. Maldito Londres, maldito insomnio. Poco antes del amanecer, ella se despertó y yo me hice el dormido. Entró al baño, se vistió y se fue en silencio. Su cabeza me decía que se lo había pasado bien pero que solamente había sido un juguete más para ella.

Me levanté y busqué otro cigarro. En el baño, Cheryl me dejó un beso con carmín en el espejo. Quedaban unas horas para el amanecer y se presentaba un día muy largo. Me recosté fumando un poco de hierba. Al final, el insomnio siempre deja un poso de irrealidad en los sentidos. En ese momento empezaron de verdad mis problemas. Mi cabeza se hundió. Ya no estaba en mi apartamento de Finsbury Park. Estaba arrodillado, bebiendo con las manos de una pequeña charca. Me sentía cansado e insaciablemente sediento. El paisaje que me rodeaba era yermo y difícil de contemplar debido a un fuerte viento que distorsionaba la visión. Estaba solo y abandonado. Un brillante y molesto sol rojo quemaba mi piel. Dejé de beber y me incorporé con dificultad. El viento retumbaba mis oídos. Miré a mi alrededor intentando vislumbrar algo. La tierra era oscura y cubierta de ceniza. Mis pies estaban completamente fatigados. A lo lejos contemplé una figura que andaba pesadamente. Me dirigí lentamente hacia ella. Era joven, tenía una melena dorada y lisa, y unos rasgos bellos y redondeados. Arrastraba unas cadenas esposadas en sus muñecas, cuyos extremos se incrustaban en la propia superficie de la tierra. Parecía que estuviera arrastrando el mundo entero. Nos miramos. Ella parecía aliviada de encontrarme, parecía reconocerme. En su piel se dibujaban extrañas runas que no pude adivinar si eran tatuajes o estigmas. Me llamó la atención un dibujo en su pecho de una pieza de puzzle que contenía un hipnótico ojo. Abrió su boca pero no pude percibir ninguna palabra. Extrañamente, se escuchaba de fondo una estridente melodía de piano. Levantó con esfuerzo una mano y señaló hacia el suelo, a lo lejos. Me acerqué y distinguí un agujero en la tierra. Una pequeña circunferencia perfecta, completamente fuera de lugar en esa superficie salvaje. Me asomé a su abismal oscuridad. No había nada. Un ominoso vacío. Pero algo hizo que apartara el rostro con pavor. La aparición de una miríada de ojos contemplándome, acechándome, una masa informe de puntos escarlata surgiendo desde esa infinita negrura, sedientos, frenéticos, tratando de devorarme…

Desperté. Empapado en sudor y también orina. Hacía siglos que no dormía, que no soñaba, pero me había metido en el cuerpo una pesadilla indigesta. Corta pero intensa. O quizá no tanto. Miré el despertador. Eran más de las seis de la tarde. ¿Cuántas horas llevaba dormido? Mi estomago rugía de hambre y mi cabeza tardaba en volver en sí. Me dirigí pitando al baño y me arreglé. Mientras me peinaba contemplé el beso de Cheryl en el espejo y me pareció que había pasado una vida. Tenía que darme prisa. Me esperaban en el Blurry Moon.

Hay algo que tienes que saber sobre el tema de leer mentes. Cualquiera puede pensar que conseguir saber lo que piensa la gente es la hostia, que eres una especie de superhombre. Ni de coña. De hecho, la única forma de sacarle ventaja a esto es que nadie pueda conocer tu habilidad. Es tu maldito secreto, y lo tienes que proteger como un diamante. Ah, y no te hace millonario al instante. Le empecé a dar vueltas a cómo sacarle provecho. Empecé a meterme en la cabeza de la gente que conocía y llegué a la conclusión de que sólo pensaban gilipolleces. Se me ocurrió que podría intentarlo en el mundo del espectáculo, aparecer en la tele. Incluso acudí a un maldito casting de esos de gente rara con talento. Hice el típico truco de adivinar cartas con dibujos. No me llamaron, triunfó un tipo que podía absorber líquidos con el ano. Nunca he conocido a ningún megaempresario al que pudiera robarle los secretos de su empresa, ni a ningún supercientífico al que copiarle la fórmula que cure el cáncer, ni siquiera a ningún jodido político para chantajearle por toda nuestra pasta que se cepilla en clubs nocturnos. No llegué a otra conclusión que aprovechar mi talento en algo que conociera realmente. Jugar a las cartas. Póker y apuestas. Nada de mierdas de casino y torneos televisados con fichas de colores. Partidas de verdad, con dinero de verdad. Timbas clandestinas, con jugadores profesionales y con dinero de origen oscuro. Conocía a las personas adecuadas y conocía el negocio. Empecé modestamente, entrando en partidas organizadas en pequeños pubs, dándome a conocer, haciendo amistades, jugando con inteligencia. No puedes dar un palo gordo, eso da miedo. Tienes que dar confianza, perder algunas manos, aprovechar el momento. Dar el salto, conocer a la gente adecuada que pondrá dos maletines repletos de libras en tus manos para que la juegues por ellos. Y, por fin, dar la mano al pez gordo que va a ser tu mecenas. Ese era Oleg Posolov, el gran tipo que arriesgaba sus buenos miles de libras mientras yo tiraba cartas en la mesa. No lo hacía por amor al juego, claro está, sus porcentajes de ganancias eran considerables. Todos sus negocios eran tan turbios como el orinal de la Reina. Una fortuna amasada al viejo estilo: fraude, eliminación de la competencia y soborno. Como cualquier empresa legal, pero con honestidad. Violenta, por supuesto. Si alguien le estorbaba llamaba a sus perros, los hermanos Pavlov, y colocaban al sujeto en una silla de dentista hasta que lo ablandaban. He oído muchas historias sobre dientes arrancados de cuajo y lenguas cortadas. Asumes con resignación que son gajes del oficio.

Caía la noche cuando llegué al Blurry Moon, un pub del viejo Londres, legendario y elitista, con numerosas pistas, salas y performances espectaculares. Como siempre, olía a Macallan, habanos, dinero sucio y arrogancia perfumada. No podías entrar si no eras conocido, y no eras conocido hasta que no te presentaban a Almagro, el gerente, un elegante mejicano dueño de la mitad de la vida nocturna de Camden. Sus reservados son tan cotizados como pequeños rincones del Olimpo. Esa noche se había organizado una partida en una sala secreta y exclusiva. Me acerqué a saludar a Arístides, el hijo de Almagro, que estaba haciendo tatuajes en un habitáculo cercano. Me senté en la mesa de póker. Los actores estaban dispuestos. Ocho jugadores y mucha pasta entre manos. Jugar me relajaba. Me permitía estar concentrado, evadirme del caos de los pensamientos dispersos, del bullicio de las calles. Sólo tenía que focalizar a los jugadores y descubrir sus cartas. El whisky calmaba mis nervios, pero cruzar la mirada con los perros de Oleg no tanto. Siempre me acompañaban a las partidas para que no hiciera ninguna tontería. Contemplar el tatuaje de un espantoso escorpión que tenían dibujado sobre el cuello me daba escalofríos.

Esa noche iba bien. Me adelantaba a las jugadas con mis «cartas marcadas» y mis rivales abandonaban. Estaba relajado. Quizá demasiado. Me ausenté un momento al baño. La bebida y las pastillas me hacían sentir somnoliento. Me refresqué la cara. Me miré al espejo pero estaba borroso. Algo no iba bien. Empecé a frotar el cristal por si estaba empañado, pero nada. Me puse nervioso y empecé a arañarlo. El cristal se oscureció y una densa bruma me atrapó. Atravesé el espejo tapándome la cara. Aparecí en un paisaje inestable y húmedo. Me debatía en una especie de océano cubierto en su inmensidad por una interminable sábana de tela blanca. No podía andar pero tampoco nadar. Luchaba y braceaba entre aquella desolación blanca. Mire hacia arriba y me contemplaba el mismo sol rojo de mi reciente pesadilla. En mis tímpanos retumbaban las agudas teclas de un piano. A duras penas me estabilicé y divisé a lo lejos la joven figura que me visitó en sueños. Se me volvió a aparecer arrastrando pesadas cadenas. Torpemente, intenté que se incorporara. El dibujo de la pieza de puzzle parecía marcado a fuego esta vez. Algo empezó a moverse bajo la capa que recubría ese océano. Brazos y piernas humanos se retorcían bajo la superficie, tratando de liberarse, de tomar una bocanada de aire. Me intentaba zafar, pero más y más manos se aferraban a mi cuerpo. En la tela se empezó a dibujar una sombra que mutaba furiosamente su forma. La silueta de una criatura inconmensurable se empezó a dibujar, una figura arácnida, incrustada por millares de apéndices afilados que se extendían como un cáncer por ese mar de lamentos ahogados. No podía escapar de su alcance. Los ecos de una aguda letanía emergían bajo el agua. Repetían un mismo nombre: IKARZEV, IKARZEV, IKARZEV. Me tapé los oídos y cerré los ojos, esperando mi final bajo esas aguas.

—¿Qué haces, bella durmiente? Arriba, Lenny.

Sentado en la taza del váter, la voz de Sergei Pavlov me despertó.

—Te están esperando, memo. Mueve el culo o te espabilo a patadas.

Me incorporé con los ojos abiertos como un alucinado. El ruso me cogió de la americana y metió mi cabeza bajo el grifo. El espejo estaba roto y me di cuenta de que mi mano derecha sangraba.

En la mesa, ya sólo disputábamos dos personas la partida. Con Mark Yost había jugado otras veces. Aquella vez me pilló con la guardia baja. Miraba con pánico el tatuaje de Sergei, el escorpión me parecía que tenía infinitas patas y se movía por su piel. Las cartas tenían dibujos que se difuminaban y se hundían en un océano infinito. Mi mente se dispersaba y no conseguía entrar en la cabeza del otro jugador. El tipo aprovechó mi nerviosismo y abandonó la partida con el viento a favor. Esa noche terminé perdiendo la mitad de la inversión de Oleg.

—El señor Posolov es un profesional, amigo, si vuelves a jugar como un aficionado, se verá obligado a intervenir para proteger su dinero —me advirtió Sergei.

Estaba jodido. Era la primera vez que mi mente me la jugaba en plena partida. Me acerqué a la zona donde Arístides trabajaba. Era un chaval que me caía bien, un artista de los lienzos en la piel. Me relajaba verle trabajar. Agarré una cerveza y me puse a observar.

—Mala noche, Lenny. ¿Las musas te han abandonado? —comentó mientras tatuaba a una joven oriental.

—Las musas, la inspiración y la suerte. Tres mujeres más a añadir a mi lista de fracasos.

Sonrió mi comentario. La chica a la que estaba tatuando, no tanto. Mientras bebía los últimos sorbos y encendía el enésimo cigarrillo de la noche, me detuve a mirar los bocetos de sus tatuajes. Los había de todos los tipos y géneros. Me llamó la atención un dibujo que me estaba resultando familiar. Una pieza de puzzle que contenía un ojo formado por infinidad de círculos concéntricos. Lo había perfilado con exquisito detalle.

—Oye, Aris, me resulta familiar este diseño, ¿lo has creado tú?

—No, tío, lo saqué de un mural de una escuela de arte del Soho. Tienen unos graffiti muy currados a la entrada, seguro que habrás visitado su galería.

—Nunca había estado allí.

—Pues ya es casualidad.

—Casualidad, sí —exploré su mente y confirmé que era verdad.

El resto de la noche no hice más que dar vueltas y, a pesar del frío, retiré todas las sábanas de mi cama. Estaba inquieto. Por la gente de Oleg y también por las pesadillas. No eran normales, como si algo estuviera tomando el control. Mi vida ya era bastante caótica, tenía que encontrar lo que me estaba descentrando. Las calles del Soho no eran mi sitio preferido. Mucho bullicio, muchas mentes alborotadas. No era lo mejor para alguien que no quiere revuelo en su cabeza. Me lo tuve que patear de arriba abajo hasta encontrar la maldita escuela de arte. Un gran estudio con multitud de murales urbanos. Bajo el cartel de bienvenida, el dibujo inconfundible del puzzle y el ojo. Ya me  empezaba a crispar los nervios. Di un paseo entre las galerías, sorteando lienzos manchados de cualquier sustancia, esculturas de chatarra y monitores proyectando delirios narcóticos. Decididamente, el arte moderno no era lo mío. En uno de los pasillos me topé con la mujer. Joven, de veintipocos años, delgada, y con el inconfundible rostro que me había estado acechando en sueños. Sin embargo, no proyectaba la imagen de rubia escultural de corte clásico de mis pesadillas. Tenía una melena descuidada de color castaño, recogida en múltiples trenzas y vestía la típica ropa callejera de estudiante. La estuve largo tiempo observando con mi mente. Era una de las galeristas de la escuela, trabajando sin respirar un segundo organizando las exposiciones. Locuaz y extrovertida, al sondear su mente no encontré ni rastro de los escenarios perturbadores que habíamos compartido. Me acerqué a ella y me presenté como un artista en crisis, con interés en contribuir a la galería exponiendo algunas esculturas. Me atendía con amabilidad e interés y pude percibir que había un vínculo, una complicidad natural y espontánea, aunque no nos conociéramos. Tomamos unas pintas en la cafetería. Era atractiva y muy accesible, pero aún lejos de desear algo parecido a sexo. Se llamaba Marla. Me confesó que tenía que recoger a su hermana, que estaba dando clases en un centro especial para niños con discapacidad, pues tenía trastornos relacionados con el autismo. La acompañé y compartimos unos cigarrillos. Entonces apareció ella. La presencia que se me aparecía en sueños. Una niña de unos trece años, ojerosa, con rizos enmarañados, gesto ausente y apagado, y una actitud profundamente distante. Nos miramos. Nos reconocimos. Me adentré en su mente. No hallé nada. Me pareció estar contemplándome a mí mismo a través de sus ojos.

—Es mi hermana Judy. Judy Fleischmann.

Le acerqué mi mano. Agachó la cabeza y simplemente extendió la suya y la retiró inmediatamente. La situación me estaba atacando los nervios. Marla hablaba, pero mis oídos no escuchaban nada. No sabía explicarlo, pero algo me hacía sentir que Judy también leía mi mente. Me estremecían las mismas sensaciones que tenía en aquellos sueños. Estaba perdido.

—Vivimos calle abajo, ¿te apetece un café? —dijo Marla.

Mi corazón palpitaba a mil por hora. Mis piernas querían huir. Me acerqué a Marla y tartamudeé la primera excusa que se me ocurrió para largarme.

—Me parece que Judy ya ha decidido por ti —me contestó—. Hace meses que no había tocado a un extraño.

La chica me estaba agarrando de la mano. Parecía muy tierna tras sus gafas de alta graduación. Incluso le había cambiado el gesto. Me sentía incomodo pero las acompañé a su casa, un típico apartamento de estudiante del Soho. Marla me explicó algo de la situación de su hermana. Nació con problemas de adaptación y desarrollo que se agravaron el año pasado con la muerte de sus padres en un accidente de tráfico. El trauma la hizo más introvertida, huidiza e irascible, hasta el punto de que dejó de articular palabra y rechazar todo contacto. En todo momento, estuviera o no en la habitación, sentía a Judy. Y sus obsesiones. En el piso de arriba, un vecino practicaba con el piano una melodía tan estridente como la que me acechaba en las pesadillas. Toda la casa tenía lienzos y bocetos con paisajes que evocaban aquellos en los que me perdía en sueños. Me bebí el café en dos sorbos y me excusé para ir al baño. Necesitaba refrescarme, la camisa me chorreaba sudor. Miré en el espejo y descubrí que tenía marcada una boca con pintalabios en el cristal. Habían sido los labios de la pequeña Judy. Estaba jugando conmigo. No sabía lo que quería y no había forma de que esa niña autista me lo contara. Salí del baño como un fugitivo y escapé del apartamento.

Los siguientes días no fueron mejores. Judy y yo volvíamos a compartir presencia en los sueños. Volvía a aparecer con la figura de su hermana, arrastrando cadenas. Sin embargo, los paisajes ya no parecían tan siniestros. Y empecé a comprender el origen de algunas apariciones de esas pesadillas. Judy se proyectaba con la figura de su hermana, seguramente porque era la persona que la cuidaba y protegía. La melodía del piano la tomaba prestada de los ensayos de su vecino. Los paisajes eran un reflejo de los lienzos de la escuela de arte. A veces, en esas visitas oníricas, Judy dibujaba figuras en la arena: una criatura que fusionaba elementos de un carnero, un dragón y un caballito de mar, y otras veces se distraía formando una sombra humana con aspecto de druida. No comprendí que esos dibujos eran pistas. Sin embargo, sí estaba cansado de exponer mi mente a la suya. Y noche tras noche, las imágenes se hacían cada vez más lúgubres y angustiosas. En la última pesadilla me encontré en un desolado territorio helado. Avancé congestionado por el frío y me encontré una escena que puso a prueba mi cordura, cientos de figuras humanas retorciéndose por la superficie helada, con espasmos, copulando de forma grotesca, desprendiéndose la piel al contacto con el hielo. Bajo ellos parecía proyectarse la inquietante sombra arácnida. Los hombres gritaban compulsivamente en sus estertores el nombre de Ikarzev. No aguantaba más, estaba al borde de la locura. Cuando apareció la figura de Judy, la esperé y, cuando estuve a su altura, la abofeteé la cara. Inmediatamente me sentí culpable. Y desperté. Las siguientes noches no volví a soñar.

Quedaban dos días para volver a jugar en el Blurry Moon y, a pesar de no volver a ser acechado en sueños, tomé precauciones y me metí todos los estimulantes que podía adquirir para no dormir. No me podía permitir ni una distracción más si no quería que mi cuerpo acabara destilado en una botella de vodka. Me sentía frenético, ansioso por acabar con esa maldita partida de cartas. La luz del local parecía más siniestra de lo normal y la música tenía un tono grave y fúnebre. Pasé por la zona de trabajo de Arístides a saludar pero estaba ocupado. Me empecé a marear. Me topé con los hermanos Pavlov y me regalaron una mirada furiosa. Los evité enfilando al baño. Me refresqué en el lavabo, evitando mirar mi rostro agotado. En el espejo distinguí otra marca de un beso con carmín oscuro. Se estaba derritiendo y parecía como si chorreara sangre. Pasé la mano y desapareció. Me froté los ojos, deseando que fuera una alucinación pasajera. Al salir, uno de los rusos me agarró la cara y la acercó amenazadoramente a su boca. «Nada de sorpresas», me exigió. Las pulsaciones se me aceleraban. La música se me estaba haciendo más estridente en mis tímpanos y la visión se me nublaba. Los jugadores parecían sonreír maliciosamente. Las cartas temblaban en mis manos, quizá era efecto de los estimulantes. Me concentré en la mente de los jugadores pero a duras penas me llegaban destellos de sus pensamientos. Todo se estaba derrumbando. Las alucinaciones o los sueños me volvían a atacar. Cerraba los ojos un momento y los paisajes tenebrosos se me volvían a aparecer. Abría los ojos y los escorpiones tatuados de los rusos parecían cobrar vida y deslizarse por su piel. Cerraba los ojos y el sonido de las teclas del piano aplastaba mis oídos. Abría los ojos y en los naipes se me aparecían imágenes de siniestros caballitos de mar expulsando fuego. Judy estaba desequilibrando mi mente otra vez. Las cartas caían en el tapete, los jugadores iban abandonando, yo permanecía en la mesa de milagro. Mi actitud era desconcertante para el resto, a mi lado se amontonaban las copas vacías y los cigarrillos consumidos en segundos. Bajo mis pies sentía que se abría un abismo de humo e infinitos ojos acechantes. Ya jugaba a ciegas, sin percibir la mente de mis rivales. Contemplaba a los inquieto rusos, nerviosos y mesándose los pelos. Llegué vivo a la última mano. Mis ojos percibían a los presentes como borrosos bocetos en blanco y negro. Cerraba los ojos y me parecía verlos retozar desnudos entre ellos. Quería terminar con todo. Me la jugué. La mente de mi rival se me escapaba sin remedio. Me aposté todo el dinero a una baza. Mi frente palpitaba. Cerré los ojos y enseñé las cartas. Mi trío se derrumbó ante la escalera de mi rival. Me levanté frenético hasta la salida, desesperado. Me derrumbé en el baño vomitando.

—¿Dónde vas, miserable hijo de puta? —me asaltó por detrás uno de los rusos—. El señor Posolov va a prescindir definitivamente de ti. Pero no de tu deuda. El diez por ciento de lo que has perdido hoy, mariconazo, lo queremos dentro de dos días. El primer pago de muchos hasta que liquides nuestras pérdidas.

Estaba muerto. Física y mentalmente. Y desesperadamente furioso. Por mi mala suerte, por haberlo perdido todo por una patética cría psicótica. Agarré el coche sin pensar en todo el alcohol y las pastillas mezcladas en mi estómago. Aceleré como un demonio. En dirección al Soho, a dar un susto y apagar el cerebro de Judy Fleischmann. Hasta que algo me detuvo. Una visión inesperada que me hizo volver a jugármela. Parado en un semáforo, detuve mi mirada en la publicidad de un autobús. «VISITA CARDIFF». Me sonreí, esa ciudad y yo teníamos un pasado. Luego me fijé en el viejo escudo de armas de la ciudad. Un caballito. Un carnero. Y un dragón. Judy me estaba enviando un mensaje. Quería que descubriera algo en esa ciudad. Giré el coche en dirección a la autopista. Le iba a dar una oportunidad, por muy surrealista que fuera esa situación. Pero, por Dios, Gales no, por favor.

No sabía qué me impulso a dirigirme a Cardiff. Sacarme lo que Judy me estaba metiendo en mi cabeza, principalmente, porque por nada en el mundo hubiera vuelto a pisar Gales. Años atrás, me había metido en un negocio en el que estafamos a unos policías y nos llevamos un alijo de droga por la cara a Londres. Mi cabeza tenía un precio desde entonces, tanto para un clan de narcos colombianos como para unos ex policías. Pero el tema es que había vuelto a la ciudad, sin saber ni qué ni a quién buscar. Pero mi mente sentía que algo le acechaba. Toda la ciudad la percibía brumosa y los rostros de los transeúntes borrosos y distorsionados. En el motel no pude descansar ni con tranquilizantes. Me levanté a primera hora y paseé por el centro para despejarme. Mi cerebro zumbaba. Hasta que tropecé con mi destino. En la boca del metro, un repartidor de publicidad me dio un folleto de un sanador que se presentaba como Maestro Doctor. Lo que me llamó la atención fue su llamativo nombre: Vraizek. Un anagrama de Ikarzev. No me preguntes cómo mi mente pudo llegar a esa conclusión.

Por la tarde me presenté en la dirección del folleto, una herboristería con productos y libros típicos New Age. Hablé con la dependienta, una joven bien parecida pero del típico rollo vegetariano y ecologista. Después de charlar, me invitó a la ceremonia que iban a celebrar por la noche con el famoso sanador Vraizek. Su mente me transmitía devoción por ese hombre e incluso pude percibir un destello de su aspecto. Su figura me evocaba la presencia de la criatura arácnida. Estaba acercándome a la claves de la intriga, pero no sabía si yo era el cazador o la presa que iba a caer en la trampa. Dibujé mi mejor sonrisa y arreglé una cita con la muchacha cerca de las once de la noche. El zumbido en mi cabeza no desapareció en toda la tarde. El juego no se presentaba nada favorable.

En el sótano de un local aledaño a la herboristería nos reunimos un grupo de unas veinte personas, de ambos sexos, de aspecto joven y saludable. Todos llevaban una especie de túnica ceremonial y me invitaron a vestir una. Les seguí el juego, aunque yo me sentía inquieto y abrumado. Percibí en ellos una completa entrega al culto que estuvieran profesando. Me lo demostraron en cuanto apareció Vraizek, un hombre canoso, de unos cincuenta años, con el pelo largo, perilla recortada, un gordito de aspecto afable. Tenía toda la apariencia de un iluminado hippie. La gente se inclinó ante él, cantando una extraña letanía en honor a Ikarzev. Se comportaban como adoradores de una secta. Crucé la mirada con el hombre y nos reconocimos. Era evidente que también tenía un talento telepático. Me dirigió una especie de gesto de bienvenida. Y también percibí que se sumergía en mi mente. Ya no podía disimular mi juego. Entre los presentes, se fueron acercando un cuenco con líquido que empezaron a ingerir, causando en ellos un efecto narcótico. No tomé el brebaje, pero el agotamiento y el murmullo de la letanía hicieron que sucumbiera lentamente al sueño.

Me encontré en la superficie de una gran construcción, frente a un oscuro altar. Decenas de devotos desnudos bailaban en trance con movimientos espasmódicos. El escenario tenía la tétrica fatalidad de los sueños precedentes. Esquivé a los acólitos, que empezaron a fornicar con violencia. Empecé a buscar la presencia de alguien que me llamaba. Era Judy, tomando otra vez la forma de su hermana, de nuevo encadenada, esta vez en el ominoso altar. Mi mente saltaba de una realidad a otra. Mis ojos se abrían en el sótano y contemplaban a los asistentes a la ceremonia copular entre ellos de forma grotesca. Pero sus actos no eran voluntarios, Vraizek los estaba sometiendo con su mente. Cerraba los ojos, y en el sueño la enorme forma arácnida que adoraban como a un dios, se alzaba entre la mampostería reclamando almas que devorar. Su aspecto era aterrador, surcado por miles de patas afiladas y con horrendos tentáculos que emanaban de un rostro que contemplaba el escenario con infinidad de ojos que supuraban sangre. En el sótano, hombres y mujeres eran sodomizados de forma cruel, para disfrute de su líder. En la pesadilla, una forma sombría se perfilaba detrás de la horrenda deidad. Era Vraizek, que me invitaba a unirme a él. Me estaba sondeando, me estaba ofreciendo un oasis de lujuria y libertad. La sombra agarraba el cuerpo de Judy por el cuello y me lo ofrecía. Ante mí tenía la oportunidad de satisfacer todos mis caprichos sin remordimientos. Parecía que había contemplado mi alma. Pero yo no era un psicópata pervertido. Lo que me tocaba los cojones era que, hasta ese momento, había sido un simple peón en el tablero de ese juego que se estaba disputando en los sueños. Estaba harto y furioso. Mi mente fue consciente de su potencial y de que tenía una buena baza escondida en la manga. Y pillé al cabrón por sorpresa. Yo también podía actuar en sueños. Apreté los puños e imaginé lo que más deseaba tener entre las manos en ese momento. Un bate con clavos. Lo empuñé con tal rabia que incrusté el arma en el cráneo del monstruo. En el sótano, mi cuerpo se acercaba tambaleando al estrado donde se encontraba Vraizek rodeado de mujeres desnudas que lo estaban acariciando. En el sueño, la figura arácnida de Ikarzev estaba siendo machacada sin compasión por mi bate, supurando un espeso líquido negruzco. En Cardiff, mis puños se descargaban sobre la cabeza del líder del falso culto, rompiendo la hipnosis que tenía sobre el grupo. Mi fuerza de voluntad aplastaba al dios caído en el sueño y la figura de Judy se liberaba de sus ataduras. De su espalda surgieron dos alas de libélula, se acercó a darme un beso en la mejilla y desapareció volando. En el sótano, acerqué mi cabeza a la frente del asqueroso hippie. Siempre los he odiado. Exploré a fondo su mente. Era un jodido californiano, mediocre, repugnante y con aires de grandeza. Un buen día fue consciente de su talento telepático y lo usó para proyectar sus fantasías de ciencia-ficción de serie B, sus perversiones sexuales y su odio contra la humanidad. Perfeccionó tanto su habilidad que podía manipular la mente de sus víctimas a su antojo. Acabó en Cardiff, y se montó una infame secta naturista para recaudar dinero de sus víctimas y gozar como un cerdo en sus orgías ceremoniales. El dios Ikarzev que proyectaba en sus fantasías era tan falso y patético como él. El puñetero hippie me daba nauseas. Sus victimas se empezaban a despertar, desorientadas, pero levemente conscientes de lo que les había ocurrido. Empezaría para ellos la recuperación de una pesadilla traumática. Me concentré en Vraizek y penetré tan profundamente en su psique que borré con una contundente lobotomía todo acceso a su talento. Le había hecho una castración de su cerebro, y me dí el gusto de hacerle otra en sus genitales.

Dejé todo dispuesto para que cuando acudiesen los policías encontraran todas las pruebas incriminatorias y las grabaciones de las atrocidades que había cometido Vraizek. Hice la llamada pero no esperé ni un segundo para salir huyendo de Gales. Me encontraba bien, en paz conmigo mismo. También Judy debió haber sufrido mucho con el asedio al que la había sometido aquel pervertido. Quizá tardé demasiado en comprender su grito de socorro. Pero bueno, es difícil interpretar los deseos de una telépata autista. Descansé la mañana en el apartamento y me dispuse a hacer una visita a las hermanas Fleischmann, para cambiar impresiones, aunque fuera mentalmente. Pero la Madre Rusia no planeaba lo mismo. Me pillaron con la guardia baja, ensimismado. Mi mente no captó su presencia a tiempo y me localizaron. No tenía intención de dejarme torturar, ni siquiera un poquito. Me zafé de ellos, me tropecé cruzando una carretera. Apareció de repente un coche…

Y aquí estoy. Dentro de tu mente. También en la cama de un hospital. Estoy en coma. Señoras y señores, así es como acabé. Como he dicho al principio, no me quejo. Estoy en el mejor momento de mi vida. Libre, sin ataduras, sin obligaciones. Sin tener que dar explicaciones ni pagar impuestos. Voy y vengo donde me apetece. Aparezco y desaparezco de vuestros sueños. Me he enganchado a este territorio. Me siguen sin gustar los pensamientos de la gente, son mezquinos, falsos y aburridos. Sus sueños, en cambio, no. Rezuman verdad y reflejan la auténtica intimidad de su mundo. Me transportan a las sensaciones reales que no se pueden plasmar en un cuadro o en una canción. Vuelo y aterrizo en la mente de Cheryl mientras chapotea en su imaginación en las costas de Sri Lanka, y entiendo por fin por qué deja un beso en el espejo de sus amantes. Aparezco en tu mente y te cuento la historia de unos telépatas que se relacionan en pesadillas, y cuando te despiertes, te preguntarás qué sueño tan raro has tenido y pronto lo olvidas. Me detengo un buen rato en la cabeza de Arístides, contemplando como un privilegiado su universo personal creado a base de tinta y colores, y brindo con una cerveza fría a su salud. Me asomo en los sueños de mi amigo Oleg Posolov y descubro cómo sus padres lo vestían de niña hasta que cumplió siete años y cómo ese incidente lo traumatizó de por vida; juego con esas pesadillas los siguientes días para torturar su mente. Visito a un agente de Scotland Yard y le dejo pistas en su subconsciente para que encauce su estancada investigación de la mafia rusa. Dejo que me lleven las brisas oníricas y me encuentro con Judy. Conversamos, en la peculiar forma que tiene Judy de comunicarse. En el mundo de los despiertos había progresado de sus trastornos de autismo y ya no estaba encerrada en sus obsesiones. Incluso había empezado a aprender a tocar el piano en casa de su vecino. Los telépatas somos conscientes de los que son como nosotros en los sueños y salimos a explorar y a conocer a otros. Un anciano ciego de África deslumbrado con lo que puede contemplar en sueños, un recién nacido en Japón que empieza a ser consciente, a muy temprana edad, de la inmensidad del planeta… Es mi nuevo mundo. No quiero abandonarlo. Pero también existe el mundo real. Existe Marla. La hermana de Judy me ha empezado a visitar en el hospital. Es una chica fantástica, no le importa conversar con un hombre en coma y creo que es la única persona en el mundo que tiene ideas interesantes dentro de su cabeza. No sabe que mi mente la escucha. No sé cuándo volveré a despertar, pero creo que estoy empezando a sentir algo por ella. Joder, no tengo remedio. Sigo siendo un sentimental.

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Con dos cañones

por Relato ganador

Me llamo Bloody Louis Scabb1, piloto del Ejecutor, el cascarón más rápido del Caribe, y vengo a contar la última gran aventura de este magnífico barco y de sus insignes tripulantes, los piratas más temidos de los siete mares: el Hatajo Cruel de los Hiper-Negativos, capitaneados por el intrépido Jack El Parrot y su inseparable Wrinkle Bonny2, la cotorra viva más vieja del mundo, y que Jack se llevó de un convento de cartujos en Santiago en vista de que era lo único de valor que pudo encontrar.

La cotorra en seguida se reveló como un espíritu aventurero pero leal. Al principio viajaba en la cofa, junto a Reeking Isaac Slaughter3, nuestro vigía tuerto, al que hacía repetir el ángelus hasta caer dormido y después despertaba a tremendos picotazos en el ojo sano. Con los años le entró vértigo y Wrinkle Bonny prefirió la comodidad del hombro del capitán, y la costumbre de responder «amén» a cualquier orden de Jack El Parrot. No en vano pertenecían a la misma especie de cacatúas: Wrinkle Bonny era de las recitadoras y el Capitán Parrot de los que sueltan frases generadas aleatoriamente en una aplicación de la futura internet. Reeking, por su parte, continuó durmiendo como un lirón a doce metros de altura, a veces incluso tapándose con la Jolly Roger si había mucha corriente por allí arriba.

Desde que Henry Murgas atacara con éxito el fortín de Portobelo en Panamá, entre Port Royal y el continente, el mar y la tierra pertenecían a los corsarios ingleses. Eso nos dejaba poco espacio a los piratas de toda la vida, los de bergantines rápidos y abordajes breves justo para arramplar con un botín las más de las veces demasiado escaso para repartirlo entre la tripulación… que mermaba considerablemente tras cada ataque para evitar motines.

Decidimos entonces dar un golpe maestro con el que recuperar nuestra reputación, nuestros territorios de pillaje y el oro azteca que viajaba a Europa a bordo de inmensos galeones atestados de cañones, pero lentos y pesados como una morsa preñada.

Nos reuníamos en secreto en la isla Tortuga, menos glamurosa ya que Port Royal, pero segura y con oídos por el resto de puertos asomados al Caribe. Hasta que una noche, dos andaluces pendencieros y desertores de la guardia veracruzana al servicio del Virrey de Nueva España dieron con sus carnes sedientas en la taberna de Anita la Frisona, una viuda holandesa con las tetas tan grandes como barriles de mesa que continuó regentando La Calavera de Coral después de la violenta muerte de su marido en una pelea. Pablo Maganto, cordobés, casado con Lupita Expósito Güey y padre de al menos nueve churumbeles, necesitaba escapar del estrés de los turnos de guardias en el castillo del Virrey y de los de pañales y rosarios con su suegra que le esperaban al llegar a casa tras doce horas metido en una garita. Quería hacerse rico, volver a España y comprar un cortijo para criar caballos árabes. Diego Soler, de Coria del Río (Sevilla), se fundía la paga en la fonda de Doña Rosita ayudando a las «probes» chicas que reclutaban entre las nativas de las tribus diezmadas por el hambre y la sífilis. Necesita dinero para volver a la Madre Patria y pagar los servicios del mismísimo Mateo Jareño de la Parra, el médico del Rey Carlos II.

Después de un par de rondas y algunas referencias a cierto tesoro mítico, enigmático y esdrújulo, olvidaron sus nombres de familia y pasaron a ser Pablo The Bitter4 y Canker Diego Blythe5, mucho más apropiados para la chusma con la que estaban a punto de juntarse: la tripulación del Ejecutor. Únicamente los dos escoceses del barco, Decrepit Wallace Smythe6 y Mast Hugger Roger7 torcieron sus morros y mostachos en señal de desacuerdo, pero era normal en ellos: tampoco bebían ron sino whiskey, ni hablaban inglés o español. Eran un poco cardos pero, en esencia, cumplían con los requisitos de mal fario y gafedad para navegar bajo la bandera pirata del Ejecutor.

A la quinta ron-ron-ronda, la leyenda sobre el Tesoro de los Caramuecos corría ya entre las mesas de La Calavera de Coral a la misma velocidad que las cucarachas y las ratas… pero no pasó igual de desapercibida. Chan, chan. Bitter y Canker se presentaron como fuentes fiables y tenían pistas definitivas para la localización de la isla en la que estaba escondida la herencia de aquel pueblo segundón adorador de Cacahuétl y sus Marimbas y del que incluso se cuestionaba su existencia. Pero nuestra necesidad de un tesoro que encontrar superó la hipernegatividad innata que nos había hecho desistir en tantas ocasiones de emprender cualquier tipo de actividad.

La clave fue una cancioncilla que tarareaba una de las prostitutas caramuecas que Canker había conocido en el burdel de Doña Rosita y que decía: «Bajo la enagua escondido un gran tesoro hallarás, de oro y de plata el caramueco será». Por supuesto no se refería a la falda de la putilla, porque lo que allí encontró Canker fue el origen de su apodo.

El Capitán Jack El Parrot, algo embotado por los litros de ron con solera que le empapaban el gaznate y las chorreras de su raído blusón, se puso en pie y nos gritó a su hatajo de infames:

—¡Me importan un bledo esos contramaestres viscosos! ¡Hagámoslos caminar sobre el tablón!.

—¡Amén! —sentenció Wrinkle Bonny.

Así que nos levantamos ruidosamente y luego de un tintineo de monedas sobre la barra de Anita, salimos en tropel entonando el himno del Ejecutor:

♫ Levando anclas, vomitando y pasando bajo la quilla, ¡¡así es como navegamos!! ♫

Reunidos todos en el camarote del Capitán El Parrot (excepto Reeking Isaac Slaughter, que vigilaba con su ojo bueno en la cofa del palo mayor) desplegamos el mapa de navegación sobre la desvencijada mesa de roble. Como yo era el único que sabía leer, aparte de Wrinkle Bonny (aunque ella más bien era especialista en liturgia cartuja), empuñé con convicción un velillo sobre el descolorido pergamino y fui situando y nombrando el excelso rosario de islas que conformaban nuestro territorio, por si alguna les sonaba a nuestros recién incorporados compinches:

—Margarita, Marigalante, Martinica, Dominica, Trinidad y Lumbago —desgrané como si fueran perlas de un collar.

—¡Coño! En ese orden me gasté la última paga —apuntó Canker socarrón esbozando una sonrisa desdentada y amarillenta al evocar el tugurio de doña Rosita.

El resto soltamos unas estridentes carcajadas, que culminaron con un aullido de nuestro alegre capitán:

—Eres el vástago de una cabra y un mono de arrecife. En serio, ¡lo eres!

—Amén —apostilló la cotorra.

Como en realidad no teníamos ni idea de hacia dónde dirigirnos, acordamos comenzar nuestro periplo por la siempre atractiva isla de Cubalibre, famosa por tener la mayor densidad de tabernas por pirata cuadrado. Porque… ¿qué mejor lugar para obtener información que un bar? En realidad no conseguimos ni una pista sobre el Tesoro de los Caramuecos, pero nos confirmaron la cercanía de una diminuta isla con el sugerente nombre de «Ron». Decrepit Wallace Smythe y Mast Hugger Roger, por supuesto, torcieron sus morros y mostachos en señal de desacuerdo, nos insultaron en su escocés gutural y subieron a bordo un barril de whiskey para el camino.

De lo que sucedió en aquella paradisíaca isla no recuerdo casi nada. Apenas unas imágenes borrosas del Capitán Jack El Parrot en mitad de una pelea contra unos indígenas que llevaban tocados hechos con plumas de guacamayo mientras pataleaba y vociferaba:

—¡Un sabio Jack Parrot mantiene sólo la compañía de un destartalado mono de arrecife y un pútrido loro!

—¡¡Amén!! —chillaba Wrinkle Bonny mientras se lanzaba en picado contra aquellos genocidas de cacatúas y otros familiares.

El tabernero nos cobró por los destrozos del local y comentó que nunca había presenciado un combate semejante contra unos caramuecos. Al escuchar aquella palabra se nos pasó la borrachera en el acto y, por unos reales más y la amenaza de dejar a Wrinkle Bonny en las inmediaciones, conseguimos que el hombre nos indicara la dirección por la que habían huido los indios de marras.

♫ Levando anclas, vomitando y pasando bajo la quilla, ¡¡así es como navegamos!! ♫

Y así fue como partimos rumbo sur. Sin embargo, el Capitán Jack El Parrot, que iba un poco perjudicado, cogió el mapa del revés y acabamos perdidos en una zona inexplorada y vacía del mapa con forma de triángulo.

Varios días luego de una navegación atribulada en aquella bruma densa que podía cortarse con un sable, y con la brújula girando descontrolada como el ojo de cristal de Reeking cuando lo usábamos de canica, se levantó la niebla y ante nosotros apareció un islote de roca oscura como la noche y mortíferos arrecifes protegiendo un denso bosque de cocoteros. Anclamos el Ejecutor a una distancia prudencial y dejamos a Reeking de guardia, mientras los demás remamos en el bote hasta la playa.

Aquello tenía pinta de isla del tesoro, sin duda. Un lugar remoto y apartado de cualquier ruta de navegación, escondido de las miradas indiscretas de españoles y…

—¡Bienvenidos al Triángulo de las Barbudas, señores clientes! ¡Pasen, pasen y vean las nativas más sensuales de todo el Mar de los Sablazos!

Y así fue cómo, guiados por un cuate bajito, con acento de Cancún y vestido con una camisola floreada, bermudas y una sombrilla, terminamos en el último tugurio del Nuevo Mundo antes de la inmensidad atlántica que nos separaba del Viejo Continente. Total para ver media docena de mujeres con más pelos que un mono de arrecife y tener que beber whiskey… Decrepit Wallace Smythe y Mast Hugger Roger torcieron sus morros y mostachos en señal de desacuerdo: el whiskey que habían bebido era irlandés y aquellas hembras no eran mujeronas de Inverness, capaces de cargar a hombros a sus machos ni mucho menos.

Y como su nombre indicaba, en aquel rincón del Mar de los Sablazos nos la clavaron hasta la rabadilla. Nos quedamos sin reales y sin ficticios (eso fue para pagar los daños lumbares causados a las dos muchachas que jugaron «a los highlanders» con los escoceses), e incluso nos desapareció el bote sin dejar rastro. Al principio incluso pensamos que lo habíamos amarrado en otra parte. Pero el caso es que nos lo robaron unos jesuitas desalmados para usarlo como combustible para sus hogueras de herejes. Enfurecido como pocas veces lo había visto, el Capitán Jack El Parrot nos ordenó el abordaje de la primera embarcación de bajo calado que se pusiera a tiro:

—¡Dáme tu mosquetón para que te reviente la pata de palo! —bramó presa de la locura y la furia de una tempestad.

—¡¡Ameeeeeeeeén!! —devolvió Wrinkle Bonny como el eco del trueno en la tormenta.

Airados y animados tras la arenga de nuestro valeroso capitán, nos lanzamos como flechas sobre una piragua que, en aquel momento, embarrancaba en la playa.

—¡¡Al abordajeeeeeeeeee!! —gritamos todos a una mientras sacábamos a porrazos a los pasmados tripulantes, unos indígenas en taparrabos y tocados hechos con plumas de guacamayo…

—¡¡¡Quietossssssssssss!!! —ordené al tiempo que un escalofrío me recorría la espalda consciente de haber extralimitado mi autoridad como piloto.

La detención fue inmediata y total. De hecho, de haber sido tan diestro con los pinceles como lo soy con la pluma habría podido pintar un cuadro aceptable y grotesco. Sin embargo hasta mi corazón estaba paralizado esperando la respuesta del capitán a mi provocación.

Aquel silencio que podía cortarse con el mismo sable que para la bruma terminó con un débil sonido, el aliento final del último de los indios que expiraba bajo el peso del Capitán Jack El Parrot, el líder del Hatajo Cruel de los Hiper-Negativos, asesino famoso en los siete mares por su guillotine drop, ominosa maniobra de matar dejándose caer sentado sobre su presa mientras sus huesos crujen y la vida se le escapa por la boca…

—Ejem, Capitán, parecían… caramuecos… pero claro, ahora no… no podremos preguntarles por el tesoro…

Decrepit Wallace Smythe y Mast Hugger Roger torcieron sus morros y mostachos en señal de desacuerdo y soltaron los cadáveres ensangrentados y magullados de los restantes nativos. El capitán se levantó sin resuello y atusó con delicadeza las revueltas plumas de Wrinkle Bonny, que también le dio lo suyo al indio asesino de parientes. Clavando entonces sus pupilas de hombre en hombre, con una de esas miradas que te traspasan como un sable de cortar brumas y silencios, se giró hacia el mar abierto, allá donde, en alguna parte, debía estar el Ejecutor y exclamó con el orgullo henchido por la brisa oceánica:

—¡Ratas de sentina! ¡Tanteemos a ese bribón desaliñado!

—¡Amén! —corroboró Wrinkle Bonny y el delirio se apoderó de nuestros bravos corazones.

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Apretados en la piragua y a punto de volcar en varias ocasiones, atravesamos la barrera de arrecife y nos adentramos en la densa bruma que se levantaba como una muralla. Comenzamos a circunnavegar el islote en busca del Ejecutor. Reeking era tuerto sí, pero tenía el oído fino como un murciélago, así que nos desfondamos gritando como locos con la esperanza de que el agudo sentido de Isaac se despertara antes que él.

Un estruendo, seguido de un fogonazo, seguido de un silencio, seguido de un silbido, seguido de un impacto en el agua a cinco metros de nuestra piragua, seguido de una explosión a poca profundidad, seguida de una onda expansiva, seguida de una ola de tres metros, seguida del naufragio de nuestra endeble embarcación, seguido de una sarta de insultos en escocés, seguida de varias maldiciones gitanas con acento sevillano y un mal de ojo en cordobés, seguidos de la luz redonda de un farol, seguida de un olor apestoso a tuerto, seguido de una andanada de collejas, puso fin a una turbulenta noche.

Muchas otras siguieron a aquella, y es que no conseguíamos salir de esa bruma triangular. El Capitán Jack El Parrot no perdía la calma y nos servía de inspiración para no caer en el abismo de la desesperación, que como hipernegativos que éramos, era menos profundo que un charco. Con frecuencia nos arengaba en inglés y español, todo a la vez, para mantener el ánimo:

—¡Gran Espíritu de Odín! Shank que Haggard camisa puffy! —exclamaba encaramado al castillo de proa.

—¡Amén! —coreaba entusiasmada la cotorra.

Por fin, un día al mediodía (sí, no se veía una taba pero sabíamos las horas gracias a la liturgia de los cartujos que Wrinkle Bonny nos recitaba todos los días), después del ángelus la niebla desapareció como por arte de birlibirloque, y también por un ventarrón tremendo que venía de sotavento. El caso es que salimos de aquel paraje maldito y pudimos, por fin, poner rumbo sur. No teníamos dinero, ni comida, ni agua. Sólo el barril de whisky. Decrepit Wallace Smythe y Mast Hugger Roger torcieron sus morros y mostachos en señal de desacuerdo, pero finalmente compartieron gustosos su contenido. No eran tan malos tipos, después de todo…

Pusimos la directa hacia Tortuga, hogar dulce hogar. Cogimos tanta velocidad que al capitán no le dio tiempo a ordenar arriar la mayor y desmantelar el mástil, y cuando pasamos por debajo del Trópico de Cáncer, Reeking se quedó enganchado en él. Hay que decir que el cartógrafo fue muy cabrón al pintarlo tan grueso y tan bajo… Mi pericia en el pilotaje evitó que perdiéramos al apestoso tuerto para siempre, aunque ya no volvió a quedarse dormido en la cofa.

Hicimos escala para aprovisionarnos en una pequeña isla que apenas sí figuraba en el mapa. Extrañamente era una isla más grande en la realidad que como venía dibujada, pero como para fiarse ya de aquel cartógrafo… La gente que nos atendió no quiso cobrarnos, si bien es cierto que no teníamos un triste real para pagarles, y sólo podíamos tirar de las fundas de oro de algunos dientes, especialmente de los de Pablo the Bitter, y la medallita de la Virgen de la Macarena de Canker. Sin embargo no fue necesario. Nos proveyeron de fruta fresca y agua en abundancia. Era un pueblo amable y sencillo, aburrido incluso.

Lo más sorprendente es que sólo estaban a nueve leguas marinas de Tortuga, donde arribamos un par de días después, exhaustos y con ganas de arrecularnos en La Calavera de Cristal, frente a varios galones de ron y las tetas de La Frisona.

Fue entonces, al enrollar el pergamino, cuando se me reveló la solución al enigma del Tesoro de los Caramuecos… Una gota de cera del velillo que había caído sobre el descolorido tapiz acababa de desprenderse. Corrí a contárselo al Capitán quien convocó solemnemente al Hatajo Cruel de los Hiper-Negativos.

Reunidos todos en su camarote, de nuevo desplegamos el mapa de navegación sobre la desvencijada mesa de roble. Reeking Isaac Slaughter mantenía el velillo a una distancia prudencial. Allí, medio borrada por los años y la reciente presión del pegote, se distinguía la verdadera extensión de esa no tan pequeña isla en la que habíamos atracado recientemente. Y su nombre. Uno que al pronunciarlo hizo que quince ojos brillaran líquidos de emoción al amor de la exigua llama de una vela…

—Enciende el farol, que no veo nada —espetó el apestoso tuerto rompiendo la magia del momento y de mi narración.

Dimos mecha a la linterna para que todos pudieran ver claramente que aquella isla discreta y aburrida se llamaba «Gran Enagua».

—¡Que griten como un mono en un tablón de pulgas! —exclamó eufórico el Capitán Jack El Parrot.

—¡Amén! —confirmó Wrinkle Bonny emocionada por la revelación del misterio y la cercana venganza contra los asesinos de congéneres.

♫ Levando anclas, vomitando y pasando bajo la quilla, ¡¡así es como navegamos!! ♫

Y así es como desembarcamos en la desapercibida isla que escondía el tesoro más grande que la humanidad imaginase jamás. Y nosotros estábamos a punto de encontrarlo, aunque tuviéramos que remover e inspeccionar cada palmo de tierra, cada roca, cada cocotero, cada doncella indígena, cada cueva detrás de una cascada…

—¿No huele a quemado? —observó acertada y paradójicamente el apestoso tuerto, el de la pituitaria atrofiada por su propia mugre…

Decrepit Wallace Smythe y Mast Hugger Roger torcieron sus morros y mostachos. Canker y The Bitter se santiguaron por la Virgen Santísima. Ante el panorama que contemplamos al llegar a la aldea en la que tan amablemente nos atendieron, incluso el Capitán no pudo evitar imprecar a los cuatro vientos:

—¡Se hundirán en mi cacareada fruta como unos siniestrones hijos de Satán!

—¡¡¡¡Amén!!!! —profirió una Wrinkle Bonny enfervorecida por la rabia y el dolor.

Las cabañas de hojas de palma y excremento de cabra eran pasto de las llamas, y los aldeanos otrora discretos yacían desparramados impúdicamente atravesados por lanzas y flechas de inequívoco origen español, por la orla rojigualda que exhibían orgullosas de la sangre derramada y el oro robado (no en vano me llamo Louis, como Góngora, soy un poeta del mar, en el fondo).

Y así fue cómo cuando los jesuitas llegaron a Veracruz y le cerraron el negocio a doña Rosita, sonsacaron a la dulce caramueca de la falda mortal el escondrijo del tesoro de sus antepasados. Enviaron una goleta infestada de soldados bajitos armados hasta los dientes y que apisonaron todo vestigio de vida que se les cruzó en su camino hacia el oro y la plata.

Hoy, seis de junio del año del Señor de 1708 sabemos que una flota de galeones del imperio español zarpará de Portobelo a Cartagena de Indias. El San José8 llevará en sus bodegas las 11 millones de monedas acuñadas con el oro fundido de los caramuecos.

Y lo vamos a abordar.

—¡¡¡¡Amén!!!!

  1. Maldito Luis Costras. Volver
  2. Arruga Maja. Volver
  3. Apestoso Isaac Matanzas. Volver
  4. Pablo el Amargado. Volver
  5. Chancro Diego Despreocupado. Volver
  6. Decrépito Wallace Smith. Volver
  7. Abrazamástiles Roger. Volver
  8. Nota del autor-cronista, Bloddy Louis Scabb: El San José fue atacado por barcos ingleses y se hundió con sus tesoros frente a la Península de Barú. También destruyeron el Ejecutor, con el Capitán Jack El Parrot y su fiel Wrinkle Bonny dándonos la Extrema Unción mientras la corriente nos arrastraba hacia el fondo, donde ahora soy poeta oficial de Davy Jones a bordo del Holandés Errante. Volver

    Nota del autor-autor: El tesoro, cuando se encuentre, pertenecerá a Colombia, que eso no lo sabía todavía Mr. Scabb. Todos los nombres de los piratas han sido obtenidos a partir de los originales a través de un generador de nombres, al igual que las frases del capitán. También el generador de novelas de Dan Brown ha parido a los Caramuecos y al Hatajo Cruel de Hiper-Negativos (me rindo a sus pies). Algunos otros nombres han sido manipulados a posta para evitar represalias de algunos ciudadanos iberoamericanos hipersensibles e ingleses corrosivos. Cualquier parecido con la realidad puede ser o no coincidencia, no me hago responsable.

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La arenga de Penanegra

por Relato ganador

Transcripción de la arenga que el capitán pirata Penanegra profirió a su tripulación, viéndose rodeado por treinta y cinco navíos de su Graciosa Majestad Isabel I de Inglaterra, anotada —como buenamente pudo entre arcabuzazo y arcabuzazo un humilde servidor— por Juan Bernáltez de Gómez, escribano, que la vida y sus avatares llevaron a cocinero de barco sin ley, y a la postre el único superviviente del bergantín La Furiosa, en la famosa batalla naval llamada «La Pinza del Pena».

¡Oh, bravos muchachos, si hemos de morir que no sea por un ataque de gota, sino por un sablazo en mitad del esternón! Y que de la herida primero brote un buen chorro de ron y después toda la sangre que nos quede en las venas. Y que del último sorbo que nos quede aún alguno tenga que temer por su propia vida.

¿Acaso os asustan esos cañones pulidos y brillantes? Claro que no, más miedo dan los nuestros, revenidos de óxido, negros como una noche sin luna. A nosotros por lo menos nos dan miedo, porque no sabemos si van a estallar para dentro o para afuera, según está su hierro forjado de nuevo mil veces en mil disparos, y con cada carga que escupen por sus fieras bocas decimos: «¡aquí mato o muero, no arrimarse!». Detrás de aquellos cañones exquisitos hay hombres, que deberán hacer valer sus razones para habernos flagelado con su geométrica metralla cuando los tengamos delante, echando mocos de bilis por los agujeros de las narices, después de haberlos abordado y de que nos haya costado tanto llegar hasta estar ante ellos. Y ya veremos lo pulidos que están sus corazones frente a nuestra mirada.

¡Cargad esas bestias de veinticuatro quintales y un cuarto, metedles clavos, cadenas, facas, ojos de cristal, cabezas de pollo, el loro y, por último, una bola de plomo de a treinta y seis libras! ¡Y apuntad bien, que si los acertamos con un cañonazo en la verga de poco les van a servir los pitos y los tambores! Y si no les acertamos, preparad vuestras almas para recibir una andanada de tres baterías de doce piezas cada una en mitad de la frente, y que Dios nos coja con la más mínima intención de confesar, si es que en algún momento de debilidad hemos creído que creíamos en él.

¡Ningún dios ni ningún demonio va a querer vuestras almas, porque no sabría qué hacer con ellas, así que decidid que queréis hacer con vuestras almas vosotros mismos! ¡Elegid si se las queréis devolver a vuestras madres para que las mezcan entre sus grandes y cálidas tetas, o si preferís entregárselas a los peces, las medusas y los cangrejos!

¿Veis esos mástiles llenos de grandilocuentes banderas que no significan nada, que sólo son colorines bordados sobre una lujosa tela? ¿Veis esos uniformes solemnes que hacen parecer importante al más canalla de los hombres? Pues que vayan preparando a las hilanderas para hacer remiendos, porque antes de que nos manden a contarles nuestras miserias a los pulpos vamos a comprobar de qué carne está hecha toda esa gloria y esa grandeza que se atribuyen a sí mismos. Vamos a ver cuánto valen su oro y su terciopelo frente al valor de cada uno de nosotros. Y os aseguro que esas botas de charol les van a estorbar para correr cuando nos vean llegar con el puñal entre los dientes.

¡Ja, ja, ja, se creen que huimos! Miradlos por el catalejo, se ríen. Son estúpidos, nos tienen rodeados más de treinta barcos y todavía piensan que huimos. ¿Adónde os creéis que vamos, imbéciles, a sacarle brillo al arco iris? Como estos no han estado en el infierno, no saben la de vueltas que hay que dar para llegar a él. Reíos, reíos hasta que de pronto y ya tarde entendáis que La Furiosa os tiene enfilados fuera de vuestro rango de combate y con la puntita de la mecha haciendo «¡fú!», ja, ja, qué risa. Se os va a quedar atragantada en la nuez como si os hubierais comido un puñado de gusanos, que, por cierto, con las galletas y remojados con ron no están tan mal.

¡Largad la mayor, que el viento nos haga volar sobre las olas! ¡Esos pesados navíos tendrán que toser mucha madera para tenernos en línea de tiro, y entre vuelta y vuelta le vamos a dar una cataplasma de pólvora al que se nos cruce en el camino!

¡No os miento, muchachos! ¿Quién no desearía huir? Que levante la pata de palo. Yo huiría, pero ni siquiera el mar es lo suficientemente grande como para escapar del destino. Me gustaría huir, os lo aseguro, pero no puedo. Hay gente empeñada en hacer de nuestra derrota su victoria, nuestro fracaso es el sentido de su vida, no hallan otra razón para sacarle jugo a su miserable existencia. ¡Ah, si supieran disfrutar de una noche de juerga siquiera, si supieran darle el mismo valor a sus sentimientos que a sus posesiones! Pero lo único que les excita es arruinar al prójimo, así que nos toca enfrentarnos juntos y revueltos a esta batalla, que será la última para nosotros según la proporción de mástiles que cuento con el ojo sano. Y quien sienta miedo, que se dé por perdido, el miedo es mal compañero. Los esclavos son esclavos porque temen… no sé el qué, ¡no sé qué se puede temer más allá de ser un esclavo! ¿Alguien lo sabe? Sólo nos asusta una cosa ¿verdad, muchachos? La calma chicha, estar condenados a vivir la misma nada día tras día, sin nada más que hacer mañana que lo mismo que hicimos ayer. ¡Pero hoy el aire está embravecido y nos empuja con fuerza, maniobrad para que su potente soplo embarace todo el trapo!

¡Nosotros no somos corsarios, compañeros! El tan temido y osado Drake acabará siendo parlamentario, creedme. Los mastuerzos de la patente de corso no son libres, son empleados de los banqueros y súbditos de la Corona. A ellos les deben rendir cuentas, y pagarles los intereses de los barcos que les han financiado para expoliar a los españoles. ¡Jo, jo, y a nosotros nos acusan de piratería esta pandilla de crápulas engolados! ¡Meted más metralla, su hipocresía es dura! Nosotros no le debemos nada a nadie, a nosotros no nos espera una mansión al regreso, sino una taberna en la Ensenada de las Tortugas y cuando nos hayamos gastado hasta la última moneda en darnos nuestro gusto saldremos a por más. ¡Si alguno de vosotros está pensando en la jubilación, bien calentito con su lumbre y sus sanguijuelas cultivando con esmero sus achaques, ahí tiene a los tiburones para que le firmen el contrato!

Hemos amado a las mujeres que han querido amarnos, las que aquí están con nosotros es porque aquí desean estar, ¡y no serán menos que vosotros con una buena espada entre sus uñas rojas! —que, por cierto, nos encantan—. No nos ha faltado pasión, los hombres se convierten en gordos tediosos y las mujeres se vuelven gruñonas y caprichosas. Y todo porque se aburren unos a otras y otras a unos y acaban por soportarse de mala manera, incluso algunos se odian aún durmiendo en el mismo lecho. ¡Ah, el que no sepa disfrutar del amor y la pasión, que se meta a fraile o se dedique todas las noches a echar la cuenta de su dinero y sus preocupaciones!

¿Qué pretenden estos bravucones uniformados? Dirigidos como marionetas por individuos rancios, que se ponen unos ridículos pelucones atusados con talco para significar que son más que humanos. ¿Qué pretenden con esta trampa en la que nos han encerrado? ¿Poner orden en los mares? ¡Si son ellos los que los desordenan, los que prostituyen el mar con sus negocios! Nos han ofrecido una rendición honrosa, pero lo que pretenden es someternos, ponernos a su servicio, hacer que nuestros fuertes brazos trabajen para sus gruesos estómagos, darnos la patente para ser sus siervos. ¡Una rendición honrosa, a nosotros! ¿Cómo puede alguien tener la desfachatez de juntar esas dos palabras, de decirte en tu propia cara: «sé un cobarde a mucha honra»? Si yo no he conseguido someteros a base de latigazos, que os los tenéis merecidos, ¡voto a bríos!, éstos no os van a someter ni con la promesa del aroma de sus delicados perfumes, que tienen un trasfondo de filete, ni con sus amenazas. ¡Que se pudran con sus normas y sus leyes, que secunden la lógica de las locuras y los vicios de aquéllos a los que les han otorgado un cetro de oro, ese otro metal tan bonito, que sigan creyendo que van a vivir eternamente al amparo de sus palacios! Ninguno será tan bello como un cielo lleno de estrellas, ni la eternidad podrá ser más que estar ahí contemplándolas durante un instante.

¡Oh, bravos muchachos, leales compañeros míos, en mi nombre, en nombre del capitán Penanegra, os invito a vivir la aventura del último día de nuestra vida!

Y quien se atreva a desafiarla, que sepa que se tiene que jugar la suya.

¡Caballeros, que La Furiosa haga honor a su cuna en su tumba! ¡Virad a babor! Y como no vamos a poder contarlo, ya os lo digo, lo mejor será dejar grandes hazañas que otros tengan que contar acerca de nosotros. ¡Que quede clara una cosa, compañeros: nadie se puede permitir intentar esclavizarnos y salir impune…! ¡Nadie nos puede ni prohibir ni comprar la libertad, tendrán que arrancárnosla del pecho! ¡Virad, virad! ¡Artilleros de línea de estribor, botarates, despertad de una vez o bajo yo mismo a devoraros la yugular a mordiscos! ¡Abrid las portas! ¡Meted yesca a los cañones!

Disfrutad de este momento, bribones.

¡Fuego!

Según consta en las crónicas y un humilde servidor, Juan Bernáltez de Gómez, certifica, La Furiosa echó a pique a tres navíos de dos cubiertas y dejó seriamente dañados a otros tantos, aún uno de tres cubiertas, y aún los piratas tuvieron tiempo de llevar a cabo un abordaje y volver a su bergantín, al cual rodearon luego cuatro poderosas fragatas que acudieron en socorro y que no dejaron de él pedazo más grande que una astilla. Milagro es que este humilde servidor sobreviviera para poder dar testimonio de la arenga del capitán Penanegra.

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Mañana no quedará nada

por Relato ganador

Atardece. Recuerda cuando las calles y los edificios vibraban con el alumbrado eléctrico, cuando aún se podía viajar en avión y la vuelta a casa a veces consistía en sobrevolar un paisaje de noche enjoyada de luces doradas. De eso han pasado cinco largos años.

El pasillo por el que avanza permanece mal iluminado por unas escasas velas y los barriles en los que se quema basura. Frente a una puerta varios hombres armados con martillos, cuchillos y palanquetas hacen guardia, hombres duros que han sufrido para seguir con vida. Aun así no entran.

Desde que el Centro es el Centro la seguridad está mejor estructurada. El Centro es donde viven, unos cuantos centenares de supervivientes lograron limpiar una parte de la ciudad, registrando cada rincón para acabar con todo muerto viviente. Las zonas seguras se cerraron tapiando las calles. El Centro se ha ido expandiendo acumulando círculos concéntricos, como una ciudad amurallada neomedieval de sucesivos pólderes ganados a un mar cadavérico. En su interior ha ido germinando una nueva organización social. Y él pertenece al cuerpo de seguridad.

Cualquiera de los hombres que lo miran con un aire circunspecto podría acabar con el cadáver que presumiblemente hay dentro del apartamento. Pero en el Centro no se corre el riesgo innecesario de perder a un médico o un mecánico, o a cualquier otro individuo valioso para el grupo. Héctor y su compañero, Sánchez, son conscientes de ello. Antes del colapso de la sociedad Héctor era programador de software de seguridad para una empresa de antivirus, lo que en las actuales circunstancias lo habría convertido en un inútil total de no haber sido por los años dedicados a las artes marciales. Por eso es miembro del cuerpo de seguridad. Por eso se dirige hacia la puerta ataviado con un mono de motorista completo, casco incluido. Desearía tener un traje de antidisturbios, pero hace ya muchos años, antes incluso de llegar al Centro, que no ha dado con una comisaría que no hubiera sido saqueada.

Él y Sánchez hacen un somero gesto de asentimiento. Uno de los hombres gira la llave y abre la puerta. En cuanto los dos entran ésta se cierra y oyen esa misma llave girando de nuevo: es el protocolo, todas las puertas tienen las llaves por fuera para facilitar el acceso y el bloqueo. La intimidad es una de tantas cosas que se han sacrificado en favor de la conservación.

Aferra con fuerza el martillo antes de avanzar. Se trata de un arma personalizada: ha limado la cabeza hasta darle la forma de un tetraedro, un pico específicamente pensado para fracturar el cráneo a la altura del lóbulo frontal, para provocar la mayor cantidad de daño posible en la corteza motora y colapsar así de manera más eficiente el sistema piramidal cerebral, destruir toda capacidad del objetivo para moverse. Es la única forma de acabar con un muerto viviente.

No lo ve venir. Al pasar junto a la puerta de la cocina se le echa encima emitiendo una sílaba inarticulada, un gemido prolongado de ansiedad y confusión. El peso muerto cae sobre él, se golpean con el marco de la puerta y el martillo se escapa de su mano. Rueda por el suelo entrelazado con el cadáver. Lo tiene encima, ve los dientes resbalando sobre la visera del casco. Consigue apoyarse lo suficiente para recuperar algo de equilibrio, se desembaraza del cuerpo y se coloca a su espalda, pasa los brazos bajo las axilas del muerto, entrelaza los dedos tras su nuca y lo inmoviliza.

—¡Dale!

Sánchez reacciona. Coloca el cortafrío en la cabeza del muerto y lo golpea con su propio martillo. Es como una descarga de corriente: el cuerpo por un segundo se queda rígido y luego se derrumba como un saco de escombros. Se hace un silencio roto sólo por sus pesadas respiraciones, atenuadas por los cascos.

—En mis tiempos los clientes no eran tan difíciles.

Sánchez siempre hace esa broma. Antes era ayudante de forense, y tal vez eso es lo que define ese sentido del humor macabro. Parece alguien más afín a los muertos, un inadaptado social que tal vez ha encontrado por fin su espacio.

Héctor recupera su arma. Ambos miran el cuerpo en el suelo y notan cómo el flujo de adrenalina remite. Hasta que oyen otro gemido prolongado que proviene del interior del apartamento.

Es como una palabra germinal no enunciada, como fonemas inconexos emitidos por un sordomudo, el lamento sostenido de una criatura sin la capacidad de comprender lo que ocurre a su alrededor. Ese lamento lo llena todo a medida que avanzan por el pasillo y llegan al salón. Es como el ruido de un retrasado que sollozara el que nace del cuerpo que encuentran en la habitación. Es una mujer, atada boca abajo a la mesa. Sus piernas están en un rincón, descartadas, junto a una sierra para metales. Hace esfuerzos por liberarse, y mira a la ventana por la que la luz de la luna comienza a filtrarse, como si allí hubiese alguna respuesta. No hay sangre, porque los cadáveres no sangran.

A pesar de todo lo que ha visto, Héctor nota una arcada. Aprieta los dientes y se traga la bilis. Rodea la mesa y la agarra del pelo, echa atrás su cabeza y busca algún destello de reconocimiento en sus ojos, uno que sabe que no va a encontrar. Descarga un golpe de compasión en su frente, respondido sólo por el crujido del hueso y un silencio.

—¿Pero qué coño…?

Héctor levanta una mano para que Sánchez se calle, le hace un gesto para que revise el resto de las habitaciones. Mira a su alrededor, buscando una mochila o bolsa de deporte. La encuentra en una estantería.

Todos en el Centro llevan la cabeza rapada. Todos en el Centro tienen en algún lugar de la casa una bolsa preparada con lo mínimo que desean conservar en caso de una huída de emergencia. Deja la bolsa en el suelo y la abre. Está llena de billetes, su dueño los atesoraba para un incierto futuro en el que volviesen a tener valor legal, como si no hubiera podido aceptar que son vestigios de una información perdida. Pero lo más importante, junto a los billetes está el diario. Casi todo el mundo tiene un diario, de forma inconsciente todo individuo intenta hacer acopio de sus conocimientos ahora que las lagunas del saber humano son inabarcables. Héctor siente vértigo ante todo lo que se ha perdido.

Se guarda el diario dentro de la cazadora de motorista. Se pregunta cuándo empezará él a escribir uno. Hasta hace una semana no lo necesitaba. Hasta hace una semana le contaba todo lo que recordaba de cómo era el mundo a Sara. Hasta hace una semana Sara, su hija, estaba viva. Había sobrevivido a su lado esos cinco largos años de huída constante, se habían enfrentado juntos al horror que los rodeaba. Y cuando habían llegado hacía un año al Centro, por primera vez en mucho tiempo había pensado que de verdad le había proporcionado una seguridad relativa. Era una niña lista, mucho más valiente y equilibrada de lo que cree que es él mismo. Pero no dejaba de ser una niña.

Una tarde había salido a jugar con los escasos críos que hay en el Centro, y se habían encontrado un gato, sucio y famélico. Sara había querido llevarlo a casa y cuidarlo. Había perseguido al gato hasta una boca de Metro. Las bocas de Metro estaban todas clausuradas, son un infierno de kilómetros de túneles en los que un número incalculable de cadáveres vagan, una segunda ciudad muerta bajo el Centro. Muchas de las entradas habían sido tapiadas, pero algunas sólo contaban con las rejas encadenadas. Sara se había acercado a aquel pobre animal, susurrándole que no tuviera miedo. Un brazo surgió de entre los barrotes de hierro, la agarró con esa fuerza desesperada de los muertos y la arrastró hacia sí, la mordió en la muñeca. Sara volvió a casa haciendo un esfuerzo por no llorar. Héctor no dijo nada mientras lavaba la herida y gastaba todo el yodo que le quedaba. Y deseaba gritarle, descargar su furia por aquel acto tan irresponsable, notaba la rabia que lo empujaba a abofetear a su hija. Pero no lo hizo, porque por encima de la frustración y la desesperación había algo cubriéndolo todo como una niebla: el miedo, un horror tan visceral y primario que lo paralizaba y lo inundaba con una náusea indescriptible.

Limpiar la herida no sirvió de nada. Lo sabía. Sara también lo sabía. Permanecieron juntos dos días frente a lo inevitable, hasta que la fiebre la consumió, recordando a su madre y viendo las fotos de la cámara digital que conservaba hasta que la batería se agotó. Y con su último aliento aquella valiente niña de once años le pidió que no estuviera triste.

—Despejado.

Sánchez entra en el salón y se quita el casco. Saca de un bolsillo una pitillera y extrae uno de sus cigarrillos. Seca cualquier planta que encuentra, y los lía con las hojas de una Biblia de la que ya ha consumido la práctica totalidad del Pentateuco.

Le debe mucho a Sánchez. Cuando Sara se convirtió no pudo matarla. La amordazó y la envolvió en una manta. Sánchez lo ayudo a llevarla a la muralla sur. La dejaron vagando al otro lado del muro. En el último momento se giró y le dirigió una mirada desconcertada.

—Me llevo el diario, tal vez nos dé una pista de lo que ha pasado aquí. Pide a los hombres de fuera que limpien.

Sale a la calle y mira la luna. Desearía estar en su superficie, con el silencio del regolito tan penetrante que no le permitiera escuchar sus propios pensamientos.

***

—El tipo tenía una herida en el muslo —Sánchez aspira una profunda calada de un Marlboro—. Había intentado cauterizársela con algo, tal vez un cuchillo al rojo. Mi conclusión es que estaba follándose al cuerpo al que había serrado las piernas, y que se clavó el fémur astillado. Suficiente para contagiarse.

Sánchez siempre habla de «cuerpos», nunca de muertos o cadáveres.

—¿Eso es un cigarrillo? ¿De dónde lo has sacado?

—Lo encontré por ahí… ¿quieres uno?

—Claro.

Hace tres años que no fuma un cigarrillo, y tras la segunda calada siente un ligero mareo. Tose quedamente y señala la libreta que hay sobre la mesa.

—Es su diario. No dice nada en concreto sobre la muerta, pero en las últimas semanas había estado visitando mucho el local de Kurt.

Kurt había llegado al Centro hacía un par de años. Había tomado posesión de un antiguo sex-shop y lo había convertido en una especie de bar donde servía alcohol mal destilado. Héctor no siente hacia él simpatía alguna, es uno de esos individuos que aparecen en las zonas de guerra para hacer negocios y que nunca son de ninguna parte.

—Vamos.

Atardece. Siempre atardece. El clima mundial ha cambiado y en el cielo permanece suspendida de manera permanente una neblina como una capa de ceniza volcánica, potenciando el efecto invernadero. Héctor se pregunta cuántas centrales nucleares estallaron por falta de mantenimiento, cuánto silos atómicos fueron detonados en actos de desesperación.

De camino al local de Kurt ve pintadas antiguas de los Hijos de Gaia, una secta catastrofista que defendía la creencia de que el virus que reanimaba a los muertos era un mecanismo de defensa del planeta frente al expolio humano. Miles de ellos se entregaron voluntariamente a la infección, como mártires deseosos de convertirse en anticuerpos de la Madre Tierra. Su propia mujer lo hizo, los abandonó hace tres años.

Si algo demuestra la civilización es que tarda poco en derrumbarse.

La puerta del local está flanqueada por dos bidones de basura ardiente, que bajo el recargado cartel del antiguo sex-shop le da al edificio el aspecto de un templo pagano. Héctor y Sánchez entran en el callejón lateral, tuercen la esquina y se acercan a la puerta trasera.

—Esto no me parece buena idea —Sánchez tira su cigarrillo—. Tal vez sería mejor avisar al jefe. O al alcalde.

—Primero quiero echar un vistazo yo mismo.

La puerta no está cerrada, como corresponde a una vía de escape. Al final de la escalera que da al primer piso se oye el murmullo del bar, pero la intuición de Héctor hace que se dirija al pasillo que hay a un lado.

Entran en un pequeño cuarto con dos puertas y la entrada a otro pasillo, iluminado por una lámpara de aceite. Una de las puertas está entreabierta, y al asomarse a su interior sus sospechas hacia Kurt se reafirman. En hileras de estanterías hay acumuladas latas de conservas, paquetes de harina, cartones de tabaco, botellas, cajas de cerillas, bolsas de aperitivos, frascos de agua oxigenada… En el Centro los recursos están centralizados y sometidos a un racionamiento que mantiene a la población muy poco por encima del nivel de subsistencia: acumularlos de manera personal está castigado con el azote público e incluso con la expulsión. No puede evitar salivar, es un reflejo del hambre. Mira a Sánchez y sabe que a él le ocurre lo mismo.

Salen del almacén y mira a la puerta contigua. Tiene un cerrojo por fuera que obviamente no estaba cuando se construyó el local. Instintivamente saca del cinto su martillo, y Sánchez hace lo mismo.

—Acércame la lámpara.

Corre el cerrojo y su chasquido en la tensión que los rodea hace que le suene como una detonación. Da dos pasos en su interior y se queda paralizado. Al iluminar la estancia ve seis o siete figuras, muñecas de carne ataviadas con ajados conjuntos de lencería, demacradas autistas de caras petrificadas en un rictus de hambre perpetua. Apenas puede reaccionar cuando una de ellas extiende los brazos y se los lanza al cuello gimiendo. Apenas es consciente de la patada que le propina en el pecho, la ve retroceder tambaleándose, chocando con las otras que se acercan, nota una mano que lo agarra de la camiseta y tira de él, cae de espaldas mientras Sánchez cierra la puerta y vuelve a echar el cerrojo.

Su único pensamiento es volver a entrar y acabar con todas ellas, partir sus cráneos uno a uno y darles descanso. Pero no ha venido equipado apropiadamente y su frustración se vuelve rabia.

—Vamos a buscar a Kurt.

Avanzan por el pasillo lateral, que en un momento se bifurca y se curva, rodea una sala octogonal con una puerta en cada cara; Héctor piensa que son las antiguas cabinas para actuaciones en vivo. De una de ellas sale una luz tenue, y algo le dice que no quiere entrar, que sea lo que sea lo que puedan ver no están preparados para ello. Aun así entran.

El escenario es circular, la pared tachonada de ventanas, su perímetro rodado por una hilera de velas. En la mesa del centro hay un cadáver, una mujer ataviada con una combinación desgarrada, sus extremidades atadas, los ojos hundidos, las epífisis de los fémures dislocadas de manera antinatural creando unas protuberancias en la ingle, las piernas dispuestas como una línea horizontal perfecta. Un hombre enorme la sodomiza mientras la golpea en los pechos con una barra de hierro, cada impacto emite un sonido amortiguado, como el de un puñetazo dado a un cojín. El esternón aparece hundido. Héctor nota una arcada, se dobla sobre sí mismo pero no hay nada en su organismo que pueda vomitar. Cuando vuelve a mirar el hombre se ha colocado junto a la cabeza de la muerta, se quita el preservativo y comienza a masturbarse mientras golpea aquella cara, hasta convertirla en una geometría fracturada, eyacula y el semen se escurre por los ángulos de hueso inconexos de un rostro irrecomponible. Cuando termina ve que en las cabinas las puertas se abren y se cierran, los ocupantes se van en silencio. Quiere detenerlos, pero se encuentra paralizado, rezando, pidiendo por favor que cuando uno muera y vuelva a levantarse no le quede nada de la conciencia propia, que aquel cuerpo no haya sabido nada del horror que ha protagonizado.

Sánchez hace un rato que espera fuera, fumando. Héctor comprueba que las manos le tiemblan mientras avanzan por el pasillo hacia la puerta diametralmente opuesta al pasillo por el que han entrado. La abre de una patada y se encuentra a Kurt con una bata, bebiendo un vaso de Cutty Sark.

Se queda mirándolo a los ojos, sintiendo una repulsa tan intensa que no puede articular palabra.

—¿Y bien?

—Acompáñanos. Responderás de todo esto frente al alcalde y él decidirá qué haremos contigo —traga saliva—. Lo que acabas de hacer no tiene justificación alguna. Me das asco.

Espera un ataque, aferra con fuerza su martillo, se prepara para que intente huir; de todas las posibilidades que evalúa con el instinto de lucha que ha desarrollado esta media década, que Kurt rompa a reír es la única que no esperaba.

—¿Acompañaros? ¿A ver al alcalde? ¿Por qué? ¿Por moler a golpes la cabeza de una muerta? Una menos con la que luchar, amigo mío.

Héctor aprieta los dientes.

—Lo que haces nos pone en peligro a todos. Pero, sobre todo, es inmoral.

—La moral cambia con los tiempos. ¿No te das cuenta? Vivimos en un infierno, y la única defensa posible es la locura. Hago lo que he hecho todo este tiempo: sobrevivir. Igual que tú.

—No, yo no he hecho nada ni lejanamente parecido.

Kurt apura el vaso.

—Mientes. Para llegar hasta aquí, has hecho lo que ha sido necesario, has justificado cualquier medio con el fin de la supervivencia. Te conozco, y sé que no sólo has luchado contra esas cosas. Como todos nosotros, has robado, has abandonado a quien te necesitaba, has matado a algunos de tus congéneres. Reconócelo: no ha sido lo mejor de tu humanidad lo que te ha permitido seguir con vida.

Héctor aprieta los párpados un segundo, sabe que en parte lo que oye es verdad. Pero nunca ha descendido a la crueldad, nunca se ha manchado con esa vileza.

—Tal vez, pero ha sido por conservar lo mejor por lo que he luchado…

—Muy noble por tu parte. Pero lamento decirte que estás solo.

Hace un gesto con la cabeza y Héctor nota un impacto en la sien. Cae al suelo mareado. Kurt lanza a Sánchez unas esposas, éste le retuerce los brazos a la espalda y se las aprieta alrededor de las muñecas.

—Déjame abrirte los ojos. ¿Crees que yo sólo podría hacer esto? No, muchos de tus compañeros trabajan para mí. ¿Y crees que correría con tantos riesgos si no existiera la demanda? ¿El alcalde? ¿Tu jefe? Clientes míos.

Se sirve otro vaso.

—Tu rectitud es una actitud obsoleta. Yo, por mi parte, soy un hombre de negocios. Mira el mundo en el que vivimos. Nos estamos extinguiendo. Las mujeres que quedan ponen todo su empeño en quedarse embarazadas, ¿pero cuándo fue la última vez que quisiste acostarte con una mujer viva? Ni te acuerdas, ¿y sabes por qué? Porque ellas piensan en la supervivencia de la especie; nosotros en la de los individuos. Por eso nos parece de locos traer un niño a este mundo. Es así: las mujeres son un bien devaluado, amigo mío —da un largo trago—. ¿Pero el sexo? Sigue siendo igual de lucrativo que siempre. Y estas putas no requieren mantenimiento.

La cabeza le palpita como si fuera a estallar. No es muy consciente de lo que balbucea:

—Luchamos por recuperar todo lo que hemos perdido…

Kurt emite un bufido de desaprobación antes de hablar:

—Aférrate cuanto quieras a esa fantasía infantil de la salvación: antes o después te darás cuenta de que en este nuevo mundo muerto nuestras psicopatías son bendiciones. Vivimos en un agujero sin objetivo alguno. Somos seres enfermos en un mundo enfermo. Y cuanto antes aceptas este hecho, antes te adaptas.

Nota como la sangre se desliza hasta su cuello.

—¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo? Tú te levantas cada mañana y piensas que algún día los gobiernos se restaurarán y que podremos mirar de nuevo al futuro. Yo me acuesto cada noche repitiéndome que, de todo esto, mañana no quedará nada —apura el vaso y se dirige a Sánchez—. Tíralo fuera.

Héctor se revuelve, se apoya sobre su espalda y comienza lanzar patadas a su compañero. Hasta que Kurt vuelve a hablar y sus palabras por un momento lo petrifican:

—¿Quieres saber hasta qué punto hemos degenerado? No puedes imaginar todo lo que me han ofrecido por el espectáculo de dentro de un par de días. Se trata de una actuación especial. Una nueva adquisición. Se llama Sara… tal vez la conozcas.

El grito inarticulado que emite hace que se le desgarre una cuerda vocal, un grito que arrastra consigo los restos de su precaria cordura. Inmediatamente es silenciado por el golpe seco de un martillo.

***

Despierta. Se encuentra en ropa interior sobre la tierra mojada, en el fondo de la zanja de una construcción olvidada. Junto a su cara la boca de un muerto lanza dentelladas a escasos centímetros de su nariz. Debe de haberse partido en cuello en la caída, pero aun así intenta devorarlo.

Por un momento siente toda la desesperación, la apatía, la furia y la frustración que lo abruman y desea que paren, que lo dejen descansar. Por un momento siente la tentación de acercar la cara a esos dientes que se abren y se cierran con la cadencia insensible de una máquina. Pero sabe que no puede rendirse, que queda una cosa por hacer.

Se incorpora como puede, alejándose del cadáver. Nota un golpe a un par de metros a su lado. Son otros muertos que se acercan hacia él, caminan en línea recta y se desploman en el borde de la zanja, y casi resulta cómico.

Trepa por el borde y comienza caminar hacia uno de los edificios cercanos. Sabe que los muertos no son rápidos, que sus probabilidades de sobrevivir aumentan si mantiene la calma y reserva sus fuerzas. También aumentan si logra llegar a un primer piso, son muy pocos los que conservan la coordinación suficiente como para subir unas escaleras.

Caminar entre los muertos casi es un alivio. Recuerda esa sensación, cuando la única preocupación era mantenerse a salvo la hora siguiente. Apenas necesita apartar uno o dos de los cuerpos hasta que llega a lo que considera un refugio. Y luego espera, como un cazador paciente.

Conoce la secuencia de exploración, los turnos. Tras descansar unas horas se dirige cuidadosamente a la zona este. Sabe que Sánchez deberá salir en busca de edificios seguros para la próxima ampliación. Alimenta su odio dos días hasta que lo ve aparecer con su nuevo compañero por el callejón situado junto a la muralla. Espera a que entre solo en un edifcio mientras el otro espera en la esquina. Sabe que esperará lo que tarde en contar hasta mil. Si Sánchez no sale marcará la puerta de edificio con tiza para indicar que no es seguro y que será necesario un equipo más numeroso para despejarlo. Es el protocolo: desde cualquier punto de vista resulta más eficiente perder a un hombre que a dos. Cuando entra sigilosamente tras su objetivo sabe que Sánchez no saldrá de ahí.

Lo oye caminar en el piso superior. En la entrada arranca el cable del teléfono que acumula polvo en el cuarto del portero. No hace ruido cuando sube por las escaleras, se mueve aún más despacio cuando ve a Sánchez asomarse a uno de los cuartos. Sabe que mentalmente cuenta hasta mil, igual que él.

Todo sucede con la irrealidad de un sueño. Desde que vivía en el Centro no se había encontrado en la situación de tener que atacar a un hombre vivo. Con el cable lo estrangula, Sánchez lo golpea con el martillo en el muslo varias veces, pero aprieta los dientes y aguanta el dolor hasta que los impactos son más débiles, hasta que deja de luchar y lentamente parece quedarse dormido.

***

Se despierta con un dolor lacerante que se transmite como un relámpago. Cuando sus ojos se habitúan a la oscuridad se encuentra sentado a una mesa de formica de un bar abandonado. Una vela vacila al dar su luz. Sólo lleva puesta una camiseta, unos calzoncillos y los calcetines. Tiene los tobillos atados a la silla, y las muñecas clavadas al tablero. Héctor, vestido con su mono, se sienta frente a él.

—Hostias…

No sangra demasiado, pero no puede moverse sin que un escalofrío le recorra los brazos.

—Me traicionaste.

Un sudor frío se le escurre por el cuello, nota las axilas empapadas. Permanecen en silencio un largo minuto.

—Vale, joder, di algo…

Héctor saca un Marlboro del paquete que hay sobre la mesa. Lo enciende y expulsa una larga calada.

—¿Por qué? —casi escupe las palabras—. ¿Por esto? ¿Por un paquete de tabaco?

El humo describe arabescos azulados entre ambos.

—¡Joder, sí! ¿Qué quieres que te diga? ¡Estoy hasta los huevos de esto! —sin darse cuenta, Sánchez rompe a llorar—. ¡Quiero fumar tabaco del bueno! ¡Y beberme un vaso de vino! ¡Y comerme una patata de verdad, no una que esté en una bolsa de Lay’s! ¡Y mataría por un puto filete! ¡Y quiero que todo sea como antes!

No puede aguantar más, sus sollozos no le dejan seguir hablando. Héctor espera a que se recomponga.

—¿Qué te puedo decir? Kurt nos puede dar todas esas cosas. ¿Qué cojones importa? ¡Esas putas están muertas, joder! ¡Muertas! ¿Qué coño te pasa? ¡Es como arrancarle las alas a una mosca o quemar con un cigarro una cucaracha! ¿Qué te importa?

Héctor da otra calada.

—Sigue siendo cruel. No luché por sobrevivir para que Sara viviera en un mundo así.

—No me jodas… Sara está muerta.

—Lo sé. Y se la entregaste a Kurt. Eres el único que podría haberlo hecho. Por eso estamos aquí.

Apaga el cigarrillo sobre la mesa. Se lleva otros dos a la boca, los enciende y le pasa uno a Sánchez.

—Coño, Héctor, no me mates…

Héctor se pone en pie.

—No voy a hacerlo.

Se dirige a la puerta, lo mira una última vez y desaparece, perdiéndose por el fondo incierto de la calle.

Sánchez da una profunda calada al cigarrillo antes de empezar a tirar de su mano muy despacio. Poco a poco las cabezas de los clavos se hunden en su carne, nota cómo desgarran algún tendón y cómo los dedos comienzan a quedársele insensibles. Las lágrimas se le escurren junto a las comisuras de los labios y el filtro absorbe parte de ellas. Aprieta los dientes en el momento en que su visión periférica capta un movimiento. Se detiene y mira a la puerta, la luna recorta una silueta que avanza despacio, tambaleante, que emite un murmullo tenue. Su respiración se acelera y comienza a dar tirones para arrancar sus brazos de la mesa. Otras figuras comienzan a dibujarse en el umbral, justo cuando la primera que ha entrado está lo bastante cerca para que pueda percibir cómo la luz de la vela se refleja en las retinas vacías, en los dientes rotos y en los labios cuarteados. 

No hay nadie cerca para escuchar sus gritos cuando comienzan a devorarlo.

***

Camina de nuevo por las calles del Centro entre cubos de basura ardiente. La luna continúa con su trayectoria impasible.

Llega al callejón del sex-shop, la puerta trasera sigue sin estar cerrada. Atraviesa los pasillos que dirigen sus pasos hacia el objetivo de matar a un hombre, como si ese acto pudiera limpiar el mundo. Sabe que por cada Kurt que mate habrá otro, y otro, y que al final la raza humana está condenada. Pero eso no es lo relevante. Sólo Sara lo es.

La encuentra en la sala circular, atada de pies y manos, arrodillada frente al hombre que enarbola su pene a escasos centímetros de su boca, retándola a que lo muerda. Ella lo intenta, pero la cuerda atada a una argolla de la pared impide que lo alcance.

Entra despacio en la sala, de espaldas a Kurt. Si quienes miran desde las cabinas se extrañan no hacen gesto alguno, tal vez crean que es parte del espectáculo. No piensa, simplemente se acerca y rodea su cuello con las manos, apretando con todas sus fuerzas, hundiendo las uñas en la carne de aquel hombre inmenso. Su ataque casi no lo desequilibra, apenas lo desplaza un palmo, pero es suficiente para que Sara clave los dientes en su pene. Horrorizado, Kurt la golpea en la cara, pero es como intentar abrir un cepo. Y Héctor aprieta, hasta que nota cómo el cartílago de la nuez se hunde y bloquea la tráquea y la agonía termina en unos segundos.

El cuerpo cae pesadamente al suelo. Despacio se acerca a su hija que aún mastica parte del glande. Con los ojos borrosos de lágrimas le besa la frente, le pide perdón, de un golpe seco con el martillo de Sánchez le hunde el lóbulo frontal, como debería haberlo hecho en su momento.

En las cabinas los ocupantes se marchan. Se pregunta cómo ha podido vivir en medio de toda esa corrupción sin haberse dado cuenta, se pregunta cómo toda esa maldad no ha desprendido un hedor que lo haya asfixiado.

Espera solo, en silencio, una hora. El cuerpo de Kurt comienza a sufrir convulsiones. Como una marioneta tarada logra ponerse en pie, y gira la cabeza, observa a su alrededor con la mirada perdida. Y Héctor se concede la satisfacción de matarlo por segunda vez.

Se dirige hacia la puerta trasera del local fumando el Marlboro que queda en el paquete. Tira la caja de cerillas, se desprende del casco y de la chaqueta de motorista. Mira a la luna por última vez.

Vuelve dentro, apaga el cigarrillo y abre el cerrojo de la puerta junto al almacén. Ve a las mujeres muertas avanzar tambaleantes hacia él como bacantes ebrias en ropa interior ajada. Caen sobre él y mientras se lo comen vivo les da su bendición, les pide en susurros que cumplan su venganza. A medida que el trauma del dolor colapsa su sistema nervioso central y nota cómo se difumina su consciencia piensa que cuando acaben de consumir su cuerpo se extenderán por el Centro como furias portadoras de la infección, y se consuela pensando en que mañana no quedará nada.

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No valgo para esto

por Relato ganador

Dios debe estar descojonándose ahora mismo. Apesto a vómito y vísceras. Tengo el cadáver de «Problemas» Joe encima de mí, sangrando. Me faltan fuerzas para quitármelo de encima. No veo una puta mierda. Bueno sí, mis gafas ahí tiradas y rotas. Mal vamos. Las sirenas ya suenan a lo lejos. Hay que moverse echando hostias. El viejo videoclub está ardiendo; la explosión ha mandado todo a tomar por culo. Que alguien me explique el chiste porque no tiene ni puta gracia.

¿No es lo que querías que hiciera, Jefe? ¿Estar ahí, retener todos los detalles, crear imágenes vivas? Pues aquí estoy, observando tu cuerpo reventado y estampado en la acera. El puto gordo de Joe nos ha traicionado y ninguno lo vimos venir. Ni tú, ni Kelly, ni el Bizco; ahora sólo quedo yo, lo peor del grupo, a punto de ser trincado por la pasma. Te tomo prestada la gabardina, Jefe; empapado de sangre soy una diana perfecta. Y todavía me queda mucho Detroit por patear hasta llegar a mi casa. Si es que todavía tengo casa, el casero ya me ha dado dos avisos esta semana. Las persianas de los vecinos se están levantando y ya habrán llamado a la comisaría. ¡Joder!, la pierna me duele horrores, la próxima vez me lo pensaré dos veces antes de saltar sobre una motocicleta en marcha. Puto Joe, bien que nos la has jugado.

Era una buena noche para quedarse en casa, para saltarse la sesión de birras y pizza. Y eso que me dolía la cabeza y me toca madrugar para abrir el almacén de correos. ¿Cómo voy a explicar las manchas de sangre del uniforme a mi supervisor de US Postal? Ahora no veo la forma de regresar a casa. Y ver, lo que se dice ver, bien poco. Sin las gafas, todo se me presenta borroso si no lo tengo a dos palmos de la jeta. Ni hablar de coger un bus, todo el transporte público está más vigilado que Fort Knox. Seguro que todos los uniformados están avisados. ¡Gracias, Detroit! ¡Gracias a la ciudad más segura de América! ¡Gracias, alcalde déspota de los cojones! Las sirenas ya zumban a lo lejos como avispas. Tú tranquilo, eres un ciudadano normal y corriente paseando por la calle. No hay que llamar la atención. No parecer nervioso. No correr ni alterarse. La noche está especialmente apagada sin mis gafas. Las formas borrosas de los edificios entristecen el cuerpo de este cadáver que se hacía llamar Detroit. Puedo sentir tu trémula piel en el helado y abandonado asfalto, tu hedor a podredumbre en los ejecutados anónimos que reposan en tu río. El miedo de tus habitantes ha abortado cualquier intento de darte aliento. ¿Así es cómo te hubiese gustado, Jefe? «Descripciones duras y angustiosas para resaltar nuestras misiones». Para eso sí valía, negro testarudo, no para los tiroteos y explosiones en los que me has involucrado.

Causa y efecto. Si no hubiera conocido a Susie no habría tenido que enamorarme, no me habría peleado con ella, no nos hubiéramos tirado los trastos, no la habría encontrado apaleada por unos policías, no hubiera tenido que enterrarla, no le hubiera contado mis penas al dueño de mi videoclub, él no me hubiera presentado a otros tíos raros, no me hubiera embarcado en una venganza de locos, no les vería a ellos también muertos y no sería un pelele que atraviesa Detroit a ciegas y con medio cuerpo magullado. Pero si no hubiera conocido a Susie seguiría siendo otro ciudadano anónimo, sin voz, resignado a soportar los métodos represivos de los secuaces de ese puto alcalde-gobernador-profesor o lo que coño quiera que sea ese malnacido, y vivir como un sonámbulo esta pesadilla americana. Pero Susie no tenía la culpa de nada. No se merecía lo que le pasó. Quizá fue culpa mía. Por no tener paciencia, por no verlo venir. Susie estaba un poco chalada. Le iba mucho la marcha, en la cama y en la cabeza. No me escuchaba, era una buscavidas. Vivía conmigo a temporadas, entre discusión y discusión. Estaba muy enganchada a cualquier mierda que probara. Aparecía por la noche para meterse en mi cama y por la mañana escapaba con algo de dinero de mi cartera. Pero no se merecía que una patrulla de policías cabrones se la llevase a rastras a un callejón y le pateasen los pulmones hasta reventarla. Aunque fuera una yonqui que acabara de robar una tienda a punta de navaja. No se lo merecía. Joder, Susie, si estuvieras viva no hubieras tardado ni dos segundos en aparecer para ayudarme. Tengo un puto móvil y cualquier persona que me podría ayudar al otro lado de la línea está muerta.

Ya no queda nadie. Adiós al sueño si es que alguna vez no fue más que una mala jaqueca. Adiós al grupo de perdedores que formaste, Jefe: Kelly «la Aguafiestas», Hank «el Bizco», Problemas Joe y yo, «el Cartero». ¿Cómo me dejé convencer? Ya alguna vez el Jefe me habló de su vida mientras le alquilaba alguna peli. Cuando se convirtió en el oficial más condecorado de la policía de Detroit pero que un buen día decidió denunciar a unos compañeros por abuso de fuerza en la muerte de un sospechoso. Nadie le apoyó ni cuando le pusieron una bomba en los bajos del coche que se llevó por delante a su mujer y a su pierna derecha. A partir de ahí, salió del Cuerpo e inició una nueva y solitaria vida regentando un videoclub. El viejo Jefe, un negro imponente de casi dos metros de altura, siempre apoyado en su recio bastón, con ese aspecto abandonado de veterano de una guerra olvidada, observándote con una mirada triste y contenida. ¿Qué viste en mí? ¿Qué te hizo confiar en un ratón de biblioteca enrabietado por el asesinato de su novia, que te invitaba a jarras y copas en el Bloody Moon? Se me bajó la borrachera de golpe esa noche que me enseñaste en el almacén del videoclub todo el arsenal que habías estado recopilando durante años. Me acojoné y lo quise olvidar pero de nuevo me volviste a enganchar en el Bloody Moon y me presentaste a Kelly, Hank y Joe. También la policía les había jodido o alguna patrulla de voluntarios se había llevado por delante a alguien cercano. Fue el alcohol o esas ganas de devolver los golpes lo que me convencieron. ¡Maldita sea la hora! No quería implicarme a fondo, nunca había cogido un arma en la vida. Soy miope, no sé conducir y siempre he salido corriendo ante cualquier pelea. No es que reclutaras precisamente mercenarios profesionales, pero ganas no nos faltaban. Hank era un buenazo, no sabías si te miraba a ti o el culo de la chica que pasaba por la otra acera, pero el Bizco era un tirador de primera. Un ex francotirador al que habían expulsado de los marines por buena gente. Luego estaba Kelly, que iba a su rollo. Sólo se comunicaba con monosílabos. Era la Aguafiestas porque ningún tío tenía cuerpo para marcha si ella te agarraba y te daba una hostia. Ni siquiera tú la pudiste derrotar en un pulso, Jefe. Y Joe. Para él todo eran problemas. Cualquier cacharro que montara se le podría reventar antes de tiempo. Una pequeña bomba en un coche se podría llevar por delante todos los de una manzana. Ojala se le hubieran reventado las manos, puto traidor. Vaya grupo. Lo mejor era cuando nos buscamos un nombre para bautizarnos.

—Podemos llamarnos «los Vengadores» —decía Joe, tan imaginativo él.

—Hay miles de nombres. «Los Justicieros», «los Renegados», «los Fugitivos»… —recuerdo que respondió el Bizco.

—Estáis flipando un poco —los interrumpí—, ¿es que no os habéis mirado? Somos la maldita basura de Detroit, todos los secuaces del alcalde nos tratan como a escoria.

—Pues seremos «la Escoria» —sentenció el Jefe totalmente convencido.

Y así fuimos empezando. Con el Bizco ejecutando a algún oficial a distancia. Con la Aguafiestas torturando y apretando de lo lindo a los chivatos de la policía. Con Problemas Joe experimentando con bombas lapa que tenían menos fuerza que un petardo. Con «el Jefe» encargándose de la logística, la estrategia y las armas. Eras un tacaño con todo pero nos íbamos apañando. Y conmigo, claro, el Cartero. El empollón, el informador, el que sería el cerebro de la propaganda. El que se inventó un logotipo de una mano empuñando una pistola emergiendo de un cubo de basura. No nos iba mal a la Escoria. Le estábamos pillando el truco. Nos estábamos haciendo notar. Había gente que celebraba nuestros golpes pintando en las paredes el emblema de la Escoria con graffiti. Quizá nos habíamos confiado demasiado. Jefe, tú insistías en que me querías ver en acción. Querías que pensara como un criminal porque, al fin y al cabo, éramos criminales. ¿Para qué? Al final le habéis dado el relevo al más lento de la pista de atletismo. Antes o después íbamos a acabar jodidos. Echo de menos mi cama y mi rutina de entregar cartitas en los buzones. Aunque madrugue, mañana seré feliz si ficho en el curro a las siete.

Los coches patrulla ya suben por esta avenida. Me tiemblan las manos y las piernas. Necesito algo. ¿No tendrá algo de tabaco en su gabardina el viejo? ¡Ajá!, algo le queda. Hijo de puta, los dos últimos Marlboro de un paquete que me sisó el otro día, viejo tacaño. Es jodido encenderlo con estos nervios. El motorista que acompañaba al gordo ya habrá ofrecido alguna descripción mía. Si me lo hubiera cargado… pero por las malas he descubierto que no es nada fácil matar a un hombre. La mayor parte de las veces depende de la suerte. Como hoy. Tocaba noche de «birras y pizzas», noche de planear otro golpe hasta bien entrada la madrugada. Lo tenías todo bien estudiado, gordo. El motero llamaba, salías a por la pizza, la dejabas en la reunión con su ingrediente extra y saltábamos todos por los aires. Pura suerte. Primero tú, ¿por qué esta vez funcionó, Problemas Joe? Para ti, que eras todo quejas, siempre con excusas, un cable que no funcionaba, una carga que detonaba antes de tiempo. Ninguna de tus putas bombas funcionó bien jamás. ¿Por qué hoy sí, gordo traidor? Y suerte la mía. Por casualidad vi que no recogiste los billetes para pagar y salí a entregarlos. Ver tu cara de sorpresa, manejando nervioso un detonador, me impulsó. No sé cómo me lancé contra la motocicleta en marcha. Me he jodido el hombro, me he reventado la rodilla y una rueda me ha rasgado media cara. La Física no miente y el dolor menos. Lo siguiente fue sentir la detonación de la bomba y los cristales clavándose en mi espalda. El único que reaccionó a tiempo fue el motero y se largó echando leches. Me tiraste al suelo, sentaste tu culo seboso sobre mi pecho y descargaste con rabia tus puños sobre mi jeta. A duras penas me defendía con los antebrazos. No sé cómo mi mano zurda se deslizó por mi cinturón. No sé cómo saqué la Beretta y te atravesé las tripas de un tiro. Suerte. Tu bilis y tu sangre ahora empapan mi uniforme de cartero. No sé muchas cosas, pero sé que ahora mismo estás más tieso que una lápida. Espero no acompañarte hasta dentro de mucho tiempo, cabronazo.

Dos personas me siguen. Las oigo. Cuchichean. No puedo distinguirlas, no veo una mierda, no sé si son polis o qué. No aceleres el paso. Sigue normal, discreto. Necesito otro pitillo. Las manos ya ni las controlo. Los tacones de sus zapatos retumban en el silencio de la calle. Se han callado. Estoy tiritando. Quizá si doblo la esquina sabré si me siguen. Tampoco me puedo desviar mucho, sin gafas todas las calles parecen idénticas. Están muy cerca. La Beretta sigue ahí, rozándome una nalga. Tengo que agachar un poco la cabeza y mirar de reojo en la luna del escaparate mientras enciendo el cigarrillo. Pasan de largo, menos mal, parecían una pareja cualquiera… ¡Coño! ¿Con qué he tropezado? ¡Hostia puta! Dos polis subían la calle por la que he entrado. Y yo convencido de mi buena suerte. Me miran de arriba abajo. De repente tengo muchas ganas de mear.

—¿Qué hace usted a estas horas por la calle?

—Disfrutar del paisaje, señor agente —joder, no se me ha podido ocurrir respuesta más torpe—. Soy escritor, estoy buscando algo de inspiración para un relato.

—Ya sabe que el crimen no descansa, ciudadano, se sentirá más seguro en casa. ¿Le sobrará un cigarrillo?

—No fumo —torpe gilipollas, se lo digo mientras estoy dando una calada y le lanzo el humo a la cara.

—Estamos graciosillos esta noche, ¿eh? Mientras me consigue usted un pitillo en su gabardina, me va buscando también su documentación. Y salga a la calle duchado, por Dios, huele peor que un matadero.

Me tienen. Se me cae el pitillo de la boca del susto. Si les digo que no tengo identificación pasaré la noche en el calabozo y si se la enseño y estoy fichado me ejecutan aquí mismo. El que me habla masca su chicle asquerosamente y el otro silba torpemente una melodía aguda. Rebusco entre la ropa mientras mi mente intenta escarbar alguna idea. Por la gabardina sólo palpo el bastón del Jefe.

—¿Algún problema, señor?

Su walkie suena. Deja de observarme un momento. Su compañero sigue ausente, silbando. Sigo palpando entre mi ropa, nervioso como si tuviera un ataque de epilepsia. Que alguien me diga cómo salir de esta. Se le ha arrugado el rostro al madero. Me observa con más severidad. Le hace un gesto con el codo a su compañero. Lo saben. ¿Dónde tenía la Beretta? No la encuentro. Sólo palpo en la gabardina el bastón… No es un bastón. Es una recortada. ¿Suerte? ¿Qué hago, cómo se usaba esto? El poli apaga el walkie y se echa una mano a la cintura. Jefe, espero que le hayas metido algo de munición a la escopeta.

El impulso me deja tirado de culo en el suelo. No sé qué coño ha pasado. Es jodido disparar desde dentro del bolsillo de una gabardina, apuntar y soportar la sacudida de este bicho. Me cuesta un mundo incorporarme. No veo bien pero parece que un agente ha caído y el otro está con las manos levantadas. Me acerco pisando la sangre del cadáver. Le he abierto el pecho y se retuerce entre estertores. El otro gime entre grititos de «no me mates, no me mates», herido con alguna esquirla. No puedo dejarle vivo ni llevármelo secuestrado. Es el enemigo, joder, sólo se merece un final, el mismo que su colega… ¡Mierda, maldito tacaño!, sólo dejó una bala en la recortada. ¡Mierda, mierda, mierda! El poli se echa mano a su pistola. No hay tiempo. Sólo tengo la escopeta. Joder, a hostias no quiero, pero es que no hay otra cosa. Grita como una nena después de machacarle la mano pero es jodidamente resistente y me desarma con una patada. Hay que pelear. Los nudillos me estallan y las falanges me crujen. Su cara parece de granito. Los puñetazos duelen pero por lo menos lo he aturdido. Hora de acabar la faena. La escopeta sigue ahí y su cabeza está expuesta. Los dientes le saltan cuando le golpeo la mandíbula con el cañón. Ya lo tengo en el suelo. El cráneo se le abre después de haber destrozado la culata con infinitos golpes. Grumos de sangre y sesos se desparraman por la acera. ¡Coño!, ahora me doy cuenta de que tenía mi pistola en la espalda. Mi mano derecha ha dimitido definitivamente. ¡Joder!, ¿no me podría haber lesionado la zurda?

A la carrera. No queda otra. No sé en qué puta calle estoy. Detroit se ha convertido en un puto laberinto con decenas de minotauros pisándome los talones. Todo parece igual de triste y solitario. Mierda, hasta esta noche sólo llevaba un fiambre en mi cuenta y ya se ha disparado a cuatro. Esto no es para mí. Yo nunca quise empuñar un arma. El Jefe me convenció para llevar siempre una pistola encima, por protección. Pero lo que realmente quería el viejo era curtirme, ponerme a prueba. Soy una nulidad, un cero en violencia. Lo mío era la vigilancia, aprovechar mi trabajo de cartero para recoger datos, direcciones y rastrear objetivos. Pero el viejo decía que veía algo en mí, en mi mirada. Chocheaba. Claro que, para demostrar su teoría, me puso a prueba de verdad. Aquel maldito día en que me ordenó entregar una carta y hacer un perfil de seguimiento de un objetivo. Me planté en su casa y me abrió un tipo. Inconfundible aquel rostro, su cara picada por la rubeola y una cicatriz en el labio superior. Era la cara del sargento a quien mi novia logró grabar en el móvil mientras era pateada. El tipo me miró indiferente, cogió la carta, firmó el impreso y cerró la puerta. Me quedé allí plantado, bloqueado, sin saber qué hacer. Acababa de estar delante del asesino de mi Susie, delante de la persona que más odiaba en el mundo. Y me quedé en blanco. No sabía qué hacer. Volví a llamar al timbre. El tipo se me quedó mirando, con cara de cabreo. La Beretta apareció en mi mano como un resorte. El sargento se quedó pálido. Cerré los ojos y disparé. ¡Bang! Apenas le alcancé en un hombro. Echó a correr dentro de la casa. Apunté pero ya se me había escapado. Le seguí a la cocina. El poli tropezó. Apunté de nuevo con calma y seguridad pero el arma se me encasquilló. El tipo lloraba en el suelo intentando taparse y protegerse la cara con sus brazos. Cogí un cuchillo, le empecé a rajar las manos y la cara, y al final se lo clavé en el tórax. No me quedé a mirar. Matar es la putada más penosa y sucia que existe, es todo lo contrario a echar 50 centavos en las máquinas recreativas y cargarse marcianitos. Vomité en su alfombra antes de salir. En el videoclub tuve una discusión con el Jefe de tres pares de cojones. Él sólo reía. Creía que me tenía ganado para su causa. Sigo sin querer darle la razón. Total, ¿qué causa estoy defendiendo ahora?   

La rodilla me falla. Tengo la boca seca, me falta fuelle. Si me detengo soy carne picada para esos caníbales. Debí haberme puesto en forma cuando me lo propuse en Año Nuevo. Igual que cambiar de empleo, de amigos, de ciudad, de país… Da igual, de todas formas estoy muerto. Con cada pisada siento los músculos a punto de romperse y gritándome: «¡Para, cabrón!». Estoy perdido. Literalmente. Debo moverme por callejones desconocidos por los que no puedan circular vehículos. Saltar rejas y muros no es tan fácil como lo pintan, me estoy dejando las vertebras y las costillas cuando sobrepaso un obstáculo. Me mareo, tengo el estomago vacío y me encuentro al borde del desmayo. Necesito un respiro, un lugar dónde ocultarme. ¡Sí, allí! Eso es, ese sitio me suena, es un albergue para mendigos. El sitio perfecto para camuflarme. Los coches de las patrullas de vigilancia ciudadana vuelan como kamikazes dirigiendo sus linternas en todas direcciones. El recepcionista del albergue me mira raro cuando entro tambaleándome. Le sirven mis excusas y el nombre inventado. En el comedor la gente rumorea sobre el jaleo que montan los polis. Me siento un poco a salvo, rodeado de gente maltratada por la autoridad. La sopa sabe a meado pero por lo menos está caliente.

—Afuera se está montando una buena fiesta, amigo —me comenta el borrachín que se sienta a mi lado.

Las luces de dos rancheras deslumbran por las ventanas. Afuera están aullando a grito pelado a través de megáfonos, buscando un asesino de policías. Apenas distingo al encargado del albergue discutir con ellos. La gente sale a ver qué pasa. Yo no me asomo ni loco. Los patrulleros quieren evacuar el sitio y los mendigos van desfilando como judíos en un campo de concentración. Yo me escondo en el baño, no jodas. Esta ciudad es un manicomio, ¿qué puto enfermo se dedica a recorrer la ciudad montado en una ranchera con fusiles de asalto? A través del ventanuco de los baños apenas distingo a una docena de voluntarios fanáticos con chalecos antibala apuntando nerviosamente. El borracho de antes les señala hacia el albergue. Puto chivato. Los voluntarios armados no están para bromas. Alguna botella vuela por los aires. Se está cociendo una buena. Están apuntando a todo el mundo con sus M—15. La cosa no pinta bien, si salgo corriendo me fríen por la espalda. Uno dispara al aire. ¡Su puta madre! Los fusiles empiezan a ladrar y los mendigos caen como patos en la feria. Las ráfagas revientan carne, cristales y ladrillo. La Beretta me llama. No sé dónde coño apuntar. Esos tíos son unos psicópatas, se van a cargar a todos, sin miramientos. Se han detenido por un momento, pero esto no ha acabado ni de coña. Uno grandote parece estar armando un bazooka. Van a volar el puto albergue. ¡De esta no salgo, de esta no salgo, joder! Lo tengo en la mirilla, o eso creo. Esta vez no cierres los ojos, tonto del culo. La zurda me tiembla como un flan. No puedo fallar. Vamos, cabrón. Ahora o nunca. El tío está levantando el cañón. Vamos, vamos.

¡Joder, Dios! No sé si le he dado pero el pavo ha volado por accidente las dos camionetas al dispararse su bazooka. Suerte, perra suerte. A correr otra vez. Detroit, dame un respiro. Siento un pitido en el oído, mis tímpanos han debido estallar. Mi cuenta de muertos ya se ha debido disparar más que mis números rojos. Llevaré… bufff, no hay tiempo de pensar en ellos. Putos vecinos locos, se lo merecían. Ya me parece oír hasta un helicóptero, pero no puedo perder ni un segundo en observar ni arriba ni abajo. No sé si corro, cojeo o me arrastro. Mi cabeza es una peonza diabólica y mis pulmones un acordeón sin fuelle. Hay que esconderse en el agujero más profundo que exista. Cualquier edificio abandonado. Como aquel, un instituto que no se ha usado desde hace siglos. Puertas oxidadas, vigas arrasadas, mobiliario roto y abandonado. ¿Por qué no se habrá demolido esta ruina? Al menos me servirá hasta que pase la noche, he despertado con resaca en sitios peores. En el gimnasio quizá haya alguna colchoneta.

Vaya, esto sí que no me lo esperaba. Hay velas encendidas por todo el parqué. Es un escenario insólito y acojonante. Parece un funeral. Da igual, al fin mi culo puede descansar. ¡Coño!, alguien se ha colocado a mi espalda. No me da tiempo a reaccionar.

—¿Qué coño haces aquí? —escucho una voz que cae como una bofetada sobre mí.

Me giro, levanto la cabeza y veo a un tipo, enorme como una montaña, observándome. Me está apuntando con un pistolón. Me acabo de mear encima. Con lentitud asegura el percutor. No sé a quien rezar. Miro a mi izquierda. Mi mano zurda ha decidido por sí misma. Sin pensarlo, he sacado la Beretta y le estoy apuntando a la altura del ombligo.

—Ten cuidado con ese juguete, te puedes hacer daño.

—No me has visto, no me conoces. Nos vamos a ir cada uno por nuestro lado —inesperadamente, no me tiembla mucho la voz al contestarle.

—Ahora mismo estás interrumpiendo algo muy importante para mí. Dame ese arma y vete echando hostias. No estoy de humor para tolerar gilipolleces.

Aliento fresco. Aroma de hombre de verdad. Porte recio y musculado. Traje de corte elegante. Voz profunda, rostro con cicatrices. No puede ser. No puedo estar delante de él.

—Usted es…

—Ya he esperado demasiado, chico, si ya has adivinado quién soy tendrás claro que estás en el sitio equivocado.

Joder. El alcalde. El supergobernador de Detroit. El Profesor. El «Implacable Profesor». El héroe sacrificado de la ciudad. El fascista que nos tiene a todos sometidos en su puño. Tengo su Magnum apuntándome entre los ojos. Soy un cadáver. Los cadáveres no piensan. Ni apuntan a un tío que habrá matado a sangre fría a más gente que en un censo electoral.

—Me conozco muy bien todas vuestras trampas de jueces y verdugos. Si tiro esta pistola lo siguiente será arrodillarme como un beato para recibir una bala en la nuca.

—Nunca he matado a nadie que no lo mereciera, hijo.

—No me haga reír, admirado Profesor. Dígaselo a mi novia, una pobre yonqui con sus costillas aplastadas por las botas de tus diligentes policías. Seguro que a ellos les colgaste unas lindas medallitas honoríficas.

—La autoridad se demuestra con la fuerza, no hay alternativa viable. Los ciudadanos que sirven a Detroit no actúan si no hay crimen. Viven en la ciudad más segura de América y responden si son atacados.

—No, Profesor, no intente convencerme con sus lecciones repletas de mentiras. ¿Qué seguridad hay en una ciudad donde una patrulla de vigilancia ciudadana te puede linchar sin pruebas? ¿Cuántos cadáveres de inocentes han lanzado tus agentes al río? Sí, alcalde, presumes de estadísticas pero tus secuaces no hacen más que maquillarlas. Ajustician al primer sospechoso sin ninguna investigación. Se ceban con los yonquis, los mendigos, las putas, los alborotadores, los marginados que no tienen dónde caerse muertos. Es la ciudad más atemorizada de América, eso sí. Los únicos ciudadanos que le importan a usted son los fanáticos violentos y los delatores cobardes. ¿Cuántos opositores políticos han sido amedrentados mientras usted miraba hacia otro lado? Detroit apesta. Nadie quiere abrir un mísero negocio aquí. Hace siglos que no se monta un concierto de música. La juventud que dice proteger se droga hasta la inconsciencia. Porque estamos asqueados. No es seguridad lo que nos ofrece. Es miedo.  

Casi le estoy le escupiendo en su cara. No me lo creo pero le estoy echando encima todo lo que tenía guardado entre mis entrañas. El Profesor me traspasa con su mirada indiferente. No le tiemblan ni las pestañas. Es una estatua de hielo. El cañón de la Magnum me hipnotiza. Tengo que controlar mi zurda, no puedo mostrar ni un gesto debilidad. Mi rodilla está a punto de bailar claqué pero consigo enderezarme, aprieto los dientes y aguanto el dolor. El alcalde vuelve a mover su lengua.

—¿No sabes dónde estás ahora mismo? Es verdad, eres muy joven. Estoy rememorando un aniversario. Estás pisando el sitio más sagrado que existe para mí. Tú no has vivido el Detroit de los años setenta y ochenta, un autentico campo de batalla entre la policía y los delincuentes. Una guerra desigual donde la vida apenas valía una papela de heroína. Las bandas se repartían las calles como si fuera un Monopoly. Los traficantes disponían a su antojo de las vidas de los habitantes y nuestros hijos se enganchaban a sus drogas como zombies. La autoridad era blanda y corrupta. Yo no era nadie. Un simple profesor de instituto, ingenuo e idealista. Un ser débil que se transformó una noche. La noche en que una banda de moteros psicópatas asaltó una tarde el instituto e irrumpió en este mismo gimnasio. Catorce niñas estaban dando clases de ballet junto a dos profesoras. Yo estaba casado con una de esas profesoras. Y una de esas niñas era mi única hija. Los cabrones, sin ninguna razón, sin ningún móvil, se dedicaron a matar y a descuartizar a todas las criaturas por simple diversión. Drogados, excitados, gozando de su impunidad. Leí hasta el último detalle del informe del forense mientras se me revolvían las tripas. Una y otra vez, día y noche, ocupaba el tiempo repasando esas hojas, los sucesos más atroces que ninguna mente humana pueda imaginar.

—Aquellos hechos no justifican lo que estamos viviendo hoy —intento interrumpirle pero el Profesor parece estar en trance.

—Las justificaciones no sirven de nada. Lo que sirve es la voluntad. A partir de ese día comenzó una nueva vida para mí. Una muerte en vida. Un camino sin retorno hacia el infierno del crimen más visceral. Busqué y liquidé a todos los bastardos que cometieron aquel crimen. Pero no me detuve ahí. Ya conocerás las historias de mi cruzada. Cómo inicié una guerra contra las bandas organizadas, cómo formé un ejército de un solo hombre sin las ataduras misericordiosas de las leyes. Fugitivo, perseguido por todos. Pero mis lecciones empezaban a comprenderse. En la prensa se hablaba del «Profesor Justiciero», del «Maestro Implacable», del «Vengador de la Escuela». Eres un insensato por no admitir todos los sacrificios que he hecho para borrar la infamia de las calles de Detroit. Pero no lo he hecho por la ciudad, lo he hecho por mí, para limpiar mi conciencia. Pero nunca, jamás, será suficiente.

—Nunca me convencerás, tu régimen es completamente opresivo.

—¿De qué régimen hablas? Te voy a explicar bien la lección. Cada vez que yo limpiaba de traficantes o bandas una zona, resurgían de la nada. Era frustrante pero el problemas era que no había aplicado el escalpelo donde debía. Los capos estaban protegidos. Investigué, vigilé a fondo día, noche y madrugada. Apreté a policías y políticos corruptos. Hasta que llegué al fondo. Era un juez, el maldito juez decano de Detroit el que estaba detrás de todo. El representante de la sagrada justicia. Liberaba delincuentes, señalaba objetivos, cobraba millonarios sobornos. Era el jefe de la ciudad. No sabes la nausea que sentí cuando lo descubrí. Me suplicó compasión, ya ves, antes de lanzarle por la ventana de su despacho. El cáncer había sido extirpado. Pero Detroit me necesitaba. Los vecinos me rogaban que tomara las riendas para limpiar la corrupción del poder. Por eso me presenté a alcalde, por eso mi primera medida fue exigir a Washington una emancipación casi total de nuestra ciudad. La justicia ya no la dictarían unas leyes blandas y anticuadas. La justicia, en Detroit, la imparte el pueblo.

El jodido alcalde es un puto iluminado. Está convencido de su chaladura.

—Vamos, hijo, yo ya te he mostrado mi alma, espero que hayas aprendido algo. Dame esa pistola y lárgate. No me molestes más, no quiero saber ni tu nombre.

—Pues soy la escoria que se está levantando para devolverle la vida a esta ciudad. Has pervertido tus ideales, nunca dejarás de ser un maldito asesino.

—¿Quién coño eres, alguien de esa banda de malnacidos que está matando a mis policías?

No te acobardes. Esta es la tuya. Sigue aguantando su mirada. Este tío no va a dudar en darte pasaporte. Su brazo tiene el pulso de un cronómetro. Lo que resolvería esto es una bala. Una puta y simple bala.

—Vamos, sé inteligente, entrégate.

No inclines la Beretta. Ni una puta pulgada.

—Venga, hijo, no tienes madera de héroe. Deja estos asuntos a los mayores.

Se oyen frenazos y megáfonos fuera. Estoy rodeado. Una bala. Sólo una bala. Llévatelo por delante. Acaba con esta pesadilla.

—Son los nervios. Estás sudando como un cerdo. Si te soplase te desvanecerías como la llama de una vela. Vamos, haz lo que tienes que hacer, marica. ¿No tienes agallas?

No le escuches. Te quiere poner nervioso. La pistola me está pesando una tonelada.

—Ya están entrando, chaval. Haz lo único decente. Coge esa Beretta y métete el cañón en la boca. Es lo único honorable que te queda.

Una bala. Sólo una bala y se callará de una puta vez.

—Esto te está viniendo grande. Abandona ahora y te perdonaré tus pecados.

Lo dejo. Me rindo. Basta de locura. He perdido. Soy un puto fraude. Estoy cansado. Mi brazo se desploma.

—Tus ojos te delatan, aficionado. No tienes el coraje para matar a un hombre. Vales menos que la yonqui de mierda de tu novia.

Hijo de puta. Mírame bien, cabrón, tengo algo para ti.

—¡¡Esta bala!!

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La mañana de los cuatrocientos billones de soles

por Relato ganador

Nada, el único concepto irrepresentable. Nada, el vacío en el que su conciencia y su voluntad, su deseo y su acción son uno y lo mismo. Durante un tiempo infinito se narra a sí mismo, desde la larva de su identidad suspendida en la preexistencia se sueña desde el principio unicelular hasta el complejo sistema del neocórtex, repasando con una mente aún no explícita su propia germinación que atraviesa los estadíos de cerebración desde el reptiliano hasta el mamífero. Concentra entonces la no-mirada de su mente en un punto, el planeta del que partió hace semanas o siglos, porque en el no-aquí el tiempo carece de sentido. Describe una parábola incierta dejando atrás PSR J1719-1438b, un planeta compuesto íntegramente por diamante, esquiva la tormenta perpetua de 3C303 por esta no-dimensión paralela, bucea por espacios que ni siquiera son no-euclidianos. Como extensión de su cuerpo va formando la masa de fibra de carbono y acero, de titanio y vidrio en la que no-viaja. No deja atrás cientos de quásares porque no hay dirección ni posición, pero sabe que no-está muy lejos del punto en el que saltó a la inmaterialidad.

Renace, se rematerializa arrastrando partículas subatómicas desgarradas pendientes del fuselaje de su nave reformada, volviendo al universo temporal. Los sistemas se soporte vital inyectan en su cuerpo estimulantes a medida que drenan el líquido de la cámara de suspensión, incrementan la luz paulatinamente, reproducen una música suave. Helios vuelve a ser consciente de la cámara de privación sensorial en la que entró hace algo más de siete semanas y dos días, según indica el cronómetro subcutáneo de su mano izquierda. Hace un esfuerzo por no mirar las puntas de sus dedos, aún no logra asimilar la ausencia de las uñas: se le cayeron poco antes de partir. Estira los músculos de brazos y piernas, desentumece el cuello, pasa los dedos sobre el sensor de la puerta y ésta se abre.

Tras vestirse con el uniforme y sentarse a los mandos de la nave retira las capas de blindaje que recubren la ventana de observación frontal. Y allí está, T400MM. O como lo bautizaron al planear la misión en T7000M: Omega.

***

El doctor Kaban se concentra en la apretada hilera de datos que se proyecta sobre su retina, revisando hasta el último detalle de la misión, por enésima vez. La trascendencia del Proyecto Omega es más simbólica que real, pero no por ello es menos importante. Y su importancia se mide por el rechazo que ha generado. Por algún motivo que no logra comprender, incluso algunos de sus colegas consideran que el síndrome Baltus-Cochrane está relacionado con la misión de exploración. Pero él es un científico, y aunque los primeros casos fueron simultáneos al comienzo de los preparativos del proyecto, sabe que de la correlación de dos hechos no puede inferirse ninguna causalidad. Es tan simple como eso, y se siente perplejo cuando tantos a su alrededor no pueden comprenderlo.

En cierto sentido, el proyecto es el cierre de un ciclo, el que comenzó con el salto de la humanidad a otros planetas habitables hace millones de años. Los viajes intergalácticos encadenados a las magnitudes del tiempo y el espacio son imposibles; por eso nuestra especie aprendió a viajar por el no-espacio y el no-tiempo. Hace miles de años sondeamos los límites del universo, nos asomamos a su borde, y aunque ni siquiera hoy tenemos conceptos para expresar el no-verso, nos adentramos en él como navegantes ciegos, al igual que los primeros sapiens se adentraron en el mar aun cuando no podían comprenderlo más allá de lo que contaban sus historias míticas. Así empezó la Edad Sincrónica, cuando fue viable la posibilidad de que simultáneamente, en todos los confines del espacio, un ser humano dijese «ahora».

El síndrome ha consumido completamente su brazo derecho, por lo que ha sido necesario implantarle un miembro biónico. Aun así siente el picor fantasma de su codo mientras piensa en sus detractores. En algo tienen razón, Omega es el último planeta identificado como habitable, pero no es necesario colonizarlo: son billones los mundos humanos, y las políticas de control de natalidad han llevado a un crecimiento sostenible de la especie. Pero para Kaban es un imperativo explorar ese último mundo si se tiene la posibilidad de hacerlo. Durante sus más de trescientos años de vida siempre ha creído, sin duda alguna, que la voluntad se justifica a sí misma.

Cuando traen la cámara del místico a la sala de control de la misión suspende los proyectores retinales y deja vagar su mente libremente, mientras esperan a que Helios establezca comunicación. Hace eones, millones de años antes de que el Sol se convirtiera en gigante roja y destruyese la Tierra, la cuna de la especie, un sabio presincrónico hizo una predicción: predijo que algún día la humanidad sería testigo de un glorioso amanecer de cuatrocientos billones de soles.

Hoy ha amanecido ese día.

***

Se mira en el espejo: el resto de mechones que aún se aferran a su cráneo parecen los restos vestigiales de un tentativo desarrollo genético que se hubiese desestimado. Revisa de nuevo el informe médico, pero los resultados de las pruebas resultan tan opacos como en ocasiones anteriores. Se ha dedicado los últimos meses a estudiar el síndrome de manera obsesiva, aunque sólo lleva su nombre por haber sido el primero en establecer un cuadro clínico junto a su colega la doctora Baltus. No habían encontrado ninguna explicación para esa extraña afección. Tampoco la habían descubierto, puesto que sus efectos eran tan visibles que cualquiera podría haberla identificado como un fenómeno sin precedentes y haberle puesto su apellido.

El síndrome Baltus-Cochrane consiste en una degeneración celular acelerada sin causa aparente. Comienza con un ligero aumento de la temperatura corporal, apenas unas décimas de fiebre, en apariencia irrelevante. Pero después los tejidos epiteliales comienzan a mutar: a medida que la enfermedad avanza se vuelven traslúcidos, como de cristal esmerilado, incluso transparentes, y proyectan una cierta luminiscencia química como las glándulas de algunos peces abisales, aunque mucho más tenue. Mientras, partes de la masa corporal simplemente parecen desintegrarse. Lo más común es que sean los elementos queratinosos y cartilaginosos los que desaparezcan en primer lugar, antes de una pérdida más seria. Los afectados no padecen dolor alguno; pasado cierto tiempo sufren estados cada vez más prolongados de letargo, aunque ni siquiera esa es una constante. El propio Cochrane ha perdido las orejas, se las descubrió una tarde convertidas en restos escamosos muertos: al tocarlas se disolvieron como figuras de ceniza. Él no ha entrado en letargo, algo que sí le pasó a Baltus, Patricia Baltus. Su esposa.

Aunque los rasgos generales son comunes, el progreso de la enfermedad y los síntomas secundarios no parecen seguir un patrón que permita establecer su correlación con cuestiones de edad, sexo o planeta de origen. Pero lo más desconcertante, aquello que ha dejado en suspenso a la comunidad científica, es que no hay paciente cero para esta pandemia; de haber sido así podrían haber puesto en cuarentena los mundos que hubiera sido necesario. No, es como si un disparador genético hubiera detonado simultáneamente en cada uno de los individuos de nuestra especie: exactamente hace dos meses, millones de billones de individuos en cientos de billones de mundos comenzaron a mostrar síntomas.

Nadie se ha salvado, y entiende a quienes sólo encuentran como explicación la mano de un dios vengativo. Los más exaltados han apuntado directamente a la arrogancia de la especie humana, al deseo desmedido de poseer completamente un universo que no nos pertenece. Han enfocado su furia y su frustración en el Proyecto Omega. O eso ha oído, encerrado en su laboratorio un día tras otro, bloqueando la melatonina de su cerebro para escapar del sueño. Pero a él ya ha dejado de preocuparle el origen de la enfermedad: se ha concentrado en revertir sus efectos, por Patricia, porque intuye que se agota su tiempo, que en su caso el proceso de degeneración se está acelerando y sólo le quedan días, quizá horas, antes de que desaparezca por completo.

Respira hondo, mientras se dirige al quirófano.

***

Los motores de antigravedad le permiten descender poco a poco a través de capas y capas de atmósfera. Helios piensa en la era mítica de la navegación espacial, millones de años atrás, fascinado por la inocencia de los ancestros de la raza humana: sus reentradas en la Tierra apenas duraban unos minutos de caída suicida, abrasando el fuselaje de sus naves, lo que desde su punto de vista equivale a aterrizar cabalgando sobre un meteorito.

Su descenso es mucho más pausado, una hora desde que en órbita contempló el espectáculo del planeta virgen sobre el que se mantenía en posición geosincrónica: una esfera de color lapislázuli compuesta en un setenta por ciento de agua, con una combinación de casi un ochenta por ciento de nitrógeno y un veinte por ciento de oxígeno, y una gravedad de cerca de nueve con ocho metros por segundo. Todas y cada una de las condiciones para ser designado como un planeta «T». De hecho, es el último que recibirá esa denominación: ya no existe lugar en el espacio que no haya sido cartografiado, analizado y catalogado.

Su nave se posa suavemente sobre la superficie. Se ajusta el cinturón de probetas que empleará para guardar muestras vegetales y animales, así como de agua. Abre la compuerta lateral y mira fijamente la escalerilla desplegada.

Se detiene, tomando conciencia de las implicaciones del paso que está a punto de dar, un acto de una valoración cuando menos ambigua. Por un lado, será la culminación de la mayor gesta de la humanidad, la rúbrica de su grandeza. Por otro, marcará de manera inequívoca los límites del mundo humano. Se acaba la imagen del universo como un vasto océano de posibilidades, y para muchos eso conlleva que se vuelve una cárcel de márgenes claramente definidos. Aun así, su deber como explorador es cumplir con su misión.

Se dirige a la escalera y desciende. Por un momento su visión parece enturbiarse y se detiene temblando. ¿Otro síntoma del síndrome Baltus-Cochrane? No, es sólo la desorientación de respirar aire puro de nuevo, y la intromisión de otra mente en la suya: la del místico.

Termina de bajar los peldaños y mira hacia el horizonte. Una vez más ha cumplido con su ritual personal: ha aterrizado en la mitad oscura del planeta unos minutos antes de que amanezca, para permitirse ser el único que vea la primera alba humana de ese nuevo mundo.

Se sienta sobre una roca y, simplemente, espera.

***

—Respiro la belleza de un planeta inmaculado.

La voz brota del sintetizador: se trata de la interpretación que hace una inteligencia artificial de los pensamientos del místico. Su cuerpo flota en una cámara acorazada de privación sensorial, muy similar a la que emplean los pilotos del no-verso para viajar. El principio seguido por los metaingenieros que las construyeron es el mismo, sólo que en el caso de los místicos el objetivo es mantenerlos en un estado intermedio entre la existencia y la inexistencia, la única manera en que pueden comunicarse con los habitantes del universo a través de la inmateria: el único canal de comunicación posible a través de abismos que se miden en gúgoles.

Hace unos minutos el doctor Kaban ha visto puesta a prueba su autoridad: en el momento en que el místico ha establecido contacto dos de los técnicos de comunicaciones se han desplomado, sus caras como limadas por la erosión de años, sus pieles blanqueadas y luminosas, su pulso casi inexistente. La mitad del personal ha abandonado entonces la sala.

El científico aprieta la mandíbula, sobre su retina izquierda proyecta las últimas noticias: la virulencia de la degeneración de los tejidos se ha incrementado en un setenta por ciento de los afectados. Desprecia el dato y vuelve a centrarse en la voz:

—Una franja carmesí.

Son las impresiones de Helios, el piloto metafórico. Está viendo amanecer, el amanecer en Omega. La misión ha sido un éxito.

Kaban libera una profunda exhalación, satisfecho. Tras semanas de incertidumbre, el objetivo se ha cumplido, y se permite unos segundos de relajación.

—Parpadea, la imagen fluctúa en el horizonte. Parece que este mundo ardiera.

El picor fantasma de su codo reaparece, pero al mirar la prótesis de forma involuntaria sólo puede ver su propio brillo.

—Estoy ardiendo.

***

Han pasado varias horas desde la operación. Los resultados han sido nulos. Ha reprogramado los cirujanos nanorrobóticos una y otra vez. Las células de Patricia parecen permanecer en estasis: su proceso de multiplicación natural se ha detenido, lo cual, desde cualquier punto de vista, es imposible. Los nanodispositivos podrían haber dirigido las nuevas células para restaurar los tejidos perdidos, pero sin la reproducción no ha sido posible. Por ello ha empleado una solución proteínica con la que proporcionar material de construcción a las nanomáquinas. Pero aun así ha sido en vano: los nanocerebros se mostraban confusos, como si no fueran capaces de reconocer los tejidos que debían reparar, como si ya no identificaran las células restantes del cuerpo de su esposa como pertenecientes a un ser humano.

Sentado frente a su cama, a él mismo le resulta difícil verla como tal. Sin el cabello, sin orejas, con dos huecos verticales que son los únicos restos de su nariz, le resulta casi imposible proyectar sus recuerdos sobre ese ser postrado. Su piel presenta un aspecto nacarado, como si alguien hubiese barnizado una estatua esculpida para servir de modelo anatómico. Su mujer ahora es poco más que un boceto de sí misma, como si un retratista negativo se hubiese esforzado por eliminar poco a poco sus rasgos distintivos hasta convertirla en un esquema, como si con ello hubiese querido decantar y extraer de ella un modelo antropomórfico abstracto.

¿Acaso era eso? Aquel extraño síndrome, ¿sería un proceso evolutivo acelerado, una sublimación de la especie? Los cuerpos de los afectados se degeneraban, pero los indicadores de actividad cerebral se disparaban como presas de un sueño acelerado. ¿Es un cambio a un estado de existencia superior? No, sabe que no es más que su deseo de encontrarle un sentido último a esa extraña afección. Ha exprimido hasta la última gota de su intelecto y ha llegado a un callejón sin salida.

Necesita cerrar los ojos un minuto para recuperar las fuerzas, consciente de que una parte de él ya ha renunciado a encontrar la cura a tiempo. Sólo un minuto, antes de afrontar el momento en el que, vencido, sólo le quede acompañar a Patricia en los últimos momentos del trance. Sólo un minuto. Cierra los ojos y se tapa la cara con las manos. Pero ni siquiera logra ese pequeño alivio: a través de sus párpados transparentes y sus manos sigue viendo la figura postrada en la cama.

***

Amanece. La luz rojiza se extiende sobre el horizonte como los trazos de un pintor todopoderoso y benevolente. Sobre la piel Helios cree sentir las primeras caricias de calor de la estrella central del sistema, pero en seguida comprende que la temperatura es demasiado elevada cuando el cuerpo celeste ni siquiera se sugiere aún en el firmamento. No está sudando, pero se siente asfixiado dentro de su uniforme. Se desnuda sólo para contemplar que su cuerpo ya no parece humano.

Respira profundamente para intentar calmarse, preguntándose que habrá podido acelerar el proceso del síndrome que hasta ese momento parecía estancado. Levanta la mano, y en su movimiento le parece que deja tras de sí una estela plateada. Así es: los millones de nanomáquinas que durante años han estado corrigiendo los errores de reproducción de sus células, los efectos nocivos de enfermedades y elementos químicos, que han estado velando por su permanencia en un estado óptimo, caen de sus dedos como una lluvia de platino microscópica, como si sus células ya no tuviesen la suficiente consistencia como para transportarlas en el torrente sanguíneo.

Levanta la vista hacia el horizonte y comprueba que el sol que ha aparecido parece también fluctuar, como si se estuviese haciendo eco de la misma incoherencia en la que él se está adentrando. El propio planeta parece reaccionar, y Helios cree ver cómo sus componentes comienzan a desensamblarse, como si un demiurgo tarado hubiese golpeado las capas geológicas formadas durante eras y se las estuviese mostrando como conceptos disparatados y simultáneos. En unos instantes ve el pasado de cordilleras como placas tectónicas entrechocando y millones de años que acaban por erosionar las montañas hasta allanarlas; ve surgir y fundirse casquetes polares; ve mares que se forman y se evaporan; percibe la inconmensurable cantidad de vida extinta y renacida. Y, por último, mira al suelo y casi no puede ver diferencia entre sus piernas y la roca en la que estaba sentado, ambos formando un continuo de luz de cuarcita.

Sabe que es el fin, pero por un momento piensa en el hermoso amanecer apocalíptico que ha contemplado y sus temores parecen evaporarse. Simplemente se deja hundir en esa luz. Y en un momento de revelación establece la vinculación que existe entre la desaparición del planeta y la de su propio cuerpo, en un fogonazo de lucidez comprende aquel extraño fenómeno. Poco antes de que su boca se disperse, susurra:

—Es precioso.

***

En billones de mundos millones de místicos comienzan a gritar a la vez, sus voces son un pandemónium que no-recorre el no-verso y vuelve inútiles las comunicaciones del lado material.

Los datos que fluyen como una cascada sobre las retinas de Kaban lo dejan sin aliento: la desintegración de galaxias, la desaparición de nebulosas. Hace el gesto de extender la mano para introducir una orden en la pantalla que tiene frente a sí, y horrorizado comprueba que el brazo artificial se desploma sobre la mesa cuando su hombro deja de contar con la masa suficiente como para afianzar los soportes de la prótesis. Cuando se levanta genera una neblina a su alrededor, y al instante comprende que son células de su cuerpo, millones de ellas que se desprenden como polvo intergaláctico. Los sistemas de la sala de mando comienzan a fallar y las pantallas y proyectores tridimensionales parpadean como si fallase su fuente de alimentación en el momento en que el aliento se le congela en el pecho: la extinción de Aldebarán, la consumición de Fomalhaut.

Y entonces todo se apaga, y Kaban cree sentir una llama fría que empieza a abrasarlo, pero no puede apretar los dientes porque estos han desaparecido. A su alrededor sólo quedan algunos de los fantasmas luminiscentes en los que se ha convertido el resto del personal.

Y en esa tremenda oscuridad que lo rodea escucha las palabras del místico, que le llegan directamente de su garganta quebradiza, desactivado ya el sintetizador, un mantra terrible de tres palabras que repite una y otra vez y que hace que la negrura que los ha engullido parezca aún más oscura:

—Brillaremos… todos brillaremos…

***

Aprieta con todas sus fuerzas los dedos casi inexistentes de su mujer, como si de verdad pudiese oponer su frágil voluntad al mecanismo del universo. Piensa en que tal vez ella sea consciente de la presión, que tal vez esté haciéndole daño. Pero sabe que no es así, que ya ha entrado en la última fase: aquel cuerpo en el que se refugiaba una vida irrepetible ha empezado a generar calor y una suave luminiscencia, puede ver a través de la fina película que ya no es piel los órganos reducidos a su mínima expresión, un corazón minúsculo cuyo ritmo desciende como si se estuviese adormeciendo. La luz aumenta su intensidad.

Tanta luz… y entonces es consciente de que no se trata sólo de ella, él mismo está brillando. Se aparta de la cama mirándose las manos, se siente como una mancha de acuarela flotando en el agua. Su piel ya es transparente y puede ver el trazado de su sistema sanguíneo; y los millones de células que conforman su torrente parecen presentarse como bellísimos rubíes resultado de una matemática increíble, de una química milagrosa.

Da otro paso atrás, o más bien se desplaza en medio de una calidez amniótica, notando unas líneas como dragones de magma radiante que van consumiéndolo desde los pies, que ascienden iluminando y devorando todo lo que es perecedero en él. El calor aumenta y debería gritar, pero apenas le quedan garganta o pulmones, sus labios no son más que un trazo sutil en una cara sin rasgos. Y ese fuego sube y crece, y su mente parece detonar.

La luz lo rodea, proyecta lo que queda de su cuerpo por encima de sí mismo, como arropándolo en una armadura de acero al rojo blanco, una claridad que le habría quemado las retinas de conservarlas.

El fuego asciende. Abrasa sus genitales en el momento en que le parece ver más allá de las paredes del hospital, tan irreales como él mismo: un fogonazo seminal, de su pubis parten chorros perlinos que inseminan miles de mundos. Asciende, abrasándole el estómago con la energía nuclear de una estrella naciente. Asciende, su espina dorsal se vuelve una con el dragón y las vértebras se convierten en finos zarcillos florecientes, se proyectan en todas direcciones, germinan sin límite multiplicando exponencialmente su masa y a la vez sin tener masa alguna. Asciende, y su corazón estalla con la fuerza de cuatrocientos billones de soles respirando todo el vacío del universo, se abre como un loto de jade teñido de un amor omnipotente. Asciende, las manos que hace unos segundos miraba con horror tienen ahora incrustadas constelaciones. Asciende, su garganta se funde y su respiración se escapa portando todas las palabras que a su paso recitan la letanía de lo nombrable y lo innombrable. Asciende, y su cerebro vibra comprendiendo cada concepto, cada noción inimaginable, su mente renace fuera de su carcasa temporal y se instala sobre su yo como una corona inmutable: las nebulosas son los racimos de sus neuronas, las galaxias son las espirales que reflejan ese ser en el que se ha convertido, que no tiene principio ni fin, que consiste sólo en su propio movimiento perpetuo.

Ya no respira, ya no puede respirar. Lo que ya no son sus células se proyectan en una ascensión vertiginosa a la velocidad de la luz, impregnando de su conciencia al haz de energía indestructible resultante. Y a la vez permanece junto a Patricia, ahora ya prácticamente irreconocible entre la fluctuación de sus rasgos, que parece multiplicarse hasta el infinito superponiendo sucesivas etapas de sí misma: la mira y le parece ver la historia completa que vincula sus sucesivos yoes, se le representa como una larga cadena de individuos que se remonta a las proteínas flotando en la sopa primordial y que tras millones y millones de transformaciones de lo orgánico a lo inorgánico a lo orgánico de nuevo se resume en aquel cuerpo que ha amado y que se desintegra como el suyo propio.

Y en medio de toda esa luz, siente que su individualidad es un concepto erróneo y que está irremediablemente a un paso de la eternidad, donde será él y Patricia y cada ser que ha existido y a la vez no serán ninguno de ellos, serán una vasta inteligencia única. Y el temor desaparece frente a la dicha de la extinción de los millones de miedos, de los millones de aspiraciones, dejando atrás como sucesivas capas de metal pesado los deseos, las necesidades y las frustraciones, diluidas en el acceso a la perfección. Y aun así, por un instante o por toda una eternidad de ese punto sin tiempo, una gota de conciencia dolorosa brota mientras observa las líneas de plata postradas en la cama que se difuminan fundiéndose con las suyas propias. Nota cómo sus ojos se derriten y se convierten en un hilo de lágrimas de oro. Y luego, con algo que ya no es ni mente ni boca, susurra:

—Adiós, amor mío.

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Una isla para olvidarse de sí mismo

por Relato ganador

I. El accidente

Me he despertado con dolor de cabeza, un horrible dolor de cabeza. Cuando me he pasado la mano por la frente he tocado sangre reseca. Me duele la garganta y siento un sabor salado en la boca que hace que quiera vomitar.

Me levanto despacio y aún mareado; la playa está frente a mí y la mar permanece tranquila, como si nada hubiera pasado. Lo último que recuerdo es a mí mismo agarrándome las rodillas y rezando a todos los dioses habidos y por haber. Nunca he sido religioso, ni siquiera creo en nada que no tenga que ver con el color del dinero. Aun así recé. Lo hice como si fuera lo último que tenía que hacer en la vida y, de hecho, pensaba que era lo último que iba a hacer.

Después el golpe, el olor a quemado y el agua inundándolo todo, mucha gente gritando y el avión hundiéndose inevitablemente en el mar oscuro.

Salgo saltando por entre los muertos, piso algún vivo, alguien me agarra y consigo zafarme con un golpe seco, llego al hueco abierto por el golpe y salto al agua y nado, nado hasta que mis músculos agotados me piden descanso. No quiero parar pero mi cuerpo no me responde, siento el frío recorriendo mis piernas y brazos, consigo seguir durante unos minutos más y después todo se vuelve negro, trago agua que escupo todo lo rápido que puedo, pero me hundo.

Y ahora estoy aquí, mirando cómo trozos del aparato destrozado llegan poco a poco a la playa. Y cuerpos, destrozados, quemados, algunos intactos pero exangües y petrificados por el rigor mortis. Si pudiera levantarme lo haría, pero estoy tan cansado que prefiero reclinarme un momento más para recuperar el resuello, al momento estoy durmiendo.

Cuando despierto sé que ha pasado mucho tiempo, mi ropa con tanta sal y al sol se ha casi petrificado, la sensación me hace sonreír tontamente, casi no puedo moverme, como una momia embalsamada. Siento la piel de la cara tirante y me pica, me he debido de quemar con el sol, quiero reír a carcajadas pero los labios agrietados se abren y comienzan a sangrar, sólo un poco, pero lo suficiente para darme cuenta de que estoy vivo, solo, pero vivo. Me doy la vuelta como puedo y consigo dormirme de nuevo.

Al fin me he levantado y recorro la playa como en un sueño. Sé qué ha pasado, pero mi mente no quiere asimilarlo: más de ciento cincuenta personas han perecido en el accidente, pero quiero creer que alguien como yo ha sobrevivido, así que ando por la playa hasta que doy la vuelta a la isla, porque eso es lo que es, una isla desierta de humanos y pequeña, tan pequeña que sólo he necesitado veinte minutos para recorrerla entera. Miro hacia el interior y veo una pequeña selva de palmeras, un centenar a lo sumo, he visto algún pájaro y cosas que reptan por el suelo, claro que todo lo que se mueva se puede comer y comienzo a tener un hambre atroz y sed, tengo la boca seca y sueño con un trago de agua fresca recorriendo mi garganta.

Sé que va a ser difícil y me pongo a pensar frenéticamente, rompo mis pantalones a la altura de la rodillas y rasgo mi camisa por los hombros, así estaré mas cómodo, guardo los retales para más adelante, nunca se sabe cuándo los podré necesitar.

Recojo unas cuantas planchas pequeñas del fuselaje y escojo un par de ellas para recoger agua, en estas latitudes llueve todas las tardes unos minutos, si tengo suerte beberé algo esta noche, si no desfallezco antes.

He contado treinta y siete cuerpos, sé que tengo que enterrarlos, por caridad y sobre todo por el olor, nauseabundo y penetrante. Lo dejaré para cuando el sol empiece a desaparecer, hace demasiado calor y no me queda mucho que sudar. Lo que sí hago es abrir todas las maletas que encuentro por la orilla y recojo todo lo que creo que voy a necesitar: no tengo ni idea de dónde estoy ni cuánto tiempo estaré aquí hasta que me recojan, y eso si lo hacen.

Escojo ropa cómoda y de mi talla, algunas zapatillas de deporte, alguna gorra de béisbol, jabones, un par de navajas multiusos, gafas de sol, algunas latas de conserva que alguien llevaba por si naufragaba. Esto me hace sonreír. Abro una inmediatamente, berberechos en vinagre, pues hala de un trago, toso con fuerza, pero sólo cuando he conseguido tragármelo todo de una vez, no quiero vomitar, es como ambrosía recorriendo mi garganta y cuando llegan los jodidos berberechos al estómago siento su pesadez, su delicado y agrio sabor que me reconforta y me hace sentir vivo.

Sigo mirando maletas, para encontrar más de lo mismo, ropa, bikinis, pareos, gafas de sol, afortunadamente no me quemaré por el sol, creo haber apilado casi treinta botes de crema protectora. Si muero en esta isla de mierda no será quemado.

Hay algún vaso de plástico, cerillas mojadas y algún que otro mechero, esto sí que me puede salvar la vida, pienso mientras los tiro al montón de cosas útiles. Ningún móvil funciona, así que los desecho. Alguna barrita energética y un par de relojes que funcionan, genial porque el mío no era antichoques y está destrozado.

Cámaras digitales recién estrenadas, algunas todavía en sus envoltorios de fábrica; por lo menos no podré aburrirme, pienso hacer fotos de todo, hasta de la primera mierda que dejé en esta isla, un momento histórico para la humanidad, río como un loco.

Paradójicamente no encuentro mi maleta, estará en el fondo del mar pudriéndose junto a los cuerpos de mis compañeros de viaje.

La tarde ha llegado, y con ello el sol perdona mi piel durante unas cuantas horas hasta el próximo amanecer, así que empiezo a arrastrar cuerpos hacia las palmeras. Con un tronco desgastado y viejo del grosor de mi brazo empiezo a cavar un agujero, en media hora entierro al primero, un señor mayor de pelo canoso y bronceada piel, al cuarto cuerpo ya no me fijo en ellos, sólo carne muerta y sigo, al séptimo cuerpo me doy cuenta de que no voy a ser capaz de enterrarlos a todos.

Me duele el cuerpo desde la punta de los pies hasta la punta de mis crecientes canas. Dejo el trabajo para mañana y dejo que mi cuerpo descanse tirado en la arena, no pasan ni diez minutos cuando comienza a llover, así que me levanto corriendo hacia las planchas que había dejado colocadas por la mañana y veo con lágrimas en los ojos cómo los vasos de plástico empiezan a llenarse. En cuanto lo hace el primero me tiro a por él como si del elixir de la juventud se tratara, lleno mi boca de agua y la trago con tranquilidad, quiero llenarme el estómago, pero despacio, no puedo permitirme perder ni una sola gota. Cuando a los quince minutos termina de llover tengo seis vasos llenos que llevo a la espesura de las palmeras y tapo con cuidado, tendré para un par de días a lo sumo, pero puedo ir rellenándolos según vaya lloviendo, eso si lo hace todos los días, claro, es algo con lo que tengo que tener mucho cuidado.

II. Las cosas ocurren aunque no quieras

Han pasado diecinueve días, se me han acabado las latas de conserva, las barritas energéticas y cualquier resto de comida que había encontrado en las maletas varadas. Mañana será un día diferente, tendré que empezar a buscarme la vida para conseguir llevarme algo a la boca.

Desde el principio había mantenido una actitud relajada, creía en mí mismo, en mi inteligencia y saber estar, tenía comida y no iba tan mal. Pero ahora ha llegado el momento de la verdad, espero no tener que echar de menos los cuerpos putrefactos de los muertos que al final eché al agua por la imposibilidad de enterrarlos a todos, demasiado esfuerzo y, sobre todo, inútil.

Mis reservas de agua iban bien, también hasta aquel momento había llovido casi todos los días y eso no era ningún problema, de momento. Gracias a las cremas solares no me había quemado, pero de vez en cuando hordas de mosquitos campaban a sus anchas por la pequeña isla y mordían con ferocidad a todo ser viviente, o sea yo. Esos días los pasaba debajo de mantas y escuchando cómo cientos de zumbidos revoloteaban a mi alrededor sin que pudiera hacer nada, eso era mejor que hacerles frente, nunca podría.

La primera noche que me atacaron noté cómo mi cuerpo ardía impotente, al día siguiente tenía fiebre y casi no podía moverme, me picaba todo el cuerpo y al rascarme frenéticamente las picaduras se hacían más grandes y dolían más, hasta que sangraban y seguía rascándome, hasta que perdía la consciencia.

Con una camiseta a modo de red y muchísima paciencia he pescado en un pequeño charco, que la marea baja deja, unos cuantos peces, bueno, pececillos, son siete bocados, pero harán que no me vaya a dormir con el estómago vacío. Enciendo una pequeña hoguera con ramitas casi secas y los quemo un poco hasta que sus entrañas no están líquidas, los engullo con ferocidad y respiro con resignación. Mañana iré a buscar por la orilla a ver si encuentro algo para comer; y si no me adentraré entre las palmeras, seguro que encuentro algo, sólo es cuestión de buscar con ahínco y, sobre todo, con desesperación.

Como pensaba, no encuentro nada en la orilla, sólo conchas vacías, algún resto de plástico de vete a saber dónde y un boli Bic sin tinta, así que me adentro entre las palmeras y recojo dos cocos, unas lagartijas raquíticas, y lleno un vaso de escarabajos y otros insectos que encuentro por el suelo. Con todo ello hago una sopa, no sé si nutritiva, pero que engaña a mi estomago. Me como todo, chupo hasta el último rastro de comida, nada me da asco y si tuviera que comer granos de arena lo haría; espero no tener que llegar a esos extremos, de momento, tampoco va tan mal la cosa.

Noto que he adelgazado en que se me caen los pantalones y que cuando me siento me clavo mis propios huesos, así que rebusco entre el montón de cosas útiles y encuentro un cinturón de cuero de mi talla y lo aprieto sin compasión en mi cintura, sólo hace falta que pierda la compostura y vaya en pelotas por la isla, claro que tampoco iba a molestar a nadie.

III. Si algo tiene que ir mal, irá mal

Ha pasado ya más de un mes y por aquí no pasa ni el tato, ni aviones, ni barcos, ni la virgen santísima: estoy solo con algunos cangrejos, los mosquitos, la lluvia intermitente y mis pensamientos.

Hay veces que me evado, que pienso que no estoy aquí, que duermo en mi cama mientras escucho música y me relajo, siento la brisa del atardecer y los lejanos pitos de los coches en su atasco diario. Pero sé que no es real, alguna vez he saludado a alguien que me mira escondido detrás de una palmera, pero de nuevo sé que no es real, aun así levanto la mano y saludo como un idiota. ¿Y si de verdad hubiera alguien y yo fuera un desconsiderado no saludando?, en fin, que lo hago y sigo con mis miserias diarias.

La verdad es que no me preocupa, tampoco tengo un psicólogo a quien preguntar. Hay otros días que imagino la isla llena de mujeres desnudas y corriendo detrás de mí con la tierna intención de procrear sin juicio y lascivamente; claro que pienso en esas pechugas y esos muslos y no es precisamente excitación lo que siento, sino hambre.

Otras veces imagino un reino insular donde puedo morar, altivo, déspota, y como macho alfa en celo copulo con todas esas mujeres hasta la extenuación, para luego recogerme en un palacio de oro y sentarme en un trono de enormes dimensiones. Luego pido la cena y me traen una vaca, rellena de un cerdo, relleno de un pavo, relleno de una codorniz, rellena de queso, relleno de mermelada de frambuesa y, claro, eyaculo.

Hay días en que no me levanto y sigo tumbado hasta que me duele la espalda. Entonces me levanto y hago unas flexiones, como si tuviera que cuidar mi cuerpo en esta isla de mierda. Aun así lo hago, con la triste intención de hacer algo diferente, algo que me saque de la rutina diaria, de buscar comida, preparar los vasos para que se llenen de agua y echarme crema con protección solar: me pego unas carreritas por la playa y hago unos abdominales como si me preparara para una olimpiada.

IV. Una vida sin música no es vida

No sé qué ha pasado con mi discman, seguramente ahora está en el fondo del mar, un aparatejo que me ha acompañado desde siempre, a todas horas, con todas esas horas de música de los cuarenta hasta el siglo XXI que me relajan, que me hacen pensar en momentos mejores, me recuerdan mi infancia mientras jugaba con mis juguetes y mis padres pasaban horas leyendo, hablando y riendo con la banda sonora de la época.

Y ahora, aquí estoy solo, con el sonido de las olas, el ligero rumor del aire reverberando en las copas de las palmeras. De vez en cuando, algún cangrejo pasa a mi lado y cruje, abre y cierra las pinzas como queriendo decirme algo, comunicarse, decirme que está ahí, que no estoy solo y que podríamos ser amigos.

A veces pienso que me estoy volviendo loco, que la soledad no es para mí, que aquí en esta isla del demonio lo único que hay para hacer es morirse del asco o de hambre y sed, que mientras pasa el tiempo, poco a poco, algo dentro de mí se rompe, se diluye, hay veces que no me reconozco, que miro dentro de mí y sólo veo vacío.

Echo de menos la música, algo muy importante en mi vida: la canción que sonaba en mi cabeza cuando encontré el trabajo de mi vida, la canción que sonaba atronadora cuando hice el amor por primera vez, la canción que escuchaba cuando encontré aquel libro que llevaba años buscando, la canción que atronaba mis oídos cuando celebre mi treinta cumpleaños y sobre todo la canción que me envolvía cuando la conocí a ella. Todo a mi alrededor antes de llegar a esta isla estaba acompañado por música, de todos los colores, tempos y ritmos, la banda sonora de mi vida, y ahora sólo el rumor de las olas y la brisa del atardecer me acompañan diariamente.

Intento recordar canciones para cantar y cada vez recuerdo menos. A veces me sorprendo a mí mismo inventando estrofas de las canciones que voy olvidando, en unas ocasiones resulta divertido, en otras deprimente, pero en todas estoy entretenido. Algunas noches me arranco con flamenco y en otras me atrevo con hip-hop. La verdad es que poco a poco empiezo a no reconocer mi propia voz, no es la primera vez que me asusto de mí mismo.

Música, cómo te echo de menos, si por lo menos tuviera mi discman,  en algunos momentos podría recordar lo que alguna vez fue mi vida, que aunque monótona, tenía su gracia.

V. Tengo amigos hasta en el infierno

Hoy el hombre que vive detrás de las palmeras se ha acercado a saludarme. Es un hombre amable, alto, de cara espigada y muy delgado, con pantalones cochambrosos cortados a la altura de las rodillas y una camiseta descolorida y rota por los hombros. Me ha hablado de su amada, de su trabajo y de lo solo que se siente entre las palmeras día tras día. Yo le he comentado mi accidente, que llevo más de cuatro meses comiendo gusanos, pececillos y todo lo que encuentro por la isla, que echo de menos a la gente, echo de menos hablar con alguien y sobre todo un abrazo.

Hemos seguido hablando de fútbol, era fan de mi equipo favorito, hemos cantado juntos canciones roqueras y nos hemos reído de lo mal que lo hacemos. Me ha dicho que lleva mucho tiempo como yo, solo, que a veces me ha visto pero no se ha atrevido a acercarse por miedo, pero que al final tenía que hablar con alguien. Yo le he confesado que deseaba que se acercara, dos mejor que uno, he dicho, y nos hemos vuelto a reír.

Cuando le he hablado de ella se ha echado a llorar y yo tampoco he podido contener las lágrimas, así que nos hemos dejado en paz durante unos minutos mientras cada uno lloraba por sus miserias. Es la primera vez que lo hago desde que estoy aquí y para mi suerte ha sido lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, casi consigo poner en orden todas mis mierdas.

Durante horas hemos estado mirando la fogata, cómo crepitaba la madera al quemarse, los mosquitos zumbando a nuestro alrededor y cómo el agua de las olas hacia extraños dibujos en la arena. Me he acordado de un chiste y, cómo no, se lo he contado, casi vomitamos de la risa, así que él ha seguido, vaya hombre, conocía muchísimos chistes, así que durante un buen rato he tenido que sujetarme la mandíbula porque creía que en algún momento se me iba a caer.

Tiene la mirada perdida, pero a la vez con gran determinación, de un hombre que cuando empieza algo tiene que terminarlo cueste lo que cueste. Aun con los labios agrietados, tiene la imagen de un triunfador venido a menos, canas en las sienes pero la piel cuidada, aunque un poco quemada, barba de meses mal cuidada, las manos grandes, llenas de callos y enrojecidas por el sol y el trabajo al aire libre.

Todo iba genial hasta que he visto el anillo que lleva, igual al mío, en un dedo igual al mío, en una mano que conocía perfectamente, en un cuerpo que tantos momentos buenos y desgraciados me ha dado, un reflejo de mí mismo en una isla desierta de personas, me ha mirado con cariño, como se mira a un niño que ha cometido una falta pero que sabes que nada hará que no le sigas queriendo. Se ha levantado y con una sonrisa se ha despedido, ha regresado detrás de su palmera y yo me he quedado allí parado, sin saber qué decir, sin saber qué hacer, con las manos apoyadas en la arena y la cara entumecida, he recordado quién soy y dónde estoy, he recordado que estoy solo y que me muero poco a poco. Sin poder evitarlo las lágrimas de nuevo han caído por mis mejillas y esta vez he dejado que lo hagan sin quitarme ninguna. Tienen derecho a caer sobre la arena y desaparecer, ellas por lo menos saben su cometido, lo hacen y todo termina para ellas; yo en cambio continúo en mi propio infierno de pensamientos.

VI. Ella

Hoy es un día extraño, uno de tantos, me estoy acostumbrando a ellos pese a todo y estoy consiguiendo que no sean tan malos. Recojo lo bueno y lo malo lo desecho, aquí nadie me juzga y nadie me traza una línea blanca que no deba rebasar, aquí yo soy mi propio amo, un dios pagano que ruge y llora, que decide y lucha. Aquí soy mi propio jefe, escribo en mi mente el Nuevo Testamento, una nueva ley para vivir todos los momentos con intensidad, y con todo ello recuerdo, a mi pesar, los momentos que pasé con ella.

A veces la veo andar por la playa, con gracia, esbelta, esa piel blanca tan bella que parece nácar, el pelo negro suelto a lo largo de la espalda desnuda, caminando delicadamente por la arena virgen y húmeda y las pequeñas olas que llegan a tocar brevemente sus pies, el suave viento mece el pequeño pareo que hace juego con las verdes palmeras del fondo: es el que le regalé en una ocasión más optimista que ésta. Nunca la veo venir, sólo alejarse, una metáfora de lo que fue en vida, quiero creer eso y no lo que realmente era.

Recorre la playa hasta que pierdo de vista su imagen, pero sé que sigue ahí, esperando un momento que nunca llegó. Me consuelo pensando que la veré otro día, aquí los días son largos y no tengo mucho que hacer. En ocasiones sueño con sus ojos violetas, profundos e inescrutables, sueño con sus palabras, que aquí ya no tienen sentido.

A veces sé que no está y me pongo triste sin quererlo, otras veces la veo con tanta intensidad que mis manos casi llegan a tocarla, mis labios casi llegan a besarla, pero siempre es igual, huye despacio y no puedo seguirla, mis pies se detienen petrificados por el miedo y mi corazón palpita despacio, queriendo emular su ritmo al moverse levitando la arena.

Me aferro a esos pensamientos siempre que puedo, no la recuerdo con la intensidad que me gustaría, no siempre recuerdo su cara y eso me produce más dolor que los días de hambre y sed. Y éste no deja de ser otro día más en el paraíso.

VII. La desesperación es un arma poderosa

Creo que me voy a comer la gaviota muerta y podrida que recogí hace dos días. El estómago me ruge y empiezo a delirar con ir a beber el agua del mar y comerme los granos de arena de la playa. La gaviota me ha sonreído y con un extraño acento me ha dicho que quiere que la coma, que está buena, que no voy a enfermar, por un momento he dudado qué hacer.

La gaviota no tiene ojos, se le han secado, y pienso que a los míos no les queda mucho para que emulen al pájaro, así que la cojo con las dos manos y me la llevo a la boca: siento náuseas sólo con su olor, así que no quiero imaginarme su sabor. Le doy un mordisco con todas mis fuerzas y tiro, sabe a rayos y aun así me esfuerzo por tragar sin respirar.

Mastico y mastico, se me caen varias lágrimas por las mejillas, no sé si por su sabor o por la felicidad de saber que estaré vivo unos días más, eso si no me mata una disentería. Llegados a este punto estoy por encima del bien y del mal, si muero espero que sea rápido, no me gustaría que mi culo explotara con los desechos ponzoñosos de la gaviota podrida, qué dirían los que encontraran mi cuerpo, «mira este guarro, no pudo esperar a morirse y se cagó encima», no, no, una muerte digna ante todo.

No sé el tiempo que ha pasado desde que llegué a esta isla, creo que siete u ocho meses, últimamente no hago mucho caso al reloj, la mayoría de las veces lo miro sin ver y por supuesto nunca me entero de la hora.

Esta mañana he visto cómo se acercaba un barco a lo lejos, me he puesto de pie en medio de la playa y he cruzado los brazos, quizás sea el barco número un millón que veo que se acerca a la isla. Éste es como todos, pero esta vez alguien se acerca con una lancha motora, así que le recibo con una sonrisa y le doy la bienvenida con un vaso de insectos y medio coco relleno de agua del día anterior.

Seguro que el hombre tiene sed y hambre, en esta isla no podía ser de otro modo, no entiendo lo que dice, intento hablarle de mi odisea en este rincón del mundo, pero parece que él tampoco me entiende, así que le abrazo y durante unos segundos nos mantenemos en silencio, un silencio que se hace eterno, feliz, grandioso.

Me doy la vuelta y me dirijo a las palmeras, mi amigo me espera allí, escondido detrás, como siempre, me mira con miedo y se esconde aún más cuando ve el hombre que está en la playa y que ha venido a recogerme. Le explico que no lo voy a dejar solo, que me quedaré aquí con él para siempre, que en cuanto no le hagamos caso el hombre volverá por donde ha venido.

El hombre de las palmeras me dice que ha descubierto algo entre la maleza, que quiere enseñármelo, así que lo sigo, se para un momento y me hace un gesto para que no haga ruido y señala hacia el fondo, casi en el otro lado de la isla. Allí donde casi empieza de nuevo el mar, aparece un palacio blanco, el reflejo hace que cierre los ojos y me acerco, y en lo más alto de la torre central hay una ventana enorme con un amplio balcón, y allí en el centro está ella, mirándome, con una gran sonrisa en la cara y el pelo negro ondeando al viento. Me hace un señal para que me acerque y, claro, yo me acerco hacia la puerta, enorme, de madera de cedro. Alargo el brazo para tocar la puerta, cojo el pomo, y empujo hacia dentro.

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Aquí sobramos

por Relato ganadorRelato Bluetal

Sucedió que la cárcel del Estrecho se despertó un día sin guardias ni funcionarios entre sus paredes. Las puertas de las celdas iniciaron su apertura automática a las siete y media de la mañana y los presos se fueron levantando sin percatarse de la ausencia hasta el momento del recuento. Los internos, alineados frente a las celdas, se miraron unos a otros extrañados, hasta que uno gritó: «¡No están los payasos!». Las risas, los gritos y los silbidos enseguida recorrieron todas las galerías. A Javi «Tarzán» le pilló el alboroto todavía en la cama; había sufrido una noche espesa, con la cabeza perdida en sus dudas. Lo despertó su primo «Chucho», nervioso y trastornado.

—Levanta Tarzán, ni los payasos ni las marionetas se han presentado hoy. La cárcel es nuestra.

Miró a su primo con una mezcla de incredulidad y espanto; no tardó en agacharse sobre la taza y vomitar lo poco que quedaba en sus tripas. Tarzán hacía honor a su apodo. Un joven gigantón, de melena oscura, musculoso, matón experto en peleas de discoteca, con tres condenas por homicidio. Si le veías venir con los ojos inyectados en sangre y los nudillos golpeándose el pecho bien sabías que la siguiente parada era en urgencias o en el tanatorio. Pero ese día el rostro de Tarzán no intimidaría ni a un renacuajo de seis años; se sentía jodido por dentro y por fuera. Salió al pasillo a contemplar la bulla que se estaba formando. Los presos estaban excitados pero él era el único que no estaba celebrando. Era el momento de reunirse con «el Patrón».

Santos cree en Dios. Un hombre sencillo, un coruñés tradicional y devoto de la familia. Y los parientes de Santos son muy numerosos, posiblemente formen la empresa familiar más grande y rentable de España y, como buen amante del mar, es «el Patrón» de ese barco. A Santos Novoa todo el mundo le consideraba un buen hombre, el mejor marido, padre, abuelo, padrino, tío o cuñado que pueda existir. Un señor tranquilo al que sólo le alteran tres cosas: la policía, los maricas y los chivatos. En su celda, decorada hasta la última pulgada con estampas de Cristo y fotos de sus hijos, nietos, yernos o sobrinos, se estaba celebrando una reunión.

—Vaya cara de susto que traes Javito —comentó Santos con una gran sonrisa—. Ni que estuvieras echando de menos a alguno de los payasos. Pasa, uno de los chicos nos ha conseguido una botella de sidra para celebrarlo.

Tarzán entró en silencio y se quedó de pie en una esquina sin intervenir en los comentarios y bromas. Después de un rato, el Patrón mandó salir a todos de su celda pero sujetó a Tarzán de la muñeca y le preguntó al oído:

—¿Qué has sabido de lo mío?

El Patrón había encomendado a su sobrino una misión: encontrar a un chivato. Para Santos, el respeto sólo se podía lograr con dos principios: lealtad y firmeza. A su lado sólo necesitaba a Dios y a su familia; el resto del mundo le daba igual mientras le siguieran comprando su droga. Su negocio se organizaba por todo el territorio nacional a través de su innumerable familia. Almacenamiento, distribución y calidad garantizada; sólo con sus parientes se aseguraba la lealtad. La firmeza la conseguía traspasando los límites legales. Él sólo sugería cómo se tenían que hacer las cosas y nunca se manchó de sangre. Por eso, cuando su nombre empezó a aparecer en la prensa no daba crédito a cómo se trataba su imagen; él no era un monstruo. Defendía a su familia y su trabajo; era tan buen cristiano y tan eficiente como cualquier miembro del Opus. Al final, el sistema sólo pudo procesarle por un leve delito tributario y apenas le condenaron a un par de años. En ese momento ya le restaban tres escasos meses, pero se había enterado de que alguien quería endosarle otro delito para encerrarlo más tiempo. Tarzán sabía perfectamente quién era el traidor. Era él mismo.

—Poca cosa, Patrón. La gente no suelta ni una mierda por su boca. Quizá pueda aprovechar este jaleo y pillar a alguien con la defensa baja.

Se acercó al viejo, lo abrazó y abandonó la celda. No sabía cuánto tiempo más podría mantener la farsa. Pero es que ya estaba hasta los cojones. Hasta los cojones de la familia, del negocio, de darlo todo y luego aguantarse y callar para proteger al Patrón. Quería pisar asfalto, follar con una chica, volver a conducir una moto y tomarse cañas aunque ya no pudiera ser con los viejos colegas. No soportaba más la puta cárcel. Le había tocado bailar con la más fea. La cárcel del Estrecho. Levantada en medio del mar en el golfo de Cádiz a unos quince kilómetros de la costa más cercana, aprovechando los cimientos de una vieja plataforma petrolífera que no extrajo ni un pedo de gasolina. Un proyecto aberrante de la típica época de «mano dura» con la delincuencia. Capacidad para unos doscientos presos. Sólo para los catalogados extremadamente peligrosos, con delitos de homicidio o con antecedentes de fuga en otras cárceles; excluidos, para evitar más conflictos, terroristas y pederastas. Sin derecho a visitas ni privilegios; excepto los que se pudieran comprar, y para eso el Patrón tenía contactos y fortuna de sobra. Hasta se las apañó para traficar en la propia cárcel. Y Tarzán, uno de sus muchos sobrinos, formaba parte de su círculo de confianza. Pero un día se armó de valor y contactó en secreto con la fiscalía. Pactaron un traslado de prisión a la península, una reducción drástica de su condena y permisos de fin de semana. Con los antecedentes de Santos y su avanzada edad, la nueva condena por tráfico de drogas le enjaularía durante una década, más que suficiente para que los jueces se apuntaran un éxito mediático. Pero alguien le filtró al Patrón que se estaba cociendo un chivatazo y le ordenó a Javi que detectara y matara a la rata. Tarzán maldijo su suerte. Sólo le faltaban días para ser trasladado y, en ese momento, sin guardias ni funcionarios a la vista, se encontraba encerrado en la misma cárcel con su verdugo.

Javi Tarzán recorrió las galerías empujado por la corriente de violenta euforia que recorría los pasillos y las celdas. Los presos destrozaron las cámaras de seguridad, arrancaron los barrotes de las celdas y arrasaron con todo el mobiliario posible. Nadie sabía nada de por qué no estaban los payasos en la cárcel. Tarzán se distrajo jugando a las cartas y evitaba en lo posible a Santos. Al final de la tarde la gente estaba tan cansada de gritar, comer carne y machacar cosas que se refrescaron en el patio bajo la lluvia de una tormenta de verano. Mientras deambulaba, Tarzán se paró frente a la celda 79. Miró discretamente para comprobar si se encontraba el prisionero al que conocían como «el Artista». Nunca había cruzado una palabra con él y apenas le había visto alguna vez de refilón. Comprobó que no se encontraba dentro. En el resto de la prisión, los ruidos y las risas se iban amortiguando mientras caía la noche. Paradójicamente, a pesar de no tener vigilantes, los presos regresaron a sus celdas a dormir en sus camas.

***

Al día siguiente descubrieron que la electricidad se había desconectado de la prisión. Fue precisamente Javi Tarzán, que se pasó deambulando gran parte de la noche, el que primero descubrió que se habían apagado las luces de seguridad. Avisó al Patrón y a los otros chicos. Ningún enchufe, aparato eléctrico ni caldera funcionaba.

—Hay que avisar ya a esos payasos hijos de puta —exigió furioso Santos—. Si se han cogido vacaciones o lo que coño que ahora mismo estén haciendo esos putos carceleros, no pueden dejarnos sin luz ni agua caliente. Buscadme los móviles que se custodian en las garitas para que por lo menos venga una de sus marionetas a enchufar la electricidad. Joder, perdóname Señor, esos cabrones me hacen hablar mal.

Tarzán y un grupo de sus muchachos irrumpió en las salas de seguridad, pero poco quedaba de utilidad allí. No había armas de fuego, ni porras, ni ordenadores, ni ropa y la mayoría de aparatos eléctricos habían desaparecido o estaban averiados. Apenas encontraron un botiquín y muchos papeles desordenados. Uno de los chicos, «Palito», localizó en el despacho de un celador los móviles de tarjeta que se custodiaban para las llamadas que se autorizaban a los presos. Estaban encendidos, pero comprobaron que en todos escaseaba la batería y el saldo de cada uno estaba agotado; los celadores habían aprovechado los teléfonos para llamadas personales o a números de líneas eróticas. Ya no valían para nada. También localizaron varios cartones de tabaco de los que los familiares enviaban por correo a los presos. Eso les enfureció más.

—Putas marionetas, funcionarios chorizos del demonio. ¡En cuanto vuelvan les voy a saltar los dientes a todos ellos! —exclamó nervioso Chucho.

Volvieron a la celda del Patrón con varias bolsas de móviles inútiles en las manos. Santos se quedó mirando hacia la ventana meditando. Ya había estado pensando en planes y contingencias; era un viejo lobo muy sabio.

—La prisión se va a convertir en una caldera, chicos. No sabemos cuándo van a venir a poner orden aquí, así es que debemos ser nosotros los que nos adelantemos a la jugada. Hay que recuperar el control, demostrar a los demás quién manda. Quiero recuperar mi material, quiero que sepan que el poder lo tenemos nosotros. Javi, coge esta llave y ve a las taquillas de las duchas de los payasos.

Tarzán miró el número del llavero y subió a las instalaciones mientras los otros chicos fueron haciendo correr la voz de que se iba a producir una reunión en el patio. En la taquilla, un guarda cómplice ocultaba la droga que se distribuía por orden del Patrón; todavía quedaban bastantes bolsas de hachís y de pastillas. Volvió al patio donde el Patrón se dirigía al resto de presidiarios. Les pedía calma y argumentaba que su veteranía era la mejor garantía para reclamar el liderazgo y organizar la supervivencia en la prisión. Afirmó que a nadie le faltaría de nada si todos le respetaban y acataban sus órdenes. Sólo oyó algún silbido e insulto de los más jóvenes. Sin embargo, se ganó a los indecisos agitando el odio a los funcionarios, mostrando el tabaco y los móviles que les habían robado durante tanto tiempo. El alboroto se interrumpió por la estridente música de rumba gitana del tono de un móvil que sostenía un hombre que se reía a carcajadas. Era «el Concejal».

—Queridos compañeros, a veces ser político tiene cosas buenas, ya veis. Los guardias me dejaban tener móvil las veinticuatro horas por lo que conservo intacto el mío, aunque debo cuidar de la batería. Pero no os preocupéis, iré llamando a mis contactos de fuera y por la tele se enterará todo el mundo de la putada que nos han hecho. Tendrán que cerrar este chiringuito y mandarnos a la península. Como comprenderéis, ahora gozo de «inmunidad», así es que ni tocarme un pelo si no queréis que lo apague para siempre, ¿entendido?

El Concejal. Vaya bicho. Genio y figura aunque la sepultura la ha evitado más de una vez. Un concejal de Urbanismo de la costa mediterránea que estafó a contribuyentes, afiliados de su partido, jueces, promotores y hasta a mafias del Este y del Oeste. Hasta que un día descubrió que su mujer, su hijo mayor, su abogado y su gestor le habían desposeído del  patrimonio que él mismo había vaciado de los impuestos de su propio municipio. Hasta arriba de coca y pastillas, agarró una escopeta de caza y se cepilló a todos en el despacho de un notario. En la televisión, algún listillo dudaba en calificarlo como héroe o como villano. Al final todo el mundo llegó a la conclusión de que era un cabrón más que se había vuelto loco. Javi Tarzán lo vio alejarse sonriendo, con el móvil en la oreja acompañado de unos nuevos guardaespaldas.

El Patrón reunió a sus chicos para organizar la cocina. Convenció a sus leales de que todas las precauciones eran necesarias: si el abandono se alargaba, la situación de la cárcel no se presentaba nada optimista. La caldera no funcionaba sin luz, las planchas de la cocina eran eléctricas y el aire acondicionado no circulaba. Y además, era un maldito agosto soleado de cojones. En la cocina asaron en un fuego improvisado toda la carne congelada que no se había derrochado el día anterior y empezaron a salar el pescado. Ordenaron todas las conservas de comida enlatada y organizaron a la gente para que arrancara madera para que sirviera de lumbre para cocinar. Se planificaron las guardias de vigilancia y el traslado de colchones al patio para los que quisieran dormir al fresco. Poco a poco, con alguna queja y algún encontronazo, las tareas se fueron distribuyendo con éxito. Estarían listos para esperar a los payasos de la Administración y sorprenderles con un motín que pasaría a la Historia. Los chicos del grupo del Patrón cenaron relajados y con un buen ambiente de camaradería. Solamente el viejo seguía poniendo nervioso a Javi.

—La próxima noche quiero cenar carne de rata, chaval.

Tarzán eligió iniciar la guardia y recorrió las galerías con una linterna. Volvió a pararse en la celda 79 y la alumbró. Seguía sin haber nadie. Entró para curiosear. Lo más extraño era que no había nada. Ni ropa, ni enseres personales, ni siquiera una sola marca en las paredes, un vacío absoluto y opresivo. Pensó en el Artista, en los crímenes que se rumoreaba que había cometido, en las caras que había desfigurado en todas sus víctimas para dibujar en sus rostros. En todas las prisiones siempre había asesinado a su compañero de celda. Hasta que acabó allí, en el Estrecho, aislado del resto de hombres. Tarzán había preguntado por él y nadie lo había visto.

***

Una semana y pico después, Javi Tarzán se encontraba después de comer echando una partida de mus con sus compañeros. La cárcel, en general, se estaba adaptando bien a la situación. Pocas broncas y abusos, cualquier conflicto era sofocado con autoridad por la gente del Patrón. Incluso el viejo se estaba olvidando del tema del traidor.

—¿Echáis de menos a algún payaso? —preguntó Palito—. Yo me meaba con Barbie y Ken. Venga, decidme vosotros si no habéis conocido a guardias más maricas que ésos.

—Joder, creo que esos dos se hacían mutuamente pajas después de cachearnos —recordó Javi Tarzán—. Hijos de puta, iban juntos a todas partes, era un peligro inminente si se te arrimaban por la espalda.

—Y nos estarán echando de menos, no te jode —interrumpió Chucho—. Yo sí que echo de menos salir de una puta vez de aquí. ¿Vosotros qué echáis de menos de fuera?

—La comida, joder —contestó enseguida Palito.

—Diréis que soy gilipollas, pero a mis padres y hermanos —respondió «Candi».

—Dar un palo y gastármelo un fin de semana en farra y putas —afirmó Chucho.

—Eso, follar y echar unos polvos guarros —añadió Palito.

—Pues yo, más que eso, echo de menos que una tía me pegue una hostia.

Los colegas miraron a Tarzán extrañados. Chucho no entendía.

—Que cosa más rara, joder, ¿que te peguen?

—No que te hostien exactamente. Ya sabéis, lo típico, cuando te acercas a una chica, la coges de la cintura y le dices un piropo guarro y te suelta un guantazo. Tú vas borracho, te sonríes, insistes, te manda otra vez a paseo. Cuando la intentas meter mano y ella te da un empujón. Cuando vas a tus colegas y se lo cuentas y te partes la polla. Todo eso, el tontear, el reírte porque sí. Es una bobada, lo sé, pero son esos momentos en los que merece la pena vivir y te olvidas de las miserias.

Los chicos del resto del grupo se quedaron pensando y se miraron entre ellos con una sonrisa. Sólo Tarzán interrumpió el repentino silencio.

—Bueno, una vez dicho esto, me voy a cagar y a echarme la siesta.

Se acercó  silbando a los baños. Vigilando la entrada había varios jóvenes del grupo de sudamericanos. Cuando iba a lavarse las manos, sintió que cerraban la puerta con llave. Cinco muchachos lo rodearon y él se giró y se los apartó de encima. Inesperadamente, otro se puso a su espalda y le puso la punta de una navaja sobre la sien.

—Quieto, matón, ve con cuidado o se te va abrir una grieta en el tejado.

Tarzán levantó los brazos y clavó la mirada en su agresor. Era un mulato de ojos verdes, delgado y fibroso, con una vistosa cresta de pelo largo en la mitad de su cabeza. Su gesto era orgulloso y arrogante, sin pudor en exhibir su cuerpo y sus tatuajes.

—Soy Edgar, grandullón, y estos baños son ahora míos. El que quiera usarlos a partir de ahora tiene que pagar un precio.

—Eso es una gilipollez, los baños son de todos.

—¡Chsst, chsst!, ni tú ni esa banda tuya nos vais a imponer vuestras reglas. Te voy a decir una cosa: nos importa un carajo lo que diga tu patroncito. Si nosotros queremos algo, lo cogemos.

Edgar hizo un gesto a sus secuaces para que abandonaran los baños. Se quedó a solas con Tarzán mientras le pasaba la hoja por el cuello.

—Mira hermano, ya que estamos a solas, te voy a explicar algo: siempre he sido un líder, tuviera cinco, doce o dieciséis años. Ahora tengo veinte y he matado o mandado matar a más de nueve personas. Lo que quiero lo tomo y mi gente me respeta porque saben que conmigo están con un triunfador. Aunque sea hijo de emigrantes y no haya pisado nunca América, porque he nacido y vivido toda mi vida en Getafe, todas las putas bandas latinas comen de mi mano. Esta cárcel ya está cambiando de manos.

—Oye, gilipollas, no respondo de lo que te pueda pasar en cuanto saque a pasear mis puños.

—Tranquilo, nene, si nos llevamos bien Edgar puede tratarte con dulzura. Mira, sólo hay dos cosas con las que no puedo vivir: las anfetas y follarme toda piba que se me cruce. Las rulas me las va a regalar tu patrón y respecto a lo otro… no creas que porque esté en la cárcel no me he privado de mi vicio favorito. El que no me ofrezca algo ya sabe cómo me voy a cobrar el peaje.

—Tócame un pelo, capullo, y te arranco la cresta y la cabeza de un tirón.

—No te excites tan pronto, Tarzanito. Para que veas que tenemos más en común de lo que piensas, te voy a contar un secreto. Tú y yo tenemos un amigo en común: el señor fiscal. Yo también me entrevisté con él para sondear una reducción de condena y, mira qué casualidad, en un descuido, ¡pum!, me encontré un expediente tuyo en su mesa. ¡Qué gracia!, ¿eh? El buen guardián apuñalando por la espalda a su amo. Qué travieso el Tarzán, ¿qué le pasaría si Edgar cantara? No seas tonto, únete a los míos y pon esos músculos a mi completa disposición.

Tarzán sólo pensaba en estrellarle la cabeza contra la taza si no tuviera la hoja de la navaja en el gaznate. Esa mano la estaba ganando el mulato.

—Estos músculos sólo los sentirás mientras te meto el palo de una escoba por el culo.

—Qué grosero me has salido, guapo. Tú te lo pierdes, el que prueba mi cuerpazo acaba repitiendo. Anímate, ya sabes lo que dicen: el roce hace el cariño.

Javi Tarzán abandonó los baños nervioso, con furia contenida, abrasado por dentro por las risas y las miradas de Edgar y sus chicos. Sentía el estómago completamente descompuesto. Empezó a dar vueltas por las galerías y por el patio, desorientado, sin saber dónde ir. No se le daba bien pensar, todas esas situaciones siempre las había resuelto a hostia limpia. Cerca estaba la celda del Concejal, así aprovecharía para averiguar los avances en las llamadas.

—Mira hijo, la cosa sigue en stand-by, como decíamos cuando los vecinos nos venían a preguntar por alguna obra o alguna subvención, ¡ja, ja, ja! He hablado con familiares, periodistas, amigos, emergencias… Dicen que están pidiendo autorizaciones para entrar en el islote, que es un lío político o alguna mierda burocrática. Como tarden más, este marrón les va a explotar en las manos.

Como a todo el mundo, a Tarzán le parecía que le estaba dando largas y estaba hasta los cojones de su música de rumbita. Pero poco más se podía hacer, él tenía el único teléfono útil de la cárcel. Regresó con sus chicos y se topó con alboroto en la cocina. Se encontró a su colega Palito vomitando y a un grupo rodeando la gran cacerola. Le dejaron asomarse y su primo, con un cucharón, levantó de la sopa una cabeza seccionada.

—Qué putada, Palito se ha dado un susto acojonante. ¿Qué cabrón ha podido hacer algo así?

—Los más veteranos lo sabemos, hijo —indicó Candi—. Ha sido el sonado ese del Artista.

—Os vengo preguntando por él todos los putos días. ¿Es que nadie le ha visto desde que se piraron los payasos?—preguntó Javi Tarzán en voz alta.

Nadie respondió. La cara del muerto aparecía segmentada con cuadrados perfectos; además, el asesino había aplicado sus pinceladas con precisión, levantando zonas con piel sajada para que el rostro tuviera el aspecto de un maldito tablero de ajedrez o damas. Del resto del cuerpo no se sabía nada. Empezaron a estudiar si hacer alguna batida pero pocos se ofrecieron voluntarios. Mientras discutían, Javi acompañó a los que iban a tirar la cabeza al mar desde el embarcadero. Allí observó cómo tres marroquíes preparaban una balsa de emergencia para echarse a la mar y alcanzar las costas de su país; les deseó suerte, pero pensó que la esperanza tendría que luchar mucho contra la marea que se estaba levantando. Volvió al comedor, a compartir la cena con el grupo. Las caras eran serias. La gente rumoreaba que había otro compañero desaparecido. Tarzán volvía a tener náuseas, comió poco y se fue temprano a la cama de su celda. El colchón se le convirtió en un maldito tiovivo y las tripas se le enredaban sin remedio. A mitad de la noche se levantó como un resorte. Se dirigió como una exhalación a la celda de Santos y le tocó nerviosamente en el hombro para despertarle.

—Perdone que le moleste, Patrón, pero es que ya tengo a la rata. Es un tal Edgar.

***

Cuando había pasado mes y medio desde el abandono, las instalaciones del Estrecho se habían transformado en un auténtico campo de batalla. Las luchas entre grupos se libraban celda por celda. La banda de Edgar, la gente del Patrón y los saqueadores esporádicos se disputaban las zonas, las provisiones y un poder que a esas alturas ya era pírrico. Las únicas estrategias que se podían planear eran para sobrevivir a las emboscadas. Nadie hacía nada por los muertos y a veces casi ni por los heridos. Quien parecía estar por encima de todos ellos, únicamente entretenido en disfrutar de su tablero de juego macabro, era el Artista. No había día que no apareciera un preso muerto y mutilado, creando toda una galería con decenas de tétricos perfiles y retratos. Si de alguna forma se pudiera definir un sentimiento que congregase la desesperación, la impotencia y el asco eran esos días y ese lugar. Las facciones ya estaban definidas y ningún grupo hacía hueco para proteger a otros. El Patrón ya sólo confiaba en los fieles de siempre. Y si te querías unir a Edgar sólo sería para satisfacer sus depravados apetitos. Las antorchas marcaban los límites de control del territorio. Echarse algo comestible al estómago durante el día podía ser todo un milagro; descansar durante la noche, soportando los ruidos, el calor húmedo y las imágenes que no se borran de la conciencia, una utopía. Muchos ya se habían lanzado al agua directamente a nado, para que les llevase la marea y encontrarse por azar con algún barco de rescate.

La gente del Patrón tenía su «cuartel general» en las instalaciones de la capilla. Javi Tarzán no quería pensar en los muertos, los fugados, los payasos o los maricas de Edgar. Sólo le daba vueltas en su cabeza a la suerte, la suerte y la suerte. La buena, la mala y la cabrona. Tiró con furia las cartas con las que estaba jugando a la enésima partida de tute y salió pitando en dirección a los calabozos donde escuchó que habían visto al Concejal. Hacía dos días que no había partido la crisma a nadie y esa tarde le iba a tocar al hijoputa del teléfono. Llegó a la celda, apartó de un empujón a sus dos guardaespaldas, agarró al antiguo político y lo zarandeó contra la celda de enfrente.

—Mira, concejal de los cojones, te voy a dar exactamente dos segundos para que cojas ese puto teléfono y llames a uno de esos amigos tuyos para que nos saque de una jodida vez de aquí. Me importan un cojón tus excusas, hoy vas a salir de aquí con la cabeza abierta si no hablamos con alguien.

El Concejal contempló a Tarzán desde el suelo, con la boca ensangrentada. Bajó la mirada con gesto apesadumbrado, jugueteando con el móvil.

—El primer día que exhibí este teléfono me volví a sentir yo mismo. Útil, con poder, con la gente dependiendo de mí. Me lo creí hasta yo mismo: ya sabes, si eres político, la mentira y la realidad se confunden en una fantasía distorsionada. Al segundo día ya tenía claro que lo único que me iba a proporcionar este cacharro eran unos días más de conservar la cabeza. ¿Llamar a amigos, familiares o gente poderosa? ¿Crees que después de lo que hice algún amigo o familiar me va a responder al teléfono? No tengo a nadie ahí fuera que me quiera echar una mano, ya no tengo contactos que se quieran acordar de mi nombre. He llamado a emergencias, a policías, a bomberos, a hospitales. Las únicas respuestas que he tenido han sido un contestador automático, un «ya le llamaremos», un «no se preocupe» o un «le paso con otro departamento». Todos los medios de comunicación me han tomado por loco. Pensarás que esta situación no es normal, pero yo creo que tiene toda la lógica del mundo. Toda la gente que conozco me ha abandonado, sí, pero ¿qué crees que ocurre con el resto de nosotros? Estamos aquí, en medio del mar, como putos náufragos, enlatados como carne en conserva ya caducada. Pero, ¿sabes por qué? Porque a nadie le importamos. Somos un estorbo, los deshechos que no hay manera de reciclar, los excrementos que siguen dejando mal olor aunque se tire de la cadena. No le interesamos a nadie. Estoy seguro de que no van a aparecer, Javi, estoy convencido, pero a estas alturas las razones ya no suponen una diferencia. Aquí permanecemos y no pintamos nada. Ábreme la cabeza si te apetece, poca resistencia puedo ofrecer.

Tarzán levantó el puño pero golpeó con rabia la pared y se marchó de los calabozos. Se cruzó con los dos guardaespaldas que aprovecharon para entrar en la celda del Concejal. A lo lejos todavía se oían los puñetazos y patadas que le empezaron a propinar.

Se dirigió de nuevo hacia la capilla. Le dio por pensar en la cárcel del Estrecho. De todas en las que había estado encerrado era la más limpia, moderna y segura. Los presos no eran angelitos y los carceleros controlaban hasta las meadas, pero con algo de habilidad se podía incluso trapichear sin obstáculos. Pero en ese momento, contemplaba las instalaciones quemadas y destruidas, el olor de la podredumbre de los cadáveres y la oscuridad interminable y pensaba que el infierno de la Biblia era un simple parque de atracciones. En la capilla, Chucho estaba contando algo, nervioso como siempre.

—Os lo juro, hemos hecho un butrón como en los viejos tiempos y les hemos jodido una tubería en sus baños. A ese maricón de Edgar le vamos a sacar nadando de aquí.

—Chucho, macho —interrumpió Tarzán—, ¿por un casual no sería una tubería grande?

—La más tocha que he encontrado.

—¿Sabes que has podido joder una conducción general? ¿Y sabes que para toda la cárcel sólo tenemos el agua de un depósito?

—Tarzán, no sabía…

Todos se apartaron cuando Javi salió como una estampida. Atravesó el patio, salió al embarcadero y durante varios minutos gritó de impotencia contra las olas.

***

La mañana en que se cumplieron dos meses exactos desde el incidente, Tarzán atravesaba las galerías corriendo como un bisonte herido. Avanzaba a duras penas con los nudillos destrozados, los brazos manchados de sangre y un muslo herido. Empezó a hacer memoria de las últimas horas. Le habían capturado la noche anterior y Edgar tenía por fin su peluche con el que jugar. Lo ató y lo manoseó, pero Tarzán se juró que sólo muerto le iban a hacer algo más. Cuando sus captores se fueron a dormir y lo dejaron tranquilo y abandonado, se dedicó a forzar las ataduras. Estaba débil y famélico pero sabía que era su última oportunidad. Sólo necesitaba unos segundos con las manos libres y sabía que la vida se abriría paso a puñetazos. Durante la noche, algún guardia se pasaba a pegarle patadas. El nudo se aflojaba poco a poco pero el amanecer llegaba con más prisa. La gente se despertaba y Edgar no tardó en aparecer. Fue ver su cara y sus morros y la cresta teñida y sentir la adrenalina recorriendo sus nervios. No le dio tiempo a deshacer el nudo, pero sí de arrancarse las cuerdas con un violento forcejo. Enseñó los dientes y se golpeó el pecho. El primer puñetazo fue para aplastar el abdomen de Edgar y dejarlo desmayado en el suelo. Su grupo ya sólo lo formaban cinco secuaces. Lo rodearon pero le dio tiempo a arrancar una tubería. La blandió como en los viejos tiempos, cuando usaba un bate de béisbol para dispersar peleas; pero esta vez no podía dejar heridos. Atacaba las piernas para derribar a cada oponente y luego descargaba la tubería sobre las cabezas para aplastarlas. Ninguno le pudo plantar cara. A Edgar lo dejó para el final. Con él usaría los puños desnudos. Lo levantó del suelo, lo agarró de la cresta y estrelló su nariz contra el grifo del lavabo. Lo tumbó boca arriba, se arrodilló en su caja torácica y descargó los puños lentamente y con fuerza contra la cara hasta que el cráneo se resquebrajó como un jarrón chino.

Pero todo eso había pasado hacía unos minutos. En ese momento estaba corriendo, prácticamente cojeando en dirección a la capilla donde al Patrón ya apenas le quedaba nadie para protegerlo. Su primo yacía muerto cerca de la puerta; en su cabeza ensangrentada se adivinaba el dibujo de una espiral marcada a cuchillo que se iniciaba desde la punta de la nariz y le cubría todo el rostro. El Artista había hecho otra caricatura. El viejo no aparecía por ninguna parte. Se oían gritos en la zona de calderas, donde se hacía irrespirable la humedad condensada y un nauseabundo olor a descomposición. Siguiendo unos ruidos de forcejeos se encontró al Patrón apresado por la espalda por un hombre desnudo que le amenazaba la garganta con un cuchillo. El Artista, un hombre alto, huesudo, de piel pálida, cabeza afeitada y espantosos tatuajes, centró su atención en el recién llegado.

—Bienvenido, has llegado a tiempo, ¿queréis que os haga un retrato de pareja? —comentó con su voz aguda mientras jugueteaba con el cuchillo.

—Suéltale y no te haré mucho daño.

—Creo que no lo entiendes. Tienes poco que ganar y mucho que perder. Sin embargo, yo no le doy valor a ninguna vida. Simplemente sois moldes para mí. Hago lo que hago porque me gusta, porque así es como me expreso. No es culpa mía que los carceleros nunca hayan tenido el coraje de darme muerte. Si la sociedad es débil, no es culpa mía: yo voy a hacer esto hasta que me muera. Con el incidente de esta cárcel me he sentido mejor que nunca; me habéis dado diversión y lienzos para hacer mi obra maestra. Ven, acércate, pasarás a la posteridad con una bonita cara nueva.

—Estoy siendo paciente, sonado hijo de la gran puta.

—Qué poco gusto por el arte. ¿Ves? soy un incomprendido, un artista maldito. Nadie ha hecho nunca el mínimo esfuerzo por entenderme.

—A ti lo que te pasa es que nadie te ha dado una buena hostia.

Mientras Tarzán se acercaba con los ojos rebosantes de furia, el Artista se asustó lo suficiente para cortar la mejilla del Patrón y salir corriendo. Tarzán se detuvo, pero el viejo Santos le empujó y señaló hacia su agresor. Empezaba el juego del gato y el ratón. Cuando el psicópata quiso sorprender por la espalda a Tarzán con el cuchillo, éste le agarró el brazo y se lo partió contra la rodilla. Cogió la mano con la que agarraba el cuchillo y empezó a rajar su cara. El Artista chillaba como un felino herido. Con el tipo en el suelo, Javi introdujo su talón en la boca del psicópata y presionó hasta la garganta hasta que se ahogó y su cuerpo dejó de estremecerse. Observó el rostro desfigurado y pensó si ese autorretrato hubiera sido del agrado del muerto.

El joven se acercó al Patrón a comprobar cómo le había dejado la herida. Era fea pero sólo le había afectado la mejilla. Se puso en cuclillas frente al viejo.

—Espero que de ésta pueda perdonarme, Patrón. No puedo seguir negando…

—Calla, hijo, no tienes que confesarme nada. Soy un viejo lobo de mar, es difícil engañarme, cuando me dijiste que ese Edgar era el traidor ya me olía mal: yo nunca le hubiera vendido mercancía a un marica. Me dolió en su momento, pero qué querías que hiciera, os necesitaba a todos a mi lado. No te puedo asegurar qué hubiera hecho en cuanto la cosa se hubiera normalizado, pero sí tengo algo claro: eres una rata, pero nunca has dudado en dar la vida por mí.

—Le voy a seguir protegiendo hasta el final Patrón, se lo juro.

—No jures, joder, que es pecado. Lo que sí te prometo es que, aunque traicione mis principios, como llegue la maldita bofia a rescatarnos, le daré un beso en los morros al primer poli que vea.

***

Dos días después de este último incidente, una flota compuesta por tres helicópteros y un barco tomó tierra en la cárcel del Estrecho. Los vehículos lucían unos emblemas corporativos de inspiración militar pertenecientes a una compañía privada de seguridad. Guardias uniformados y armados como soldados de élite se empezaron a desplegar por los recintos de la prisión. Desde el barco, un guardia vigilaba la retaguardia apuntando con un fusil con mira telescópica. De repente, desde el tejado se empezaron a divisar dos figuras que hacían señales con una sábana blanca y gritaban pidiendo auxilio. El Patrón y Javi Tarzán, demacrados y apoyándose el uno en el otro, agitaban los brazos para hacerse ver. Los guardias se detuvieron y desde el barco se gritaron unas órdenes. El francotirador apuntó con tranquilidad hacia el tejado y abatió de un certero disparo en la cabeza a Santos Novoa. Tarzán se quedó de pie, sorprendido y desorientado: lo último que sintió fue un fuerte estallido en el pecho.

Otro grupo de guardias empezó a armar varios lanzallamas y relevaron a los que habían explorado la prisión por dentro. Mientras barrían con fuego todo el interior, a cierta distancia los observaba un hombre vestido con un traje de Armani gris que no se despegaba de un móvil de última generación; parecía fuera de lugar en ese escenario de humo y destrucción. Unos momentos después aterrizaba otro helicóptero que lucía el emblema de una multinacional española. Otro hombre elegante, más mayor, vestido con un Armani color azul marino, bajó de la nave rodeado de una corte de guardaespaldas.

—Buenos días, señor presidente —le dio la bienvenida el hombre del Armani gris.

—Buenos días, señor director general —respondió el del Armani azul—, espero que la crisis se haya resuelto satisfactoriamente.

—No lo dude, señor. Hemos limpiado todo rastro y registro sobre lo que ocurriera aquí. Apenas hemos encontrado a dos personas vivas y nos hemos encargado de ellas sin resistencia. Como habíamos previsto, la mayoría de presos ya se habían matado entre ellos. No existen ya testigos incómodos de lo sucedido.

—Bien, bien, aunque creo que hemos sido un poco drásticos. Hubiera sido interesante conocer la historia de esos dos sujetos.

—Es cierto, señor presidente. Los muertos no nos podrán decir nada, pero tampoco podrán interponer reclamaciones, ni pedir indemnizaciones.

—Tiene usted razón, pero de ésta nos hemos librado por los pelos. Son inexplicables los errores que se han cometido.

—A decir verdad, señor presidente, nuestros informes indican que los fallos son compartidos. Cuando el Ministerio privatizó las competencias penitenciarias, la situación era francamente caótica. Los funcionarios estaban de huelga permanente, los archivos eran incompletos y no había tiempo de revisar nada. Simplemente, alguien de nuestra compañía se despistó o se le olvidó que existía esta cárcel para administrar.

—Vaya con el despiste. Nuestra compañía no puede dar una imagen…

—Perdone que le interrumpa pero, según mi punto de vista, la casualidad quizá nos ha quitado un peso de encima. Ésta era la cárcel con los convictos más peligrosos y conflictivos de España. Ningún director los quería en sus prisiones y apenas ningún familiar se ha preocupado por ellos. Eran unos indeseables, un desperdicio que no hubiera sido rentable administrar. La versión que hemos desarrollado en los medios de que la cárcel había sido tomada por un violento motín que acabó en llamas ha sido totalmente convincente para la opinión pública.

—Visto así… Esto de administrar competencias públicas es toda una aventura. Con lo fácil que era hace unos pocos años vender pisos.

—Y que lo diga, señor presidente. Incluso ganábamos mucho más cuando vendíamos las casas que nunca íbamos a construir. Si lo desea colocamos ahí arriba en el tejado un cartel de «SE VENDE». En serio, señor presidente, vivimos tiempos más difíciles, pero para eso estamos nosotros, para torear los temporales. No se preocupe por las cárceles, señor. Está demostrado que, a lo largo de la Historia, toda prisión es abolida o demolida. Nuestra labor será rentabilizarlas lo máximo posible y liquidarlas. Lo único que ha pasado con esta cárcel es que le ha llegado su hora demasiado pronto.

—Interesantes reflexiones. Bien, en una hora voy a informar en rueda de prensa sobre el final de esta historia. Casi me ahogo con este humo. ¿Qué aspecto tengo?

El hombre del Armani gris se acercó y le apretó la corbata de seda.

—Está usted perfecto, señor presidente.

***

El capitán de los guardias empezó a hacer recuento de sus hombres nada más subir al helicóptero.

—Uno, dos, tres, cuatro… Oye, tú, ¿eres idiota? ¿Qué coño haces usando un móvil encendido con el helicóptero en marcha?

El grupo de soldados empezó a reír y silbar cuando oyeron la cachonda melodía de rumba gitana. El falso guardia, oculto tras su casco, pulsó la pantalla y desconectó la cámara y la energía de su teléfono. No dijo nada, pero no se le borró la sonrisa en todo el trayecto y por dentro reía a carcajadas.

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Bienvenido a la CIA

por Relato ganador

En el cuarto sótano de un pasillo interminable, como todos los la de la central, a oscuras y con un simple lámpara de mesa, un ordenador encendido y el humo del cigarro que atraviesa la cara de intensa concentración de un empleado de la agencia, un hombre lee con tenacidad una historia…

—Smith, ¿qué te toca hoy?, ¿lavar la cara de algún agente de campo?

Era Perraud, el asistente belga del agregado internacional de la UE.

—Hoy me ha tocado el gordo, gabacho chupador de caracoles: Frank Lister estará bajo mi lupa toda la noche.

—¿Cómo? ¿Lister el 121? —dice Perraud con el ceño fruncido.

—El mismo, tengo que analizar su ultima misión en Europa, tengo una caja de Redbull y un par de cajetillas de tabaco esperando.

—Uff, te dejo novato, mañana me cuentas. Lo que no sé es como te han dado el análisis de su misión, es algo que está por encima de tus miras.

—No sé realmente, quizás me estén dando una oportunidad de ascender.

Smith saca otro de sus cigarros y lo enciende con vehemencia.

—¿Sabes que no se puede fumar aquí verdad?

—¿Me vas a denunciar tú, gabacho?

—Anda dame un cigarro, yo ya me voy. Que se te de bien.

Perraud abandona la sala por entre las sombras de mesas, ordenadores apagados y papeleras vacías.

***

Día 1 de misión

Acabo de llegar a París, no sin antes haberme bebido cinco Jameson con hielo en el avión, la azafata, me ha mirado de soslayo, la he contestado con un bufido y una mirada lasciva a su trasero, culmen de todo vaquero atrapador de reses.

En el taxi he mirado mi móvil, veintidós mensajes, vaya mierda, ¿Por qué inventarían éste aparato del demonio?

Tres mensajes de Helena, la agente de tercer grado sueca, las delicias de sus labios todavía resuenan en mi entrepierna.

Siete mensajes de mi casero, que dice que han vuelto a quejarse de los ruidos nocturnos, joder para una guarra al mes que alquilo para que me diga que me quiere…

Nueve mensajes de mi madre, que no sabe donde estoy, que si como bien, que me eche novia, que tiene a la sobrina de una vecina suya bebiendo los vientos por mi, que no voy a verla como debería, que tiene mis calzoncillos limpios para que pase a recogerlos y me pregunto, ¿Cuándo le he dado yo mi ropa para que la lave? A veces pienso que dentro de mi mora otra persona que hace cosas que no entiendo, y que no recuerdo.

Tres mensajes de Susan, que tiene un retraso…en fin, un coñazo.

Llego al hotel Petit Roig Parísien, cojo la suite real y pido que me suban la cena, una docena de ostras, un BigKing XXL, una botella de valle sagrado, el tinto chileno que tanto me gusta y una coronita para después de la cena, con mi cigarrito de la risa y esa mezcla de afgana y AK47…

Antes de dormir, enciendo mi laptop y repaso los datos de la misión, investigar una nueva tecnología de control de la atmósfera, algo que los franceses en un estricto secreto llevan estudiando desde hace décadas. Ya se que los franceses son aliados, pero nunca amigos, nuestro país no tiene amigos y así le va.

Antes de dormir, navego por la red, guarras.com, orgasmotronic.com, gordascachondas.com y mi favorita, culox.com, un par de pajas y la cama con una sonrisa de oreja a oreja, creo que mi mezcla me ha dejado grogui y con esa idea en la cabeza, siento como mis pensamientos se desvanecen.

Día 2 de misión

He llamado a recepción para que me suban el desayuno, patatas fritas y un bol lleno de cereales, que riego con los restos de la coronita de la noche pasada.

Me visto con mis mejores galas, ser agente no significa ir de trapitos, traje negro de armani de dos mil dólares, corbata negra de la misma marca, pero de una tienda de Londres donde las hacen a medida, camisa blanca impoluta y pantalones negros ajustados, zapatos Lotus y calcetines de ejecutivo de seda.

Ahora bien afeitado y vestido me dirijo a la SKW, allí me espera mi agregado francés para hacerme una visita guiada, mi tapadera.

Es un cochón como todos los franceses, altivo, elegante, se quiere más que a una tarta de frambuesa el cabrón, con ese acentillo de París que hace que se me revuelvan las tripas, quizás una corbata colombiana le vendría de perlas.

Me enseña las instalaciones como si estuviera en el puto cielo, le escupiría a la cara si no fuera por que es mi entrada al bunker de titanio, donde esta mi cáliz sagrado particular.

Llegamos al sitio en cuestión, me enseña las medidas de seguridad, que ya conozco, esbozo una sonrisa de placidez y desencanto, mi amigo francés debe pensar que soy el típico norteamericano loco y con ideas de John Wayne, y no se equivoca.

Necesito un dedo y un ojo, la voz la traigo grabada desde la agencia, no quiero perder el tiempo en memeces.

Mi siguiente paso es hacerme con esas llaves, fácil, la solución, una cena, unas copas, mis dedos sigilosos y mi jeta, mas ancha que mi espalda. Me lo llevo al hotel y le seduzco, es un poco gay el amigo franchute.

Dedico el día entero a hacerle las gracias necesarias para llevarle a mi terreno, no es un agente de campo, sino un agente de despacho, no se imagina nada, seguro que ya esta pensando en una noche de sudor y gemidos.

Día 3 de misión

Me despierto cansado y con las manos doloridas, anoche, después de la cena con el olisqueador de quesos y unas cuantas, muchas, copas de champán, el tipo esta a mi merced, entre mis brazos, le arranco el dedo que necesito con un cortador de puros, el hombre aunque borracho y desmejorado, se defiende, le saco un ojo con un certero golpe de mi anular, necesito el otro, así que vamos bien, un golpe en la base de la traquea y es mío, saca su lengua negra para intentar decir algo que no consigo descifrar, a la mierda, le presiono el cuello a dos manos y aprieto hasta que se me quedan blancos los nudillos.

Llamo a mi contacto de la mafia marsellesa, un sobre con quince mil euros, hace el resto, el cochón desaparece echo pedacitos en el rió de la bella capital francesa.

Me quito la mascara de látex y las alzas de los zapatos, limpio la habitación a conciencia, bajo a la recepción del hotel, otro sobrecito de euros y tengo las cintas de las cámaras de la entrada al hotel, nadie sabe quien ha estado cenando conmigo, más por la mascara que por mis pagos al metre. El dinero lo puede casi todo y cuando algo falla, una bala del calibre 9mm hace milagros.

Hago un par de llamadas y mi rastro en el hotel ha desaparecido, otra llamada a la embajada y me preparan otro de mis muchos pasaportes, me siento bien, en forma y quiero creer que al día siguiente puedo estar en mi país de nuevo sin un rasguño.

Día 4 de misión

Mono de limpiador, máscara de látex, alza en los zapatos y una funda que me engorda debajo del mono, paso por las puertas del SKW con mi pase fraudulento y me encamino a mi meta, por el camino le toco el culo a una ingeniera, que me mira con desprecio, me paro a beber un café olé en el pasillo central, miro a ambos lados y guiño el ojo a un par de lechonas más que permanecen ladrando cotilleos y demás palabras sin sentido.

Antes de seguir entro en el baño de los ejecutivos, me bajo los pantalones y les dejo una firma digna de un elefante enfermo y para darle mas comicidad al tema lo hago de pie y con un movimiento lateral de mis caderas, arte puro o mierda pura, según quien lo mire.

Bajo dos niveles más y entro con mi pase de limpiador, llevo las contraseñas de un agente de quinto grado, fácil, me escabullo y encuentro un oficial de seguridad, me pregunta que hago allí y le secciono la yugular con el cuchillo de sílex que llevo en el bolsillo, lo escondo en un cuarto oscuro de las escobas y sigo mi camino, bajo otro nivel y miro mi reloj, en unos cinco minutos o salgo de allí o no, depende de mi y confió.

Dos agentes están delante de la puerta del ultimo pasillo, voy hacia ellos sonriendo, ponen cara de pocos amigos, sigo mi camino, cuando tengo a uno de ellos justo delante de mi, le golpeo el esternón con todas mis fuerzas, algo cruje irremediablemente ahí dentro, pone los ojos en blanco y cae como un saco al suelo, el otro saca su arma reglamentaria, antes de que me dispare a quemarropa, cojo el cañón con la mano y con dos giros se lo quito sin esfuerzo, golpeo su cabeza sin mirar atrás, trozos de cráneo se esparcen por el suelo.

Ya no hay tiempo de esconder los cadáveres y corro por el pasillo, llego a la puerta que es mi meta, saco el dedo del franchute de ayer, lo paso por el análisis de huellas, el ojo por el láser de retina y mi grabadora hace el resto.

Entro y enciendo el ordenador de mil terabites, incluyo las contraseñas en francés que otro agente unos meses antes se había echo consigo y estoy dentro.

Un minuto después tengo todo en el pendrive y salgo pitando, me quito el mono y dejo ver mi uniforme de oficial de la SKW, corro gritando en un perfecto francés que algo pasa, que he encontrado los cadáveres de unos compañeros, pulso el botón de alarma y todo el mundo se revoluciona.

Cuando quieren darse cuenta, estoy en un taxi camino del barrio latino, por la ventana voy tirando la ropa y saco de mi bolsa, estúpidamente pequeña pero practica, unos pantalones de rapero y una camiseta ancha, me arranco la máscara y me pongo unos piercings de coña que tengo preparados, diez minutos después estoy en la calle admirando los grafittis de las calles sucias y deleznables del barrio.

Día 5 de misión

El día empieza mal, me arrastro hasta el cuarto de baño para vomitar, siempre me pasa cuando ayudo a alguien a morirse, es cuestión de olvidar, pero nunca se olvida, me ducho con agua hirviendo para descubrir que no hay gel, araño con fuerza mi piel con la esponja y efectivamente, soy alérgico a la cabrona, ronchas por toda la piel y unos cuantos sarpullidos por el pecho.

Me seco con la toalla, que si es más seca, podría haberse fabricado en cualquier desierto de medio oriente, ronchas y sarpullidos que gritan mi nombre.

Me visto con lo primero que veo a mi alcance, pantalones vaqueros ajustados y una camiseta de Bob esponja, tengo que dejar de comprar en los mercadillos, ¿Quién es su sano juicio puede comprar éste tipo de camisetas?, zapatillas de deporte de marca y joder, a una le faltan los cordones, ¿Qué coño hice anoche?, saco los cordones de la otra, los corto por la mitad y me hago un remiendo para poder atarme las dos zapatillas, quedan de culo, pero consigo que no se me salgan los pies disparados.

Recojo todas mis pertenencias en una bolsa de mano, la cartera con el dinero y mi documentación, ahora soy Elay McRisson, escocés, como si no fuera necesario el puto apellido para saber de que voy. Guardo el pendrive en el compartimiento secreto del móvil y salgo de allí un poco atolondrado.

Bajo a desayunar al pequeño restaurante del hotel tugurio que me he agenciado a eso de las dos de la mañana. Salchichas mugrientas con grietas de sequedad, huevos revueltos con pinta de pota y un café que parece meado de burro, el desayuno de los campeones.

Hago el check out, para descubrir que me quieren robar cien euros, dicen que he terminado con las existencias de licor de la pequeña nevera de la habitación, ¡pero si sólo había tres botellitas de pinaud! No quiero líos, me hago el tonto y pago si rechistar, la recepcionista de tetas caídas y pelo mugroso se sonríe y comprueba que los billetes no son falsos, hija de puta.

Salgo a la calle y llamo al primer taxi que pasa por allí, tengo que llegar al aeropuerto antes de la una del mediodía, me quedan tres horas. El primero que para tiene la mala suerte, para mi, de que pasa por encima de un charco de proporciones bíblicas, Bob esponja ahora está feliz. Subo al taxi malhumorado, el día todavía puede arreglarse o quizás no, esperemos que todo haya acabado aquí y ahora.

Como no podía ser de otra manera, el taxista, un albano kosovar de medio pelo, se pierde entre las calles de París, refunfuña y clama al cielo por el atasco, que dice, le ha hecho perder tiempo, mis tres años estudiando en la ciudad me dicen que este tío no tiene ni puta idea de lo que está haciendo, así que le digo por donde ir y me contesta que ya lo sabia, creo que tengo el cuchillo de sílex todavía y empiezo a pensar que su sitio natural debería ser entre las cejas de ese hombre hirsuto y malhablado, me contengo, respiro hondo y cuento hasta cien, si cuento menos, ese hombre no llega vivo al mediodía.

Salimos a la autopista, por fin vamos en camino y me relajo un poco, tengo la manía de sobar a conciencia el móvil y sabiendo lo que esconde, hoy me siento mas tentado de continuar mis manías, le doy la vuelta y otra vuelta, arriba y abajo, de un lado a otro y lo guardo en mi bolsillo, con el día que llevo, el móvil puede acabar en mal sitio. Y a mi me cortan en pedazos tan pequeños que ni una lupa podría recomponerme.

De pronto el coche se ladea hacia un lado, se escora irremediablemente hacia la derecha, dos coches se quitan de nuestro camino, para acabar nosotros, como no, en el arcén, rueda pinchada y el jodido albano kosovar que se pone a llorar para inmediatamente, ponerse a gritar, blasfemar en dialecto ininteligible y mirarme con ojos vidriosos.

Lo mato, o eso es lo que quiero, pero no lo hago, respiro de nuevo hasta cien y le convenzo para que deje de hacer el tonto y se ponga a cambiar la rueda ya, si viene la Gendarmerie puedo tener problemas, termino ayudándolo y me pongo de grasa hasta el tuétano, a la mierda mis ropas, Bob esponja parece teñido de chapapote, que le jodan por marica.

Por fin llegamos al aeropuerto y el maldito bastardo balcánico me pide doscientos euros, le hago un corte de mangas sin ningún pudor y le escupo a la cara, acto y seguido el amigo de los niños saca una pistola allí, en medio de la parada de taxis, se acabó, saco el sílex y le rebano el pescuezo sin dilación, la sangre me salpica la mano y echo para delante su cabeza para que parezca dormido, las estamos liando, tenia que haberme quedado en el hotel mugriento.

Cuando salgo del taxi lo hago con una mano en la cara, simulando toser, no quiero que me reconozca nadie, calculo que tengo diez minutos hasta que otro compañero cabrón del melón este se de cuenta de la historia.

Entro en la terminal y me aproximo al mostrador de facturación, la niña que me atiende me dice que hay overbooking en el vuelo y que me quedo sin High class, así que turista y si la lloro un poco, cosa que hago con tremenda insatisfacción, me he quedado sin Jameson y sin azafatas potentes, haré un esfuerzo y me acostumbraré, por esta vez, a beber licor del país del roquefort y comer unos sándwiches de mierda enlatada. ODIO la clase turista, y los turistas, como no.

Paso el escáner sin problemas, faltaría mas, media hora más tarde estoy sentado en el avión, entre un gordo sudoroso y una madre con su bebé, que llora más que respira. Voy a necesitar mucho alcohol, así que en cuanto puedo pido algo de beber, no se que lo que me han dado pero sabe a rata parturienta, me lo bebo de un trago y pido otros tres más, que por supuesto pago de mi bolsillo, me duele el estómago y la cabeza, pero me esfuerzo en no pensar en ello.

El bebé me vomita encima, después de un descuido de la madre dormida, esa pota se come los tejidos como si ácido sulfúrico se tratase, Bob esponja, compañero fiel, te guardaré en el baúl de los recuerdos en cuanto a llegue a casa, o eso o lo quemo en la barbacoa del jardín, que ya que estamos seguro que prende a las mil maravillas.

Después de tres horas de vomitonas y gritos infantiles, pedos y ronquidos de mi amado gordo sudoroso, consigo dormir o lo más parecido, que es cerrar los ojos y al menos descansar la vista, las luces permanecen apagadas y la gente duerme, un leve sueño me ronda y acabo dándole vueltas al día que he empezado con tan mal pie.

Cuando por fin entro en fase REM, encienden las luces, el gordo me da un codazo en las costillas que me deja sin aliento y el bebé me berrea taladrándome los tímpanos, Dios, dame fuerzas y no dejes que mate a nadie en el avión, ya tendré tiempo cuando mis pies toquen suelo. Media hora más tarde aterrizamos en JFK sin problemas, salto por encima del vecino pedorro y me recreo cuando le doy, sin querer, un puñetazo en la mandíbula, el hombre vuele a dormirse como por arte de magia y mientras, yo recojo mi bolsa de mano, espero que el próximo destino de la foca monje humana sea Alaska o lo más parecido.

Por fin en casa, aunque no sin antes volver a perderme con el taxista paki que me lleva por la interestatal, no tengo ganas de mediar y dejo que se pierda dos veces más, todos los caminos llevan a Staten Island, me susurro a mi mismo mientras cuento hasta cien.

Día 6 de misión

Cuando llego a casa, me doy una ducha y tiro a la basura la puta camiseta de Bob esponja, ya has terminado tu camino fanfarrón, pienso.

Catorce mensajes en el móvil, mierda de aparatejo, saco el pendrive y lo guardo en el cajón de la mesita de noche.

Tres mensajes de Helena, la agente de tercer grado sueca, me deja por un albañil de la construcción, no sin antes cagarse en mi padre. Ocho mensajes de mi madre, pobre, un día de estos la suicido por las escaleras, borro uno detrás de otro, todos sus exabruptos.

Dos mensajes de Susan, que esta embarazada y esta convencida de tener el niño, la hemos liado, tengo que hacerla una visita y no para hablar.

El último mensaje es del director de operaciones, cada cinco palabras, cuatro son palabrotas, que me he pasado en Francia y otras doscientas cosas más, dice.

Paso.

***

El empleado de la agencia termina con su cuarto redbull y apaga su trigésimo cuarto cigarro de la noche, cierra el ordenador y sale de la agencia con media sonrisa. Se dirige al bar Coltton, donde ponen esas cervezas casi heladas que hacen que a uno se le pongan los pezones duros, en la barra, al final se encuentra un hombre cabizbajo y con ocho copas vacías delante de él, en seguida le reconoce y se le acerca para entablar conversación.

—¿Lister 121? ¡Pero coño!, ¿qué haces aquí?

El hombre le mira de reojo y sigue bebiendo de su copa.

—Tranquilo soy compañero, te he reconocido. Acabo de leer tu misión en Francia, vaya odisea, camarada. Todo lo que cuentas en ella, ¿es cierto?

El hombre le mira, apura su bebida y se levanta, lo mira sólo un momento y le dice:

—No, todo es mentira. Por cierto, bienvenido a la CIA.

Saca unos billetes arrugados y paga al camarero, se da la vuelta, y tal y como ha venido desaparece por la puerta, dejando a su correligionario con la palabra en la boca y con cientos de preguntas sin contestar.

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¡Dos hachas, mi reino por dos hachas!

por Relato ganador

Aquella noche la taberna llamada la Luna Azul estaba llena de clientes. Todos intentaban encontrar una buena pinta de cerveza o vino que les hiciera olvidar los últimos vientos helados del invierno. Las risas y los gritos solapaban a las conversaciones susurradas. Un dúo de músicos intentaba hacerse oír desde el fondo de la estancia. Las camareras y el tabernero no paraban de servir los pedidos de sus clientes. La Luna Azul era un lugar especial. Era el cobijo del mayor número de asesinos, ladrones, chantajistas, jugadores, magos oscuros y un sin fin de delincuentes de todas las clases. Un hombre de aspecto desaliñado con el cabello largo y sucio con el cuerpo oculto tras una túnica que en su día fue de color azul se acercó al tabernero. Mantuvieron una breve charla y se estrecharon las manos. Era un trato sencillo una comida caliente a cambio de una buena historia que entretuviera a los parroquianos del lugar. El tabernero ordenó al dúo de músicos que parara tocar sus instrumentos. El hombre se acercó una banqueta y se subió en ella para que la multitud pudiera verle. Se aclaró la voz y comenzó a hablar todo lo alto que pudo para hacerse oír.

—Buenas noches noches estimada y selecta clientela. Mi nombre no es relevante pero la historia que voy a contar debe ser escuchada con atención. Eran los días oscuros de la guerra que aconteció hace poco más de diez años…

Una botella voló por los aires y se estrelló contra la pared del fondo. Alguien elevó su voz:

—Déjate de días oscuros y cuéntanos historias de doncellas desnudas que son mucho más interesantes.

La multitud comenzó a reír. El espontáneo prosiguió hablando:

—Todos estuvimos en esa guerra y ya cobramos por ello.

Más risas. Alguien elevó un grito por encima de la multitud:

—¡Yerma volverá!

Todos alzaron su copa y bebieron hasta dejarlas vacías.

El orador intentó aplacar las risas y alzó un poco más la voz.

—Dejadme proseguir, os lo ruego a todos. Como decía todos sabemos cómo acabó aquello. Los tres reyes alzados por el control de la rica región de Duan, acompañados por los cuatro magos de la orden de la Pluma Rota fueron aplastados por los cuatro Señores de la Guerra bajo el control del Mago Yerma y el culto de la Sagrada Noche. Los señores de la guerra y mago Yerma habían controlado esa región desde hacía siglos y amenazaban a los tres reinos vecinos. Sólo la posterior intervención de la nación élfica y los reinos de Url y Amon y las ciudades estado impidieron el avance de Yerma y los Señores. Pero las consecuencias fueron fatales. El reino de Haraz fue destruido por completo en la campaña más brutal que se haya visto jamás. Los cuatro magos de la orden de la Pluma Rota, acompañados por sus cientos de discípulos, lanzaron hechizos día y noche sobre las huestes del Mago Yerma para defenderse del ataque imparable sobre el reino. Yerma respondió con sus cientos de discípulos, acompañados por miles de sacerdotes del culto de la Sagrada Noche y otra serie de cultos oscuros. Dos días después no queda nada vivo en cientos de kilómetros a la redonda. Sólo el Mago Yerma permanecía en pie en medio de la destrucción. Luego los ejércitos de los Señores de Duan acabaron con los pocos supervivientes. Los ejércitos de los Señores de la Guerra fueron derrotados, pero no se pudo conquistar Duan. Y todo volvió a la situación anterior a la guerra.

Los clientes comenzaron a gritar:

—¡Duan, Duan, Duan!

El hombre no hizo caso de los gritos y prosiguió hablando.

—Voy a contar la historia del último superviviente de Haraz. Tal vez hayáis oído hablar de él…

***

La habitación del sacerdote de Yual era una estancia acogedora. Grandes tapices cubrían las paredes de madera. Una alfombra roja dominaba el suelo y una enorme chimenea calentaba la estancia. El sacerdote revisó unas notas ajustándose sus anteojos. Se levantó de su silla y abrió la puerta de la habitación.

—Que pase el siguiente, por favor —dijo con voz suave.

Un enano con una enorme barba negra entró en la habitación. Era un enano poco usual, bastante más alto que los enanos comunes. Portaba dos grandes hachas a su espalda y su cintura estaba llena de afilados cuchillos.

—Buenos días —dijo el enano.

Extrañado el sacerdote le devolvió el saludo.

—Es poco usual ver a un enano buscando el consejo de Yual. De todas formas le doy la bienvenida y le ruego que se tumbe en el diván.

El enano hizo caso del sacerdote.

—¿Le importa que fume? —preguntó el enano.

El sacerdote miró la larga pipa que portaba el enano en su mano y con un gesto de su cabeza permitió a su visitante encender el tabaco. El sacerdote agarró su silla y la acercó hasta la cabecera del diván. Se sentó y cogió unos pergaminos y una pluma para tomar notas.

—Bien, ¿en qué puedo ayudarle, señor…?

—Grux, me llamo Grux. Sé que es poco habitual ver a alguien de mi especie por aquí pero tengo una serie de problemas que me atribulan. Mi cabeza está siendo envenenada con una serie de pensamientos malignos.

—Entiendo. ¿Qué clase de pensamientos son esos?

—Tengo ganas de matar a todo el mundo —el humo de la pipa empezaba a invadir la estancia.

—Ah, pues sí que son malignos. Y dígame, ¿desde cuándo siente esa pulsión genocida?

—Pues yo diría que media vida… unos ciento veinte años. Pero ha sido casi incontrolable desde los últimos diez.

—Claro y desea encontrar la raíz de estos pensamientos. Tal vez una infancia un tanto violenta. Quizá un padre déspota al que nunca lograba contentar.

—Más o menos. Soy enano, mi infancia fue violenta. Si eres un enano de veinte años y aún no has matado a alguien es que te tienes un problema o lo tendrás pronto. Los colegios de mi raza son muy exigentes. En cuanto a lo de mi padre… bueno, creo que yo tenía treinta y nueve años cuando le vi sonreír por primera vez mientras descuartizaba a un troll de las montañas usando un cuchillo de mesa de mi madre.

—Ya veo. ¿Dice que este sentimiento asesino es más potente desde hace diez años? ¿Qué pasó hace diez años?

—La guerra. Yo vivía en Haraz, ¿sabe? No quedó nada allí. ¿Usted estuvo en la guerra? Mi pueblo lo destruyó un grupo de sacerdotes de Yual.

—Oh, claro. Me temo que algunos de mis compañeros de confesión tomaron un camino errático mal guiados por otros cultos más oscuros. Yo sólo atendía heridos en campaña durante la guerra. Pero eso acabó y llegó la paz y con ella la paz de espíritu para todos los combatientes.

—No sé qué decirle con eso de la paz de espíritu. Yo luché en la guerra y aún me dura el enfado.

—Vaya. Usted es un típico caso de una alteración en su aura producida por un trauma inducido por la destrucción de su pueblo natal.

—¿Quiere decir que estoy jodido por ver morir a mis seres queridos en la guerra?

—Sí, un poco abrupto, pero así es.

—¿Qué quiere que le diga? Los enanos estamos acostumbrados a esas cosas. No tengo ningún familiar que no haya fallecido por causas violentas. Yo ví morir a mi padre a manos de unos sacerdotes. Él vio morir a mi abuelo a manos de un elfo. Mi abuelo vio morir a mi bisabuelo a manos de una vaca…

—¿Perdón, una vaca?

—Sí. Los troll usan cualquier cosa para golpear a otros seres vivos. Pero como le digo no creo que sea esa la razón.

—¿Y cuál cree que es la razón de la perturbación en su interior?

—Yo creo que es porque los responsables de la matanza en mi pueblo aún siguen con vida y no tengo todo el tiempo del mundo para acabar con ellos —el enano se incorporó en el diván, se sentó en el borde y sus pies casi no llegaban a tocar el suelo—. Sé que tú estabas entre los que entraron casa por casa y mataron a todo lo que se movía. Sé que eras uno de los más sanguinarios. Y todo eso lo sé porque los otros veinte sacerdotes de Yual que he matado te han señalado a tí como el más animal de todos. Te divertías mientras abrías los estómagos de mis compatriotas.

Un destello de luz cruzó la estancia acompañado de un ligero silbido. El sacerdote notó una presión en su pecho. Miró hacia abajo y en medio de su esternón se hundía un hacha de doble filo. La sangre comenzó a emanar por todos lados tiñendo de púrpura la blanca túnica del sacerdote. Grux se levantó y extrajo el hacha fácilmente del cuerpo de su víctima. Luego le escupió en la cara.

—Muchas gracias, sacerdote. Me ha ayudado mucho a superar la perturbación de mi interior. Ahora si me permite he de marcharme porque me están esperando unos cuantos bastardos más.

Mientras el sacerdote se deslizaba por la silla desangrado, Grux echó mano de la pluma que todavía sostenía su víctima. Chupó la punta y extrajo de su bolsillo un pequeño cuaderno. Buscó entre las hojas y tachó el nombre que correspondía al sacerdote que acababa de matar. Miró el cuaderno con atención. Quedaban muchos nombres sin tachar y otros muchos que averiguar para poder escribirlos antes de poder matarlos. El trabajo se le amontonaba al pobre enano. Salió de la habitación y dirigió sus pasos hacia la calle.

[Diario de Guerra de Grux: La ciudad ruge bajo mis pies. El bullicio de la ciudad es ensordecedor. Las almas en pena recorren estas calles ajenas a mi misión. Los comerciantes gritan para llamar a sus clientes. Los carruajes van y vienen por todos lados. El sol está bañando las calles pero ni siquiera él puede llegar a iluminar el interior de estos pobres seres patéticos. Callejones oscuros ocultos bajo el sol. Parece imposible pero todas las ciudades son iguales. No importa lo perfecto que sea su urbanismo, siempre hay un sitio oscuro para tramar algo. Me duelen los ojos. La visión de la sangre todavía palpita en mis retinas. Huelo a muerte. No logro quitarme de encima ese olor a pesar del hedor que emanan de las alcantarillas de esta ratonera. Soy Grux el vengador. Soy Grux el asesino. Las putas corren de un lado para otro llamando la atención de los hombres. Unos borrachos vomitan en el suelo. Odio este lugar, pero tengo que seguir adelante con mi plan. Los dioses no han bendecido este lugar, más bien se han orinado en él. Algún día terminaré. Algún día encontraré al Mago Yerma y ese día mis afiladas hachas comerán carne de mago. Están inquietas, noto cómo se retuercen. Tienen hambre. El sacerdote no ha sido suficiente. Tengo que apaciguar a las bestias que llevan dentro. Un trago, necesito un trago. Voy a una taberna. El tabernero me dice que no sirven a enanos. Le pongo un cuchillo en la entrepierna y comprende que mis argumentos son mejores que los suyos. Bebo todo el vino que puedo. Estoy a punto de reventar. Me mareo. Vomito. Sigo bebiendo. Necesito a una mujer. Pero eso será luego, más tarde, ahora tengo un nuevo objetivo].

Al otro lado de la ciudad un hombre permanecía en lo alto de un edifico. Tenía un porte gallardo. Su largo pelo rubio se movía al son que marcaba el viento. Debajo de su capa de color rojo asomaba la empuñadura de una espléndida cimitarra. En su mano agarraba el extremo de una cuerda. Corrió sobre el tejado del edifico y se precipitó al vacío. La cuerda hizo tope y su cuerpo se lanzó hacia la ventana abierta de uno de los pisos. Entró en la habitación haciendo una voltereta y desenvainando su cimitarra. Otro hombre sorprendido por la irrupción en la habitación permanecía paralizado sentado detrás de un escritorio. Este hombre era grande y obeso. Estaba entrado en años. El asaltante sonrió y apunto con la punta de su espada al hombre obeso. Hizo un gesto de silencio. Saltó sobre el escritorio con un rápido movimiento y se dejó caer sobre el hombre gordo tapándole la boca con su mano libre.

—Hola, gordo Lord Traum. ¿Te acuerdas de mí? Soy el tipo al que le debes treinta monedas de oro por una apuesta que perdiste. Ya sabes que todo el mundo acaba pagando a Ardar.

Ardar se bajó de encima del gordo abrió uno de los cajones del escritorio de Lord Traum. En el interior había un pequeño cofre. Lo sacó y dentro descansaban unas doscientas piezas de oro. Ardar las guardó en su mochila.

—Esto por las molestias, pero aún debes treinta monedas de oro. Ardar se impacienta mucho si no le pagas lo que debes. Su belleza mengua cuando está inquieto. Sus afiladas y perfectas facciones se resienten ante las situaciones desagradables. Incluso su creatividad se ve mermada. No quieras eso para el pobre Ardar —la voz salió de Ardar casi de una manera musical.

De repente, de los pisos inferiores, llegó un estruendo de lucha. Gritos y más gritos. Más lucha. Ardar se acercó a la puerta cerrada de la habitación para escuchar con atención. Sólo llegaba el ruido de la batalla. De repente se hizo el silencio. Escuchó a alguien subir por las escaleras. Unos pasos sobre la madera. Alguien llamó a la puerta suavemente. Una ronca voz empezó a hablar en un tono suave y cálido desde el otro lado.

—Lord Traum, ¿estáis en casa? Me llamo Grux. Tengo algo que enseñaros, milord.

Ardar, extrañado miró hacia Lord Traum.

—Algo le dice a Ardar que hoy no es tu día de suerte, gordo.

Ardar se acercó a la puerta queriendo seguir el juego del extraño que había al otro lado de la habitación. Abrió la puerta ligeramente para asomar la cabeza.

—¿Siií? ¿Qué desea, buen… enano?

—Deseo hablar con Lord Traum. Tengo un asunto pendiente con él. No quisiera importunar.

—Entiendo, buen enano. Pero es que milord está ocupado ahora con diversas gestiones urgentes. Tal vez podáis pasaros en un rato.

—Por supuesto, pero no soy yo quien apremia la atención de tan distinguida personalidad. Son mis hachas bañadas en la sangre de los hombres de Lord Traum las que tienen una urgente necesidad de ver su interior.

—Esas hachas huelen bastante a vino barato.

—Yo huelo a vino barato, ellas huelen a victoria.

—Ya me parecía a mí. Veréis Lord Traum debe dinero a Ardar y por lo tanto él le pertenece. Quizá Ardar pueda hacer un hueco en su agenda para que atienda vuestras necesidades. Ardar sabe también ser generoso.

—¿Y dónde puedo encontrar a ese tal Ardar?

—Ardar está delante de vos.

—¿Dónde?

—Aquí mismo.

—¿Quién?

—Él, Ardar el Bardo más Grande.

—¿Él?

—Exacto

—¿Queréis decir, vos?

—No, él.

—¡A tomar por culo, me duele la cabeza!

Grux derribó la puerta de una patada y Ardar saltó hacia atrás con un grácil movimiento empuñando su cimitarra. Frente a frente los dos contrincantes se midieron con la mirada. Grux agitaba sus hachas en el aire. Ardar señalaba la cabeza de Grux con su espada. Iniciaron las hostilidades con una serie de toques de sus armas. Lord Traum era el testigo de aquella batalla por su cabeza. El bardo era muy rápido. Cada golpe de Grux era parado por un efectivo giro de su cimitarra. El enano también era muy diestro y atacaba constantemente la guardia de Ardar. Súbitamente los dos detuvieron su enfrentamiento en cuanto otro guerrero entró en la habitación. Era un hombre grande, alto y en camisón. Su voz rompió la sintonía de destrucción que tocaban las armas del enano y el bardo.

—¿Quién osa atacar a mi amo? Soy Hermic, el Caballero del Mediodía, el Destructor de Mundos, el Asesino de Orcos, el Homicida de las tribus bárbaras del norte, el protector de Lord Traum y vosotros dos, par de insignificantes seres, me habéis perturbado en mi descanso. Por ello seréis castigados a probar el acero de mi espada bastarda llamada «Lápida».

Una gigantesca espada colgaba de sus dos manos. Tenía la hoja más grande que Grux hubiera visto en su vida. Ardar retrocedió unos pasos para alejarse del paladín.

—Gran Hermic, no tenemos razón para ponernos nerviosos. Ardar ya se marchaba por dónde ha venido.

—Voy a arrancaros las cabezas —fue la contestación de Hermic.

Grux guardó una de sus hachas en su espalda y con la mano libre rebuscó entre sus ropas. Sacó un pequeño frasco y bebió su contenido. El olor del vino rancio llegó hasta las delicadas fosas nasales de Ardar.

—¡Estupendo! ¡Un maníaco con una espada gigante nos quiere matar y el enano no duda en seguir emborrachándose!

Hermic levantó su espada y lanzó un ataque brutal sobre sus oponentes. Éstos lograron esquivarlo con dificultad. Grux se giró rápidamente, guardó el otro hacha en su espalda y sonrió antes de hablar.

—No te ha dado tiempo a vestirte, ¿verdad, campeón?

Se lanzó corriendo como el viento hacia su oponente y levantó su corta pierna con todas sus fuerzas en dirección a la entrepierna de Hermic. Impactó de lleno. Las caras de Ardar y Lord Traum dibujaban el semblante del dolor ajeno. Hermic puso sus ojos en blanco y dejó caer su espada. Cayó de rodillas agarrándose la zona dolorida. Grux volvió a beber del frasco de vino, se acercó a la cara del Caballero del Mediodía y le proyectó su aliento. Hermic cayó desplomado sobre el suelo dejando escapar unas lágrimas de sus ojos.

Grux miró directamente a Lord Traum. Caminó hasta dónde estaba y saltó sobre su barriga. Comenzó a abofetearle.

—¿Dónde está el mago Yerma? ¿Dónde está? Tú eras un mando importante durante la guerra. Dime lo que sabes.

Continuó golpeándolo. Lord Traum intentaba en vano protegerse. Lloraba y lloraba.

—¡No lo sé! Sólo sé que estuvo en las montañas cercanas de Urml tras la guerra, recomponiendo sus filas. Alguién me dijo que lo había visto hace poco en la frontera de Duán. ¡Por favor, deja de pegarme!

Grux se detuvo. Desenvainó sus hachas y se quedó mirándolas.

—Hora de comer, pequeñas bestias.

Descargó un golpe mortal sobre el pecho de Lord Traum. Extrajo sus armas del cuerpo del Lord y volvió a efectuar otro golpe. El cuerpo del hombre gordo se convulsionó. La sangre llenó la estancia.

Ardar había visto la escena con cierto aire de horror. Le dio la sensación de que el enano iba en serio. A continuación, tras el asesinato de Lord Traum, el enano extrajo una libreta y tachó algo en ella.

—Quedan muchos nombres por tachar. Tengo que encontrar a mucha gente.

El bardo no dijo nada. Enfiló la carrera hacia la ventana saltó al vacío y logró agarrar la cuerda con la que había bajado. De repente notó un peso muerto en sus piernas. Era Grux.

—Tú y yo tenemos que hablar, pequeño.

Ardar miró extrañado al enano. Intentó deshacerse de él pero era una misión imposible. Ardar pronunció la palabra «arriba» y la cuerda fue recogiéndose hasta llegar a la azotea. Una vez arriba el bardo enrolló y guardó su cuerda mágica. Grux se aclaró la garganta con otro trago de vino. La magia le producía sed.

—Bardo, pareces un hombre de mundo.

—Ardar es mucho más que eso. Conozco a todo el mundo y todo el mundo conoce a Ardar. No quiere seguir hablando contigo, enano. Le has hecho perder una cantidad de dinero importante. Además, apestas.

—Puedes conseguir más dinero.

—Ardar te escucha —la codicia del bardo podía más que cualquier otra cosa en el mundo.

—Tú me ayudas a encontrar a una serie de hombres y mujeres, yo los mato y tú luego les robas. Te advierto que hay muchos nombres con letras en oro en mi lista. Sólo necesito una parte del dinero para cubrir mis gastos. Convierte mi venganza en tu fuente de ingresos. Y yo apestaré pero tú tienes pinta de violador de perros.

—Ardar ha comprobado que eres un asesino nato, y no hay duda de que estás motivado. Pero también estás loco y, si la cosa no era suficientemente rara, buscas al enfermizo del mago Yerma. La vida de Ardar tiene un valor incalculable. No, gracias.

—Algunos de los que busco son hombres peligrosos y buscados para ser ajusticiados por nobles importantes. Eso te abriría las puertas a un mundo que estoy seguro que te gustaría.

Ardar reflexionó unos instantes. La propuesta del enano no parecía tan mala. Al fin y al cabo el trabajo duro lo hacía él. Buscar gente no es complicado y la cantidad de oro que se podría adquirir era casi incalculable.

—Está bien, pero nos acompañará mi hermano. Tranquilo, es inofensivo.

Ardar silbó y de detrás de una almena apareció un hombre esquelético, cubierto con una túnica azul. Tenía el pelo desaliñado y el pelo de su barba era ralo y descuidado. En su cara y manos se adivinaban varias quemaduras y heridas. Parecía estar hablando solo mientras se mordía las uñas.

—Se llama Rej. Es mago… a veces.

[Diario de Guerra de Grux: el paso que marca mi venganza está regado en rojo sangre. Un escalofrío recorre mi espalda cuando pienso en el momento de encontrarme con Yerma. Mis manos son máquinas de matar que no descansarán hasta que mi objetivo sea cumplido. El después no existe y no me importa. Mis hachas hablan y hablan, cada vez piden más y más. Nunca están contentas. Ya casi me es imposible saciar su sed. Han pasado los meses y mi alianza con estos dos chalados parece que funciona. Está claro que los dos son las personas menos cabales que he conocido jamás, después de mí, claro. Los contactos del bardo me están ayudando a ir más rápido en mi objetivo. Se está haciendo de oro. Les roba hasta los dientes. Seguro que es bardo pero estoy convencido que su alma es de ladrón. El mago es el que me preocupa. Me cae bien pero no está muy equilibrado. A veces no mide su poder y nos pone a todos en peligro].

Tras días de camino llegaron hasta el poblado de los bárbaros de la frontera de Duan. Era un asentamiento inmenso en un valle de las montañas. Grux repasó el plan. Eran gentes sencillas y por lo tanto fácilmente impresionables. Quería que Ardar les distrajera ayudado por Rej con una serie de canciones y trucos de magia. Grux aprovecharía ese momento para intentar hablar con el jefe de la tribu y preguntar por el mago Yerma.

Una vez que atravesaron las empalizadas de la entrada del poblado, una multitud se congregó a su alrededor. Ardar y Rej se presentaron como juglares que querían entretener a las gentes del lugar. El líder ordenó que se organizara una fiesta y que allí sería donde actuarían para su pueblo. Con lo que no contaba Grux era con la presencia de cuatro hombres elfos y dos mujeres elfas, todos largos cabellos rubios y ropajes ricos y bien cosidos, que pasaban por allí para realizar intercambios de mercancías con los bárbaros. De todas formas el plan seguiría su curso.

Llegó la noche y hubo una gran fiesta. Todo el mundo estaba sentado alrededor de una gran hoguera. Grux se las arregló para estar al lado del jefe de los bárbaros e intentar conseguir información, mientras Ardar tocaba la flauta y Rej realizaba algunos trucos sencillos de magia. Los 6 elfos miraban desconfiados el espectáculo. Grux charlaba animadamente con el jefe mientras bebían grandes cantidades de vino. El barda y el mago terminaron su espectáculo y se sentaron al lado de Grux. Unos bárbaros, impresionados por el show, querían demostrar que ellos también sabían divertirse. Cogieron sus espadas y comenzaron a representar una burda pantomima sobre sus conquistas. Unos ejercían de enemigos y otros de bravos guerreros bárbaros. El más grande del grupo lanzó una arenga a sus tropas.

—Los bárbaros de la frontera no se rinden jamás. Que nuestros enemigos caigan bajo nuestras espadas, robaremos sus posesiones, insultaremos a sus mujeres y violaremos a su ganado…

Ardar un tanto extrañado preguntó a Grux mientras seguía la representación y sonaba una estruendosa música.

—¿Violar a su ganado? ¿Ardar ha entendido bien?

—Esta gente es extremadamente respetuosa con la mujer. Para ellos lo realmente humillante es sodomizar al ganado de sus enemigos.

—¡Menuda bobada! —respondió Ardar.

—¿Seguro? ¿Te comerías ese cordero de tu plato si supieras que ha sido víctima de la furia de cien bárbaros de la frontera?

—Ardar ha perdido de repente el apetito —replicó el bardo con cara de repugnancia.

Rej, que había escuchado la conversación, olió la comida de su plato y luego olisqueó a la bárbara que tenía más cercana. Puso cara de duda y dejó su plato en el suelo. Grux lanzó una sonora carcajada.

—Tranquilo Rej, eso sólo lo hacen cuando están en guerra. Aunque pensándolo bien son un pueblo que también se dedica al pastoreo, y la soledad de la montaña…

El bardo y el mago sonrieron mientras escuchaban la risa del enano. Nunca le habían visto reír de esa manera. Por un momento se sintieron cercanos a él y a su extraña causa. Después de las risas Ardar miró a una de las elfas. Parecía que estaba jugando con la mirada. El hombre puso una cara de interés y lanzó un beso a la mujer. Era respondió afirmativamente.

—Enano, mis disculpas, pero Ardar tiene un nuevo y renovado interés por saber más de las costumbres élficas.

El enano volvió a reír entendiendo las palabras del bardo. Al cabo de un rato Grux ya tenía más información para encontrar al Mago Yerma. Después de la fiesta Rej y el enano se fueron a una tienda de campaña improvisada para pasar la noche en el poblado. Dormían profundamente cuando un golpe les despertó. Era Ardar que había llegado a la tienda y se había desplomado. Estaba herido. Le habían pegado una tremenda paliza. El bardo entre sollozos explicó que la mujer elfa le tendió una trampa. Estaban desnudos tras unos árboles cuando llegaron el resto de elfos. Empezaron a preguntar a Ardar sobre el verdadero motivo de la visita a los bárbaros de la frontera. Ante el silencio de Ardar comenzaron a pegarle y a pegarle. Eran muchos más y Ardar no disponía de la capacidad de luchar en la oscuridad. Le dieron muy fuerte y a penas pudo defenderse. Cuando recuperó la consciencia se encaminó con las pocas fuerzas que le quedaban hasta la tienda de sus compañeros de fatigas. Grux escuchó el relato del hombre. Rej sacó una poción olorosa para sumir en el sueño a su hermano y conseguir que se relajara hasta la mañana siguiente. Grux reflexionó en voz alta.

—Mal asunto. Malditos elfos entrometidos. Los odio con todas mis ganas. Lo malo es que aquí no podemos pelearnos con ellos. Los bárbaros y ellos tienen grandes negocios entre manos y sé que nos pondremos en peligro si les atacamos. ¡Malditos! Se creen superiores. Nunca te fíes de nadie que está pálido en los meses del verano. Cúrale, Rej, y mañana partiremos lejos de esos desgraciados. Intentemos dormir todos.

A la mañana siguiente Ardar se encontraba bastante mejor. Recogieron sus cosas y se reanudaron su marcha. Justo antes de salir del poblado escucharon unos gritos. Eran los elfos. Salieron de su tienda de campaña horrorizados y asustados. Sus cabellos no estaban. Sus cabezas estaban completamente lisas y libres de pelo. Incluso no tenían cejas. Les habían afeitado todo. Chillaban y corrían despavoridos por el poblado. Ardar y Rej dibujaron grandes sonrisas en sus caras. Grux sacó la poción olorosa del sueño de su bolsillo y se la entregó a Rej.

—No podía dormir y tomé un poco —dijo el enano y continuó su camino.

Ardar comprendió lo que había hecho el enano y asintió para sus adentros. Nadie había hecho nunca nada parecido por el bardo. Rej soltó una gran carcajada.

[Diario de Guerra de Grux: los sonidos de las batallas resuenan en mis oídos. Los ecos de la muerte resuenan en mi cabeza. Llevo tres botellas de vino y no es ni mediodía. Mis armas ya no responden a mis órdenes. Quieren su dosis diaria de muerte. Mis compañeros de viaje están demostrando ser de una gran ayuda. Su destreza en el combate me está poniendo las cosas mucho más fáciles. Por supuesto que el acuerdo sigue en pie y arrasan con todo lo que tenga valor. Ahora caminamos por las montañas de la frontera y estamos siguiendo el rastro del mago. Puede que esté cerca. Tengo una sensación extraña. Tal vez llegue la gran victoria. Derrotar a Yerma es mi gran objetivo. Pero la lista es larga y sé que voy a invertir mucho más tiempo en ella. El recuerdo de mis seres queridos me acompaña. La verdad es que ya no sé si lo hago por ellos o porque me veo arrastrado hacia la batalla. Las dudas son una insoportable carga que te aparta del destino. Da igual, el camino está trazado y no hay vuelta atrás].

A sus pies se extendía el famoso desfiladero de las montañas de Duan. Un lugar peligroso. Cientos de ejércitos habían caído en aquel paraje víctimas de emboscadas a lo largo de los siglos. Los tres aventureros sabían que debían cruzarlo en el menor tiempo posible. Caminaban todo lo rápido que podían. De repente unas piedras cayeron de lo alto. Algo se movía. Era una horda de goblins y humanos asesinos. Grux y Ardar desenvainaron sus armas. Rej se preparó para lanzar sus hechizos. Comenzó la batalla. Ardar sacaba todo su interior con cada golpe de su cimitarra. Movía su arma con presteza y agilidad. Cayeron varios enemigos a sus pies. Grux se abría paso a golpe de hachas. Varias piernas cercenadas volaron por los aires. Rej lanzaba pequeñas bolas de fuego envolviendo en llamas a más de un contrincante. Parecían docenas los que los atacaban. El bardo sacó una espada corta que tenía guardada en su cinturón para poder realizar más ataques. Un goblin se situó a la espalada de Grux levantando un mazo. Justo en el momento en el que iba a impactar contra la cabeza del enano, Ardar atravesó a la criatura por su espalda con la cimitarra. Grux se giró y dio las gracias a Ardar. Éste ni se inmutó y siguió luchado contra todos. No se habían percatado de la presencia de dos arqueros a la espalda de la melé de enemigos. Lanzaron sus flechas y atravesaron el hombro de Grux y alcanzaron a Rej en una pierna. El mago perdió el equilibrio. Grux no dejó que sus fuerzas decayeran a pesar de su herida. Ardar intentó zafarse del ataque de dos guerreros humanos con una voltereta aérea. Cayó en el suelo rodando y cuando se levantó guardó sus armas en sus vainas y lanzó dos cuchillos sobre los arqueros. Los cuchillos atravesaron las gargantas de los hombres. Volvió a coger sus espadas para defenderse de un goblin que le atacaba el flanco izquierdo. Grux protegía al mago caído. Varios hombres intentaban rematar a Rej con sus espadas, pero Grux logró quitárselos de encima. Varios movimientos fugaces con sus hachas y manos y vísceras caían al suelo. Ardar sonrió porque comprobó que estaban adquiriendo ventaja en la batalla. Rej se recompuso logrando lanzar un conjuro que provocó que varias piedras grandes levitaran y se proyectaran sobre los atacantes. A otro le transmutó su brazo armado en arena. De repente surgió la figura de un hombre anciano detrás de ellos. Tenía el pelo blanco y llevaba puesta una túnica púrpura. Levantó su brazo y pronunció rápidamente unas palabras mirando a Ardar. Éste quedó petrificado en medio de un ataque. Grux chilló y el anciano expulsó de su boca unas palabras cuyo aliento lanzaron al enano varios metros hacia atrás. Rej intentó ayudarle pero el hombre de la túnica púrpura también lo lanzó por los aires con otro conjuro. Un jinete goblin corría por el paraje al llegar a la altura de Ardar sacó su espada y seccionó la cabeza del cuerpo del bardo. La figura inmóvil de Ardar cayo al suelo partida en dos piezas. El anciano extrajo un puñal y se lo clavó a Rej en la espalda. Los enemigos cantaron victoria. Grux se arrastraba por el suelo intentando alcanzar el cuerpo de Rej. Un cuerpo proyectó su sombra sobre el enano. Éste se dió la vuelta y miró al cielo. Era el anciano. Puso su pie sobre el pecho del enano y apretó fuerte para que sintiera todo su peso. Grux gruño. Estaba malherido y no podía hacer mucho más. Intentó golpearlo con sus hachas pero parecía que sus brazos no respondían. El anciano habló.

—Tú debes de ser el enano bastardo que viene persiguéndome. Bien, ya me has encontrado. Soy Yerma, el antiguo. No sé qué te he hecho para que inicies esta espiral de venganza, y la verdad no me importa. Tal vez destruí a tu poblado o tal vez te insulté cuando eras pequeño. La cuestión está en que ahora eres mío. Me has causado muchos problemas. He tenido que salir de mi escondite con mi hombres sólo para encontrarte y detenerte. Y lo malo es que voy a tener que buscarme otro sitio donde ocultarme. Los que yo creía que eran amigos se han dedicado a traicionarme amenazados por el filo de tus hachas. Voy a tener que replantearme muchas de mis amistades. Soy Yerma y nada puede detenerme. ¿De verdad creías que eras un enemigo para mí? He matado a los magos más poderosos de este mundo. He hecho llorar de dolor a los paladines más preparados. Soy la figura oscura de la noche con la que se asusta a los niños. ¿Qué tienes tú, pequeño enano, para que yo te tema?

—Tengo una mala leche considerable, mago. Y te voy a arrancar los párpados para que puedas divisar en toda su magnitud la serie de atrocidades que voy a hacer contigo.

—Eso lo dudo.

Yerma se arrodilló al lado del enano. Extendió su dedo índice y lo acercó al ojo derecho de Grux. El dedo tomó un color rojizo y emitía un calor infernal. Un ruido empezó a molestar a Yerma antes de que siguiera con su castigo. Era Rej. Parecía que el mago estaba emitiendo una serie de ruidos con su garganta.

—Haced que ese mago se calle —ordenó Yerma a sus hombres—. Ahora, muere enano —continuó el mago llevando su dedo al ojo.

Una especie de grito sónico proveniente de Rej surcó el desfiladero. Se hizo la noche para Grux.

***

—Esa historia es una mierda —dijo uno de los parroquianos de la Luna Azul.

—Sí, todos sabemos que el enano murió. Ya lo hemos oído antes. Y con él cayeron el bardo y el mago —continuó otro.

Todos los presentes empezaron a reír y a jalear el nombre de Yerma y a lanzar maldiciones sobre nombre del malogrado reino de Haraz. Mientras, el hombre que narró la historia, agachó la cabeza. Acto seguido se limpió las lágrimas que habían salido de sus ojos tras contar la historia. Alzó los brazos y la cabeza. Había una sonrisa dibujada en sus ojos y habló.

—Si el enano está muerto… ¿Por qué acaba de entrar por la puerta de esta cloaca?

Todo el mundo se giró para mirar hacia la entrada. Una figura pequeña se erguía en el umbral de la puerta de la taberna. Estaba riéndose, sostenía dos hachas con sus manos y le faltaba un ojo. Se aclaró la garganta antes de hablar.

—Gracias por la presentación Rej. Ahora, sucios bastardos, vais a morir todos, pero antes, ¿cuál de vosotros va a decirme dónde encontrar a Yerma? Ya se me escapó una vez y no volverá a pasar…

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Runners

por Relato ganador

Me acomodé, resguardándome de la lluvia, debajo del improvisado tejadillo hecho con las grandes hojas de cedro rojo gigante entrelazadas entre sí y me acerqué lentamente los viejos y oxidados prismáticos a los ojos con la esperanza de poder ver cómo engañábamos a los reptantes una vez más, poniéndoles un jugoso caramelo de carne al alcance de sus bocas. Desde la frondosa copa del árbol, a más de veinte metros sobre el suelo, tenía una privilegiada perspectiva de lo que iba a ocurrir. Habíamos tenido que recurrir de nuevo al arriesgado juego del señuelo, porque desde ayer los pequeños temblores de tierra que percibíamos a través del grueso tronco nos advertían de una inminente amenaza. Era evidente que nos estaban siguiendo el rastro desde hacía varios días y que estaban a punto de dar con nosotros. Nuestra única esperanza ahora era desviarlos, apartarlos del grupo, porque ni siquiera la altura que nos separaba del suelo nos protegería de su terrible ataque. Así lo habíamos acordado la noche anterior de común acuerdo durante la asamblea. Los seis cebos fueron, como siempre, voluntarios, con la sola condición de que superaran el metro y medio de altura, de más o menos unos catorce ciclos de vida, aunque en realidad daba igual su edad porque lo importante era la longitud de sus piernas. Los llamábamos «héroes» porque nos gustaba esa palabra a pesar de lo que antiguamente pudiera representar, pero ahora no había ningún afán de gloria. Todos los abrazamos de corazón: iban a arriesgar sus propias vidas para intentar salvar al grupo. Los abrazos no eran de felicitación, eran de despedida.

Miré con detenimiento a los seis héroes, pero especialmente a Marc, el de los ojos de pillo, era la primera vez que se ofrecía, y me pregunté de dónde sacaría tanto valor ese chaval como para enfrentarse a semejantes monstruos. Yo sabía lo que se sentía en esos momentos, lo había vivido más de una docena de veces en mis propias carnes. Sé que intentas no pensar en nada y menos aún en las terribles bestias a las que esperas dando pequeños saltitos para reclamar su atención con el corazón en un puño y, de paso, calentar los músculos. Únicamente piensas en correr. Correr como nunca, sin tropiezos y sin mirar atrás. En esos momentos de angustia sólo miras con el rabillo del ojo a tu compañero, te reconforta su presencia. Para salvarse hay que correr más que ellos cambiando constantemente de dirección y dando grandes saltos para confundirlos, pero si fallas, te comen. Lo que viene a por ti lo oyes acercarse reptando y aplastando con violencia la vegetación con su mole de más de quince metros de longitud haciendo temblar la tierra bajo tus pies. Todo ocurre en silencio, no rugen, ni chillan, no emiten sonidos porque del lugar de donde provienen no los necesitan, se comunican de otra forma más eficaz. Son la muerte silenciosa, cruel y fría, como las cuevas de donde salieron.

Aparecieron de repente, uno de debajo de la tierra a escasos metros de ellos y otros dos, uno por cada lado, surgiendo de entre la espesa vegetación. Del susto casi se me cayeron los prismáticos y todos a mi alrededor dieron un respingo, silenciando un grito entre sus manos.

«¡Largaos ya de ahí!», grité dentro de mi mente. Los tres enormes reptantes abrieron sus bocas babeantes excitados por el olor de la comida y, aunque los había visto muchas veces, algunos de ellos a apenas un metro de mí, seguían impresionándome. Eran enormes gusanos de unos tres metros de diámetro sin cabeza. En su lugar tenían una enorme boca con tres hileras de afilados dientes inclinados hacia dentro y una mandíbula exterior independiente con grandes paletas hacia afuera, que era con la que horadaban la tierra y sujetaban a sus presas hasta dejarlas caer entre sus fauces. Seis pares de gruesas e inquietas antenas les nacían desde el final de la boca y subían hasta la parte superior. Gracias a ellas recibían toda la información posible de su entorno, recogiendo del aire los rastros de todo ser vivo al estar dotadas de quimiorreceptores. Incluso les permitían detectarnos por el calor de nuestros cuerpos. Evidentemente no tenían ojos, no les hacían falta.

Todo sucedió muy rápido y pese a la densa y cálida bruma perpetua que cubría el suelo, y que me impedía distinguir con claridad lo que estaba sucediendo abajo, los pude ver. Los héroes salieron en estampida lanzados como por un resorte para dispersarse rápidamente por parejas corriendo en distintas direcciones. La partida de caza había comenzado. Los perdí de vista enseguida y mientras desaparecían entre la espesa vegetación, les deseé suerte en su titánico combate; pero también les deseé suerte por todos los que dependíamos de ellos.

Los repugnantes cuerpos de las bestias desaparecieron tras ellos, olfateando el aire con sus asquerosos apéndices para no perder su rastro. Eran auténticas moles de quince a veinte metros de largo, de un color blancuzco ligeramente translúcido y estaban divididos en anchos anillos que les permitían girar en ángulos increíbles, erguirse y caer sobre sus presas para engullirlas directamente. Reptaban con tremenda rapidez haciendo oscilar su mole de un lado a otro como una serpiente o arqueaban su cuerpo para lanzarlo hacia adelante.

Un pesado silencio cayó a plomo cuando dejamos de oír el rastro de vegetación aplastada que dejaban en su desenfrenada cacería los reptantes. Sólo podíamos esperar, esperar en silencio y con el alma encogida, por ellos y por nosotros. Tal y como lo decidimos ayer, teníamos que adelantar el desplazamiento y marcharnos hoy porque este sitio ya no era seguro. Volvimos a hacer el escaso equipaje que poseíamos para ir de nuevo a ninguna parte, para cumplir la misma rutina que hacemos por seguridad cada tres días, a no ser, como hoy, que las circunstancias nos obliguen a adelantarlo. Tres días es el máximo que permanecemos en un mismo refugio, es el tiempo justo de descansar, avituallarse, curarse las heridas con emplastos naturales y tratar de convertirlo en un hogar. A pesar de la mugre que constantemente cubre nuestros cuerpos nos preocupamos por juntarnos en la cena lo más aseados posible. Hay días que durante la asamblea parecemos relajados y hasta cierto punto felices, o al menos luchamos por aparentarlo, pero la maldita lluvia perpetua nos recuerda con su monótona melodía que ya no pintamos nada en este mundo.

—¡Ahí están, miradlos! ¡Por allí vienen! —gritó uno de los niños que había en el grupo y que no había dejado ni un solo momento de escrutar el follaje en todas direcciones.

Su hermano y los cinco héroes restantes aparecieron abriéndose paso entre la tupida vegetación alzando sus machetes en señal de victoria. Habían conseguido despistar a los reptantes y alejarlos lo suficiente de nosotros. Descendimos de los árboles aliviados y emocionados, deseando abrazarlos. Trataron de aparentar tranquilidad, pero sus caras todavía reflejaban la tensión del tremendo esfuerzo y de la angustia que se siente cuando la muerte te pisa los talones.

Como siempre hacíamos antes de irnos de nuestro campamento, grabamos unas marcas en los troncos de los árboles donde habíamos acampado con el nombre de nuestro grupo, los Bluemoon Runners, para que quien pasara por allí supiera que sobre sus cabezas tenía un refugio ya preparado. Así les ahorrábamos el duro trabajo de tener que unir las copas de aquellas inmensas moles con lianas y tendrían más tiempo para descansar.

Lo siguiente era recolectar. No había tiempo para celebraciones, en el suelo estábamos expuestos a otra amenaza: éramos más vulnerables al ataque de las ratas tigre, parientes de las ratas de cloaca convertidas en engendros de dos metros de longitud con afilados dientes de carnívoro, de lomo gris y ojos blancos. La única ventaja que teníamos sobre ellas era cuando las superábamos en número, porque solían merodear en grupos pequeños, no más de ocho, y sabían, puesto que aprendían rápido, que nuestras saetas mataban. Su táctica preferida consistía en acechar ocultas agazapadas y llevarse a uno o dos de nosotros antes de que pudiéramos reaccionar los demás, para despedazarlos tranquilamente al amparo de sus madrigueras.

Formamos un anillo exterior de protección y comenzamos a recolectar. Lo hicimos en silencio, rodeados por la densa bruma y atentos a cualquier ruido. Recogemos sólo los frutos maduros y sólo la cantidad que necesitamos para un par de días. Únicamente rompemos el silencio para comunicarnos entre nosotros dando chillidos agudos imitando los de las ratas.

Oí algo. Levanté el brazo con el puño cerrado y di dos chillidos cortos y uno largo. Todo el mundo se paró y contuvo la respiración fundiéndose al mismo tiempo con la vegetación. Cada uno sabía lo que tenía que hacer, no nos hacen falta las órdenes ni hay que hacer preguntas. Los recolectores se agruparon y cerraron sin hacer ruido los canastos al tiempo que empuñaban sus ballestas, mientras tanto los niños como las embarazadas se pegaron a sus porteadores. Silencio absoluto. Observamos en tensión el perímetro a la espera de que pasase algo. Al cabo de unos instantes lo volví a oír y, a pesar del lento repiqueteo de la lluvia, logré posicionarlo y focalizarlo; parecían arañazos.

«Hay algo por aquí cerca que se está afilando las uñas… y eso que el día se las prometía felices…», pensé, y agudicé el oído. Habíamos aprendido a detectar sonidos aislándolos del repiqueteo de la lluvia. Hice un gesto a mi compañero de la izquierda, Robert, indicándole la dirección de donde procedía y de que me siguiera flanqueándome por la derecha; mientras, yo iría directo hacia el desconocido. El resto se preparó para huir ante cualquier señal de alarma. No nos esperarían, no podíamos permitirnos el lujo de esperar a nadie, fuera quien fuera, porque suponía poner en riesgo al resto. A ninguno se nos olvidaba que nuestro dispar grupo llegó a tener setenta y ocho miembros y que ahora sólo quedábamos treinta y cinco.

Avanzamos lentamente apartando la densa vegetación con el machete, pero sin cortarla, apuntando al frente con la ballesta. Mi visibilidad era de unos veinte metros, suficiente para poder ver a Robert con el rabillo del ojo escoltándome agazapado. Habíamos recorrido unos cincuenta metros y cuando estaba a punto de llegar al lugar del que procedían los arañazos, cesaron. Lo único que oí entonces fueron los latidos de mi corazón. Levanté el puño y mi compañero se paró mimetizándose con la vegetación. De repente apareció un aullador. No me dio ni tiempo para dispararle, me quedé paralizado, pero en el instante en que ya caía sobre mí, un sonido seco rompió el aire acompañado de un silbido. Fue la saeta de mi escolta atravesando el aire lo que en una fracción de segundo decidió que yo siguiera viviendo. El mono cayó sobre mí atravesado de parte a parte, pero vivo aún, y en un último intento de cobrarse su presa trató de morderme la cara con su mortífera dentadura. Sentí su fétido aliento tan cerca que cerré los ojos y contuve la respiración. Sus cuatro colmillos amarillentos de diez centímetros de largo, capaces de atravesar de un solo mordisco un cráneo humano, daban furiosos mordiscos al aire salpicándome con blancos espumarajos. Cogí el machete y se lo hundí lentamente por debajo de la barbilla hasta llegarle al cerebro al tiempo que Robert llegaba a mi lado con la ballesta cargada y sin dejar de apuntar en todas direcciones.

—¿Estás bién? —me preguntó en un susurro.

—No estoy herido. Gracias por cubrirme —le respondí, y sin perder tiempo comencé a despellejar el cadáver del aullador.

Separé la poca carne comestible del lomo de la dura piel y extraje los tendones que recorrían sus poderosas patas y que los catapultaban a increíbles distancias. Estos extraordinarios alambres naturales constituían el alma de nuestras ballestas después de haberlas tratado con el látex que extraíamos de las Heveas Brasilensis, adquiriendo una robustez y elasticidad especiales, hasta el punto de que las flechas de caoba eran capaces de atravesar un tronco de dos palmos de diámetro.

Volvimos con el escaso botín junto al grupo avisando de nuestra llegada con varios chillidos en forma de santo y seña.

—Malas noticias —les dije una vez se agruparon en torno nuestro—. Hemos matado a un aullador de los tres que debían formar la avanzadilla, pero los otros se nos han escapado. Lo malo es que estaban escarbando la tierra que tapaba el hoyo de la letrina. Y si estaban siguiendo nuestro rastro ya lo han encontrado. Sé que llegamos ayer y no hemos descansado lo suficiente, pero hay que adelantar el desplazamiento, no podemos quedarnos ni un instante más aquí.

Nadie dijo nada, ni siquiera la propia selva, porque desde hacía muchas generaciones ningún pájaro había vuelto a cantar entre sus ramas; la habían despojado de su maravillosa voz dejándola muda.

Miré hacia arriba y un profundo temblor recorrió mis entrañas, oscuras figuras atravesaban las copas de los árboles a una velocidad vertiginosa desapareciendo entre las ramas en segundos. Cerré los ojos un instante para poder controlar el terror que me había invadido. Traté de pensar que no estábamos allí o que habría alguna forma de proteger a mi gente trasladándola a otro sitio con sólo pensarlo. La lluvia aprovechó para escurrirse por mis lisos párpados y remansarse en mis cuencas. Los aullidos de centenares de monos llamando a la muerte traspasaron con un súbito estremecimiento todo mi cuerpo.

El ataque nos cogió por sorpresa porque no pensábamos que fuera a ser tan inminente, no podían estar tan organizados como para tenerlos ya encima nuestro, pero era obvio que habíamos subestimado a esas malditas bestias depredadoras. Por desgracia, su vertiginosa evolución aparejó un cambio brusco de sus hábitos y la transformación en insaciables carnívoros fue en gran medida la responsable de la extinción de la biodiversidad que sobrevivió al Fenómeno; colonizaron el nuevo mundo como una horda comiéndose todo lo que volaba, corría o reptaba, incluso su voracidad los llevó al canibalismo cuando no encontraban suficiente comida. Tenían unas extremidades poderosas, capaces de hacer volar su pesado cuerpo de cincuenta kilos entre los árboles con extrema rapidez. Su pelaje negro los hacía invisibles de noche y sólo los veías gracias al collar de pelo gris que rodeaba su cuello, aunque generalmente ya era demasiado tarde. Medían un metro y medio en edad adulta, sin contar una cola corta y robusta que los anclaba a las ramas. Pero sus mejores armas estaban en sus mandíbulas, habían desarrollado una dentadura aserrada con cuatro terribles colmillos, acompañados de una tremenda presión en la mordida; una vez que mordían sólo relajaban la mordaza si les cortabas la cabeza.

El griterío era ensordecedor, extenuante y claustrofóbico, pretendían paralizarnos de terror. Pero todavía éramos humanos y teníamos un precio. Nos apiñamos en un estrecho círculo apuntando con las ballestas hacia el cielo, mientras seguíamos viendo pasar bultos negros de rama en rama. Nos estaban rodeando. Mi padre se dispuso a decidir por todos, no era el momento de hacer asambleas.

—¡Si corremos les daremos la espalda y nos cazarán, ya han contado con ello, veo aulladores esperándonos en un anillo más alejado! —dijo a gritos mirando por mis prismáticos. Giró lentamente hasta completar una vuelta sobre sí mismo haciendo recuento—. ¡Son un centenar en el anillo interior y unos treinta en el exterior! —volvió a gritar.

El suave repiqueteo de las gotas golpeando las lentes de los prismáticos llenó el silencio que se hizo de repente. Se habían callado al unísono. Iban a atacar.

«Ciento treinta contra treinta y cinco… ¡estamos jodidos!», pensé, mientras notaba cómo se erizaba el escaso vello de mi cuerpo. Ya sólo reaccionaba así con estas sensaciones, porque desde el Fenómeno ya no hacía frío, ni cambios de temperatura, de hecho a pesar de la lluvia constante, hacía mucho calor. Siempre el mismo. No, mi cuerpo reaccionaba al miedo, a la sensación de impotencia y de indefensión, no éramos nada allí abajo, no valíamos nada. Sentía miedo por los niños pequeños y por las embarazadas, que no tendrían la oportunidad de salvarse corriendo llegado el momento, pero sobre todo y más que por mí incluso, por mi mujer, que estaba a punto de parir a nuestro segundo hijo.

«Lou…», pensé mientras la miraba cargar su ballesta apoyándola sobre su inmensa panza, «¡suerte cariño!».

—¡Vamos a formar un gran cuadrado! —gritó mi padre rompiendo mi letanía—, ¡un círculo de nueve en cada esquina!

Todos lo miramos asombrados por su repentina reacción.

—¡Cada círculo formadlo alternando uno con machete y otro con ballesta y en el centro repartid a las embarazadas y a los niños cubriendo nuestras cabezas! ¡Escuchadme bien, disparad a mi orden y rotad media vuelta! —siguió gritando, aunque en realidad ya no hacía falta que lo hiciera, sólo oíamos ramas que se rompían a nuestro alrededor.

Entendimos perfectamente su improvisado plan, quería que mientras los que estaban en el exterior de cada círculo disparaban, los que quedaban en el interior fueran cargando sus ballestas, así con cada medio giro habría tres saetas volando de nuevo, sin parar, protegidos en todo momento por los que blandían machetes. Formaríamos una perfecta máquina de guerra.

—¡Desbrozad a nuestro alrededor todo lo que podáis! ¡Ya!

Lo hicimos sin tiempo para pensar, sin vacilar pero, sobre todo, sin mirar arriba. Algunas flechas ya volaban por encima de nuestras cabezas para poder ganar algo de tiempo. Conseguimos despejar una franja de varios metros con la terrible sensación de que en cualquier momento nos iba a caer encima algún aullador. Tuvimos suerte y pudimos completarlo. Compusimos las torres humanas de defensa y nos preparamos para su embestida. Yo me puse en la que se hallaba Lou, no estaba dispuesto a que la arrastraran al interior de la selva y no poder hacer nada por salvarla. Su belleza me abstraía de todo, sólo con mirarla entendía que todavía había algo bueno en este mundo por lo que sobrevivir. Era la única que no se rapaba la cabeza, se negaba aún a riesgo de tener los problemas que nos causaba la constante humedad, era su aportación al inconformismo y a la tenacidad, aunque algunos decían que era por pura cabezonería. Cruzamos nuestras miradas y con esos profundos ojillos marrones me dijo todo lo que yo tenía que saber, la misma mirada que me consoló cuando perdimos a nuestro primer hijo, devorado junto con su porteador por un reptante.

Atacaron. Un largo y agudo aullido dio la señal de ataque y todos enloquecieron de repente. Su ancho cuello formaba una magnífica caja de resonancia y hacía que sus gritos llegaran a kilómetros de distancia. Un profundo olor a pelo mojado anticipó su llegada.

—¡Disparad!

Una primera andanada al grito de mi padre rugió entre los árboles haciendo caer a unos cuantos monos, atravesándolos de parte a parte.

—¡Girad! —ordenó al instante.

Y como si realmente de una perfecta máquina se tratara, los cuatro círculos rotaron media vuelta al mismo tiempo en un segundo.

—¡Disparad!

Otra andanada rasgó el aire. Pesados bultos caían desde las alturas rebotando en las ramas gruesas y rompiendo las finas para acabar estrellándose con estruendo contra el suelo. De pronto apareció volando de entre el follaje una primera embestida a ras de suelo, cuatro aulladores, lanzándose con los brazos estirados y con las bocas abiertas, pero fueron repelidos a golpe de machete.

—¡Girad!

Eso era todo lo que necesitábamos oír. Nos reconfortaba el golpe seco que producían las saetas al salir disparadas al unísono y su siniestro siseo al abrirse camino por el aire.

—¡Disparad! ¡Girad!

La lucha era frenética y cada vez aullaban con más fuerza, parecía como si estuvieran invocando a todos los monos del mundo. El sonido hueco de las saetas al entrar en su dura carne nos animaba, con cada uno que matábamos nuestras posibilidades de sobrevivir crecían. Ya no éramos uno contra cinco. En esta guerra desigual estaremos siempre en desventaja, estas bestias peludas que nos acechan son distintas a todas las demás por su inteligencia y porque nos superan en número. La aplastante superioridad numérica la consiguieron desde el principio del Fenómeno, su nueva anatomía hipotecó nuestro futuro con camadas de más de ocho crías, y ahora ya son incontrolables.

—¡Disparad! ¡Girad!

Un grupo de seis cayó en medio del cuadrado en el momento en el que los ballesteros estaban cargando sus armas y, a pesar de verlos venir saltando de tronco en tronco, no pudimos repelerlos. Los que nos defendían con machetes trataron en vano de proteger a sus compañeros, pendientes de cargar sus ballestas, pero estos aulladores habían venido a luchar, y nos golpearon con sus largos brazos tratando de hacernos caer para descomponer las cerradas defensas que tanto daño les estaban causando. Lo consiguieron en parte. Rabiosos por los profundos cortes que estaban recibiendo optaron por hundir sus garras en los que pudieron y los arrastraron a la espesura. Se llevaron delante de todos a dos compañeros y a un niño, y no pudimos hacer nada por ellos.

—¡Recomponed la defensa! ¡Formad ahora un solo círculo! —gritó mi padre.

Pero el ataque había terminado. Ya habían conseguido presas con las que saciar su hambre y debieron decidir que era inútil seguir muriendo. En silencio manteníamos la tensión y las ballestas alzadas, y por todos nosotros pasaba el incontenible deseo de ir tras el rastro de nuestros compañeros para tratar de salvarlos como fuera, pero al mismo tiempo éramos conscientes de que haciéndolo moriríamos todos. Miraba a mi padre cómo daba órdenes a los demás y cómo los organizaba. Estaba felicitando a Al, un chaval de doce ciclos que había luchado ferozmente codo con codo como un adulto. Estaba herido en un brazo y por el profundo corte brotaba un reguero de roja sangre que salía rabiosa de su cuerpo impulsada por los latidos de su potente corazón, para perder rápidamente su color diluida por los regueros de agua que le lamían el brazo.

—No podrán con nosotros —lo animaba mi padre—, mientras haya valientes como tú.

Veía en mi padre a una generación muy distinta a la del niño, sobre todo por las notables diferencias en su constitución, y no pude dejar de pensar, sin quererlo, qué sería de nosotros sin él. Nos había contado tantas cosas del pasado que podíamos formarnos perfectamente una idea de cómo fue este mundo.

—Esa información no se debe perder —decía con seriedad—, no olvidéis nunca que nuestra obligación es pasar ese legado de generación en generación.

Una vez nos contó cómo había empezado todo. Catorce generaciones atrás, una tal Paula Cruz, bioespeleóloga de la Fundación WWF, advirtió de un fenómeno increíble que estaba revolucionando el subsuelo: algunas especies de troglobios estaban desarrollando un tamaño inusual en ellas. Llevaba varios años estudiando a estos pobladores de las cuevas en la Mammoth Cave, en Kentucky, y centrado específicamente sus investigaciones en los troglomorfos que sobrevivían a dos kilómetros de profundidad. Le fascinaban aquellas criaturas ciegas de veinte centímetros de longitud que se habían adaptado a la oscuridad y que, al no tener ojos, habían hiperdesarrollado sus otros sentidos; de hecho, las encontraba fascinantes por sus hábitos carnívoros y saprófagos. Le maravillaba su capacidad de adaptación con constantes modificaciones anatómicas, fisiológicas y de comportamiento, que ella achacaba a las condiciones especiales que se daban en las profundidades de la tierra.

Pero había un factor que estaba alterando aquellas condiciones: la temperatura en el interior de la tierra estaba subiendo, no hacían falta aparatos especiales para apreciarlo, no era desde luego imperceptible, bastaba con apoyar la mano en las paredes de la cueva para notar caliente lo que antes era frío. Eso provocó un considerable aumento de la humedad, derivado de la elevada evaporación de los ríos interiores y afectando directamente a troglobios más permeables al agua: los troglomorfos albinos. Hasta que un día Paula Cruz y su equipo entraron en una galería que descendía aún más, en la que nunca habían estado, y un espécimen del tamaño de un hipopótamo pequeño los atacó. La bioespeleóloga salvó la vida gracias a los tres ayudantes que ese día la acompañaban y que consiguieron matar al monstruo utilizando las piquetas con las que se abrían camino. Quisieron arrastrar el cuerpo inerte del espectacular gusano para estudiarlo, pero empezaron a escuchar cuerpos que se arrastraban hacia ellos. Alumbraron hacia el interior de la galería para descubrir con horror que las paredes estaban cubiertas por cientos de gusanos iguales al que tenían a sus pies. Dejaron allí los restos del troglomorfo que los había atacado y lo último que vieron mientras huían despavoridos era cómo el resto de sus congéneres se lanzaba a devorarlo. Las mediciones que habían registrado arrojaban unos datos preocupantes: la temperatura del suelo en el interior de la cueva había subido veinte grados, y la humedad relativa estaba próxima a la saturación.

Las conclusiones a las que pudo llegar la comunidad científica fue que el núcleo de la Tierra debía llevar cientos de años sufriendo una alteración en la desintegración radiactiva de uranio, torio y potasio, que supuso una alteración en la generación de calor, fundiendo probablemente gran parte de los metales sólidos, incluidos el hierro y el níquel. El gradiente geotérmico se alteró dejando en la corteza terrestre temperaturas incompatibles para la vida animal con resultados catastróficos. Este Fenómeno se hizo palpable en todo el planeta en poco tiempo. Y una cadena de bruscos cambios modificó todo el equilibrio natural. Los lechos de los océanos se calentaron provocando un aumento de veinte grados en la temperatura del agua y, como consecuencia colateral, una alteración en el delicado equilibrio químico de producción de carbono, por lo que los niveles de PH del agua del mar se dispararon causando la extinción masiva de la vida marina. Sólo algunas especies de carroñeros sobrevivieron dándose auténticos festines. Al mismo tiempo el hielo se derritió, el exceso de calor del suelo fundió los polos y los glaciares.

Pero este Fenómeno benefició a la vida vegetal propiciando unas condiciones de humedad y calor similares a un invernadero, facilitando que se desarrollara una flora descomunal y voraz. Se desencadenó inevitablemente un nuevo ciclo atmosférico basado en la tiranía del agua: ésta se evaporaba con la misma rapidez con la que volvía a caer. En poco tiempo el planeta se cubrió de una gruesa capa de nubes grises y una densa bruma perpetua. La Tierra quedó sumida en la penumbra. La humedad lo corrompió todo hasta los cimientos y desde entonces vivimos en un mundo fantasmal y sin sombras.

—¡Mantened la atención! —la voz de mi padre resonó entre los árboles—. ¡Un grupo de seis que bata el perímetro!

Sin decir nada nos miramos y salimos. Desde hacía algunas generaciones no nos hacía falta hablar para entendernos, sin saber cómo nos comunicábamos con la mirada, bastaba mirarnos para saber lo que el otro estaba pensando. Formamos tres parejas y nos separamos para explorar a nuestro alrededor. Siempre íbamos por parejas por dos razones: porque había más posibilidades de que al menos uno pudiera volver y dar la voz de alarma y porque nos reconfortaba pensar que si atrapaban a uno de los dos, y si era inevitable, el otro trataría de ahorrarle el sufrimiento de ser devorado vivo disparándole una saeta al corazón.

Intenté calmar mis pulsaciones, con los golpes que daba mi corazón en el pecho tenía el convencimiento que iba delatando nuestra posición. Es difícil explicar el miedo que se siente cuando tu vida está en juego y más aún cuando sabes que eres frágil al lado de tu enemigo. Eso debieron de sentir hace ya mucho tiempo los que vivieron el Fenómeno, sobre todo los que se quedaron en las ciudades, convertidas en auténticas ratoneras.

Los reptantes salieron de las entrañas de la tierra devorando todo a su paso. Un imparable ejército de colosales troglomorfos hambrientos salió por cuevas y grutas para sembrar el caos. Llegaron cuando el Fenómeno ya estaba cambiando este mundo y en poco tiempo acabaron con lo quedaba en pie, tragándose a cualquier ser vivo que se moviera. No hubo donde esconderse. Sembraron el caos apareciendo en medio de las ciudades, aprovechando los túneles y los conductos, incluso escarbando con sus poderosas mandíbulas exteriores nuevas y profundas galerías. Trataron como pudieron de defenderse de esas bestias, pero a pesar de matar a miles, no dejaron de salir más y más. Las balas entraban en sus cuerpos con un chasquido seco y quedaban alojadas en sus gelatinosos cuerpos sin causarles apenas daño. La única defensa posible que había contra ellos era el sol, pero cuando aparecieron ya estaba oculto por las nubes. Los malditos engendros morirían abrasados por sus rayos al carecer de tegumentos protectores, legado de su origen subterráneo. El fototropismo negativo era realmente su único talón de Aquiles.

—¡Volved, está claro que se han ido! —gritó de nuevo mi padre—. ¡Sacad piel y tendones, todo lo que podáis, que nos vamos!

Nos reunimos unos pocos mientras los demás terminaban de empaquetar el botín de la batalla y juntos establecimos la dirección y la duración para el desplazamiento de hoy. Teníamos como único objetivo llegar al borde exterior de esta maldita selva, si es que existía, y encontrar un sitio seco donde poder vivir en paz e intentar hacer de él un hogar, algo que desde hacía muchas generaciones no había tenido nadie. Por eso íbamos cubriendo cuadrículas, nos permitía ir confeccionando un mapa en el que marcábamos los emplazamientos donde habíamos estado y así evitar desorientarnos. Nos movíamos corriendo y dando grandes saltos y sólo hacíamos tres breves paradas hasta completar el desplazamiento, unos cincuenta kilómetros. Era tremendamente duro abrirse paso entre la densa vegetación a golpe de machete mientras volabas dando grandes zancadas. La bruma nos dificultaba la visibilidad, pero por suerte habíamos desarrollado unos reflejos increíbles que nos ayudaban a sortear obstáculos en décimas de segundo. Mi padre muchas veces se reía desde atrás del grupo y cuando le preguntábamos la razón nos decía que parecíamos un rebaño de gacelas.

Pero el escándalo de la batalla no había pasado inadvertido en aquel mundo de depredadores y tantos pies pateando a la vez desenfrenadamente, junto con los impactos de los aulladores muertos chocando contra el suelo, habían enviado vibraciones inequívocas a kilómetros de distancia. Todos lo notamos. Nos miramos estupefactos mientras el hormigueo que producía el ligero temblor de tierra subía por nuestras piernas. Habíamos enviado señales de nuestra presencia allí y alguien venía muy deprisa a hacernos una visita.

—¡Vamos! —gritó mi padre dejándose el alma, sin poder disimular la angustia—. ¡Vamos, deprisa!

Nos gritábamos unos a otros cuando en realidad nos lo gritábamos a nosotros mismos. El miedo en estado puro normalmente te agarrota los músculos, te bloquea y te deja a merced de la amenaza, pero nosotros estábamos marcados desde pequeños con una impronta de seguridad: corre para sobrevivir.

Un grupo de abridores en cuña abría el paso a los demás tratando de despejar todo el ancho que podían, pero el sotobosque era tan tupido que todos teníamos que ir dando machetazos. Los porteadores de las parihuelas de las dos embarazadas iban en el centro del grupo, junto con los de los niños pequeños, que los llevaban atados a sus espaldas metidos en saquitos hechos con la piel impermeable de los aulladores. Y el grupo lo cerraban los más rápidos, tenían tanta potencia en sus piernas que si los dejábamos los primeros en poco tiempo los perderíamos de vista.

La tierra empezó a temblar con más intensidad haciendo vibrar las hojas de los helechos gigantes. Los teníamos muy cerca y los bufidos de los machetes cortando el aire se hicieron más rítmicos, al igual que los resoplidos de nuestra respiración expelidos por nuestros grandes pulmones.

—¡Seguid! ¡Cambiad de dirección!

El desesperado grito de mi padre llamó mi atención, había algo más en él. Volví brevemente la cabeza para mirarlo y vi horrorizado que se estaba rezagando. Había cumplido cincuenta y dos ciclos y desde hacía tiempo yo ya había notado que le costaba aguantar el ritmo de los demás. Sus pulmones y su corazón no estaban tan adaptados como los nuestros y esa pequeña diferencia resultaba vital en estos momentos. Era el último de su generación que quedaba en el grupo y quizá por eso tenía una sabiduría especial. Siempre lo escuchábamos con atención y aceptábamos sus indicaciones sin cuestionarlas. Nos había contado infinidad de cosas que no estaban en los pocos libros que aún conservábamos, y gracias a él todos sabíamos leer y escribir. En esto siempre había sido inflexible y, a pesar de que no encontrábamos su utilidad, nos hizo prometer que lo enseñaríamos a las generaciones futuras. Su aportación siempre había sido crucial y había conseguido que todos lo consideráramos nuestro padre, de alguna manera todos formábamos una gran familia alrededor de él. Pero desgraciadamente, ya era viejo.

«¡Hoy no, por favor, todavía no!», pensé sin dejar de correr. «¡Dejad que nos vayamos!», supliqué mientras ayudaba a los porteadores de Lou a abrir camino. Intentaba mirar atrás pero ni podía, ni debía, porque si yo tropezaba alguien más caería conmigo.

—¡Vamos, aguanta!

Le grité para que pudiera oírme y acabé volviendo la cabeza, y lo miré. Cruzamos nuestras miradas un instante, un breve instante velado por la lluvia, pero suficiente como para recibir su mensaje: se estaba despidiendo de mí.

—¡No, por favor, no te rindas! —supliqué de nuevo—. ¡Corre, sálvate…!

La ansiedad de no poder ayudarlo estaba consumiéndome demasiado oxígeno y me estaba restando concentración. Las ramas aparecían a una velocidad increíble y teníamos el tiempo justo de cortarlas antes de chocar contra ellas. Nos iba la vida en ello. Debíamos seguir haciendo lo que siempre habíamos hecho: huir.

Le había llegado la hora. La tierra crujió y escupió un reptante de veinte metros muy cerca de él. La bestia avanzaba aplastando la vegetación y abriéndose paso a dentelladas enloquecida por el olor a carne. Mi padre se desvió intentando llevársela tras él y el maldito animal surgido del infierno hizo su elección. El resto del grupo estaba casi fuera de su alcance y lo seguro era ir a por la presa más lenta. Justo en el momento en el que la bestia cerraba sus mandíbulas sobre él hizo un cambio brusco de dirección librándose por poco del primer ataque. El quiebro la despistó por un momento haciéndola parar en seco. Levantó la parte delantera de su mole haciendo mover sus antenas alocadamente en todas direcciones mientras agitaba sus cientos de diminutas patas al aire.  Metódicamente rastreó el aire en busca de su comida y cuando encontró el rastro hizo girar su cuerpo en la nueva dirección con una brusca sacudida. La cacería empezó de nuevo y la distancia que había logrado ganar mi padre se esfumó en segundos. Enfurecido, el monstruo continuó su alocada persecución aplastando todo a su paso. Era evidente que contra el ataque de un carnívoro hambriento de ese tamaño no teníamos ninguna posibilidad, su suerte estaba echada. Lo último que notó fue el húmedo aliento de la muerte en su nuca. Trató en vano de defenderse con su machete intentando cortarle las antenas, pero lo apresó con sus grandes paletas aserradas y lo levantó del suelo. Irguió medio cuerpo mientras su presa se debatía lanzando desesperadamente machetazos al aire, y cuando se cansó del juego, abrió las mandíbulas exteriores y mi padre desapareció en su interior.

Seguimos corriendo sin mirar atrás durante mucho tiempo arrastrando en nuestra frenética carrera su recuerdo. Nadie hablaba, no era necesario, y sólo cuando paramos todos se abrazaron a mí.

—Gracias a todos. Nos toca seguir sin él —les dije, con la voz entrecortada entre la emoción y el cansancio, mientras maldecía en mi interior a la maldita lluvia por no dejar que las lágrimas lamieran a solas mi cara.

Miré hacia arriba siguiendo el curso de unas finas cataratas que caían rectas desde el dosel, recuperando lentamente el resuello con las manos apoyadas en las rodillas. Me quedé maravillado con lo que vi: en la copa de una ceiba de diez metros de diámetro y grandes contrafuertes, a cuarenta metros de altura, un grupo de orquídeas gigantes de distintos colores habían formado un anillo alrededor del tronco y evacuaban el agua que caía de las hojas como si fueran aquellas gárgolas antiguas que habíamos visto en los libros. El agua rebosaba sus grandes cuencos y caía en pequeños chorros formando una cortina natural alrededor del árbol.

—¡Acamparemos en este árbol! —dije sin poder apartar la vista de aquella maravillosa visión.

Tres jóvenes voluntarios que aún conservaban fuerzas se enrollaron los pesados haces de cuerdas y treparon por el tronco con una agilidad felina. Aseguraron los nudos y la polea y nos lanzaron los cabos. Poco a poco fuimos izando a todo el mundo y todas nuestras pertenencias, que no eran muchas. Entrelazamos hojas de palma que habíamos subido y en poco tiempo pudimos estar a cubierto. El suelo lo formamos con las omnipresentes enredaderas entretejiéndolas bajo el tejadillo y cubriéndolas con las secas y mullidas pieles de mono. Eso era todo nuestro hogar, un día tras otro. Agotados por el esfuerzo, y derrotados por la pérdida, cenamos en absoluto silencio lo recolectado por la mañana. Grandes pomelos, guayabas, papayones y unos ruibarbos era lo que la selva nos había propuesto para hoy, y nosotros le añadimos finísimos filetes de carne cruda de aullador. Nuestras energías no daban para más y deseábamos irnos a dormir para poder olvidar, aunque aún nos restaban unas obligaciones ineludibles. Menos los niños y las embarazadas, los demás nos dispusimos a organizar los turnos de guardia, las rondas y a decidir la ubicación de las letrinas. Un grito nos hizo levantarnos de un salto y mirarnos entre nosotros con desesperación.

—¡Rápido, ven, tu mujer ha roto aguas!- me anunció en un susurro Marc, el simpático chaval delgado como una rama nueva, que acababa de llegar adonde yo estaba y que tiraba de mi brazo al tiempo que me hablaba. Siempre sonreía, pero ahora más que nunca. Sus ojillos inquietos escondían una inteligencia y una fuerza especial y parecía como si su extrema delgadez lo estuviera poniendo constantemente a prueba.

—¡Vamos, que te lo vas a perder! —me dijo, ansioso por no perdérselo él mismo, su insaciable curiosidad no tenía fin.

Todos ayudamos en el parto, aunque poco podíamos hacer. Las mujeres parían de cuclillas. Si había complicaciones no podíamos hacer nada por ellas. Ese día no las hubo y mi segundo hijo vino a este mundo a darnos esperanza. Un nuevo hombre que luchará por llegar a algún sitio y formará parte de una nueva generación. Lloré de emoción al pegarlo a mi pecho y sentir sus pequeños latidos retumbando en mis entrañas. Lo que en esos momentos sujetaba entre mis brazos era lo único que en ese mundo representaba un futuro.

Desde el mismo momento de la concepción iniciamos una macabra cuenta atrás, pero entonces y más que nunca, tocaba luchar día a día por ganarnos uno más. El futuro ya no está en nuestras manos y de nada nos vale ahora lo que fuimos, lo que construimos o lo que creamos, porque no nos ha garantizado nada. Nos estamos adaptando y mejoramos con cada generación, somos más fuertes y más rápidos que las anteriores; también es cierto que cada vez somos menos. Tenemos una gran desventaja con nuestros enemigos que marca la diferencia: sólo alumbramos un hijo por año, si todo va bien. Esto, que permitió a la humanidad crecer a un ritmo sostenido durante siglos, ahora condiciona terriblemente nuestra supervivencia colocándonos por detrás de nuestros depredadores, que se reproducen a un ritmo demencial.

Me gustaría que nuestros descendientes no tuvieran que hacer este tremendo esfuerzo cada tres días para cubrir grandes distancias, ni que se sintieran amenazados constantemente. Sueño con que pudieran tener un hogar donde vivir sintiéndose protegidos, que pudieran crecer y morir dignamente. Daría mi vida para que no tuvieran que sentir la pérdida de un amigo, de un hermano, o de una madre sin poder siquiera pararse a llorar.

La vida es una macabra cuenta atrás, sí, y ahora más que nunca, pero seguiré luchando con todas mis fuerzas para que el final nos llegue, simplemente, después de haber vivido.

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Shota-kun

por Relato ganador

7 de diciembre de 1941

El pincel se deslizaba suavemente sobre el papel impregnándolo de un tono bermellón, el mismo color que el plumaje del pájaro que se acurrucaba en la jaula, un i’iwi que su padre había traído de Hawai meses atrás, cuando regresó de un viaje en el que había acompañado como escolta al falso vicecónsul Morimura Tadashi. Kobayashi Shota miraba fijamente al ave, acariciando la idea de sacarla de su jaula y verla desplegar sus alas. Siempre lo había impresionado cómo unos apéndices de aspecto tan quebradizo eran capaces de elevar los cuerpos de aquellos seres a los que envidiaba: se imaginaba surcando las nubes entre el ruido del viento, desprendido de su propio peso, elevándose en los cielos.

La puerta se abrió y apareció el semblante solemne de su padre. Como de costumbre, llevaba puesto su uniforme, sin una sola arruga, terso sobre su cuerpo como una segunda piel. Tras él, como atenuada por la magnificencia del guerrero condecorado con el que se había casado, su madre entró silenciosa. Sus ojos estaban enrojecidos, pero Shota lo atribuyó a su delicada salud.

Su padre se acercó a él, y se mantuvo a su espalda en posición de descanso, silencioso. Su madre también se colocó a su lado, ojeando las pulcras carpetas en las que decenas de acuarelas se apilaban.

Las palabras que no podía pronunciar le quemaban el estómago y la garganta mientras luchaba por no llorar: no podía decirle a su hijo que el tácito acuerdo entre su padre y ella había desaparecido, que la fantasía de que podría conservar a su hijo pequeño —el frágil y desestimado por el soldado con el que lo había concebido— tras haber entregado al hermano mayor, había acabado. No podía decirle que su padre había recordado que tenía otro hijo sólo después de que el primero hubiera muerto en Indochina hacía poco más de un año, luchando por arrebatar la península de las manos de Francia, lo que para ella resultaba tan absurdamente distante como si lo hubieran enviado a pelear contra unos invasores de Marte. No podía decirle que no poseía la voluntad para arrebatarlo de las manos del hombre que lo miraba impasible, como sopesando su potencial de combate, que ni siquiera había malgastado aliento discutiendo la situación con ella, que simplemente le había hablado del futuro de su hijo con la misma voz monótona con la que habría presentado un informe logístico: en los ojos del capitán Kobayashi Daichi se apreciaba la ausencia del mero concepto de drama personal, la carencia de compasión frente a una tragedia individual. No podía decirle que quería que la perdonase por dejarlo a merced de un mundo que exigiría su vida como se la había exigido a su hermano.

Había tanto que no podía decirle que sólo pudo hacer una observación sobre los dibujos que apenas miraba:

—Siempre dibujas pájaros…

Shota la miró, incapaz de percibir el dolor ahogado:

—Sí. Me gustaría volar como ellos.

Su padre le puso una mano en el hombro, un gesto que habría podido parecer afectuoso en cualquier otro.

—Volarás, hijo.

Su madre cogió el pincel con la delicadeza con la que no podía abrazarlo, lo aclaró en el cuenco de agua y lo secó con un trapo. Después lo guardó en una caja de madera lacada con una fina flor de cerezo taraceada en una esquina de la tapa. Años más tarde Shota no recordaría con claridad la cara de aquella mujer, pero sí sus manos pálidas junto a la flor. Su padre lo acompañó fuera de la habitación, mientras ella seguía con la mirada perdida en el agua en la que había lavado el pincel, donde los pigmentos carmesíes la habían teñido dándole el aspecto de un símbolo ominoso: un cuenco de sangre.

Shota tenía trece años la última noche que pasó en la casa paterna antes de partir hacia la escuela militar. Aquella madrugada en Japón fue la mañana de muerte que seis mil quinientos kilómetros más al este dejaba más de dos mil cuatrocientos cadáveres en el puerto de Pearl Harbor, ideogramas de carne rota con los que se rubricaba el sueño de un imperio delirante.

4 de junio de 1942

Había pasado medio año. Kobayashi era el cadete más joven de la Academia Aérea Naval de Kasumigaura. Su padre había pedido como favor especial que lo aceptaran tan pronto. Su padre había nacido el 1 de agosto de 1894, el mismo día que se declaró la primera guerra chino-japonesa, como si las estrellas manifestaran de esa manera que había sido creado para luchar. Su historial lo corroboraba. Había sido héroe en la batalla de Tsingtao contra el conde Maximilian von Spee, donde Japón había derrotado a Alemania. Había servido en el Hosho, el primer portaaviones del mundo, cuando los pilotos aún se enfrentaban como perros del aire en frágiles biplanos y podían verse las caras en medio de maniobras mortales. En 1931 había luchado en Manchuria hasta que ésta se convirtió en Manchukuo. Había vuelto a enfrentarse a China en el 37. Por último había luchado junto a su hijo fallecido en Indochina. No pudieron negarle el favor, igual que no pudieron negar su petición de que se tratara a su hijo como a un adulto.

En su afán imperialista, el sistema educativo parecía tener como objetivo la psicopatía inducida. Entre 1867 y 1912 el Meiji había decidido convertir un país medieval en una nación industrializada. Pero una sociedad que se ha forjado sobre el predominio de una casta guerrera no puede desprenderse del ansia de sangre como de un trapo viejo. Uno de los principios del samurái había sido el ai uchi, la destrucción mutua: filosóficamente representaba la capacidad de un guerrero para despreciar su propia vida y con ese vacío interior ser capaz de entregarse a la muerte propia y de su oponente. Esa entrega enfermiza se había idealizado, y el sacrificio era considerado un honor. En el santuario Yasukuni se deificaba a hombres comunes, soldados caídos en aras del deber que se convertían en eirei, espíritus guardianes del país. Para grabarlo en las mentes de las nuevas generaciones, los monumentos a los caídos tras la victoria contra Rusia en 1905 no se edificaron en los templos, sino en las escuelas. Se trataba del teatro perfecto para cualquier guerra: una nación educada para la muerte.

Toda esa obsesión se multiplicaba en la academia. Cada día era exactamente igual al anterior: el estudio agotador de matemáticas, historia, logística, estrategia, los entrenamientos físicos, el adoctrinamiento. Cada mañana, a primera hora, un profesor les repetía un párrafo del manual de instrucción como si fuese un sutra: «Ten en cuenta que al ser capturado no sólo deshonras al Ejército, sino que tu familia y tus padres jamás podrán levantar la cabeza de nuevo. Siempre guarda la última bala para ti».

Las paredes de las aulas estaban cubiertas con mapas del Pacífico Sur, con pequeñas banderas blancas marcadas con el círculo rojo clavadas en los territorios que en los meses anteriores había ido ocupando el Imperio: Sumatra, Singapur, Timor, Borneo, Java… Ese era el otro puntal de la propaganda, exaltar el orgullo del conjunto, no del individuo, grabar a fuego la noción de que cada hombre era una débil vara impotente, pero que el haz era irrompible. La grandeza era del país, lo que sólo dejaba al individuo las miserias, y la debilidad no era más que una imperfección personal. El sacrificio en mayo del portaaviones Shoho había permitido a los pilotos navales hundir el USS Lexington en el Mar de Coral, inflamando los sentimientos belicistas, olvidando a la tripulación muerta.

Aquel 4 de junio, poco antes de la hora del almuerzo, Shota practicaba por primera vez con un arma, un fusil de cerrojo. Salvo para la pintura, nunca antes había destacado en ninguna actividad manual. Su torpeza hizo que el mecanismo que expulsaba la vaina de la bala le atrapara la mano, haciéndole un profundo corte entre el índice y el pulgar. Como el niño que era lloró mientras lo llevaban a la enfermería. Horas más tarde sus compañeros lo insultaban y lo golpeaban por ello. Tras aquello, ahogó parte de sí mismo en su interior, no por miedo a futuras agresiones, sino avergonzado de su incapacidad para soportar el dolor. El sistema demostraba que era eficiente y brutal.

Muchas cosas cambiarían esa mañana, en la batalla de Midway. Desde la madrugada un centenar de aviones japoneses se preparaban para atacar el puerto: cazas Mitsubishi A6M Zero, torpederos Nakajima B5N, bombarderos de picado Aichi D3A. Para la defensa el almirante Chester Nimitz contaba con todo lo que había podido reunir, Grumman TBF Avenger, Martin B-26 Marauder, Douglas SBD Dauntless, SB2U Vindicator, Douglas TBD Devastator, Grumman F4F Wildcat. Durante más de trece horas en el cielo los combatientes trazaron veloces líneas de acero bruñido y plomo ardiente, precisas y letales como los cortes de un cirujano furioso. Los errores del almirante Nagumo Chuichi sembraron el lecho marino con cuatro de sus portaaviones, un crucero pesado, doscientos sesenta aviones y más de tres mil hombres.

El Imperio no lo sabía aún, pero esa había sido una herida que no pararía de desangrarlo hasta el final de la contienda.

13 de abril de 1943

Desde hacía un tiempo la censura no permitía que la imagen de la guerra fuese clara. De manera inexorable, la pérdida de terreno del Imperio había tenido la cadencia de un goteo. Hasta ese momento la superioridad de los Zero había sido evidente, pero con la llegada del Grumman F6F Hellcat y el Chance Vought F4U Corsair, las deficiencias estructurales de los cazas japoneses y la pérdida de pilotos experimentados eran cada vez más patentes.

Shota conocía todos esos aviones de sus clases, un catálogo de nombres exóticos que parecían las designaciones de míticas entidades vengativas. Eran los aviones contra los que seguramente combatiría cuando tuviera edad suficiente. Lo estaban entrenando para conocer a su enemigo, no sólo sus máquinas, sino su manera de luchar. Acababa de recibir una clase sobre la «Onda Tasch», la formación con la que los americanos habían conseguido hasta ahora equilibrar con los Zero sus aviones inferiores.

Shota comía todo lo rápido que podía. Gracias a la intervención de su padre sus compañeros cadetes eran mayores que él, y lo trataban con una condescendencia que lo obligó a alejarse de ellos. Así, el resto de la hora del rancho lo pasaba vagabundeando por las pistas de aterrizaje, viendo a los aviones realizar las maniobras de despegue y aproximación. Ese día, caminando sin un destino concreto, entró en el hangar número siete. Un avión, un Nakajima A4N, permanecía a la espera de ser reparado, con parte de las alas y la cabina marcadas por huellas de impactos. Se trataba de un modelo ligeramente obsoleto, pero Shota sentía curiosidad. Se acercó a él y se subió a una de las escalerillas que se erguían hasta el motor, expuesto como al principio de una delicada operación de cirugía. Pasó la mano para notar el contacto del metal. En un momento la detuvo junto a un corte en el nacimiento del ala. La coincidencia de la cicatriz de su mano y la del fuselaje, como si una fuese continuación de la otra, parecía poner de manifiesto su destino. Se sintió atemorizado, pero reconfortado a la vez, como quien logra por fin desprenderse de la ansiedad de una profecía.

Unas horas antes, el almirante Yamamoto Isoroku, la mente que planeó el ataque de Pearl Harbor, se encontraba en el Mitsubishi G4M Hamaki que caía en picado después de que lo derribara una escuadra de Lockheed P-38 Lightning junto a su escolta. Era la culminación de la Operación Vengeance, surgida de la captura fortuita de una comunicación por el personal de Guadalcanal. Cuando el ejército japonés recuperó los restos del almirante de la isla de Bouganville, no encontraron ni sus condecoraciones ni su espada.

20 de junio de 1944

Al comprobar cómo de manera casi intuitiva aquel chico dirigía el avión, el teniente Yukio Seki, instructor de vuelo, se sintió orgulloso. Se trataba de un cadete de diecisiete años que se enfrentaba a su primer vuelo de entrenamiento. Y en aquel Mitsubishi K3M Pine, parecía que había sido concebido con el aire como su medio natural.

Esa era la nueva generación que necesitaban, individuos capaces de enlazarse con el aparato como un simbionte: un ave biomecánica de guerra, el hombre y la máquina fundidos en una unidad letal, una entidad en la que la distinción entre piel y fuselaje era irrelevante. Sólo una pequeña parte de sí mismo se entristeció: incluso el mejor piloto, en una guerra como la que estaban luchando, tenía muchas probabilidades de ser el mejor piloto muerto.

Shota había encontrado por fin su sitio: surcando el cielo, sin saber que una vez fue una fantasía recurrente para él, se imaginaba trazando arriesgadas maniobras contra sus enemigos, esquivando fuego antiaéreo. Notar la potencia de aquel aparato bajo su control lo hacía sentirse invulnerable. Imaginó las cotas de destreza que alcanzaría, el respeto que haría ganar a su futura unidad, el reconocimiento de sus oponentes, cómo se convertiría en una pieza esencial y precisa de la maquinaria imperial.

Shota estudiaría con Yukio aquel verano, hasta que en septiembre al instructor lo trasladaron a Tainán, y poco después a la flotilla 201 de Filipinas.

Aquel día de su primer vuelo fue también el día de la derrota en la Batalla de Filipinas, otra oda a la catástrofe: había durado dos días, y se había perdido casi la totalidad de los seiscientos ochenta aviones que habían salido a combatir, así como varios portaaviones. La propaganda lo ensalzó como una demostración de voluntad de un pueblo que no se doblega ante los enemigos cada vez más cercanos a sus puertas. Esos mismos enemigos emplearon una expresión menos honorable para el enfrentamiento: lo llamaron «el tiro al pato de las Marianas».

25 de octubre de 1944

Shota había recibido un paquete. Lo acompañaba una carta de su padre:

Te escribo para informarte de que tu madre murió el día 19 de octubre a las 17:52 horas. El funeral tuvo lugar al día siguiente. He preferido no enviarte antes esta carta para no distraerte de tus obligaciones.

Tu padre.

P.D.: En el paquete adjunto hay algo que tu madre me pidió que te enviara.

Shota deshizo el nudo del cordel que rodeaba el papel de embalar. Dentro había una caja de madera, con una flor de cerezo en su tapa. La miró como si aquel objeto le hubiese llegado por error, como si estuviese destinado a otra persona. Sin abrirla, la depositó en el baúl en el que guardaba sus escasas pertenencias, y arrastró éste debajo de su camastro.

No supo por qué, pero pensó en un pájaro rojo enjaulado. Agitó la cabeza para apartar la imagen.

En otro lugar del mundo, Yukio Seki llevaba a cabo las últimas comprobaciones antes del despegue hacia el golfo de Leyte, en el marco de la Operación Sho. Seis días antes el vicealmirante Onishi Takijiro planteaba en la isla de Luzón una nueva táctica de ataque: cargar los Mitsubishi A6M2 con bombas de doscientos cincuenta kilogramos y hacer que sus pilotos se estrellaran deliberadamente contra los portaaviones enemigos. La cúpula militar de la Primera Flota Aeronaval deliberó durante dos días antes de dar luz verde al plan del vicealmirante. Enviarían a sus pilotos a la muerte, pero ¿acaso no era aquello lo que todas las naciones civilizadas hacían con sus soldados? La lógica de Onishi sólo era de una honestidad despiadada. Así nació la Unidad Especial de Ataque Shinpu, conocida en Japón como tokkotai, y en el resto del mundo, por un error de traducción de la inteligencia americana, kamikaze. A Yukio el propio comandante Asaiki Tamai le había pedido que encabezara el grupo Shikishima.

Cerca de la isla de Suluán encontró su objetivo, la unidad del vicealmirante Clifton Sprague. El fuego antiaéreo y los disparos de los cazas enemigos que partían de los seis portaaviones formaban una nube de insectos ardientes a su alrededor. Yukio no pensaba en nada, ni siquiera era consciente de si los cuatro A6M5 que acompañaban a su grupo seguían a su lado. Aceleró su avión en picado, embriagado por la velocidad, soñando despierto que, en el momento del impacto, renacería de nuevo de los restos de un útero de acero retorcido y queroseno ardiente.

Cuando chocó contra la cubierta del USS St. Lo, Yukio Seki tenía veintitrés años y apenas llevaba casado seis meses.

26 marzo de 1945

La «Gran Manta Azul» había sido otro de los desarrollos tácticos de John Thach, y estaba reduciendo drásticamente la efectividad del tokkotai. Los americanos esperaban que eso disuadiera a su enemigo, pero no eran capaces de comprender el poder de negación de la realidad de toda una nación.

Shota y sus compañeros eran aleccionados sobre las nuevas tácticas de combate. El gyokusai, la carga de infantería que luego sería conocida en el mundo como «carga banzai»; el kikusui, la combinación de ataque naval desesperado y el tokkotai. El joven cadete se preguntó a qué se debían los nombres. Gyokusai, literalmente «jade hecho pedazos». Kikusui, «crisantemo flotante». Aquellos nombres no podían ocultar lo que designaban: ataques suicidas, cargas sanguinolentas y desesperadas, el hedor de los cuerpos muertos desparramados en los charcos de sus propias heces bautizados con delicadas imágenes poéticas. La negación alcanzaba ya un nivel de eufemismo ridículo. Años atrás se habría sentido asqueado.

Aquel día era su cumpleaños, pero Shota lo había olvidado.

Aquel día, además, caía Iwo-Jima. Los North American P-51 Mustang habían masacrado la aviación, las superfortalezas B-29 habían hecho temblar la isla durante dos meses. El teniente general Tadamichi Kuribayashi, defensor de la isla, no se vio obligado a suicidarse: un destino más benigno había decidido matarlo tres días antes. Su cuerpo nunca fue recuperado.

7 de abril de 1945

«¿Qué hace la Marina?» Esas habían sido las palabras del emperador Showa. Ito Seiichi aún creía escucharlas. No había esperanzas, las posiciones japonesas se desmigajaban día tras día. Pero si el emperador podía albergar la más mínima sospecha de que sus comandantes habían actuado con negligencia, estaba en su mano despejar las dudas sobre su honor y el de sus hombres. Y así, el día anterior había comenzado la operación Ten-Go. El Yamato, un juggernaut marino, el acorazado más grande jamás construido por la marina japonesa, partió en dirección al frente de Okinawa, acompañado por otras nueve naves. Desde el Estado Mayor hasta el último marinero, todos sabían que aquella era una misión sin retorno. En eso consistía aquel estamento militar psicótico: un alto mando de sádicos y un ejército de masoquistas.

Setenta y dos mil toneladas, ciento cincuenta mil caballos de potencia, un leviatán tripulado por dos mil setecientas cincuenta personas fruto de una ingeniería alucinatoria y megalómana. Sobre él se precipitaron como aves de presa metálicas ciento ochenta cazas, setenta y cinco bombarderos y ciento treintaiún torpederos, como mortales enfrentados a un titán rescatado de una mitología olvidada. Herido, escorándose a babor, sus sistemas de contrainundación sorbieron agua marina hacia los compartimentos de estribor para compensar el peso y mantenerse erguido; el agua ahogó cientos de marineros cuyos cadáveres permanecieron flotando en sus entrañas el resto del combate, como un sacrificio propiciatorio para un dios de la guerra, hasta que los depósitos de munición fueron alcanzados por un torpedo y literalmente se partió por la mitad.

Shota cerró su cuaderno. Salió del aula y se dirigió hacia los barracones. Al salir, frente a la pista de aterrizaje, lo esperaba el capitán Mishima.

—Kobayashi, concédeme un momento —Shota se detuvo—. Tengo una mala noticia que darte: tu padre ha sido derribado.

Mishima le entregó una bandera plegada, la bandera del sol naciente.

—Hay algo dentro, algo que tu padre quería que tuvieses cuando él muriera.

Shota no sabía qué decir.

—Fue un hombre valiente. Mis respetos.

El silencio del cadete incomodaba al capitán, así que lo saludó y se dirigió a los hangares.

Shota desenvolvió lentamente la bandera que era el símbolo de la Armada Imperial. En su interior había un tanto, un cuchillo que era una obra de artesanía de una época anterior a la era Meiji, una reliquia casi. No podía ser de otra manera: lo único que su padre había podido regalar al único hijo que le quedaba había sido un arma.

Shota volvió a guardar el cuchillo entre los pliegues de tela. No podía sentir nada.

El 21 del mes siguiente los aliados declararon segura la zona de Okinawa.

31 de julio de 1945

No había hangares, eso fue lo primero que llamó la atención de Shota. Los aviones en las pistas estaban cubiertos con lonas. La Base Aérea Naval de Usa se había convertido en febrero en una base de entrenamiento del tokkotai. El 21 de abril treinta B-29 la habían reducido a escombros. Luego había sido reconstruida. Luego volvería a ser bombardeada. Luego volvería a ser reconstruida. Este escenario se repetiría a intervalos regulares. Por eso no había hangares: era la primera vez que se reconocía que volver a edificarlos sería un esfuerzo absurdo.

Sus instructores lo habían enviado a aquella base para un entrenamiento especial. El capitán Takada, antiguo compañero de su padre y el máximo responsable de la base, lo había saludado personalmente.

Su adiestramiento correría a cargo del teniente Hideyoshi, quien había recibido a los cadetes a las puertas de la sala de operaciones, un simple edificio de madera pegado a los barracones, junto a cuya puerta había colgada una tabla caligrafiada. Su texto recogía una sentencia del Hagakure de Yamamoto Tsunetomo: «El camino del samurái es la desesperación».

Era el cuarto día de su entrenamiento, donde le estaban enseñando a hacer despegues en pistas imposiblemente pequeñas y descensos en picados terribles. Le estaban enseñando a pilotar a pocos metros por encima del nivel del mar. Estaba aprendiendo a aproximarse a la superficie de aterrizaje acelerando en lugar de reduciendo la velocidad, y no era capaz de comprender la utilidad de aquellas técnicas.

Sólo por la tarde lo comprendió, cuando le explicaron con detenimiento la estructura de un portaaviones. Pero no se trataba de un portaaviones como los que los llevaría a la zona de combate, sino uno de los enemigos: la posición de los elevadores principales, los de popa y proa, los punto óptimos de impacto. «Impacto», había dicho el teniente Hideyoshi. No habría lucha, no habría nada de la liberación que para Shota significaba ser un piloto de combate, no habría más gloria que la póstuma: Shota asistió a la segunda traición de sus sueños. Pero no pudo preguntarse a sí mismo cómo había sido posible que su fantasía infantil, una vez cumplida, se hubiera desvirtuado de una manera tan grotesca.

Shota había llegado a la base el día 28, en el momento en que Suzuki Kantaro daba por terminada la conferencia de prensa en la que rechazaba la Declaración de Postdam firmada dos días antes por Churchill, Truman y Stalin.

6 de agosto de 1945

La ciudad de Kasumigaura recibía su nombre del lago junto al que se asentaba. A pocos kilómetros existía un pequeño templo budista en el que vivía Ryuichi, el tío de Kobayashi. Shota no se había parado a pensarlo, pero la elección de la Academia Aérea Naval de Kasumigaura por parte de su padre como la institución en la que debía formarse había estado definida por ese hecho: Kobayashi Daichi delegaba de esa manera sus inoportunos deberes familiares en su cuñado.

Shota iba a visitar a su tío para despedirse. Como en las otras escasas ocasiones en las que lo había hecho, aquella acción no era más que un quehacer programado.

Ryuichi estaba junto a un estanque, recitando los sutras, con las carpas doradas como único público. Shota era sintoísta, por el mero hecho de que se le había asignado la religión oficial de la misma forma que habían elegido su nombre. Cuando el monje terminó sus rezos y vio a su sobrino, sonrió:

—Shota-kun, me alegra verte. ¿Quieres un poco de té?

—No, gracias, tío, no tengo mucho tiempo. He venido a despedirme.

No había ninguna inflexión emocional en la voz de Shota, pero Ryuichi sabía que la impregnaba algo ominoso.

—¿Te han encomendado una misión?

—Sí, mi primera misión. Y la última.

Ryuichi había oído hablar del tokkotai. Para un hombre que consideraba sagrada incluso la vida de un insecto, aquello le parecía algo horrible. Pero la manera en la que su sobrino simplemente le indicaba su propio destino atroz, como si no fuese más que una pequeña digresión, le pareció algo monstruoso. Notó que los ojos se le humedecían, e inmediatamente vio que su sobrino apartaba la mirada, incómodo por aquella reacción emocional. Ryuichi se contuvo:

—¿Cuándo? —como si aquello importase en realidad.

—Dentro de diez días.

Hablaron algunos minutos más, pero ambos tenían la desagradable impresión de estar intercambiando frases huecas como autómatas. Cuando se despidieron, su tío se sintió invadido por la impotencia, ni siquiera sabía qué decir al joven que se alejaba por el camino que llevaba a la puerta del templo.

Ryuichi sintió que había perdido a su sobrino, pero no aquel día, o cuando se estrellase días después contra la cubierta de un portaaviones, sino que aquel niño sensible al que había visto crecer se había ido deshaciendo como el hielo bajo el sol. Intentó aferrarse a la idea de que en este mundo ni siquiera un copo de nieve cae donde no tiene que caer, pero su convicción parecía haber sido puesta a prueba.

Shota se alejó del templo. Siguiendo las instrucciones del teniente Hideyoshi había considerado que era su deber informar de su situación a la única familia que le quedaba. Pero en su fuero interno no lograba encontrarle un sentido más profundo a la visita a su tío.

La visita había tenido lugar la misma mañana en que en Hiroshima todas las agujas se fundieron en las esferas de sus relojes a las 8:15, deteniendo el tiempo en el minuto exacto en que se grabaron en los edificios siluetas de fantasmas confusos: hombres, mujeres y niños habían desaparecido, pero la fisión descontrolada del uranio irradió suficiente energía como para congelar sobre las paredes sus sombras, como si estas no hubieran podido asimilar que las personas que las proyectaban se habían evaporado.

16 de agosto de 1945

El teniente Hideyoshi estaba pálido. A su lado el capitán Takada permanecía firme. El día anterior Korechika Anami, ministro de guerra, realizaba el seppuku, incapaz de sobrellevar su vergüenza, y el pueblo japonés oía por primera vez en su historia la voz de su emperador. Hirohito radió por todo el país el texto de la rendición oficial, en la que instaba a civiles y militares a acatar las órdenes de la fuerzas de ocupación del general MacArthur. Esa misma tarde Matome Ugaki, el vicealmirante de la Quinta Flota, traicionaba la orden enviando a los cielos una última escuadra de tokkotai. Matome era uno de esos hombres incapaz de aceptar una derrota.

El teniente Hideyoshi era otro. Lucía su uniforme de gala, y una mancha de humedad le oscurecía el vientre y se extendía poco a poco por sus ingles. El estómago de sombra, el kanshi, el suicidio de protesta contra la decisión de un superior. Shota, firme junto a sus compañeros en la sala de operaciones del Grupo Especial, podía imaginar la palpitación de sus intestinos, retenidos sólo por la presión del vendaje aplicado inmediatamente después de la sección horizontal del estómago.

—Hemos recibido la orden de rendirnos, hemos sido humillados. Pero no creáis que hemos sido derrotados. El enemigo no puede atomizar nuestro espíritu, no puede volatilizar nuestra voluntad.

Hideyoshi se interrumpió por una violenta arcada que retuvo apretando las mandíbulas. Cuando se tragó la sangre continuó:

—El capitán Takada nos informa de que nuestras órdenes son que hoy no despegaréis. Se os niega el honor de combatir. He levantado una queja formal, pero no he sido escuchado.

El sudor le recorría la frente y las axilas, y en ese estado febril acariciaba la quimera de un país convertido en una tumba, un fin apoteósico con decenas de millares de cadáveres tapizando el horizonte, una sinfonía de miles de hecatombes. Dos millones de muertos no parecían ser suficientes para su disparatada contabilidad de gloria y defunción. Se desabotonó la guerrera con dedos temblorosos, dejando al descubierto los vendajes empapados. Introdujo la mano entre los pliegues de la tela, y extrajo de su interior una magnolia monstruosa, un racimo de tubos carmesíes que mostró a los cadetes. Las piernas renunciaron a sostenerlo, y se arrodilló pesadamente.

—Cumplid con vuestro deber.

Shota y sus compañeros salieron de la sala de mapas en silencio. Caminaron por la pista de aterrizaje donde los aviones permanecían inertes, piezas innecesarias de un futuro inesperado. Habían recibido órdenes del capitán Takada de que debían esperar nuevas instrucciones fuera del cuartel. Sus superiores los dispersaban por los hoteles del pueblo en previsión de otro ataque no autorizado.

Cuando el camión de la policía militar los dejó en la plaza los cadetes se miraron unos a otros. Sus intimidades mutiladas carecían de la empatía necesaria para darse palabras de ánimo, y se despidieron de manera torpe y tímida. Mientras se alejaba de camino a la dirección de su hotel asignado Shota se preguntó cuántos de ellos seguirían vivos a la mañana siguiente.

Subió a la habitación y dejó el baúl en el suelo. Con la mente en blanco depositó sus pertenencias sobre el futón. Se dio una ducha, y salió vestido con una simple yukata. Abrió su cuaderno de apuntes, pero no fue capaz de escribir una sola línea. Inspirando profundamente, apartó la idea de dejar una nota, ¿qué tenía que decir? Había sido un niño convertido de la noche a la mañana en soldado, y su cuerpo desnudo de cintura para arriba atestiguaba esa síntesis contradictoria: la uniformidad infantil de la epidermis de una piel sin historia personal relevante, la musculatura reafirmada por el ejercicio físico y la dieta controlada. No recordaba más vida que la monótona disciplina militar; sus pensamientos propios, si es que los tenía, no interesaban a nadie. Así que desenvainó el tanto que le había entregado el capitán Mishima, y envolvió cuidadosamente parte de la hoja con un pañuelo blanco. Era importante seguir el ritual, aunque a Shota le resultaba un poco absurdo preocuparse por los cortes en los dedos cuando iba a rajarse el estómago. Sostuvo el cuchillo apoyando la punta en su costado izquierdo y se quedó mirando fijamente al frente. Simplemente estaba reuniendo fuerza de voluntad, pero no pudo evitar que sus ojos se demoraran en uno de los objetos que reposaban frente a él, una caja de madera lacada con una flor de cerezo en la tapa. Aquello era casi como un objeto de otro mundo, un fragmento que no encajaba en su actual contexto, aunque tuvo una leve sensación de recuerdo: un pincel deslizándose sobre una hoja de papel. Cerró los ojos para concentrarse de nuevo, y comenzó a sudar levemente. Se sentía extraño, como si aquel pedazo de madera hueca reactivara sinapsis en su cerebro largo tiempo aletargadas. Sentía que las manos también se le humedecían, y agradeció el pañuelo del que hacía unos minutos había dudado de su utilidad. Recordó como un sueño los dedos que habían acariciado la tapa junto a la flor de cerezo, y sintió una ligera náusea. Las manos le empezaron a temblar. Recordó lo que había guardado en la caja. Y apretó los dientes, arrojando el cuchillo lejos de su cuerpo, frustrado al no comprender por qué no podía matarse.

Se levantó y abrió la ventana, dejando que la brisa entrase, y cerró los ojos, imaginando que surcaba el aire libre de su propio peso.

Eran las 6 de la noche, el mismo momento en el que el vicealmirante Onishi moría: como tantos otros se había abierto el vientre, pero había fallado al intentar cortarse la garganta y después había rechazado toda atención médica. Su agonía había durado dieciséis horas.

20 de agosto de 1945

El emperador Showa ya no era descendiente de Amaterasu, tal como había recogido la Constitución de 1889. Shota caminaba junto al lago Kasumigaura, y entró en el templo en busca de su tío. Lo encontró como la última vez, junto al estanque de las carpas. Esperó a que terminase sus rezos junto al agua.

Cuando su tío lo miró comprendió inmediatamente el conflicto que asolaba a su sobrino. Shota también supo que no necesitaba explicar todo desde el principio.

—Intenté suicidarme, pero no pude. Y no sé por qué no lo hice. Soy un cobarde.

Kobayashi miró a su tío con la intensidad dolorosa de un hombre que necesita respuestas.

—Durante estos años lo único que he aprendido es a morir. Ahora que la guerra ha terminado, ¿qué me queda?

Su pregunta quedó flotando en el aire, y el eco de esas tres palabras pareció ampliarse hasta inundarlo. Resonó en el interior de Shota y algo ahí se fracturó: en la intimidad ahogada por el soldado en que lo habían convertido, el niño que soñaba con volar pareció alzar la mirada, y una lágrima recorrió su mejilla.

—¿Qué me queda?

Un poeta dijo una vez que las lágrimas son como la luz, y que como ésta, una vez que inician un movimiento no se las puede hacer regresar nunca al punto de partida. A pesar de su vergüenza, Shota no podía retenerlas, lloraba los cinco últimos años de su vida.

—Shota-kun…

—¿Qué me queda?

El monje permaneció unos momentos en silencio, antes de mirarlo con unos ojos llenos de compasión y afecto, porque comprendió que aunque estaba desolado, había recuperado a su sobrino.

Le puso una mano sobre el hombro y le habló muy despacio:

—Lo que te queda, Shota-kun, es lo que le queda a todo el mundo: toda una vida.

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Yu Dao

por Relato ganador
Escrito está en la Gruta del Sol Antiguo,
en la Puerta del Dragón,
que en la era de la felicidad perpetua,
en el centro del cielo y de la tierra,
serán hallados los dos perdidos que vienen de uno que ha de ser encontrado.

Y emprenderán la Senda de Jade
durante la edad infinitamente brillante
para reunir a los cinco.
Cuando el cuarto hijo del cielo dé nombre a su templo,
habrá terminado el tiempo del retorno para tres.

Esta es la historia del Camino de Jade que un día emprendieron los dos perdidos y que concluye con el encuentro del verdadero origen del kung-fu.

La Grulla

Hace mil años llegó del oeste a Guyang —la Gruta del Sol Antiguo— en Longmen —la Puerta del Dragón— un bárbaro de ojos azules que grabó esta profecía en la roca viva. Se dice que usó una piedra azul nunca vista en este mundo y que fue un regalo del propio Emperador de Jade. El bárbaro adoptó el nombre chino de Da Mo y cuando encontró la montaña Songshan, el centro del cielo y de la tierra, se sentó a esperar a los dos perdidos. Da Mo permaneció nueve años en estado de contemplación, hasta que un día se levantó y construyó el templo de Shaolin en el que enseñó a los monjes el estilo de kung-fu que él mismo había aprendido, nadie sabía dónde. A su muerte encomendó a su discípulo predilecto que siguiera con la misión que había emprendido. Y así su sucesor, y los que a él le sucedieron, continuaron enseñando y esperando. Hace treinta años subió al trono Su Majestad Imperial Yonglé, felicidad eterna, y el maestro Huang-Li, abad del monasterio en esa época, supo que él hallaría a los dos perdidos. Recorrió la montaña sagrada a diario durante once años hasta que, una mañana neblinosa en la que el sol no terminaba de disipar el vaporoso manto, se perdió en un paraje inexplorado hasta aquel día. Sofocado y con la humedad filtrándose hasta los poros de sus huesos descubrió un árbol extraño y desconocido. Su tronco viejo, como lo era él entonces, ascendía retorciéndose como el humo del incienso y enredaba jirones de niebla en la maraña de sus ramas y hojas. Y allí, a sus pies, cobijados por raíces rebeldes que, escapando de la tierra, formaban una suerte de refugio, sobre un improvisado lecho de hojarasca yacían, casi recién nacidos, los dos perdidos: una niña, Moon Yin, con la cabeza hacia el norte y dormida abrazando los pies de su hermano Sun Yang, que miraba hacia el sur, despierto, y que sostenía, como un pincel, un dedo del pie de su hermana. El maestro Huang-Li se acercó cauteloso cuando, de pronto, se abrió un hueco en la espesura de la bruma, como una claraboya celestial por la que entró un rayo de sol que iluminó a las dos criaturas. Pero algo más brillaba en el suelo, algo que el maestro entregó a los jóvenes cuando cumplieron diecinueve años. La pieza era un anillo de metal con muescas señalando los puntos cardinales en el que se engarzaba un ave zancuda de jade azul y que emitía destellos hipnóticos. Moon Yin, hábil con las manos y ágil resolviendo rompecabezas, se dio cuenta de que el brillo procedía del interior de la piedra, no de la luz reflejada en ella. La joven sólo tuvo que sujetar la joya por el aro metálico y girar el ave hasta que su pico apuntó a la muesca que indicaba el oeste. Tras un chasquido, la gema se abrió como un cofre. El haz de luz liberado proyectó en el techo elaborados caracteres en una extraña caligrafía. Esta vez Sun Yang, dotado para las artes y las lenguas, fue quien reconoció los pictogramas de la «escritura hierba», agitándose como juncos mecidos por el viento: —La serpiente del norte duerme enroscada a los pies del que es eternamente puro hasta que llegue el tiempo del retorno. En aquel entonces, el emperador Yonglé falleció y subió al trono su hijo Hongxi, quien dio a su era el nombre de «Infinitamente brillante». Llegó, pues, el momento de emprender la Senda de Jade. Pero aquel reinado tan esperadamente luminoso de Hongxi se veía oscurecido por las luchas interinas que jamás abandonaban el vasto imperio. Y así, el templo Shaolin fue asaltado por los monjes de la Mantis Religiosa del Norte. Mientras los discípulos de Huang-Li practicaban sus ejercicios matinales, una veintena de monjes luciendo vistosas jiāshās de color verde irrumpieron en el patio del monasterio. Provistos de cuchillos Mariposa y espadas Lengua de Cobra Mordedora trazaban los característicos movimientos circulares de su mortífera coreografía y asestaban rapidísimos golpes que los monjes de Shaolin, vestidos de azafrán, contrarrestaban con idéntica velocidad. Viendo el peligro, el maestro obligó a los hermanos a huir, mas éstos se quedaron escondidos detrás de una celosía. El maestro caminó hacia el centro de la lucha con los brazos extendidos, como las alas de una elegante grulla blanca de Songshan. Avanzó entre los invasores dando saltos cortos en zig-zag y asestando golpes rápidos y precisos a su paso. Derribó a varios atacantes con su Puño de Ojo de Fénix. Esquivó con precisión sendas Pinzas en Torno al Tallo. Recogió una espada Cola de Golondrina en el momento justo de interceptar una estocada Mantis en la Hoja que buscaba su cabeza. Sun Yang y Moon Yin observaban la escena ocultos. El maestro sabía que estaban allí y tuvo que obligarlos a escapar. Entonces, el último sucesor de Da Mo tomó una decisión por la que fue digno de su predecesor y, como él, alcanzó el momento sublime de la iluminación. Fue apenas un instante pero tuvo la duración de toda su vida. Huang-Li estaba rodeado por cuatro mantis con los brazos en postura de ataque Gancho Mortal de la Cazadora Nocturna. Los filos de los cuchillos brillaban como estrellas en una noche sin luna. A su alrededor, los choques de las armas componían una melodía metálica tan mística como la llamada del gong al amanecer. Las túnicas verdes y azafrán agitándose en la batalla desplegaban, junto al azul intenso del cielo y al rojo de la sangre vertida, una sinfonía cromática que le llenaba los ojos con todas sus notas… Dejó caer la Cola de Golondrina y elevó el rostro para recibir la luz del sol del mediodía. Huang-Li sintió cómo se iban cortando sus ataduras mortales mientras su espíritu, igual que un río apresado cuando se rompe el muro que lo retiene, escapaba a chorros de aquella existencia encerrada en aquel cuerpo del que ya no recordaba el nombre. Al mismo tiempo, Moon Yin y Sun Yang vieron cómo cuatro monjes de la Mantis Religiosa del Norte cercenaban los brazos de su maestro. La sangre brotaba en chorros que se extendían como las alas de una grulla e iban formando un charco escarlata de líquido estancado alrededor de los miembros amputados. El silbido de una espada sesgando el silencio que envolvía a los hermanos precedió el ruido hueco y húmedo de la cabeza de Huang-Li cayendo en el suelo encharcado.

La Serpiente

Interminables días lluviosos recibieron a los dos hermanos en la bulliciosa capital del imperio, Beiping. Moon Yin ocultó su esbelta feminidad bajo una jiāshā azul como la que vestía su hermano y así ambos entraron como sirvientes en palacio. Sun Yang se puso al servicio del maestro calígrafo en la biblioteca de la Sala de la Armonía Suprema de la Ciudad Prohibida, y su hermana se convirtió en el ayudante del maestro del Reloj del Tiempo Eterno, que marcaba la hora oficial en el dominio de Su Majestad Imperial. Durante el día, Moon Yin mantenía limpio y engrasado el complejo mecanismo de ruedas y esferas celestiales del reloj de agua del emperador, mientras Sun Yang dirigía con destreza el pincel sobre el papel de seda, haciendo que los pictogramas de la peculiar escritura hierba que tanto gustaba al Señor de los Diez Mil Años cayeran por el lienzo como las gotas de aquel otoño tan húmedo. Cuando la ciudad dormía, los dos hermanos recordaban las enseñanzas de Huang-Li, y mientras practicaban las técnicas del kung-fu de su añorado maestro, el sudor y las lágrimas de ambos se fundían con la lluvia que Shenlong, el Dragón de la Tormenta, no dejaba de arrojar sobre la tierra. Sucedió que Hongxi falleció repentinamente y el cuarto Hijo del Cielo ascendió al trono con el nombre de Xuande. Los hermanos debían apresurarse en recorrer su camino pues había comenzado la cuenta atrás del tiempo del retorno. Quiso Budai sonreírles con su buena fortuna, pues Su Majestad Imperial Actual ordenó al más intrépido de sus almirantes, Zheng He, una nueva expedición hacia el oeste. La Flota del Tesoro zarpó por séptima vez hacia la gloria llevando en uno de sus barcos de caballos a Sun Yang y a Moon Yin, enrolados para cuidar de los animales. Ante ellos, el vasto mar se abría tan azul y misterioso como la Senda de Jade que habían emprendido. La brisa y el sol fueron curtiendo la piel de sus rostros hasta alcanzar la dureza de sus cuerpos y reflejar la de sus almas. Pero no basta la vasta inmensidad de un mar para mantener la armonía, y la flota fue asaltada por tamiles cerca de Serendib. Vestidos con mugrientos harapos mordidos por el salitre, una veintena de piratas armados con cimitarras abordaron el barco en que viajaban los hermanos. Sun Yang empuñaba un martillo Dientes de Lobo con el que clavó a sus propias espadas las cabezas de tres atacantes. Moon Yin, con las manos abiertas en Palmas de Mariposa Buda, atrapó el filo de un talwar y catapultándose desde el propio acero, desplegó una Patada de la Grulla Voladora que terminó con la vida de su oponente al chasquido de su cuello. Como cobras siamesas, los dos hermanos atacaron con movimientos serpenteantes al resto de sus adversarios. Espalda contra espalda, desplegaron su mortífero y venenoso kung-fu de la Serpiente, hasta aniquilar a la mayoría de sus enemigos. El último se rindió y fue llevado ante Zheng He quien, impresionado por la hazaña de los jóvenes ofreció, como un gesto de honor, su propia espada, Qian Kun Ri Yue Dao, la legendaria Espada del Cielo y la Tierra, el Sol y la Luna, a los hermanos para que ajusticiaran al prisionero. Sin embargo, ellos rechazaron el ofrecimiento. Su kung-fu les fue enseñado para defenderse, no para matar a un ser indefenso como aquel pirata arrodillado que imploraba por su vida y encomendaba su alma al Eternamente Puro. Sun Yang se lanzó al suelo y preguntó al bandido quién era el Eternamente Puro: —Es Jambukeswara, el dios Shiva sentado bajo el jambul, en Trichy. La Flota del Tesoro llegó a Calicut y los dos hermanos desembarcaron allí. Se dirigieron al norte, a la ciudad llamada Trichy, acompañados por el pirata al que perdonaron la vida. Allí encontraron cinco templos, uno por cada elemento sagrado de los saivitas, pero el que ellos buscaban era el Thiruvanaikaval, el del agua. En el interior del templo se abría un inmenso jardín perfumado por decenas de árboles en flor, en una perpetua primavera fragante y divina. Un riachuelo lo atravesaba de parte a parte y en su centro se abría un estanque salpicado de lotos. Emergiendo del agua, a la sombra de un jambul, una estatua de Shiva sonreía desde su pétrea eternidad. En su cuello se enroscaba una cobra con un brillante ojo azul. Moon Yin sacó el ojo. Era un trozo de jade azul, con forma de serpiente enroscada y unas muescas recorriendo la longitud espiral de su cuerpo. —La serpiente del norte duerme enroscada a los pies del que es eternamente puro hasta que llegue el tiempo del retorno —recitó la joven mientras depositaba la piedra entre los pies de la estatua, dentro del estanque. Los poderes de la luz y el agua se combinaron para aumentar las muescas, que aparecían ahora como unos signos desconocidos para los hermanos, pero que el pirata reconoció al instante como su propia lengua. Y así tradujo del sánscrito para los dos perdidos el siguiente paso que debían recorrer en la Senda de Jade: —Vino del este con la luz del amanecer, y dejó su huella en la aldea de los ciruelos silvestres para cuando llegue el tiempo del retorno.

El Leopardo

La Flota del Tesoro seguía anclada en Calicut cuando Sun Yang y Moon Yin regresaron. El almirante de la frente de tigre, el glorioso Zheng He, dejó de rugir tras perder su última batalla contra unas fiebres. Cuando las bodegas estuvieron repletas, el propio Shenlong, apenado por la muerte del ilustre marino, suspiró sobre las naves, hinchando sus velas, haciendo crujir sus costillas de caoba y teca. Y así zarparon hacia el este, hacia la luz del amanecer; y así entregaron al océano aquel cuerpo marchito y consumido para que aquella infinita madre azul lo acunara entre sus espumosos brazos por el resto del tiempo. Bordearon las costas de Xian donde el turquesa del mar se ocultaba en mil recovecos salpicados de grandes rocas redondeadas que emergían silenciosas y semejaban manadas de elefantes pastando en aquella pradera de agua. Arrinconado en un hueco de la travesía, el pueblo de Bang Makok recibía a bordo de pequeños esquifes a cualquier viajero que aceptara intercambiar su pescado y frutas; entre ellas, un puñado de lichis silvestres recogidos aquella mañana. Sun Yang aceptó las ciruelas que le ofrecían los tímidos ojos de una muchacha escondida tras el brillo madreperla de su sonrisa. Aspiró el aroma dulzón de la fruta en el hueco de sus manos sin apartar su mirada de la de la joven. Le entregó a cambio la preciada caja de sándalo en la que dormían sus pinceles. Fue entonces ella quién se dejó embriagar por la olorosa madera exótica. Puede que fuera sólo el pulso acelerado, pero a Moon Yin le pareció escuchar que dos corazones estallaban en carcajadas. La Flota permanecería anclada en la paradisíaca bahía mientras se abastecían y mercadeaban con los lugareños. Aquella noche, los dos hermanos aceptaron la hospitalidad de la muchacha. Ella los despertó antes del alba para acompañarlos al lugar donde recogía las ciruelas. En la impenetrable espesura de la selva, oscura y húmeda incluso en mitad del día, la joven de la incansable sonrisa se orientaba como un animal. Sun Yang y Moon Yin seguían su paso veloz, leve, felino. Así también su cabello salvaje se camuflaba entre las hojas lanceoladas y los troncos serpenteantes de la maleza. De pronto, se abrió un claro en la maraña inextricable. Cientos de ciruelos crecían silvestres en aquel respiro que la jungla concedía. Sobre sus copas achatadas sobresalía, a poca distancia, como la cima de una montaña, un prang, una torre jemer. —Wat Makok —pronunció la muchacha—. Templo de la Ciruela —tradujo con dificultad. Los primeros rayos de sol rozaron el prang haciéndolo brillar con una suave iridiscencia en tonos perla, la luz mágica que también brotaba de su sonrisa en forma de media luna. La joven tomó a Sun Yang de la mano y, seguidos por Moon Yin, se internaron en el bosque de frutales, dejando sus huellas en la alfombra de flores marchitas. De cuando en cuando el sonido sordo de una ciruela madura cayendo al suelo o un suspiro apagado salpicaban el dulce paseo hacia el templo abandonado. Mas no hay dulzura que dure tanto como un paseo, sólo felicidad efímera que se esfuma con el chasquido de un arco. Y así, surgida de entre las hojas y los frutos, una flecha con la punta impregnada de muerte atravesó el sonriente corazón de la joven de ojos tímidos, atrapando en su eterno silencio la mirada desorbitada de Sun Yang. Con la velocidad de un leopardo, Moon Yin arrastró a su hermano tras uno de los árboles. Ataviados con llamativas corazas rojas, una veintena de soldados jemeres del caído reino de Angkor atacaron el templo para reconquistar el dominio perdido. Unos empuñaban largas lanzas de madera de teca coronadas por puntas Colmillo de Cobra Siamesa y otros arcos Trenza de Shiva de los que salían las mortíferas flechas Sangre de Kali. Moon Yin combatió a los arqueros. Sus ataques angulares evitaban las saetas al tiempo que la increíble rapidez de sus movimientos la propulsaba ante el tirador antes de que extrajera un nuevo proyectil de su carcaj. En ese instante descargaba el mortal Puño del Leopardo Surgiendo Entre La Hierba. Un crujido seco, como el de quien pisa una rama, precedía el desplome de un cadáver con la nariz hundida en el cerebro. Su hermano buscó a los lanceros. Sus patadas Garra de Hierro convertían en astillas los mástiles de madera, y los golpes y torsiones de su Zarpa Hambrienta en el Amanecer Sangriento inutilizaban los filos. El Puño Ojo de Fénix ponía fin al pulso: el oponente caía derribado con la barbilla a la altura de la frente. Carne y sangre de jemeres alimentarían el bosque. Las ciruelas de la siguiente cosecha serían amargas y caerían al suelo, envenenando nuevamente la tierra, hasta que los árboles murieran y ni siquiera la hierba volviera a crecer en aquel lugar, por el resto del tiempo. Los dos hermanos entraron en el templo con el sol en lo más alto del cielo. El prang dominaba el conjunto. Profusamente decorado con conchas marinas, mostraba escenas mitológicas y personajes variopintos. Lo rodeaba una galería de madera tallada con figuras de animales y héroes legendarios e incrustaciones de trozos de porcelana. La curiosidad de un gato despertó la de Moon Yin. Asomó detrás de una de las vigas de la galería y los observó en la distancia. Era un felino esbelto de pelaje marfileño y patas y cola marrones, del mismo tono que una mancha en su cara que lo hacía parecer enmascarado. Unos inquisitivos ojos azules se asomaban detrás del antifaz. Sin demasiada preocupación por los intrusos se giró graciosamente y se estiró sobre la viga para afilar sus uñas. Moon Yin se acercó lo suficiente para asustarlo y darse cuenta que bajo los recientes arañazos se veían huellas de unos mucho más antiguos que se extendían casi hasta el techo de la galería. Eran profundas cicatrices dejadas en la madera por algún otro felino mucho más grande… «que vino del este con la luz del amanecer y dejó su huella en la aldea de los ciruelos silvestres», recitó para sí. Y allí, tallado en el techo, un leopardo miraba hacia el este, hacia un sol azul incrustado que asomaba por el horizonte. Moon Yin extrajo la piedra de jade. Tenía forma de leopardo enroscado, durmiendo; cada mancha era un signo que todavía no podía descifrar. Los dos hermanos regresaron al poblado con el cadáver de la joven y las armas de los soldados aniquilados. Se quedaron durante los ritos funerarios por la muchacha y uno de los mercaderes de Bang Makok leyó para ellos la escritura thai de la piel del leopardo: —Ruge bajo el guerrero rojo que asoma por el sur; reposan sus cenizas en la pequeña cheda hasta que llegue el tiempo del retorno. La Flota del Tesoro partió de nuevo, rumbo a Surabaja.

El Tigre

Fue Sun Yang quien descubrió el planeta rojo asomándose por el sur. Presa del insomnio pasaba las noches en cubierta, llorando sin lágrimas la pérdida de aquella joven de la que nunca le importó el nombre. Uno de los navegantes, con la vista ya cansada por los años y los años de viajes, le pidió que sujetara un extraño artefacto. Lo utilizaban para encontrar las estrellas-guía y fijar así los rumbos. Aquel marinero de ojos cansados y cuerpo exhausto le habló de Xin, Mao, Zi y otras constelaciones. Sun Yang escudriñó aquel cielo misterioso en busca de sus secretos y encontró un punto rojizo, una bola de fuego en el horizonte. —Es Wu Zin, el Guerrero Rojo. En esta época del año asoma por el sur, indicándonos el camino a Cipango. Al llegar a Palembang se despidieron de la Flota del Tesoro y embarcaron en un enorme junco mercante con destino Naniwa, en la costa sur del imperio del Sol Naciente. El puerto era un hervidero de comerciantes, compradores y sirvientes, mercaderías entrando y saliendo de los barcos, barcos entrando y saliendo del puerto… y la omnipresencia de samuráis y soldados portando los estandartes de sus daimios. Un gran esquife parecía sucumbir a las llamas, tan orlado aparecía de banderolas rojas. Por su pasarela de babor descargaban inmensos troncos de árboles traídos de remotas tierras. Pertenecían a Fujiwara-san, daimio de Nara. Como moscas sobre el pescado, los rumores zumbaban por el puerto. Fujiwara-san estaba dilapidando su fortuna en restaurar templos arruinados por el tiempo o las calamidades. Aquella madera tan exótica reemplazaría los carbonizados troncos de Gangō-ji, al norte de la ciudad de los ciervos. Fujiwara-san había perdido la razón, concluía el enjambre de murmullos. Sun Yang y Moon Yin decidieron seguir la pista y la caravana que conduciría aquella valiosa madera hacia un lugar que reposaba entre cenizas. Una vez más, la envidia que anida en el corazón humano encendió el fuego de la codicia, un fuego que consume la dignidad y el honor de un noble. Y así la comitiva fue asaltada por guerreros de Isumi-san, el daimio de Naniwa. Vestidos con armaduras espectrales, una veintena de samuráis a caballo y armados con katanas surgieron de entre los centenarios árboles del bosque de Isuien y talaron las extremidades y las vidas de los miembros de la mayoría de la escolta. Los hermanos, siempre alerta, no se dejaron impresionar por la estremecedora aparición de los agresores y se apresuraron a defender sus posiciones. Como dos tigres, treparon a los preciados troncos en los que quedaron atrapados los sables de los guerreros que quisieron cercenar sus piernas, mientras con estas asestaban temibles patadas de Tigre Danzante sobre Ascuas. Los golpes se amplificaban dentro de los yelmos y los samuráis caían desplomados mientras la sangre y la vida se les escurrían por las orejas. Sólo quedaban dos enemigos cuando Sun Yang desvió el filo asesino que buscaba a su hermana por la espalda, mientras ésta terminaba con el penúltimo atacante. Con la destreza con la que manejaba el pincel y dibujando con el pie el pictograma que representaba la paz, desarmó al perplejo soldado. Con el otro pie, sin embargo, escribió la muerte con un golpe Garra Abridora de la Oscuridad Perpetua. En ese instante, un shuriken salido tras una esquina de la nada se clavó en el costado de Moon Yin, que cayó fulminada como por un rayo. Su hermano rastreó el origen del ataque y descubrió un ninja oculto tras un espino. El reflejo traidor de otra estrella mortífera delató su escondite. Sun Yang se movió como un tigre en plena cacería. Sigiloso, camuflándose en las sombras de los arbustos y matorrales, sorprendió al asesino y el cazador fue cazado. Con un movimiento fulgurante, el proyectil salió de entre los dedos enguantados del ninja. Siguiendo la rotación del arma, Sun Yang se hizo uno con el movimiento y en el instante en que la hoja mortal impactaría entre sus ojos silenciosos, rasgó en el aire, con la levedad de un susurro, el último trazo del nombre de su hermana. El shuriken se detuvo en seco y reinició el giro en sentido contrario. En una fracción de gemido, el ninja cayó muerto con su propia arma clavada en el entrecejo. Sun Yang recogió el cuerpo inconsciente de Moon Yin y caminó durante varias horas a través del bosque. En una colina cercana divisó los restos carbonizados de unas vigas que se alzaban como los dedos de unas manos mutiladas en plegaria a los dioses. Al aproximarse, un extraño y diminuto monje, con la descolorida túnica roja tan raída como la piel de su cuerpo, apareció entre las ruinas y le hizo señas para que lo acompañara a su refugio. Al amor de una pequeña hoguera, el anciano ermitaño extrajo la estrella de acero incrustada en el costado de Moon Yin y cauterizó la herida con un hierro candente. La joven gimió y volvió a caer en un sueño sin sueños. Su hermano y el monje velaron su descanso día y noche hasta que la luna comenzó a crecer y Moon Yin despertó. Fue entonces cuando las primeras palabras rompieron el silencio. El hombrecillo había sido el abad del monasterio de Gangō-ji, el templo fundado hacía mil años por Daruma, el enviado de Amaterasu, pues sus ojos eran del color del cielo. Nadie sabía de dónde vino realmente, sólo que construyó aquel templo y encargó a sus sucesores que custodiaran una pequeña pagoda hasta el regreso del Tigre. Les enseñó unas técnicas de defensa para protegerse. Después quemó el templo y se marchó. Los monjes que allí quedaron, entre los escombros, continuaron guardando la cheda como su misión sagrada. Habían sido varios los intentos por reconstruir el templo, pero siempre acababa sucumbiendo a las llamas. Unas veces por los rayos de las tormentas, otras por las luchas entre daimios y shogunes rivales, aquel paraje estaba condenado a ser una montaña de cenizas. Pero el Tigre había regresado. Aquel amanecer, los ojillos del monje brillaron como tizones cuando retiró el emplasto del costado de Moon Yin para descubrir la cicatriz en forma de garra en la que se había regenerado la piel de la joven. Un poco más tarde, el diminuto personaje apareció con una pequeña pagoda, réplica de la original levantada por Daruma hacía un milenio. Abrió el último tejadillo para extraer una hermosa piedra azul con forma de tigre enroscado. En su piel rayada, los kanjis revelaron la última pista que el monje tradujo a los dos hermanos: —Para llegar al centro de la tierra, sigue la Senda de Jade hasta el amanecer del sol antiguo. El aliento del guardián brota en mitad del camino que lleva al Señor de Pakal. Abre la puerta del dragón y el círculo será cerrado. Moon Yin tomó la piedra y la metió en la bolsa con las demás. El pequeño monje sonrió con satisfacción. Se sentó junto al fuego, cerró los ojos y musitó: —Una gema blanca desconocida por los hombres… lo es si nadie lo sabe… ya que sólo yo mismo conozco su valor, nadie más… lo es si nadie lo sabe… El hombrecillo de túnica descolorida y piel raída quedó en silencio con la sonrisa dibujada en su rostro. Sun Yang le rozó el hombro en señal de agradecimiento y despedida, y la figura se desintegró ante sus ojos, dejando como único rastro un montón de ceniza que la brisa de la mañana arrastró sobre aquella colina carbonizada que rezaba a los dioses.

El Dragón

Los dos hermanos se dirigieron al este, hacia el amanecer. Alcanzaron la costa y trabajaron en lo que pudieron hasta conseguir un junco y aprovisionarse para la última etapa de su viaje. Gracias a las estrellas-guía, Sun Yang rectificaba el rumbo cada noche. Tras dos lunas surcando el pacífico océano, divisaron una larga columna de humo en el horizonte. Entre las luces del ocaso, distinguieron un brillo como de ascuas ardientes: —El aliento del guardián brota en mitad del camino —murmuró Moon Yin. Al atardecer del día siguiente arribaron a una playa de arena tan blanca y brillante como de perlas pulverizadas. Por detrás de la línea de vegetación se alzaba la humeante montaña. De su boca sin labios brotaba una baba ardiente que se deslizaba viscosamente por el cono de tierra hasta precipitarse al mar por un cortado. Tras descansar y reabastecerse, reanudaron la travesía por aquel mar del color del jade, calculando que en otras dos lunas alcanzarían su destino. Siempre hacia el amanecer. Antes de lo previsto, Sun Yang avistó tierra. Vararon el junco en aquella playa de arena fina y brillante, ribeteada de cocoteros, tan semejante a la que les sirvió de descanso y guía una luna y media antes. De pronto, de detrás de la línea de palmeras, surgieron una veintena de nativos. Sus rasgos eran similares a los de los dos hermanos, aunque su piel tenía el color más rojizo, broncíneo por aquel sol intenso y aquella brisa marina. Vestían taparrabos y tocados hechos con hojas de palma… y multitud de adornos de jade. Jade de todas las variedades imaginables: jade negro, jade arco iris, jade con incrustaciones naturales de oro y plata, jade verde esmeralda… También portaban distintas armas: lanzas, arcos y espadas cortas. Con cautela, Moon Yin mostró las cuatro piedras de jade azul y pronunció: —Pakal. La reacción fue inmediata. Los veinte guerreros se inclinaron en señal de respeto y señalaron una montaña. —Ya’ax chich hun beh Pakal. —El camino de jade que lleva a Pakal —tradujeron al unísono los dos hermanos, asombrados de su entendimiento. Se apresuraron en la dirección indicada. Pronto se internaron en el inextricable tejido de la jungla. Utilizaron sus espadas para desbrozar la vegetación y abrirse paso a través de la selva. Mientras ascendían hacia la montaña, los arbustos, los árboles, la maleza, se cerraban a su alrededor como una trampa. Sólo podían seguir adelante, siempre adelante y hacia arriba, hacia el centro de la tierra. Mientras, en Beiping, el cuarto Hijo del Cielo yacía en su lecho de muerte. El tiempo del retorno estaba a punto de cumplirse. Exhaustos, desorientados y perdidos, los dos hermanos notaron que el terreno había dejado de ser ascendente. Habían alcanzado, pues, la cima de la montaña. Hacía un calor sofocante y la humedad se filtraba hasta por los poros de sus huesos. Descubrieron entonces un árbol extraño, pero no desconocido del todo. Su tronco viejo ascendía retorciéndose como el humo del incienso, y enredaba jirones de niebla en la maraña de sus ramas y hojas. Y allí, a sus pies, cobijada por las raíces rebeldes que, escapando de la tierra, formaban una suerte de refugio, había una piedra semienterrada. Asomaba la cabeza emplumada de una serpiente. Moon Yin y Sun Yang descubrieron el resto de la losa. En ella podía leerse:

Escrito está en la Gruta del Sol Antiguo,
en la Puerta del Dragón,
que en la era de la felicidad perpetua,
en el centro del cielo y de la tierra,
serán hallados los dos perdidos que vienen de uno que ha de ser encontrado.

Y emprenderán la Senda de Jade
durante la edad infinitamente brillante
para reunir a los cinco.
Cuando el cuarto hijo del cielo dé nombre a su templo,
habrá terminado el tiempo del retorno para tres.

Encontraron la última pieza de jade azul incrustada en su centro. Cuando Moon Yin la retiró, la puerta se abrió y los dos hermanos se aventuraron en el centro de la Tierra.

Descendieron por unas escaleras milenarias hasta una cámara. Prendieron las antorchas dispuestas desde hacía mil años para aquel momento. En el suelo, una enorme piedra con forma de sol exhibía cinco agujeros en su centro. Moon Yin, diestra en rompecabezas, colocó cada talismán de jade azul en el lugar correcto. El círculo se cerró. Unos segundos después aquel sol antiguo comenzó a girar y girar hasta desenroscarse como una tapadera y abrir el paso hacia otra cámara subterránea. Los dos hermanos penetraron en la estancia. De nuevo, encendieron teas que se apagaron un milenio antes, esperando dormidas el momento de la resurrección. Las paredes estaban repletas de grabados de animales similares a una grulla, un leopardo, un tigre, una serpiente y un dragón, idénticos a los de las piedras de jade azul y que ahora los dos hermanos reconocían como una garza, un puma, un jaguar, una pitón y una serpiente emplumada, Kukulkán, el supremo dios de los mayas… los veinte guerreros de la playa… Las ideas aparecían en las mentes de Sun Yang y Moon Yin como recuerdos olvidados, dormidos hacía un milenio esperando el momento de resurgir en su memoria. Sun Yang, diestro en las artes, observó que los animales de los grabados peleaban entre ellos y mostraban las posturas y técnicas que habían aprendido del maestro Huang-Li, y él del maestro Da Mo… que no podía ser otro que Daruma. En el centro de la cámara, tumbado sobre un altar, el Señor de Pakal despertaba de su letargo de mil años. Con el último suspiro de Xuande, el cuarto Hijo del Cielo, que moría en Beiping, Daruma retornaba de la Nada. Sun Yang, diestro en las lenguas, examinó los grabados del altar en que el Señor de Pakal abría los ojos. Y leyó la historia de Daruma, el legendario guerrero maya que aprendió a luchar como los cinco animales sagrados, la garza, el puma, la pitón, el jaguar y la serpiente emplumada, y enseñó a los suyos las técnicas para defenderse de los aztecas, olmecas y toltecas que los amenazaban. Así protegía su tierra, que era la tierra de Kukulkán, el gran dios. Agradecido, Kukulkán le concedió la categoría de semidiós, y así la diosa Ixchel pudo amar a aquel humano dignificado. Pero Hunahpú, señor de Xibalbá, amo del Inframundo, celoso de los favores que Ixchel concedía a Daruma, lo retó a un combate. Daruma se defendió de los ataques del malvado dios, que al verse rechazado una y otra vez, usó sus negros poderes contra el valiente guerrero. A punto de morir, Kukulkán le concedió la inmortalidad, pero Hunahpú lo atrapó y lo arrojó a la Nada. Allí permanecería por mil años, hasta que los descendientes de Daruma lo recuperasen, sentenció el dios infernal. Creyendo que había vencido, se retiró a su reino de oscuridad. Pero Ixchel había guardado la semilla de Daruma. Creó un avatar del guerrero al que dio vida con jade azul y lo envió lejos del alcance de Hunahpú. Y fue dejando las pistas que mil años más tarde necesitarían los dos hijos que Ixchel concibió para que encontraran a su verdadero padre y le restituyeran la inmortalidad. Daruma despertó y se incorporó. A su lado, Ixchel se manifestó como una hermosa mujer de cabellos negros tejidos con fibras de noche. Sonrió y abrió los brazos para acoger a los tres que habían retornado.

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La puerta

por Relato ganador

Sara, acurrucada en un extremo del sofá, escucha a Juan, que está sentado en la otra punta con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas. La anaranjada luz de una lámpara de mesa rompe levemente la penumbra del salón. Hace frío, es invierno.

—Lo que te voy a contar me pasó poco después de casarnos, cuando tuviste que marcharte a ese viaje de empresa. Te fuiste de madrugada y volviste al día siguiente por la tarde, ¿te acuerdas? Pues te juro que ésa fue la peor noche de mi vida. A veces la mente, ¿cómo lo diría? entra en barrena, se sumerge en un mundo muy extraño… no sé, a veces la mente crea su propia realidad, que no tiene nada que ver con lo que tienes delante. Tiene que ver con lo que guardas dentro de la cabeza.

Juan mira a Sara.

—Sí, es cierto que me había tomado un par de copas en el Blue Moon… bueno, ponle que fueran dos pares de copas, tampoco es tanto. Te va a parecer una tontería, pero ya te echaba de menos y te acababas de ir esa misma mañana, apenas hacía un rato que habíamos estado hablando por teléfono. Pero te echaba mucho de menos. Vale, me tomé cinco copas, se me hizo tarde, sí. Las calles parecían páramos, me sentía inquieto, es de risa, en el ascensor, entre esas cuatro paredes de aluminio, me dio por pensar que si se paraba a tales horas amanecería muerto. Este barrio es demasiado tranquilo, me da la impresión de que a partir de las doce de la noche las personas se convierten en fantasmas. Pensaba que nadie me ayudaría, que nadie abriría la puerta para socorrerme. Y más aquella noche de enero, que helaba. Al móvil se le había agotado la batería. Quien no ha padecido claustrofobia no puede hacerse la más remota idea de lo que se siente. Cuando el ascensor se paró en el quinto, y se abrieron las puertas, suspiré aliviado. Entonces pensé que podía haber subido por las escaleras, es que es de risa, supongo que ese retardo respecto a la lógica es un efecto secundario del alcohol. Al entrar aquí percibí la soledad de la casa, el vacío sin ti. Comí algo en la cocina. Me llamó la atención que los sonidos parecían amplificarse, aunque fuera el envoltorio del pan de molde al arrugarse, resonaba como un gran crujido. Podía oír mi propio bolo alimenticio mezclándose en mi boca con la saliva… era una sensación curiosa. Me hizo gracia. Probé a remover los cubiertos en el cajón, asombrándome y divirtiéndome con ese estruendo metálico. Me notaba raro, estuve a punto de llamarte de nuevo, pero no quería despertarte, importunarte… contagiarte mi inquietud. No me pasaba nada, estaba bien, sólo que me sentía raro. Vale, me habían echado de la compañía dos semanas antes, tú no pudiste aplazar el viaje y todo estaba en orden: hacía unos meses que nos casamos y con mi currículum no tardaría en encontrar un nuevo empleo, un nuevo cargo de sales manager. Eso no me preocupaba, seguía siendo feliz. No estaba mal, Sara, estaba raro. Quizá por aquella época estábamos raros los dos… justo desde la boda. Supongo que es lo normal, que le ocurre a mucha gente. Es complicado adaptarse a la vida con otra persona; en ocasiones la echas de más cuando está, y siempre echas de menos su presencia cuando está ausente.

Sara intenta evitar la persistente mirada de Juan.

—Bueno, el caso es dejé el móvil cargando ahí, encima de la mesilla, y me fui a dormir. Apagué todo, cerré la puerta de la habitación y me metí en la cama. También fue casualidad que se hubiera estropeado la caldera esa misma mañana, hacía un frío insoportable. Me propuse ir a comprar un calefactor eléctrico al día siguiente, sin falta, por una vez en mi vida el tiempo era precisamente lo que me sobraba. La verdad es que no tenía sueño. Procuraba no moverme mucho para conservar el calor en mi ámbito del colchón. Quería soñar con cosas bonitas, quería soñar contigo y una playa azul… Entonces percibí la oscuridad. Las persianas estaban bajadas por completo, la puerta cerrada, no entraba ni un átomo de luz por ningún sitio. Me di cuenta de que me fascinaba la sensación de no hallar ninguna diferencia entre tener los ojos abiertos o cerrados, la oscuridad absoluta. Una frialdad lenta penetraba la tela del edredón, imaginaba estar dentro del vientre de una ballena, en la profundidad de un mar tormentoso. Pero poco a poco mis ojos se habituaron y comencé a ver los bultos de los muebles de la habitación, la forma de la puerta y, a través de la rendija de abajo, distinguí la débil claridad de las farolas de la calle que entraba desde aquí, desde el ventanal de la terraza del comedor.

Juan se retuerce las manos sin quitar su vista de Sara.

—No sé qué me ocurrió. Algo muy simple: empecé a sentir miedo. Un miedo infantil, ridículo. Sé que es absurdo, a veces la mente juega consigo misma, a pesar de nosotros mismos. Me dio por pensar en Drácula, ya ves qué estupidez… ¡Drácula! Me ceñí el edredón en torno al cuello. Sonreía, contemplándome, como un crío de cinco años, aunque no dejaba de apretar el edredón alrededor de mi garganta. Qué tontería. Me reí… ¡como si un simple trozo de tela fuera un obstáculo para los dientes de Drácula! Sentía mucho frío, cada vez me encontraba más inquieto y esa imagen del vampiro en blanco y negro, un recuerdo tan lejano que ni me acordaba de él, Nosferatu, fíjate Sara, Nosferatu, con los largos colmillos juntos en el centro de sus labios, encorvado, no se me iba de la cabeza. No me atrevía ni a moverme, de miedo, de un miedo que me daba risa, y me empecé a agobiar bajo el peso del edredón. Estaba sudando, y había decidido levantarme para romper ese ciclo rocambolesco cuando mi imaginación me inyectó un veneno en la razón, una idea estúpida: ¿Y si al abrir la puerta hay alguien?

Sara se hace un ovillo en el extremo del sillón, juntando las rodillas a su pecho y rodeándolas con sus brazos. Juan la mira fijamente.

—Entonces sí que sentí miedo de verdad, créeme, se me aceleró el pulso. ¡Ya sé que no va a haber nadie en el otro lado de la puerta, ya lo sé…! ¿Pero, y si abro la puerta y hay… alguien? Sé que es mi imaginación. Ahora me percato de que el silencio está plagado de ruidos. Cañerías, pasos lejanos, pequeños roces que resuenan… Sé que es mi imaginación. No puedo quitar mi vista de la puerta, no pestañeo ¿y si abro la puerta y me encuentro a alguien, a un extraño ahí plantado, esperándome? No va a suceder, no puede suceder, pero ¿y si sucede…? ¿Y si sucede dentro de mi cabeza, y si me vuelvo loco durante un segundo, justo cuando abro la puerta? ¿Y si mis sentidos me engañan un instante, arrastrados por mi obsesión? Se me pararía el corazón del susto, te lo aseguro. La quietud de la cruda noche y de la oscura penumbra me pone nervioso. La quietud de la puerta me enerva. ¿Y si abro la puerta y me encuentro a un extraño? Y de pronto pienso que puede ser peor. Sí, puede ser peor, ¿y si se abre la puerta? Sólo me faltaba eso, que se abriera la puerta. ¿Y si se abre ahora mismo? La miraba, no podía dejar de mirarla, luchando contra la absurda idea de que se abriera de repente, o de que se abriera lentamente y por el quicio apareciese un ojo mirándome. Sentía la impresión de que en cualquier momento el tirador iba a moverse, incluso tenía la sensación de que se estaba moviendo muy despacio. Cuando no parpadeas y miras fijamente a algo, parece que se mueve, también lo pensaba, es porque los globos oculares no son capaces de estarse parados del todo, o algo así. ¿Eres tonto o qué te pasa, Juan? Eso no puede suceder, no es la realidad, es tu mente cansada y alterada. Decidí salir de la cama, encender la luz y dar una vuelta por la casa, me estaba obcecando con la maldita puerta. Y, te juro que esto es verdad, justo cuando iba a poner un pie en el suelo atronó un golpe en ella. Me quedé petrificado, con la boca abierta. Era como si hubieran plantado en ella firmemente la palma de una mano. Permanecí inmóvil, luchando contra mis sentidos. Era mi imaginación perturbada por el alcohol, tenía que serlo. Escuché atentamente, no se oía nada, traté de calmarme, terminé de incorporarme en la cama, me froté los ojos. Me serené. Debía de ser el vecino de arriba, o el de abajo, que había tirado algo al suelo sin querer, que se había tropezado, que se había dado un cabezazo contra la pared. Me iba a levantar y entonces otro golpe retumbó en la puerta, seco, duro, el corazón se me salió del pecho. Era aún más fuerte que el anterior. El terror se apoderó de mí. Ya no consistía en Drácula, ni en el vecino, alguien estaba aporreando la puerta de nuestra habitación, al otro lado. Y tampoco eran las cañerías, desde luego. Y sonó otro estampido. ¡No puede ser! No era capaz de respirar, los ojos no me cabían en las órbitas, intentaba agudizar la vista y mi vista fue a caer en la rendija de la puerta. Vi una sombra que se movía, que perturbaba la tenue luz que se colaba por debajo. Mi cerebro se colapsó y reaccionó al mismo tiempo: entendí que unos ladrones se habían introducido en la casa, y que me estaban machacando las neuronas para que les resultara una presa débil, un guiñapo fácil de someter, un imbécil al que acojonar con su propio miedo antes de despojarle de su bienes y, quizá, de su vida. Pero yo estaba desquiciado, sentía una presión nerviosa que me superaba. No pensaba ser expoliado, torturado o asesinado sin luchar. Él, o ellos, me estaban dando un tiempo para acobardarme y anular la mayor defensa que nadie puede poseer, su determinación; y lo que consiguieron fue fortalecerme en mi locura. No me reconocía, jamás hice uso de la violencia. Nunca me encontré tan desesperado. Me acordé de respirar, y respiré hondo, apreté el puño izquierdo, las uñas se me clavaban en la carne, me acerqué a la puerta despacio, sin hacer ruido, me mordí los labios, tomé el tirador y abrí de súbito, echándome hacia atrás y enarbolando mis nudillos dispuesto a descargarlos sobre lo primero que me encontrara. Pero toda mi tensión se me quedó detenida en el brazo: ahí no había nadie. No había nada. No había nada en toda la casa, que recorrí habitación por habitación, rincón por rincón, después de armarme con un cuchillo en la cocina. Miré debajo de las camas, en la bañera, dentro de los armarios… ¿Entiendes, Sara? No había nada, la llave seguía puesta en la cerradura de la entrada, ¿lo entiendes? Sara, mírame, ¿lo entiendes?

A Sara le resbala una lágrima por un ojo.

—No llores, al final te vas a reír, ya verás. Procuré tranquilizarme, me limpié los labios, me había hecho sangre, qué idiota, también me dolía la mano, me senté aquí, en este sillón, con todas las luces dadas. Incluso llegué a pensar que me estabas gastando una broma. A fin de cuentas, era mi cumpleaños, las tres de la mañana ya eran el veinticinco de enero. Me decía: «verás, ahora aparece Sara con unos ligueros y un látigo». Esperé, no apareciste, estaba solo. Celebrando mi cumpleaños con mis paranoias. Me calmé. Intenté olvidar que realmente había oído esos golpes, y que esos golpes los habían dado sobre esa puerta. Conseguí creer que mi imaginación y el alcohol me habían regalado una noche estupenda. Recorrí otra vez la casa entera empuñando el cuchillo entre divertido y cauto, lo reconozco, y apagué las bombillas, excepto la del pasillo, necesitaba ver. Y volví a la cama tiritando de frío, aunque estaba ardiendo. El marco de la puerta de nuestro dormitorio, que dejé abierta, claro, se recortaba contra esa luz ambigua. Un ligero sopor me inundaba, cerré los ojos. De vez en cuando los abría escudriñando hacia la dichosa puerta, como comprobando que seguía vacía. Me sentía aliviado, me sumí en el cansancio. No sé si es cierto lo que me pasó después, quizá fuera el producto de un sueño. Para mí no lo fue.

Juan se acerca a Sara, a quien las lágrimas le empiezan a correr por las mejillas.

—Es gracioso, otra vez mi cabecita me hizo de las suyas. Estaba casi dormido y me dio por pensar que si abría los ojos me encontraría a alguien en el cerco de la puerta. Apreté los dientes, mascullé unas palabras malsonantes, ¡otra vez no! Otra vez no… ¿Y si abro los ojos y hay alguien en la puerta, mirándome? No puede ser, eso no puede ser. Pero ¿y si abro los ojos y hay un extraño en la puerta? No hay nadie en la puerta, ¡no puede haberlo!, me decía, ¡ya está bien, pareces un niño pequeño! ¿Y si abro los ojos y hay alguien en la puerta? Me resistía a abrir los ojos, tenía sueño, quería dormir, me encontraba muy cansado. ¡Oh, Dios, abrí los ojos! No había nadie en la puerta. No, Juan, me dije, no vuelvas a esto, cierra los ojos de una puta vez y duérmete. Los cerré. Me negué a abrirlos de nuevo. Quería dominar mi mente, y no podía. No quería abrir los ojos, no quería mirar hacia la puerta, no quería pensar que ahí hubiese alguien, que ahí hubiera una sombra recortándose contra el pasillo. Me propuse no abrir más los ojos hasta que llegara el amanecer. De verdad que estaba deseando que llegara, esa noche se me estaba atravesando, estaba deseando que saliera el sol y bajarme a tomar un café en cuanto abrieran el primer bar. Debían de ser las cuatro de la mañana, creo, ya no quedaba tanto para que los primeros rayos despuntasen por la ventana. Pero quedaba mucho. Estaba agotado, oía el amortiguado tic-tac del reloj de la cocina, una profunda somnolencia me inundaba, me abotargaba, me metía más y más dentro de mí mismo. Y yo tenía la sensación de que había alguien en la puerta, notaba como una respiración que no era la mía. La estaba escuchando, ¿o la estaba soñando? ¿Y si había alguien? Me negaba a abrir los ojos, sería reconocer una debilidad tan inmensa que me costaría demasiado superarla. Pero en la perversión de mis sentidos, en la oscuridad que limitaba con mis párpados, sentía una presencia. Ahí había alguien. Me eché a llorar, de rabia, no quería ser tan idiota, no quería mantener esa lucha contra el simple acto de abrir los ojos, mirar y comprobar que allí no había nadie. Y dormir de una vez por todas y dejarme de fantasías disparatadas. No hay ninguna presencia, no oyes ninguna respiración, me decía, es todo producto de tu mente, estás alterado, no pasa nada… Pero ¿y si abro los ojos y hay alguien? ¿Y si los abro y hay alguien? ¡No hay nadie, Juan, no hay nadie, mira, por favor, mira! Abrí los ojos.

Sara gime, Juan se acerca aun más.

—Y… le vi, Sara, ¡le vi con mis propios ojos recortado contra el marco de la puerta! Sus ojos me miraban. Era algo parecido a un hombre, algo parecido a un ser humano. Era una sombra extraña, amenazante, con sus ojos amarillentos mirándome con fijeza. Apenas me llegaba aire a los pulmones, no podía moverme. Ya no eran ladrones, ni dráculas, no sé qué era, era el miedo. Las babas me resbalaban por la comisura de los labios, sentía que era incapaz de levantar un brazo. Mi corazón no palpitaba. No sé cuánto tiempo pasó, quizá un segundo, dos, un minuto, no lo sé. No podía sustraerme a su mirada, ahí estaba esa imagen espectral, erguida en la puerta de nuestra habitación. Y se acercó a mí, sentí un impulso en el pecho. No lo recuerdo muy bien, cerré los ojos con la esperanza de que desapareciera, los abrí y de pronto él ya no estaba en la puerta, estaba a un palmo de mi cara, su aliento se mezclaba con mi aliento, sus ojos… No te lo puedo describir. No hace falta, lo vas a ver tú misma dentro de poco. Me lancé hacia la puerta, era como si la puerta estuviera tremendamente lejos, como si huyera de mí, la alcancé, volví la vista, lo tenía encima, fui dando tumbos desesperado por el comedor, él parecía no moverse, pero cada vez estaba más cerca, me acorraló contra el ventanal. Pude verle tal y como era, vi su rostro espantoso, me quedé sin fuerzas, me convertí en un pelele, y justo en ese momento sonó el móvil ahí, en la mesilla…

Sara llora y se comprime en sí misma.

—¡Juan, Juan, era yo! ¡Era yo…! ¡Te llamé! ¡Te llamé, tuve un presentimiento!

Gime.

—¡Tuve un presentimiento…!

Juan se acerca aun más a Sara, que solloza desconsoladamente.

—¡Juan, Juan…! ¡No te acerques más! ¡Juan, no deberías estar aquí…!

—Lo sé.

Sara se hace un nudo entre sus propios brazos. Su cara está empapada, tiembla.

—¡No deberías estar aquí…! ¡Por Dios… hoy hace un año que te tiraste por esa terraza, no deberías estar aquí, Juan…!

—Lo sé, Sara. He venido a avisarte.

Juan intenta tocar a Sara, no lo consigue, le susurra al oído:

—Hay un extraño en la puerta.

Sara mira hacia la puerta, sus lágrimas se congelan. Un chillido hiere la soledad del barrio. Pero los fantasmas permanecen en sus guaridas, ocultos, temerosos, afilando su silencio en el frío de la noche. Se oye un ruido sordo en la calle, un bulto que se estampa contra el suelo.

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El truco

por Relato ganador

Me han dicho que os cuente una historia. No hay problema chicos, de hecho tengo muchas viejas fábulas y cuentos guardados en los bolsillos de mi capa. Hay muchas cosas fantásticas que he vivido y aprendido con los años. He sido aprendiz con el viejo Merlín, he sido bufón para reyes, emperadores y sultanes, he sido el mejor escapista en un circo ruso y he sido el maese flautista en el olvidado pueblecito de Hamelín. Pero vuestros padres pueden estar tranquilos, volveréis a casa sanos y salvos. Aunque espero que durante este tiempo viajemos lejos. Sí, porque aunque quieren que os cuente una historia a mí se me da mejor la magia. Y he sido mago toda mi vida. Pero ahora mismo no se me ocurre nada que nos pueda gustar con «Érase una vez en…». Yo prefiero «Érase que está siendo aquí mismo…» porque va a ser algo que estará sucediendo, que vamos a vivir juntos. Es de verdad. Os voy a enseñar el truco. ¿No lo notáis?, ¿no lo oís? Cae agua y se oyen truenos ahí fuera…

Érase que está siendo aquí mismo, en este gran salón en el que estáis escuchando a este mago parlanchín, que está formándose una gran tormenta con rayos y truenos. Cerrad los ojos y oiréis el fuerte viento golpear las ventanas. Pero no es una tormenta cualquiera, el cielo se torna negro como el azabache y se forma un agujero del que emergen potentes rayos que nos agarran, nos hacen levitar y nos arrastran hacia su oscuridad. Yo mismo he conjurado esta tormenta, que en realidad es un portal mágico porque necesito que ayudéis a unos viejos amigos. El viento que sentís es porque estamos atravesando un torbellino que nos llevará a otro mundo. Abrid los brazos para planear siguiendo la corriente. Ya estamos volando bajo un cielo más claro y azul y allí, a lo lejos, en esa isla desierta en medio de un inmenso océano, se encuentran mis amigos que están perdidos y en problemas. No nos van a ver porque nosotros estamos en un plano diferente, somos como espíritus que les van a acompañar pero, si nos lo proponemos, todos juntos les podremos echar una mano. Si no los véis bien yo os ayudo. Ahora están muy cerca de la orilla, desorientados y aturdidos. Los tres están alejados unos de otros y aún no se conocen. El que primero se levanta es inconfundible, con su abultada barba negra, su parche en el ojo izquierdo y su afilado sable en la cintura. Morgan el pirata, un viejo corsario temido a lo largo y ancho de cientos de mares. Sin embargo, otea a su alrededor y no parece reconocer la playa. ¿Habrá naufragado? Otro de mis amigos perdidos es Sir Roland, un noble caballero medieval al que se le ha girado el yelmo y deambula a ciegas por la arena. Y por último, tenemos a Yutu el astronauta, nacido en el Polo Norte, el primer esquimal que ha viajado al espacio. Camina despacio, pensando que está en un planeta con mucha gravedad. Vaya personajes tan raros, os preguntaréis. Bueno, es que tengo amigos en todas partes y en todas las épocas.

Morgan el pirata, desenfunda su sable y se acerca sigilosamente al astronauta.

—¿Quién sois, extraña criatura? —exclama mientras pincha con su arma en la espalda del desconcertado hombre del espacio.

—Soy Yutu, comandante de la nave Zeus IX en misión de <bzzt> reconocimiento de nuevos planetas inexplorados en esta galaxia. Aleje ese artilugio afilado, espécimen nativo de este planeta <bzzt>, vengo en son de paz —responde el astronauta esquimal a través del comunicador de su escafandra.

—¿Qué diantres queréis decir con espécimen nativo? ¡Soy un furioso pirata! Mi navío ha debido de naufragar en esta isla cuando atravesábamos un diabólico temporal. Decidme dónde están mi barco y mi tripulación.

—No puedo responder a esa <bzzt> pregunta. El último registro de mi nave indicaba que <bzzt> nos adentrábamos en una nebulosa con turbulencias cerca de la Constelación Galápagos. Quizá mi nave hizo un aterrizaje de emergencia. Mire, una extraña forma de <bzzt> vida se acerca a nosotros.

La atolondrada figura es Sir Roland, enfundado en su pesada armadura de acero, mucho más desorientado que mis otros dos amigos porque es incapaz de quitarse su yelmo. Caminando a tientas se topa con Morgan y Yutu que lo detienen. El pirata tira con todas sus fuerzas del yelmo pero es incapaz de retirarlo. Yutu, sin embargo, tiene un instrumento en su guantelete multiusos que le sirve para soldar las averías de su nave. Pasa alrededor del cuello del guerrero el rayo y retira de su cabeza el casco que le oprimía. Y ¡sorpresa!, descubrimos que la cabeza y el cuerpo del caballero es el de una rana. Y no es capaz de articular palabra, sólo de croar.

—Una nueva forma de vida alienígena, sin <bzzt> duda —exclama asombrado Yutu.

—¡Croac! —protesta mi amigo Sir Roland sin que nadie le entienda.

No os había contado que un dragón había hechizado al legendario caballero. Estos amigos míos están más perdidos que Pulgarcito sin sus migas de pan. Habrá que echarles una mano. Están confundidos, hay que animarles a que se adentren en la isla y que descubran cómo pueden escapar de ella. Vamos a avisarles, vamos a silbar todos juntos en dirección a la selva para que se muevan. Venga, muy fuerte. ¡Más, más! ¡Que no nos oyen! Así, bien, mirad, ya corren y dejan atrás la orilla. Están llegando a un claro donde pueden divisar el resto del lugar. Es muy extenso, repleto de palmeras, brillantes lagos y seres fantásticos que vuelan. Podría ser una isla paradisíaca pero, a lo lejos, se divisa un enorme y amenazador volcán del que emana un horrible humo negro.

—Tiene que ser la guarida de los bellacos que han hundido mi barco —afirma Morgan con rotundidad.

—Allí se debe de encontrar <bzzt> mi nave, seguro que de allí ha salido un rayo de tracción que ha tirado de ella —responde Yutu.

Sir Roland croa dos veces y escribe en la arena su nombre y la figura de un dragón. Después de un rato observando sus pintorescos aspavientos, Yutu y Morgan deducen que el caballero combatía al monstruo que lo hechizó y el dragón lo expulsó mágicamente a la isla. Hablan entre ellos y proponen un pacto: se van a ayudar mutuamente para abandonar esta extraña isla en que han aparecido de repente. Morgan quiere encontrar su barco y volver a navegar por las aguas del Caribe. Sir Roland enfrentarse al dragón y destruir el hechizo que lo ha convertido en rana. Y Yutu recuperar su nave para seguir explorando el espacio.

El camino parece tranquilo y para los tres aventureros la marcha sólo se ralentiza por la armadura de Sir Roland y por la absurda precaución que tiene Yutu al moverse por tierra extraña, como si flotase por la Luna. El testarudo e impaciente pirata se empieza a desesperar.

—Vamos, mequetrefes, acelerad el paso. Mis corsarios no pueden esperar.

De repente, surgiendo del volcán, se siente un fuerte temblor en el suelo. Nuestros amigos caen de bruces violentamente. La tierra empieza a transformarse, a cambiar rápidamente. Comienza a moverse, a formar ondas y engullir a todo lo que se mueve sobre ella. Sin poder reaccionar se encuentran atrapados en unas inesperadas tierras movedizas. Pero tranquilos, confío en ellos, son tipos raros pero condenadamente listos. Aunque como no actúen deprisa la armadura de Sir Roland va a terminar por hundirle. Y a Yutu no le va mucho mejor. Veamos qué hace nuestro ágil pirata… ah, sí, mirad, ya saca de su cintura una de sus pistolas y apunta a uno de los árboles. ¡Qué puntería, chicos! Ha desprendido una liana y se agarra a ella. Trepa por la cuerda con la ayuda de sus piernas y con su sable entre los dientes y se salva de caer hundido. Pero no se olvida de los otros. Corta otra liana y la lanza al astronauta que se la ata a la cintura. A continuación, Morgan se descuelga de la rama en el otro extremo de la liana y hace fuerza de palanca para salvar a Yutu. Lo han logrado, pero el caballero se está hundiendo y apenas asoma la cabeza. El astronauta se percata y, ahora que puede usarlo, ajusta su guante multiusos en función «imán». De esta forma, con un rayo magnético, atrae su armadura y hace levitar al sorprendido caballero fuera de la arena y lo deposita sobre una de las ramas del árbol. Podemos respirar tranquilos, nuestros héroes han salvado un escollo peligroso. Se desplazan a tierra firme y el enojado pirata empieza a retirar con ímpetu las piezas de la armadura de Sir Roland, quien sólo se puede quejar croando. Sólo le deja cargar su mandoble de acero y el viejo escudo de su clan.

—No me retrasaréis más, grumete de hojalata. Y vos también —señala al astronauta—, acelerad el paso y dejad de caminar como un pato miedoso.

El grupo prosigue la marcha, pero el amenazador volcán de la isla sigue enfadado y vuelve a rugir. En su cima se arremolinan unas nubes negrísimas que se agitan como colmenas de abejas. Aunque los tres aceleran el paso, las nubes se concentran, detectan al grupo e inician un vuelo vertiginoso para emprender un ataque. El humo se solidifica y, a su paso, arrasa con todos los árboles que se encuentra en su camino. De la masa negra surgen unos tentáculos que recogen ramas y piedras del suelo y los lanzan al grupo como si fueran flechas y proyectiles. Sir Roland agrupa a sus dos compañeros a su espalda y los protege con su escudo. El monstruo de humo continúa su acecho sin pausa para minar la resistencia del grupo.

—Mis sistemas <bzzt> informan que no resistiremos mucho tiempo más —exclama preocupado Yutu.

Entonces, el caballero alza la vista al cielo y busca una montura alada que les pueda salvar. Sabiendo que en su forma de rana no va a poder silbar, agarra la mano del pirata y le coloca sus dedos en la boca de forma que pueda emitir un sonido que pueda ser escuchado por una criatura voladora. Enseguida, al silbido responde uno de los muchos seres fantásticos que pueblan la isla, un grifo, un ser alado mitad león, mitad águila. El grifo desciende en picado justo a tiempo de que el caballero anfibio se agarre a sus plumas y lo monte como si fuera un corcel. Mientras, el monstruo reúne más y más nubes y se ha transformado en un tremendo demonio con largas zarpas y garras para lanzar su ataque definitivo. A nuestro caballero sólo le queda una cosa para que el duelo sea una auténtica justa medieval: una lanza. Yutu entiende la idea y con su guante multiusos funde parte del mandoble sobre un gran palo alargado. Y también tiene otra ocurrencia: ajusta el guante y electrifica la punta de la lanza con un rayo. Nuestro caballero sólo tendrá una oportunidad para embestir con su lanza cargada de energía al monstruo. Si lo atraviesa siendo humo, fallará, y si el humo se solidifica y ataca más rápido lo aplastará. En el cielo se encuentran frente a frente, la gran humareda negra se acerca a gran velocidad, abre sus diabólicas fauces, cierra sus garras sobre el grifo… y el caballero arroja su lanza en el último momento sobre el corazón negro del monstruo. Una corriente eléctrica de color azul aturde al demonio oscuro y lo convierte en cenizas que caen como lluvia sucia sobre la tierra. El caballero salta y croa como una rana feliz cuando aterriza a salvo junto a sus compañeros. Otra inesperada prueba que han superado, sólo queda el trecho final para llegar al extraño volcán y descubrir el misterio.

Por supuesto, el desconocido ser que está gobernando la isla no continúa nada contento y sigue empeñado en derrotar a los aventureros. Pero ya no se oye ningún rugido desde el volcán, ni la tierra tiembla. Un silencio recorre la isla de punta a punta. Y una capa de oscuridad, como una gran sombra, como una manta que envuelve todo, se extiende y apaga toda luz y toda visión. Nuestros amigos aventureros no pueden evitar ser engullidos por la niebla negra que ha cubierto la isla. También vosotros podéis notar que todo está…

…muy silencioso…

…y a oscuras…

…no sabemos qué ha sido de Yutu, Morgan y Sir Roland…

…pero inesperadamente algo brillante sale disparado de entre toda la negrura. Es Yutu, el intrepido astronauta, atravesando la oscuridad con sus cohetes propulsores a toda potencia. Casi a ciegas, con sus dos asustados compañeros colgados de su cintura, se dirige al centro de la isla guiado únicamente por la luz que emana de su guante multiusos. Le queda ya poca batería y curva su trayectoria para descender dentro del volcán y enfrentarse por fin al enemigo que los ha atrapado y atacado. A la desesperada, aterrizan sin control dentro del cráter y chocan contra el suelo de una vacía plataforma. Allí se reagrupan los tres, esperando enfrentarse a su enemigo.

—Muestra tu rostro, criatura <bzzt> extraterrestre y libéranos inmediatamente de este planeta-prisión —exige Yutu, el astronauta.

—¡Atrevéos a enfrentar mi sable, maldito rufián, y sabréis lo que es bueno! —grita desafiante el pirata Morgan.

—¡¡Croac!! —exclama lo más fuerte que puede el caballero mientras blande una daga y carga su escudo en el antebrazo.

En pocos segundos, las sombras que hay formadas en la pared empiezan a vibrar. Toman vida propia y se fusionan y abandonan los muros, dando vueltas en un remolino que finalmente toma la forma de un hombre que se planta delante de los héroes. La figura es una gran masa oscura que se hincha y se vuelve cada segundo más y más grande. En lo que parece su cabeza se pueden distinguir unos brillantes ojos de fuego, que intimidan al observar a nuestros héroes, y una profunda boca de la que surge una voz grave y penetrante

—No tenéis escapatoria. Estáis sometidos y derrotados, os enfrentáis a vuestra peor pesadilla. Aquí, en esta isla misteriosa he conseguido la fuente de poder definitiva. Puedo convertirme en cualquiera de vuestros mortales enemigos. Puedo ser el dragón que derrama fuego sobre los hombres o una flota de sangrientos corsarios o una invasión de marcianos sobre la Tierra. Mi sombra puede convertirme en cualquier personificación del mal y puedo atraer a todos los héroes que rivalicen con mi poder y aplastarlos uno a uno. Soy el adversario definitivo, nada me puede derrotar.

Podéis ver cómo la gigantesca sombra se transforma en cuestión de segundos en cualquier criatura o monstruo. Sobre nuestros héroes caen garras, espadas, puños, aliento de fuego y mil amaños para derrotarles. Espada, daga, escudo y guante multiuso en mano, los aventureros esquivan y resisten. Mientras, el monstruo de sombra continúa su aburrido y pesado discurso. Lo que está haciendo es un abuso y se está saltando todas las reglas de un buen duelo.

—Rendíos, dejáos capturar, humilláos ante mi superioridad. Con mi poder extenderé el imperio del mal por todas las épocas y todos los mundos. No me llaméis malvado, no me llaméis perverso, no me llaméis cruel ni villano. Llamádme… ¡¡Malísimo!!

¿Cómo?, ¿qué?, ¿qué acabamos de oír? Además de pelmazo y tramposo, termina diciendo que se llama a sí mismo… ¿Malísimo? ¡Ja ja ja!, ¿no es lo más ridículo que habéis oído nunca? Yo creo que es la oportunidad de ayudar definitivamente a nuestros héroes. Reíros. Así, ¡ja ja ja ja! Más fuerte. Que nos oigan Morgan, Yutu y Sir Roland. ¡Ja ja ja! Más, más. Es un abusón, un tramposo y ni siquiera es un rival digno para un héroe. Reíd, reíd. Mirad, nos han oído. Morgan está rompiendo a carcajadas como cuando brinda con ron en el barco, hasta se le cae la barba y el parche de la risa. Incluso a Yutu se le oye reír dentro de su escafandra. Y sí, ese sonido raro que oís es también Sir Roland, podéis contar a vuestros amigos cómo ríe una rana. Vaya, vaya, el monstruo ya no es tan vanidoso. Su discurso ha perdido fuerza, nadie le toma en serio y su voz es apenas un chillido agudo. Y su figura empieza a menguar, a empequeñecerse. Su poder se reforzaba con el miedo, pero ahora sus víctimas sienten lo contrario. La enojada criatura se ha hecho más pequeña que un dedal de porcelana. El pirata Morgan saca un frasco de su pantalón y lo atrapa en el recipiente de cristal como recuerdo. Si nos fijamos, se le había caído la barba y el parche mientras reía. En realidad es una chica y no un viejo pirata.

—¡Eres una mujer, valiente <bzzt> pirata Morgan, vaya sorpresa! —exclama Yutu.

—Es cierto. Mi padre, el gran capitán Morgan, murió en un combate en el Caribe. Yo soy su hija Morgana y suplanto su identidad lo mejor que puedo para que me respeten.

—No necesitáis disfrazaros, habéis demostrado gran coraje y valentía —se sorprende y nos sorprende hablando Sir Roland que ha vuelto a recuperar su forma humana.

—Habéis roto vuestra maldición, caballero, ¿cómo ha podido ser?

—No me lo explico, Morgana. La leyenda dice que solamente matando al dragón o encontrando el verdadero amor podría volver a ser un hombre.

—Hay una explicación. Habéis sido <bzzt> siempre un héroe solitario, Sir Roland. Habéis suspirado por una amada que nunca habéis hallado pero aquí habéis encontrado el amor de unos <bzzt> amigos de verdad que nunca habíais tenido a vuestro lado —le explica el astronauta.

—Perdonádme, señor del espacio, pero ya va siendo hora de que muestre su rostro, siempre oculto por ese yelmo de cristal —la pirata Morgana trastea con los botones del traje hasta que consigue retirar la escafandra. Yutu se asoma y nos muestra su tímida sonrisa de esquimal—. Veis, no tenéis que esconderos siempre y no volváis a tratar a las personas como seres extraños de otro planeta.

En ese momento, los tres se abrazan y la luz se vuelve a recuperar poco a poco en el volcán y en la isla. En la plataforma del monstruo surge una luz de un gran espejo. Es un portal mágico en el que, si nos asomamos, se nos muestra el lugar de donde procedíamos. Nuestros héroes ven cada uno su nave espacial, su gran barco pirata y su formidable corcel blanco. Atraviesan el umbral uno a uno.

—¡Nos veremos en el espacio! —dice Yutu.

—¡Hasta siempre, nobles paladines! —exclama Sir Roland.

—¡Adiós, lobos de mar! —grita entusiasmada Morgana.

Nosotros podemos ver la sala donde estábamos reunidos así es que vamos a darnos prisa antes de que se cierre el portal. Vamos, vamos, hay atravesarlo a toda prisa. Abrid los brazos y preparaos para volar, volar…

Sssssh, ya hemos aterrizado de vuelta. Podéis abrir los ojos y descansar los brazos. Ya estamos aquí de nuevo. Como véis ha dejado de llover, la tormenta que nos había transportado hasta la isla misteriosa ha amainado. No hay más secreto, así es como funciona el truco. Hemos viajado donde sucedía la historia. Y ha sido de verdad. No ha habido trampa ni cartón. Lo habéis visto, olido y tocado todo. Ya os he enseñado el truco. Esta aventura parece haber llegado a su fin pero…

¿Colorín colorado?

Yo creo que no. No tiene por qué acabar ahora. En este momento podemos oír a un perro aullando ahí fuera. Pero si afinamos el oído podremos entender sus ladridos y distinguir que es un joven aprendiz de brujo pidiendo ayuda porque ha caído víctima de un encantamiento. Está en peligro, ya que tiene que deshacer el conjuro antes de medianoche…

…y está sucediendo ahora, así es que…

¿…por qué no sigues tú?

Ya conoces el truco.

¿Érase que está siendo aquí mismo…?

Por mí, perfecto. Déjate llevar.

Te escuchamos.

Llévanos donde tú quieras.

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Homo Regentis

por Relato ganador

El periodista enseña su pase de prensa al llegar a la última puerta. El circunspecto soldado deja colgando de su hombro el fusil de asalto M16, comprueba la acreditación, asiente ligeramente contestando con un murmullo por el comunicador que pende de su oído derecho, y saca una tarjeta que pasa por el lector situado junto al marco de acero reforzado. Con un pitido y una luz verde, la puerta a la última pieza del puzzle que configura un posible Pulitzer se abre ante John Teller. Al cruzar el umbral le parece sentir una corriente de aire que pasa a su lado, como una señal del destino impulsándolo.

La última pieza es el anciano sentado a la mesa del escritorio, frente al ventanal de cristales tintados en el que consiste toda la pared posterior. Intercambian unas fórmulas de cortesía mientras Teller saca la grabadora y el notebook y se prepara para la entrevista.

Ha pasado casi un año de duro trabajo desde que comenzó su investigación, desde el día en que encontró en su mesa de la redacción un documento que sugería la existencia de un proyecto secreto en los años 50 y 60, uno prácticamente increíble. Pero la investigación le ha demostrado a Teller que, como en tantas otras ocasiones, la realidad supera a la ficción.

Superhombres. El sueño secreto de todo ser humano: ser más, ser perfecto.

—Hábleme del proyecto Homo Regentis.

En realidad no es necesario, ya tiene toda la información que necesita. Además de sus dotes de investigación, Teller ha contado con la ayuda de una fuente anónima, algo así como un Garganta Profunda oculto con el que no ha tenido contacto personal. Alguien, por algún motivo, lo está utilizando. Pero, piensa Teller, si está sirviendo a los propósitos de otro simultáneamente que a los suyos propios, es un trato justo. También el actual gabinete de la Casa Blanca ha dado su visto bueno e incluso ha facilitado su investigación. ¿Por qué? Teller, que se considera un intérprete muy agudo de su momento social, piensa que porque así es como funciona cualquier organismo complejo, con el sistema de las tres «des»: la culpa y la responsabilidad se delegan, se diluyen y al final desaparecen. La decisión de revelar los datos de un proyecto secreto y de una ética… dudosa es una farsa que conviene al nuevo gobierno. Le permite entonar un mea culpa y presentarse como un modelo de transparencia, algo tremendamente apropiado cuando en realidad no va a sufrir consecuencia alguna. Al contrario, se ganará la confianza del pueblo americano apoyándose en la inmundicia de un gobierno anterior y el engaño a las generaciones pasadas. Hacer pública la información es suficiente para que la Administración pueda simular cierta honestidad, fingir humanidad: una humanidad que ningún gobierno posee.

Pero queda un individuo que participó en los experimentos, y Teller sabe que las noticias como la que está preparando son más efectivas si se da al público un cabeza de turco al que señalar. Y así, Teller ha llegado hasta el doctor Cantrip, quien no es más que un octogenario al que se mantiene en un laboratorio perdido en mitad de Nebraska en calidad de consultor. En virtud de su edad, no sufrirá ninguna condena legal; otra cosa es la condena moral de la opinión pública, pero Teller piensa que igual la merece, y así adicionalmente se siente justificado. Además, necesita una narración, una imagen que mostrar, un relato personal: para redondear, necesita el testimonio humano directo.

El doctor Cantrip fue un prodigio. Con apenas veinte años se le dio la dirección del proyecto y carta blanca. Ahora es un anciano calvo y consumido, encorvado y arrugado, claramente molesto por la presencia de Teller. La manga izquierda de su bata blanca está enrollada y plegada, sujeta con un alfiler, como un certificado del brazo ausente. Pero lo más llamativo son sus ojos, unos ojos duros agazapados tras las gruesas lentes de las gafas, enmarcados por una miríada de finas y profundas arrugas, que junto a los surcos que custodian la boca y el ceño fruncido revelan un núcleo de rencor que se ha alimentado durante décadas. Si al doctor Cantrip, piensa Teller, un genio le concediese un deseo, no pediría un brazo nuevo: pediría seis mil millones de mancos.

El doctor Cantrip se toma su tiempo antes de empezar a hablar con un irritante tono de condescendencia. Teller sabe que han sido sus superiores los que lo han obligado a conceder la entrevista.

—Muchacho, estuvimos trabajando veinte años en ese proyecto, y al final se canceló.

—Entonces, ¿considera que fue un fracaso?

—No, muchacho, no: fue un éxito. Logramos que los seres humanos pudiesen hacer cosas increíbles.

Teller ya tenía esta información. Los miles de papeles polvorientos y mecanografiados, las carpetas y ficheros que ha revisado, indican gastos sin conceptos claros, informes en clave, resultados de experimentos sin descripción de las pruebas a las que hacen referencia, alusiones veladas. Pero el cuadro general era claro para Teller. Superhombres. Y fue real.

—¿Experimentaron con seres humanos? —Teller sabe que esta pregunta sólo es carnaza para el lector, pero la hace de todas formas.

Sujetos voluntarios, muchacho, sujetos voluntarios.

—¿Y el Gobierno lo aprobó?

—Muchacho, eran los años duros del bloque soviético. Tener de enemigo a la URSS era genial. Sólo entrábamos en «modo pánico» diciendo que los rusos habían logrado cualquier cosa y ya teníamos un cheque en blanco, tanto moral como literal.

—¿Y las familias no protestaron?

—A los soldados que se presentaban voluntarios se les declaraba oficialmente muertos en alguna guerra. Después les poníamos nombres clave: el de un superhéroe y un número. Perdían su identidad en aras del deber a su país, del amor a su patria. Pero no sufras, la mitad eran paletos del medio oeste, no perdimos ningún premio Nobel. Así, además de evitarnos la molestia de las familias, cumplíamos con una finalidad práctica: no nos valía de nada tener superhombres si luego el enemigo podía secuestrar a sus seres queridos y chantajearlos. Eso sí lo pensaron bien Bob Kane y Stan Lee.

—¿Y en qué basaron sus experimentos?

—En lo que fuera. Teníamos de todo: a las mentes más peligrosas importadas de la Europa postnazi, científicos fringes, chamanes… era casi como un circo ambulante.

—¿Experimentaron con radiactividad?

—No, eso son gilipolleces de los de la Marvel, que parece que no saben que las consecuencias más inmediatas de la radiación, aparte de la muerte, son el cáncer y la leucemia.

Teller asiente, sintiéndose un poco necio por haber hecho la pregunta. Pero se prepara para la más crucial de toda la entrevista.

—Cuando antes ha mencionado que lograron «cosas increíbles», ¿se refiere a superpoderes? ¿Como superfuerza?

El doctor Cantrip casi esboza una sonrisa, pero es una sonrisa teñida de amargura.

—Exacto. Aunque la superfuerza es una estupidez en la guerra moderna. ¿No sabes que las bayonetas que sigue llevando la infantería no están afiladas? Son un mero símbolo fálico, uno de esos arreos innecesarios a los que es tan aficionada la mentalidad infantil militar. ¿Para qué te sirve montar un cuchillo en un arma pensada para matar a tu enemigo a doscientos metros? El combate cuerpo a cuerpo ha quedado obsoleto. Además, no era muy útil por sí misma. Los Hulk podían levantar toneladas, sólo para darse cuenta de que sus ligamentos se desgarraban y sus huesos se dislocaban. Pero necesitábamos la superfuerza para otro proyecto: los Flash.

Modelo teórico de hiperfuncionalidad motriz individual, concretamente, recuerda Teller, el primer informe que le llegó de su misterioso colaborador.

—Uno de nuestros primero éxitos. Sí, muchacho, logramos hacer que un hombre pudiese correr a varias veces la velocidad del sonido. Pero el proyecto fue como una prueba de ciento diez metros vallas: superar un obstáculo sólo suponía enfrentarnos al siguiente. Hacer que los sujetos alcanzaran esa velocidad fue relativamente fácil, lo difícil era hacer que sobrevivieran.

»El primer problema vino con la velocidad de reacción cerebral a los estímulos. El primer sujeto apto murió cuando en la pista en la que estábamos midiendo su rendimiento se cruzó con un gorrión. El pájaro se incrustó en su cabeza como un puto obús. Para que te hagas una idea, el tabique nasal sobresalía por la nuca. Cuando lo enterramos, con todos los honores, tuvimos que ponerle un pasamontañas porque los restos del gorrión se habían fundido y soldado a su cráneo. Así que inventados catalizadores para acelerar en rendimiento neuronal, y en un par de meses los Flash incluso fueron capaces de esquivar y  girar, porque hasta entonces sólo podían correr en línea recta, y como imaginarás, eso no es muy eficiente, sobre todo cuando había que desincrustarlos de muros de hormigón. Pero ocurrió que sus sentidos y su percepción funcionaban a tal velocidad que las órdenes había que grabarlas y transmitírselas a mayor velocidad. Mira, vas a escuchar un ejemplo.

El doctor Cantrip se acerca a una de las estanterías y activa un magnetófono que es casi una reliquia del pasado. Suena un pitido agudo, casi en el umbral liminar del oído.

—Son las órdenes, reproducidas a una velocidad adaptada a los Flash.

Teller sonríe: son esos detalles los que necesita para su artículo… o tal vez para un libro.

—Continúe, por favor. ¿Y qué ocurrió cuando lograron acelerar su capacidad de reacción?

—Entonces chocamos con el segundo problema: la fricción. A esas velocidades, el roce con las moléculas de aire los convertía en antorchas vivientes. Así que tuvimos que crear unos trajes que los protegiesen. Como curiosidad, te diré que el material ignífugo que desarrollamos lo emplearon años después los de la NASA para forrar los Apolo. Para eso necesitamos desarrollar la superfuerza como te comentaba antes, para que pudiesen correr con el traje a cuestas.

»Y entonces llegó el tercer problema, la inercia al detenerse. A más de 25G, los órganos internos del ser humano se licuan y, literalmente, rezuman por cada poro de su organismo. Eso sin mencionar que los globos oculares se salen de las órbitas y estallan al volver a su sitio y golpear con las cuencas oculares, o que el cerebro choca con el cráneo y sufre lesiones en el lóbulo frontal. Tuvimos que crear inhibidores artificiales de la inercia. Como obra de ingeniería, eso es casi un milagro. Pero lo hicimos. Doblegamos una de las leyes de Newton. Muchacho, no puedes ni comprender la grandeza de lo que hicimos.

—Entonces, ¿los Flash existen? —una nota de ansiedad tiembla en la voz de Teller. ¿Podría llegar a conocer a alguno de los superhombres?

—No. Con el consumo de energía que suponía para su metabolismo su organismo se depredaba un poco más a sí mismo con cada carrera. El ritmo al que envejecían se incrementaba exponencialmente. En apenas ocho meses, hombres de veinte años se volvían seniles o sufrían el catálogo completo de achaques. Pero con tiempo, incluso eso lo podríamos haber superado…

»Lo que no pudimos comprender nunca fue un comportamiento que se repitió en todos de los casos de éxito. Los que llegaban a viejos sin haber sido devorados por el Alzheimer pero que sabían que no les quedaba mucho se preparaban para una última carrera: sin traje y con la mirada perdida en el horizonte, corrían hasta volverse teas ultrasónicas, como si intentaran dejar atrás su conciencia, como si quisieran adelantar a su propia identidad. Y corrían y corrían hasta que ardía toda la masa muscular, hasta que al final sólo dejaban tras de sí un esqueleto carbonizado.

»Esa limitación, la irracionalidad de la mente humana en ciertas situaciones, fue la única que no pudimos superar con los Flash, y esa línea de investigación se cerró.

—Pero hubo más experimentos, ¿verdad? Otras líneas de investigación…

—Sí, por supuesto. Por ejemplo los hombres invisibles.

Modelo teórico de ocultación biológica indefinida, rezaba el segundo legajo que Teller encontró en su buzón sin sello ni remitente.

—Los llamamos los Wells, por razones evidentes. Podríamos haberles puesto de nombre clave Sue, como la Sue Storm de Los 4 fantásticos, pero comprende que en aquella época no teníamos mujeres en el ejército, y los soldados se quejaban de que era un nombre maricón. Y no nos valía dejarlo en Storm, porque ese estaba reservado para los psíquicos que esperábamos que pudiesen crear microclimas a su alrededor. Por cierto, a casi todos esos no les fue muy bien, acababan electrocutados, congelados, deshidratados… pero me estoy desviando.

»En total, logramos que sobrevivieran seis individuos al proceso, pero sus finales fueron casi más trágicos que los de los que se quedaron en el laboratorio, a medio camino entre la existencia y la no existencia, como el gato de Schrödinger. Imagínate: logramos que sus átomos se mantuviesen en un estado de inestabilidad tal que la luz los atravesaba, pero con suficiente coherencia como para que no se desintegrasen. Pensábamos que teníamos al espía definitivo.

»El problema era precisamente lo que los hacía invisibles: que la luz los atravesaba. Como no se reflejaba en sus retinas, eran totalmente ciegos. Y ya me dirás para qué coño queríamos unos espías ciegos.

—¿Qué fue de los seis que sobrevivieron?

—Wells 12 se cayó por unas escaleras y se partió el cuello. Los Wells 8, 23 y 51 se volvieron locos y se pegaron un tiro. A Wells 34 lo atropelló un autobús. Pero Wells 47 tenía unos cojonazos que no te puedes imaginar. El tío tomó clases de braille, siguió un duro entrenamiento de artes marciales para desarrollar el sexto sentido, soportó varias operaciones de oído para percibir ultrasonidos y tener así una especie de radar rudimentario… Total, que lo enviamos a Afganistán para ver qué hacían por allí los comunistas.

—Pero la invasión no sería hasta años después, en el 73…

—Muchacho, en el siglo XX ha habido más guerras encubiertas de las que imaginas.

—Entiendo. ¿Y entonces? ¿Cómo fue tener un espía invisible?

—Joder, una puta mierda. No estamos seguros de si en medio del desierto se nos achicharró de día o se nos congeló de noche porque, claro, para ser invisible tenía que ir en pelota picada. Y como no podía llevar nada encima sin que lo delatase, ni siquiera podía llevar una radio para pedir apoyo.

»Nos comunicábamos con él en persona cada dos días en un punto establecido, donde nos informaba de lo que había oído en la base de los tovarich. Un día no se presentó, ni al día siguiente, ni al otro. Diez días después se lo dio por desaparecido.

—¿No intentaron buscarlo o recuperar su cadáver?

El doctor Cantrip mira a Teller como si fuera un retrasado.

—Tú eres tonto, muchacho. ¿Cómo cojones buscas en el desierto a un hombre invisible?

Teller vuelve a morderse el labio inferior, furioso por segunda vez consigo mismo pero más aún con el doctor Cantrip por el desprecio que le transmite. Sin poder evitar devolver el golpe, la ironía resuena en su siguiente pregunta.

—¿Algún otro «éxito» que desee contarme?

Pero el doctor Cantrip parece no captar el tono, concentrado en hablar de algo que nadie quería escuchar desde hace cuarenta años.

—Los Xavier… telépatas capaces de leer la mente, o, dicho con más precisión, capaces de escuchar pensamientos de otros.

Modelo teórico de desencriptación mente-mente. Sí, todos los informes presentaban meras posibilidades teóricas; salvo que bajo su superficie se hallaban todos los infelices sometidos a la voluntad, el genio y la locura de Cantrip. Esa es una buena frase, piensa Teller, y decide apuntarla.

—Eran como esponjas, no había secreto alguno que se les pudiera ocultar, idea demasiado profunda o demasiado superficial que no pudieran percibir. El problema…

—No me lo diga: con todas esas voces en su cabeza se volvieron locos.

—No. Es cierto que uno de cada diez desarrollaba un claro cuadro de esquizofrenia, pero con neurodepresores y psicotrópicos conseguimos proporcionarles un filtro adecuado para su labor. No, muchacho, no.

»Lo que ocurre es que en los cincuenta, como ahora, las agencias de inteligencia de cualquier país no existen tanto para descubrir los secretos de otros países como para encubrir los suyos propios. Un agente de inteligencia nunca debe saber demasiado, y sobre todo no puede saber nunca más que sus superiores. No se podía sesgar la información que se entregaba a los Xavier, no se les podía engañar, no se les podía manipular, y tenían acceso a una información demasiado privilegiada. En resumen, logramos el agente de inteligencia definitivo, y por ello también era definitivamente peligroso. Las autoridades militares cancelaron los experimentos. Y no me preguntes que ocurrió con los Xavier, porque no lo sé.

Se hace un silencio en la habitación en el que Teller mira al doctor Cantrip y se da cuenta del error que él y la cúpula militar cometieron hace años. El sueño del superhombre, como tantos otros sueños, al convertirse en realidad se había vuelto ineficaz, un reflejo disfuncional de las esperanzas depositadas en él. Tal vez Cantrip, con toda su genialidad, debería haber pensado que en este mundo el ser humano ya era todo lo perfecto que podía llegar a ser. Un pensamiento reconfortante, a la par que triste. Sí, piensa Teller, es un buen final para el libro. Entonces echa la cabeza hacia atrás y golpea la cara violentamente contra la mesa una, dos, tres, cuatro veces, hasta que suena un hueso que se fractura y se desploma a un lado, con la nariz y los oídos goteando sangre.

—Hola Cantrip… ha pasado mucho tiempo. Cuarenta años, nada menos.

La voz que llega de ninguna parte hace que Cantrip se ponga en pie y retroceda hasta la pared de cristal. Su cerebro comienza a funcionar con la velocidad vertiginosa que imprime el pánico.

—¿Wells?

—¡Bob, me llamo Bob!

John Teller escucha el grito entre las brumas que parecen empantanar cada vez más su cerebro, la neblina rojiza que empaña su vista. Y en un segundo lo comprende todo. Ahí está, sin estar, su Garganta Profunda, su informador, al que ha abierto camino hasta su venganza. Y comprende que tenía razón, que lo estaban utilizando, y que no ha resultado tan justo como pensaba. Pero Teller no puede articular palabra, y poco a poco siente que todo se funde en un negro como de muerte.

—Cuarenta años, Cantrip, cuarenta años. Es lo que tarda un hombre invisible y ciego en recorrer medio mundo desde Afganistán hasta aquí, lo que tarda en localizar a quien le hizo esto…

Un sudor frío recorre la espalda de Cantrip.

—Intentamos localizarte… Escucha un momento, Wells…

—¡Bob! ¡Bob Paxton! ¡He hecho lo inimaginable para mantenerme vivo y encontrarte! ¿Sabes lo que es no existir durante cuarenta años? ¿Sabes lo que es no recordar tu propia cara? ¡Ni sé cómo soy ahora que soy viejo! ¿Y ni siquiera me llamas por mi nombre? ¡Joder, eso es lo único que no puedes quitarme!

En la estancia resuena lo que casi es un rugido inarticulado, y el doctor Cantrip oye las pisadas del hombre al que no puede ver abalanzarse sobre él. Sabe que puede destrozarlo con las manos desnudas, hacer estallar su cráneo en un confeti de hueso con una rodilla, arrancarle la tráquea con el índice y el pulgar, incrustarle el hueso nasal en el cerebro con un codo. El doctor Cantrip aprieta los dientes, preparándose para su final a medida que el grito aumenta y casi puede sentir el aliento de su asesino. Pero para Paxton, Cantrip es invisible también. Y de repente el ventanal revienta a un metro a la derecha del doctor, y el grito de rabia se convierte en un alarido de pánico y frustración antes de cesar bruscamente con un ruido roto que asciende desde el suelo de cemento cinco pisos más abajo.

Cantrip sale de su parálisis lentamente, se sienta en un sofá de cuero en el momento en el que el soldado de la puerta irrumpe en el cuarto y mira al cuerpo de Teller. Cantrip hace un gesto con la mano y el soldado vuelve al pasillo. De un bote que hay en su mesa saca una pastilla que se coloca debajo de la lengua. Espera a que su respiración se calme, y marca un número de teléfono. Cuando al otro lado descuelgan sólo oye un silencio expectante. Se humedece los labios antes de hablar.

—Aquí Peón Ámbar. Hemos localizado a Wells 47. Filtrar la información al periodista ha dado el resultado esperado.

—Buen trabajo, Peón Ámbar. El equipo Delta procederá a limpiar las evidencias. El proyecto Homo Regentis queda oficialmente clausurado.

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Yo me iría a bailar

por Relato ganador

Empezamos a despedirnos el mismo día que nos vimos por primera vez, con la primera mirada al centro de los ojos. El primer día que nos dijimos hola nos estábamos despidiendo. Incluso antes, una mañana que te vi pasar por la plaza y soñé de pronto que me gustabas, nos separamos. Ya nos conocíamos, aunque estábamos tan lejos que nos cruzábamos casi todos los días por el pueblo. Y creí soñar que yo te gustaba a ti, aquel domingo que salí de la iglesia riendo con unas amigas, como se ríen las mujeres en esos momentos que parecen pájaros. Aprendimos nuestros nombres y moldeamos a nuestro antojo sus significados. Y nos encontramos, una noche de fiestas, con la pachanga y los petardos, de repente más cerca que mis sueños y tus sueños juntos, tan cerca que a veces nos rozábamos, a veces casi hubiéramos podido besarnos si hubiéramos podido. Y en ese momento, con la alegre música, el intenso olor a churros y los fuegos artificiales retumbando en nuestro interior, convirtiéndose en una amalgama de sentidos confusos y atronadores, se abrió un abismo.

Después yo seguía bailando sola en la cocina, con la familia roncando a destajo, como si te estuviera abrazando y tú girando en el eje de mi cintura, mirándome a través de esa atractiva seriedad que llevas en los ojos, sin darme cuenta ni de abismos, ni de truenos, ni de churros, con una sonrisa simple que ya no poseo. Quedamos, iniciamos el cortejo, nos fuimos enamorando, nos fuimos necesitando, cogidos de la mano dando vueltas por las calles y las lluvias, rodó hasta nuestros labios un beso, un adiós metido en mitad de nuestras bocas.

Me acuerdo que nos casamos, que no me cabían los nervios en el pecho, que era el día más feliz del mundo y no sabía cómo ser feliz, que tenía una cosa metida en alguna parte de la felicidad que la obstruía. Que tenía tantas preguntas, tantos miedos, incertidumbres e ilusiones en mis lágrimas de alegría pura que todavía me escuecen cada vez que lloro.

Y vino nuestro primer hijo sin yo comprender siquiera de qué forma había llegado una persona a mi interior. Recuerdo un desastre de la imaginación, cuando lo hacíamos, el amor, el eso, algo que no se correspondía con lo que tenía que haber sentido, algo que estaba más cerca del dolor que de la gloria. Se me quedaron mil maravillas arrastrándose en el agua de la palangana, y una lejanía en nuestros cuerpos como si nos hubiéramos herido en vez de habernos amado, una cama mutada en laberinto, hundido cada uno en el más profundo espacio de sí mismo, de alguna manera instintiva satisfechos, completamente perdidos. Quizá alguien hubiera debido enseñarnos a decir en vez de a callar, quizá alguien hubiera tenido que saber que una palabra nunca puede hacer tanto daño como el silencio. Pero tuve a mi hijo en mi pecho y me incrustó unas raíces más poderosas que todas mis dudas, más grandes que mi inocencia. Me convertí en una mujer de golpe, con la infancia aún resbalando por mi voz. Y me hice agua, alimento y amor. Me crecieron brazos y piernas como a las diosas de la India, responsabilidades, leches, cazuelas, trapos, nervios. Llegó la paz en forma de un segundo hijo, que no era paz, sino la costumbre del asedio, la rutina de la guerra, dosificar la energía para no perecer de cansancio, para no derrumbarse en una respuesta, para no desertar de este trajín de hormigas. Tú te ibas siempre, venías, siempre yéndote, te quedabas, marchándote. Eras el capitán del suministro de todo aquel tinglado de vidas y el suministro te reclamaba a todas horas, minuto por minuto. Segundo tras segundo, en el epicentro de una fatiga insondable.

El tiempo echó muros entre tu realidad y la mía. Me hubiera gustado ser durante un rato más importante que las preocupaciones, tener sentido en el curso de tus manos. Haber podido ser más fuerte que el giro de la Tierra. Cuando suena el viento detrás de las ventanas, en ese lento relámpago de la melancolía, dan ganas de abrazarse a la persona que quieres. Y llegó un tercer hijo a poner sus latidos en mis tetas y en tu calva. Bendita alegría tanto niño corriendo por el universo.

Cierras los ojos, abres los ojos, y tienes tres hombres que representan a tus hijos. Se van. La soledad retumba por los rincones. Te encuentras de súbito con tus padres, aquellas personas, en quienes la muerte ha ido trazando sus líneas maestras. Y vuelves a cambiar pañales, más grandes, más desoladores, más fétidos. Hasta el amor se revuelve en su agujero; pero es el único espacio al que agarrarse mientras la conciencia se estampa en los chancros. También puedes olvidarlos en una residencia a fuerza de domingos e imposibilidades. A fin de cuentas, cuando contemplas su tumba te dan ganas de reír, estos viejos canallas y guerreros, infantiles, se mueren y te dejan un hueco tan grande como toda tu existencia. Eras su hijo y ahora, respiras un momento, te detienes un instante a contemplar tu cara en el espejo, y eres el abuelo. Ese tipo que chochea, y la yaya, esa vieja maniática, gruñona y, de vez en cuando, remotamente útil.

Estamos tan distanciados que ni de frente acertamos a vernos. Somos marido y mujer sin compañía, obligados a la eternidad. No me sirve Dios para freír un huevo con cariño, a salvo del cielo y del infierno, degustándolo contigo en la misma mesa, en el mismo gozo. A salvo del silencio. Nunca hemos estado al alcance de un abrazo apasionado, sudando a chorros, lamiéndonos las alegrías y las penas, quizá hablando perezosamente por el simple placer de escucharnos. Acariciándonos.

Somos sólo la presencia de la enfermedad o de la compra, pasajeros ocasionales del pasillo, la cocina, la cama y las fiestas de guardar, con gran parafernalia de familia y botellas descorchadas. Pero las risas se cuelan por un sumidero rápidamente y clama el silencio bajo la costra de la televisión. Vivimos en el mismo ámbito y en lugares distintos.

Nos despedimos sin darnos cuenta, a fuerza de creer que estábamos juntos tras este profundo adiós. Escudriñando nuestra soledad sin hallar culpables, dejándonos llevar por un día menos, y un paso más hacia la nostalgia.

A lo mejor deberíamos volver a vernos por primera vez, con un hola enorme bajo el brazo, de regalo, que nos quite el hondo surco de la amargura de las arrugas. A lo mejor deberíamos ponerle un adiós sonoro a nuestros labios para lo que cada uno desee vivir de ahora en adelante. A lo mejor nada, diez, veinte, treinta años de nada, de la misma inercia.

A lo mejor deberíamos decirnos te quiero, darnos un abrazo muy fuerte, irnos a bailar. Disfrutar de la belleza de toda una vida juntos a pesar de todos los pesares. No otorgarle una victoria a la tristeza. Porque con esta lucha que se eleva a cincuenta años dentro de nuestros corazones, nos merecemos amarnos. Nos lo merecemos, ¿quién nos lo impide? Ahora, precisamente ahora, que un poquito de calor quita tanto frío.

Amarnos, como aquel día que nos miramos a los ojos y se nos vino una sonrisa al alma.

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Uno bajo par

por Relato ganador

Cuando se enteró de que Lucía estaba embarazada su primer impulso fue reventarla de una paliza, abrirla en canal como si fuera un cerdo y esparcir sus entrañas por toda la casa. Se tranquilizó fumándose un cigarrillo, saboreando cada calada y abriendo la boca como un sapo para que el humo buscara la libertad resbalando hacia arriba por su cara. «Eres una puta y te has quedado preñada para joderme… pero ya veremos quién jode a quién», pensó. Apuró el cigarrillo y se levantó de un saltito que le recordó de repente el golpe que dan los jueces para decir solemnemente: «Visto para sentencia».

—Se levanta la sesión —dijo saboreando cada letra.

Y las palabras quedaron grabadas en las paredes de la habitación como testigos mudos de sus intenciones.

Durante todo el embarazo ocultó lo que sentía, el rechazo y el asco que le daba todo aquello, y por eso cada segundo que pasaba sólo servía para acrecentar su odio. No puso reparos en cumplir con todas las visitas obligatorias: ginecóloga, matrona y ecógrafa, y a todas les dedicó la mejor de sus sonrisas. Los retrasos eran habituales y provocaban la ira de Lucía, molesta por el sentimiento de culpabilidad, al estropearle una tarde de gimnasio a Fran. Pero se equivocaba, Fran saboreaba aquella situación repasando mentalmente lo que gustosamente haría con cada una de las pacientes allí varadas, ajeno a las disculpas de Lucía… «A esa rubia tan sonriente le haría un drenaje uterino con el agua del acuario, así esos peces aburridos verían al besugo que lleva dentro, ji, ji, ji. Mira esa pelirroja, no me extraña que te la hayan clavado, estás para metértela hasta que se desgaste, pero todas sois iguales. Te mereces un premio por puta. Te ponía a cuatro patas atada a estas sillas tan cómodas, te despelotaba y con mis propias manos te desgarraba el culo hasta sacarte al monstruo por la espalda… ¡a lo mejor invento una nueva técnica de cesárea! ji, ji, ji… ¡La podría llamar técnica anal manual!».

Durante siete meses descargó su furia en el gimnasio. Pasaba horas enteras haciendo pesas, obsesionado por desarrollar músculos desconocidos para la inmensa mayoría de los mortales. El boxeo completaba su locura. Era tal la agresividad que chorreaba por sus poros que pocos se atrevían a cruzar guantes con él, por más protecciones que se pusieran grandes moratones les tatuarían la cara durante semanas. En poco tiempo pasó de ser un tipo anónimo a ser despreciado, y de no haber temido una brutal represalia, el dueño del gimnasio gustosamente lo habría echado cuando rompió un saco de arena a base de golpes. Las drogas y los esteroides estaban acabando con las pocas neuronas que lo mantenían emparentado con el Homo Sapiens.

Lucía, ajena a todo, disfrutaba de su primer embarazo y pensaba, sin compartirlo con nadie, que el niño que llevaba en sus entrañas uniría definitivamente su inestable matrimonio. Veía tan distinto a Fran que una pequeña sonrisa se había instalado en su boca permanentemente. Hacían el amor y después disfrutaban de largas veladas de cine acaramelados frente al televisor. La única queja que tenía y que se guardaba para ella era que nunca le tocaba la tripa, nunca la acariciaba para sentir al hijo de ambos, ni siquiera cuando Aarón pataleaba reclamando la presencia de las manos protectoras de sus progenitores.

Ese día cumplía exactamente veintiocho semanas de gestación. Para celebrarlo, Fran dedicó parte de la mañana a colgar en el techo del dormitorio un gancho y, como no había consultado con ella su ubicación, discutieron acaloradamente. Lucía no entendía por qué tenía que colgar ahí el saco de entrenamiento.

—Ya te lo he explicado cien veces, cariño. Ésta es la habitación más grande de la casa y si tengo el gancho fijado al techo, algunos días puedo colgar aquí el saco en un momento y dar unos golpes, así no tengo que bajar tanto al gimnasio. Lo hago para estar más tiempo contigo, cariño.

El asunto quedó zanjado con una cena romántica a la luz de las velas y una botella de champán francés…

Notó un fuerte tirón y al intentar moverse no pudo. Sintió que sus manos y pies estaban atados y que alguien le estaba tapando la boca con un pañuelo. No podía ver nada, los ojos se le llenaron de lágrimas de auténtico pavor y aunque intentó levantar la cabeza para ver más allá de su tripa, una callosa mano cubrió su cara empujándola violentamente contra la almohada. Trató de girarse, pelear o defenderse, pero una bofetada le premió su esfuerzo con un labio roto. Trató de gritar, no podía rendirse, de su amordazada boca sólo logró escapar un agudo zumbido: «¡Fran!», gritó en su interior, «¡Fran…! ayuda… cariño, ayúdame por favor…». Sus manos atadas empezaron a elevarse contra su voluntad hasta dejar los brazos estirados apuntando al techo, una gruesa cuerda atada a ellas se tensó y lentamente fue arrastrando al resto del cuerpo. De la cuerda brotó un crujido que sonó a lamento y fue izada a pequeños tirones hasta tocar el gancho, quedando colgada como un saco.

Lucía ahogó un grito en un mar de lágrimas cuando lo vio. Todas sus esperanzas se acababan de esfumar. Llevaba puesta una bata de boxeador y ocultaba su cabeza con la capucha dándole un aspecto fantasmal, la miró amparado por las sombras y el brillo de sus ojos fue como dos dagas de cristal clavándose en su corazón. Era Fran.

La desnudó cortándole el pijama con un machete de doble filo, provocando a su paso finos cortes longitudinales que abrieron la carne dibujando líneas caprichosas.

—¡Pareces un pollo colgado en la pollería del súper! —le dijo, aguantando a duras penas para no reírse.

Se quitó la bata y la lanzó a un rincón de su imaginario ring, se ajustó los guantes de dieciséis onzas comprados para la ocasión y empezó a bailar a su alrededor. Lanzaba golpes sin llegar a tocarla como si estuviera midiendo las distancias, acompañándose rítmicamente por la respiración. Adelantó la pierna derecha y su cuerpo acompañó el primer golpe, un crochet de izquierdas directo a la parte baja del vientre.

Los ojos de Lucía se abrieron como lo habría hecho su boca para gritar de dolor. Dio un paso atrás y tras un breve movimiento de piernas lanzó dos directos seguidos al sitio exacto donde el médico ponía el ecógrafo para ver a su hijo y hacerle fotos. Dos chorros de sangre salieron por la nariz de su mujer duchando literalmente a Fran, que no se lo esperaba. Recuperó por inercia la distancia adecuada, se limpió los ojos como pudo con los guantes, mientras el resto le resbalaba por la cara y manchaba su musculoso cuerpo. Una ira irracional le hizo gritar «¡puta!» y su reacción inmediata fue descargar un directo brutal a su cara. Los débiles músculos de su cuello no pudieron sujetar la embestida y su cabeza rebotó contra su espalda. Un crujir de huesos la acompañó en los sucesivos rebotes mientras su melena rubia se enredaba tapándole el rostro. Su nariz había desaparecido dejando visibles los orificios nasales y sus ojos cerrados para siempre empezaron a llorar sangre.

Fran dio unos saltitos mientras estiraba los brazos y empezó a bailar de nuevo. Descargó una lluvia de golpes sobre la indefensa tripa y con cada uno de ellos salpicó pequeñas gotas de sangre en todas direcciones, manchando incluso el techo. Lanzaba un crochet de izquierdas, recuperaba la posición y daba un directo, bailaba, un gancho y otro directo. Con cada golpe el cuerpo inerte de Lucía se estremecía acompañado por el eco sordo del impacto del guante contra la carne desnuda. De repente la cuerda que ataba sus pies se soltó, sus piernas se abrieron como si tuvieran un resorte y un torrente de fluidos sanguinolentos se abrió paso hasta el suelo provocando un tremendo estruendo y formando un gran charco a los pies de su mujer:

—¡Meona! —le dijo al cadáver mientras chapoteaba salpicando enseres y paredes.

Sin saber por qué se acercó a ella para darle un beso, se supone que de despedida, apartando como pudo el pañuelo que le tapaba la boca. Pero fue como destapar una botella de champán francés y una violenta bocanada de líquidos impactó de lleno en su cabeza. Su cara desapareció bajo una cascada de coágulos. Su boca se llenó de trozos viscosos y aún calientes y no pudo evitar tragar algunos para no ahogarse. Vomitó con saña toda la cena. Las violentas arcadas le contrajeron el estómago y le agrandaron la ira. Se limpió torpemente los ojos y la boca. Esbozó media sonrisa y sus ojos brillaron como los de un lobo hambriento. Empezó a bailar de nuevo, un, dos, tres y descargaba un golpe, un, dos, tres y así una y otra vez hasta que su hijo decidió nacer. Simplemente el último impacto lo catapultó hacia el exterior y de no haber sido por el cordón umbilical se habría estrellado contra el suelo. Allí quedó colgando y cubierto por trozos de placenta, tripas y sangre, mientras seguían cayendo restos licuados del interior de su madre. Su instinto reclamó su derecho a la vida y un tremendo berrido salió por su garganta abriéndose paso a la fuerza. Fran, que no lo había visto salir, se quedó paralizado: «¿Qué coño ha sido eso?», pensó, y otro grito desesperado le hizo saltar hacia atrás. Su hijo empezó a llorar y a mover brazos y piernas en el aire y su llanto fue in crescendo.

—¡Hijoputa, vas a despertar a todo el vecindario! —le dijo, y sin pensárselo dos veces preparó la pierna derecha para estamparlo de una patada.

Pero al tomar impulso su pierna de apoyo resbaló y le hizo volar por los aires. A fin de cuentas Lucía se había vengado de él llenándole el suelo de litros de líquido amniótico, sangre y vísceras deshechas y de no haberse resbalado al menos lo habría tenido que limpiar. Cayó de cabeza en la mesita de cristal regalo de bodas de sus suegros. Los cristales rotos le abrieron el cuello por mil sitios distintos y en unos segundos se desangró. Un profundo silencio tomó el relevo al estruendo de la caída de Fran y poco a poco el único testigo de aquello se quedó colgando de su madre a la espera de que alguien le diera consuelo.

El vecino de abajo alertó a la policía a la mañana siguiente porque creía oír el llanto de un bebé, y había aparecido una gran mancha negra en el techo de su dormitorio de la que goteaba algo rojo.

***

Años después, a su salida del hospital, fue acogido por fin por una familia que no se dejó impresionar por las terribles secuelas que le deformaban el cuerpo y, sobre todo, la cara. Le dieron todo el cariño posible pero sabían, porque lo sentían, que en el fondo de su hijo adoptivo había algo que le marcaba con más fuerza que las deformidades exteriores. Ese año cumpliría dieciocho y pensaban regalarle algo especial aunque no sabían el qué. Pero Aarón se adelantó sin saberlo a las intenciones de sus padres y decidió que era el momento de dar respuesta a algo que llevaba tiempo rondando por su abultada cabeza.

Le resultó sencillo engañar a su hermano mayor adoptivo, dos años mayor que él, y llevárselo hasta un apartado rincón de las afueras con el pretexto de hacer graffitis a unos vagones de tren abandonados en unas vías muertas. Allí le dio a beber un brebaje que lo dejó dormido antes de que pudiera reaccionar. Y en medio de aquel cementerio ferroviario lo enterró de pie hasta la cabeza y se sentó a mirarlo. Admiraba su obra y se dio cuenta de que realmente le gustaba ver una cabeza humana saliendo de la tierra, pero no sabía por qué, simplemente le atraía tener a alguien indefenso a sus pies. Estaba, sin saberlo, dando salida al deseo interior que le oprimía el corazón. «¿Y ahora qué hago con Hugo?», pensaba. Sus ojos se posaron en una vieja herramienta apoyada en un vagón. Un inesperado brillo había llamado su atención como señalándole que estaba allí para él. Era una gran maza de las que usaban para montar las vías. Le costó levantarla, pesaba bastante, la enorme cabeza de hierro estaba medio oxidada y sin embargo se manejaba con soltura gracias a su extenso mango, que permitía cogerla con las dos manos.

Cuando los ojos de Hugo se abrieron no tuvo tiempo de verlo venir. La maza impactó contra su cara hundiéndole el pómulo derecho. Fue brutal, con los nervios de la primera vez Aarón no controló la fuerza y se empleó tan a fondo que un ojo de su hermano adoptivo salió disparado impulsado por el impacto. Una especie de gorgoteo salió por la boca deformada de Aarón, encantado con el resultado. Hugo gritó, chilló. La maza se elevó en el aire y golpeó contra su boca abierta llevándose a su paso todos los dientes que encontró en el camino. Volvió a golpear, esta vez directo al mentón, que crujió, y la mandíbula inferior se quedó desplazada hacia un lado. La sangre salía a chorros por los agujeros que habían dejado los dientes arrancados, formando finos surtidores que volaban en todas direcciones. Hugo ya no gritaba, con respirar tenía suficiente, y por su garganta tan solo salía un pequeño silbido. Clavó el ojo que le quedaba sobre su hermano, pudo verlo recortado contra la luz esgrimiendo un gran mazo chorreante de sangre. Supo que iba a morir, vio más allá de las deformidades y las cicatrices, vio un animal, una bestia marcada por la naturaleza, pudo contemplar que su interior era oscuro y sobrecogedor, tenía ante sí a un demonio que le guiñaba el ojo.

—Es hora de ir acabando —dijo mientras se daba la vuelta.

Transmitió toda su fuerza a la maza y machacó el occipital. El golpe abrió un boquete enorme hundiéndose en el cráneo hasta el punto de quedarse atrancada. Aarón movió el mango en todas direcciones tratando de desencajarlo, sin darse cuenta estaba batiendo la masa encefálica tan enérgicamente que cuando logró sacar la maza un puré grisáceo salió lentamente por el agujero. Miró boquiabierto aquella masa humeante que se iba amontonando. «Eso es lo que somos, mierda arrugada». Y como acto de repulsa acompañando a sus pensamientos dio un mazazo a la pequeña montaña gris. El resultado fue el lógico en estos casos y una lluvia de sesos salpicó todo a su alrededor. Se quedó paralizado al ver su cuerpo entero cubierto por esos pequeños grumos. Miró instintivamente en torno suyo por si alguien lo había visto hacer el ridículo de esa manera y a continuación rompió a reír a carcajadas. «¡Seré gilipollas…!», se dijo, sin poder dejar de reír.

***

El inspector de policía encargado del caso estuvo examinando aquello un buen rato y, a pesar de su larga experiencia en homicidios, esto le confirmaba su lema diario: «¡Y yo que creía haberlo visto todo!», pensó. Su ayudante se acercó con cuidado de no mancharse los zapatos con los restos esparcidos por todos lados y tras permanecer en silencio le preguntó:

—¿Qué opinas?

—Opino —respondió el inspector— que es una putada. Y que además el que ha hecho esto no es un enfermo mental, es un psicópata, cruel y frío, incapaz de sentir el dolor ajeno. Habrá más cadáveres te lo aseguro. Los golpes no siguen una pauta, es como si hubiera estado aprendiendo, probando…

***

Aquella muerte no había sido en balde, y algo de razón llevaba el comisario, porque una nueva afición había nacido en Aarón, había descubierto la pasión oculta que presentía, que lo carcomía y que lo atormentaba por no poder arrancársela a su corazón: el golf.

A pesar del dolor por la muerte de su hijo mayor los afligidos padres cumplieron con su compromiso de hacerle un regalo especial en su dieciocho cumpleaños, y le compraron un juego completo de palos de golf, a petición suya.

Lo intentó en todos los campos en cien kilómetros a la redonda y en todos le dijeron prácticamente lo mismo: «Lo sentimos muchísimo, señor, esto es un Club Privado y no admitimos nuevos socios si no vienen recomendados por cinco asociados». Pero la realidad, y él lo sabía, era que no le admitían por sus deformidades. Infatigable al desaliento practicó en su casa con la Wii a falta de campos, y se instruyó con manuales a falta de profesores. Se compró lo que podría decirse «un típico» atuendo inglés y un par de zapatos. Ansioso por probarlo se encaminó hacia el Parque del Retiro y estuvo merodeando hasta que vio lo que buscaba: un calvo. No uno cualquiera, tenía que ser uno con la cabeza pequeña, y aquél la tenía perfecta. Un cráneo tan pulido que desafiaba a la porcelana.

No le costó hacerse con su víctima. Aarón tenía una apariencia poco agraciada, pero su inteligencia era sublime. Lo metió en el maletero del coche de su padre atado de pies y manos, y lo amenazó con degollarlo si hacía tonterías, para acto seguido hacerle beber su brebaje durmiente.

Cuando el calvo abrió de nuevo los ojos, lentamente, con la pesadez propia del despertar, y consiguió adaptarlos a la luz y enfocar, se quedó boquiabierto. Realmente era lo único que podía mover porque su cuerpo estaba enterrado hasta el cuello, ni siquiera se había dado cuenta. Ante él, recortado contra el cielo, se erigía una figura extravagante; empezó a recorrerla con la mirada desde abajo hacia arriba. Unos majestuosos zapatos a dos colores, blanco y marrón, con suela de clavos, desafiantes. Los calcetines eran azul marino con rombos grises y rosas y le llegaban hasta las rodillas y desde allí lucía pantalones bombachos grises. El resto no mejoraba lo presente, y se cubría con una camisa rosa pálido con chaleco del mismo color y rombos a juego con los calcetines. Haciendo un considerable esfuerzo por ver más forzó hacia atrás la cabeza y vio el monstruoso aspecto de su raptor. La cabeza descomunal, desproporcionada y deformada, cubierta con una gorra escocesa de las que tienen una borla en el medio. Pero lo peor era su cara, tenía el pómulo derecho hundido y en consecuencia la nariz se torcía hacia ese lado, y su barbilla totalmente desplazada hacia la izquierda dejaba al aire unos descolocados dientes amarillos. Para rematar el cuadro abstracto, su ojo izquierdo no tenía párpados y parecía que iba a caer en cualquier momento. Pero sonreía, o eso parecía, y estaba como orgulloso o contento por algo, sólo le faltaba silbar. Animado de repente por esa muestra de cordialidad se sintió reconfortado y le preguntó:

—Todo esto es una broma, ¿verdad?

—¿Broma? Pues no, lo lamento. Todos llevamos algo dentro y hay que dejarlo salir, o corres el riesgo de que te deforme el cuerpo. Créeme, a mí me ha pasado, yo no lo hice a tiempo y mira qué secuelas me ha dejado intentando salir por algún sitio. Pero por fin he averiguado lo que era: el golf. No lo supe hasta el otro día. Ahora sólo tengo que mejorar mi hándicap y tú me vas a ayudar —respondió, mientras jugueteaba con un tee y un pequeño martillo.

—¿Qué es eso? —preguntó el calvo, infinitamente inquieto.

—Se llama tee y se clava en el césped para sostener la bola.

Se arrodilló, sujetó la pequeña pieza con dos dedos como si fuera un clavo y de un violento martillazo se lo incrustó en lo alto de la cabeza. Su víctima aulló de dolor. Aarón se quedó mirando cómo resbalaba caprichosamente la sangre por todas direcciones. Dos hilos se le deslizaron por la frente al calvo y en su recorrido arrastraron lágrimas de terror, remansadas en sus ojos. Acto seguido colocó una pelota de golf en el tee, se separó, flexionó ambas piernas y se dispuso a sacar. Cogió una madera tres de su repleta bolsa y la probó balanceándola con fuerza. La gran masa ovalada en la que terminaba el palo iba y venía hasta que, retorciendo el tronco y los hombros para coger impulso, lanzó un tremendo golpe. Puso la mano a modo de visera y siguió la trayectoria de la pelota con la vista hasta que se perdió a lo lejos. Al calvo, el zumbido y el impacto le habían dejado sordo y se puso a sollozar temblando de miedo en el interior de su tumba vertical. De nuevo, Aarón colocó otra bola con delicadeza y cogió un palo más pesado, una madera uno. Ejecutó escrupulosamente la coreografía golfística como si estuviera en la Master Cup y lanzó un tremendo golpe, que no alcanzó su objetivo: dio más abajo llevándose por delante la bóveda craneal. Los sesos quedaron al descubierto. Aarón se asomó y tras un breve vistazo dejó caer un escupitajo en señal de fastidio. El calvo gritó y, sollozando, le preguntó:

—¿Qué ha pasado? He sentido como una punzada y tengo frío en la cabeza…

Aarón se desternilló por la pregunta y se tuvo que apoyar en el palo para no caerse. Cuando se secó las lágrimas se recreó en la estética de lo inesperado: una cabeza saliendo de la tierra totalmente ensangrentada con los sesos brillando al sol.

—Es hora de jugar a lo grande —dijo chasqueando la lengua.

Metió el palo en su bolsa y sacó de ella la maza. Se plantó delante de lo que quedaba de la cabeza:

—Te presento a mi palo preferido, un wedge especial, diseñado sólo para jugadores con un toque personal.

Se colocó a un lado y tomando todo el impulso que pudo la estampó contra el ojo izquierdo. El calvo sintió la embestida de un tranvía en su cara. Su ojo reventó salpicando sangre, dejando las pestañas pegadas al hierro en señal de protesta. El maxilar izquierdo se rompió desgarrando la piel de la frente y dejando visible el borde aserrado del hueso. El siguiente golpe impactó en la barbilla arrastrando al mismo tiempo un pegote de tierra compactada por la sangre, la mandíbula inferior habría salido volando arrancada de sus ejes de no haber sido por la piel del cuello y gracias a eso sólo quedó tendida en el suelo. La lengua liberada de su apoyo se quedó colgando como si fuera una corbata: su garganta intentó articular alguna palabra, «hijoputa» tal vez, pero únicamente emitió un gracioso gorgoteo provocando una llovizna de diminutas gotas de sangre catapultadas por la vibración de las cuerdas vocales.

—Vaya cacho boca, se te ve todo —dijo Aarón—. Y todavía tienes ganas de hablar, ¡qué tío!, pero no se te entiende nada y te voy a ayudar. Voy a buscarte las palabras en el cerebro.

Se arremangó, se arrodilló y metió las dos manos en su cabeza. Hurgó como el que busca pepitas de oro en un montón de tierra. Una violenta sacudida tensó el cuerpo del calvo dentro de su agujero y un estertor liberador le paró los pulmones. Remover el cerebro en busca de palabras es ardua tarea. Rebuscó a conciencia sacando puñados que iba estrujando con minuciosidad, parándose para examinar cualquier dureza que llamara su atención. Poco a poco fue vaciando el cráneo y delante de sus rodillas unas grandes hormigas de cabeza roja empezaron a llevarse pequeños recuerdos, incluso alguna, sin saberlo, se llevó las neuronas que en su día le dieron al corazón la orden de empezar a latir. El cráneo vacío le trajo la imagen de un váter. «¿Por qué no?», pensó. Se bajó los pantalones y se cagó dentro.

***

Aarón, felizmente reconciliado con su interior más salvaje, paseaba por la calle Preciados en busca de candidatos a caddie cuando unos cánticos acompañados de campanillas llamaron su atención. Unos personajes que no había visto nunca desfilaban alegremente ofreciendo bollitos. Iban vestidos con túnicas naranjas y calzaban sandalias. Sintió una erección tan repentina que tuvo que taparse con disimulo. El motivo: una docena de calvos le proponía la felicidad eterna portando cráneos perfectamente rapados y barnizados. Cráneos de todas las formas y colores, cráneos y más cráneos. Babeaba de placer. Uno en concreto se dirigió a el, y se dejó engatusar. Sin saber cómo, el portador de semejante obra de arte se encontró atado en el maletero de un coche.

Despertó porque sintió cosquillas, no se podía mover y estaba enterrado hasta la barbilla. Un suave cepillo le estaba sacando brillo a su cabeza con furor. Miró con el rabillo del ojo y distinguió a alguien de rodillas a su lado.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

El masaje se paró en seco para continuar inmediatamente.

—Vamos a intentar un birdie —respondió Aarón.

—Perdona mi ignorancia hermano, pero ¿qué es un birdie? —el masaje se detuvo de nuevo.

—Es hacer un recorrido en un golpe menos del par, es para mejorar mi hándicap.

El aprendiz de Hare Krishna ató cabos y aunque sólo había leído textos religiosos no era tonto, y viéndose como se veía y estando con quién estaba llegó a una nefasta conclusión: iba a morir. «No por las buenas, hermano», pensó.

—Oye hermano, si me ayudas a salir de aquí te diré una fórmula, una que hará que alcances grados de concentración inimaginables y que puedas llegar a ser maestro de maestros, o más —dijo, tratando de disimular las ganas de llorar que le imponía la desesperación.

—Lo siento pero no te voy a sacar de ahí, me la puedes decir tal y como estás —le respondió Aarón con una mal disimulada indiferencia.

—Está bien te la diré: mecagoentuputamadre engendrodel diablo espero queardas enlos infiernos para elrestodelaeternidad ytu alma sepudra en unpozodemierda.

—¿Qué? —dijo Aarón—. No me he enterado de nada. Repítemela.

Mecagoentuputamadre engendrodel diablo espero queardas enlos infiernos para elrestodelaeternidad ytu alma sepudra en unpozodemierda.

Aarón acercó su oreja a la boca del calvo hasta casi tocarla y en ese instante, como un tiburón saliendo del agua, una boca abierta al límite se cerró como un cepo sobre el expuesto cuello. El pinchazo de dolor le hizo estirar las piernas y convulsionarse violentamente en un intento desesperado por soltarse. Pero la mordaza no le soltó. El Hare notó la boca llena de sangre, que tuvo que tragar para no tener que soltar a su presa. Cuanto más se movía Aarón más le dolía, y en vista de que no le iba a soltar dejó de moverse y trató de calmarse. No sirvió de nada, apretando los dientes en un último esfuerzo el Hare logró arrancar un trozo de carne llevándose la yugular por delante. Aarón se llevó las manos al cuello intentando tapar el boquete mientras grandes chorros a presión salían en todas direcciones de entre sus dedos. La pulcra calva y todo a su alrededor se cubrió de rojo. La vida se le iba por momentos, cayó al suelo y se arrastró en busca de la maza en un último y desesperado intento por vengarse, pero terminó de desangrarse con ella en la mano.

El Hare escupió el trozo de carne y empezó a gritar con todas sus fuerzas, pero pasó el día y por toda contestación tuvo el latido de su corazón dentro de aquella tumba vertical. Había montones de basura y escombros hasta donde podía ver y supuso que, tarde o temprano, alguien aparecería por allí. Siguió gritando hasta que su garganta se secó. Cayó la noche y con ella la desolación. Estaba a punto de dormirse cuando cientos de pequeños brillos parpadearon en la oscuridad.

—¿Hola? —exclamó.

Por respuesta obtuvo un chillido y al momento cientos de ellos respondieron enloquecidos. La luna apareció entre las nubes y le mostró un ejército de enormes ratas de lomo plateado y dientes amarillos. Se lanzaron en tromba dando saltos y atropellándose entre ellas mientras chillaban de excitación. Intentó decir algo, pero de su garganta no salió nada, apenas si entraba ya el aire. Se fijó en el cuerpo caído porque ante su sorpresa y alivio, de momento, se dirigieron hacia él. Estaba boca arriba y, al arrastrarse, su tripa se había quedado al aire. Pudo ver con claridad cómo una rata asquerosa se acercaba lentamente mientras el resto la rodeaba como una guardia de honor. La rata en cuestión entró por el boquete del cuello y desapareció en su interior camino de sus intestinos. Al poco la tripa empezó a moverse, algo por dentro pugnaba por salir y abultaba la piel. De repente la panza se abrió y la rata sacó de golpe medio cuerpo impregnada de líquidos viscosos, chillando y enseñando amenazadoramente los dientes manchados de sangre. Los intestinos empezaron a salir empujados por el cambio de presión y en ese momento el ejército de roedores se lanzó a devorar el cadáver. Arrancaban jirones de carne que engullían sin masticar y, ansiosas por ese banquete inesperado, devoraban músculos, venas, órganos y vísceras peleándose entre ellas. Los líquidos intestinales en proceso de descomposición provocaron una reyerta entre dos de ellas que acabó cuando una se comió a la otra. Lo devoraron sin piedad y se comieron su deformado cuerpo hasta rebañar los huesos. Se tomaron un respiro mientras se limpiaban los bigotes y las patas delanteras y una vez perfectamente aseadas se fueron a por el postre.

El chico las vio acercarse incapaz siquiera de gritar. Venían tranquilamente sin atropellarse, en silencio. Lo rodearon y le masticaron la cabeza. Empezaron por los ojos, a pequeñas dentelladas, hasta que una dio un tirón y sacó lo que quedaba yéndose triunfante con su botín. Como no cabían por las cuencas vacías se dedicaron a comerle la nariz y las orejas, los labios y la piel de la cara hasta llegar al hueso. Tan sólo le dejaron el cuero cabelludo. Pero, por desgracia, con eso no te mueres, duele, pero no te mueres. Su instinto de venganza le ordenó al Hare abrir la boca, sellada hasta entonces, porque su cerebro había despertado y reclamaba morir matando.

Abrió la boca y una rata teñida de rojo entró en ella buscando más comida, en ese momento la cerró apretando con tal ira que la partió en dos. Su boca se llenó de vísceras y jugos de roedor, la escupió y volvió a abrir la trampa. A la siguiente la decapitó tragándose la sangre caliente, era ponzoñosa pero le reconfortó la garganta y sin poder evitarlo se relamió. Fue amontonando mitades de rata a las que iba exprimiendo en su boca todos los fluidos, sin desaprovechar una gota, hasta que se saciaron con los trozos de sus compañeras muertas y lo dejaron.

Lo sacaron con cuidado todavía con vida al cabo de unos días. Su aspecto era monstruoso, había sobrevivido a pesar de todo y no se explicaban cómo lo había logrado, porque lo normal era que hubiera muerto de inanición. Divagaba repitiendo la misma frase con un hilo de voz:

—Busca en tu interior y déjalo salir… busca en tu interior y déjalo salir… yo ya lo he encontrado… y lo dejaré salir… lo dejaré salir…

—¡Venga jefe, mire! ¡Qué raro es esto! Se han comido todo menos un trozo —dijo el ayudante del inspector mirando el esqueleto pelado y blanqueado por el sol.

—¿Qué estás diciendo? —el ayudante señaló un pegote arrugado y ennegrecido de carne que estaba entre las costillas.

— ¡Joder! Vas a tener razón —dijo el inspector—. Se han comido todo, todo… menos el corazón.

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Terapia o la extensión de mí mismo (guía para no superar tus excesos)

por Relato ganador

Siete de la mañana. El tráfico detenido en un atasco monumental. Mientras yo conduzco mi mujer, Jess, me masturba como cada mañana. Miro por la ventanilla y tengo suerte. En el coche de al lado hay una rubia bellísima con un escote generoso. Eso anima mi erección. Justo cuando voy a correrme mi esposa coloca un pañuelo encima de mi pene para evitar que me manche, o que manche la tapicería del coche, aún no lo tengo muy claro. Nota mental: «a ver si un día le digo que eso me cabrea».

Diez de la mañana. Mi atractiva secretaria se sienta encima del escritorio de mi despacho y se masturba delante de mí, como hace una vez por semana. No para hasta que tiene un orgasmo. La elegí por sus cualidades administrativas, está claro. Mientras se pasa los dedos por su clítoris no dejo de pensar en la rubia de esta mañana. Me agarra del pelo y le paso la lengua por el coño. ¿La reunión de la ejecutiva era hoy o mañana? Pregunto entre lametones. «Mañana», me contesta entre gemidos ahogados y entrecortados.

Una de la tarde. Por fin consigo que la jefa de ventas, una mujer joven de aspecto prosaico, me deje tocarle el coño por dentro de su falda. No está depilada. Hasta ahora no sabía que me ponían las feministas redomadas. Gime como todas. Pasado el estímulo inicial mi pene se pone en huelga.

Una y media de la tarde. Recibo en el móvil un mensaje de un cliente. Dice que me quiere y que se excita nada más verme. Adjunta una foto de su enorme pene. Una pérdida para las mujeres.

Tres de la tarde. Estoy comiendo con una compañera de trabajo. En un momento determinado me da lo que parece un control a distancia de algún aparato. Me dice que presione el botón de encendido. Al cabo de un rato sale disparada al cuarto de baño con la vagina a punto de explotar y la cara congestionada en un intento de evitar lanzar un grito de placer. Un bonito invento, aunque tampoco me ha impresionado demasiado.

Cinco de la tarde. Lamo el ano de mi jefa. Le meto el pene hasta el final y me la tiro encima de su bonito sofá de cuero importado de no sé qué mierda de país. Ella goza. Yo pienso en las próximas vacaciones que le voy a pedir después de esto. No lo hago por eso, simplemente lo hago porque a pesar de su edad tiene el mejor culo del edificio. Me lo hago dentro. Me echa la bronca por unos balances de cuentas que están mal. Lo de su culo chorreante de mi leche le da igual. Le pido unas vacaciones. Me dice que sí.

Seis de la tarde. Llego a casa. Mi mujer está en la cocina con una amiga. Ambas con su actitud falsa de cosmopolitas empiezan a hablar de películas porno. De las que han visto y de las que les gustaría ver. Me piden consejo. Empiezo a pensar en lo divertido que sería pedir a un director porno que grabara un día entero de mi vida. Les digo un par de títulos que me vienen a la mente. En ellas cada fotograma de película está salpicado por heces, orina, vómito y varias humillaciones más. Ojalá pudiera ver sus caras cuando las consigan en internet.

Siete de la tarde. Por fin solo en la ducha. Y luego a la terapia.

La terapia me pone un poco de los nervios. Está claro que la necesito. Se supone que soy una persona equilibrada y por eso he de reconocer que tengo un problema serio. Al principio creía que se me pasaría si me casaba con la persona a la que amaba. No fue así. Luego pensé que lo mejor era tener algún escarceo que otro para quitarme las ganas. No fue así. Más tarde concebí que lo mejor era tener experiencias extremas para quitarme todas mis ganas. Tampoco fue así. Nota mental: «no volver a ir a ninguna fiesta swinger, si eres medianamente guapo las tías se pelean por ti y los tíos intentan joderte el polvo». La cuestión está en que ha llegado un punto en el que no me quito de la cabeza la idea de introducir mi pene en lo todo lo que se mueve y huele a perfume. Lo malo es que ya no me estimula nada o casi nada.

Me está afectando mi enfermedad, personal y profesionalmente.

Personalmente porque estoy agotado y sé que tengo un problema. Ya no es divertido, es una obsesión que me persigue día y noche. A veces no duermo hasta que me masturbo varias veces. Me vuelvo loco intentando hacer que mi mujer no me descubra en mis escapadas habituales. Cada poro de mi piel respira sexo insatisfecho. Me estoy volviendo un auténtico drogadicto. Incluso he intentado darme a otras adicciones. He jugado a todos los juegos de casino posibles y sólo he conseguido perder dinero y nada más. He intentado meterme todas las drogas posibles y sólo he conseguido resacas monumentales y una aversión a cualquier cosa que se fume, esnife o se trague. No recuerdo cuándo hice algo que no estuviera encaminado a follar. Me tiré a mi profesora de biología con diecisiete años por el mero hecho de que, sin querer, le vi el sujetador cuando se inclinó para diseccionar una rana en mi mesa. Se dio cuenta de mi erección. Me hizo quedarme después de clase para reprenderme y acabamos haciéndolo junto a la rana diseccionada. Accedí a correrme en la cara de mi tutora de tesis en la Facultad de Económicas simplemente porque me lo pidió y me encantaba la idea de hacérmelo sobre sus gafas. Convencí a mi primera psicóloga para atarla de pies y manos para después sodomizarla sabiendo que los pacientes que esperaban a consulta estaban justo en la habitación de al lado. Y así muchos casos más. Me repugno.

Profesionalmente porque si te cepillas, o por lo menos lo intentas, a todas las mujeres que te rodean en el trabajo lo que generas es un ambiente de hostilidad continua que tarde o temprano explota.

El egoísmo intrínseco que conllevan las ganas de practicar sexo a cualquier precio hace que me odie. La culpabilidad es una extensión inútil de la responsabilidad. No siento culpa por estar casado, al fin y al cabo creo que ella también tiene un amante. A pesar de todo sabe que tengo un problema y que por eso voy a terapia, aunque ella cree que es por beber demasiado. Siento culpa por las mujeres con las que me acuesto. Las utilizo, o eso pienso yo. Son mi chute diario. Apenas recuerdo nombres. Apenas recuerdo caras. Apenas recuerdo placer. Siento culpa porque yo no doy nada. Ellas entregan todo.

Una vez sí que disfruté haciendo el amor. Cada bocanada de ella me estimulaba para continuar con la pasión. Mis labios ardían al contacto con su piel. Me dejaba llevar por el roce de las yemas de sus dedos. Lamía sus preciosos pechos mientras sentía cada latido de su corazón acelerado. Mi cerebro sólo pensaba en ella. Cuando estaba sobre mí el tiempo se detenía. Mis ojos no dejaban de mirar aquel cuerpo agitándose sobre mis caderas. Su sexo parecía hecho para acoplarse a la perfección en el mío. Cuanto más sudaba más me entregaba. Nuestros orgasmos eran tan fuertes que pasábamos minutos recuperando el resuello y nuestras sienes no dejaban de palpitar provocándonos un ligero mareo… Luego me casé con ella y la cosa fue jodiéndose poco a poco.

La terapia es una sesión de grupo con varias personas con mi mismo problema. El proceso es parecido a Alcohólicos Anónimos. «Hola me llamo tal y soy un adicto al sexo». Luego charlamos de nuestros problemas. Te ponen una chapa en la que figura el número de días que llevas sin recaer y te plantan una lista de doce pasos que tienes que seguir para poder reinsertarte en la sociedad. El que haya diseñado esto no se ha hecho ocho pajas diarias durante diez años como es mi caso. ¡Le iba a meter los doce pasos por el culo y se los empujaba con la polla! Pero la cuestión es que es mi última oportunidad para ser persona. Quiero ser normal. Ya no lo soporto más.

Hemos llegado todos puntuales a la sesión. Los habituales nos hemos sentado cerca de Harry, el psiquiatra que dirige este circo. Tom está saboreando su tercer bollito de crema y su segundo café. Tom es el especialista en bukkakes. Tony juguetea con un zippo mientras se muerde el labio inferior. Tony es el maestro de los dominados. Hoss consulta su móvil como si esperara algo. Hoss es el amo del vouyerismo.

Harry nos da las buenas noches y nos invita a todos a que comencemos a hablar. El primero es Tom.

—¡Sigo obsesionado por encontrarla! No está donde se supone que debería estar. He preguntado por todos lados. ¿Cuándo podré pedirle perdón?

Se echa a llorar desconsolado. Deja caer su cuarto bollito de crema al suelo. Tom había practicado un bukkake a una prostituta del East Side. Había llamado a seis amigos suyos para hacerlo. Se la cepillaron durante horas y como colofón final se le corrieron en la cara mientras ella sostenía un vaso bajo su barbilla. Luego se lo bebió. Después de recibir el dinero parece ser que la chica lloró durante horas. Lágrimas interrumpidas por vómitos incontrolados. La chica intentó tirarse por la ventana del edificio en el que estaban. La detuvieron. Sus amigos le dieron una paliza. Para Tom fue el fin. No pudo soportar semejante humillación y buscó ayuda profesional.

El siguiente en hablar es Tony. Prácticamente ni lo escucho. Se queja de que su mujer no le pega lo suficiente en la cama. La pobre mujer se hace un lío con el látigo y acaba por golpearse accidentalmente. Ella lo intenta. Tony es muy exigente. Prefiere enseñar a su mujer antes que acabar buscando a un ama del dolor. Dice que son carísimas y que no desea engañar a la madre de sus hijos.

Hoss apenas puede hablar. Un tipo le rompió la mandíbula cuando intentaba instalar una cámara en un probador de ropa en una tienda.

—¡Mhe dhiferon que allí foiaban muchaf parefjas! ¡El guardhia de feguridá me defcufrió y me facudió de lo lindo!

Su relato queda interrumpido por la entrada de una mujer en la sala. Es alta, guapa. Morena, ojos marrones. Treinta y tantos. Su blusa medio desabrochada dejaba ver un bonito escote. Pechos pequeños pero firmes. Sin sujetador, falda, tacones. Harry le hace una señal para que se acerque. Nos dice que es una nueva compañera de tertulias. Se sienta en una de las sillas. Le pide que se presente.

—Soy Julia, y soy una adicta al sexo.

Todos clavamos nuestra mirada en ella. Todas nuestras perversiones salen a flote. Todos y cada uno de nosotros nos imaginamos con esa mujer haciendo todo tipo de cosas. Lejos de sentirse incómoda nos devuelve la mirada. Es una mirada fija, dura. Creo que ella está haciendo con nosotros la misma operación. Y no pongo en duda que sería capaz de hacerlo con todos a la vez y dejarnos exhaustos. La tengo dura. Accediendo a la segunda nota mental que me hice cuando entré en el grupo: «nunca te tires a ninguna de tus compañeras de terapia».

Continuamos la sesión. No puedo dejar de mirarla. Tiene algo. Pasa una hora. Recogemos y nos marchamos a casa. Intento ignorarla. Me voy al coche y arranco. Me marcho a casa a toda velocidad. Pasado un rato reflexiono. Tengo que ser fuerte. La sesión ha sido buena. Creo que mañana podré controlarme.

Vuelvo a casa. El objetivo es no masturbarme. Jess se va a la cama y yo me quedo viendo una película clásica con Rita Hayworth. Me imagino cómo serán los pezones de Rita. Llego a la conclusión que sus pechos están coronados por dos hermosos pezones pequeños de color rosa pálido. Ya estoy excitado. Voy a la cocina y cojo una bolsa de hielo para ponérmela en la entrepierna. Una hora después, y dos bolsas más de hielo, consigo ir a dormir. Nota mental: «mañana comprar dos bolsas grandes de hielo».

***

Siete de la mañana. Mi mujer me hace una paja. Esta vez se ha olvidado quitarse el anillo y me está destrozando. No tengo suerte. No está la rubia de ayer. Corrida. Pañuelo empapado. Cabreo.

Ocho de la mañana. Mi secretaria me trae un café, un zumo y una macedonia para desayunar. Me dice que cada trozo de fruta lo ha empapado con su flujo vaginal. Pruebo la fruta. Tres trozos bien pero el cuarto me empalaga. Me dice que quiere que le haga la macedonia a ella… esto es meterle la «banana» y las «mandarinas» a la vez por uno de sus agujeros. El chiste está bien. Nota mental: «recordarle a esta chica que con la comida no se juega».

Doce de la mañana. La feminista está muy enfadada. Dice que es insultante la manera que tengo de comportarme. Que no debo tratar así a una compañera como ella. Que se siente ofendida y que quiere tomar medidas legales contra mí. Después de un poco más de bronca le pregunto que si quiere ir al cuarto de fotocopias a follar. Pasada la indignación inicial me dice que sí pero que tengo prohibido correrme dentro de ella. Diez minutos después me doy cuenta de que voy a cumplir con lo pactado. Viendo los pelos de sus piernas va a ser difícil estimularme.

Dos de la tarde. Paso por la mesa de la compañera con la que comí ayer. Está su bolso abierto. Veo el mando a distancia del juguetito sexual. No sé por qué lo cojo y me lo guardo en el bolsillo. ¿A ver si lo lleva puesto hoy también?

Cuatro de la tarde. Reunión con la plana mayor. Está la feminista, mi compañera de comidas, mi jefa y dos gerifaltes más junto con la ejecutiva de la empresa. Todos muy serios. Me aburro. Meto la mano en el bolsillo del pantalón para rozarme el pene un rato. Encuentro en el bolsillo el mando a distancia. Me había olvidado de él. Como es evidente lo activo disimuladamente. ¡Bingo! Un rato después se levanta mi compañera excusándose y dando pasitos cortos y rápidos de camino al servicio. Termina la reunión y distraídamente meto el mando en el bolso de mi compañera de comidas. ¿Llevas eso puesto todo el día, cariño?

Seis de la tarde. Llego a casa. Mi mujer está dándose un chapuzón en la piscina. Sale empapada a recibirme. Me pongo juguetón y lo hacemos encima de una tumbona del jardín. Estoy seguro que más de un vecino está teniendo una buena visión del acontecimiento. ¿Por qué a todo el mundo le gusta mirar cómo follan otras parejas?

Llega el momento de la terapia. Estoy convencido de que hoy me va a servir para algo. Tengo energía positiva. Cuando llego allí Tony está desconsolado llorando en una silla. Todo el mundo está encima de él. Parece ser que su mujer lo ha dejado. Que la mujer ya no aguantaba sus sesiones de masoquismo. El pobre Tony ha perdido a sus hijos y a su compañera de juegos. Empezamos la sesión. Nos centramos en el problema de Tony y le apoyamos para que lo supere. Julia le seca las lágrimas. Hoy está guapísima. Se ha traído un traje de ejecutiva con una blusa blanca y el pelo recogido. Harry me deja sin palabras cuando me dice que yo debo ser el padrino de la nueva chica. No me hace gracia porque no creo que vaya a ser un buen asesor. Ella me guiña el ojo y asiente afirmativamente con su cabeza. La sesión me está viniendo muy bien. Me encanta escuchar a Harry. Nos habla despacio, midiendo sus palabras. El tema de hoy me ha calado. Habla sobre la culpa y sobre el autocontrol. Nos explica lo beneficioso de saber decir que no y de preguntarnos a nosotros mismos por el beneficio a largo plazo de nuestros actos. ¡Eso es justo lo que necesito! Nota mental: «hacer lo posible para no follar». Sigue hablando. No quiere convencernos de que lo que hacemos está mal. Simplemente quiere que aprendamos a controlarnos y a disfrutar si conseguimos el beneplácito de nuestro cómplice de juegos. Nuestro problema no es el sexo sino la adicción desmedida que tenemos por él.

Salimos de la reunión. Tengo el estómago un poco pesado. El café que han servido durante la sesión parecía regaliz. Julia se me acerca y me dice que le acompañe a su coche. Hablamos mientras caminamos. Estoy tranquilo. Ella me cuenta un poco su vida. Todo un poco sórdido. Que si varias veces ha ido a un parque a follar con desconocidos mientras otros miran. Que si estuvo casada con un tipo al que incluso llegó a engañar en la propia boda. Que si tiene un trabajo muy estresante que no le deja tiempo para demasiados vicios. Llegamos al parking y a su coche. Mientras hablamos abre la puerta trasera de su todoterreno. Se sube y se descalza. Se quita los pantalones. Me mira y sonríe.

—Bueno, ¿me lo vas a comer o te lo tengo que pedir por favor?

«¡Ya estamos, otro día de terapia a la mierda!», pienso yo. Subo al coche, cierro la puerta y me pongo a trabajar el tema. Es una delicia. Suave, perfectamente cuidado, no le sobra absolutamente nada. No tiene pelo y su piel es cálida y agradable al contacto con la lengua. Cuando llevo un rato me golpea en el costado con una de sus rodillas.

—¡Así no, más fuerte! —me gime.

Le hago caso y lamo más rápido. Ella vuelve a golpearme y a pedirme más contundencia. Me empiezo a cansar del tema. Le muerdo el capuchón que cubre el clítoris y aspiro con fuerza. Ella grita pero me agarra del pelo con violencia mientras aprieta mi cabeza contra su coño. Dos movimientos más y se corre a lo grande. Me baja el pantalón y me pone un condón. Se pone a cuatro patas. La monto. Su vagina es como una máquina bien engrasada. Me siento como un privilegiado por poder estar dentro de ella. Estoy disfrutando. El calor que emana de su interior hace que me ponga más y más cachondo… y tiene un culo perfecto. No sé cómo se las arregla para estimularse el clítoris y a la vez jugar con mis testículos. Suelta por su boca la mayor cantidad de burradas que he oído en mucho tiempo. Me corro como lo deben hacer los dioses del Olimpo. Me siento un poco mareado. Ella se incorpora y me besa con una dulzura que hace tiempo que no siento.

—Y esto para que mañana pienses en mí —me retira el condón arañándome el pene con sus uñas. Intento no poner cara de dolor pero es un poco difícil, sobre todo si tenemos en cuenta que ya lo tenía ligeramente irritado desde esa mañana por culpa del anillo de mi mujer.

Llego a casa. Nota mental: «hacer caso de mis putas notas mentales». Me acuesto junto a mi mujer. Pienso en Julia.

***

Siete de la mañana. Paja. Me duele el pene. Pienso en Julia.

Diez de la mañana. Mi secretaria se mete mi pene y mis testículos en la boca. Parece un hámster con los carrillos hinchados. Me duele el pene. Pienso en Julia.

Doce de la mañana. Mi compañera de comida me echa la bronca por activar su vibrador en plena reunión. Le replico que probablemente eso haya sido lo más excitante que le ha pasado en años. Se calla. Pienso en Julia.

Tres de la tarde. Mi cliente me manda otra foto de su pene en plena eyaculación. Me alegro pensando que semejante aparato nunca va a estar dentro de Julia.

Cuatro y media de la tarde. Mi jefa me pone un poco de coca sobre la punta de la polla y me la chupa. La coca me duerme el pene. No me duele. Pienso en Julia.

Ocho de la tarde. Cuatro bolsas de hielo no consiguen mucho. Me masturbo como un loco. Pienso en Julia. Hasta la semana que viene no la veré. Va a ser una espera muy larga.

Por fin otra sesión con la gente de la terapia. Estoy nervioso. La reunión marcha sobre lo previsto. Harry me sigue encandilando. Sus palabras me dan fortaleza. Estoy convencido de que podré superarlo. Julia parece distante. No me mira. Acaba la reunión y voy directo a por ella. Le quiero decir que follar entre compañeros de terapia es un error. Las palabras me salen a trompicones. Ella parece que lo ha entendido. Me dice que lo mejor para sentirse distante de mí es que conozca a mi mujer. Si hay otra persona marcando el terreno es más fácil. Lo pienso detenidamente y tiene razón. Esa noche la invito a cenar. La subo a mi coche y nos encaminamos a mi casa.

La cena es de lo más placentero. Mi mujer y ella parecen entenderse. Julia es estupenda, una gran conversadora. Mi mujer está encantada. Previamente le había explicado a Julia que mi mujer cree que la terapia es para borrachos. Ella dice que lo entiende y que es normal que le mienta a mi mujer porque no quiero herirla. Parece un poco rara, mucho más sensible que la última vez que la vi. La velada prosigue sin ningún incidente. Es genial. Hacía tiempo que no veía a Jess sonreír tanto como esta noche.

La cena termina y llevo a Julia hasta su coche. Me dice que pare en un callejón oscuro. Dice que mi mujer es fantástica y que entiende que tengamos que mantener la distancia por ella y por la terapia. Me gusta que las cosas marchen bien. Me dice que lo mejor es hacerlo una vez más aquí y ahora como despedida. No hace falta mucho para convencerme. Nos quitamos la ropa y se lo como a lo bruto como la última vez. Me obliga a parar. Dice que le estoy haciendo mucho daño. Que lo quiere muy suave. Tengo la impresión de estar con una mujer distinta. Se lo hago muy despacio. Ella se estremece. Me pongo un condón y se la meto despacio. Marco un ritmo muy lento. Ella se está deshaciendo de placer. Estoy a un paso del Nirvana. Nos corremos los dos. Estoy enganchado a ella. No hay duda. Me mira.

—Y esto para que te acuerdes de mí mañana… Te quiero.

***

Pasan las semanas. Julia y yo nos dedicamos a mentirnos mutuamente. Por un lado charlamos para no follar y apoyarnos con la terapia, y por otro lo hacemos de todas las maneras posibles. La cosa se está volviendo rara. Estoy completamente atrapado en sus redes. Una vez me vino completamente drogada. La follé durante horas y ella lo único que hacía era reírse porque decía que no sentía nada. Casi me frustré. La última experiencia me deja perplejo. Me ata a una cama en una habitación de un hotel del centro, y cuando creo que me va a montar, me observa de arriba abajo. Coge su teléfono móvil y hace una llamada. Me lame el pene después de colgar. Llaman a la puerta y aparece un tipo enorme. Empiezan a follar los dos en el suelo mientras yo miro. No sé evitarlo y lloro de impotencia. ¡Ese coño es mío, joder!

Empiezo a faltar a algunas sesiones de la terapia. El tema de Julia me está comiendo la moral. Para colmo de males mi mujer y Julia quedan constantemente. Se han hecho muy amigas. De vez en cuando llamo a Harry para escuchar su voz. No falla, logra tranquilizarme.

***

Siete de la mañana. No hay paja, pero Jess me besa apasionadamente.

Doce de la mañana. Para quitarme a Julia de la cabeza trazo un plan para conseguir que la feminista y mi secretaria se lo monten juntas en el cuarto de fotocopias.

Una de la tarde. El plan es un éxito total. Miro mientras me masturbo. Pasado un rato tengo que detener a la feminista. Pretende meterle un puño a mi pobre secretaria. Julia vuelve a mi cabeza.

Tres de la tarde. Como con mi jefa y una política muy conocida. Tiene cara de cerdito y de creer que devora hombres. Pasa mucho tiempo rozándome con el pie. Voy al servicio y ella viene detrás de mí. Me ataca a lo bestia. Nos lo montamos. Se lo hago por detrás. Cuando voy a correrme me quito el condón y le dejo la leche encima de su chaqueta. Debido a lo salida que está no se da cuenta.

Cinco de la tarde. La he cagado. Mi jefa está celosa. Para calmarla tengo que dar lo mejor de mí en su ano. Ha estado cerca, pero consigo dominar la situación.

Siete y media de la tarde. Estoy en casa y pongo la televisión. Aparece la política de la comida seguida por un montón de periodistas. Pertenece a una asociación que defiende los valores familiares. Mientras ella camina, un periodista hace un primer plano de su espalda. Todo lo que soy estaba en forma de lamparón en su chaqueta. No cortan el audio y se oye al cámara partiéndose de risa.

Voy a una sesión de la terapia. Tony no ha venido porque está detenido. Ha ido en busca de su mujer y la cosa se ha puesto fea. La policía lo ha detenido. Tom ha encontrado a su prostituta. Dice que quiere casarse con ella. Todos pensamos que no van a pasar ni tres meses hasta que Tom vuelva a convencer a una señorita de la calle para tragarse el semen de unos cuantos. Hoss está orgulloso porque tiene la chapa que indica que lleva dos semanas haciendo una vida normal. No se ha colado en los vestuarios femeninos de ningún instituto y no va a los parques a grabar a las parejas de cualquier tipo follando al aire libre. Julia no ha venido. Harry nos habla de la necesidad de entendernos a nosotros mismos. De lo importante que es el aceptarnos para superar nuestras limitaciones. Nos explica que el resto de la humanidad no son nuestras marionetas para satisfacer nuestras necesidades. Nota mental: «no volver a juntar a la feminista con mi secretaria».

Vuelvo a casa. En la puerta está aparcado el coche de Julia. Ella está dentro del vehículo. Parece que me espera. Hablamos, más bien discutimos. Estoy harto. Quiero estar sólo con ella. Ella dice que me ama también. Quiero castigarla por la mierda que pasó en el hotel. La cosa se pone fea. Nos insultamos. Salgo del coche y me dirijo a mi casa. Ella también se baja y me sigue. Empieza a golpearme. Yo la golpeo a ella. Para evitar miradas curiosas la agarro del pelo y la llevo hasta un lateral de la casa. La meto en el callejón que queda entre la mía y la del vecino. Seguimos golpeándonos. Ella me besa y me muerde el labio. Le doy la vuelta. Le bajo el pantalón y las bragas y se la meto en el culo directamente. Sé que la estoy castigando. Sé que le duele horrores. Ella gime y me agarra con fuerza la cintura para que empuje más rápido y fuerte. Gira su cuello y logra escupirme en la cara. Gime más alto. Sé que Jess está en casa y le tapo la boca. Me agarra la mano y me lame los dedos. Termino dentro de ella. Los dos nos quedamos jadeando, intentando recuperar el resuello. Nos vestimos. Permanecemos sentados contra la pared de mi hogar. Me mira y me besa. Me acaricia la mejilla. Acerca su boca a mi oído y susurra.

—Eres la mejor puta que he tenido en mi vida. Te amo y nunca permitiré que te vayas de mi lado —sus palabras se graban a fuego en mi cerebro.

Entro en casa. Jess ya está acostada. Está preciosa durmiendo. La amo. Me meto en la cama. No puedo dormir. Me levanto y voy a por una bolsa de hielo. Me pongo a ver la tele. Todas tienen la cara de Julia. Amo a Julia y le pertenezco. Soy un cerdo. Nota mental: «llamar a Harry a primera hora».

***

Siete de la mañana. Jess está hundida en el asiento del coche. No me mira. Parece distante. A pesar de todo se despide de mí con un largo beso.

Ocho de la mañana. Mi secretaria viene cojeando a servirme el café. Me cuenta que la feminista consiguió su objetivo después del trabajo. Dice que es culpa mía. Me quedo sin sesión de masturbación femenina. Me da igual. Pienso en Julia y me toco.

Diez de la mañana. Mi jefa me llama a su despacho. Me echa la bronca porque ha llamado la política de los cojones. Parece no terminar jamás. Está desatada. Quiere que le pida perdón ahora mismo. La llamo a su móvil y lo hago. Justo antes de acabar la conversación la tipa me pregunta si podemos quedar en un sitio privado para seguir con lo nuestro. NO.

Tres de la tarde. Julia me visita en el trabajo. Cierra la puerta de mi despacho. Se desnuda y se coloca un strapon con un pollón generoso. Me dice que me desnude. Lo hago. Me pone sobre la mesa boca arriba y con un poco de vaselina y paciencia me lo mete en el culo. Tengo una gran erección. Me folla mientras con su mano me masturba. Le aviso de que voy a correrme. Ella para. Se quita el aparato. Se sube a la mesa y me cabalga. Me lo hago dentro de su vagina. Se abraza a mí y nos quedamos ahí tumbados.

Me vuelve a decir que soy su puta y que me ama. Dice que sin mi no puede vivir. Yo estoy cegado por complacerla.

Siete de la tarde. Llego a casa. Jess está sentada en el sillón. Está llorando. Me acerco y la abrazo. Le beso la cara empapada de lágrimas. Dice que tiene algo que decirme. Me quiere pero desea abandonarme. Ha conocido a alguien que está por encima de lo nuestro. Se siente culpable. Lloro a la vez que ella. No quiero que se vaya. Ella es casi perfecta. Si he permanecido a su lado tanto tiempo es porque hay una parte de su ser que creo que me entendería de alguna forma. Sigue llorando. Dice que me está traicionando pero que no puede continuar. Soy tan tonto que la consuelo. Dice que hay más. Se levanta del sillón y coge el mando a distancia del DVD. Aprieta el botón de play. Es un vídeo rodado en mi casa. Cuando aparecen los protagonistas mi cara refleja terror. Son ella y Julia. Jess está de rodillas agachada en el suelo. Está esposada con los brazos por la espalda. De las esposas sale una cadena muy tensa que cruza por sus labios inferiores, sube por su cuerpo hasta terminar en una bifurcación con pinzas enganchadas a sus pezones. Julia está de pie desnuda delante de ella. Julia grita a Jess para que esta le coma el coño. Jess al intentar incorporarse para alcanzar el sexo de Julia grita de dolor porque las pinzas tiran de sus pezones hacia abajo. A pesar del dolor logra su objetivo. Entre gemidos de placer Julia le dice a Jess que la ama. Jess retira su boca empapada en flujo y responde que ella también la ama.

Jess permanece en el sillón llorando. De mis ojos emanan muchas lágrimas. Le digo que yo también tengo algo con Julia. Los dos comenzamos a discutir acaloradamente. ¿A quién pertenece Julia? Noto que nos estamos pasando de la raya. Follamos en el sillón y volvemos a tener la discusión. Toda la noche es igual.

Julia entra en mi casa. La cabrona ya tiene llave propia. Nos encuentra desnudos discutiendo. Nos mira y nos da una bofetada a los dos. Se desnuda y se sitúa junto a nosotros. Nos besa. Primero a ella, luego a mí. Nos tocamos entre los tres. Nos unimos en el baile del sexo. Nos lo damos todo. Jamás hubiera imaginado algo tan precioso y puro. Follamos y volvemos a follar. Pero sé que está jugando con los dos. ¿O tal vez nos ama a los dos?

Julia se marcha por la mañana. Jess y yo volvemos a discutir por la propiedad de Julia.

Paso el día en la oficina sin pena ni gloria. A eso de las cuatro de la tarde recibo una llamada de un hospital. Jess se ha tomado un frasco entero de tranquilizantes y la han llevado al hospital. Va a morir, según los médicos. Voy al hospital. No llego a tiempo. Ha fallecido. El personal médico me da el pésame. Julia aparece casi de inmediato. Jess le ha dejado un mensaje desesperado en el contestador de casa. No lo ha oído hasta que ha llegado. Llora a mi lado. Me dice que se marcha y que no volverá a verme pero que sigo siendo de su propiedad, como lo era Jess.

***

Pasan las semanas y dejo el trabajo. Me emborracho día y noche. Compro un arma. Voy a la terapia. Están todos. Harry, Hoss, Tony y Tom. También está ella, por supuesto. Estoy completamente borracho. Miro a Julia y le pregunto.

—¿Me amas?

—Sabes que sí —me contesta.

—¿Me dejas marchar?

—Sabes que no —sonríe.

Yo sonrío, saco mi arma y aprieto el gatillo.

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Dos dólares con veinte

por Relato ganador

El sheriff no decía nada, tenía la garganta reseca y notaba la humedad que le empapaba el cuello y las axilas. Hacía calor, pero no era eso lo que lo hacía sudar, sino el hombre que tenía frente a él, sentado indolentemente a su mesa. El vaso de whisky parecía una miniatura en sus manos, y la silla crujía bajo su enorme masa. La obesidad de aquel hombre tenía algo de antinatural. Con cada movimiento, capas y capas de tejido adiposo temblaban, cada gesto hacía vibrar su manta de carne con el potencial de violencia que encerraba, con los kilos de dolor que podía liberar. La ropa se tensaba sobre su cuerpo como una piel de tambor, y el sombrero parecía ridículamente pequeño. Aquella bestia abotargada, con su cara rubicunda de carrillos hinchados y recorridos por finas varices no dejaba de sonreírle. Y aquello era lo peor, aquella sonrisa con todos los dientes simétricos y enfundados en oro, una mancha metálica en medio de los labios que humedecía constantemente con la lengua. La maldad se filtraba a través de sus ojos, unas pequeñas rendijas aplastadas bajos los gruesos pliegues de aquellos párpados.

Nadie se atrevía a enfrentarse a él. El sheriff sabía que esporádicamente en sus ataques de furia había matado a palos o incluso con sus propias manos a alguno de los mejicanos que trabajaban de jornaleros en su hacienda. Los demás ganaderos y el resto del pueblo lo temían, y tenían motivos para ello. Y ahora él debía temerlo, pues había venido a traerle una advertencia. Al atardecer tendría lugar un duelo, uno que no debía impedir. La bestia lo acababa de decir, con una voz suave y pausada que recordaba el crepitar de hojas secas pisoteadas, la bestia que ahora parecía reírse para sus adentros con un jadeo sibilante. El sheriff miró a su ayudante.

Nadie se atrevía a enfrentarse a él. El ayudante del sheriff estaba pálido, la presencia de aquella mole le traía a la memoria un altercado ocurrido dos meses atrás. No había sido otro mejicano muerto, porque los mejicanos andrajosos no le importaban a nadie. No, el ayudante había ido a su rancho para recoger al hijo mayor de los McCormac. El gordo le había dado un pequeño escarmiento; al parecer lo había confundido con un cuatrero. Y para el gordo un pequeño escarmiento había sido emplumarlo después de untarlo con brea hirviendo. El ayudante se había encontrado en el suelo una figura ennegrecida que gimoteaba como un niño asustado. Al intentar ayudarlo a ponerse en pie, Jules McCormac se había desplomado, y el ayudante se había quedado en la mano con un pedazo de la manga de su camisa. Sólo que no era la manga de su camisa, sino una larga tira de piel que se había desgajado como si se tratara de papel pintado arrancado de una pared. El brazo se había convertido en una mancha escarlata engastada entre el blanco de las plumas y el negro de todo lo demás. Habían pasado dos meses, y la imagen de aquel brazo se aferraba insidiosamente a su cabeza. Devolvió la mirada al sheriff, sin atreverse a pronunciar una sola palabra.

Nadie se atrevía a enfrentarse a él, y la conciencia del terror que exudaba regocijaba al gordo, que cuando se levantó ocultó la luz que entraba por la puerta de la oficina del sheriff. Su olor había invadido la pequeña habitación y, como una fiera, gruñó de satisfacción al olfatearse a sí mismo. Abandonó allí a los dos hombres, sabiendo que no se inmiscuirían en su plan. Con unos pesados pasos se encaminó a la calle polvorienta, donde ni siquiera el viento parecía atreverse a tocarlo.

Nadie se atrevía a enfrentarse a él. Nadie, excepto Nathaniel. Pero esa tarde iba a pagar por ello.

***

Iba a pagar por ello, pensaba el hombre que veía cómo el sol, implacable, se había ido moviendo hasta traer consigo la hora inevitable. No sabía qué iba a pagar, pero estaba convencido de que el otro tendría un motivo justo. Algo se lo decía, algo que le recordaba las cosas horribles que había hecho mucho tiempo atrás.

Una vez había sido conocido como Nathaniel «el Guapo», aunque ahora nadie lo diría. Habían pasado veinte años. Ahora, el lustre aceitoso de su pelo y la barba que incluso a su edad pocas cuchillas podían doblegar le conferían un aspecto feral. Su cuerpo enjuto sintió un escalofrío que partía de la rótula tarada. Apenas podía doblar la rodilla izquierda, por lo que caminaba arrastrando el pie, y el brazo del mismo lado hacía tiempo que permanecía rígido como un hierro de marcar reses. La enfermedad lo había golpeado muchos años atrás, y cuando las fiebres desaparecieron aquellos dos miembros se habían quedado paralizados, como ignorantes de que el dolor había cesado. No era un hombre religioso, pero pensaba que aquello había sido el precio de la redención. No había vuelto a matar, no quería volver a hacerlo, se avergonzaba de haberlo hecho. Había guardado las armas bajo llave, había abandonado su antigua vida, y había trabajado muy duramente desde entonces. Y ahora tenía un rancho, y tenía una esposa, y tenía un hijo. Y ahora tenía también una deuda que había olvidado.

Nathaniel repasaba todo lo que sabía en ese momento, mientras liaba el cigarrillo con una sola mano. Sabía que no existe la inocencia, sólo los diversos grados de la culpa. Sabía que llegaría el día en que un yo anterior lo obligaría a ajustar cuentas con un hombre de su pasado, que el joven que una vez fue lo traicionaría poniendo en peligro todo lo que ahora era su vida. Sabía que aquella tarde un forastero lo esperaría en la calle principal. No recordaba por qué el hombre con el que iba a enfrentarse lo odiaba, pero sabía que los motivos eran irrelevantes. Había conocido muy bien el odio en su juventud, y sabía que el odio es como una mancha de tinta, que una vez cae en un vaso de agua lo oscurece todo e imposibilita ver su origen.

Cuando terminó de fumar se acercó renqueando a la cómoda. Giró una llave y abrió el primer cajón. Sacó la cartuchera, el viejo Colt del 45. Miró las muescas de su empuñadura, cada una de ellas un alma, muchas de ellas ahora un remordimiento. Como pudo, se ajustó la canana a la cintura. Desentumeció los dedos de su única mano útil, y desenfundó. Una vez, dos, tres veces. Demasiado lento para lo que recordaba. Por primera vez desde que supo que un hombre venía a buscarlo, tuvo miedo; se sintió frágil, desamparado y viejo. Y aun así, tenía que hacer lo que tenía que hacer.

Su mujer ya no lloraba. Sólo trataba de mantenerse ocupada, con los ojos enrojecidos. Había intentado explicárselo, explicarle cómo tenía que enfrentarse a un hombre que no lograba recordar, explicarle que, sin embargo, algo en su interior le decía que aquello no podía ser de otra manera y que de verdad debía al forastero la posibilidad de meterle una bala en el cuerpo, de quebrar en un instante todos sus sueños. Y ella no podía entenderlo, y él no esperaba que pudiera. La abrazó en silencio, olió la piel de su nuca, pensó que quizás aquella noche ya no la abrazaría en la cama. Y salió, arrastrando la pierna que ahora le parecía más rígida y pesada.

Miró el camino que llevaba al pueblo. Subió trabajosamente a su caballo, y escudriñó la línea del horizonte, como si la respuesta a lo que pasaría estuviera allí escrita. Nervioso, acarició la empuñadura de su revólver. Desde la última vez que había disparado habían pasado veinte años.

***

Habían pasado veinte años. Y sólo hacía unos días que un jinete polvoriento le había entregado la carta sin firmar que le había desvelado el paradero del último de los hombres a los que debía cazar. La venganza había sido larga, y esa tarde acabaría, de una forma u otra.

El hombre que se acercaba al pueblo era un cazarrecompensas, y como todo cazarrecompensas tenía el signo distintivo de sus métodos como apodo. Eso servía para extender su reputación, y facilitaba la caza. Cuanto más conocido era el cazador, más miedo tenía su presa, más errores cometía, antes se rendía. De ahí la marca, el sello. La historia recordaría al siniestro Jack «el Cuchillo», al desquiciado «Dinamita» Thompson… y a él. «Dosveinte», lo llamaban, y su auténtico nombre se había perdido a comienzos de su carrera.

Ya desde muy joven su vista no había sido muy buena. No podía acertarle a una botella a treinta pasos con un revólver ni con un rifle. Por ello desde que se convirtió en cazarrecompensas lo que pendía de su cadera era una escopeta con los dos cañones recortados, ideal para lograr impactar a algo a lo que sólo se apunta aproximadamente. Su firma consistía en la munición que empleaba. Sustituía los perdigones de los cartuchos por monedas de diez centavos de plata. En cada cartucho cabían exactamente once monedas; en total, cada disparo le costaba dos dólares con veinte. Pero era un precio pequeño cuando se corría la voz de que llegaba a un pueblo y muchos se entregaban sin necesidad de que pegara un solo tiro.

Dosveinte tenía la impresión de que había pasado la mitad de su vida disparando a las sombras, y la otra mitad persiguiéndolas. Sobre todo a la última, que parecía haberse evaporado mucho tiempo atrás. Había cazado uno a uno a sus antiguos compañeros, pero ninguno de ellos sabía qué había sido del Guapo. Podría haber muerto incluso, pero el tic nervioso de su ojo izquierdo le decía que en alguna parte, escondido, seguía arrastrando su miserable vida. Estaban conectados, lo sentía como un hilo de acero que se tensaba cada vez más a medida que se acercaba a aquel árido pueblucho. Se detuvo un momento a las afueras, para saborear el último momento de la vida que había llevado hasta ese día; esa tarde terminaría su última cacería, y por un momento sintió vértigo ante la idea de acabar algo que le había llevado veinte años completar. Cerró los ojos, respiró profundamente, y espoleó a su caballo hacia el brumoso contorno de casas en el que le esperaba su destino mientras intentaba dejar la mente en blanco.

***

Intentaba dejar la mente en blanco, y de esta forma dominar un miedo irracional. Pero no era capaz. El padre Jacobo era un sacerdote sin fe, pastor de una parroquia de pecadores. El alzacuellos le apretó la garganta cuando tragó lo que quedaba de su whisky. Era muy probable que ya no creyera en Dios, pero sí en el Enemigo. No podía negarlo, lo tenía frente a sus ojos, materializado en la figura que dejó atrás las puertas batientes y que hizo crujir las maderas del suelo al acercarse a la barra del bar. El padre Jacobo pensaba que lo acompañaba un manto de oscuridad, que hacía destacar aún más su palidez. Y rectificó su pensamiento: no, su miedo no era nada irracional. Todos lo sintieron cuando su presencia lo invadió todo. Al verlo, dos mejicanos y un mestizo pagaron sus bebidas y se fueron.

El saloon era un lugar oscuro y sofocante. El pianista charlaba con una de las putas, tan empolvada que a cierta distancia no se podía asegurar si tenía quince años o cuarenta. La chica sintió un escalofrío, y cuando se giró se quedó pálida al ver al gordo que acababa de entrar. Aquel hombre pagaba bien, pero la última vez había perdido un pedazo de la nalga derecha bajo una dentellada. Sintió náuseas y huyó por las escaleras hacia el piso de arriba. El gordo sonrió con su sonrisa metálica brillante de saliva, de esa forma en que su cara se contrajo con el rictus de un depredador.

El camarero vio salir a los mejicanos por el rabillo del ojo mientras intentaba que las manos no le temblasen al llenar el vaso del gordo. Se lo veía ufano, como siempre que el aroma de la sangre prometía flotar en el ambiente. Todo el mundo sabía que aquella tarde iba a haber un duelo, uno propiciado por el gordo. Nathaniel se había atrevido a enfrentarse a él, no de una forma directa, sino simplemente por no tenerle miedo. Y el gordo esta vez no quería mancharse las manos. No hacía falta, había localizado a alguien que quería ver a Nathaniel muerto. Cómo no lo sabía nadie, pero el gordo sí lo sabía, el gordo siempre sabía cómo hacerse con tus secretos. Aquella tarde dos hombres iban a intercambiar disparos frente a él, que había dispuesto para uno o ambos un destino cruel. Alguien moriría, y el gordo se regocijaría como un ave carroñera.

Jeremías, el sepulturero, tenía sus propias preferencias con respecto al resultado. Sentía cierta simpatía por Nathaniel, pero si era el forastero el que ganaba, la viuda pagaría un buen ataúd de roble; si no, el condado sufragaría los gastos de una simple caja de pino. No era nada personal, meditaba mientras apuraba su vaso y veía al gordo sacar con sus dedos rechonchos el reloj que pendía de la cadena de su chaqueta: era una simple cuestión de negocios.

El gordo sacó su reloj de bolsillo, se apartó de la barra sin pagar. No paraba de sonreír y relamerse. Salió a la calle, y vio cómo Nathaniel renqueaba hasta pararse en medio de la misma. Un escalofrío de satisfacción lo recorrió de abajo a arriba. Se acercaba la hora.

***

Se acercaba la hora. Nathaniel había caminado desde que había llegado al pueblo; necesitaba el dolor de su pierna al caminar para calmar los nervios. Se detuvo frente al saloon. Tras de sí no había dejado más que un ligero surco junto a las huellas de un pie derecho, y tuvo la sensación de que había empezado a trazar ese surco media vida atrás, y que sus intentos por romper su trayectoria habían culminado en un triste fracaso. Moriría, o mataría otra vez, y no estaba seguro de qué sería más amargo. Apenas podía creer que estuviera a punto de batirse en duelo una vez más, y todo a su alrededor pareció teñirse con una pátina de irrealidad: el final de la calle que palpitaba acorchándose con las corrientes de aire cálido, el brillante color de la arena. Y el gordo que surgía del saloon, más monstruoso que nunca.

Nathaniel pensaba en lo que ocurriría después. Había protagonizado y presenciado suficientes duelos como para saber bien que no eran algo tan estilizado como aparecía en las columnas de algunos periodicuchos. Pocos se ganaban de un solo disparo a las cinco de la tarde y daban lugar a una leyenda en alguna ciudad sin nombre. No, la mayor parte de ellos se ganaban días después cuando un disparo en el estómago por fin agotaba a la víctima. O semanas después, cuando la gangrena y la fiebre consumían el cuerpo si el serrucho de un cirujano no extirpaba a tiempo un miembro infectado. Intentaba no pensar en todo aquello, pero algo lo obligaba: eran los ojos de aquella bestia. No necesitaba mirarlo para notar cómo aquellas oscuras rendijas lo recorrían de arriba a abajo. Y seguro que sonreía, aquel malnacido siempre sonreía. Bajo aquella mirada lo que lo rodeaba parecía disolverse aún más, y ya la notaba como unos dedos fríos lacerando su pecho, ahogándolo de miedo. La presencia del gordo, que no hacía más que esperar aplastando con su peso la balaustrada junto al abrevadero, se volvía cada vez más opresiva, como si fuese una infección que partiera de su cuerpo y se tragase todo lo que encontraba a su paso. Y Nathaniel se consumía, se consumía de miedo. Sentía miedo ante una agonía de días. Antes cuando había estado a punto de matar o morir nunca lo había sentido, pero eso era cuando era un hombre desesperado, viviendo a la sombra de los días empapados del olor a cordita. Ahora no quería morir, no todavía. ¿Por qué ahora? Quería volver a ver a su hijo, del que no había tenido fuerzas para despedirse. Por un momento se vio a sí mismo arrodillado, babeando y orinándose encima mientras intentaba de manera desesperada tapar los futuros agujeros de su cuerpo. Bajo aquellos ojos y aquella sonrisa le pareció que moría una y otra vez como en una pesadilla. La mano sana le temblaba. Se vio ahogándose en su propia sangre con los pulmones llenos de plomo. Se vio dando tumbos hacía una sombra con parte del cráneo ausente. Se vio tiñendo de rojo la arena cada vez más brillante y desenfocada, y comprendió que estaba desenfocada porque se le estaban escapando las lágrimas. En ese momento tuvo la impresión de que el gordo sabía lo que ocurría en su cabeza, de que se estaba alimentando de su terror. Tenía al gordo dentro de su cabeza, y quería gritarle, pero tenía la garganta totalmente seca.

***

Tenía la garganta totalmente seca. No había bebido casi desde que había recibido la carta, para recordar. Recordaba las llagas que reventaban en sus labios y donde la piel rozaba con la ropa y ya no tenía sudor con el que lubricarse. Y el escozor del paladar, que parecía de lija cuando lo rozaba con la lengua hinchada. Y su tráquea que hervía, mientras escuchaba el retumbar de sus propios latidos en los oídos por el esfuerzo que hacía su corazón al empujar la sangre que había adquirido una consistencia gomosa; la notaba arrastrándose por sus venas. Habían pasado cuatro días desde que lo habían abandonado en el desierto, maniatado de espaldas a la grupa de su caballo. El caballo daba vueltas por el interminable paisaje de arena: le habían volado las fosas nasales de un disparo, y el animal no podía olisquear el camino a casa. Dosveinte, que por entonces no se llamaba Dosveinte, sabía que él moriría antes, que el caballo aún aguantaría unos días más deambulando montado por un jinete cadáver. Creía que iba a volverse loco, sus ideas se fragmentaban y los párpados parecían haberse soldado dejándolo por fin completamente ciego. Fue en medio del delirio en el que imaginó todas las muertes que daría al Guapo y a sus cómplices, cuando la venganza se le grabó a fuego con la misma intensidad que la del sol que le abrasaba el cráneo. Aunque los atrapara, su hermana no quedaría indemne de la violación que sufrió, no resucitaría; pero por Dios que aunque no pudiera ni limpiarla ni devolverle la vida iban a sudar sangre cuando los encontrara.

El secreto de cómo logró sobrevivir se lo llevó el hombre que desapareció en el desierto. Porque el hombre que volvió a los restos calcinados de su casa era otro, el que se cambió el nombre y se convirtió en cazador de hombres. Y con los años la caza lo había convertido a él, y se había vuelto también cruel. La venganza no había sido nada limpia. Al contrario, resumía toda la suciedad de aquel mundo despiadado en el que tenía lugar su infortunio.

A Curtis, el primero de ellos, en el torpe enfrentamiento que habían tenido le había desaparecido la mandíbula bajo el estruendo de su escopeta. Sin boca, y sin saber leer ni escribir, no había podido decirle mucho del paradero de los demás. Había tenido suerte entonces, pensaba Dosveinte, porque si Curtis no hubiera estado tan borracho podría haberlo matado.

Con Sancho fue distinto. Desde que lo localizó tuvo que perseguirlo por sierras desoladas tres días. Aquello fue una prueba de paciencia, pero él era paciente, un hostigador metódico. Para Dosveinte la rocosa superficie de las laderas que reflejaba el sol le parecía la misma mancha continua, una sola vibración borrosa carente de matices. Había tenido que rastrearlo en los atardeceres y las noches, puesto que durante el día era una trampa: sabía que acabaría con una bala de Sancho en la cabeza antes incluso de poder percibir su sombra. Al final se lo había encontrado un día pocos minutos antes del amanecer. Estaba en cuclillas, sujeto a sus propias rodillas, cagando. Dosveinte disparó bajo para no repetir el error que había cometido con Curtis. Las monedas volaron convertidas en candentes discos cortantes: le partieron el húmero, le seccionaron una femoral. Prometió dejarlo con vida si le decía dónde estaba el Guapo. Pero Sancho no lo sabía, así que esperaron. Se desangró sobre sus propias heces.

Por su parte, a Chico no había esperado sacarle pista alguna. Apenas tenía quince años cuando violó a su hermana. Tendría diez más cuando lo encontró, y Dosveinte sabía que no era rival para un pistolero el doble de rápido y la mitad de viejo. Así que lo siguió una noche a un burdel, y esperó a que subiera a una habitación. Él hizo lo mismo, eligió la habitación contigua, y le indicó a la puta que se sentara en silencio y que apagara el quinqué de la mesilla. Después se acercó despacio a la pared tras la que oía jadeos. Por entre las rendijas de las maderas distinguió la cara de su presa, la abertura de su boca de la que pendía un hilo de baba al borde de la comisura, apenas separada unos centímetros de su propia boca. Apoyó su escopeta sobre la superficie del fino tabique que los separaba, y la detonación se confundió con los gritos de las dos prostitutas: la que se cubría la boca con las manos en su cuarto y la que aún estaba siendo penetrada por un hombre prácticamente decapitado.

Por último, recordaba los gritos de James. Lo había encontrado tres años atrás, y para entonces ya había cazado a decenas de criminales: el cortejo de muertos que acompañaba en la sombra a Dosveinte lo había hecho famoso, así que esperaba que James estuviese sobre aviso y ofreciera resistencia. No fue así. Se lo encontró medio loco, trastornado por el ruido de los cañonazos confederados y las infecciones que lo consumieron cuando lo fusilaron por desertor. No murió, su cuerpo era el de un superviviente. Pero su mente se había quedado prendida en la venda blanca con la que le habían tapado los ojos. Por entonces vivía en una cabaña junto a la cueva en la que perseguía el oro enquistado en su imaginación. Dosveinte se hizo pasar por veterano. Comieron juntos, bebieron juntos alcohol mal destilado. Y luego lo torturó, intentando arrancar algo coherente de su delirio: no le quedaba compasión. James decía que el Guapo había desaparecido, que había dejado las armas, que se había asentado en algún lugar en Kansas. Por más veces que lo golpeó con el pico no consiguió que le dijera la verdad. Dosveinte estaba convencido de que una serpiente de cascabel no puede dejar de ser una serpiente de cascabel.

Sí, había sido un camino sucio, pero aquella tarde terminaría como debía terminar, de manera triunfal. Saborearía el enfrentamiento, cara a cara, sin tretas. El tic en el ojo se disparaba a cada minuto, era un reloj de precisión que le indicaba el tiempo que restaba al cobro de la sangre. Se erguiría frente al violador, frente al asesino, le haría comprender que la infinidad de días que los habían llevado a reencontrarse pesaba como la losa que lo cubriría. Y cuando se mirasen y sus ojos se cruzaran, él apenas lo distinguiría, pero el Guapo vería en los suyos que aquello era justo. Cuando desmontó de su caballo y vio la figura que permanecía aislada en mitad de la calle, le parecía percibir que su miedo palpitaba.

***

Su miedo palpitaba, el miedo de Nathaniel, el pistolero medio tullido. El gordo, a unos escasos diez pasos de él lo devoraba como si tuviese la consistencia de la carne cruda. Saboreaba cada uno de sus matices, desde el pánico a la desesperación. Necesitaba estar cerca: verlo caer, escuchar el último latido de su corazón, oler su sangre mezclada con la arena, la misma sangre en la que después untaría los dedos antes de llevárselos a la boca. Mirándolo le preguntaba mentalmente dónde estaban ahora su soberbia, el desafío de sus ojos de antiguo asesino. Sí, el gordo sabía quién era, las muertes que atestiguaban su crueldad. Podía engañar al sheriff, podía engañar a su mujer, a su hijo, al pueblo entero. Pero los depredadores tienen una afinidad entre ellos, algo oscuro dentro de cada uno se eriza frente a otro, los hace reconocerse. Nathaniel podría parecer un hombre pacífico, pero el gordo había visto en sus manos la sangre antigua tan claramente como si hubieran sido las cicatrices de una quemadura. Oh, no había podido doblegar la voluntad de aquel hombre como había hecho con la del resto, pero sí había podido olisquear su pasado, y lo había encontrado sellado con ristras de huesos. No era tan necio como para enfrentarse a él, pero había encontrado a quien lo hiciera en su lugar. Y ahora un jinete descabalgaba, entrecerraba los ojos enfocando el contorno de su objetivo, daba unos pasos hacia él, se detenía observándolo. Sí, siente su odio, lo ve creciendo segundo a segundo, ese poderoso motor que puede consumir a cualquiera. Sí, lo siente refulgir cuando inesperadamente el forastero comienza a andar decididamente hacia Nathaniel, poseído, como inconsciente del peligro que encierra cada paso. Tal vez el forastero también muriese, pero al gordo no le importaba. El gordo prevalecería, al final sería quien se riese entre las tumbas. Oh, aún más dulce ahora, los dos viejos estaban frente a frente y observó cómo a Nathaniel las lágrimas se le escurrían por las mejillas, cómo la mano derecha le temblaba junto al revólver bloqueada por la duda. El gordo abría y cerraba los dedos por la anticipación a la fatalidad, por la humillación del oponente, y notó que también a él algo húmedo se le escurría por el muslo: un largo hilo de semen. El sol declinaba, y las sombras parecían también cargadas de hostilidad.

***

Las sombras parecían también cargadas de hostilidad. ¿Qué hago aquí? Equilibrar un déficit, permitir que se salde un adeudo impagable. A través del velo de las lágrimas, Nathaniel intentaba reconocer a su contrincante, que se había detenido tras atar las riendas de su caballo a un poste y dar unos pocos pasos vacilantes, como si comprobase la firmeza del suelo que pisaba. ¿Quién eres? Era un hombre viejo, como él, uno que lo miraba entrecerrando los ojos con la intensidad con que miran los miopes. Desde fuera la escena estaba dotada de una singularidad cómica, un hombre medio ciego y otro medio paralítico que iban a trocar disparos. Era tan cómica como de una profunda tristeza manifiesta. Tengo que recordarte, al menos te debo eso. Pero no lo lograba: los fantasmas se sucedían sin que ninguno de ellos se ajustara a la fisonomía de aquel hombre. Maldita sea, tengo que recordarte. El temblor de la mano de Nathaniel se volvió más violento.

El hombre se había detenido, con cierta expresión de estupor en el rostro. Nathaniel deseó que el tiempo también se detuviese, que todo se cristalizase, que no tuvieran que buscar un final a la confrontación inminente. ¿Por qué estoy aquí? Porque el camino que has recorrido te ha llevado hasta aquí, aunque como un eco que llega con dos décadas de retraso; por eso, y porque aunque no lo sepas alguien ha movido los hilos que ahora te atenazan. Podría haber esperado indefinidamente. Sin embargo, el viejo miope apretó los labios, su cara se oscureció congestionada por la cólera, su respiración se hizo pesada e irregular. Y como enajenado, comenzó a avanzar hacia él, como si hubiese olvidado que cada paso reducía su probabilidad de supervivencia. O quizá no, porque cada metro que se acortaba la distancia entre ambos Nathaniel se sentía un poco más paralizado, se estremecía como preso de la fiebre. No quiero, no quiero matarte… Y el hombre no se detenía, y Nathaniel era consciente de que si no se decidía, el otro decidiría por él. ¿Voy a morir? Posiblemente. En un punto de su visión periférica el gordo seguía acechando, gozando, sus dientes brillaban más que nunca, y lo sentía casi más cerca, más a flor de piel que al otro. ¿Por qué yo, por qué no él? Porque el gordo prevalecerá, porque en el engranaje recóndito del mundo habita una injusticia inagotable.

En ese instante a los duelistas apenas los separaban diez pasos. Aunque todo ocurrió muy deprisa, a Nathaniel le pareció que desenfundaba agónicamente despacio. No, por favor… Su brazo parecía moverse con voluntad propia, la memoria imbricada en los músculos, los tendones y la carne buscaba el punto óptimo de daño masivo, el centímetro exacto de aniquilación: a esa distancia apuntó hacia la cabeza del viejo. No… La conciencia de lo inaplazable lo inundaba de pavor: volvería a mancharse, perdería la salvación, o moriría. No, no había opción intermedia, no podía pedir perdón, en los ojos del viejo que se cernía sobre él veía que el dolor que lo alimentaba no podía ser evaluado ni juzgado ni compensado. Y aun así lo pidió. Perdóname. Apretó el gatillo en lo que le pareció un gesto infinito. La mecánica impasible tensó el percutor, perdóname, giró el tambor y colocó frente al cañón dieciséis con veinte gramos de muerte potencial, perdóname, y con una breve detonación la bala salió despedida a doscientos sesenta metros por segundo de movimiento inapelable y letal energía cinética. Cerró los ojos, no quería ver el impacto.

Eso fue un segundo antes de oír el disparo que contestó al suyo. El aire parecía haberse detenido.

***

El aire parecía haberse detenido. Salvo por tres figuras, la calle estaba desierta, la atención se ocultaba tras las contraventanas, donde caras expectantes miraban por las rendijas, observando el ritual que les entregaría como tributo un homicidio. Dosveinte dedicó una rápida ojeada al hombre —o más bien a la caricatura de hombre— que apoyaba su mole frente a la puerta del saloon, el inmenso borrón que era para él sólo destacaba por sus dimensiones y por una salpicadura dorada en mitad de la cara, como un corte sinuoso tachonado de dientes. La impresión apenas duró un segundo, toda su atención fue absorbida por la otra silueta reverberante. El tic de su ojo se hizo más intenso, como un metrónomo enloquecido.

No había duda, no podía ser otro más que el Guapo quien estaba parado en medio de la calle. Y sin embargo, Dosveinte tuvo que entrecerrar los ojos para intentar forzar a su vista a que enfocara de una manera que no era capaz, porque algo no acababa de encajar del todo. Había empezado a caminar hacia él, pero se detuvo. La figura enturbiada parecía ligeramente encorvada, como si cargase todo su peso hacia el lado derecho. Le parecía apreciar algo erróneo en ella, la tensión del brazo izquierdo pegado al cuerpo con el codo en un ángulo forzado, como si le estuviera mostrando un corte en la muñeca. Todo en aquella figura transmitía un sentimiento de desamparo. Y lo peor: aunque no podía distinguirlo, estaba seguro de que aquel hombre frente a él se encogía, sollozando quedamente. Sabía que era él, al que había perseguido veinte años, cada fibra de su cuerpo se lo decía, cada célula de su ser bramaba clamando un resarcimiento. Era él, pero a la vez no lo era. Dosveinte apretó los dientes, y notó el chasquido de una muela al agrietarse. ¿Quién era aquella ruina patética, aquel ser deshilachado y gimiente? Recordaba un hombre despiadado, su olor a sudor rancio, un aura que lo envolvía como una bruma terrible. En su memoria de aquello, en la historia que se había contado a sí mismo cada día para no olvidar, cada vez se había vuelto más maligno, más tremendo; esperaba batirse poco menos que con un gigante de ojos rojos, una lucha sanguinaria que terminara con una victoria inclemente. Y lo que tenía era aquello, aquel remedo de duelo, aquella parodia de reyerta. ¿Se trataba de una broma? Hacía veinte años aquel hombre le había quitado todo, de la forma más brutal había arrancado su pasado, había condenado su futuro, había quemado hasta los cimientos todo lo que hubieran podido llegar a ser su hermana y él. Y ahora, después de todo ese tiempo, ¿le arrebataba también la lucha final, el instante por el que se había convertido en lo que era, aquello que lo había empujado a aferrarse a la vida todos y cada uno de aquellos días? ¿Ni siquiera tendría una gloria agridulce al final de un camino de casi media vida? No, no era justo, cuando menos le debía eso: un final digno a su tragedia. Se volvió a sentir como cuando el sol le hervía el cerebro y sus pensamientos se fragmentaban, no podía apenas pensar, la cólera lo impulsó y haciendo caso omiso del arma que el otro parecía dudar en empuñar anduvo hacia él, sin hacer caso de la sorpresa en su oponente, de los gruñidos de gozo y la serie de jadeos entrecortados como en una cópula precipitada que le parecía que provenían del descomunal testigo solitario que seguía contemplándolos frente a la puerta.

Lo tenía casi encima cuando notó que el hombre desenfundaba. Automáticamente volvió en sí y repitió el movimiento como un espejo tardío, un segundo demasiado tarde. Una bala arrancó esquirlas de hueso de su cabeza y perdió la noción de lo que lo rodeaba. No vio pasar a su hermana frente a sus ojos, no vio ningún túnel con una luz al fondo, sólo una neblina rojiza en la que se hacía patente el fracaso: veinte años, y le había faltado un segundo. La rabia lo empapaba, lo ahogaba, lo mataba en su interior una y otra vez mientras moría realmente, mientras perdía el equilibrio, mientras se desvanecía su blanco y su cuerpo daba tumbos intentando mantenerse erguido sin lograrlo y sus rodillas se doblaban, su voluntad se colapsaba. Cuando en su caída apretó el gatillo, su disparo resonó en el aire. Pero con sus últimas fuerzas suspiró aliviado y su cuerpo se desprendió de la pesada carga de la conciencia y de la retribución. Sintió un instante de serenidad y luego júbilo porque, aunque no podía verlo, oyó el sonido de otro cuerpo al desplomarse.

Cuando el tic de su ojo desapareció, fuera todo estaba oscuro.

***

Fuera todo estaba oscuro. El ataúd de roble permanecía abierto en mitad del cobertizo. Jeremías miraba el cadáver de su interior. Lo había enterrado esa misma tarde, lo había desenterrado esa misma noche. Lo había vestido para la ocasión, pero aunque las ropas estaban limpias de sangre, apenas disimulaban las heridas en el cuello que después se extendían por todo el pecho.

Tras arrancar el último diente de oro, Jeremías cayó en la cuenta del borde brillante que sobresalía de la gruesa capa de grasa que envolvía la garganta. Le abrió la camisa, haciendo saltar los botones, y hurgando en los agujeros de la carne sus tenazas arrancaron un pequeño montón de monedas de plata ligeramente derretidas. Dos dólares con veinte.

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Cosas hemos visto

por Relato ganador

Póney se levanta inquieto, de mal humor. Va directo al baño y se descarga. Se lava las manos jugando lentamente con la pastilla de jabón, lentamente se lava la cara, se pasa la mano sobre la crujiente barba de tres días, lento. Piensa que hoy ya no merece la pena afeitarse. Pero se mira a los ojos de frente, sus grandes ojos verdes invaden todo el espejo, y decide que hoy, precisamente hoy, debe afeitarse. Se supone que hoy también es un día normal, no quiere que nadie le mire ni siquiera un segundo de más en la puerta de la comisaría. En cuarenta años de servicio, no ha ido al trabajo sin afeitar ni una sola vez. El pulso le tiembla. Con la mandíbula blanca de espuma se dirige a la cocina, toma una botella de bourbon del horno, donde el whisky convive con el óxido, y se echa un trago. Mejor dos. Tres, mejor así. Vuelve al baño y termina de afeitarse. Se peina minuciosamente la calva engominando y cruzando unos ocho pelos por delante y otros pocos más por detrás de la inmensidad de su cabeza. Se viste despacio, ropa interior limpia, la de las fiestas señaladas, camisa blanca desempaquetada, los únicos pantalones que aún conservan el olor de los productos químicos de la tintorería, le saca brillo a los zapatos con betún, muy despacio. Revisa la Walter del 38 reglamentaria y se la guarda en la funda, en los aledaños del sobaco. No siente ninguna fascinación por las armas, para él son martillos, alicates, azadas… herramientas feroces. Herramientas para cumplir una labor determinada, simplemente. Evitar daños dañando. A cada cual le toca bregar con lo suyo, piensa. Mientras se hace un mecánico nudo en la corbata marrón se le escurre una lágrima por la mejilla. No comprende si de tristeza o de rabia. Ni siquiera sabe muy bien qué pinta una lágrima en su cara. Se pone la chaqueta, introduce una petaca metálica llena de whisky en el bolsillo interior, se arranca la lágrima con el dorso de la mano y sale.

El primero que le llamo Póney debía de ser un inconsciente o un suicida. Fue en la Academia de Policía, en aquellos tiempos que andan amarilleando por las fotos. Fue un tipo flacucho que, sin duda, no era consciente de que Póney podría haberle arrancado la cabeza de los hombros obsequiándole sólo con una leve carantoña. Póney medía uno noventa y ocho de alto y, más o menos, uno y veinte de ancho. Descendiente de irlandeses, claro. Del centro de Galway. Un personaje introvertido al que le han visto reírse un par de veces en cuatro décadas. Sus manos parecían palas, su cráneo una caja de caudales, por grande y por cuadrado. Su única ceja, la marca del fabricante estampada en mitad de la frente. Por la Academia le llamaban Perchemula, de mula y percherón, pero cualquiera se atrevía a decirlo no estando Póney a más de doscientos metros, por si acaso el eco. Aquel tipo flacucho, en las duchas, exclamó: «¡Eh, Póney, chiquitín, pásame el jabón…!» y todos se partieron de risa. Póney le incrustó la mirada, las amplias mejillas le enrojecieron, todos se callaron, expectantes, paralizados, con las carcajadas aún rebotando por el suelo… Y se echó a reír, con un estruendo de cavernícola, le pasó el jabón y todos se hincharon a reír. El eufemismo hizo gracia, con Póney se quedó, nadie se acuerda de su nombre verdadero. Aquel tipo flacucho se llamaba Bang, le llamaban así, otro chiste venido a más. Desde entonces él y Póney habían sido compañeros, tragando mucha mierda y, poco a poco, ascendiendo. Ahora eran inspectores y hacían tragar mucha mierda.

Aparca el coche en comisaría. Se dirige al bar de Rita, la de los muslos vibrantes, que está justo enfrente, cruzando la calle. Vibrantes de flaccidez, ni cuatro capas de azul cósmico y fucsia pueden maquillar una edad. Pero se sigue molestando en pintarse, sigue deseando estar guapa. Y sigue excediéndose. Se sigue divirtiendo con los hombres, esos niños de tetas. Y ella las sigue teniendo voluminosas y extensas. Casi hasta la altura del ombligo, prácticamente lo que da de sí el escote.

—Hola. Uno de los míos.

—¿No quieres café, pequeñín?

Niega con la cabeza. No quiere café, no quiere alterarse. Rita le sirve, se hunde el whisky en el cuerpo de un trago.

—Otro.

Por el Moon Blue, a esas horas de la mañana, algunos parroquianos adictos a los huevos fritos con beicon y, sobre todo, muchos policías. Hablan en pequeños grupos, es temprano, aún sonríen, comentan asuntos, ojean los periódicos. Otros llegan, los del turno de noche, y dejan la gorra y la porra sobre la barra, bufan, se alivian y se cagan en dios todo en el mismo «buenos días».

—Otro.

Bebe.

—Otro.

—¿No es pronto para irnos de fiesta, chavalote?

Póney apunta con sus ojos a media asta hacia el ventanal, el sol dibuja sombras modernistas bajo el trasluz de un cielo anaranjado.

—Otro, Rita, guapa.

Le sirve. Rita se enciende un Camel y grita hacia un lado: «¡Ya voy, qué prisas!». Percibe algo extraño y lo busca por dentro de su mente entre el humo de la fritanga y el de su propio cigarro, que se mantiene estoicamente en sus labios de charol. Al final lo encuentra. Lo de guapa no encaja. Es la primera vez que alguien se lo dice en serio desde que tenía diecisiete años. Se le chamusca la panceta. Perfecto, así no se va a notar la punta de ceniza que se le ha derramado encima.

—Otro.

La puta se llamaba Malen Dhika. Maldhi para los amigos, amén de clientes. Los tragamierdas que aguardaban en la puerta del apartamento tenían la cara blanca como la cera. Bang y él se la encontraron con las manos y los pies atados con venda de farmacia a los vértices de la cama, el cuerpo ensangrentado, hecho trizas, y la boca detenida en el gesto de los pescados sobre el picadillo de hielo, los ojos muy abiertos. Era menuda, negra, de cabello moreno y largo, y parecía haber sido mona. Bang vibró perceptiblemente antes de dar el siguiente paso hacia ella. Póney se frotó la mandíbula de ángulo en ángulo y cerró los ojos. Los abrió, temiendo ver lo que iba a ver. Y lo vio.

—¿Qué opinas?

A Póney le dio un ataque de tos, las paredes retumbaban.

—Cosas hemos visto. Tranquilo. ¿Qué te parece? ¡Eh, tranquilo!

—No es nada. Ya… ¡A ver si no voy a poder toser, joder!

Bang lo miró con el blanco de los ojos y centró su atención en el cadáver.

—Tose. Tranquilo.

En ese momento tomó la decisión. Fue un impulso, no un pensamiento. Delante suyo el pasado, el presente y el futuro. Y optó por lo que tenía delante suyo: nada. Hizo de tripas corazón. Y de esa mezcla extrajo las palabras que pudo.

—Un crimen común. Un chulo.

—Pedazo de cabrón, se ha solazado, el muy hijoputa, no le cabe un agujero más en el cuerpo. La ha reventado a puñaladas.

—No… no le cabe.

Bang y Póney contemplaban la escena al ritmo del tic-tac de un reloj. De pronto volvieron a la realidad, perturbados por el carraspear de uno de los policías que aún se aguantaba las náuseas en la entrada. Husmearon, con las manos en los bolsillos, agachándose aquí y allá, escrutando el techo y la mesilla, las cortinas, sin tocar las cosas.

—Déjamelo a mí, ésta es mi zona. Sé a quién le tengo que retorcer los huevos.

—Bang…

Se hizo un segundo exacto de silencio.

—Dime.

—Llama tú a la científica. Tengo que ir a recoger unos pantalones a la tintorería. Tú te encargas.

—Descuida, que te cunda.

Otro, Rita le sirve, lo engulle. Qué pena no haber conocido a este borrachuzo hace mil años. Y si todo lo tiene en proporción, que no hay razón para que no lo tenga… El último. ¡Y a éste invito yo! Mejor así, piensa. Paga, deja propina. «¡Vete a dormir, criatura!» ¿O ha dicho «vente»? Cruza la calle, paso a paso. La mañana es fría y brillante, ha llovido de madrugada. Póney contempla el asfalto reflejándose a sí mismo en infinitos matices húmedos, el asfalto de acuarela gris y líquida. Hace tres días de lo de la puta. Bang le llamó anoche, a las dos de la madrugada, habían pillado al individuo gracias a sus gestiones, lo tenían en la comisaría del Distrito Norte, el de la gente importante, el de las personas de categoría extra, el de los tipos exquisitos. Hacía falta papeleo, los del Distrito Norte se resistían a soltar la pieza, los muy cabrones, sabiendo ya quién era el culpable pretendían llevarse el mérito. Encima ha confesado, el niñito, un chulito hijo de alguien. Pero el caso es nuestro, Póney, fuimos los primeros en verle los intestinos al fresco, he tenido que llamar al capitán, ya sabes, qué horas, se ha cagado en mi puta madre, para empezar, y en todas las madres de todos los hijos de puta del Distrito Norte, para terminar, incluido su capitán, va a haber lío. Ya conoces al Capi, no lo han matado siete balas y lo va a destrozar la úlcera. A las ocho recojo el paquete con la patrulla y a las nueve en punto lo planto en nuestra comisaría para el interrogatorio. Allí nos vemos, duerme… No es que sea un gran caso, pero es nuestro, coño, le vimos el ombligo los primeros. Bang siempre tan elocuente.

Son las nueve menos un minuto. ¿Duerme? «Sólo he dormido una hora en tres días, a fuerza de alcohol», piensa. Y, sin embargo, no está borracho.

Póney ya le había visto el ombligo. Se lo había visto, lo había acariciado, lo había besado. El ombligo de ese montón de carne descuartizado cuyo nombre era Maldhi, una muchachita de color de voz dulce y maneras delicadas. No es que fuera mucho, de vez en cuando. Cuando la sangre y la soledad hervían. Cayó allí por casualidad. Las veinte primeras veces tuvo que pagar por ella. Dejó buenas propinas. Y una noche se descubrió hablando junto a su mirada de largas pestañas. Hablando, de su ex mujer, de su divorcio, de un hijo que apenas conocía. Y que no llegaría a conocer. De una ilusión rara, de sus expectativas, de su carácter, de su oficio y de dos breves años tras los cuales el mundo entero se metió dentro de una botella de licor y él se convirtió en el dios de los Tragamundos. Maldhi sonreía y le acariciaba el pecho poblado de pelo rizado y gris. Le besaba las orejas. Y luego él y las noches, una tras otra, continuaron hablando de todos esos problemas en el Cuerpo y en el cuerpo, cuando te levantas, cuando te acuestas, cuando duermes y cuando velas. No paraba de hablar, Póney, el taciturno, el introvertido. Cuando eres incapaz de querer, cuando te odias. Y de ese individuo, sólo de ése, Bang, un gilipollas que no se callaba ni que lo estrangularas. ¡Menudo gilipollas, el gilipollas, le tenía que haber partido la boca, al gilipollas…! Y Maldhi lo escuchaba, con sus dos ojos redondos y negros vagando por la piel curtida de aquel hombre infantil que tenía una Walter del 38 colgada de la percha. A veces se reían, a veces se observaban en la penumbra y no podían bajar la mirada, enganchados en una décima de un instante más. Un amanecer Maldhi le puso el dedo índice sobre los labios, acomodó las pupilas delante de sus pupilas, muy cerca, lo miró largamente, y le besó en los labios despacio. Se amaron. Por primera vez, se amaron. La espalda gigantesca de Póney sobre la frágil silueta de aquella mujer apenas adolescente, brillando de sudor, oscura y radiante, unidos en un abismo compartido. Juntos. En una especie de felicidad inmensa.

Le hace una pregunta simple a Josephine:

—¿Ha llegado el pijo?

—En la sala de interrogatorios, Bang ha…

Póney avanza a lo largo del pasillo, devorando las paredes. Al fondo se escucha una exclamación vehemente:

—¡Me tienes que firmar los formularios! ¡Póney…!

Luego, Josephine, luego te los firmo. Evoluciona deslizándose por los intríngulis de la Comisaría Doce, la nuestra. Abre con su llave y entra en la sala de interrogatorios. Una mesa, una silla, unos folios, una grabadora, un bolígrafo. Se encuentra con un hombre joven, con traje de categoría, impecable. No parece nervioso. Ni siquiera parece incómodo, incluso posee un talante altivo. Es un chico de la Zona Norte, su papá no debe de tener motivos de preocupación teniendo los contactos que debe de tener. Mírale, qué peinadito, el mierda, qué bien nos va la vida siendo tan importantes, ni siquiera nos ponen las esposas, a nosotros, los exquisitos. Bang no está. Suele tomarse un café de máquina antes del interrogatorio. Aquí todo son costumbres, son más de cuarenta años. Lo más extravagante acaba siendo pura rutina. El tiempo apremia. Póney saca la petaca del bolsillo y consume su contenido a tragos, observándole. El joven arquea las cejas y vuelve la vista, se ajusta el nudo de la corbata. Sigue tragando líquido, mejor así, aquí estar borracho es agravante. Y lo que aquí va a pasar es muy grave. Y después que le den por culo a la existencia. Cada porción de alcohol que pasa por su garganta repercute en el silencio de la sala de interrogatorios. Sabe que los próximos veinte años se los va a digerir en la cárcel, al lado de toda esa basura que ha metido allí dentro. La petaca sale volando hacia la pared y rebota violentamente contra el suelo. El joven cruza los brazos a la altura de los hombros e inquiere a Póney con la mirada, orgulloso. Con el orgullo de los que creen que su vida vale tanto como sus propiedades.

Maldhi le contaba historias de elefantes y de tigres. De que tenía coletas y le tiraba piedras a los cocodrilos. Y quince hermanos chillando y trotando alrededor de un escarabajo como un puño de grande. De que el sol volvía naranja a la Tierra sobre las copas de los árboles. Nunca le habló del hambre, ni de la sed, ni del dolor. Ni de ninguno de los hombres que penetraban su vagina, su ano, su boca, ocho o diez veces por jornada. Ni del chulo que Póney evaporó un buen día con sólo hacer acto de presencia, sin tan siquiera enseñar la placa. Le hablaba de un río caudaloso y se acomodaba, pequeña, diminuta, sobre su pecho y le hacía reír. Porque eso era lo que más le gustaba, repercutir sobre sus anchas costillas como si estuviera trotando en el lomo de un caballo muy grande. Póney decidió que se acabaron ya las visitas de extraños. Que no iba a fallarse de nuevo. Que se lamentaba de haber tardado tanto en decidirse, en seguir ocultando lo que le desbordaba. Que le perdonara, que perdonara su miedo, un miedo más grande que él mismo. Que era la primera vez en su vida que podía decírselo a una mujer. Que podía decirlo. A nadie. Que la quería. Y que no volvería a equivocarse. No volvería a cometer un error que le pulverizase, literalmente, los sentimientos.. Nunca volvería a cometer un error que le convirtiera en el monstruo que aparentaba ser. Y que mañana la mudaba a su casa. Maldhi le dijo que estaba embarazada. Que el hijo era suyo porque desde hacía un año ya ninguno se lo hacía sin preservativo, sin excepciones, no más abortos. Estaba de un mes y medio, casi ni se le notaba, a aquella chiquilla.

No se toma la molestia de accionar la grabadora. Para qué. También sabe que no hay nadie al otro lado del espejo. Éste es un caso rutinario, una puta, y negra, y barata. Bastante ocupados andamos ya rellenando formularios. Bang debe de estar todavía removiendo el azúcar en el café, la noche ha sido larga para él. Hay que darse prisa, antes de que Bang regrese, y antes de que los de la Comisaría Norte trasciendan que el vástago tiene posibles, para enturbiar la cuestión y dificultar los méritos.

Avanza hacia el joven, que muestra sin pudor una actitud ofendida. La madre que lo trajo, qué huevos tiene, el mierdecilla. Póney intenta decir algo rotundo, pero concluye de inmediato que no van a ser sus palabras las que den explicaciones. Lo mira directamente a los ojos mientras se acerca. Sin dejar de mirarle, deja el arma sobre la mesa. El muchacho se siente oprimido, como buscando a alguien más. Cae en la cuenta de que está solo y tiembla.

—¡Oiga usted! ¡Usted no sabe quién soy yo…!

Póney le descarga una bofetada en la mejilla y lo estampa contra la pared. El chico tiene la cabeza abierta, le acaba de caer encima kilo y cuarto de mano y toda esa inercia frenada de golpe. Intenta incorporarse, se incorpora, Póney se lo permite, desea incluso que le golpee. De algún modo, pretende ser justo. Sueña con que Maldhi hubiera tenido una oportunidad. Que él pasara por allí y hubiera oído sus gritos, y se hubiera encontrado con este energúmeno empuñando la navaja, aún sin teñir de rojo, y él en el quicio de la puerta. No hubiera sacado la Walter. No le hubiera hecho falta. Pero los hubiera no tienen nada que ver con los hay. Lo malo de los superhéroes de carne y hueso es que nunca se hallan en el momento oportuno, por lo demás, pintan magníficos con sus colorines y sus maravillosas intenciones. Algunos ojalá duelen en el alma. El joven se levanta a trompicones. Se abalanza sobre Póney, va a decir algo. Recibe un gancho de abajo a arriba, un martillazo en la quijada que le secciona la lengua. Palpita una porción por el suelo. La cara se le inunda de sangre, le chorrea por la barbilla, gime, emite sonidos guturales, chillidos sordos. Se tapa la cara con las manos, se le empapan, a gatas se aproxima a la mesa, intenta coger el bolígrafo, las hojas se retuercen entre sus dedos. Póney lo levanta en vilo, le mira por última vez. No sonríe, ni llora. Llegar hasta aquí le ha costado la única lágrima que ha soltado en su vida. Le contempla, mira de frente esos ojos pidiendo clemencia, que no comprenden, le mira. Le mira. Lo estrella contra la pared como si fuera un muñeco de trapo, un alfeñique. Cae, no se mueve. Le ha roto la columna vertebral. En ese instante suena el chasquido de una llave y entra Bang. El golpe de la gruesa puerta, al cerrarse, coincide con su pasmo.

—¡Por Dios, Póney!

El interior de la cabeza del irlandés empieza a girar en un solo segundo incontrolable. La adrenalina y el alcohol le invaden la mente de una oleada, el cuerpo, la respiración, la vista, el movimiento. Se vuelve torpe. Busca sujetarse al aire.

—Por Dios. Póney…

—Yo… ¿Qué…?

Percibe que alguien acompaña a Bang. Vuelve a ver entre chispazos. Ve a un tipo, si existe esta expresión, nebulosamente, con camisa de flores bajo un abrigo amarillo limón. Bang se acerca con cautela al despojo que yace en el suelo, en una postura imposible, con las piernas resbalando por la pared. Le toma el pulso en el cuello. Baja la cabeza.

—Póney…

—¿Qué pasa, compañero?

Bang traga saliva. No sabe si pedir ayuda o quedarse. O salir corriendo. Desenfunda la pistola y apunta a Póney, dirigiendo sus ojos con evidencia hacia el arma que reposa encima de la mesa.

—¡Qué pasa, compañero!

El individuo del abrigo amarillo permanece impasible, prudentemente retirado en una esquina. Póney, debido a la tensión que le genera tener un cañón apuntándole a las narices, el cañón de su único amigo en este mundo, consigue focalizar la visión. Ve que el individuo es joven, apenas adolescente. Observa. Lleva las manos esposadas. A pesar de su desaliño, se adivina calidad en su peculiar atuendo, se le nota la categoría, aunque está sobrecogido.

—Póney. ¡Joder…! —Bang intenta asimilar la situación— …te acabas de cargar al abogado… se nos adelantó. Había un accidente. El tráfico…

Póney hunde la cabeza en el dosel de sus hombros. No. Se sienta en la silla, como si la realidad le pesara ciento cincuenta kilos dentro de su mente. Se mesa la mandíbula intensamente. No. Se vuelve. Los mira. El joven se atreve con una sonrisilla que le acerca el quicio del labio a la fosa nasal. Sí. Bang baja los ojos y suspira. A ver cómo arreglamos esto.

—¿Y tu café, Bang?

Se aprieta las sienes con sus enormes dedos. Parece una mole esculpida en mármol, inmóvil.

—¿Por qué no estabas tomándote tu puto café? Es la costumbre.

—Llamé por radio. Dejé dicho que llegábamos tarde. Escucha…

El joven del abrigo amarillo limón emite una risilla por lo bajo. Póney la acusa. Regresa de un sueño lejano, se levanta, se acerca despacio a Bang frotándose los párpados. Bang se asusta.

—Escucha… ¡Póney!

—¿Me vas a matar, compañero? Dispara. Ahora que puedes.

—No puedes hacerlo.

Póney sigue acercándose, ya no se frota los párpados.

—¡En cuarenta años, en cuarenta años, no he visto al semejante cabronazo que ahora aparentas ser! ¡No te acerques más! ¿Me vas a negociar un tiro a estas alturas? ¡Escúchame!

El cañón del arma de Bang se oprime contra el pecho de Póney. Se miran, una línea invisible de tensión eléctrica recorre la breve distancia entre sus ojos, perciben su aliento denso y desagradable, agrio, un mejunje de alcohol, tabaco y café. De súbito, Bang recibe un intenso golpe en la boca del estómago. Se dobla, retorciéndose de dolor, su dedo índice se contiene con un poderoso esfuerzo para no accionar el gatillo. Amartilla el percutor.

—¡Póney!

La rodilla de Póney se le incrusta en el esternón, cae al suelo aturdido, aún sosteniendo el arma a duras penas, intentando introducir penosamente algo de oxígeno en los pulmones. El joven del abrigo amarillo se divierte con la escena. De pronto suena un disparo.

—Póney…

Le contempla en el ámbito de la mesa, con la pistola humeante. Bang descubre un agujero sangrante en su muslo izquierdo. Se queda perplejo. El jovencito ya no oculta una franca risotada, oscilando hacia atrás y hacia delante. ¡Cuando le cuente yo esto a mis amigos!

—¿Qué haces? ¿Qué estás haciendo, compañero? ¡Qué coño te está pasando!

El gatillo de su pistola se halla a la mitad de su recorrido, le falta una décima de milímetro para meterle una bala a Póney en el vientre. Quizá con eso no baste. Quizá haga falta el cargador entero. Póney se acerca, se arrodilla a su lado y le pone una zarpa en el hombro. A Bang no le caben los ojos en las órbitas, acosado por la inmensa herida que siente y el dolor en la pierna y la sangre que se le escapa y su dedo índice, que todavía se resiste a una décima de milímetro.

—Te estoy salvando, compañero. Tienes familia. Que un juez no pueda probar que tienes algo que ver con esto…

—¡Es que no tengo nada que ver con esto!

—…o por si acaso el padre, o un hermano, del pobre imbécil que he matado se vuelven como yo, que no piensen que pudiste evitarlo y decidan darte un escarmiento para saciar su rabia. Qué putada. Qué putada más tonta les acabo de regalar. Yo te mataría.

—¿Lo puedo evitar, Póney? ¡Coño! ¿Lo puedo evitar?

Se miran. Cien relojes pasan por sus mentes.

—Tienes una pistola en la mano. Úsala.

Póney espera. Se incorpora, mira al chico importante, la risa se le atraganta en la nuca. Se dirige a él, que oscila como una polilla contra la pared. Grita, chilla. Gime, se paraliza. ¿Cuánto vale la sangre de la puta negra? Hazme una oferta razonable. ¿Habrá que vender la mansión de tu papá, a ver si llega? ¿Acaso no pensaste en la acogedora y elegante mansión de tu papá mientras desguazabas a la mierda de la negra a puñaladas, excitadísimo? Las drogas son muy malas, las drogas. No podías saber que estaba embarazada, es justo, tendremos que añadir un buen coche. ¿Cómo puedes ser tan cruel con tu papá? Póney le toma la cabeza con ambas manos, como cerrojos de carne. Le posa los anchos pulgares sobre la cuenca de los ojos. Póney sonríe.

—¿Sabes, Bang? Sigo siendo una buena persona, lo que pasa es que si a una buena persona le quitas el día siguiente, el único día siguiente que le quedaba después de todos sus años, puede llegar a convertirse en un monstruo.

Bang se retuerce, pretende hablar, escupe y el gargajo espeso le cae en su propio pecho. El rodillazo le ha reventado algo por dentro.

—Un último favor. No me dejes cinco lustros entre cuatro tapias, compañero. No me importaba, pero es que ahora me siento culpable. Menuda estupidez. Qué pena no ser un hijoputa como éste, no poder permanecer impune ante uno mismo… Me lo debes. Hace cuarenta años que podrías estar decapitado.

Se miran sin un solo gesto.

—Que sepas que te aprecio, gilipollas.

En ese momento Bang gira la vista hacia otro lado y escucha un sonido gelatinoso y un grito desgarrado, un crujido y un silencio. Por los pasillos, a pesar de las cualidades de la insonorización, el ruido del cañonazo de Póney ya hizo su efecto, añadiendo este último aullido a la urgencia. Se oyen carreras veloces, inmediatamente la llave de la puerta restalla. Suena un disparo seco. Dos, tres, cuatro, cinco, seis.

…Cosas hemos visto, compañero, cosas hemos visto.

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En el continente sin fronteras…

por Relato ganadorRelato Bluetal

…que se había desterrado a sí mismo del resto del planeta y de toda la historia civilizada, nuestras dos mentes corrieron y volaron sin ataduras. Con esa misma sensación de vida, de plenitud, de despertar, quiero dejar constancia de las huellas y recuerdos que han marcado mi tiempo antes de darme muerte. Esto será mi epitafio sin lápida, mi carta de despedida sin destinatario, mi nota de suicidio que solamente podrá ser desentrañada por algún arqueólogo curioso del futuro. Mi último recuerdo será para Ben.

Las ideas que quiero estampar pueden reflejar una profunda melancolía por aquellos tiempos que no he vivido, pero mi nostalgia enfermiza no es una obsesión encadenada al pasado, es una afirmación de una revolución que hemos abandonado perdida en el tiempo. Hace quinientos sesenta y cuatro años la sociedad más avanzada de Europa decapitó a su obsoleto gobernante en la antigua Francia. Hace doscientos treinta y siete años el mundo llegaba a su cénit de progreso tecnológico antes de iniciar su vertiginoso declive y diezmar en dos generaciones lo construido en siglos de tranquila evolución. Hace setecientos quince años un pionero de la astronomía moría ajusticiado por los acomplejados enemigos del progreso. Hace ciento cincuenta y cuatro años se implantó con éxito la invención más célebre de la Historia, el Sistema Neural Witte-Decleir de Bioinmunidad Orgánica. Estoy convencida de que ese día marca el inicio de la rendición de la humanidad. Aunque lo parezca, no es una paradoja esta afirmación. Gracias al doctor Nathan Witte-Decleir se eliminó de un plumazo el riesgo de exterminio de nuestra especie pero nosotros lo adoptamos demasiado cómodamente como la solución definitiva. Quizá sin saberlo condenaron el futuro, esclavizaron las mentes de nuestras generaciones. Nuestros textos históricos han acuñado el impreciso término de «Guerras por las nanoenergías» para denominar los conflictos armados que arrasaron la atmósfera y los ecosistemas de la mayoría de los países civilizados hace dos siglos. Sus consecuencias fueron el deterioro del aire respirable, el descenso en picado de la expectativa de vida humana, la extinción casi absoluta de la vida animal. El doctor Witte-Decleir quiso salvar la vida humana pero su legado nos ha entregado la sociedad que tenemos ahora: inconscientemente feliz, absurdamente competitiva, ignorante de que se dirige con una sonrisa hacia su lento exterminio.

Los textos nacidos de imprenta se empiezan a publicar hace nueve siglos. Yo leo mi primer libro en papel con veinte años, después de que hayan pasado fugazmente por mi cerebro la cifra exacta de noventa y ocho mil quinientos sesenta textos de siete mil novecientos cincuenta y siete autores diferentes. No quiero saber cuántos textos, letras, números, marcas sonoras, imágenes postdimensionales o experiencias sensoriales tengo retenidas en mi cabeza; pero lo sé con exactitud porque lo hace por mí el sistema Witte-Decleir. Mi espíritu quiere vivir con una pequeña porción de incertidumbre pero no lo podemos evitar, este implante nos ha sido insertado de forma obligatoria por nuestros gobiernos a partir del octavo día en que nacemos. Una red de biofilamentos que parten desde nuestra corteza cerebral, se desarrollan autónomamente en el cráneo y se expanden para ocupar y monitorizar nuestros vulnerables sistemas circulatorio y pulmonar. Desde siempre, popularmente se ha conocido al implante con el ocurrente nombre de los circuitos.

Los circuitos piensan por nosotros. O, más exactamente, nos evitan la molestia de tener que pensar. Nuestros pulmones y corazón prácticamente no podrían funcionar sin ellos y su red neuronal de proceso y de memoria digital es inagotable. Todas las personas tenemos un conocimiento exacto de cada dato que se haya podido registrar en el mundo. Nombres, fechas, opiniones, medidas, cifras, cálculos. Incluso nuestras experiencias tienen sus imágenes y sonidos grabados a los que podemos acceder cuando queramos. No recordamos, simplemente descolgamos de la pared el cuadro del momento que hemos vivido y nos ponemos a observar. Pocos estarán de acuerdo, pero para mí el descubrir cómo se han intervenido nuestras vidas ha sido un trauma abrumador. Pero nuestra sociedad es feliz. El ser humano de mi tiempo domina sin mérito cualquier disciplina del conocimiento, es el imbatible campeón de la historia en la carrera científica. Nuestros gobiernos ocultan la cara menos amable de esta grotesca competitividad. Los circuitos aceleran nuestro impulso de superación y en una lucha en la que somos prácticamente iguales, el perdedor se frustra y se rinde fracasado. El último año aumentaron un veintisiete por ciento los suicidios en mi ciudad. Con veintidós años yo quise quitarme la vida sólo porque mi mente calculaba y ordenaba de forma obsesiva cada segundo del día. Nunca me había despertado en una hora que no fuese diferente de las siete y treinta y cuatro de la mañana. Hasta que conocí a mis antiguos aliados.

Mis viejos amigos me enseñaron a olvidar, a derribar ese almacén artificial y a buscar en ese fondo invisible de la memoria donde la mente tiene que esforzarse y preguntarse el porqué de todo lo que sucede. Éramos los noctámbulos, los vagabundos. Probábamos a intentar engañar a los circuitos. Con sustancias que oscurecían los sentidos y dejaban un gusto amargo en la lengua. Con hipnosis y técnicas de control del sueño. Con duros ejercicios de meditación. ¿Para qué? Para cambiar el paisaje, para diferenciarnos de una humanidad que había sobrevivido a su Apocalipsis pero que confundía la rebeldía con un cambio de peinado. Hace ciento ochenta y dos años los principales gobiernos del mundo firmaron la Gran Paz en un pacto desesperado para salvar a la humanidad. Desaparecieron las guerras para siempre pero vergonzosamente no se persiguieron a las omnicorporaciones responsables de aquellos desastres energéticos; ellas mismas gestionaron la reconstrucción de nuestras sociedades.

Con mis viejos aliados escuché música de piano tocada por mis propios dedos. No la escuchaba, la sentía. Buscábamos como exploradores antiguos libros aunque su papel estuviese prácticamente consumido. Me estremecí leyendo Los versos malditos de Leonard Koulsen aunque esta terrorífica novela estuviese en mis circuitos desde la infancia. Vimos infinitas veces la única copia que existe de una película muda. Queríamos crear y destruir a la vez. Con ellos viajé a África. Donde tú naciste, mi pequeño Ben.

Decidimos dar un paso más en nuestra evolución personal con la catarsis definitiva. Purgaríamos nuestra mente en la tierra que había olvidado el nombre de los países que la limitaban, que había sido abandonada hacía siglos en guerras mucho más primitivas y viscerales que las que asolaron nuestra civilización. África no tiene comercio, ni diplomacia, ni comunicaciones. No tenía la financiación ni la tecnología para implicarse en las guerras por las nanoenergías. Su nivel de progreso no iguala al de la sociedad feudal más avanzada que haya existido. No ha implantado los circuitos. La expectativa de vida en los poblados africanos que conocimos estaba por debajo de los treinta y siete años. La nuestra ronda los sesenta y dos años, pero el futuro será de ellos. No se rindieron, no eligieron una solución de paso a la hecatombe atmosférica, no consumieron su entorno, no lucharon por unas fuentes de energía que nunca mejoraron nuestras vidas. Simplemente han resistido. Su genética se reforzará en cada generación y su entorno natural está sanando. He llegado a creer que los circuitos nos dan una falsa sensación de curación y que estancarán la adaptación de nuestros descendientes al entorno, segundo a segundo la contaminación consumirá nuestro tiempo de vida. Por eso me convencí de engendrar un bebé. Tuve sexo con tres jóvenes africanos durante nuestros viajes y soporté incluso que dos de ellos me trataran con cierta brutalidad. La decisión que tomé no la compartieron mis compañeros. No querían implicarse en un nacimiento arriesgado, en una posible muerte prematura de un ser indefenso con pocas probabilidades de sobrevivir. Pero para mí no era suficiente compartir con ellos sesiones de meditación en el desierto, explorar paisajes en los que contemplar y acariciar los últimos animales vivos del mundo, despertarse espontáneamente con la luz de la mañana, conversar y discutir con la mente despejada. Yo quería transmitir y vivir todas estas enseñanzas con un ser al que podría educar sin los obstáculos de los circuitos. Mis amigos volverían a la seguridad de la sociedad con la aparente ilusión de haber cambiado su percepción de la vida.

Afronté sola, con tu vida palpitando en mi vientre, casi todo el duro embarazo. Nos ayudaron los masáis con sus enseñanzas primitivas y milenarias. Una tosca choza fue el refugio en que protegimos tu interminable parto. La pureza del sacrificio y el dolor de tu nacimiento, Ben, está a horizontes de cualquier experiencia que haya vivido. En la civilización nunca hubiese podido sentir contigo lo que empezamos a compartir a partir de aquel instante. Te he sostenido vivo en mis brazos desde el primer día sin tener que entregarte a un laboratorio. Pude verte sonreír durmiendo, seguramente teniendo los sueños que los circuitos de mi cerebro me impiden. Mis pechos no han podido alimentarte pero sí has podido digerir comida cocinada con carne de un animal sacrificado. Hemos recorrido a caballo antiguos países en ruinas. Sonreía cuando olvidaba el capítulo por el que iba leyendo un libro si no había marcado la página. Te enseñé sabiduría transmitiéndotela sólo con mi voz o con mis manos. Nos valimos por nosotros mismos igual que el naufrago del primer libro que te enseñé a leer. Apostamos a doble o nada en salvajes peleas a muerte. Enterramos juntos a tu amigo Khaleb que no sobrevivió al veneno de la picadura de un escorpión. Iba llenando tu vida a la vez que percibía que tu salud se iba marchitando. Tu constitución, hijo mío, se deterioraba a pesar de las mejores condiciones del clima africano, la atmósfera tóxica jamás nos iba a dar tregua en ningún lugar. Lo detestaba, pero si quería una mínima posibilidad para tu supervivencia, Ben, tenía que llevarte a mi casa.

De forma clandestina, como si fueses un elemento amenazante para la sociedad que íbamos a atravesar, cruzamos las fronteras hacia mi antigua vida. Pedí ayuda a mis antiguos aliados pero estaban estancados explorando nuevas sensaciones. Su realidad se había distorsionado completamente: ignoraban los circuitos pero anulaban sus mentes con viejas sustancias más esclavizantes. Las soluciones y terapias alternativas no iban a surtir efecto. Tenía que entregarte a los científicos. Incluso sabiendo que ellos no te salvarían. Podíamos haber consumido el resto de la vida que nos quedaba juntos, aislados y sin interferencias. Pero mis actos y las decisiones que tomé sobre ti, Ben, debían tener sus consecuencias. Y voluntariamente creo que quería afrontar esos remordimientos, pagar quizá por mi egoísmo al traerte a un mundo con pocas esperanzas. O quizá quería cargarme de razón y demostrar a todos que yo no era la que me equivocaba. No implantar el sistema Witte-Decleir en un recién nacido es uno de los peores crímenes que contemplan nuestras leyes. Por eso pagué como penitencia el juicio que me señaló como asesina. No me sentí con fuerzas para defenderme, sólo quería castigarme por tu sufrimiento. Los médicos no pudieron implantar los circuitos en un niño con diez años. En mi clausura imaginaba y sufría contigo tu enfermedad. Cuando en tus últimos días dejaste de comer, sentía que el invisible cordón umbilical que nos unía tiraba de mí para alimentarte. Sólo pedí tenerte en mis brazos en tu último suspiro. Te susurré «adiós, mi pequeño capitán» y te sostuve entre lágrimas toda la noche.

No ha pasado ni un mes desde la despedida de mi pequeño Ben y estoy decidida a cumplir mi destino. Mi celda es la cárcel para mi cuerpo, y sin ti, mi pequeño, los circuitos vuelven a ser la prisión para mi cerebro. No puedo mantener la disciplina de concentración. Los sueños de lo que he vivido se mezclan confusamente con los recuerdos que tiene grabados mi cerebro. Ya no puedo distinguir lo que he sentido viviendo y lo que tiene estampada mi mente. Quiero liberarme de todas las cargas, quiero eliminar las ruinas en que se ha convertido mi conciencia. Antiguamente había un cierto ritual, una especie de ceremonia en el suicidio. Se dejaban varias notas para familiares y otra para un hombre de leyes, se redactaba un testamento. Se escogía con cuidado el arma más segura. Los hombres se ahorcaban dramáticamente en un lugar público, dormían el último sueño en la intimidad de su cama o atravesaban con una espada su torso para limpiar su honor. Mis antiguos aliados me han conseguido una sustancia somnífera que acabará con mi vida. Quizá en los últimos momentos mi mente pueda soñar con mi hijo. Desearía tener papel para enterrar estas ideas junto a mí pero, paradójicamente, mis circuitos serán el albacea de estos últimos pensamientos. Mi cráneo será un fósil de recuerdos. Los futuros arqueólogos descubrirán que nuestros cementerios son inmensas bibliotecas de calaveras enredadas en extraños circuitos, que cada ataúd será un libro diferente conteniendo la percepción de nuestro mundo de cada hombre que ha pisado la tierra. Espero que en el futuro se honre a Ben como el símbolo de un efímero acto de revolución en una sociedad conformista.

Faltan treinta y tres minutos para la medianoche. Hago mis últimos ejercicios de concentración mental. Dentro de tres horas habré fallecido. Para entonces quiero olvidarlo todo para la posteridad. En mi mente solamente quedarán esta carta, las silenciosas noches en el desierto y la sonrisa juguetona de Ben.

Charlotte Kazuma

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