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Este lado del espejo

por Relato finalista

¿Por qué el espejo ejercía esa fascinación sobre él? Por la magia de la duplicación de las imágenes, por la pureza del azogue tras el cristal, por ser una placa bruñida e igual de oro, plata, bronce, estaño a través de egipcios, griegos, etruscos y romanos, o por la sugerente coincidencia del  cristal de roca y el plomo mil doscientos años antes de Cristo, por el vidrio y el acero del siglo XIV, por ser hijo del frotamiento entre dos superficies duras separadas y unidas a la vez por un polvo cada vez más sutil, por la alquimia a la que se somete al mercurio, por la evaporación al vacío, por las dos hojas que son el ángulo de incidencia y el de reflexión sobre su normal, por el cambio de dirección de las ondas luminosas que no alteran la frecuencia de sus radiaciones monocromáticas, por los desfiles de deformaciones al converger la luz en su concavidad, al divergir en su convexidad, por poder contener cualquier profundidad en su superficie, por el viaje de Alicia, por ser el multiplicador de un mundo impuro y de sus hombres para los heresiarcas de Uqbar, por ser la acusación del paso del tiempo, un misterio infantil, el infinito cuando dos se enfrentan.

Pero tras ello, el oscuro gemelo de la fascinación: el miedo. No logra desprenderse de esa inquietante sensación, tan real como un aliento en la nuca, de que desde el otro lado algo lo observa.

Mira a su mujer tumbada sobre el sofá, dormida, con las señales de haber estado llorando. Se concentra en la curva que traza su costado: desciende suavemente con la piedad del sueño sin sueños. Cuando ese movimiento se detiene, en el punto más bajo, los pulmones sin aire, él mismo contiene la respiración. Un latido, casi dos, en ese limbo en el que siempre que se para a pensar se pregunta qué pasaría si no se reanudara el movimiento ascendente, si esa exhalación fuese la última, si el momento infinitesimal que media entre la vida y la muerte ocurriera justo ahora.

Y la oscuridad parece adensarse, la luz difusa de la ciudad que entra por el balcón impotente frente a la vastedad de aquella.

Y espera, y el intervalo entre los dos latidos parece dilatarse. Y entonces ese pecho vuelve a hincharse, los pulmones vuelven a expandirse y ella sigue a su lado, y la vida cotidiana se renueva y hasta el siguiente asalto de conciencia él mismo vuelve a respirar.

Y si después de no haber sufrido esa pérdida imaginaria se siente invadido por esa sensación de calidez que se proyecta hacia ese cuerpo anciano, gastado como el suyo, ese ser junto al que ha pasado más de la mitad de su vida, si es tan patente el agradecimiento que le debe, ¿por qué la ha golpeado hace apenas una hora? 

Intenta hacer memoria, recuperar los motivos de la ira que lo empujó a alzar la mano contra ella. Pero como tantas veces, es como si su vida no fuera un relato continuo, sino cuadros inconexos en los que parece despertar a la realidad entre dos bancos de niebla. ¿Demencia senil? ¿Alzheimer? La sangre parece abandonarlo como si fuera a desvanecerse. Sacude la cabeza, intentando apartar esa idea. Pero la duda sigue royéndolo, y el miedo es un pedazo de negrura en el pecho. Recuerda haberse cernido sobre su mujer, haberle apartado los brazos para abofetearla, pero no logra recordar por qué lo ha hecho.

Se sienta a su lado, pasa la mano delicadamente por su pelo canoso. Querría pedirle perdón, pero no quiere despertarla. Alza la vista, y en la penumbra su mirada se cruza con la de su reflejo, ese yo zurdo que desde siempre le ha dado miedo. O eso es lo que cree, porque apenas conserva recuerdos de su infancia.

No soporta el brillo de esos ojos, su aparente incapacidad para parpadear. Aparta la mirada hacia el balcón, hacia la ciudad en sombra, hacia ese pedazo de realidad anónima. Y el otro lo imita; vagamente percibe su forma girada. Y aunque no tiene manera de comprobarlo, sabe que el otro es tan consciente de su gemelo inverso como él mismo. Se pregunta si se estará volviendo loco, se queda paralizado cuando se pregunta si ha sido su voluntad la que le ha hecho girar la cabeza o si el espejo, de alguna manera, es quien ha tomado la decisión de torcer su cuello. ¿Cómo sabe un hombre cuándo ha sido libre? Sacude la cabeza, asqueado. Quizá sólo es que necesita una explicación para lo injustificable, un bálsamo cualquiera para la culpa.

Entonces ella despierta, y siente como las palabras ascienden desde lo más profundo de su garganta, no, por favor, no despiertes, pero algo parece atenazarle los labios y todo queda en una muda súplica.

La ve incorporarse en medio del chasquido de articulaciones. Su mujer no enciende la luz, tal vez temerosa de cometer algún nuevo error incomprensible, tal vez porque ya no siente deseo de ver su rostro. Vacila un poco antes de cruzar delante de él, cuidadosa de que sus rodillas no se rocen. Y alcanza el hueco del pasillo y desaparece. Momentos después ese mismo hueco se ilumina parcialmente con la luz del baño.

No puede oírlo, porque es sordo, pero imagina que el agua corre y que ella intenta lavarse la cara. Y luego volverá para desearle las buenas noches, para besarlo fugazmente en la frente, aunque no lo merezca.

Y piensa en que de alguna manera debe romper la maldición, la inercia en la que se han visto atrapados y que ha abierto esa brecha entre ellos. Y piensa que sólo necesita un gesto. Levanta la mano, que casi le parece de plomo, la sostiene frente a su propia cara como en un simulacro de caricia. Sólo eso, sólo rozarle suavemente la mejilla, pasarle los dedos despacio por el pelo, el contacto de la piel contra la piel que pueda suturar esa distancia, librarla del miedo, transmitirle que no quiere ser el hombre que la maltrata, que la quiere, jurar con los dedos que no volverá a golpearla. Respira profundamente, cierra los ojos, una sonrisa se insinúa en sus comisuras.

Y entonces siente, sin lugar a dudas, que es el otro quien baja la mirada y lo obliga a seguirlo. Y mira la mesa. Y le arranca la sonrisa de la cara.

Un pañuelo de papel, húmedo de mucosidad y lágrimas, arrugado.

No quiere, pero horrorizado asiste al movimiento de su cuerpo, enajenado, que aprieta los puños hasta que los nudillos empalidecen. ¿Es que no puede tirarlos una vez que los ha usado? ¿Tengo que tropezarme en cada mesa, en cada puto cuarto, con su mierda? Y la furia que empapa las preguntas lo horroriza.

Ella aparece en el espejo, cabizbaja. ¡No, vete! No vengas a besarme. Quiere alertarla, pero su cuerpo no lo obedece. Se mantiene inmóvil. Mira al reflejo mientras su mujer se acerca. Ésta no ve las señales de la futura agresión: los brazos y el cuello rígidos, paralizados por la acumulación de violencia; la mandíbula marcada, ahogando las palabras y la razón; y, sobre todo, los ojos, el brillo de esos ojos oscuros que ahora le parecen dos pozos que se tragan su compasión como a una perla un pantano. No puede creer que ese sea él.

Los labios de su mujer, cálidos, se posan sobre su frente, que cree notar fría y correosa.

Y su terror es más de lo que puede comprender, cuando el espejo, porque no puede explicarlo de otra manera, lo hace ponerse en pie.

Tiene que ser el purgatorio, no hay otra explicación. Está condenado a ver su pecado una y otra vez, a tenerlo constantemente presente. De ahí la pesadilla que se repite, sin darle tregua, envenenándolo, tiñendo y haciendo que olvide todo lo que es bueno en él.

Sostiene a su mujer del brazo y la zarandea, su otra mano deletrea frenéticamente odio en el aire, demasiado rápido para que ella pueda comprender la recriminación, demasiado absurdo para que de verdad importe que lo sepa.

Con un inmenso esfuerzo de voluntad, apretando los dientes, parece quebrar un segundo la dominación: entreabre los dedos lo suficiente como para que su mujer se libere de su presa. Y ella alza la mano, instintivamente.

Su mirada en el espejo es la de un enajenado. Mira la mano de su mujer y luego clava la vista en ella, y la hace palidecer y bajar esa misma mano despacio, titubeante. El movimiento de sus labios es el balbuceo de una disculpa que no puede oír.

La golpea en la nariz y seguidamente en la mejilla. Ella intenta apartarse pero tropieza con la mesa y cae al suelo. No, no, no… Le pisa las piernas, le da patadas en el vientre. Ella se arrastra. La sigue. Coge un posalibros de mármol de la estantería. Y lo alza sobre su cabeza y encima de ella.

Lucha desesperadamente contra la maldición, y por un momento cree sentir como si algo se rompiera en su interior, como si una soga se partiera. Intenta arrojar el posalibros contra el espejo maldito, pero el otro se lo impide, lucha por conservar su existencia parasitaria, por seguir arrastrándolo. Comienza a sudar, enseña los dientes al reflejo y con un grito mudo logra abrir la mano para dejar caer el pedazo de mármol, que lo golpea en el hombro; y siente la respuesta dual, la rabia de la bestia por el dolor, la liberación que ese mismo dolor significa para él.

Luchan, o lucha, porque ya no sabe si el otro no es más que una faceta de él proyectada sobre ese rectángulo de vidrio. Pero no le importa, porque sólo quiere cortar su violencia, acallar la culpa.

Salvarla.

Su mujer alza la vista. Y la voz en su cabeza grita a esa estúpida vieja imbécil, e intenta abalanzarse sobre ella. Pero él ve la belleza que sigue residiendo en esos ojos marrones, en esa cabeza cana. Y como cuando la vuelve a ver respirar, se siente agradecido y en paz. Y desea que bajo la violencia de sus ojos ella pueda percibir el residuo de quien habría querido ser, y la despedida implícita.

Corre hacia el balcón, y en su cabeza sólo queda el grito del otro, el chillido del pánico.

Abre los batientes y antes de volver a perder el control, se deja caer sobre la barandilla.

Y en cuanto comienza a caer, lo comprende. Comprende que el otro no era una imagen malvada que lo estuviera poseyendo. Y comprende quién era él mismo, lo comprende en el momento en el que en su caída deja atrás la leve mancha de color de los edificios que podía ver a través de la ventana, y sólo queda a su alrededor el blanco interminable de la nada.

Porque de lo de más allá nunca ha habido reflejo.

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Una luz tan pura

por Relato finalista

Estela sostenía la hoja de papel con ambas manos. Miraba el dibujo con los ojos entrecerrados y se mordía el labio inferior, no del todo satisfecha: el sol que había dibujado era de color naranja, porque en la escuela no quedaban ceras amarillas. No obstante, su intuición le decía que tampoco era ese el color que hubiera querido elegir, aunque no se le ocurriera ninguna alternativa: era demasiado pequeña, su mundo demasiado limitado. De no haber sido así, quizá habría podido pensar en que era el color del pan de oro bruñido con un ágata el que habría querido emplear para el disco que flotaba sobre la gran figura central, el hombre de blanco que extendía las manos, benevolente, infinitamente comprensivo. Sí, era oro el color que ella querría haber utilizado, un color que aunque desconocía se acercaba bastante a lo que imaginaba que ocurriría pronto, según lo que contaba su padre. Se representaba la futura apoteosis del mundo como un fulgor áureo extendiéndose como los círculos concéntricos que aparecían cuando dejaba caer una piedrecita en los bidones de combustible en los que almacenaban el agua.

Alzó la mirada, dirigiéndola a Sara, su hermana mayor, quien apoyaba suavemente la mano derecha sobre su hombro. «No veo», le deletreó con los dedos. Su hermana sonrió y la cogió en brazos.

Por encima de las decenas de cabezas, en pie sobre una tarima levantada en el centro de la plaza, una figura de blanco gesticulaba dirigiéndose a la congregación. En el perfecto silencio en el que vivía Estela jamás había oído la voz de su padre. Pero podía leer sus labios: «luz», «brillantez», «fulgor». Aunque eran conceptos tan abstractos que no lograba comprender plenamente su significado, producían en su interior una sensación de calidez. A su alrededor, sus hermanos y hermanas no apartaban los ojos de él: asentían, y sus caras mostraban ocasionalmente las arrugas de la preocupación, la distensión de la humildad, la sonrisa de la esperanza.

De repente las cabezas se giraron, y su padre calló. Sara también se giró, y Estela notó que la abrazaba con un poco más de fuerza, que su corazón latía un poco más rápidamente.

Tres de sus hermanos arrastraban a un hombre. Era un hombre mayor, con el pelo salpicado de canas como su padre; Estela pensó que ninguno de sus hermanos era tan viejo.

Al verlo, su padre bajó de la tarima y la congregación se separó, abriéndole un camino. Acuclillado, intercambió unas palabras con el extraño, pero éste parecía demasiado aturdido para responder. Entonces se giró, dijo algo a la multitud, y se encaminó hacia una de las calles, seguido de sus hijos y del extraño.

Estela miró su dibujo. Se sintió un poco triste, porque querría habérselo dado a su padre.

***

Lim Ikjoong, director ejecutivo de la Lockheed Martin-Hynix New Horizons, terminó de revisar el estado de las comunicaciones entre las sedes de Bethesda y de Icheon. Recibió en su tableta el informe actualizado que los equipos de ingenieros le enviaban cada doce minutos, el tiempo que duraba un ciclo automático de mantenimiento. Satisfecho, se dirigió a la sala donde las autoridades lo esperaban.

***

James caminaba por aquel extraño pueblo. Las calles eran muy estrechas y no estaban pavimentadas, por lo que bajo sus pies crujía la capa de arena que el viento había ido empujando desde las dunas de los médanos de Samalayuca. Todos los edificios parecían prefabricados, y los materiales y calidades variaban como si fuera el muestrario de una constructora: madera, ladrillo, hormigón, acero y cristal se sucedían sin un plan aparente. Algunas de las casas tenían ventanas, otras no. Y en ninguna la puerta estaba cerrada.

Apenas había transcurrido una hora desde que entrara en el pueblo tras su caminata por el desierto. Había dejado su coche cinco kilómetros atrás, y después había tenido que orientarse con una brújula antigua: en aquella zona el GPS no funcionaba, un bloqueo intencionado. Y así, había llegado a aquel pueblo fantasma artificial.

Había entrado en algunas de las casas. La mayoría estaban vacías, pero otras contenían terrarios con diversas especies de insectos, cubetas que parecían cultivos bacterianos, esferas de ecosistemas autosostenibles, jaulas con reptiles o pequeños mamíferos. ¿Qué coño?, pensó. Sin detenerse demasiado, siguió adentrándose por aquellas calles concéntricas.

Cuanto más se acercaba al centro, más indicios descubría de sus habitantes. Habían logrado con éxito ocultarse de los equipos de seguridad de la transnacional que había adquirido aquella región del desierto de Chiguagua en 2078. Él no lo sabía, pero aquello se debía a que ningún equipo de intervención se había desplazado hasta allí: no consideraban la posibilidad de que nadie quisiera recorrer el desierto para llegar a ninguna parte. Si algún agente de seguridad hubiera avanzado hasta donde se encontraba él, podría haber descubierto algún resto de basura, los pequeños montículos de piedras que los niños habían apilado quizá como parte de sus juegos. Y quizá, como él, habrían llegado a oír la voz.

Avanzó guiándose por el oído, porque la geometría excesivamente regular de las urbanizaciones rápidamente lo desorientó. Sin duda oía una voz, rodeada del rumor acallado que nace de una multitud expectante.

Poco después las palabras le llegaron claras. Con cuidado, se acercó a la esquina de una calle que desembocaba en la plaza central. Allí, sobre una tarima, aquel supuesto mesías humillaba y culpabilizaba a sus seguidores por el mero hecho de ser humanos. Y prometía, como todos, un futuro más brillante.

James comenzó a buscar a su hermana entre la multitud de caras. Tan concentrado estaba que no oyó los pasos de los hombres que se le acercaron por la espalda, aunque sí notó un zumbido de aire desplazado antes del golpe en la nuca.

***

Se pasó la lengua por los labios resecos, tragando saliva sólo para notar la aspereza en la garganta. El cóctel de drogas —morfina para el dolor, cocaína para la inspiración— parecía una yema de mercurio que se tambaleara en su cráneo y ejecutara arpegios inarmónicos sobre su sistema nervioso. Un intenso dolor de cabeza le taladraba justo entre los ojos, y el sol, inclemente, caía sobre él, reflejándose en su chilaba blanca y convirtiéndolo así en el avatar de un ser solar. Un ser solar, pensó amargamente, que sudaba y apretaba los dientes intentando seguir su propio discurso entre las llamaradas de dolor que le latían en las articulaciones.

—Somos pequeños autómatas de barro sometidos a las fuerzas que nos rodean. Y no puedo explicaros por qué es así —apretó los dientes todavía más fuerte—. Pero sí puedo deciros que hoy es el día en el que la luz llegará, una luz que se extenderá encima y alrededor y a través de nosotros, una luz tan pura que abrasará cada átomo de arcilla y que hará que de nosotros surja lo que no puede arder. Y brillaremos, nos volveremos seres luminosos, en un fulgor que quemará hasta el transcurso del tiempo…

Vio las caras expectantes de sus hijos, la fe en aquel renacimiento numinoso que les prometía. Casi podía sentir su fervor tan claramente como veía rielar el aire sobre las baldosas del extremo de la plaza.

Justo en ese momento, como si los hubiera invocado, vio salir cuatro figuras de una de las estrechas calles: tres de sus hijos arrastraban a otro hombre, un desconocido.

Bajó de la tarima, y la multitud se abrió como el Mar Rojo ante Moisés sin que tuviera que hacer el más mínimo gesto.

Al acuclillarse frente a aquel hombre notó el olor del sudor mezclado con el polvo del desierto, el aroma de cobre de la sangre que trazaba un fino hilo por detrás de su oreja y se escurría por su cuello hasta mancharle la camiseta. Y bajo todo ello, ese olor como rancio de la piel ajada, ese tenue hedor que depositan los años: ese olor a viejo lo compartía con él, y con nadie más en aquel pueblo ficticio.

—¿Y tú quién eres? —dijo mientras que con los ojos cerrados se apretaba el puente de la nariz con el dedo medio y el pulgar.

El hombre luchó por fijar su vista, sin éxito. El Padre suspiró.

—Esta tarde, a las cinco, quiero veros aquí a todos de nuevo: ¡compartiremos el ascenso! —gritó para la multitud; sin hacer caso del clamor de la respuesta, se dirigió al pequeño grupo—. Vamos a la pajarería.

Comenzó a andar, sin esperar siquiera a que sus hijos asintieran.

***

El Padre pidió a sus hijos que volvieran a atender sus obligaciones. Escuchó sus pasos alejarse por las calles arenosas. Luego se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared, bajo las jaulas de los pájaros. Eran pájaros pequeños, periquitos, jilgueros y canarios sobre todo, que los técnicos habían traído dos días atrás. Allí, en la periferia del pueblo, en medio de ese silencio tan opresivo, sus cantos ocasionales adquirían un tono casi preternatural.

Frente a él, James se encontraba sentado en una silla, las muñecas y los tobillos atados a ella. Le dolía la parte posterior de la cabeza, pero la confusión había cesado, igual que la hemorragia de la pequeña brecha.

Los dos hombres se miraron fijamente durante unos largos minutos.

Sin previo aviso, el Padre se quitó la chilaba de lino que lo cubría. Lo hizo con movimientos espasmódicos, como si la flexión de cada articulación le supusiera un gesto agónico. Para cuando dejó caer la tela en el suelo —dejando al descubierto su pecho salpicado de canas, revelando un cuerpo consumido—, su frente estaba perlada de sudor. Se pasó la mano por ella y por el cuello, y después se secó la palma sobre el pantalón, una prenda que parecía del ejército o de la policía, con varios bolsillos y anillas a lo largo de las perneras; en su momento debió de ser gris, pero ahora estaba tan desgastada y descolorida que casi parecía del mismo albo que la túnica descartada. A James le pareció que desprendido de su hábito se volvía una figura infinitamente más pesada, aliviada de los signos que la identificaban con un arquetipo.

El Padre no estaba del todo seguro de por qué había dejado a un lado su máscara de Salvador. Quizá, en un día tan señalado como aquel, necesitaba hablar con sinceridad, de igual a igual. De uno de los bolsillos del pantalón extrajo una caja de plástico, la abrió, y la dejó a un lado. De su interior sacó una ampolla y una jeringuilla. James notó como todo sus músculos se contraían en una respuesta refleja de huida. El Padre lo miró, y dejó escapar una tenue sonrisa al interpretar su reacción.

—Tranquilo. Esto es para mí.

Seguidamente el Padre se ató una banda de látex alrededor del bíceps izquierdo y se golpeó en la articulación del codo. Cuando las venas se abultaron, atravesó con la aguja una de las líneas azuladas, extrajo algo de sangre para que se mezclara con la sustancia de la ampolla con la que había llenado la jeringuilla, y luego apretó el émbolo. Repitió la operación varias veces, bombeando sangre dentro y fuera, hasta que dejó escapar un suspiro de alivio. Seguidamente se desató el torniquete y volvió a guardarlo todo en la pequeña caja de plástico.

—Eres un fraude —dijo James.

El Padre no respondió más que con una mueca que podía ser tanto sarcástica como de tristeza. De otro de los bolsillos sacó un paquete de tabaco, cogió un cigarrillo y lo encendió. Dirigió la cajetilla a James y enarcó las cejas en un gesto interrogativo. Ante la inmovilidad de éste, dejó el paquete y el mechero en el suelo a su lado y de un tercer bolsillo extrajo una petaca. La destapó y dio un largo trago.

—Eres un fraude —repitió James—. Vives a costa de esas personas, soltándoles todos esos sermones sobre la luz y la pureza y no eres más que un puto drogadicto que les está mintiendo.

El Padre dio una profunda calada a su cigarrillo antes de responder.

—Claro que les estoy mintiendo. Si no, estaría directamente loco —aquella franqueza sorprendió a James—. Pero yo no me engaño, a diferencia de ti. Veamos… —el Padre dio otro trago a la petaca—. No perteneces a ninguna agencia gubernamental, porque no tendrías autoridad en territorio de una transnacional. Tampoco eres de la Lockheed-Hynix, porque habrías venido con un grupo de intervención para desalojarnos. Es obvio que no te vas a unir a nosotros, por lo que sólo queda una posibilidad: has venido a buscar a alguien.

James no contestó, aunque el esfuerzo que hizo por no emitir respuesta física alguna fue lo que confirmó al Padre que tenía razón. Tras un par de caladas y otro trago, prosiguió.

—No eres el primero que viene aquí como rescatador. Pero no te confundas: sea quien sea a quien quieras rescatar, no puedes ofrecerle ninguna salvación.

—Tú se la prometes cada día. Toda esa mierda de la luz y la ascensión…

—Por supuesto. Es duro vivir sin esperanza.

—¿Y eso te justifica? Los mantienes en un estado continuo de miedo para tenerlos sometidos a tu voluntad, amenazándolos con el fin del mundo y esas gilipolleces. ¡Empobreces sus vidas, porque sólo les prometes la felicidad en un mundo que no existe!

—¡Porque en el mundo en el que no puedo prometérsela es en éste, joder! —gritó el Padre, apretando los dientes inmediatamente, haciendo luego un esfuerzo por controlarse—. ¿Has visto a esa gente? ¿Sabes de dónde salen? Muchos de ellos llevan conmigo casi veinte años. Eran chicos que acababan en los albergues en los que yo trabajaba de voluntario: víctimas de un mundo para el que no significan nada.

James vio cómo el Padre comenzaba a sangrar por la nariz. Éste no fue consciente hasta que la sangre sobrepasó el borde del labio superior y la saboreó. Se limpió bruscamente con el dorso de la mano, como encolerizado por la vulnerabilidad de su propio organismo. Cuando volvió a hablar, arrastraba ligeramente las palabras.

—¿Te suena la frase «Dios protege la inocencia»? —aspiró otra profunda calada—. Bueno, pues es cierta; el problema es que la malinterpretamos constantemente. Por supuesto, no significa que haya una potencia omnisciente y omnipotente siempre vigilante que mantenga a los inocentes libres de todo mal: lo que significa es que si en algún momento, por alguna remota casualidad, la inocencia queda indemne, habrá sido por un acto de Dios, porque en este mundo a nadie le importa una puta mierda —el Padre clavó sus ojos en James como si quisiera fulminarlo con la mirada—. A mí sólo vienen los heridos y los desesperados.

James no dijo nada, ligeramente confuso por aquella digresión. El Padre pareció musitar algo para sí, antes de volver a encararlo.

—¿A quién has venido a buscar?

Por un momento James apretó los labios, pero luego pensó que no obtendría ninguna información encerrándose sin más en su silencio.

—A mi hermana.

El Padre aplastó la colilla de su cigarrillo contra el suelo y cerró los ojos, como si se concentrara en el ocasional piar de las aves. Cuando los abrió de nuevo encendió otro cigarrillo.

—Las últimas niñas que recogí son dos hermanas sordomudas —dejó escapar una calada—. Tengo muchos sordomudos entre mi congregación. Y muchos con taras físicas. Y autistas. ¿Sabes por qué? —dejó aquella pregunta retórica flotando en el aire, un efecto básico pero potente de oratoria, como bien sabía—. Por los abusos en la infancia, por las palizas, la malnutrición, por las madres que suministran a los fetos un riego sanguíneo contaminado de alcohol y estupefacientes… y eso en el mejor de los mundos posibles —dio otro trago a la petaca con rabia contenida—. Dime, ¿qué tragedia trajo a tu hermana hasta mí?

Entre ambos sólo quedó la luz en la que flotaban las motas de polvo. El Padre sonrió mostrando los dientes, una sonrisa feroz que le decía a James que su silencio era más elocuente que ninguna respuesta.

—Tranquilo —prosiguió—, no voy a juzgarte. Sólo te diré una cosa: da igual. Ella, y tú, y yo, y todos, caminamos hacia un abismo. Moriremos solos, sin repercusión, sin explicación, porque no somos más que un accidente. La muerte nos alcanza a todos, independientemente de nuestra calidad moral, tan gratuitamente como nos ha alcanzado la vida. Y entre medias, o crees que hay un fin último para ello, o te hundes en la parálisis, en el terror de saber que nada tiene sentido.

Entre ambos cayó un denso silencio.

—Vete a la mierda —dijo James—. Todo ese discurso existencialista no es más que victimismo. Al final eres como todos los demás líderes de sectas: un megalómano perturbado que se aprovecha del miedo de sus semejantes para vivir a cuerpo de rey en medio de un harem privado. 

Un destello de rabia cruzó la mirada del Padre, aunque algo le dijo a James que eso ya lo había pensado él mismo.

—Nos llamas secta porque ahí fuera hay cientos de personas. Si hubiera millones nos llamarías religión —dejó escapar esa última palabra entre dientes—. Y en cuanto al sexo, no lo niego: es la única fuerza que puede oponerse a la muerte —su expresión se torció, teñida de cierta amargura—. Aunque, ¿sabes qué?, al final no lo hace muy bien.

Se rió, como recordando un chiste privado.

—No eres más que un hijo de puta mentiroso.

En un instante, con una velocidad que James no podría haber esperado de un individuo con el aspecto tan obvio de estar enfermo, el Padre se levantó y se cernió sobre él, sus caras tan próximas que notó la saliva caliente salpicándole la cara mientras éste le gritaba, sus ojos desencajados, presa de una nueva hemorragia nasal, el cuello de la camiseta estrangulándolo cuando lo aferró de la tela.

—¡Les he hecho creer que el universo es un vasto sistema que los ama, en el que todo dolor que sienten, toda pérdida y daño, no es más que un paso hacia la perfección! ¡Les he hecho creer que ocurra lo que ocurra, la estrellas los protegen! ¡Que el inmenso esquema del mundo no es más que la materialización de una voluntad todopoderosa e infinitamente benevolente que los quiere, el seno universal en el que finalmente podrán reposar, hermosos, sabios y perfectos! —mientras recuperaba el aliento James siguió notando su pesada respiración sobre los labios—. ¿Qué les ha ofrecido tu mundo, tu verdad? ¡Dime!

Ambos se quedaron mirando uno al otro, ambos conscientes de que aquella conversación no tenía sentido.

Finalmente, el Padre apartó sus manos y volvió a sentarse en el suelo junto al paquete de tabaco, tragando saliva ruidosamente. Encendió un último cigarrillo.

—¿Sabes? Al principio parecía algo bueno. Les mentía, pero los hacía felices por momentos, los apartaba del horror… Pero pasan los años, y al final sólo te queda el cansancio y la náusea, porque ese acto es tan fútil como todos los demás —intentó dar otro trago a la petaca, pero la encontró vacía; consternado, la guardó en uno de los múltiples bolsillos—. Pero da igual, la lucha llega a su fin.

Se puso en pie, tambaleándose, hasta acercarse a la puerta. Apoyado en el marco, observó el cielo como si estuviera buscando en él una señal.

—Me muero… —su voz parecía extrañamente distante, como quien habla en sueños—. No en el sentido general, sino en el sentido concreto de un terminal. ¿Ves cómo todo ocurre en un flujo en el que no participa nuestra voluntad? Estamos aquí, hablando así, porque de manera inexplicable mis células han comenzado a mutar y a reproducirse con errores acumulados de copias de sí mismas, tumorales, asesinando lentamente al organismo que las mantiene con vida —lanzó una sonora carcajada, como quien al final logra resolver un enigma enrevesado, antes de girarse de nuevo hacia James—. Vinimos aquí hace poco más de un año, tras que me diagnosticaran la metástasis. ¿Sabes que es lo que haces el día que te confirman que vas a morir? Morir no como una posibilidad abstracta, sino como el desenlace fatal de una cuenta atrás en la que estás inmerso, en la que hora tras hora de consciencia intentas hacer un chequeo de cualquier cambio en tu cuerpo por mínimo que sea, rastreando señales de deterioro reales o imaginarias… Pues haces lo que todos los días: vuelves a casa, cenas, comentas las trivialidades del día, te lavas los dientes. Repites todos y cada uno de los gestos cotidianos, como si mágicamente la rutina te fuera a mantener en estasis, como si al no cambiar nada, nada en ti cambiase. E inmediatamente en cuanto eres consciente de ello el hechizo se rompe, y te sientes idiota y enfadado por estar desperdiciando un tiempo precioso. Y a partir de ese momento tu vida no es más que eso: dar bandazos entre esos dos extremos —el Padre tiró a un lado el cigarrillo—. ¿Cómo te llamas?

Tras un segundo de duda, James contestó.

—James.

El Padre asintió.

—Te ofrezco un trato, James: renuncia a tu hermana, porque ni aquí ni fuera puedes salvarla. Vete, ahora que todavía tienes la oportunidad.

James sostuvo su mirada.

—¿Ah, sí? ¿Porque hoy es el día? ¿Por qué hoy se acaba el mundo? —torció los labios con despreció a la vez que dejaba escapar un bufido.

El Padre lo miró intensamente.

—Sí.

Y de manera inesperada, algo en la rotundidad de aquel monosílabo hizo que un escalofrío recorriera la espalda de James. Aun así, éste escupió en el suelo como negativa final.

***

Salió de la pajarería, sin preocuparse por cerrar la puerta, consciente de que James no tenía a dónde huir. Había vuelto a ponerse la chilaba.

El calor era aún más sofocante que en el interior del edificio. Miró su reloj de pulsera, el vestigio de un pasado lejano: quedaban algo más de tres horas para las cinco de la tarde, la hora en la que había pedido a sus hijos que se reunieran en la plaza de nuevo. La hora del Armagedón, si la información que había comprado semanas atrás era correcta. Volvió a ponerse la túnica, y luchó por mantener su precario equilibrio.

Las horas finales las dedicó a caminar por las calles sin rumbo, medio asfixiado, como si volviera a intentar repetir el ritual de la rutina salvadora, por momentos paralizado por el dolor y el miedo, como encerrado en el camarote de un barco que ya se hubiera hundido.

Aquel intervalo fue una alucinación, y se sintió asqueado cuando por fin decidió enfilar hacia la plaza.

Minutos más tarde caminaba entre la multitud, notando las manos sobre las mejillas y los hombros: lo tocaban como si fuera un talismán viviente que pudiera otorgarles algún tipo de invulnerabilidad. Ahogando una arcada alcohólica, llegó al centro de la plaza. No subió a la tarima: quizá como respuesta somática a su miedo, quizá porque el tumor había devorado en ese instante alguna terminación nerviosa motriz importante, comprobó que no podía flexionar la pierna izquierda. Como en todos los demás aspectos de su vida en los últimos años, fingió una vez más: giró sobre la extremidad inerte, y extendió las manos para ofrecerlas a sus dos falsos hijos más cercanos, un hombre y una mujer que respondieron a su gesto y se las estrecharon como si fueran amantes dando un paseo.

El Padre miró a su alrededor, y un sentimiento ambiguo se arrastró entre las grietas de la euforia artificial, el dolor y el terror: era una mezcla extraña de desprecio, compasión, agradecimiento y culpa.

Desprecio, porque todas aquellas caras que lo rodeaban no eran más que un puñado de imbéciles desesperados que habían sido engañados por un falso salvador.

Compasión, porque todas aquellas caras que lo rodeaban no eran más que un puñado de tristes desesperados que en sus vidas no habían encontrado más refugio que el regazo de un mesías corrupto.

Agradecimiento, porque todas aquellas caras que lo rodeaban eran un puñado de hermosos desesperados que impedirían que muriera solo.

Por un momento sintió la necesidad de gritar, la urgencia de confesar que todo era mentira, la pulsión de correr y de pedir a todas aquellas personas que huyeran, que intentaran salvar sus vidas. Pero se mordió la lengua, ahogando aquel sentimiento: la culpa es para los débiles, se dijo, para aquellos incapaces de afrontar la amargura de sus decisiones, para aquellos que mantienen la ilusión infantil de que podrán llegar al final de sus vidas inmaculados. Apretando con fuerza los dedos de las manos que sostenía, alzó la vista al cielo, a la espera del portento que él sabía que no traería consigo ninguna revelación.

***

Los pájaros seguían cantando de vez en cuando, y en aquel silencio era el único hecho, junto con el ángulo de las sombras, que le permitía comprobar que el paso del tiempo proseguía. El dolor de cabeza se había mitigado, y sólo notaba la molestia de las manos entumecidas por la falta de riego sanguíneo.

Inspiró profundamente, forzándose a pensar sólo en el problema inmediato. Estaba atado de pies y manos a una de esas sillas de plástico de una pieza tan comunes en las piscinas, por lo que no podía dejarse caer con la esperanza de astillarla. Tampoco había mueble alguno en el que pudiera buscar una herramienta.

Sólo quedaban las jaulas.

A tirones, logró acercarse a una de las paredes. Cerró los ojos, y golpeó con la cabeza una de las estructuras de plástico y metal, la golpeó una y otra vez hasta que logró arrancar la escarpia que la sostenía. En cuanto golpeó el suelo, el pájaro en su interior comenzó a revolotear frenético, chocando una y otra vez con los alambres, mientras que los que seguían en las jaulas de las paredes comenzaron a piar con todas sus fuerzas. Apartándose un poco, se dio la vuelta y se dejó caer de espaldas, aplastando la endeble estructura con su peso, golpeándose la cabeza contra el suelo. Aturdido por el impacto sobre la zona ya inflamada, James rodó como pudo sobre un lado, conteniendo las lágrimas.

El alambre estaba totalmente aplastado. Más allá del borde de la bandeja inferior, sobre la arena y el alpiste esparcidos por el suelo, entre el metal sobresalía un ala rota que todavía se movía, cada vez más agónicamente. Pero la bandeja no se había roto, por lo que no podía emplear ningún trozo para cortar las cuerdas. Era una mierda de idea, se dijo. Y comenzó a reír, dejando a la vez escapar las lágrimas.

Pero la risa se le congeló pronto en la garganta. Algo había cambiado, y al principio no lograba precisar lo que era. Permaneció en silencio, mirando más allá de la puerta que seguía abierta, hasta que le pareció que las falsas calles susurraban, hasta que comprendió que era ese mismo silencio lo que lo había alertado.

Los pájaros estaban callados, quizá llevaban callados más de un minuto.

Contuvo la respiración, a la espera de que alguno de aquellos frágiles animales volviera a emitir un sonido.

No llegó a oírlos nunca más: el cielo y la calle que podía ver a través de los huecos de las ventanas y de la puerta comenzaron a brillar como iluminados por millares de potentes focos, con tal intensidad que, cuando esa luz lo rodeó, le dio la impresión de estar en el interior de una esfera compuesta únicamente de nieve virgen.

—No puede ser… —susurró, apenas consciente de haber abierto la boca, incrédulo.

El asombro y la confusión no le permitieron sentir miedo en aquellos últimos segundos. Pero gritó, hasta desgarrarse las cuerdas vocales, cuando lo alcanzó el calor.

***

Lim Ikjoong, director ejecutivo de la Lockheed Martin-Hynix New Horizons, hizo una profunda reverencia frente al ministro de defensa de Estados Unidos, su homólogo coreano y la galería de asesores allí presentes. Seguidamente, exactamente a las 7:00 —hora de Seúl—, con el gesto hierático de un monumento egipcio, dio la orden al equipo técnico.

Aproximadamente a unos treinta y seis mil kilómetros sobre la línea del ecuador, un macrosatélite comenzó a acumular energía. Cuando sus condensadores alcanzaron el máximo de su capacidad, esa tecnología proyectó un haz luminoso que, visto desde la Luna, habría parecido el brillante trazo de un pincel blanco fulgurante.

***

La mirada de Estela se concentró en el suelo, donde su sombra, de una manera alucinatoria, pareció menguar y replegarse sobre la tierra como en una película a cámara rápida. La intensa luz celeste hizo reverberar el ocre de la arena, hasta proporcionarle el brillo de un prisma enjoyado. Aquella luminosidad pareció extenderse sobre todo cuanto la rodeaba y sobre ella misma: por un segundo su piel pareció estar cubierta por una suave pátina de rocío cristalizado, por escamas de diamante. Aquel color, aquella luz, era la que hubiera deseado para su dibujo.

Entonces alzó la vista hacia el cielo y, exultante, extendió los brazos, sobrepasada por el sentimiento de la revelación, mucho más profundo y conflictivo de lo que ella era capaz de comprender.

Embargada por aquella felicidad, todo desapareció en una fracción de segundo: el haz de energía la abrasó complemente, antes incluso de que pudiera notar el calor que la consumió.

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Estuve allí todo el tiempo

por Relato finalista

Abro los ojos. Enmarcado en un arco iris de un solo color, un negro espejo me hace crecer cuando te acercas. En cualquier posición, con cualquier preposición —ante, bajo, contra, desde, hacia, para, por, sobre o tras de mí— mi reflejo equidista, se hace concéntrico, un radiante día en metro sin radio, trescientos sesenta grados a la sombra de un eclipse total en un botón de cielo.

Cierro los ojos. Consciente de mi distorsión al caer por ese agujero negro que taladra el planeta de agua donde ahora vivo, siento vértigo, como estar asomado a un pozo sin fondo abierto en un dedal de océano. Pero lejos de experimentar miedo o desazón, me dan placenteros escalofríos eléctricos… y al entreabrir los párpados, me descubro remontando las corrientes, nadando en una gota de tinta china derramada sobre un ala de libélula.

Suspendido en el cosmos interior de tu pupila, como una estrella que tras varias implosiones ha comenzado a dar luz, me recojo en la calma de una burbuja de noche incrustada en un zafiro… durante los cuatro tiempos de una redonda en un meandro del Danubio azul.

Te encontré una mañana lluviosa de otoño mientras buscaba el calor de un verano ya perdido en el tiempo. Caminaba atolondrado hacia el autobús que me dejaba cada día en la parada Rutina, pensando en cuando una vez fui yo. Antes del desamor y la desilusión, del fracaso y la rendición. Antes del invierno del alma.

Doblé la esquina naufragado en mi propio mar de monotonía, y casi te pisé. Nos asustamos los dos. Te sujeté en mis brazos para no lastimarte. Cruzamos las miradas y me vi reflejado en tus ojos cerúleos. Sentí que nunca había sido tan yo como en aquel instante, cuando te recogí de la calle, mi amado gato.

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Sueños cósmicos

por Relato finalista

Alfa permanece controlando los destinos de los durmientes mientras construye mundos oníricos desde su atalaya, en el lugar en que nacen todas las cosas.

En el otro extremo, el devorador de todo lo que existe, que completa el ciclo del ser-no ser para que se mantenga el equilibrio. No hay Bien ni Mal, cada uno cumple su función ajeno al concepto de moral.

El ser Alfa, aunque ajeno a la corriente del tiempo, sabe que llegará el momento en que los durmientes deberán despertar y acabará el Ciclo que lleva repitiéndose desde hace incontables eras allí, en el espacio que comprende todos los espacios, donde el tiempo no es sino un accidente menor y los universos nacen y mueren en chispazos tan fugaces que casi no son percibidos por los entes pancósmicos. Lo que no sabe es qué complicado mecanismo lo hará posible.

Mientras tanto, en un diminuto rincón de una realidad tiene lugar un proceso, tan diminuto, tan simple, tan efímero que sólo el ser que lo produce lo nota, y eso de forma casi inconsciente.

Esa pequeña chispa, casi por azar trasciende las barreras físicas, psíquicas y cósmicas; atraviesa regiones de la existencia que son la epidermis del universo y termina viajando a la deriva por una corriente temporal alterada que dibuja meandros por los planos de metaexistencia más allá de todo lo que un ser humano podría abarcar con todo el potencial de su mente.

Así, esa diminuta chispa apenas existente llega ante lo que podría considerarse como la ciclópea pupila del ser Omega, si éste tuviera existencia física y una anatomía reconocible. Y colisiona.

Y ese minúsculo proceso que no era otra cosa que un sueño perdido entre los eones y la vasta miríada de planos existenciales provoca el fin del ciclo. Y los durmientes despiertan.

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La línea de un círculo

por Relato finalista

Estimada Paula:

Este correo seguramente te resultará tremendamente extraño, pero te pido que lo leas con detenimiento. Yo mismo no sé muy bien qué pensar de los hechos que recojo en él.

Cuando recibí la caja que contenía todas las grabaciones sobre las que escribo y leí la carta que la acompañaba, sentí el impulso de tirarlas directamente a la basura. No entendía cómo D.A. —de momento mantendré el anonimato de los protagonistas, hasta que podamos vernos en persona—, viuda de A.D.B., nos la enviaba, siendo su difunto marido un conocido parapsicólogo. No le veía mucho sentido, dado el objetivo de nuestra fundación, que siempre ha sido la promoción de la investigación en el ámbito de la física teórica.

Pero eso fue antes de ver las grabaciones.

Lamento que las únicas copias de los originales sean las de mi móvil personal, pero es que aquella tarde en la que me puse a visionar el material no pensaba que fuera a ser más que un pasatiempo con el que tal vez escribir alguno de los relatos a los que soy aficionado. Por desgracia, eso ha hecho que la calidad de la imagen sea pésima, y totalmente inútil.

Las grabaciones originales se encuentran en soportes de lo más diverso, y abarcan un periodo de unos sesenta años, desde —creo— 1954 a 2014; el estado de conservación de las más antiguas es deplorable. Estoy buscando un laboratorio profesional que pueda digitalizar todo el material con una pérdida de contenido mínima, para que juntos podamos revisarlo con más detenimiento. Es por ello que no me he atrevido a hacer una segunda copia en vídeo —me arrepiento de haberlas visto ya porque quizá haya dañado irreversiblemente alguno de los originales—, y te envío las transcripciones que he hecho personalmente sobre mis vídeos. Antes de cada una de ellas te indico las fechas aproximadas en que las dato, aunque eso no son más que estimaciones mías sin una base demasiado rigurosa.

Como te decía, lee el correo detenidamente. Discutiremos sobre la naturaleza de los hechos narrados —y sus posibles implicaciones— cuando podamos reunirnos.

***

Doc. 01: Verano de 1954

[El primer documento se encontraba en un sobre. Consistía en una grabación de magnetofón junto a una borrosa fotografía en blanco y negro.

Estimo que se situaría en verano de 1954 por el niño que acompaña a A.D.B. Sobre la identidad de éste, por una de las posteriores grabaciones —c. f. i. «Doc. 09»—, sé que se trata de G.M., su primo por parte de padre, quien además sufrió un accidente en verano de aquel año que obligó a hospitalizarlo y lo mantuvo en coma varias semanas.

De ser mi data correcta, A.D.B. tendría nueve años cuando comenzó todo.]

G.M.: [Susurrando.] Tengo miedo.

[Se escucha el ruido de pisadas sobre escalones de madera que crujen.]

G.M.: [Susurrando.] Venga, vámonos.

A.D.B.: [Susurrando.] Calla. Y levanta más el micrófono. [Pausa.] El otro día lo vi aquí, al hombre pálido. Voy a hacerle una foto.

[Pausa prolongada.]

G.M.: [Susurrando.] No hay nadie. Vámonos.

A.D.B.: [Susurrando.] Espera.

[Pausa.]

G.M.: [Susurrando.] Yo me voy. Te espero en el parq- [Interrumpido.]

A.D.B.: [Gritando.] ¡Ahí!

[G.M. grita. Se escuchan sus pasos precipitados por la escalera y un fuerte golpe.]

Doc. 02: Adjunto a documento 01

[Se trata de una fotografía en blanco y negro que el tiempo ha amarilleado. La imagen muestra el desván en el que se sitúa la grabación transcrita en el documento anterior.

La iluminación es muy tenue, y proviene de los escasos ventanucos de la sala. En una de las esquinas, frente a unas cajas apiladas y un bulto tapado con una sábana, se aprecia una figura. Los rasgos son borrosos, pero sin duda tiene la forma y constitución de un hombre adulto. Dicha figura parece translúcida, y es difícil asegurar que no se trate de la sobreimpresión de dos fotografías en un mismo negativo.]

Doc. 03: 19/20 de julio de 1975

[Estimo la fecha sobre el hecho de que es un dato público que A.D.B. recibió en herencia la casa familiar el 25 de junio de 1975, tres días después del fallecimiento de su padre, el conocido empresario N.D.

La grabación es una cinta de Super-8. En el lateral del cartucho se aprecian los restos de una pegatina blanca sobre la de la marca Kodak. Me temo que no hay manera de saber cómo estaba etiquetada esta grabación.

A.D.B. aparece sentado en una silla en el antiguo despacho de su padre en la casa familiar.]

Después de todo, este fin de semana hemos sacado tiempo para venir a ver la casa. Hace ya casi un mes que nos la entregaron, pero me resistía a venir. Al principio pensaba que era por el accidente que provocó la escisión de mi familia y la culpa inconsciente que lo acompañaba, pero no, no era eso.

Era por el fantasma, que de alguna manera había quedado enterrado en mi memoria.

Quizá no lo habría recordado de no ser porque al entrar en mi antiguo cuarto me he encontrado en uno de los cajones del viejo escritorio la fotografía que le saqué de niño. Por supuesto, como adulto enseguida he racionalizado lo que ocurrió.

Pero no he podido evitar la tentación de subir al desván. Y entonces ha ocurrido algo. Estaba asomado a uno de los ventanucos, cuando me ha parecido percibir un movimiento. Me he girado, y había…

[Pausa.]

algo asomado al hueco de la escalera. No sé si estaba agachado o si era deforme, pero sin duda era un ser humano… bueno, más bien como un fulgor muy tenue con la forma de un ser humano, casi como el reflejo de una sombra sobre una masa de agua mecida por unas suaves olas. Pero de algo estoy seguro, y es de que me miraba fijamente.

Me he quedado paralizado hasta varios minutos después de que lo que sea que fuera se haya ido.

[Enciende un cigarrillo y aspira profundamente.]

Debería olvidarlo y vender la casa como dijo D. [Editado.] en cuanto la heredé, pero con lo que acabo de ver sé que no voy a hacerlo.

[Pausa.]

No sé, quizá es la crisis de los treinta. No puedo explicarlo, y no quiero hablar con D. [Editado.] de ello, pero hace meses que no duermo bien: me despierto de madrugada empapado en sudor, pero eso no lo provoca ninguna pesadilla —que yo recuerde, hace años que no sueño, o que al menos no recuerdo mis sueños— sino un miedo hueco, el miedo a que tras esta vida no haya más que un vacío en el que no pueda pervivir ninguna conciencia.

[Pausa.]

Es una sensación horrible y difícil de explicar. Es la falta de hálito ante el vacío, el vértigo ante lo irrelevante de cualquier decisión individual, el pánico frente a un pozo existencial sin fondo, el terror de la nada… Pero, ¿y si hay algún tipo de existencia tras la muerte? ¿Y si no toda acción es trivial, porque al menos queda una conciencia trascendente que conserva el registro de cada vida, de cada voluntad?

[Aspira profundamente varias caladas, sumergido en sus pensamientos.]

Quizá esta sensación que tengo de mutilación futura desaparecería. Si tuviera alguna certeza…

Creo que tengo que investigar esto más a fondo.

[Se levanta para apagar la cámara.]

Doc. 04: Septiembre/octubre de 1986

[Estimo la fecha sobre el hecho de que es un dato público que A.D.B. se separó de su mujer en agosto de 1986, y que por el aspecto que presenta en la grabación no parece que haya pasado el tiempo suficiente como para que haya asimilado el cambio de su situación.

La grabación es una cinta de Betamax, a pesar de que en ese momento el formato estaba ya obsoleto.]

No podía ser de otra manera. Al final D. [Editado.] se ha marchado. No puedo culparla, ha aguantado más de lo que podría haberle exigido. Primero lo del giro a mi carrera profesional. Después lo de apartarnos de los círculos sociales que frecuentábamos cuando mi padre vivía. Y por último, mi rechazo a tener hijos hasta no estar seguro…

[Pausa.]

Y, por supuesto, vivir en una casa con fantasmas no es fácil, aunque su presencia nunca nos haya hecho daño alguno.

[Pausa.]

Los fantasmas —porque son varios— que transitan la casa me desconciertan. Tengo varias fotografías y grabaciones de ellos, por lo que su existencia en el plano material parece incontrovertible, por mucho que esos imbéciles académicos se nieguen a aceptar su validez.

[Enciende un cigarrillo.]

Desde que hace dos años Reitman estrenara su película, no han dejado de llamarme «el cazafantasmas»…

Pero eso no me preocupa. Lo que sí me preocupa es que las apariciones, centradas sobre todo en el desván y en este mismo despacho, no provocan los fenómenos típicamente asociados con ellas: no se dan poltergeist, los termómetros no registran bajadas bruscas de temperatura, los micrófonos no captan psicofonía alguna, las cámaras infrarrojas no muestran nada que las cámaras convencionales no capten… Es desconcertante.

Y otro dato que me preocupa —no me atrevo a decir «hecho» porque no pasa de ser una intuición mía—, es que todas las apariciones, a pesar de lo difuminado de los rasgos, se parecen entre ellas, y estoy casi convencido de que pertenecen a la misma familia.

[Pausa.]

Tengo que revisar el registro de la propiedad. Quizá antes de que mi padre comprara la casa el anterior propietario y su familia sufrieron algún terrible accidente que los ha anclado a este lado.

[Se levanta para apagar la cámara.]

Doc. 05: 1994 (?)

[Estimo la fecha sobre el hecho de que es un dato público que A.D.B. participó en varias conferencias controvertidas sobre parapsicología en diversas universidades entre 1990 y 2001, pero que la única que podría cuadrar con su aspecto de un hombre de unos cuarenta años es la que celebró en B. el 4 de febrero de 1994.

La grabación es una cinta de VHS, sin etiqueta alguna.]

Veinte años de artículos y libros, alejado de las tonterías ocultistas y esotéricas, intentado establecer un diálogo racional sobre los hechos y las pruebas que aporto, y los supuestos científicos —quienes no deberían rechazar una hipótesis hasta tener evidencias que la falseen— siguen haciendo las mismas burlas que cuando empecé.

[Enciende un cigarrillo.]

En fin, dejémoslo…

[Aspira profundamente.]

Anteayer hice otro descubrimiento que quizá me dé una nueva pista sobre la identidad de las apariciones, y quizá la causa de que estén aquí. Mi teoría de la familia muerta en trágicas circunstancias resultó equivocada: desde que la constructora levantó esta casa, se mantuvo desocupada hasta que mi bisabuelo la compró.

Como decía, hace dos días revisaba las grabaciones de las cámaras que tengo repartidas por la planta superior, y me encontré con una que fue muy significativa. Se trataba de un hombre, sentado justo en esta misma silla en la que ahora lo hago yo. Era un anciano, que tenía algo en las manos. Lo relevante es que sus rasgos, cuando los he visto, me han recordado, sin duda alguna, a los de mi abuelo, aunque había algunas diferencias: el corte de pelo, la forma de las gafas —nunca se me olvidarán sus gafas de concha—, la línea del mentón. Pero los ojos, los pabellones auditivos, los arcos cigomáticos… eran iguales, su pasado genético común innegable.

Eso ha hecho que me plantee una nueva posibilidad: ¿se trata de algún hermano de mi abuelo cuya muerte —es más, cuya existencia— mis antepasados ocultaran? ¿Quizá por eso permanece aquí, para transmitirme un mensaje?

Si mi madre no tuviera demencia senil… creo que tendré que intentar hablar con mi tía.

[Se levanta para apagar la cámara.]

Doc. 06: Adjunto a documento 05

[La grabación está registrada en otra cinta VHS. Ha sido filmada en el despacho de la casa.

 En el lado izquierdo del cuadro se aprecia un escritorio, aunque el mismo parece borroso, como si sobre él hubiera otra imagen de sí mismo superpuesta.

En el centro del cuadro puede verse claramente la figura traslúcida. Aunque la imagen fluctúa como si no se hubiera grabado su permanencia de manera consecutiva sino con desfases de fotogramas, sí que se puede apreciar que se trata de un anciano. Parece sostener algo en las manos, un objeto rectangular, quizá una caja o un cartel. Sobre él hay unas líneas que parecen mostrar algún signo, pero las sombras y el parpadeo no permiten identificar el diseño.]

Doc. 07: 11 de septiembre de 2003

[Estimo la fecha sobre el hecho de que menciona el segundo aniversario de un acontecimiento público y notorio.

La grabación es un archivo de vídeo —nota.avi— almacenado en un CD. Sobre la superficie del disco está escrito con rotulador indeleble «Archivo», aunque en el mismo no hay más archivos.]

Casi me parece mentira que hoy se cumplan dos años del atentado de las Torres Gemelas. El tiempo es casi una alucinación. Imagino que a esto es a lo que se refería Bergson cuando distinguía entre tiempo y duración…

[Enciende un cigarrillo.]

Estoy en un punto muerto. Las apariciones continúan, pero creo que he agotado las líneas de investigación. No hay nada en ningún archivo que me dé la más mínima pista sobre mis posibles familiares perdidos. Nada en los registros, nada en las necrológicas… aunque con la considerable influencia de mi familia en el pasado, no me sorprende demasiado.

Y así pasan los días, y las caras de los espectros me miran, no sé si con reproche o con lástima. Si al final no son energía como siempre he interpretado, sino espíritus, si los veo porque permanecen en la intersección entre este mundo y el más allá como el ser tridimensional en el Mundoplano de Edwin Abbott… quizá mantengan una identidad, quizá quieren decirme algo.

[Pausa.]

Querría comunicarme con ellos, pero no se me ocurre la manera.

[Extiende la mano hasta el ratón para detener la grabación.]

Doc. 08: 6 de enero de 2012

[Estimo la fecha sobre el hecho de que es un dato público que N.D., padre de A.D.B., nació el 6 de enero de 1924.

La grabación es un archivo de vídeo —nota12.avi (destaco aquí el hecho de que, en caso de que A.D.B. siguiera una numeración correlativa, hemos perdido diez grabaciones)— almacenado en un USB. No hay etiquetado alguno en el soporte físico.]

Hoy mi padre habría cumplido ochenta y ocho años. Quizá su espíritu me observa, aunque hace años que no veo más que a los niños y a los jóvenes, y que los ancianos han desaparecido de las apariciones.

[Aspira del cigarrillo que ya estaba encendido cuando ha comenzado la grabación.]

Estoy cansado, profundamente cansado. Hace años que me rendí en el ámbito académico y que me confiné en esta casa… Incluso he renunciado a mi acercamiento racional. Ya no necesito una explicación: necesito una respuesta, cualquier respuesta…

[Pausa.]

La semana pasada probé hasta con la ouija. Supuestamente no se debe hacer solo, pero ¿qué podía pasar? ¿Que me poseyera alguno de mis fantasmas? ¿Que me llevaran con ellos? Tras tantos y tantos años, en realidad son la única familia que he tenido…

[Pausa.]

A veces me pregunto si todo no habrá sido una estupidez, si no habré quemado mi vida buscando una respuesta para desterrar el miedo y poder vivirla plenamente cuando simplemente debería haberla vivido…

Creo que D. [Editado.] tuvo dos hijos…

[Aspira profundamente del cigarrillo y lo apaga en el cenicero sobre el escritorio.]

Me alegro por ella.

[Pausa.]

[Extiende la mano hasta el ratón para detener la grabación.]

Doc. 09: Finales de 2014

[Estimo la fecha sobre el hecho de que es un dato público que A.D.B. murió el 9 de diciembre de 2014, a los sesenta y nueve años de edad, y que en la grabación ofrece un aspecto muy similar a las pocas imágenes que nos quedan de él en las redes sociales de su último año de vida.

La grabación es un archivo de vídeo —fin.mp4— almacenado en un USB. No hay etiquetado alguno en el soporte físico.

Paula, si hasta aquí has leído el correo en diagonal, por favor lee el siguiente fragmento al completo.]

Mi padre siempre decía que para ver un cuadro debías situarte a cierta distancia, que en la cercanía era fácil concentrarse en un detalle y no ver el conjunto, que la obsesión por una parte podía impedirte comprender el sentido del todo, entender lo que estabas viendo en realidad. Como tantas cosas de las que decía mi padre, desestimé aquella máxima pensando que no era más que otra de esas frases ligeramente paradójicas que soltaba en los actos de sociedad para parecer más profundo de lo que en realidad era.

[Enciende un cigarrillo, aspira y emite una serie de toses roncas.]

Ojalá lo hubiera escuchado más atentamente.

Ojalá no hubiera estado tan ciego.

[Pausa.]

Me ha llevado cuarenta años descifrar el misterio de esta casa. Y cuando por fin lo he hecho, la verdad no puede ser más dolorosa, la realidad no puede ser más irónica.

El descubrimiento en sí ha sido una casualidad, uno de esos momentos en los que dos imágenes que uno siempre ha tenido en mente se superponen y revelan su identidad.

Estaba revisando otra vez todo el material antiguo, hasta que he vuelto a ver la fotografía de aquel fantasma que mi primo y yo sacamos cuando éramos niños.

En un instante todo ha cobrado sentido.

No hay fantasmas. Nunca los ha habido.

En la foto, el fantasma que vimos estaba en el desván y parecía como si se acabara de girar, sorprendido por algo. A mis treinta años en ese mismo desván me giré, alertado por un vago movimiento en las escaleras, y vi el fantasma de un niño. Y era ambos: de niño me vi como un reflejo de mi yo adulto; de adulto volví a ver el eco de mi yo niño. No se trataba de los espíritus de mis familiares desaparecidos, no había ninguna historia negra de ramas genealógicas borradas intencionadamente. Sólo era yo, una y otra vez, siguiendo mis propias huellas, trazando con ellas la línea de un círculo.

[Aspira el cigarrillo, que ya se ha consumido entre sus dedos en sus tres cuartas partes.]

No soy físico, por lo que no puedo explicar el fenómeno, pero es como si, de alguna manera, en esta casa hubiera un nudo cronológico, como si la recta del tiempo se hubiese plegado sobre sí misma, y en los puntos en contacto me hubiera permitido ver destellos de los otros momentos de mi propia vida.

[Enciende otro cigarrillo con la colilla del anterior. Sus ojos están enrojecidos.]

Pero ahora que sé la verdad, me doy cuenta de que ésta no es una explicación de nada. No es más que la risa cruel del mundo ahora que he comprendido la broma que me estaba gastando.

Dios mío, llevo cuarenta años persiguiéndome a mí mismo.

[Pausa. Tras unos dos minutos en los que sigue fumando, aplasta el resto del cigarrillo en el cenicero. Extiende la mano hasta algún punto fuera del cuadro para coger una hoja y un Edding 850.

A partir de este momento la voz le tiembla. Apoya el papel sobre una carpeta y, con mucho esfuerzo, escribe algo en la hoja con el rotulador. Por el ángulo, no puede verse lo que escribe.]

Sólo hay algo bueno de todo esto. En esta última semana he podido volver a verme jugar de niño, en esa época inocente en la que de verdad estaba viviendo en el momento que me correspondía. Y he vuelto a ver a D. [Editado.], su sonrisa… Al menos sé que en el tiempo que me quede, no estaré tan solo.

[Pausa. Contempla la hoja sobre la que ha escrito.]

No puedo desprenderme de la idea de que si he llegado a este momento se debe necesariamente a que mi pasado ha sido exactamente el que ha sido, de la concepción de que la línea del tiempo es una cadena de causa y efecto. Y que las visiones del pasado-futuro amalgamadas son parte de ese devenir, y que no han servido de advertencias sino al contrario: han sido como las profecías de una maldición que han acabado condenándome a esta resolución.

Y sé que la conciencia que tengo ahora de lo ocurrido no basta para alterar el pasado.

[Deja la carpeta sobre la mesa, boca abajo.]

Podría intentar enviarme un mensaje, decirle a mi yo anterior que no malgaste su vida…

[Pausa.]

Pero sería absurdo. Una película no cambia por muchas veces que la veas.

[Extiende la mano hasta el ratón para detener la grabación.]

***

Al comienzo de este correo te he escrito que la caja contenía una serie de grabaciones además de la carta de D.A. Revisando todo el material recibido, me doy cuenta de que eso no es exacto. Hay algo más, algo que quizá para lo que pueden significar estas grabaciones en el campo de la física —de probarse su veracidad— sea irrelevante. Pero mi pequeña vena de escritor aficionado no puede descartarlo sin más, porque pone fin a la historia.

Junto a las grabaciones, la viuda de A.D.B. incluyó un papel, uno que posiblemente encontrase en el escritorio de su marido, del que recogió el resto del material. Se trata de una hoja, Din-A4, donde, con caligrafía vacilante y mayúsculas, hay escritas tres palabras.

«YO SOY TÚ».

Creo que, aunque era absurdo, lo intentó —c.f.s. «Doc. 06».

Atentamente,
Daniel.

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La vertical del Iron Sky

por Relato finalista

From which we’ll rise. Over love, Over hate
Through this iron sky that’s fast becoming our mind
Over fear and into freedom. Freedom, freedom
Oh, rain on me. Rain on me. Rain on me.

Paolo Nutini

Tiempo: 00 minutos, 01 segundos. En un segundo, una última fluorescencia se desvaneció en el horizonte, de repente brotaron todas las estrellas…

Caí veinte metros seguidos, orientada en perfecta vertical y sin entretenerme nada en el trayecto, todo lo hice sin ayuda. Hace unos minutos me topé de golpe con toda la vertical del Iron Sky. Ejecuté tan bien el venirme abajo que escribo esto bajo la depresiva inseguridad de no saber si existo ya, tan grave fue, que estas palabras quizás sean un ejemplo de literatura póstuma.

Sentí los pies paralizados. ¿Pies? Essos objetos distantes y anónimos que se alejan de mis rodillas, de mis hombros, por encima de mi cabeza. Una certeza, el suelo, que está dondequiera que una caída se completa, no es algo sólido como comúnmente puede pensarse, sino frágil y quebradizo.

Fui, o soy, una neonauta que se lanzó afanosa a lo alto como si pudiera volver a inhalar el aire del último jadeo o alcanzar la última palabra acabada de pronunciar, y poder corregir esa pequeña imperfección discursiva que brota atropelladamente por el miedo.

Desde mi sólido puesto, o sea desde mi trono de don nadie, he visto desfilar el tiempo y sus minucias, el desfile improrrogable de la monótona rutina estelar. He dejado tres años de vida pegados a este puesto y me he desgastado mirando universos dobles, torbellinos de desorden y círculos de confusión en la centrifugadora industrial de la lavandería del Iron Sky. Concluyo que existe el frío y liso acero del tambor, que existe el botón «Arranque» y el botón «Parada», que existe el panel de control CLR 88 y el gesto de menosprecio del encargado Komarov. En el próximo éxodo, él se salvará.

¿Qué nos pasó? Hemos sido testigos de todos los sufrimientos. Nos hemos arrastrado por la sabana y aullado alrededor de las fogatas, hemos embadurnado con mierda las paredes de las cavernas, hemos tambaleado, andado a tientas, errado, abortado, caído de rodillas, tropezado, vomitado, devorado todo cual parásitos necrófagos o esforzado hasta el límite de las fuerzas por salvar a una ameba moribunda. ¡La evolución duele tanto! Somos capaces de unir egoísmo y generosidad, estupidez y sagacidad para dar forma a la pasión con brochazos rabiosos y hambrientos. ¿Será cosa de nuestra doble hélice, de nuestro ADN degenerado?

¿Por qué nos quedamos atrás? Lo más notable ha sido el fracaso de la ciencia, el fracaso de los simpáticos Einsteins y Bohrs, de los geniales Hawkings y Kawabata, de los apocados Narlikar y Ashtekar, de los cabizbajos Masreliez y Crawford, del amable Wun-Yi Shu y de ese petulante de Pinrose, confiando siempre en la unidad de lo inteligente y lo bueno.

¡He aquí sus descendientes! Seguimos lamiendo el suelo del conocimiento científico de rodillas, rebuscando alguna que otra teoría entre las mondas de las berzas. Yo hubiera preferido ser expelida en mil pedazos o llenado de helio mi traje y flotar eternamente, que seguir vegetando en esa especie de abrevadero de plasma neuronal. Cuando les escucho hablar fascinados por sus insignificantes momentos de iluminación, que es algo así como un cuelgue de maría de placentera vacuidad seguido por un montón de matemática, me da cargo de conciencia.

Me da dolor verles caer nuevamente bajo paradojas incoherentes, ¡porque lo más lógico es que el segundero de un reloj avance al compas del tictac, que nazcamos antes de morir y que los sucesos del pasado se queden allí! Pero no, se obstinan en buscar mundos múltiples, y cada vez que eso ocurre muchos de nosotros tenemos que poblarlos o morir.

¿Dónde están las excentricidades de las órbitas, las temidas burbujas solares aptas sólo para ambiciosos manuales de ciencia? ¿De qué sirve esta cúpula panorámica en donde conviven colores que nacieron para odiarse si ahora cada cuerpo celeste, planeta, asteroide o aparente estrella, es tan sólo un vacío?

No hay cálculos infinitesimales, sólo una ruta certera hacia el cero más absoluto. No hay sangre que justifique que hubo vida. No hay tierra que acoja la semilla. No hay nada, sólo rocas y cicatrices que se burlan de nuestro vicio pareidólico. ¡En fin! Nadie es dueño de la nada, ni el abismo es de nadie. Sólo se dilata la estupidez y la capacidad innata de cagarla.

Un grupo uniformado, verde oliva e insignia negra en espiral, contabilizaba a ritmo de raya–punto-raya en lo alto del Iron Sky. Uno, raya. Dos, punto. Ochenta y ocho,  raya-punto. Ciento quince, raya-punto-raya-punto-raya. Doscientos dos, punto-raya-punto-…-punto.

Los hechos se sucederán siguiendo una pauta atemporal, en un principio puede parecer ilógica pero en ningún caso desleal con el final. Nos encontramos en el hipotético año de 2187, y es que desde hace más de dos décadas todos los años son hipotéticos. A principios de siglo la Tierra, donde billones de años de evolución cósmica han tatuado con trazos disgráficos la historia del universo y de la humanidad, empezó a decelerar en su movimiento. ¡Se quedó parada! Los científicos y tecnólogos militares anunciaron que el planeta dejaría de moverse a las 20:56, hora de la Costa Oeste, del 29 de febrero de 2120. Todos los habitantes quedarían atrapados eternamente.

¡Qué payasada! ¡Qué epílogo de algo, qué prólogo de nada! No se explicaban por qué este planeta decidió alienarse de las leyes del universo. Por eso decidieron que la neohumanidad reaparecería recortada en el área irradiada que quedó, exactamente sobre la decimotercera órbita de la Tierra, dada la escasa rentabilidad para la vida de la zona ofuscada del planeta, pues resultaba más económico crear una noche artificial que un día artificial.

Tuvieron que hacer estallar más de cien mil unidades de basura cósmica y eliminar más de siete mil millones de neohumanos, radical y ruidosamente para abrirse hueco hasta la nueva órbita. De un paisaje que proyectaron limpio y frío como el silicio, resultó otro nuevamente abarrotado con maquinaria saliente y muchos interruptores oscuros, e infinidad de diminutas edificaciones parásitas junto a enormes torres que crecen ya con sus aceras y calles incluidas. Fueron épocas de choque y contraste. Los neodirigentes volvieron a ser impunes al poner geografías a sus desvaríos.

Tiempo: 08 minutos, 00 segundos. Un satélite de reconocimiento estratégico confirma la presencia y posición de un mundo paralelo dirigiéndose hacia el Iron Sky.

A Oliv Sosa y a su compañero Theodor Zubrin una música de clínica privada y unos bruñidos paneles los acompañan en la disciplinada travesía por el intestino subterráneo. Entrañas que se ven desde lejos como nuevas, en gris perla y radiante eficacia. Tan limpias, tan pulcras, como si nunca se usaran. Lo único que altera su recorrido son los contenedores suicidas que transitan con sus cargas por el pulido escenario. No se miran realmente cuando se sientan a esperar los contenedores en la estación de recogida, debe ser porque no hay nada que mirar. Sus ojos esquivos reproducen la higiénica paranoia ambiental.

Tiempo: 06 minutos, 00 segundos. Se transmite la alerta roja a todos los módulos. Un general del sistema de defensa de la neohumanidad da la orden y las claves para la evacuación, marca coordenadas y número posible de evacuados a partir de la información obtenida mediante los satélites de reconocimiento.

Hablan en voz baja, sin ganas, sus escasas conversaciones suelen ser poco trascendentes. Después de un lacónico saludo —«buenos días» o «buenas noches»— pueden comentar algún sentimiento no despertado aún por la cafeína

—Hay gente que parece vivir en un verano perpetuo.

—Desde luego, Oliv. Aunque no es el caso de ninguno de los que conocemos.

—Pero también en el invierno más oscuro se puede llegar a ser feliz, ¿verdad, Theodor?

Theodor sabe que muchos son incapaces de abandonar el invierno, la nostalgia y el recuerdo, aún así le contesta con todo el aplomo que puede.

—Naturalmente, Oliv.

Theodor mira su rostro, en ocasiones tan cansado y en ocasiones tan vivaz. ¿Era aquello lo que esperaba el cuerpo alargado y pálido de Oliv Sosa? Parece respirar aliviada.

Tiempo: 05 minutos, 20 segundos. Las autoridades comienzan a abandonar Iron Sky.

«Algunos miembros del módulo van a ser lanzados a otra galaxia más pequeña.» El mensaje había aparecido en todos los paneles informativos, de abajo hacia arriba como en una película de cine B, con tipografía dramática, ligeramente inclinada hacia atrás.

—¡Nos escupen otra vez como a guisantes maduros de su vaina, Oliv!

—¿Y esa galaxia hacia la que vamos posee su propio agujero negro?

—Seguramente sí. Seguramente.

Hay que reconocer que aquel «seguramente» resultó terrorífico par ambos

—Theodor, esta mañana he percibido la radiación cósmica de fondo.

—Excepcional, Oliv, excepcional.

Theodor se aleja empujando su contenedor naranja y su silueta comienza a diluirse en la oscuridad como los rasgos de un ahogado se van diluyendo bajo la presión del agua. Mientras, Oliv sigue esperando su contenedor.

Tiempo: 04 minutos, 00 segundos. El programa configura todos los puntos y rayas de los neohumanos que no viajarán.

Era de esperar. Hace nueve meses que empezó la cosa de nuevo. Ya nadie llama «Sol» a esta energía sucia y amarillenta que llega a fogonazos, y las tormentas son cada vez más frecuentes. Hace dos noches, en plena tempestad sagital, un furibundo destello dejó todo a oscuras. Nadie recuerda un apagón tan absoluto. Ni siquiera veíamos nuestras manos, mucho menos las manos de los otros. Quedamos inmóviles y desorientados.

En la oscuridad se aprende a venerar la importancia de la luz y a maldecir. Los paneles, los propulsores y los refrigeradores, se silencian de golpe y todos regresamos a un pasado remoto, no importa si con los ojos abiertos o cerrados. El mundo se convierte instantáneamente en una ausencia, pero dentro de esa nada pueden sonar voces, una oración ofensiva o un respirar ansioso y esperanzado. Al miedo no le apaga un apagón.

La piel se cubre de ojos, aunque se piense que sólo se tienen dos, y algunos lugares clave del cuerpo, como las palmas de las manos o el pabellón vulnerable de la oreja o el cálido vientre, comienzan a vivir por su cuenta. Lo mismo da tocar una piedra que una joya, un rostro que una máscara, se está a ciegas. La vida es lo que te toca.

Tiempo: 02 minutos, 30 segundos. Un equipo se desplaza a una pequeña ladera del Iron Sky. Una joven teniente introduce las coordenadas de partida. A su lado, su superior le programa la configuración de los que viajarán.

Oliv Sosa escamoteó la vigilancia del discurso oficial aprovechando sus intervalos y silencios. Hay demasiados cadáveres arruinando el paisaje para que se le ocurra pensar que el sol y su barroca despedida es algo más que un suceso anecdótico.

A puro fuego de protesta, a puro saldo de muertes, algunos neohumanos comenzaron a jugarse la vida planificando un reventón en el Iron Sky. Es la única forma de sacarse la pesadilla de encima. No sobrevino en un momento, al cabo de un día o de un mes, fue una idea que creció, y fue tomando forma en los subterráneos del éxodo, sin saber bien cómo, se fue armando un tejido capaz de llevar mensajes de memoria, calcular probabilidades o transportar armas en contenedores. ¡No es fácil organizar un asalto a la lógica fría de la supervivencia matemática!

Tiempo: 02 minutos, 00 segundos. El ordenador, uno de tantos, da luz verde a la contabilidad final. La teniente gira una sola llave y pulsa un único botón.

Es agotador tener esa doble vida de neurosis y sobresaltos. Por eso Oliv Sosa no puede conciliar el sueño. Tiene los ojos cerrados y está realmente cansada, pero no puede dormir. Cambia de posición en la cama, pensando que quizás le incomoda el brazo mal doblado, o la pierna encogida, o la posición forzada del cuello. Siente esa opresión familiar en la que el pecho se pega a la espalda y no deja respirar. El ambiente es agobiante, como si las paredes solidificaran todo el dióxido de carbono de la jornada. Dio otra vuelta en la cama. «¡Carajo!», se dijo, «mañana voy a estar hecha mierda». Oliv Sosa lo ignora, y sin embargo un destino se desploma sobre ella, fuera del tiempo y del espacio, sutil y silenciosamente.

Tiempo: 01 minuto, 35 segundos. La cúpula protectora del Irón Sky sale despedida e inmediatamente un cilindro de veinticinco metros y cincuenta toneladas se eleva en posición vertical sin aparente esfuerzo, mientras el personal de a bordo se protege los oídos.

Vivir en el Iron Sky exige un precio. La salvación es costosa. La mayoría de la población queda retenida entre los colores irreconciliables de esos ocasos ensangrentados de la última partida. La salvación es costosa.

Tiempo: 01 minutos, 00 segundos. Suena una rápida secuencia de detonaciones sordas.

La nave vibra con violencia y se ve envuelta en una nube de humo grisáceo que huele igual que los enchufes quemados. La atmósfera debido a la dispersión y refracción óptica se curva y se dispersa, cayendo a más de ocho kilómetros por segundo comenzando a liberar cápsulas de contramedidas electrómagnéticas y aerosoles multiespectrales.

Oliv se quitó los cascos cuando percibió la explosión que provenía de fuera, un espeso humo inundó la sala de lavandería, era como estar en Pompeya un 24 de agosto del año 79 d.C . Todo se volvió un caos cuando llegaron las dotaciones policiales verde oliva e insignia en espiral. Una lágrima brillante resbala por una arruga tierna.

De los altavoces salían las palabras mecánicas, sin ritmo ni entonación, blandas, frágilmente seductoras, y cuando se dio sin darse la señal y una sirena sin sordina cristalizó los aires, todas las armas, de acero, de cristal, de puño y de palabra, de concepto y de forma, no sirvieron para nada, todas las preguntas dejaron de inquietar, si vivir o morir, si la eternidad o el tiempo, si el pasado o el futuro.

Tiempo: 00 minutos, 15 segundos. Se corrigen errores en la telemetría, para obtener una precisión exoatmosférica de fase intermedia con alta probabilidad de éxito.

No llevaba mucho tiempo caminando. Apenas veinte minutos. Pero nota ya el cansancio en las piernas y cierto peso en las lumbares. Sus músculos se agotan al ejecutar los movimientos necesarios para seguir avanzando. Se le hace inmenso y obsesivo el sonido de su propio cuerpo: la respiración, el roce del pelo y la piel contra el kevlar de su traje. Sabe que si se detiene, aunque sólo sea un instante, y contempla lo que hay a su alrededor, percibirá de inmediato, de forma casi invasiva, la auténtica realidad, un paisaje metálico ajeno a ella, un paisaje autónomo que no la necesita para existir, y que seguirá aquí, con sus paulatinas transformaciones de color, textura y formas, según la mayor o menor energía, esté o no para observarlo.

Tiempo: 00 minutos, 05 segundos. Pero sólo quedan cinco segundos, y no hay muchos sitios donde una población, o cualquier cosa por el estilo, pueda salvarse en cinco segundos.

Di algo inolvidable, Oliv Sosa, y si no puedes por razones de indolencia o porque tu cerebro está tan mutilado como tus ojos, haz algo inolvidable, ¡coño! No importa que lo que hagas no sea heroico. No importa que no seas capaz de recordar un himno. No importa que no sepas tocar un instrumento de música ni amar a un hombre, porque pienses que su voz es agria o sus pectorales flotantes o su tos trágica. Di algo inolvidable o haz algo inolvidable, ¡coño! Lo que sea.

Un grupo uniformado verde oliva e insignia en espiral contabilizan a ritmo de raya-punto–raya en lo alto del Iron Sky quién seguiría siendo población. Doscientos cuarenta y ocho. Trescientos sesenta y dos. Cuatrocientos noventa y nueve…

Sólo hay quinientos asientos, casi un millón en fila y el número quinientos, punto-raya-punto-…-raya se lanza por la vertical del Iron Sky.

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No se sale indemne de las sombras

por Relato finalista

Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente.

F. de la Rochefoucauld

La mujer que apagaba el reloj con el deseo de evitar lo inaplazable, que se cepillaba los dientes al irse a la cama y escuchaba las noticias cuando el tráfico aún balbuciente invocaba las primeras y aún ingenuas protestas, es alguien que no cabe en una vida y, si lo intenta, simplemente resbala. Esa mujer no abre el paraguas cuando le sorprende la lluvia en plena calle, no hace filas en los bancos y sólo compra en tiendas online. Esa mujer, en una tranquila noche sin luna, acompañada tal vez por algún hombre insustancial, compra un par de entradas para la última sesión.

Es posible que salga de la sala de cine abatida: había pagado por una de vampiros, y le presentaron ciento sesenta y tres minutos de implacable onanismo metafísico. Pensó que ciertamente se alejaba de las tonterías vampíricas recientes: la fotografía, tan lúgubre; los actores, tan afectados; el guión, tan pretencioso, centenares de líneas integradas en una enfática procesión de tópicos. Tanta tontuna existencial junta para dejarse chamuscar por un polvo. ¡Qué típico, qué falta de rigor! Y así se lo haría saber al hombre, si es que realmente había un hombre, porque en caso contrario, la mujer, acostumbrada al soliloquio, se hubiera visto obligada a evitar el comentario en voz alta y a lo sumo reflexionaría un par de segundos, justo lo que tardara en apagar el cigarrillo con ese aire que sólo se aprende de las películas de suspense y subir al autobús.

El olor a aliento concentrado de personas dormitando, que al principio parece cálido, transforma el aire en un abrazo lastimero y desagradable. Con mano insegura cuenta seis respaldos y se sienta. Durante el tiempo que pasa en el trayecto, Vivha piensa que un autobús más, unas horas más, un matiz cromático iridiscente más y desempataría su existencia de no ser a ser. También piensa levemente en el futuro intentando despejar algún escrúpulo. Lánguida, posa su mirada en la linterna de luz del techo, una hendidura en la oscuridad que sugiere un tránsito dulce, sereno.

***

No hay que abrir demasiado los ojos para descubrirles en la telaraña metálica y deshumanizada de la historia: sus perfiles son aquí y en resto de Europa los mismos, como los del placer o el dolor, la bondad o la perversidad; ni siquiera hay que dejarse llevar por el espíritu del mal, el pecado o la noche para verlos transitar de esa subterránea manera bajo cien metros de fluorescentes amarillentos en pasillos solitarios, o sentirlos jadear en las escaleras mecánicas, siempre un peldaño por encima.

No son fantasmas, más bien seres proscritos de sonrisa rota bajo sus silenciadas alas, con esa biografía de mala pata a cuestas, temiendo siempre ese plasma adulterado, esa luz insidiosa o esa estaca ejecutora. Son seres cansados, decepcionados, testigos de lo cíclico que resulta todo, de la cantidad de veces que hay que renovarse y no morir y adaptarse a los cambios.

Vigías del mundo, arrinconados por su propia inmortalidad, hastiados. Siguen con nosotros, acompañando en comparsa atroz este tiempo de asesinos. Condenados a una eternidad que digieren lentamente con todo el tiempo del mundo, atraviesan tantos años que ni recuerdan cómo consiguieron esquivar las arrugas, los caprichosos dibujos varicosos en las piernas o la torpeza lamentable del cerebro.

Pero aun así, a pesar de la ciénaga que les escupió al mundo, una chispa juguetona brilla en sus pupilas cuando la noche finaliza y la luz obstinada acaba mostrándose sin haberlos consumido.

***

Cualquier ciudad en realidad siempre es dos. La Ciudad Jekyll, el día: la ciudad de las oficinas, de las secretarias que ordenan archivos e imprimen copias por triplicado. Sin embargo, esta misma ciudad muta una vez cae el crepúsculo. Es la hora de la Ciudad Hyde: la ciudad sin día, impredecible, seductora, peligrosa.

Una noche al azar, una boca dentada prendió todos sus fuegos. Y todas sus heridas se abrieron, porque con manos frías, expertas, exacta o arbitrariamente, rasgó y separó no solo su cuerpo sino su mente, se instaló en su médula y una certeza arrancó de cuajo todas sus sospechas. Vivha descubrió que eso iba a estar en todas partes, que empañaría todos los espejos, que atravesaría todas las paredes. Eso fue el nacimiento de la carnalidad, del femenino oscuro que en festín bárbaro festeja la sangre.

Se siente como una maldición perteneciente a otra edad, ¿fragmento de qué culto, dueña de qué poderes, portadora de qué cóleras? Eso la invade hasta ocupar por entero su centro y su parte. Su juicio, hecho de erizadas negaciones, reconoce su deformidad, su belleza, su poder, sin que valga raciocinio alguno ante sus desmanes, y le sobrecoge una infinita vergüenza y un gran desamparo. ¿Soy inocente? Soy culpable. ¿Soy culpable? Soy inocente. Soy inocente siendo culpable.

Sobrevive entre avanzar y retroceder, necesita de la efervescencia de la sangre. ¡Qué combates! Lucha con tanta fuerza. ¡Oh, principio de la sangre, fértil siempre! ¡«Herir», «desgarrar», «descuartizar», verbos rotundos que llegan a grandes pasos a ella!

Desdeña esa condenación y se mortifica al sentir la perversión golpeando sus venas; entonces inútil salir o quedarse en casa, inútil tapar las ventanas contra lo irremediable, lo fatal. No le interesa la eternidad ni el nombre exacto de las cosas. Sus vísceras hablan de vigilias, de lejanías y sueños, sueños de corazones que se abren y liberan ríos de murciélagos. Sólo experimenta repulsión y furia, como si fuera un pudor obligatorio o en su defecto una variante del fracaso.

La infelicidad se enredó en su historia echando raíces profundas que florecen con la obscenidad de una primavera que disipa el invierno de un plumazo. Si el dolor dejara huellas en la piel, ella tendría la apariencia de un lienzo ferozmente apuñalado; pero el dolor no la rompe de cuajo sino a hebras, y cuanto más finas, más daño. Su único consuelo: desordenar sus sentidos y tejer una nueva tela.

***

Observada por la negrura que borra las formas, busca el iris, mundano y ávido, del pasajero instalado dos asientos atrás. El autobús se balancea sin gracia, desconocedor de las leyes de la armonía y, lo que es peor, de sus encontrados sentimientos.

Fuera hace frío. La noche se transmuta en algo rígido, tal vez un bloque de hormigón o una inmensa masa de agua helada. Siente la irritación de un espasmo de sangre en la garganta: ni negación ni asco, sólo una triste impotencia que se torna poco a poco en el sabor de la angustia. En el horizonte crecen formas de estética urbana intuida, alrededor lo sereno y lo simple, detrás el deseo, y al sur un recodo de temor inerme.

Bajan del autobús. La calle los recibe con una iluminación fría y compasiva que proyecta sus huesos ateridos sobre la acera. Caminan calle arriba sobre restos de basura, orines de animales y amansados ruidos urbanos. Sus pasos son las notas de un dueto luctuoso. El pasajero se detiene bajo la oscuridad que proyecta una oblicua cornisa. Cerca de él una ventana débilmente iluminada arroja un cuadrado de claridad sobre el asfalto mojado. Sus sombras parecen penitentes de un cortejo primitivo, el de la persecución feroz de la carne.

Vivha absorbe en su cuerpo los pasos furtivos del pasajero, cierra los ojos. El apetito que se esconde en los andamios oxidados de la fachada se desploma bajo la obscuridad equívoca, y un vientecillo le trae el olor a sangre seca del primer cuerpo, abandonado ya hasta por las moscas. Sus labios saben a piel y olvido.

Odia lo mismo que necesita, como esos lametones a la sangre de cuerpos anónimos en indecorosos baños públicos o el tacto suave de esas pieles fragantes que se convierten al instante en pellejos destilando líquidos. Sólo puede deslizarse sobre la piel, una y otra vez, disponer los tiempos en los que suda su saliva y luego calibrar el momento exacto en el que arrojarse sobre cuerpos; ni nombres ni ojos ni voces, sólo cuerpos, nada los une ya salvo una especie de ceniza gris parecida al silencio. Piensa en aquello, mientras una sombra alargada la cubre.

***

Y despierta. Abre los ojos. Unas manos han sujetado sus hombros y una boca cálida ha escupido una fina baba en su cuello.

—¿De verdad eres una vampira? ¡Chúpamela!

Un rubor le hiela súbitamente la cara. Se gira, y siente la rigidez en los tendones del cuello, su cuerpo tan abruptamente tirante por la tensión y la necesidad. Finge no hacer caso. «Si lo has traído hasta aquí, ahora sigue», se dice. Se acerca más, dispuesta a permitirse tomar todo lo que la cabeza y la mano pudedan coger. La ventana que débilmente ilumina el asfalto mojado arroja de repente un fulgor áureo que agita al pasajero.

—Aquí no.

—No voy a pagarte, nena.

—No hace falta, nene, sólo sígueme.

***

Vivha echó un vistazo al reloj de pared y descubrió la hora exacta que le abriría los ojos al pasajero con un espanto inaudito.

—Vamos —dijo ella, obscena—, acércate.

Y el pasajero se acercó, sí. Su pelo bramaba de espesor y fulgor, la piel toda cubierta de ese brillo delator. Y la boca, ¡Cristo!… labios plenos y húmedos, y esa lengua de animal, como un corazón, no parecía la boca de él, ni la de ningún otro, tan ávida, tan experta. Vio sus pechos, altos pero pesados, las puntas tiernas, inflamadas por el deseo; y el olor, ese olor de memoria profunda, fluyente, submarina. Hizo que se acercara para dar cierta sensación de seguridad definitiva. Le puso ambas manos en las mejillas, y con un suave movimiento le llevó a probar sus destrezas orales allí donde los argumentos se ahogan.

El encuentro clandestino descubre fielmente el flujo convulso de la masacre, revelando los espasmos de un placer enredado con la muerte, la parapléjica contorsión del cuerpo. Penetrar la piel es entrar en un estado de gracia, un arrebatamiento sublime y perverso; el ritmo no se mantiene, se acelera. Los gritos se mezclan con la sangre que brota, transforma los gemidos en aullidos líquidos, viscosos; y a medida que la vida se desvanece el furor de la penetración aumenta.

El pasajero tuvo miedo. Mejor dicho, tuvo pánico, un pánico perfecto, absoluto, puro y sincero como el último latido terrible de su sexo.

Allí, Vivha, desnuda, cegada por el ansia, danzó clavada sobre el henchido cuello por venas y arterias latientes. Más allá, el pasajero no llegó a terminar su copa, cayó sobre la cama teñido de sangre y vino almidonando su perfecta sábana blanca, aún más blanca ante los crisantemos lacres que brotaron de su cuerpo. Una pulcra gota de sangre descansa sobre su ojo derecho transformando la mirada del pasajero, antes mundana y ávida, en un guiño de perplejidad, la exanguinación helándole la piel.

En cierto momento, justo antes del amanecer, se levantó y arrastrándose hasta la ventana miró el cielo dolorido, lastimado por todos aquellos colores, colores que le prestaron un éxtasis primario y pintaron de rojo pompeyano las paredes de la habitación en dramático contraste con las sábanas blancas, con el pasajero allí detrás, sólo en la cama en su tórrida muerte. Por un instante Vivha se sintió calor y color, y suavemente vibrante dijo en voz alta:

—Nene, me gusta. Me gusta esta luz. Me estoy suicidando y no me importa.

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Protocolo revolución: ahora

por Relato finalista

Llovía. Al bajar junto a su escuadra del aerodeslizador con el escudo del MOP serigrafiado sobre su blindaje, el teniente Kira Kovac-Lee alzó la cara, dejando que las gotas calientes le lamieran las mejillas. Hacía más de dos siglos, antes de que el calentamiento global derritiera los polos, había cuatro estaciones, lo que si no fuera por la amplia documentación de MAYA —la novena iteración de la internet cuántica— le parecería tan legendario como la existencia de la Atlántida. Ahora, con la expansión de la franja tropical, incluso en aquella antigua ciudad interior no había más que dos estaciones: la lluviosa y la seca.

Se colocó el casco del equipo de combate y se limpió con una gamuza la lente del implante artificial que era su ojo izquierdo. Al bajarse la visera, los vectores de movimiento y disparo aparecieron sobre la pantalla retinal, iconos y letras fluorescentes que seguían a los jóvenes sentados a la entrada de la estación de maglev abandonada como fantasmas de caligrafía.

El teniente pasó revista a las biométricas de sus hombres: la sargento Sarah Händel; Yevgueni Ramírez, el médico de campo; Atari, el criptonáuta. Los acompañaban, además, otros cuatro agentes asignados a la misión: Kennedy, Nolan, Hoffman y Santos.

Avanzaron hacia el callejón junto al rascacielos parcialmente edificado, entre las chabolas y las zonas en las que la exuberante vegetación parasitaria había destrozado el asfalto y reclamado una parte del entorno urbano. El teniente ajustó los filtros de audio de su cerebro electrónico para que eliminara los sonidos del tráfico y la lluvia, en el mismo instante en que conectó la interfaz de su brazo al fusil de asalto de raíl magnético. Inmediatamente un contador de munición se añadió a los datos que flotaban frente a sus ojos. Poco antes de abandonar el cuartel central había comprobado el cargador de su Glock 31, un arma automática que no sólo no era reglamentaria, sino que además se consideraba obsoleta; se veía obligado a fabricarse él mismo la munición, ya que hacía más de setenta años que no se comercializaba. Pero le gustaba, y le aportaba una seguridad adicional: quería llevar encima un arma sin electrónica alguna cuya fiabilidad no dependiese más que de su mecánica, y no de la habilidad de un delincuente para piratearla.

El edificio sólo contaba con nueve de las treinta plantas que habían sido planificadas, y aquellas sólo eran habitables porque los sucesivos propietarios habían redistribuido su interior, levantado los tabiques y parasitando las semiabandonadas infraestructuras de la zona. Estaban a unos diez kilómetros de la costa, por lo que el área se consideraba insalvable: en menos de dos décadas, aquel edificio se hundiría en las aguas salobres del Atlántico. El gobierno, por tanto, renunciaba a destinar recursos a la conservación de zonas periféricas como aquella.

La puerta trasera no estaba cerrada. Los ocho agentes avanzaron ágilmente por la escalera, entre los cuerpos tirados en los escalones totalmente sumergidos en sus vidas virtuales. A pesar de la considerable cantidad de población que se había trasladado a los continentes artificiales flotantes, todavía eran varios los millones de personas que vivían hacinadas en la cada vez más escasa tierra firme.

A medida que ascendían, los canales de comunicación vía satélite con el cuartel central comenzaron a fallar, apagándose sucesivamente como farolas de una calle a la que se corta el suministro eléctrico. No importaba, el teniente podía seguir comunicándose con su escuadra a través de bluetooth: aquello era algo que había previsto.

El susurro comenzó muy débil, como sílabas de estática perdidas en el fondo de una habitación concurrida, para poco a poco ganar nitidez.

Lo que llamas verdad no es más que lo que el software de análisis social transmite por los medios de comunicación de masas: lo que quieres oír según la minería de datos basada en tus tendencias de descargas, los picos de campañas de adquisición de productos en los que has participado.

La voz sonaba monótona, decididamente humana pero ligeramente modificada para no transmitir ningún rasgo individual; el análisis del espectro de onda revelaba un tono que coincidía en todas sus características con la voz media del ciudadano modelo normal en las estadísticas. Aquel discurso estaba siendo emitido en una frecuencia de corto alcance; el teniente supuso que todos los individuos en un radio de dos manzanas estarían recibiendo en sus cerebros electrónicos la señal.

Como si el orador hubiese percibido su análisis, el discurso varió, pareció vacilar como si la grabación hubiese sido sustituida por un individuo que ahora estuviese improvisando su propaganda.

Tu cerebro electrónico, el que te implantan al nacer, es una membrana que te lastra; constriñe tu mente y quién eres. Estás tan embrutecido por tu sofisticación que no has sabido aprovechar su potencial. Te has creído la publicidad que te aseguraba que con la parte de tu cerebro que almacena información de manera pasiva confiada a un procesador y a una red de neuronas de silicio tu «mente superior» quedaría libre para desarrollar tus capacidades. Y lo que tienes es un cerebro embotado, petabytes de información externa que nada tienen que ver con tu propia vida, archivos incontables de experiencias no significativas: si te fracturara la cabeza y esas imágenes pudieran cristalizarse y derramarse como la vidriera de una catedral gótica despedazada por un bombardeo de la Lutfwaffe no vería más que pararrecuerdos pornográficos y vídeos intrascendentes de EndoTube…

En la entreplanta del piso séptimo la escasa iluminación eléctrica de las plantas inferiores desapareció totalmente. Las pantallas retinales de la escuadra cambiaron inmediatamente a modo de visión nocturna. Unos escasos segundos después se encontraron ante la puerta de acceso al piso noveno. A pesar del aspecto mugriento y abandonado que compartía con el resto del edificio, se trataba de una puerta blindada.

Recibes las noticias filtradas según tus mezquinos intereses y los de los círculos en los que estás inmerso, lo que significa que tu visión del mundo cada vez se adapta más a tus propias expectativas: vives en una imagen de la realidad cada vez más reducida y endogámica, eres un cerdo hozando en tu propia excrecencia de metadatos.

—Atari —dijo el teniente por el canal de voz.

El criptonáuta se acercó a la pared lateral, pasando los dedos suavemente sobre el yeso manchado de humedad. En un momento determinado la pared pareció vibrar y tragarse las puntas de sus guantes hápticos; luego esa misma sección de la pared parpadeó y desapareció cuando el holograma que ocultaba el panel de códigos se difuminó.

Atari comenzó a mover los dedos sin tocar aquel panel: el contacto físico no era necesario, estaba interactuando con la representación en MAYA de aquel edificio, enfrentándose a la inteligencia artificial encargada de su seguridad.

Ni siquiera puedes asegurar que este flujo de agria conciencia no haya sido patrocinado por Google.

El teniente se fijó en la ligera vibración del giróscopo de su visor: pisadas, algo que se acercaba sigilosamente. Sin hacer ningún ruido alzó su fusil de asalto mientras su ojo artificial ajustaba la naturaleza de la lente para captar el espectro infrarrojo, brillando como un ascua en aquella oscuridad.

Dos figuras se movían por el pasillo al otro lado de la puerta blindada. Sus cuerpos eran humanoides, aunque las manchas carmesíes estaban salpicadas de vacíos negros donde se encontraban los implantes cibernéticos y las armas de fuego. Automáticamente se trazaron en la mente del teniente los vectores de movimiento, y apretó el gatillo dos veces en rápida sucesión. Cada disparo arrojó dos discos de filo monomolecular de apenas tres centímetros de diámetro. Aquellos proyectiles penetraron entre los átomos de hormigón, de metal y de carne, segando las carótidas de ambos objetivos.

Habéis olvidado lo que es la incertidumbre. Habéis olvidado lo que es el miedo. Habéis olvidado lo que es la responsabilidad. Habéis olvidado lo que es ser humanos.

La puerta se desplazó a un lado siguiendo el movimiento de la mano de Atari, como en un vistoso truco de telequinesis. Nada más atravesar el umbral la sargento Händel comprobó el estado de los dos individuos abatidos. Con un movimiento fluido, una hoja de acero surgió de la palma de la mano con la que estaba comprobando el pulso de uno de ellos, rematándolo inmediatamente.

Frente a ellos se extendía un largo pasillo con vanos de puertas a intervalos irregulares: puertas no había, sólo pesadas tiras de goma sucia a modo de cortinas.

Avanzaron lentamente, concentrados en las lecturas de los sensores. La voz cuyo discurso habían escuchado en las escaleras había callado, aunque todavía parecía que flotaban algunas palabras sueltas como una neblina al borde de ser perceptible.

Surgió de la nada. En menos de un segundo desde que el teniente y sus hombres percibieron el ruido de los servomecanismos, la abultada figura de casi tres metros de altura del necrodroide atravesó uno de los tabiques.

Lo primero que apareció entre la nube de yeso y cascotes fue la zarpa de tres garfios con los que aferró del pecho a Santos y lo golpeó brutalmente contra el techo. El sonido del impacto les llegó al teniente y al resto de sus hombres con la nitidez de sus sistemas de análisis tácticos: escucharon la fractura del cráneo y las cervicales en alta definición.

Lo siguiente que vieron fue el cañón Gauss rotatorio que los apuntó. La rápida reacción facilitada por las drogas de combate que les recorrían las venas les permitió arrojarse al suelo décimas de segundo antes de que el engendro disparara. Salvo a  Nolan, cuyo cuerpo atravesaron casi un tercio de las varas metálicas hiperaceleradas.

El teniente alzó la mirada en el segundo escaso que aquella monstruosidad acababa de atravesar la pared mientras el sistema de alimentación de munición recargaba su arma. La IA del edificio debía de haberlo activado poco después de su acceso. Los detectores de calor no lo habían registrado, porque aunque se trataba de un cíborg y no de un autómata íntegro, su parte humana llevaba mucho tiempo muerta. En el pasado, algunos proyectos militares habían empleado componentes humanos como hardware para aquellos constructos, aunque hacía ya más de cuarenta años que el Comité Central de Naciones Unidas había sancionado una disposición que prohibía su fabricación y uso.

Ágilmente, el teniente Kovac-Lee se puso en pie y disparó con su fusil de raíl a aquella cosa. Por supuesto, sabía que el campo electromagnético que lo rodeaba desviaría los proyectiles de su arma, pero no quería dañarlo, sólo atraer su atención unos instantes.

Cuando el necrodroide dirigió su inmensa arma hacia él, la sargento Händel trepó rápidamente por su espalda hasta arrodillarse sobre sus hombros, a escasos centímetros del techo. Colocando la mano sobre el parietal del ser, activó el sistema neumático que proyectó la sección de su antebrazo treinta centímetros con una fuerza de decenas de miles de newtons. La cabeza del cíborg voló casi veinte metros por el pasillo, seguida de una estela de cables, vértebras y aceite negruzco como sangre putrefacta.

Ramírez no comprobó el estado de los dos agentes caídos: toda la escuadra podía ver que las biométricas de ambos estaban en negro.

—Sigamos —dijo el teniente—. Escaneo completo en todo el espectro cada treinta segundos. Atari, acaba de una puta vez con la IA.

Tras varios minutos recorriendo la planta, llegaron a un recodo tras el que apareció la única puerta interior que habían encontrado hasta el momento. El brazo como un pistón de la sargento la derribó sin demasiado esfuerzo, y en cuanto cayó Händel se precipitó al interior de la habitación.

Frente a ella encontró un sillón raído en medio de varias pilas de canjilones rellenos de discos traslúcidos, finos como hojas de papel, que identificó enseguida como discos de asimilación —los cíborgs los empleaban para ingerir tratamientos químicos, puesto que muchos de ellos ya no contaban con un sistema digestivo orgánico plenamente funcional—. En ese sillón un hombre de edad indefinida se desconectaba un nervocable del lóbulo temporal derecho, la zona de la cabeza que llevaba rapada; en el resto, el pelo negro y plateado le caía hasta los hombros. Antes de que pudiera hacer nada más, la sargento alzó la mano derecha y de un fino cañón montado sobre su antebrazo salió despedida una aguja. Ésta se clavó en el pecho del hombre, liberando inmediatamente una neurotoxina que lo paralizó. No obstante éste, con su cerebro electrónico, activó los drones que descendieron de las altas vigas y la acribillaron.

El teniente Kovac-Lee entró con paso decidido, alzando tanto el cañón de raíl como su automática: con los brazos extendidos como un suplicante clamando al cielo, derribó las máquinas flotantes, a la vez que el médico corría ya hacia la sargento abatida. Sin perder un instante, el teniente avanzó hacia su objetivo y le conectó un dispositivo en uno de los huecos de interfaz neuronal del cráneo. Hecho esto, enfundó la pistola y revisó el estado de Händel. Ramírez ya había solicitado extracción inmediata.

—Juno Sarkissian: en nombre del Ministerio de Orden Público, queda detenido; se le acusa de terrorismo.

Tras decir aquello, el teniente Kovac-Lee se cruzó la correa del fusil de asalto al pecho; dejando éste tras su espalda, se desprendió del casco de combate, cogió una silla de metal de una de las mesas y se sentó frente al hombre. Del bolsillo de la chaqueta blindada sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno y espiró despacio el humo.

En la habitación había varias mesas atestadas de CPU de finales del siglo XXI conectadas entre sí; sus protocolos de acceso a la red eran tan antiguos que los sistemas modernos eran casi incompatibles, y por ello eran prácticamente invisibles en MAYA. El teniente sonrió —como las veces anteriores—, ante aquel alarde de ingenio tan simple: era el mismo modo de pensamiento lateral que se aplicaba a él y a su pistola anticuada.

Esperaba que mis medidas de seguridad aguantaran un poco más.

Juno Sarkissian no podía hacer mucho. La neurotoxina impedía que pudiera mover sus músculos de manera voluntaria, y el inhibidor del cerebro electrónico sólo le permitía comunicarse por el canal que el teniente le había dejado abierto.

—La práctica perfecciona —respondió el teniente en medio de otra calada; en el silencio que siguió percibió la pregunta no formulada—. El Juno original se creó siete clones en los que copió su identidad. Ninguno sabíais que no eráis únicos, para que funcionarais como células independientes y aumentar la confusión.

¿Cuántas veces me has detenido, entonces?

—Ésta es la octava.

Somos viejos amigos, por lo que parece. En el mensaje de Juno vibraba un tono de ironía. Tenemos una estrecha relación de amor-odio.

El teniente Kovac-Lee sonrió, posiblemente porque hacía tiempo que él había llegado a la misma conclusión.

—Te tengo muy presente —alzó una mano hasta que el dedo enguantado tocó la montura oscura de su ojo mecánico—. Esto me lo hiciste la tercera vez. Un disparo fortuito.

Se hizo un silencio entre ellos, antes de que Sarkissian reanudara la conversación mental.

Terrorismo… ¿sabes que de lo que me acusas hace ciento quince años no era más que un delito contra la salud pública?

—Según la Disposición Internacional U17-564 de 2129, el tráfico de estupefacientes es un delito contra la organización gubernamental de un estado soberano y sus ciudadanos, en la medida en que bloquea los sistemas de condicionamiento subliminal y por tanto mina la estabilidad del cuerpo social y pone en peligro la integridad de los individuos que lo componen.

Ah, sí, lo olvidaba… la doctrina de la Democracia Total. De verdad os creéis con derecho a imponer la decisión de la mayoría a un nivel íntimo.

—Por supuesto. Es una cuestión de eficacia, una consecuencia lógica de las filosofías políticas desarrolladas desde la Grecia clásica.

En ese preciso instante los canales de comunicación con la central se reactivaron. El icono que representaba a Atari parpadeó dos veces, señal de que había acabado con la IA de Sarkissian.

—¿Sabes que antes de aplicar el sistema subliminal de voluntad consensuada de todas formas a las minorías se les imponía por medio del sistema legal y del poder ejecutivo la decisión de la mayoría? —continuó el teniente Kovac-Lee—. Algo que estarás de acuerdo conmigo que es tremendamente ineficiente. La Democracia Total lo único que ha hecho es aliviar a las minorías de la frustración de su disidencia, ahorrarles la ansiedad emocional de la oposición. Ahora votamos, y después todos aceptamos unánimemente el resultado de cualquier consulta —inspiró otra profunda calada, y luego su voz sonó ligeramente triste, como la de alguien que ha pensado demasiado para llegar a una conclusión indeseada—. Además, si algo ha demostrado el ser humano a lo largo de su historia es que la libertad lo aterroriza.

¿Y dónde queda en ese esquema la individualidad, el valor del propio yo?

Hubo un silencio entre ambos.

—El bienestar de la mayoría es más importante que el de la minoría o uno solo.

Tras otro silencio, reflejo del anterior, Sarkissian contestó.

Yo sólo quiero liberaros de la mentalidad de colmena.

—Acéptalo. Es el mal menor.

Pasaron unos segundos en los que en MAYA se iba celebrando el juicio virtual de Juno Sarkissian.

¿Sabes? Hace siglos el terrorismo consistía en acciones violentas cuyo objetivo era desestabilizar la estructura social…

—Absurdo —dijo el teniente tirando al suelo su cigarrillo—. No se puede construir nada sobre el caos.

Sólo en el caos crecemos, sólo con la antítesis hay una síntesis. El estancamiento, el orden, sólo llevan a la podredumbre. Definitivamente, creo que voy a probar con el terrorismo de la vieja escuela. Ya he pensado un plan.

El teniente se puso en pie.

—No creo. Se te ha acabado el tiempo. Tu sentencia ha sido votada y aprobada.

Hoffman y Kennedy se situaron tras el teniente y apuntaron con sus armas a la figura yacente.

Veremos… Espero que podamos continuar esta conversación. O al menos repetirla.

De la voz de Sarkissian pendía una sonrisa.

También había una sonrisa en la cara de Kovac-Lee cuando le dio la espalda y activó el icono de ejecución en las retinas de sus hombres. Como un solo disparo, los dos proyectiles atravesaron la cabeza que se inclinó sobre el respaldo del sofá bruscamente, como si quisiera lanzar una violenta carcajada final hacia el techo.

***

Atari llegó al bloque de cubículos, subió al piso veintitrés por los ascensores de alta velocidad y caminó por el largo pasillo hasta la puerta 2317. Posó la mano sobre el panel metálico junto a ella, y tras el reconocimiento de su NIC y su secuencia genética la puerta se deslizó sin hacer ningún ruido.

En el interior del cubículo sólo había espacio para el sillón que ocupaba el centro de los escasos tres metros cuadrados. Nada más entrar, una sección del techo se replegó y los apéndices mecánicos descendieron para retirar de su espalda la unidad de conexión táctica y el resto de su equipo. En unos segundos, de manera eficiente liberaron los cierres de todas las prendas hasta que su cuerpo quedó libre de las capas de kevlar, titanio y tela, los huecos de las conexiones de la biointerfaz a la intemperie, libres de los nervocables.

Antes de que los brazos robóticos se recogieran y almacenaran su equipo en el interior de las blancas paredes, los detuvo con un pensamiento. Ejecutó el programa de ofuscación que él mismo había desarrollado, y su cerebro electrónico comenzó a grabar para el archivo oficial su sesión —falsa— de ejercicios de meditación; adicionalmente, el programa borró el engrama de la orden de su ejecución de su cerebro biológico. Convencido de que en la central las inteligencias artificiales de vigilancia no podían sospechar de él, de uno de los bolsillos del pantalón de combate que aún colgaba del apéndice mecánico extrajo un pequeño disco traslúcido, fino como una hoja de papel: lo había ocultado al abandonar el laboratorio clandestino junto a la escuadra de asalto.

Se sentó en el sofá, y por unos minutos estuvo jugueteando con el disco entre sus ágiles dedos. Su enfrentamiento con la IA del edificio que habían asaltado había sido duro, por mucho que no hubiese durado más de unos minutos. No podía negar que como programador Juno Sarkissian era un genio. Ahora probaría qué tal diseñador de drogas era.

En el dorso de su mano izquierda se alzó la bandeja de asimilación, un pliegue con una rendija en la que alojó el pequeño disco. Al principio no sintió nada, aunque algo a un nivel subliminal se estaba desplegando, un programa químico cuyas líneas eran tan sutiles que los sensores de su organismo y el software de análisis que tenía instalado no podían clasificar. Atari sonrió: Juno era un romántico; había programado la droga para que se desplegara tal y como los archivos históricos recogían que ocurría con los alucinógenos de tiempos pasados, extendiendo sus efectos por el organismo suavemente, como un rumor creciente o la obertura pausada de una sinfonía. Decidió ponerse cómodo, esperando a que la secuencia de líneas germinara.

Colocando su cuerpo sobre las molduras ergonómicas del sillón, Atari notó cómo los conectores de los nervocables se insertaban en las hembras que recorrían su espina dorsal, cómo el tubo alimenticio se ajustaba a la válvula supragástrica y los tubos excretores a las interfaces correspondientes de su vejiga y su canal rectal. En ese momento su visión cambió radicalmente, cuando su mente dejó de estar restringida al ámbito de su cuerpo físico.

Se encontraba en una habitación luminosa y circular; había basado su diseño en los faros de la antigüedad. Situada en la cúspide de una torre de marfil y acero, los ventanales mostraban una playa virgen varios kilómetros a la redonda y un mar turquesa bajo el que se sugerían las formaciones de coral sobre las que las suaves olas dibujaban líneas de espuma. En la habitación sólo estaba él: había creado aquel refugio virtual con el único propósito de disfrutar del lujo del espacio. Mirando ese mar que se extendía sin fin en todas direcciones, cayó en la cuenta de que hacía casi cinco años que no se había acercado siquiera a los límites de la ciudad, y sus recuerdos reales de un horizonte eran tremendamente vagos. No obstante, no quiso que su cerebro electrónico los enfocara: quería saborear aquella indeterminación.

Alzó la mano, en la que apareció inmediatamente un vaso con zumo de tomate y vodka, y paladeó lentamente el primer trago. En ese momento algo ocurrió: el mar perdió definición y se pixeló, el movimiento de las olas se convirtió en una serie de saltos inconexos, destellos esquizoides de espuma. La imagen de su visión periférica pareció bloquearse con vetas de estática y ruido blanco. El sabor en su boca se volvió el del papel quemado, y el vaso en su mano desapareció. Una parte del cielo se convirtió en un hueco matricial opaco y sin iluminación.

…sólo quiero liberaros de la mentalidad de colmena.

Las palabras le llegaron como un eco en el momento en que un mensaje apareció en la esquina inferior de su pantalla retinal, dos palabras acompañadas por una cuenta atrás: «Protocolo revolución: 00:00.777».

Todo ocurrió en milisegundos.

Protocolo revolución: 00:00.709. La habitación de marfil se colapsó, dejando un espacio perlino indefinido.

Protocolo revolución: 00:00.689. Las contramedidas de seguridad que Atari acababa de ejecutar como respuesta instintiva se disolvieron arrastradas por el torrente químico-luminoso que reverberó en su organismo y se desplegó reajustando las neuronas de silicio de su cerebro electrónico.

Protocolo revolución: 00:00.601. La melodía química permeó la red de neuronas de carbono.

Protocolo revolución: 00:00.476. Su propia identidad pareció estallar, convertida en haces de luz renderizados como potentes chorros de oro. Por un momento le pareció percibirse como un ser totalmente exento de base física, un software eterno y trascendente.

Protocolo revolución: 00:00.398. Le pareció notar otra presencia, un conjunto de variables y rutinas que reproducían como una imagen fractal una personalidad de zafiro refulgente.

Protocolo revolución: 00:00.312. Por un momento se sintió aislado y perdido, por un nanosegundo recuperó la sensación de inocencia de su nacimiento, y aquella presencia lo acogió en su seno incorpóreo.

Protocolo revolución: 00:00.227. Entre aquel abrazo su propio yo pareció fundirse con el del programa que era la conciencia proyectada de Juno Sarkissian, y el gemelo siamés resultante extendió su concepto de brazos creando ondas que se prolongaron en aquel espacio irreal veteándolo con los trazos concéntricos de un mandala.

Protocolo revolución: 00:00.154. Juno-Atari emergió del útero de madreperla virtual, de vuelta a su faro imaginario.

Protocolo revolución: 00:00.112. Por última vez, miró aquel mar íntimo que había inventado. Inmediatamente su visión volvió al cubículo en el que permanecía conectado al sillón, y accedió al sistema de seguridad central del Ministerio de Orden Público.

Protocolo revolución: 00:00.069. Frente a la IA del cuartel central, liberó el virus Estigia. Los sistemas de emergencia quedaron bloqueados.

Protocolo revolución: 00:00.017. Inspiró profundamente, pensando en los miles de agentes latentes que su droga habría activado y con los que su identidad se habría fusionado setecientas sesenta milésimas de segundo antes.

Protocolo revolución: Ahora.

Deliberadamente se mantuvo con los ojos cerrados, todo canal artificial de comunicación externo desactivado.

A través de los delgados tabiques comenzó a oír lejanos truenos sincronizados que nada tenían que ver con las lluvias del monzón.

La capa de nubes de la noche sobre la ciudad comenzó a iluminarse con destellos rojizos, explosiones rubí heraldos exultantes de una posible nueva era.

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Bubble Jet, made in New Haven, Connecticut, USA

por Relato finalistaRelato Bluetal

No haréis sajaduras en vuestro cuerpo…

Levítico 19:28

1

El cuerpo ascendió lentamente, chorreando agua. La ascensión se detuvo un instante, como si quisiera desde allí, suspendido sobre los demás, hablar un rato y despedirse antes de que se lo llevasen. Uno de los focos azulados del puente buscó en la oscuridad hasta posarse sobre el bulto.

El cadáver estaba medio desnudo. La cadena que lo sujetaba por debajo de los brazos mantenía estos separados del cuerpo. Con la cabeza levemente inclinada hacia delante, el cadáver daba la impresión de una crucifixión en el aire o la de un mártir que en su ascensión a los cielos se lo estuviera pensando mejor, desertar. En seguida dio un brinco en el aire que lo arrancó del círculo de luz y lo acercó a la orilla.

—Vamos, vamos, dispérsense, ya no hay nada que mirar…

—¿Quién será?

Bubble se sintió afectada, quizás porque los brazos ligeramente abiertos del cuerpo parecían reclamar una explicación, o porque al mirar hacia abajo había visto toda la porquería que flotaba en el río.

En cada sueño hay encerrada una clave que es como el manual de despegue de un transbordador espacial o los últimos versos de un poema sanscrito: indescifrable. Cuando el horror y la angustia colman todo el espacio y el tiempo, la pesadilla nos da irremediablemente alcance, la completa saturación de pánico insiste en el terror de la monstruosidad que nos persigue, en el vértigo del vacío bajo nuestros pies o en la opresión de encontrarnos perdidos en calles desconocidas, entre seres amenazantes. La pesadilla es codiciosa. Eso fue lo que vio esa noche asomada entre la gente desde el puente de Ithiel.

Han pasado unos días, y aún el mismo escalofrío de entonces la estremece. La escena vuelve a repetirse, se le ha hecho familiar, aquella pirueta aérea algo tosca la zarandea en mitad de la cama y la despierta con las extremidades rígidas y frías, en la garganta una pálida náusea envuelve el bajón de la amanecida. Y aunque sabe que eso se pasa con una buena ducha caliente, los consabidos síntomas de urgencia, pasión y opresión la revuelven y angustian en demasía.

2

No es necesario empezar por el principio o partir de un final para ir escalando la línea aberrante y reductiva con la cual despachamos normalmente las historias; porque esto, en verdad, no es una historia, sino una larva que se introduce en el cerebro y lo deja con más huecos que un gruyer.

Los hechos son inciertos. Sería necesario para comprender mínimamente una parte ver las ramificaciones, las dilataciones, el intersticio decimal en donde comienza una historia sin la cual no podría contarse ésta. Pero da igual, nos hemos acostumbrado a que no nos importe, vivimos como piezas sueltas en una caja.

¿Por dónde empezar, entonces? Podría hablar de cómo la antes potente ciudad se reseteó chapuceramente tras el apocalipsis y nadie quiso hacerse responsable del día después. Todos parecían encontrarse cómodos en esa especie de limbo histórico en el que la falta de recursos acabó con casi todo bicho bien pensante, y los escasísimos corazones fugitivos que aún latían no eran capaces de despegar el miedo de sus paredes, como el colesterol malo se obstina en permanecer adherido a las arterias. Curarse del miedo es tan difícil como curarse de una sífilis sin penicilina, sobre todo cuando ya no quedan viales de penicilina y el miedo es parte del nuevo código genético. El sentimiento más claramente humano desde que se nace es el miedo, solo que algunos no saben nombrarlo. Quizás Bubble y Sever fueran aún de los pocos corazones fugitivos que quedaban que le pusieron nombre al miedo. Lástima que se sintieran en bandos distintos.

3

Nuestra ciudad en fin de semana transforma sus calles en corrientes que rebosan libido. Los jóvenes de los sectores más alejados se desplazan al centro en busca de una boca chupona. No hace tanto que a los cabrones les dio por marcarse la piel; tal vez la tradición, si aún se recordaran éstas, les venga de los presos que se dibujaban una sirena en el antebrazo para entretener su soledad meneándole las tetas al apretar y soltar el puño. Así de simples eran sus marcas: calcomanías, garabatos o frases cursis que ofrecían amor para siempre con flores de sangre para madres y novias. Ahora, delicados dibujos con sombras y a todo color florecen en los cuerpos: el aguijón que pinta un lagarto enroscado en la pierna, un dragón volando en un hombro, un escarabajo sagrado caminando por la espalda o un diablo devorador de almas, marca con dolor la piel que se va abriendo al ardor de la tinta.

Por todos lados, fragmentos de cuerpos empapados en tinta. Cuerpos delineados en la epidermis pigmentada de un brazo. Un abrazo de serpiente acinturado. Rostros dados al olvido en una espalda. Unos glúteos asomando por el drapeado de los pliegues de una cadera. Una mano abierta que se quedó hueca en un gesto vacío. Restos de cuerpos pegados al lienzo de la piel. Parcelas de piel arañadas por el arrebato del clímax. Cadáveres enroscados en otros cadáveres, aunque sin duda son cadáveres de fiesta. La angustia es tal, el caos es tal, que los cuerpos sirven de pista de aterrizaje para la adrenalina.

Cada dibujo es del cuerpo que lo posee, lo acaricias y te encariñas con el desollado del pellejo y con su costra. Quizás no existan ceremonias demoníacas ni cruentas rúbricas rituales, pero secretamente tras el tatuaje hay de por medio un acuerdo de compraventa de pasiones por el precio de sentirse vivo o lo que sea; depende de la hora, el dinero o el feroz tedio.

Los tatuajes van delineando una nueva geografía sexual apócrifa, algo así como un diluir fronteras y vivir en otra dimensión, con otra identidad. Lo he visto en innumerables ocasiones en La Guarida: hileras de hombres entrando vivos pero saliendo tallados con los colores de la muerte envidiosa. Esa pupila aguja que hay en La Guarida pincha para provocar directamente la muerte.

4

La máquina comenzó como un simple plóter made in New Haven, Conneticut, USA. En un principio se alimentaba sólo de protocolos gráficos y tinta. Aún siendo un inerte aparato algo siniestro, al igual que lo son los pájaros mecánicos, las muñecas animadas u otros ingenios autómatas, fue sufriendo mutaciones cada vez que una gota de sangre se incorpora a sus circuitos o un jirón de piel se ensamblaba en sus engranajes.

Dilly era su último técnico. Hacía bien su trabajo, y si no fuera por esas manos ásperas y esa prominente barriga con la que se rozaba continuamente, hasta podría gustarle: era listo y, sobre todo, seductoramente cínico.

—Esta máquina es como un cuerpo sin órganos, un subconsciente esquizofrénico.

—¡Joder, Dilly, qué bien dicho!

Dilly dio varias vueltas alrededor de la máquina y con un gesto teatral enmarcó entre sus manos a una reluciente y puesta a punto Bubble Jet made in New Haven, Conn.

Voilà. Con este nuevo motor no necesitarás corriente para funcionar, el magnetismo te hará girar. Podrás ir más rápida, yo diría que dos o tres centímetros cuadrados por segundo. Ganarás en precisión.

La máquina en cuestión tenía una serie de ruedas de caucho colocadas en paralelo a una pulida superficie de acero con forma humana. El cuerpo se instalaba entre esa superficie y las ruedas, entonces estas giraban por encima de la piel tensándola para dejarla lista para los cabezales que caían serpenteando como largas trenzas vikingas. Los numerosos inyectores pulverizaban tinta a medida que la piel aprisionada se acerca, casi podríamos pensar que al oler su sebo reaccionan hociqueando y escupiendo. Hambrienta, va calentando los pigmentos haciéndolos pasar de líquido a gaseoso para su expulsión. Una vez fuera se enfrían y las gotas se inyectan a través de las agujas.

—Estupendo

—Además, ahora da igual qué tipo de piel sea: joven, vieja, escarada o leprosa. Si metes la piel a lo ancho girarán más lentas que si se mete a lo largo, es lo único. Por cierto, tenemos unas nuevas máquinas láser microtopográfícas que nos traen de Chequia, ¿no has pensado hacerte modificaciones?

—No, Dilly. Todo está bien como está. Mis clientes no se han quejado.

—¡Ja, ja, ja! No pueden, Bubble.

5

La Guarida está iluminada por un neón de Anís del Mono, como en una película de los cincuenta, en donde siempre hay una ventana y un luminoso que relampaguea entrecortando la escena, pintando los cuerpos de fluorescente y poniéndole precio a cada caricia con su propaganda comercial.

Todos desfilan por el local, cada vez un poco más adictos. Todos menos Sever, ese joven negro como la tinta, ese que se hace el difícil, ese que prefiere quedarse sentado en la escalera cagado de frío tiritando diente con diente. Entorna los ojos hasta nublar el neón de La Guarida como si no quisiera ver, como si quisiera borrar esa Capilla Sixtina del grabado obsceno sodomita.

No quería entrar en La Guarida, odiaba ese lugar —«de mala vida y maricones», decía—, solo iba por acompañar. El cuerpo de Bubble conectaba directamente los sentidos con las vísceras. Sus amigos tiraban de él con sus crueldades y burlas, hasta que Bubble gruñía.

—Si no quiere, no quiere, dejen de molestar a este pobre cabrón.

—No tan pobre —ontestó Sever mirándola de frente—. Tengo principios.

—¿Y eso qué es, guapo?

Bubble lo miró por encima de sus cieciséis centímetros de tacón de acero inoxidable, una mano acomodada en la cadera y la otra sujetando delicadamente sus apéndices de gorgona. La bata china abierta mostraba un pezón plano, que era el rosado corazón de una margarita tatuada, marca de serie. Sus ojos estaban llenos de una vida diferente, afablemente malévola.

—Tengo sentimientos.

—Pero bobo, si éste es el palacio de los sentimientos, corazón.

—¡Tú no lo entiendes!

—¿Y qué tendría que entender?

—Las cosas que están pasando.

—¿Qué cosas? Yo veo que todo está bien. Ellos están bien, yo estoy bien. ¿No me encuentras bien?

Bubble acariciaba su pezón. Reconoció ese sobreactuado tono de santurrón relamido hijodeputa que quiere, pero no quiere; aún así le pone ese cliente de lo inconveniente y se relame con su miedo.

—Te estoy hablando de otras cosas.

—¿Qué cosas? A ver, dime.

A Sever se le afinó la voz y no pudo mantener la punzante mirada de Bubble.

—Tu no entenderías, yo no soy un… pero no puedo dejar de… me siento un…

—Bah, bah, bah… Dime, ¿a qué le tienes miedo? Cuéntame.

—Ven —le dijo Sever arrastrándola al alfeizar enrojecido por el neón de Anís del Mono—. ¿No te das cuenta? —preguntó Sever apuntando con los ojos hacia ese exterior enfermo y resonante por el crepitar de los cuerpos que se iban fermentando—. Esto es lo que haces: corromper lo que tocas. No quiero ser como el resto.

—Suena bonito —afinando el receptor, Bubble dijo con cierta lujuria—: parece música, podríamos hasta bailarlo.

Un vez más se cortó la electricidad.

—No pasa nada, no pasa nada —grito Bubble mientras se adentraba en el pasillo.

Sever oyó y vio el gruñido de un fauno con orejas de conejo en el mismo momento en el que apareció por el pasillo una refulgencia amarillenta. Un reflector conectado al suave cuello de Bubble iluminaba sus facciones andróginas, con su bata china y sus tacones altos.

Sever volvió a mirar la ciudad. La ventana que antes había perdido su marco luminoso recortaba el esqueleto de un mono sobre el cielo postapocalíptico de la ciudad.

—Ahora sí, ¿comenzamos? Bubble está lissssta… Túmbate.

Le susurró quedo en la oreja, deslizando la punta de la lengua por sus pliegues. Sever se dejó lamer la piel para no escuchar el vibrante zumbido del motor. Se dejó arrastrar por la ebullición caliente del aguijón de Bubble. Ahora, la punta de la lengua metálica recorría su pecho y una mano acariciaba su vientre. Dejó que la lengua cosquilleara su cuerpo: era como la lengua tibia de un animal que limpia las heridas lamiéndolas.

Ya. El cuerpo aflojado, una lágrima serpentea por su mejilla, una sola gota que se suelta. Una lagrima que lo nubla y rueda lenta por su cara al encuentro de esa lengua que la sorbe, como si Bubble se bebiera un trago de su miedo, sin hablar, sin decir nada, si tan siquiera emitir un sonido. La lengua sigue dibujando su cara como un pincel, se dejó pintar la boca por ese pájaro de saliva.

Hubo una alarma que no sonó. Nadie madrugó ese día, tampoco el héroe cansado de que su heroísmo tuviese que alzar una virtud por encima de otra virtud. Sus ojos seguían las formas que se iban perfeccionando sobre su pecho, el efecto era una danza que hipnotizaba capaz de fundir la realidad. Los sucesivos trazos eran un estado de gracia bajo el que todos querríamos guarecernos. Todo aquel descomunal latido de imágenes era capaz de reventar una vida de vulgaridad.

Bubble se despegó de su cuerpo con la mirada húmeda. Sever esquivó las pupilas de ese hombre que bajo la luz amarillenta de su cuello siguen brillando. Bubble había hecho su trabajo, había saciado su hambre. Y es que no hay verbo que exprese en toda su extensión el efecto de enfrentarse a esa idea.

—Está bien —le dijo Bubble después de un rato—. Ahora lo taparemos para que fije.

6

En La Guarida Bubble tenía preparado un cuarto para Bubble, donde pudiera sentirse cómoda, con cortinas de metal para velar la luz de la realidad, evadirse de las miradas ajenas y ocultar las caricias furtivas. Y para hacer menos agónica la espera, llenó la estancia de plantas digitales, perfectamente recortadas, y un cómodo sillón de confesiones trasnochadas.

Bubble era un travesti binario bajo los efectos de un neón rojo pasión, un alma inhóspita, turbia, siempre con el corazón ebrio de ira sin sitio para el sacrificio o la rebeldía. La vida era dura para todos, también para ella. La frustración la lanzaba a un sumidero de regusto compasivo impropio de él. Sabía que era inútil toda pretensión de retenerlo.

Un poco adelantada con la mano tanteó debajo del sillón y encuentró la botella de vodka, que vacíó de un trago.

—Huirá… Sever huirá en busca de la muerte fiel. Hago esto por placer, porque no sé hacer otra cosa, por si aparece… qué se yo, que todo hay que decirlo… pero sólo veo niños y niñas que aprenden a subir escaleras de forma imprudente e irremediablemente se pegan la hostia padre al saltar un peldaño más… Hombres y mujeres hechos en serie, que acabarán barriendo el suelo de sus vidas con una violencia explosiva, jodidos porque no consiguen ni asomarse a lo que quieren. ¡Un espectáculo hermoso! Todo es mezquino, indigno… lo otro es pura paja mental… hago esto por placer…

Le gustaría desconectarse pero sabe que ya no puede. Dilly hizo bien su trabajo: aquel último protocolo no compatible fue doloroso pero altamente eficaz, un rito iniciático de pura humanidad.

7

Sever pronto comenzará a sentir la transformación. «Cómo será», se preguntó sin decir nada, «cómo será», se preguntó ante el horror de una muerte no solicitada. Echado en la camilla no se respondió. La lluvia que se suicida y grita en ese caer a plomo sobre el cristal de la ventana respondió por él: plaf, plaf.

A partir de ese momento fue un hombre en caída libre, cabeza abajo, impotente pese a su fuerza y pese a que estiraba con energía los brazos y las piernas: caía entre pájaros que se burlaban de él y otros que pudieron salvarlo pero no lo hicieron.

Los ojos cerrados y las manos dejadas sobre el costado, las costillas apenas cubiertas por una sábana blanca y allá, en las antípodas, sus pies. Debajo de la sábana era él mismo a solas con su cabeza y sus costillas y sus pies, a solas con su piel. El cuerpo y la dermis, el cuerpo y el deseo inconveniente.

Todo eso lo pensaba entonces, cuando la vida se abría como llaga y se ensanchaba como los bordes de las heridas que no se cosen y todo se estremecía en su interior y convertía su mente en una pura ruina que le causaba estragos. La luz más apagada que nunca. La luz inexistente.

Sever sabía que era él el que se acaba, el que se evaporaba, el que se alejaba confundiendo la gama de colores bajo la penumbra. Los dibujos que en él habitaban, sus colores, sus formas, respondían a su habitual visión, pero a la vez estaban deformados como si fallaran las reglas de la perspectiva. El terror se apoderó de él cuando intentó hallar fronteras que debían existir pero no existían: todo se reducía a líneas minúsculas que luego se inflaban hasta el punto de explotar en sus ojos sólo con pensar en ellas.

Presa del pánico, se desdobló dentro de su envoltura de carne y por un momento se vio a sí mismo sujetando todo ese espacio saturado de iconografía, intercambiado fluidos con una máquina. El latido convulso creció miedosamente a medida que miraba cada una de las imágenes tatuadas que se densificaban con la luz, tan saturadas de significados que habían perdido toda posibilidad de significar algo.

Sintió nubes sucias y enmarañadas en la boca, su lengua toco hileras de dientes aflojados, y paladeó el sabor de uvas pasas. Al mismo tiempo las paredes de su estómago pulsante se estiraron y encogieron mientras los ácidos rozaban su piel lamiéndola con una lengua áspera e invisible.

Murió mucho antes de que su cuerpo se diera cuenta, desde dentro. Aquello trajo la nada fría y total, el abismo sencillo. El abismo de un paso en el puente de Ithiel.

8

La primera vez de cualquier deseo está fuera de nosotros, ese deseo en estado puro, inédito, está subordinado a la existencia de un otro. Aquel deseo puro, inédito, gozado por primera vez, es la imagen de Bubble Jet iniciando otra historia; tal vez, esta vez, la historia de un Guillermo Tell saeteando el corazón de su hijo mientras se come una manzana Fuji.

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Shikata ga nai

por Relato finalista
Aunque duelan los motivos…
Nada que temer, nada que perder
cuando la espada está afilada y la mirada que acorrala es cruel,
cuando nada quiero y nada espero.
En el camino del guerrero sólo la palabra es fiel.

El camino del guerrero de Nach

Yokio y Kenji no son samuráis, ni señores, ni lucharon en una guerra, son dos hombres uniformados con ojos como platos y un peinado imposible sin fijador extrafuerte. Desde la cocina, en donde están leyendo, levantan el teléfono con gran predisposición pero poco carisma. Lejos de parecerse a sus ídolos, protagonistas sobrios y malhumorados, responden con destemplados y tibios monosílabos.

La lectura de aquellas líneas les produce una verdadera catarsis. Las peripecias heroicas los dejan purificados de compasión y admiración. Siempre es una mortífera trama de belicosos protagonistas. Unos se abrieron el vientre con una daga, otros murieron decapitados; los hubo que murieron en combate atravesados por una espada, una lanza o una bala, o quienes explotaron en mil pedazos como bombas. Casi siempre abandonaron el mundo a temprana edad con sufrimiento. Pero lo que enhebra esas vidas no es sólo la manifiesta crueldad de sus destinos, sino la inmensa satisfacción de enfrentar la muerte con la suficiente dignidad para elevarse a los divinos altares.

Están iluminados por el sentido trágico y melancólico de la existencia. Son dos jóvenes a la caza del sentido de la vida que es a fin de cuentas la mayor de las búsquedas. Se aproximan desde todos los ángulos para acabar concluyendo que, se mire por donde se mire, resulta indescifrable y perturbadora. Ese no llegar a entender nada del todo pero intuirlo todo refleja en sus semblantes toda la belleza y el terror, la angustia y la bendición de la ignorancia.

Saben de la naturaleza efímera del ser humano, de la desventura de lo terrenal, de la inherente y particular belleza de la fugacidad. Al otro lado de la línea, encuentran respuestas y salidas a sus terremotos mentales.

—La hora ha llegado, el deber nos llama.

Bajo el cielo de la infancia

Sus primeros recuerdos aparecen unidos por ese cordón transparente de la evocación, por el vínculo imperfecto de la memoria afectiva. Un viaje único, un viaje de un punto a otro, sin códigos, sin ambigüedades, un viaje que preludia el mórbido placer de lanzarse desnudo a una charca en un acto de valentía, de desprendimiento del temor y la ansiedad.

Éste es un viaje hacia atrás, hacia la imagen de un niño que sostiene una espada de madera, un niño que se abre paso a través de la oscuridad de la madrugada hasta la luz de la cocina, entre los sonidos cristalinos del alba y el deseo imperioso de llegar y servir al padre. Mientras, su madre prepara el desayuno.

Cuando eran pequeños en los bosques del norte, antes de aprender que el año tenía cuatro estaciones, creían que tenía varias docenas: el tiempo de las tormentas, el tiempo de los relámpagos, el tiempo de los árboles de hielo, de los árboles que lloran, de los árboles que sólo agitan las copas y el tiempo de los árboles que desprenden flores. Les encantaban las estaciones de la nieve que brilla como el cristal, de la que cruje e incluso de la nieve sucia, pues todas ellas anunciaban la llegada de la estación de las flores que brotaban en la orilla del río. Las estaciones eran como esos invitados importantes que envían a sus heraldos para anunciar su llegada: las piñas abiertas y las piñas cerradas, el olor de las hojas fermentadas o de la inminencia de la lluvia; su pelo, su piel y sus rodillas también tenía sus estaciones: crujiente, lacio, enmarañado, reseca, sudorosa, áspera, quemada por el sol, suave, limpias o desolladas.

De niños el mundo era pura metáfora materializada ante sus ojos, una oruga haciendo encajes con las hojas de una morera, las garzas perforando el mar para buscar a los ahogados, los melocotones madurando suavemente entre el zumbido de insectos dorados, el ocaso adquiriendo la oscura tintura del yodo, y una mujer sentada junto a un horno es una rosa ardiente… Cuando el mundo se transformaba así, parecían felices.

Todo esto guardaron en una caracola, el viaje de toda su infancia, en un empeño por recluir las aprensiones, los deseos, los sucesos furtivos que no tienen pretextos ni explicaciones. El amanecer de la servidumbre les atacó a traición, como si el sol naciente se aliase con los hombres para imponerles el uniforme de la responsabilidad. Aun así, los recuerdos emergen, cual tajos de una espada, tan cercanos aún en el tiempo.

Los hombres que son nacieron de los pliegues de un pasado legendario y un presente convulso. Hay un punto impreciso, un salto, una sorpresa, que invirtió ese orden: es el momento en el que sus historias liberan un nuevo argumento y se cristaliza en una visión desigual de la vida.

Ahora la repetición de las labores cotidianas —comer, leer, nadar, estudiar, trabajar— es minuciosa y obsesiva hasta adquirir cualidades irreales, descensos todas ellas a los anhelos del corazón y las inestabilidades emocionales de unos hombres urbanos y confusos, corrientes y sufrientes.

Bajo el cielo del Dokkōdō. De cuarteles y aulas

El camino de la soledad es una especie de viaje místico sin despedidas. Invirtieron mucho tiempo en reducir el peso que llevaban, y es ciertamente en el ascenso a la mística militante cuando ese peso parece aligerarse aún más. Aunque el camino conspirase su entrega era inalterable.

Sólo tenían un cuerpo y un alma a la intemperie. Su primer cuerpo, el de la infancia, era débil, estaba tan invadido por las imágenes que sólo deseaban hacerlas desaparecer. La elección de vivir en sacrificio emergió desafiante y solemne. Tienen la experiencia del sufrimiento como si se tratara de un lustre que les otorgara mayor firmeza. Pararse desnudo en la nieve o sentarse debajo de cascadas heladas o pasar horas consigo mismos, forjó otro cuerpo. Sí, se han vaciado de miedo, de inseguridad, de soledad, de muerte, por eso tienen que volverse a llenar con disciplina, honor, tradición, implacabilidad.

¿No es eso lo que se le pide a un guerrero? ¿Que se vacíe y se llene, que muera y renazca? Pero, ¿qué ocurre cuando, vaciado, emergen los monstruos desconocidos que moran en las profundidades? Entonces lo que sobreviene es un impulso incontenible. Y ese impulso tiene un color: el rojo. Es rojo el color de la lucha; es rojo el color de la excitación; es rojo el color de la sangre. No es el dios de la guerra quien se manifiesta a través del guerrero, sino las fuerzas primitivas, los demonios vengadores con serpientes como insignias y látigos y antorchas como símbolos, que en el fondo desprecian tanto a hombres como a dioses.

A un código de palabras, de encantadora ambigüedad, confiarán la expresión de las más brutales o sutiles emociones. Es el lenguaje de lo sagrado, siempre en busca de la resurrección, del anillo, de la espada o de la misión. El tiempo, la duda, la elección entre lo bueno y lo malo, entre lo injusto y lo justo deja de triturarlos.

Sólo la muerte para la propia muerte. Ante ese súbito golpe de certidumbre, la voz calla y palidece, resulta más fácil lanzarse a la batalla desde este paisaje, se impone aquí el presentimiento de que su vida está asentada en una realidad profunda y que su muerte no es un final.

La sentencia de la nieve y la lluvia les habían arrastrado hasta el día presente. Quizás la nieve no los reconociera, pero estaban allí. Uno defendiendo la torre del auditorio, el otro pronto a atacar. Ambos intensamente leales, fieramente fieles.

Bajo el cielo

En la desconchada fachada de la torre del auditorio alguien había escrito «Bajo el cielo» con pintura roja.

Cuando llegaron lo que más les sobrecogió fueron aquellos estudiantes suicidas, orgullosos y arrebatados por servir a sus ideales, capaces de lanzarse a novecientos cincuenta kilómetros por hora contra los escaparates occidentales de una armada enemiga, artefactos humanos cargados con una bomba de una tonelada de trinitroanisol de abnegación y renuncia de sí mismos. Con uniforme, una bufanda blanca y una cinta ceñida a la frente se dejarían desintegrar convencidos de alcanzar una muerte memorable.

A primera hora de la mañana de aquel dieciocho de enero, mil policías militares, mil éticas uniformadas, sellaron el campus y comenzaron a desalojar uno por uno los edificios tomados.

Estudiantes de todo el país habían acudido a la zona cercana, estableciendo un barrio «liberado», desde el que luchar. El diecinueve de enero habían ocupado varios pisos de la torre del auditorio, se defendieron durante todo el día con piedras, muebles y cócteles molotov mientras los policías iban derribando barricadas y desalojando el edificio; no alcanzaron a los últimos resistentes hasta bien entrado el anochecer.

Por lo menos trescientos agentes con casco, escudos de aluminio y largos palos estaban dispuestos en fila delante de la torre del auditorio. Sus caras no dejaban traslucir nada. Engorilados, herméticos, ausentes. Como las ventanas del edificio desalojado. El capitán aulló la orden.

—Adelante, carguen.

Los policías avanzaron en línea, armas al frente. Estaban acostumbrados a la muerte, incluso a la suya propia, avezados por generaciones pasadas.

Los estudiantes alzaron los ojos para mirarlos a la cara, para estar seguros de que eran hombres como ellos. Tenían un aspecto amenazador, pero… ¿era o no era ese el momento de la verdad para todos? Uno de los estudiantes se frotó el gemelo con un pie, gesto nervioso y maquinal para limpiarse la puntera del zapato manchada de polvo. En un momento dado, de la línea se destacó uno de los agentes, se acercó al joven y se detuvo justo enfrente.

En ese escenario de humanidad enfrentada, primeramente combaten con gestos. Cada uno se desliza hacia un espacio ceremonial diferente, donde despliega una coreografía de gestos medidos en ofrenda al otro. Esa secuencia alcanza su término cuando los contrincantes detienen sus movimientos. Es, en ese momento, cuando entra en juego la mirada cautiva por el otro, fascinada.

Los ojos del estudiante permanecieron fijos en él. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme de Kenji revelaba que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Foto fija de la tensión. Sin bajar la mirada, golpeó a Yokio, haciéndole tambalear. Pese al esfuerzo que realizó, Kenji tuvo la sensación de que había sido otro quien había herido el estómago de Yokio con su arma.

Durante algunos segundos la cabeza de Yokio giró vertiginosamente. Los cuarenta o cincuenta centímetros de roble rojo se habían sepultado completamente en su abdomen. El dolor se acercó a una velocidad vertiginosa, su respiración se dificultó, el pecho palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzó de forma avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar lava ardiente. Experimentaba una sensación de caos total, como si todo el universo implosionara en su vientre. Le asaltó la incómoda sensación de que tendría que avanzar unido a ese dolor, le pareció increíble que en medio de aquella agonía las cosas pudieran existir todavía.

El vuelo de la golondrina de Yokio sobrecogió a Kenji que notó algo húmedo y, bajando la mirada, vio que su mano estaba empapada en sangre. También el costado de su chaqueta estaba teñido de un rojo intenso. Luchó por no huir de la mortal palidez que invadía sus rasgos. Sucediera lo que sucediera, su misión era esa: observar la ley. La obligación jurada, más allá de la muerte.

La agonía que se desarrollaba en él le quemaba como el implacable sol del verano. La transpiración brillaba en su frente. Cerró los ojos para abrirlos luego, su mirada había perdido todo el brillo y el color, los suyos parecían los ojos vacíos de un animal disecado. El dolor crecía con regularidad, sentía que se había convertido en un ser de otro mundo, en un hombre totalmente disuelto en el dolor. Y mientras pensaba, comenzó a sentir como se levantaba una muralla de cristal ante él, en la que se estaba asfixiando.

Durante el combate la existencia de Yokio se había convertido en la no existencia de Kenji, y cada respiración de Yokio pertenecía a Kenji. Las entrañas, ignorantes del sufrimiento de sus dueños, se estremecieron con desagradable vitalidad, un vómito de roja saliva llenó sus bocas. Las insignias de sus uniformes brillaron a la luz.

La vida de ambos se enredaba en sus corazones. El volumen de la sangre no había dejado de aumentar con el latir de sus pulsos. El pavimento estaba empapado de sangre, que seguía renovándose, un olor acre inundaba el aire.

Una salpicadura, semejante a un pájaro, rubricó aquella pintada de la desconchada pared de la torre del auditorio. Bajo el cielo… sangre.

Los ojos estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color del moho, ya no eran hombres con vida. El temor es una sustancia que relaja el corazón y los esfínteres, no sé en qué momento la muerte calentó las perneras de sus pantalones y un grito agudo atrapó el silencio.

En esos dos días de enfrentamiento resultaron heridos quinientos cincuenta y tres policías, setecientos sesenta y nueve estudiantes y ciento dieciséis transeúntes. Un estudiante y un policía murieron.

Bajo el cielo… sangre

Baste pasar cinco minutos en el metro, sentarse en un bar repleto de doncellas y gatos y aliviarse después en un WC totalmente automatizado, para entender que el disco duro de estas personas opera con un software distinto.

La rigidez provoca fugas de pura chifladura e ideas peregrinas. Tras varias lecturas he recibido una tenue pátina de preceptos budistas, sintoístas y ética confuciana de la dura. Cualquiera que observe estas prácticas, tiene un aire de tensión dignificada de dentro hacia fuera, a la manera del sol que primero alumbra las cumbres y luego el resto del paisaje.

Jefes de la yakuza, prostitutas, esbirros, camareras, policías, carceleros, revolucionarios, militares, hijas de buena familia, asesinos de alma cándida, geishas, vendedores ambulantes, empleados de hotel, comerciantes ricos y pobres, estudiantes, informáticos, traficantes de droga, prestamistas, adivinos, violadores y violados… No sé si en ellos habita el espíritu del samurái. Supongo que pervive en sus relaciones de poder y sumisión, en la obediencia debida, en la cortesía protocolaria o en un huir de los conflictos envolviéndolos en un bello furoshiki de imágenes poéticas.

«Morir no es nuevo, pero seguir viviendo tampoco lo es. Tengo veintidós años: ni lloro, ni me quejo, ni imploro… Se fue el verano», escribieron Yokio y Kenji la tarde del diecisiete de enero antes de dirigirse a la torre del auditorio.

Una bella geisha levantó sus veinticinco años de existencia, la fría mañana del diecinueve de enero, se colocó su kimono de gala y se encerró en la cocina: abrió la espita del gas y recostó su cabeza en el horno. «Morir es un arte», escribió con una delicada caligrafía.

Un obediente empleado después de deambular por media ciudad, tras haber perdido su trabajo, se arrojó al río, el dieciocho de enero, desde la bellísima estructura metálica del puente colgante. «A mi empresa. Os dejo mi honor como hebra de sol de invierno.» Tenía treinta años.

Yo he comprado un cuchillo de artesanía, un auténtico tanto de la tierra para sentirme próximo al vértigo de la muerte. Tiene doble filo y su longitud es de treinta y tres centímetros, la empuñadura está fabricada en hueso, con grabados hechos a mano. Si perteneciera a esta cultura, más elaborada y sutil que a la tosquedad de la cultura en la que habito, tendría la posibilidad de disponer de un rito para el suicidio.

No me gusta hablar de suicidio porque es una palabra maldita entre nosotros, que lo que hacemos es empujar la vida hacia la muerte. Estoy hablando de la dulzura de la muerte que uno se administra, la muerte que uno decide en el momento que uno lo decide, como hizo Mishima o Hutchence y tantos y tantos otros, una muerte tranquila, deseada, querida. Pero yo soy bárbaro y cobarde y he pagado por ello. He dejado sobre la mesa de luz el tanto y le he dado las llaves de mi casa a un ninja para que, al amparo de las sombras, haga el trabajo que tiene que hacer.

Las dagas tienen escrito en su código genético el homicidio.

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Una tienda en Limehause; credo quia absurdum

por Relato finalista
Hubo en algún lugar, un mago de verdad
que no tenía con quien hablar.
Diosa de Tirazú, dame un poco de luz
que quiero alguien para soñar.
Entonces revisó los libros
encontró una fórmula casi perdida, 
medio ancestral.
Moldeóle primero las piernas, 
luego un par de tetas,
un ombligo y justo debajo todo lo demás.
Le hizo un vestido bonito, un par de moñitos,
la llamó Cielito y le enseñó a hablar…

Cementerio Club

Zeroun

Una mujer aparece en el escenario, a su lado un hombre con levita. Las miradas espantadas dicen que van a morir. El misterio de sus ojos es recogido y convertido en espectáculo y noticia.

La bala que les persigue penetra paredes, pasa por agujeros, se desplaza parabólicamente, desvela metáforas e hipérboles, hace muecas, cabriolas y desestima el ruido que produce, hasta que finalmente entra en la carne, que deja sobre el escenario un racimo de vísceras y sangre. El broche final, un conejo negro de tres patas sale de una chistera y se convierte en escarabajo ante las atónitas miradas del público.

Horas más tarde, ambos reposan en la morgue para recibir los cortantes, filosos e indolentes trazos del instrumental del patólogo en busca de una bala inexistente. Ambas acciones hicieron del espanto el protagonista absoluto del espectáculo.

The Penny Illustrated Papers, London, Saturday 20 July 1889

A veces, un número mal hecho acaba en tragedia. Y entonces es cuando más se aplaude.

Se busca a Zeroun Vosganian, famoso mago ruso de origen armenio, como el autor de los asesinatos. Dos personas murieron inexplicablemente durante la realización de su famoso número de atrapar una bala con los dientes. El artista decidió acabar con las vidas de su mujer y su amante durante el espectáculo.

Antes de su desaparición Z. Vosganian declaró, inmerso en oscuros sentimientos, «Mis actos responden a una realidad superior, oculta a la mirada exterior incapaz de percibir el misterio de la vida y la muerte pura. Puedo crear un cielo y un infierno nuevos, puedo alterar la naturaleza, infringir el orden, transformar el caos. Imaginarse una bala puede ser inofensivo, pero el concepto mismo te puede reventar la cabeza. Cualquier pensamiento puede ser un revolver cargado contra ti mismo u otros».

Johannes & Zeroun

Me he instalado en esta urbe, donde las prisas son congénitas. Camino deprisa por la ciudad, al paso de los que no pueden perder su tiempo, convertido en oro. El mío no vale un pimiento.

Vivo en una habitación barata en Limehause en donde las paredes se caen a pedazos y huele a humedad. En la habitación hay una pintura, no es ni más ni menos que un meticuloso detalle en la vida de una ficticia mujer en el momento de su aseo, sosteniendo una jarra con una gota suspendida en el aire. La cabeza baja y la luz a su espalda impiden ver los matices del rostro, espera que el agua comience a manar. Todo está tan claro, tan detallado… menos ella. Su cara, sus pensamientos, no podemos, por más que lo intentemos, detallar la vida de las personas.

Intuyo algo misterioso en esa gota que ni sube ni desciende. Es una gota que me fascina. La jarra es grande, de metal bruto y, por la noche, no se la oye respirar ni sollozar. Mi mayor placer al acostarme es dormirme mientras miro fijamente esa gota de agua que se mantiene en el aire. Ni decide precipitarse al fondo del recipiente, ni vuelve a introducirse en la jarra. Ignoro qué nota produciría sobre el balde si alguna vez, sin más fuerzas para mantener ese difícil equilibrio, se desplomara. Pase el tiempo que pase, siempre habrá personas, hombres o mujeres, en una habitación pendientes de una gota, de una señal en definitiva, que les haga reaccionar y ponga en movimiento su vida o bien la frene para siempre.

En medio de la calle, entre el comercio de un carnicero, que siempre tiene manitas de cerdo en su escaparate, y una tienda de máscaras, con ojos huecos y sonrisas falsas, hay otra más pequeña, una tienda de antigüedades. Toda la vulgaridad de la ciudad parece que se agolpara en esos comercios alineados. El olor de la carne me repele y las máscaras me dan pavor, por ello entré en la que menos animadversión producía a mi espíritu: entré a la tienda de lo que parecían ser antigüedades, entré al mercado de lo aparente.

Es verde, como el resto de las fachadas, no revela nada siniestro, sólo mal gusto. Un pequeño diablo con dos alitas minúsculas, sentado en un trono con la Santísima Trinidad, adorna el escaparate. En la puerta burdamente grabado aparece el rótulo The Land of Kaos y debajo «Z. Vosganian» con caracteres góticos seguidos de una estrella de cinco flechas, que en origen debieron ser ocho, pero el tiempo ya se ha cobrado como tributo varias de ellas, a tenor de las manchas de grasa y polvo adheridas al cristal.

Veo al que considero que puede ser Z. Vosganian tras el mostrador, con su pelo completamente blanco, peinado al estilo Oscar Wilde, acariciando un hermoso ejemplar de gato egipcio, fumando… ¿Qué diablos fuma? Me sonríen e invitan a pasar a su peculiar tierra del caos; el gato salta del mostrador y se pierde en la trastienda lentamente.

Conversamos, me pide que mire mis puños cerrados y vaya extendiendo mis dedos uno por uno mientras los cuento con él en voz alta.

—Uno-ocho, dos-ocho, tres-ocho, cuatro-ocho, cinco-ocho, seis-ocho, siete-ocho, nueve-ocho, diez-ocho, once-ocho…

—¿Tiene usted once dedos? —pregunta.

—¡No! —replico.

—Es usted muy astuto.

Sé por experiencia que la soledad y el miedo son la mampostería ideal para construir la ilusión y el engaño. Nos creemos que funcionamos como máquinas binarias: sí, no; conforme, no conforme; verdadero, falso; bueno, malo; vivo, muerto. Que nuestro cerebro es invencible, que es una máquina que pone orden al universo gracias a un esfuerzo de simplicidad y exclusión. Si estás dormido no estás despierto, si estás vivo no estás muerto. Si existe, es. El problema está en esas conjunciones adversativas que hacen que se descomponga el engranaje de la razón y falle la máquina, la consecuencia es fatal. Son los instantes en los que franqueamos el paso a esos desatinos mágicos inexplicables, a esos gestos que interpretamos como premoniciones y nos erigimos en interlocutores del destino o en traductores de lo oculto. Conocer a Z. Vosganian fue uno de esos desatinos mágicos inexplicables, un sueño negro.

En el fondo da igual que sea blanco, rojo o negro, todo sueño parece no tener entrada ni salida, no decidimos ni el momento en que nos dormimos ni en el que nos despertamos, son el estrecho pasaje en el que nos cruzamos con la incertidumbre y lo desconocido, lo que no puede explicarse ni con la lógica racional ni con la delicada construcción de una fábula. Cuando los sueños se olvidan o no se recuerdan, purgan la experiencia pura del desconcierto, sucumbes ante la debilidad de tus sentidos. Podrían pasar años y no conseguiríamos nada más que esbozar un breve retazo de su contenido.

La magia que Zeroun me reveló es de color sepia y voz lejana, fue un asomarse a la ventana de un balcón invisible o creer que puedes subir al cielo por el hilo de una araña. Magia, verdad, sueño… ¿no son todos hilos de una misma realidad que nos envuelve y que cargamos la mayoría de las veces en la cuenta del delirio o del azar?

***

Nos vimos varias veces. Como telón de fondo, ambientando el significado de sus palabras, siempre el sonido del duduk y el humo azul de su tabaco. Era un individuo marcado por el destierro. Lo oí exorcizar de su interior un sinfín de historias alucinógenas y una galería de personajes excéntricos. Su historia oscilaba entre lo real y lo onírico, su devoción por los gatos, la desaparición de sus seres queridos en varias guerras, el amor y el desamor, la muerte de su mujer. Sus mil muertes y resurrecciones.

La única herramienta que utilizó para seducirme fue el lenguaje, concretamente su ritmo, su inusual cadencia. Zeroun era un excéntrico con las dosis exactas de inteligencia y estupidez; un loco, debido quizás a algún profundo misterio o a algún arraigado sentimiento de culpa. Su retraimiento podía hacer que pareciera altivo o abrumado. A medida que bebía, su rostro empezaba a mostrar la ansiedad terrible del aislamiento. De todos modos había descubierto cómo mantenerse a salvo del pozo de los recuerdos y las pasiones devorahombres: el opio.

Entonces cada hilo del tejido del mundo aparecía entre sus dedos para ser torcido otra vez a su antojo. Ese hombre, fascinado por lo esotérico y lo erótico, adicto al voluptuoso acto de soñar, podía crear realidades de la nada a medida que hablaba, poblar la mente de ensoñaciones, más allá de toda realidad.

Por mi parte, yo normalmente prefiero el silencio, prefiero que hablen los otros. Pero en recíproca compensación, aireé brevemente una historia triste de largos periodos de melancolía, de angustia a borbotones y de fracasos continuos. No, yo nunca tuve nada importante que decir, pero Z. Vosganian era capaz de despegar la lengua del hielo y calentarla al fuego de las más incongruentes disertaciones. ¿O era acaso el licor con el que humedecíamos nuestras lenguas y ese humo azul que exhalábamos sin parar y acababa por envolverlo todo?

—Como seguramente habrás pensado alguna vez, querido Johannes, hay algunas cosas extrañas en el mundo, demasiadas cosas que existen en teoría, pero que nunca hemos visto. Durante siglos, los sabios de antes y los de ahora han buscado una poderosa fuente de energía, a la que llaman «energía oscura» para poder de transformar la realidad. Dicen que la realidad está hecha de fragmentos de materia, de bloques de realidad, pero tan pequeños que no puedes ni imaginarlos. Sea como sea, imagina que dominas esa energía oscura, y haces que roce un bloque minúsculo de esa realidad: se iniciaría una reacción en cadena transformando la materia normal en materia extraña contaminada. Quién domine esa energía… podría… para simplificarlo… estaríamos hablando de seres apareciendo y desapareciendo de la existencia, estando en dos lugares a la vez y, generalmente, haciendo estupideces. O básicamente sería como si fueras el Rey Midas y tuvieras el poder de convertir la materia que tocas, pero en vez de en oro en mierda, y todo lo que toca esa mierda se vuelve mierda. Antes de que te des cuenta, todo el mundo es mierda y es por tu culpa, Johannes. Todo se va al carajo, nos jodimos.

***

Podíamos, tras largas horas conversando, sentados uno frente al otro, trasladarnos de lugar, de tiempo, transmutar nuestra naturaleza corpórea y mortal, sin tan siquiera movernos de nuestras butacas. El mundo venía a nosotros.

Llegué a convertirme en águila, grande y majestuosa, de garras y pico de acero, y me arrojé sobre Zeroun para sacarle los ojos. Zeroun se transformó en serpiente, de piel gruesa y verde, y se enroscó para estrangularme. Me volví agua para escapar de la serpiente y Zeroun se volvió tierra para absorber el agua. Me transformé en lombriz para devorar la tierra, él se volvió pájaro para comerse la lombriz. La lombriz se transformó en gato y atacó al pájaro, que se volvió perro y persiguió al gato, que se volvió rabia e hizo enfermar al perro, que se volvió tiempo, que cura o que mata. La rabia se convirtió en clepsidra para aprisionar al tiempo, el tiempo se convirtió en piedra para romper la clepsidra, que se convirtió en mazo para romper la piedra, que se volvió hacha para cortar el mango del mazo…

Más allá de toda prudencia fuimos animales, plantas, objetos, ideas, categorías, todas las cosas que tienen nombre, fuimos todo lo creado, lo no creado y lo inconcebible.

***

La chispa errática de su magia nos daba poder sobre la inseguridad que nos rodeaba, nos permitía habitar cómodamente en la zona perturbada de nuestra conciencia. Z. Vosganian me descubrió mi casa oscura. Una casa a oscuras resulta ser, algunas veces, distinta de la casa en que vivimos: las dos moradas se mantienen unidas hasta que la casa a oscuras comienza a tener mayor presencia. Lo irracional, la locura, el deseo, el espíritu mágico comenzaba a pegárseme como una nuevo papel, decorando mi habitación interior.

—La vida tiene mucho que ver con el deseo, Johannes. Todo en ella son deseos y la constante búsqueda de su satisfacción. La angustia por no alcanzarlos o del dolor que llega incluso cuando los deseos se han satisfecho, forman parte de los ritos. Tenemos la enorme capacidad de concebir una interminable lista de deseos. Podemos desear incluso el infinito, efectivamente un deseo excitante, pero imposible. Esa boca hambrienta, que son los deseos, nos reclama continuamente actos, ritos, sacrificios, por eso preguntar, ordenar y pedir son las tres acciones básicas de las que se nutren todas las magias, amigo. Este es mi deseo… y el deseo se hizo, y…

Antes que Zeroun pudiera acabar la frase dije:

—¡Deseo ser amado!

En verdad, no sé por qué articulé tales palabras. Hubiera errado menos. Pero «ese llevar a los dioses por dentro», forma florida que tenía Vosganian de definir la angustia del ser humano, con su forzada soledad y su acuciante finitud, soliviantó mi espíritu, me enardeció, e irreflexivo no me detuve a valorar otras peticiones.

Amor. Quiero la otra parte de mi humanidad.

—Predecible Johannes… alma cándida. Expeditus vim. Eso es una fuerza sin control. Nunca sale bien conjurar ese deseo.

Pero dejando aparte posibles negligencias idiomáticas del término, ¡ser amado!, ¡seré necio! Cada cual tiene sus necesidades, su soledad, sus virtudes y defectos, sus cloacas y altares, ¿pero de ahí a pedir amor? En verdad tal era mi embriaguez y enajenación que en aquel momento hubiera besado en la boca a la madre de todas las brujas o al gran nigromante por alcanzar mi deseo.

De una de las paredes descolgó una máscara. Una siniestra grieta cruzaba aquel rostro hierático desde la frente hasta el pulido mentón, de sus mejillas sonrosadas se desprendían diminutas lascas de cerámica, impregnando los dedos ya temblorosos de Zeroun.

Solemne, y borracho, comienza el ritual salmódico.

Observó la máscara con su ojo verde, inmóvil y frío, empezó a chasquear la lengua; innumerables ondas rápidas recorrieron su cerebro, y al fin extrajo de aquel detritus algo de energía, que era el mismísimo espíritu del saber ancestral y del más allá. Masculló, a duras penas, sílabas que iban cobrando vida sobre el polvo de la máscara: se juntaron, se agruparon, y de aquella masa informe, de aquel cadáver de barro cocido, brotaron versos llenos de promesas.

—Hay que desenterrar la palabra perdida —hipo alcohólico—, soñar hacia dentro y hacia afuera. Arrancar la máscara y descifrar el grabado sagrado —hipo alcohólico—. Deletrear lo que dice la sangre, la tierra y el cuerpo —otro hipo alcohólico—. Volver al círculo, ni adentro ni afuera, ni arriba ni abajo —más hipos alcohólicos—. En el centro vivo del origen, más allá del fin y del comienzo —eructo alcohólico final—. ¡Hágase!

Las palabras mágicas hacen cosas, cada salmodia es una lectura de la realidad. Esa lectura es una traducción. Esa traducción es un volver a cifrar la realidad que se descifra, la liturgia practicada con embriaguez alcohólica se hace verbo imperfecto, letanía, locura, maldición, frecuencia infernal.

Sostenía la máscara quebrada cual cáliz ceremonial mientras danzaba entre nosotros un dios desconocido y beodo. Es agotador imitar el prodigioso mecanismo de la creación: Zeroun cayó en un trance de sueño transparente en el que pude distinguir un campo de hydrangeas blancas y la figura etérea de una bella mujer.

Cuando salí me entregó la máscara en una caja. ¡Lo más atroz que podía depararme el destino! Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una mirada. Entonces comprendí que había dejado en mis manos la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podría soportar.

Recuerdo mi paso tembloroso, cuando de regreso a casa sentía el peso leve y denso de la máscara blanca. Ese peso del cual podía descontar, con seguridad matemática, el del embalaje de la caja de madera, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del trozo de barro que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba mi infierno personal.

***

Marcado por la obsesión de descubrirla, verla, tocarla, mi sueño es cada día más leve, más huidizo. Por las noches tiemblo en espera del beso de su presencia pero siempre desaparece entre el sonido de las sábanas de la noche. Despierto con el cuerpo helado, tenso, casi paralizado, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el roce excitante de unas manos.

Alcanzarla se ha transformando en una insufrible inquietud. Deseo íntimamente que el azar me ponga delante de ella, a veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

En este lugar insoportablemente real de la vigilia cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, estremecido de pura soledad y acorralado por el deseo de dormir, siento a latigazo limpio los tormentos del insomnio, los mismos diez círculos de la muerte. Hubo un momento, sólo uno, en el que pude vislumbrar el verdadero rostro de Lilith: no tiene ya la blancura del alabastro, ni sus ojos son de un violeta profundo, ni sus labios son rojo carmesí. Su rostro es la misma puerta del infierno.

El tributo que he debido pagar por el simple hecho de tenerla es el dolor de saber el desprecio que siente por mí, pero en realidad todo esto no tiene importancia, porque mi vida se ha consagrado a esperarla con la certeza de una muerte aplazada.

¡Sea ella, la otra parte de mi humanidad, mi propia muerte!

Johannes & Zeroun & Lilith

¡Aggg¡ Asco de invocación, ¡mago inepto! Una vez oí decir que quien huye de algo tropieza dos veces en el camino. ¡Zeroun, mamón!

No estaba nacida y me naciste, estaba dormida y me despertaste. Soy Lilith, no un deforme golem cualquiera. Soy mujer, no un remolino de sustancia al azar. Soy libre, no un error censurado. Soy Lilith, demonio, demonio del deseo, el demonio que se introduce en los sueños lúbricos, el demonio nocturno del barro. Soy el bruñido espejo de sus miedos.

El parto fue indescriptible, como arañar pizarra con las uñas, como si me hubiera pasado algo asquerosamente humano. No nací para nadie, no soy la posesión de nadie. No me conocerán, no puedo admitir que un extraño busque en mi vida escudriñando mis pensamientos… ¡Lo odio! No podrá nunca entender mis horrores ni explicar mis fobias.

Macabro lugar es este cuerpo, sí, porque tanta blancura desagrada, esta capa fina que me cubre no es más que la cobertura de algo, un cascarón frágil, la piedra tallada de una cárcel blanca. Llevo mi mano hacia donde debería estar mi corazón y me lo saco esperando que la sangre, al menos, manche la blancura, así me sentiré en un lugar más auténtico.

Vivir es sequedad en la garganta, chirriar de dientes, es sentir el dolor que recorre nuestro cuerpo, surca la médula y llega a la mente para saciarla. Cansancio, abatimiento, miedo, odio, amor, pasión, sollozo y esa sensación que percibimos detrás de nuestra mandíbula inferior por debajo de la oreja bajo la presión de un dedo: la hiel.

Creía que el bailoteo de una llama, una aparición velada, una fría caricia extracorpórea podría acobardar la arrogancia de la que hace gala este pretencioso hombre. Me enseñaron que el miedo es el guardián férreo que impide el paso a los vivos. Pero no, algunos se obstinan en querer mirar más allá, tanto es así que, cuando Johannes asomó su húmedo hocico de perro moribundo e invadió terrenos vedados, tuve que apagar su escuálida llama soplando desde lejos. A los hombres nunca les ha sido fácil digerir que la muerte no es susceptible de mirarse a cara descubierta, sin escudos ni petos protectores.

No es buena la lucidez. No es buena. ¡Mago inepto!, ¡porquería de evocación hizo! No es bueno el sabor de la lucidez. Me voy. Nadie me acompaña, salvo las luces imprecisas de la noche, el olor de las cocinas dormidas, el frío de esta lluvia y la sensación absoluta de estar al mismo tiempo entre la realidad y el sueño, entre la tangible presencia de las reminiscencias y este peso extraño que es mi cuerpo.

Llueve. Llueve y yo yendo por dentro de la lluvia. Caminar es un esfuerzo tan terrible. Algunos pasos más. Cómo se hace, cómo se hace eso de colocar un pie detrás de otro, manteniendo erguida la espalda, equilibrando la cabeza sobre los hombros, sujeta apenas por un hilo invisible a punto de romperse. Cómo se hace para seguir entera si soy toda pedazos mezclados, como un rompecabezas. Qué sombra, qué luz, qué gusano o diosa podría volver a formar con estos pedazos…

Al diablo con los magos, los pusilánimes y los criminales. Todos juntos al fuego. Que ardan en el averno Simón el Mago, Dios, Lucifer, el Inferno de Dante, Johannes Varuján y el mismo Zeroun. «Pix, nix, nox, vermis, flagra, vinculada, pus, pudor, horror». Algo así como que se vayan a joder. Borrón y cuenta nueva, a la mierda con la magia sefardita, la moruna, la egipcia y todos los grimorios mohosos y mi pesadilla asmática de caolín que ahoga… Soy la que soy, y punto.

Epílogo

Cuando Zeroun Vosganian, demiurgo procesado, ebrio y tarado, se tomó la licencia de delinear pasiones invocando a Lilith, dio voz a un mal sueño. Condenó a Johannes a un mortal insomnio. Sigue fumando y bebiendo en su tierra del caos de Limehause, imaginando bellas féminas para prolongar la vida y los espacios cálidos de las soledades.

Johannes Varuján murió en extrañas circunstancias, ahogado en su propia habitación. El agua de la jarra cayó por fin al balde, inundando toda la habitación. Los investigadores sostienen que su muerte se debió a una sobredosis de somníferos.

Lillith, la criatura, la realidad contaminada, perdió la virginidad inventando la utopía. Dicen que vagó por los caminos como «la mujer descarnada» y que cansada de tanto viaje a ninguna parte, abrió junto a un tal M. Frankestein, otro inadaptado, un centro de meditación kundalini-transpersonal. En su tiempo libre escribe cartas astrales por encargo y es acompañante de almas en el trance del sueño a la vigilia.

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El día aquel en que me enviaron a tuitear en tiempo real la aparición mariana predicha por una fallera cojita en un pueblo de mierda en medio de la Sierra de Gata

por Relato finalista

El hombre-dragón permanecía frente a la pantalla que iluminaba la sala. Alzaba su mano-garra y apuntaba a la imagen en ella mientras el humo se proyectaba desde sus fosas nasales hasta formar un remanso vaporino sobre el teclado, uno cuyas teclas presentaban una superficie uniforme bajo las capas de grasa dactilar, gotas de café y estratos de nicotina. Siguiendo la dirección que indicaba su dedo me encontré con una cara congestionada en un vídeo de YouTube enmarcada por dos pequeñas ensaimadas de pelo y coronada por una peineta, que brotaba como de un nenúfar de mantellina, horquillas, pendientes, encajes y broches. Fuera de cuadro debían de estar los dueños de los brazos que la sujetaban. Por mucho que luchaban por introducirle un billetero de imitación de piel en la boca, la cara no dejaba de balbucir: «Una aparición… una aparición mariana… el jueves de solemnidad de la asunción de la Santísima Virgen… Moratal de la Sierra…». Repetía aquellas palabras una y otra vez hasta que el montaje cortaba a un estudio de televisión. En él un clon de Patricia Gaztañaga entrevistaba a una fallera.

—Impresionante, Begoña. Ésta eras tú, en la víspera de San José, cuando… ¿cómo decirlo? Recibiste una señal.

—Sí, efectivamente. Me llegó así como una luz, y sentí como que caía y caía y caía… y cuando desperté me contaron… bueno, que eso… que había tenido una visión.

Ambas se asintieron la una a la otra, solemnemente.

—Y ahora, bueno, ¿qué es lo que vas a hacer?

—Pues voy a ir a recibirla con mi cofradía, porque además de fallera estoy en una cofradía de la Virgen de los Desamparados, y toda mi familia lo dice: «Bego, eso es por la devoción». Porque a mí, la verdad, la Virgen de los Desamparados es la que más cariño le tengo. Es más, que todos los años le canto.

El sosias de Patricia hizo un gesto de sorpresa que sólo podría haber parecido natural si la fallera se hubiera sacado un pecho de entre las bandas y encajes.

—¿Ah, sí? ¿Y podrías cantarnos algo?

En ese momento me temí lo peor y me aferré al escritorio del hombre-dragón.

—Claro que sí.

La fallera sonrió, humilde a la par que orgullosa.

Lo que siguió después fueron casi tres minutos de portamentos fallidos, un chirrido nasal que me provocaba el deseo de enterrarme en algún sitio con una profundidad a prueba de vergüenza ajena, y un crescendo en el Salve, Verge dels Desemparats que habría justificado una ejecución sumarísima frente a un tribunal de La Haya.

—Impresionante —dijo el doppleganger de Patricia, superado el trauma.

—Gracias. Y quiero aprovechar para decir que no pido para mí, aunque podría pedirle a la Virgen que me curara la cojera que tengo desde chica… pero que lo que quiero es paz para el mundo y a ver si hay un poco más de trabajo, que hay tantas y tantas familias que…

El hombre-dragón se derramó hacia adelante sobre su propio vientre y cerró el navegador dando por concluida la parte que podía aportar algo de interés.

—¿Qué te parece?

—Un ataque epiléptico seguido de una interpretación del mismo que pensaba que no podría darse ya en pleno siglo XXI.

El humo volvió a desplomase desde su nariz-hocico, pesado como una sentencia sin apelación.

—Me importa una mierda lo que pienses. Este jueves te quiero en Moratal de la Sierra.

En ese momento pensé que ese era uno de los problemas de trabajar en un periódico online de mierda: los capítulos psicóticos de mi jefe que me hacían perder varios días que podría haber dedicado a mejorar mi puesto en la liga de StarCraft II. Dije lo primero que se me ocurrió:

—Creo que no voy a poder. Tengo que terminar un artículo de opinión de dos mil palabras en contra de las pruebas de conocimientos en los concursos de belleza…

Saqué mi paquete de Marlboro del bolsillo, y estuve a punto de encender el cigarrillo que me había llevado a la boca cuando mi mirada se cruzó con la suya: el hombre-dragón entrecerraba los ojos y los clavaba en mí, transmitiéndome mentalmente el conocimiento de que no pertenecía a la casta a la que se le permitía fumar en la oficina. Volví a guardar mi cigarrillo mientras terminaba mi exposición:

—…mi argumento es que son tan absurdos como exigir veinte flexiones a los galardonados con un premio Nobel.

Su mandíbula se movió como si masticase mi respuesta con la intención de juzgar su veracidad. Por un instante casi creí que me había salvado.

—Me importa una mierda lo que estuvieras haciendo. ¡Esto es una redacción, coooño! —dijo con una muy castiza prolongación de la primera «o» de «coño»—. Vamos donde está la noticia, y tú vas a tuitear en directo la aparición. Y vas a ser tú por dos motivos. El primero es que eres el único que entiende esa mierda de las redes sociales. Y el segundo es que me caes fatal —asintió enérgicamente con la cabeza como si se hubiera convencido a sí mismo de aquel hecho—. No has hecho nada, pero es que, de verdad, me caes fatal. Qué se le va a hacer.

—Pero…

—Ni peros ni ejques. Para el viernes quiero que nos hayan retuiteado hasta los del Vaticano.

Los años me habían enseñado que la palpitación de la vena en su frente era signo inequívoco de que no cabía discusión posible, así que dejé escapar un seco suspiro para seguidamente dirigirme hacia la puerta.

—Y recuerda —dijo antes de inspirar una profunda bocanada de Ducados y blanquear los ojos como siempre hacía antes de emitir una perla de sabiduría—: como dicen en mi pueblo, «a cuatro patas no hay culo feo» —chasqueó los dedos—. Marchando.

Salí de la oficina a las escaleras de emergencia y encendí un cigarrillo justo debajo del cartel que me prohibía fumar.

Me preguntaba cómo era posible que tras licenciarme en dos carreras hubiese terminado trabajando en un sitio que me enviaba a tuitear una aparición mariana predicha por una fallera cojita. Pero, sobre todo, me preguntaba qué cojones había querido decir el hombre-dragón con aquella última frase.

***

Moratal de la Sierra. No lo busquéis en internet, porque no aparece. Gracias a Google Maps se han encontrado galeones hundidos, tesoros perdidos, restos arqueológicos y un cementerio de tanques soviéticos en Afganistán que es flipante. Pero no busquéis Moratal de la Sierra, porque no aparece.

Tras casi seis horas de deambular en mi coche por la Sierra de Gata, encontré aquel lugar, cuando ya habían dado las tres de la tarde.

Apenas había aparcado cuando me percaté del murmullo creciente que venía del fondo de la calle que cruzaba aquella en la que me encontraba. Sonaba como una turba dirigiéndose a un linchamiento. Cautelosamente me asomé a la esquina.

¡Verge dels Desempa-raaaaaaaAAAAAAAAaaaaats!

Aquella muchedumbre era como una fiesta nacional organizada por los encargados de la localización de Misión imposible 3. Los rocieros reflejaban el sol sobre los anillos y colgantes de Ferrero Rocher, y su algarabía sazonada de guitarras y cajones flamencos destacaba aún más en comparación con los rostros mortificados y cenicientos de los numerarios del Opus Dei; junto a adustos seguidores del camino neocatecumenal corrían misioneros desharrapados, representantes del cuerpo de bomberos de Segovia con una imagen de la Fuencisla, viudas, pedigüeños, curiosos, buceadores de la Virgen submarina de San Juan de Gaztelugatxe, perroflautas fumados y hasta una pareja de mormones aferrados a las correas de sus mochilas, y muchos otros colectivos que no logré identificar. Y entre ellos, renqueando y protegida por su cofradía como si fueran el círculo de guardaespaldas de un rapero, Begoña la fallera elegida gritaba a pleno pulmón su invocación a la Virgen.

Casi diez minutos tardó el tropel en pasar frente a mí y perderse por el siguiente cruce. En ese tiempo pude comprobar que si bien el ambiente de regocijo y hermandad era algo que teóricamente todos y cada uno de aquellos grupos defendía, en la práctica me había parecido ver algún que otro codazo no muy amistoso.

La siguiente media hora la pasé caminado por la plaza, tomándole el pulso al pueblo a través de sus viejos, sentados en los bancos charlando de las obras públicas que habían visto años atrás y quejándose de que con la crisis les hubieran quitado uno de sus pasatiempos favoritos.

Mi primera apreciación fue que los nativos tenían una cierta tendencia a variar la velocidad de su discurso y a fundir varias palabras en un solo término, otorgándole a su dicción una cierta entonación musical. Una entonación musical armoniosa como la de un cencerro.

—Sí —me dijo Cecilio, un simpático vejete que apuntaba a la plaza con su garrota como si estuviera apuñalando al horizonte—, ahíandanlosjóvenes, buscando a la Virgen. Es que la fallera nosabeandevaaaparecer. Por eso siguen los portentos…

En la fuente del cruce los árboles que la rodeaban habían proyectado con su sombra la cara del Salvador. En una de las rocas de una vieja ermita el musgo había tomado la forma de un corazón de espinos. En la carretera vieja, una farola se había encendido después de quince años de estar apagada. En el monte unos mozos habían perseguido con sus motos al nuevo pastor porque era negro, no por maldad sino porque, citando palabras textuales, «nunca habían visto uno en libertad». Todos aquellos portentos —salvo el último, a pesar de ser digno de mención— habían traído en vilo —y corriendo de un lado a otro— a los apasionados devotos, de los cuáles el menos fervoroso llevaba más de cuarenta y ocho horas despierto de manera ininterrumpida. Estupendo, pensé, estoy en medio de un pueblo aislado rodeado de cristianos a los que mantiene en pie una fe desmedida o el tintorro, que deben de estar a punto de empezar a sufrir las primeras alucinaciones. Me encendí un cigarrillo y le ofrecí otro a Cecilio. El hombre, que hacía más de siete décadas había comenzado a fumar liando picadura en tiras de periódicos viejos, consumió el pitillo de dos caladas y me miró como si la raza se fuera degenerando, porque los hombres ya no aguantaban lo que lo que los hombres debían aguantar.

Tras aquella reveladora conversación, empecé a pensar en mi cometido. Caminé por varias de las calles sin un rumbo concreto, con la mirada fija en mi teléfono, esperando que el dispositivo conectara con alguna red.

Más de media hora después, aburrido y profundamente frustrado, ya en las afueras del pueblo y al lado del río, me acerqué a otro jubilado que se apoyaba en el pretil de un pequeño puente.

—Disculpe, autóctono… —dije esgrimiendo mi iPhone frente a su cara — ¿aquí no hay cobertura?

El hombre miró mi teléfono intensamente unos segundos y después a mí.

—¡Sí que hay! —dijo sonriendo el lugareño—. ¡Pero entoloaltoelcerro, muchacho!

Miré hacia la ladera que me indicaba, y me descubrí firmemente convencido de dos hechos. Primero, que desde aquella altura quizá no sería capaz de apreciar la aparición de la Virgen, aunque siendo sincero aquello era una pobre excusa: un evento de tal magnitud posiblemente sería lo suficientemente apoteósico como para captarlo desde varios kilómetros a la redonda. Segundo, que ni de coña me iba a subir a un puto cerro. A tomar por culo, pensé, diré que en el pueblo no había cobertura.

Y así, repentinamente, me encontré en una situación totalmente absurda: había recorrido kilómetros y kilómetros para localizar un pueblo perdido sólo para no hacer mi trabajo.

Mi primer impulso fue coger el coche y volver a Madrid. Pero como tenía suficiente hambre como para comerme al niño Jesús y un cansancio proporcional, me quedé allí, y gracias a ello tengo un relato que contar. Además, para colmo, una llamada de sirena alcanzó mis oídos:

¡Verge dels Desempa-raaaaaaaAAAAAAAAaaaaats!

Un barbo nadaba contra corriente, hecho singular y sin duda milagroso. El jolgorio pesadillesco había incrementado su volumen desde hacía una hora y algo, y en aquel grupo variopinto se apreciaban ya las primeras marcas de guerra: moratones y arañazos en aras de la devoción mariana. También era patente la tensión entre las diversas facciones: los cofrades valencianos chocaban con los bomberos segovianos, los misioneros intercambiaban imprecaciones con los seguidores de Escrivá de Balaguer, los rocieros hacían alarde de duende y a los mormones los odiaba todo el mundo.

Independientemente de los deseos del hombre-dragón estaba claro que aquello iba a ser un espectáculo digno de verse.

Así que, como tengo cierta tendencia a sumergirme en este tipo de situaciones al estilo kamikaze, recordé un regalo que me había hecho un amigo psiconauta adorador de Albert Hofmann: en mi cartera, entre las tarjetas de débito, tenía un pequeño cartoncillo. Cuando llegue el momento de utilizarlo lo sabrás, había dicho mi amigo parafraseando al Adam West de Padre de familia. Y en aquella porción depositaria de una revelación potencial el Pato Lucas —quien ahora tiene setenta y seis años— sonreía, cómplice y condescendiente, como perdonándome todos mis pequeños pecados. Así que, sin pensármelo más, me metí el tripi en la boca y conté del mil al uno notando cómo poco a poco se deshacía en mi lengua.

***

¡Verge dels Desempa-raaaaaaaAAAAAAAAaaaaats!

Mi espalda se tensó con un latigazo devolviéndome a la autoconsciencia, o por lo menos a un estado muy cercano a ella.

De una manera inefable sabía que el nieto de la Marta había escrito diciendo que tras doce años se había sacado las oposiciones de notario y que aquello no tenía nada que ver con su esfuerzo sino que había sido la intercesión de la Santísima ante el tribunal la que le había otorgado el aprobado.

La mayoría de la horda pía estaba frente a su puerta llorando de emoción, pero yo estaba, como buen español en víspera de una manifestación trascendente, sentado a la barra de un bar.

Arrancado de un capítulo de evasión repleto de formas abstractas, me encontré paladeando un vaso de Beso de novia, un licor de bellota de más de cuarenta grados, junto al cura del pueblo. Se trataba de un individuo voluminoso con el físico de un forçado, de barba hirsuta para el que una azada habría sido el complemento ideal y una panza que indicaba que sin duda su pecado era la gula. Destilaba esa vitalidad cazurra de la era basada en cuatro concepciones básicas de la vida y la moral erigidas como un bastión frente a toda idea externa. Y, a pesar de llevar sotana y alzacuellos, al verlo uno sólo podía pensar en él luciendo una camisa desabrochada lo suficiente como para mostrar la pelambrera de un pecho que serviría de lecho a una medalla de la Virgen de Argeme. El sudor labriego casi era un aura palpable.

Por cómo me miraba y saboreaba su propia copa, era evidente que llevábamos hablando lo suficiente como para que se hubiese creado cierta complicidad entre nosotros.

—Eso es lo que pienso a título personal, aunque que no salga de aquí… es por la diócesis, entiéndeme. Esoessiempreunproblema: la justicia y la compasión infinitas de Dios son contradictorias desde’l punto de vista’el ser humano.

Asentí imitando su movimiento, intuyendo lejanamente la paradoja que suponían aquellos dos atributos del ser supremo, sin plantearme lo incongruente que era aquella reflexión filosófica con su aspecto.

—¿Y cuál es su opinión sobre la aparición de la Virgen? —dije con el tono de alguien a quien de verdad le importase eso.

—Bueno… ¿por qué no? Es decir, si la Madre de nuestro Señor debe aparecerse, ¿qué mejor momento que éste cuandotodoestájodío?

Aquella era una lógica aplastante, pero como en muchas otras ocasiones fui incapaz de mantenerme callado.

—No lo sé, yo soy zen.

El tiempo se detuvo. Cada conversación individual del bar cesó, cada cabeza se giró en mi dirección, cada latido quedó en suspenso a la espera de la respuesta del cura…

Desde la torre inconmensurable en la que se había convertido dos ojos me miraron como un Moisés fulminador antes de distenderse en la mirada del padre del hijo pródigo.

Se empezó a partir de risa, y con él el resto del local.

—Señor… —dijo dejando escapar el aire de la última carcajada—. Mira este hereje carismático —descargó la manaza sobre el hombro del mormón que había a su lado y de cuya presencia hasta ese momento no me había percatado: el impacto le hizo golpear contra la barra el vaso de Coca-Cola y éste contra sus dientes—. Adam Smith estaba equivocao y se fue al infierno, pero él al menos tirabapiedraspal’laoqueera.

Dirigió una amplia sonrisa al mormón, que se la devolvió, reteniendo las lágrimas y con los dientes manchados de sangre.

—Pero eso del budismo… Mira, hijo, eso ni es religión ni . Ni te da respuestas ahora nitelasprometepa’lfuturo. ¡Pero si ni siquiera te salvas! ¡Te fundes en el Nirvana disolviendo completamente tu yo!

El bar estalló en carcajadas, con todos los parroquianos asintiendo con el mentón alzado. Entonces el cura se puso en pie, adoptando la postura del Amida de Ushiko, mudras y todo.

—¡Mirad, meheiluminao!

Las carcajadas aumentaron.

—¡Ahora estoy al borde del satori! —dijo hinchando los carrillos—. ¡Veo l’autenticanaturalezalascosasydemímismo!

Los viejillos de las esquinas golpearon con los culos de los vasos las mesas, y algunos empezaron a aplaudir.

Y, como por ensalmo, surgieron de la nada los rocieros con sus guitarras y sus cajones.

—¡ILUMINAAAAAAAAAAOOOOO! —rugió el cura.

—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyy! —contestaron los flamencorros dando palmas.

No pude aguantar más: en ese momento huí del local con la imagen grabada en las retinas de un buda ceporro rodeado de lorailos.

***

¡Verge dels Desempa-raaaaaaaAAAAAAAAaaaaats!

Otra hora de ausencia…

El pescadero habría traído un bogavante con tres patas, o el perro de la Angustias habría ladrado un número primo de veces. A saber qué portento se habría manifestado aquella vez.

El hecho era que nos encontrábamos todos en el camino de la veredilla en dirección a la comarcal. El cielo ardía veteado de carmesíes dignos de un apocalipsis y se oscurecía por momentos; las pupilas de creyentes, cofrades, bomberos, submarinistas y demás beatos brillaban con la anticipación previa al despliegue de un misterio.

A medida que el sol declinaba y el fin de la fecha predicha se acercaba, la ansiedad colectiva había alcanzado su cénit. La primera víctima grave había sido uno de los mormones; por ciencia infusa sabía que el hermano que permanecía aturdido sosteniendo un pañuelo ensangrentado sobre su frente en el suelo en brazos de su compañero era Jonah. El personal de la UVI móvil destinada allí desde Hoyos lo miraba como a un mal menor: frente a lo que se avecinaba, el triaje lo había clasificado como un daño colateral. Además, ya habían pedido refuerzos dos veces tras veinte horas de atender desmayos, contusiones, brechas y borracheras, y se los veía agotados y malhumorados.

A medida que había ido cayendo la noche también lo había ido haciendo el silencio. Sobre las flacas esperanzas de los creyentes sólo se proyectaban las débiles luces de una solitaria farola y las de las distantes estrellas. Hasta los rocieros y la fallera se habían callado, y eso sí era un milagro.

Y entonces, tras la loma por la que desaparecía la carretera, comenzó a surgir un fulgor. Al principio pensé que era un efecto del LSD que me recorría el organismo, pero en cuanto los cuerpos a mi alrededor comenzaron a agitarse de nuevo supe que no lo estaba viendo yo solo.

La algarabía resucitó multiplicada, aumentando de intensidad a la vez que lo hacía aquella luz. Las manos que rasgaban las guitarras y golpeaban los cajones lo hacían con tal violencia que sangraban como las de los tamborileros de Calanda, y los ayes era tan desgarrados que creo que alguno vomitó el alma. Los coros del cante jondo los hacían los numerarios del Opus Dei apretándose el cilicio, hasta el punto de que sus cabezas eran masas congestionadas y palpitantes plagadas de venas, que no debían de ser muy distintas de sus pollas en esos momentos. El vocerío ahogaba la ronca invocación de Begoña y empecé a notar los codazos y empujones.

No sé muy bien cómo, impulsado por los golpes acabé en primera fila, en el momento en que dos focos intensos me alumbraron, cegándome momentáneamente. Cuando me recuperé, pude ver que si la algazara hubiera sido de unos cuantos miles de decibelios menos, todos habrían comprendido antes que se trataba simplemente de un coche. Llegaba despacio, como titubeante, y cuando frenó a un par de decenas de metros frente a nosotros, quizá intimidado por la muchedumbre, las caras que lo observaban, algunas ensangrentadas, proyectaban miradas gélidas de decepción.

En aquel silencio, aún más terrible que el de la desesperanza previa a la luz, la puerta del conductor se abrió. Y juro que Javier Marías salió de aquel coche. Qué cojones hacía allí no lo sé, pero juro que vi a Javier Marías.

Y entonces el ácido lisérgico pareció volverse un torrente que me recorrió la espina dorsal y ascendió hasta mi cerebro. Como si el universo hubiera hecho un mal chiste lingüístico, aquella era la «aparición mariana» predicha. Apreté los dientes, intentando contener la risa. Pero los colores y las estructuras cristalinas que danzaban en mi mente se prolongaron fuera de mí, remodelando grotescamente el mundo.

Javier Marías comenzó a acercarse, y yo lo veía como un ser deshuesado que se moviera ondulante como los personajes de la Merrie Melodies de los años 30. Colgaba de su escroto, besándolo con fervor, Pozuelo Yvancos. Y frente a él, en alegre arlequinada, ejecutaban cabriolas y gracietas varios bufones del Grupo Prisa. El supuesto novelista entonaba un mantra:

—No se puede saber nada. Si se pudiera, sería tan poco que sería una nada. Aunque fuera un poco más que una nada, podríamos abarcarlo con sendas manos.

Algo tronaba en mi cabeza y sacudía el ambiente a mi alrededor como ondas en la superficie de un lago: demasiado tarde comprendí que eran mis propias carcajadas, mezcladas con los alaridos de rabia de todos aquellos rostros indignados de los que caían lágrimas de ira y desengaño. Aquella masa se desplomó sobre mí como una ola humana, y aguanté bastantes puñetazos y bofetadas de padre hasta que una guitarra flamenca se hizo añicos en mi nuca.

Y de la luz caí a la oscuridad.

***

Y de la oscuridad caí a la luz.

Me encontré suspendido en mitad de una nova, en medio del núcleo de un diamante, donde la luz que lo inundaba todo parecía plegarse sobre sí misma, descomponerse y recomponerse simultáneamente como si el tiempo pasara infinitamente deprisa y a la vez se hubiera suspendido. Aquella claridad me transmitía la quietud del origen perfecto, la sensación de flotar en el útero divino, en el vientre de la madre sagrada. Y parte de esa luz empezó a tomar consistencia, a solidificarse frente a mí.

La figura refulgente estaba a la vez fuera y dentro de mí. Múltiples facetas de sí misma la rodeaban extendiéndose en todas direcciones, multiplicándola en un mandala infinito. Pero a la vez sólo era una, la mujer que me miraba y cuyo rostro sonreía. Era la personificación de la caricia materna, el eterno regazo cálido, una égida frente a la crueldad del mundo. Y también era mi madre cuando me concibió, más joven de lo que yo era en ese momento, hermosa como en los casi olvidados recuerdos de mi infancia.

Quise decir algo, pero no tenía boca ni garganta con la que articular palabra: me había convertido en un destilado perfecto de mí mismo, más allá de la existencia material.

Pero no hizo falta que dijese nada, porque ella contestaba a mis preguntas antes casi de que se formasen en mi esencia.

—Quizá soy María, o quizá no soy más que una proyección de tu yo interior que ha adoptado esta forma por motivos contextuales.

Como si una red pulsase, un destello vibró desde la gente que había dejado atrás. Ella comprendió.

—¿Para qué me voy a aparecer a los que ya creen en mí? —dijo con aquella voz que provenía de todas partes, dulce e inagotablemente comprensiva—. ¿Y por qué no aparecerme a ti?

Sin moverse estaba de repente a mi lado, arropándome con su halo.

—No hay mensaje, sólo puedo decirte lo que siempre has sabido. Que no existe un mal luchando por conquistar el corazón humano. Que la culpa es una carga de la que podéis desprenderos. Que todos sois reflejos de lo divino aunque ahora te cueste creerlo…

No se movió, pero aun así noté el roce de sus labios en la frente.

—Recuerda: no tengas miedo. Nunca.

Sonrió de nuevo, y ese gesto pareció atravesarme y quemar todo aquello indigno en mí: en aquella sencilla curvatura de su boca todos mis errores fueron perdonados, todas mis mezquindades, todos mis rencores, todos mis resentimientos se consumieron. En un instante me encontraba limpio, purificado, renacido.

—Y pórtate bien.

Sí, mamá. Quise alzar la mano y acariciar su cara, pero en realidad sólo tenía el concepto de una mano como la extremidad de un cuerpo ilusorio.

Y de la luz caí a la oscuridad.

***

Y de la oscuridad caí a la luz.

Emergí de nuevo arrastrado como un hombre que saca la cabeza a la superficie de un pantano.

En mi confusión, vi varias caras que me rodeaban, como sombras frente a una luz blanca estridente, y seguía oyendo guitarras flamencas de fondo.

Fue el puro instinto de defensa el que me hizo soltarle una hostia a la primera de las caras, antes de comprender que era un ATS de la UVI móvil, antes de comprender que no estaba rodeado de rocieros sino que lo que sonaba era Radio Olé. Y antes de que el ATS me devolviera la hostia, porque aquello ya había agotado su paciencia.

Volví a sumergirme en la negrura de la inconsciencia, esta vez sin ensueños ni visiones. Pero antes de desaparecer, mi último pensamiento me provocó una sonrisa nacida de saborear una ironía.

Quizá, después de todo —y de una manera un tanto inesperada—, se había cumplido la profecía de la fallera cojita.

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Porque pienso en ti… mi brutal James Deen

por Relato finalista

Un día os devoraré por completo. Dejaré de mordisquear el cuello de vuestras insulsas camisas y clavaré en vuestros testículos mis incisivos. Es tan primario, por ello intento no pensarlo demasiado, o pensarlo demasiado, qué sé yo, el sexo, la muerte, el sexo, la muerte, tensión inevitable, amor apache. El sexo… Aliena, cansa, alimenta tus varices, estrías, arrugas, te envenena de azules eléctricos y malvas… En definitiva, o te traumatizas hasta la náusea o te creas una adicción. Y yo me he hecho adicta. Sea como sea, una se siente obligada a explicarse.

Pienso en los cadáveres que se eternizan en mi particular cementerio helado… en mi cuarto frío… los que no me quisieron como novia en el colegio y años más tarde quisieron ser mis amantes; los que envié a la guerra para no tener que lavar sus trapos sucios; los que no volvieron a llamar porque la novia o mujer se enteró y terminó matándolos antes que yo, entre terribles sufrimientos; los que me dejaron marcas e inolvidables moratones en los muslos; los que me llevaron a cenar y me cogieron de la mano y otras partes, ¡qué bonito!; los que me pidieron que fuera a vivir con ellos y por poco me hago pis del susto; los que se estrangularon con mi lencería; los que se rieron de mí y ahora se matan a pajas; los que me dejaron sesenta y nueve veces; los ligues, rollos, encuentros y opositores a hombre ideal que no supieron bajarme las bragas y estar a la altura; los que me tomaron por tonta; los que folle sin prisas, sin pausas, sin tratados, sin colorantes ni conservantes, ni profecías mayas, ni miedos, con ganas… A todos, a todos ellos, de verdad, gracias. Gracias, porque sois mi fuente de vida… más allá de la muerte.

Soy sexocéntrica, qué le vamos a hacer. Joder, si flipo cada vez que me como una polla, preferiblemente tamaño estándar: durante unos minutos me hago dueña de la genitalidad más ajena y siento una felicidad extraña, como de engaño consentido.

Una mañana de sábado en el supermercado El Paraíso —Porque pensamos en ti: doble ahorro, 50% en la segunda unidad—. Está sentada en el despacho, lleva un vestido ligero y daría cualquier cosa por que alguien entre por la puerta y se lo quite.

Se imagina todos aquellos pasillos repletos de cuerpos ávidos por ser desnudados… a toda aquella gente dejando a un lado los carritos de la compra e iniciando una flashmob, masturbándose con algunas de las promociones gastronómicas del mes. Mira el calendario de eventos —Embutidos Bierzo Paladares: todo el placer… en tu boca—. La locución de las ofertas aturde aún más su cerebro perdido en el deseo. Un hombre se le pasa por la mente… el del pasillo 8.

El goce sensual, erótico, o lo que sea… me turba y me fascina. Sensible como soy a los instintos sigo el vuelo de dos moscas en plena monta y, por supuesto, la de los caballos a las yeguas, los cabrones a sus once cabras, los puercos a las gorrinas o de cualquier otra especie que utilice el curioso sistema de acople genital.

Mi distracción se convierte en pasión al beber de las mismas fuentes del deseo humano, con todas esas represiones inconfesables, sublimando lo morboso y celebrando la ocurrencia voluptuosa, con todas esas expresiones que festejan el amor carnal erotizando los sentidos y el intelecto para dar un poco por culo, literal, a doña cuaresma. En fin, baste decir que el arte de la humanidad, por ejemplo, empezó con el dibujo de un coño… y perdonen las babas.

159

Esta mañana podría ser más interesante si todos desearan que alguien les quite la ropa…

Debería asesinar a la joven de la megafonía con voz de ángel y cuerpo rotundo. ¿Quién va a comprar con ese reclamo ensordecedor? A quien sí asesinaría, con sumo placer, es a ese reponedor del pasillo 8… ¡Céntrate! El del pasillo 8.

Es pura geometría sagrada, el espacio entre sus piernas es el mismísimo misterio del triángulo equilátero. No me importaría que este hombre moderno de Vitrubio con auriculares en los oídos, greñas y haciendo jumping jack, saliera de su círculo y me quitara la ropa ahora mismo… y yo te quito el pantalón… Irremediablemente se iniciara la coreografía, al principio algo torpe, del deseado desnudo. ¡Se hace tan difícil no acariciarme aún!

Quizás pueda retener mis manos y mi boca en tu cuello, permitiendo alguna incursión audaz de mis dientes al lóbulo de su oreja, besarlo húmedamente, propiciar luego un pequeño mordisco para que sientas mi respiración caliente y agitada.

Como si la oscuridad hubiera tomado mis ojos y dejado a mis manos y labios el reconocimiento de tu cuerpo, acudo a la búsqueda de tus rígidos pezones que celosos de tu oreja anhelan el mordisco y la cura. Es preciso someterlos, hacer que se rindan gozosos a los labios, a la lengua, a los dientes… el último mordisco tiene el efecto de un latido en tu pene. Estás cercado, aprisionado por una lengua golosa, por unos dedos opresores y una boca voraz a la deriva, que en la depresión de tu ombligo pronostica tormentas y que se demora en el territorio nocturno de tu pubis, haciéndote pagar el tributo de la erección.

Arqueas la espalda, crispas tus dedos en mis sienes: exhibes tu miembro y me ofreces el sur cálido de tu sexo. Recojo tus testículos con la mano izquierda y tu pene con la derecha. Mueves tu cintura hacia delante a la altura de mi boca abierta, citando, mi boca húmeda está lista, respiro en él, le soplo, mi aliento es candente y de mi lengua gotea ya la humedad del deseo. Hundiendo la cabeza un poco más acaricio tus huevos con la lengua, tomo uno con la boca, lo suelto y todo comienza a convertirse en un amazonas de saliva, afán y lubricidad. Tomo el otro: malabarismo perfecto de esferas vivas.

Ahora sólo hay labios, lengua y mano. Continúo la larga y húmeda lamida sobre la punta de tu polla, entretengo mi lengua en ella recorriendo el borde del glande, todo su suave contorno se encara hacia mí e iniciamos de nuevo un diálogo de susurros lamiendo, sorbiendo y succionando.

Mi lengua sigue buscando debajo y detrás de tus testículos ese área sensitiva que conecta directamente tu nuca a tu sexo. Me deslizo desde arriba a abajo, y desde abajo a arriba, mi boca te está follando. Te agitas convulso.

—Cálmate, no te romperé la polla —te digo con suavidad—. Sólo te la chupo, ¿lo notas?

Continúo manteniendo la polla en la boca. Sigo por tu rostro el reflejo de mi maniobra, y sin tener que interrogarte para saber si ha llegado el momento, acelero poco a poco el ritmo hasta el adagietto. Creo que murmuras «¡Más rápido!». Pero no es necesario. El espasmo que obtuve de tu carne fue la confirmación de que era el ritmo preciso. La mamada fue larga, profunda, con el ritmo de una canción cantada a media velocidad. Las manos y la boca son una maraña de dedos, molino y saliva. Llevo mi mano a la base de tu polla y aprieto allí, provocando que te llenes, espeses y derrames… por última vez.

160. 

He perdido complejos y ganado pudores, o perdido pudores y ganado complejos, da igual. He follado durante una gran parte de mi vida. De vez en cuando he tropezado con algún que otro malentendido, mentiras, amor propio herido, celos, pero los considero daños colaterales y listo, no hay trabajo sin riesgo. No soy muy sentimental, no soy de abrir fácilmente las piernas del corazón. ¡Claro que tengo necesidad de afecto!, pero sin llegar al extremo de construir, a partir de relaciones sexuales, eso que llaman historias de amor. El amor no hace el coño más sensible.

Si la razón produce monstruos, la digestión produce esperpentos, amén de una cierta calentura en la zona pélvica, producto quién sabe si del divagar onírico, de la sangre acumulada o de los naturales gases.

No sé quién eres y eso me excita. Desconocerte es evitar los conflictos internos y externos. Follarte es que te instales por un rato, que fuerces mi actividad neuronal; por ejemplo, yo soy el lobo y tu caperucita… Así que insisto, encuentra un buen sitio entre seso y sexo, y quédate un ratito.

Soy tu desconocida y eso te excita. Tengo claro lo qué quiero y eso también te gusta. Que me enseñes la polla como bienvenida. Que babees. Te espero impúdica y terrible. Vas a arrancarme las medias de cuajo y eso basta. Vas a cubrirme después, por fuera, por dentro, con tu blanco impoluto.

El joven vendedor viene a mi despacho, está erotizado hasta las cejas, tiene cara de un contra-la-pared cargado de lujuria y pasión. Trae licor de mandarina como ofrenda: bienvenida señora Aguilar.

De pie, mientras él abre botones, yo desabrocho cremallera. Percibo la loción que impregna tu mentón, el suavizante de tu camisa, exploro con el olfato todos los aromas de tu cuerpo, el desodorante de tus axilas… el olor del pubis, absorbiéndolos en una danza ancestral de apareamiento, con los ojos cerrados aprisiono bajo los párpados las imágenes que cobran vida danzando al mismo ritmo que nosotros.

Te masturbo con la derecha porque es mi mano más obscena. La izquierda es solo para arañarte las nalgas. Mordisqueo cada músculo palpitante, afino el oído para escuchar el rugido de la sangre recorriendo venas y arterias, voy llenando de besos el robusto cuello para volver a hundir mi cara en el musgo oscuro y tantear con la lengua el pene que ya se yergue, perlado de rocío salado.

Uno mi boca a la tuya y el gusto salobre de los fluidos se mezcla con la saliva y el untuoso licor de mandarina, destilamos una nueva variedad —Mistela Paraíso: la bebida más rica, dulce, olorosa y picante que existe en el mercado—, un jarabe espeso de mandarina hervida con azúcar, canela y pimienta mezclado con alcohol como lubricante para el sexo anal más puro. Tus dedos entran y salen sin ningún adorno de mi culo, ninguna figura literaria les da una dimensión distinta que ser un par de dedos follándome por atrás.

Descubres con los ojos lo que antes descubrieras con la boca y los dedos: la abertura oscura y apretada, como si de una boca enojada se tratara, húmeda y abierta ahora, y te hundes pleno en ella, y un temblor agita las entrañas tibias.

Abro los ojos y miro el bello acoplamiento en el espejo. Me gusta lo que veo. Veo su mirada alucinada con el espectáculo de absoluta armonía entre lo cóncavo y lo convexo. Su garganta guardaba la onomatopeya de todas las especies, y entre relinchos y maullidos, gemidos y gritos, apresura el ritmo y las acometidas, y entra en un universo constelado de estrellas fugaces y un estallido de mil petardos.

Entonces te quedas parado. Me dejas con las bragas bajadas por si faltara glamour… y me da por pensar que si llevara zapatos de tacón —negros, coral, metalizados—, lamerías sólo del talón al tobillo. Sólo.

Aún desmembrado, te tumbas y me siento sobre tu cara. Vuelvo a decir lo de «quiero volver a follarte», casi te me desmayas. Es una pena que estés ya tan limitado y no sepas dibujar a mano alzada mientras me rasuras el pubis con una Twin Lady Sensitive III —Aceite de coco, aguacate y oliva en una banda de gel incorporada: una verdadera caricia para tu piel—. Puedes enfadarme. Puedes enfadarte tanto, que no estaría de más que me obligaras a comerte la polla… O a pasar mi lengua de tu raíz al ano. Ya ves, me sobra todo ideal romántico. Es una pena, porque a estas alturas, follarme lo que se dice follarme, ante tu vértigo y tu desmayo final, lo tendrá que hacer otro u otros. Te vuelves eterno.

161

¿A qué lado cargará? Cuando voy a una reunión de trabajo me entretengo pensando cómo la tendrán colocada los varones de la mesa. Aunque parezcan tan serios y listos todos llevan la polla puesta y de algún modo se la han tenido que colocar. Disimuladamente miro sus paquetes y evalúo posibilidades. Ya sé que no hay que fiarse de las apariencias, que aquello que hace mucho bulto son los testículos, lo otro es muy difícil de intuir, salvo que en alguno asome un principio de erección, que no sería la primera vez. Hay cuatro modos probables; sin embargo, juraría que ganan los que se la colocan derecha abajo. Pero en fin, que cada uno se ponga la polla como le salga de los huevos, que ya me la pondré yo donde quiera.

Puedo quedarme sin bragas en cualquier momento y en cualquier lugar para hacerte protagonista debajo de mi falda. A veces me siento sobre el borde de la mesa y abro las piernas, sin poses ni tropiezos, completamente segura de que te gusta y te asusta lo que hago. El vicio es la pirotécnica del placer. Adulto. Adulador. Adúltero. Con sabor a sudor y a pica pica. No quiero saber cuál es tu color favorito, el lugar al que quieres viajar o cuál es el motivo de tu actual hojarasca mental, sólo juega.

Hoy jugué con el jefe de compras, ese hombre, materializado en un inmenso pene caliente e inflamado y una lengua que accede con voluptuosa maestría a mi sexo. Se arrodilla frente a mí y me pide que extienda las manos; sólo quería saber si alcanzaba con ellas el teclado. ¿Puedo teclear? Si querido, eso y mucho más.

Echo el cuerpo hacia delante, sólo las puntas de mis nalgas descansan en el sillón y él, sentado ya en el suelo, hunde la cabeza entre mis muslos. «¡Tengo que terminar el balance definitivo!», suspiré.

Toda la miel del mundo está allí, bajo mi falda, y su boca hurga a despecho de mi lubricidad, pero también a despecho de su propia voracidad. Paso de la columna de los débitos a la de los créditos saltándome varios apuntes. El ruido de mis gemidos se entremezcla con las señales acústicas de error del programa, a mí me suenan a las campanitas de la Celestial de Beethoven, siento que viene el espasmo, ese espasmo que me atraviesa y convierte mi espalda en un arco perfecto, un orgasmo contabilizado.

Dejé de teclear, puse mis manos sobre su rostro de duende confitado. Me incorporé, haciendo rodar el sillón hasta los ventanales. He inventado el verbo refollar y desde entonces me gusta poder conjugarlo. Cuando estoy cachonda, me sobran telas y costuras.

Le empujo suavemente hacia el suelo y me tiendo sobre él. Trago su saliva y le cabalgo largamente. Nunca había tenido bajo mi cuerpo un cuerpo tan estrecho, pensé que no me gustaban los delgados. Pero me equivocaba. Los huesos de aquel hombre empujaban mis propios huesos, sobre todo a la altura de las caderas, y la sensación que me produjo aquel duelo me llenó de un regocijo macabro: éramos dos esqueletos batiéndonos a muerte, tratando de rompernos el uno contra el otro, desmenuzándonos a ver cuál de los dos se deshacía primero.

—¿Puedo correrme?

Es una pregunta de hombre bien educado. El solo hecho de formularla pone a una en buena disposición y de repente te apetece complacerle. ¡Claro que puedes! ¿Dónde lo deseas? ¿En mis nalgas, en los pies, en la vulva? ¿Quieres facializarme? Dime querido, dónde lo deseas… No responde, se ha deshecho en mil esquirlas de huesos.

162

Hay cosas buenas y ricas que, para algunos, parecen malas… y no hay espectáculo más espléndido sobre la tierra que el de una mujer que esté fuera del alcance del chantaje del pecado. Una mujer que sepa morder y ladrar a la luna cuando se corre. Me gustan esas mujeres salvajes y carnales en absoluta posesión de su cuerpo y de sus deseos.

Quien no disfruta engullendo obeliscos ni hocicando vulvas pero sí obtiene placer de que otro se afane entre sus genitales es de un egoísmo que hiede. Bendita afición humana la de acercar la boca a los genitales. Benditos héroes y heroínas que pasan horas concentrados en un acto tan zen que reduce todo el universo, todo, a una boca, unos genitales y una cara. Lujuria depravada: lame y serás lamida. Así sea.

Acaricia los higos frescos con las yemas de los dedos. Realmente, son unos saquitos sorprendentes: extraños, oscuros y arrugados, pero exquisitos al paladar. La madre naturaleza debía de estar pensando en el padre naturaleza cuando inventó los higos, aunque a mí me parezcan un apetitoso caso de hermafroditismo: hembra por dentro, varón por fuera.

Levantó la mirada. No parece que haya nadie más en el supermercado. La única cajera del turno de noche, acaba de despachar al último cliente y está absorta en la lectura de una novela de la colección roja RBA, Románticas Buenorras Accesibles, de pechos turgentes. Lo único que se oye es el murmullo de las cámaras frigoríficas y la melodía casi imperceptible del hilo musical.

El frío artificial mitiga lo que, sin su presencia, podría ser una celebración de aromas increíblemente excitante: la dulce madurez de los plátanos y el melocotón amarillo, el puntito picante de las cerezas y los arándanos, la acritud cítrica de los limones y las limas. En los supermercados todo es frío: los brillantes suelos recién fregados, el gélido acero de los estantes, la fluorescencia polar de las luces.

Tomo un higo, lo huelo, lo lamo. ¿Si a los conejos les gustan las zanahorias, por qué no les van a gustar también los higos? Me subo lentamente la falda. Me encantan mis medias con sujeción de liga elástica —Medias Dama-Scorie, de efecto invisible: déjate acariciar por su suavidad y ligereza en el día a día—, son mis cilicios particulares, las disciplinas de mis muslos.

Me toco, húmeda ya. Acerco el higo a la entrepierna y acaricio mi sexo con la fruta, suavemente. La piel del higo se va rasgando, se pegan las semillas a los labios vaginales. Saboreo el higo, transformado es una nueva variedad.

Avanzo hacia las fresas. Grandes, rojas y firmes, sé exactamente cuál es su sitio: dentro. Puedo distinguir el cosquilleo de cada rabillo verde.

Apoya la espalda en las estanterías repletas de tomates y pepinos y separa sus piernas. Siente como el zumo espeso sale. La masturbación femenina provoca. Lo sabe. Retrae caderas y nalgas, se frota con toda la delectación que le es posible, lentamente saborea sus dedos impregnados de extractos frutales frescos y punzantes y continúa.

Uvas, uvas firmes en un racimo prieto. Uvas grandes, redondas, moradas. Son tan frescas. Son como esos rosarios juguetones que hacen vibrar los tejidos de la vagina, hacen cosquillas, una a una… un empujoncito… todas las uvas van desapareciendo.

Alarga la mano y coge un kiwi. Clava las uñas en la piel velluda. La fruta estalla y el líquido verde resbala entre sus dedos. ¡Todo gotea!

Soy un mango, una papaya, un lichi, una guayaba, una pitaya, un nashi, una grosella. La sección de frutería está muy bien abastecida. ¡Consúmanme! La OMS y los nutricionistas mantienen que es necesario tomar cinco piezas de fruta al día. ¡Aagh…! Y todas las bocas hambrientas se saciaron.

Se cierra y se abandona al clímax, que impregna el ambiente con un aroma de ámbar y macedonia. Se hizo el silencio. Alguien había apagado el hilo musical. Se escucha la voz metálica y algo temblorosa de la cajera por el sistema de megafonía:

—Señores clientes, les recordamos que estamos a punto de cerrar. Por favor, procedan a pasar por caja. Gracias por su visita. Esperamos volver a verles pronto.

Será mejor que compre algo: leche de soja, un frasquito de estragón y una… mascarilla de higo —la línea Fruit Fusión: las propiedades de sus activos nutren, reafirman y combaten el envejecimiento—. La piel queda nutrida y con una agradable sensación de frescor.

—¿Qué tal el libro? —le preguntó.

—Muy bueno —suspiró la cajera sin apartar los ojos del muslo jugoso de la señora Aguilar—. Me encantan las historias de amor. ¿A usted no?

—Pues no mucho, querida. Pero ya sabes, el gusto es como el culo: cada uno tiene uno.

La cajera marca la exigua compra de la señora Aguilar. El muslo desnudo de la señora Aguilar marca a la cajera. La novela de la colección roja RBA, Románticas Buenorras Accesibles, de pechos turgentes, cae al suelo. Era imposible que la vista no se agudizase ante una carnalidad tan explosiva, provocando un sofocante deseo de entrelazar piernas, en donde una pelvis morbosa busca a la otra, entonces, pubis contra rodilla, muslo contra pubis, clítoris contra glúteos, glúteos contra caja registradora: roce, cosquilla, dilatación, lubricación, excitación, contracción, orgasmo…

La cajera soltó unos chillidos hermosísimos y se le aflojaron las piernas y de sus ojos brotaron lágrimas y preguntas, y abrió la boca de tal manera que la señora Aguilar tuvo que contenerse para no meterse entera en su boca, porque sin lugar a dudas en ese momento esa boca era el sitio más acogedor del mundo. El mismo Paraíso de los cielos hecho cuerpo presente.

163

Las tardes de sábado en las oficinas de un supermercado pueden ser tremendamente tediosas. Son como esos documentales minuciosos sobre cómo acontece la nada. El supermercado es un vidrio nítido por el que van pasando, con lentitud de pez que se sabe observado, una serie de sucesos sin significado oculto. Tras estos sucesos manotean unos personajes intentando darles trascendencia… Siempre nos quedará el sexo.

Hay un juego que me entretiene, adivinar cómo serán los genitales de un hombre observando el resto de su cuerpo. Existen ciertos supuestos que afirman que los hombres bajos la tienen grande. Hay casos verdaderamente impresionantes —en alguno la comparativa es impactante—, pero no podemos generalizar: no es regla exacta.

Se comenta también que la nariz va pareja a la minga. Nariz redondita y respingona: minga corta y gordezuela. Nariz aguileña: picha serpentina. Narizón: polloncio. Mola observarles la nariz e imaginar cómo van calzados. Especialmente a esos que te hablan tan serios sin saber que las napias, justo en el centro de su cara, les delatan.

En Oriente valoran mucho un mentón prominente, como símbolo de virilidad, de potencia y de poderío entre las ingles. Suelo fiarme de los orientales en materia sexual, pero tengo mi propio criterio al respecto: los antebrazos.

Desde la muñeca al codo, los antebrazos tienen cierta forma de falo. Cuando un hombre te está haciendo el típico trabajito manual y tiene su mano hundida en tu vientre, es estupendo sujetar el antebrazo con ambas manos como si de una inmensa verga dura se tratase y darle de arriba a abajo, con fuerza y sin complejos. Y más estupendo es que tengan dos antebrazos y poder asirte a ellos cual trinquetes, mientras el otro protagonista de esta historia, el palo mayor, surca los vientos de tu mar brava.

Sé que el vigilante búlgaro del turno de tarde me observa e incluso puedo afirmar que fantasea conmigo durante las últimas rondas. Su condición de vigilante búlgaro, con los antebrazos más musculados que he visto, lo convierten en el prototipo perfecto de amante ocasional sin demasiadas complicaciones lingüísticas: no se pierde en el limbo de la retorica y blasfema con suficiente fluidez ante mis exploraciones de su anatomía balcánica.

Le recibo con la boca abierta y con el sexo húmedo, sus besos son un mar blanco de yogur con especias. Sé que el deseo se apodera de él sólo con pensar que estoy en el cuarto frio haciendo inventario. Estamos tan ansiosos de follarnos que si me roza en la sección de lácteos puedo sentir el efecto en mis bragas cuando paso por la sección de repostería y panadería.

Actuamos como animales en lucha, dispuestos a devorarnos mutuamente. Si vence y me inmoviliza debajo, empuja con tal fuerza que parece derretir el suelo con su sexo a través de mi cuerpo hasta que todo, a nuestro alrededor, parece fundirse.

Nuestra armonía es perfecta: suspendida de las anillas de la carne te atraigo con las piernas mientras me pellizcas los pezones y las nalgas, me restriego contra tu miembro erecto con frenesí, jadea en búlgaro. Yo permanezco inmóvil en mi pose de res sacrificada mientras tanteas mis cuartos traseros y separas el interior de mis muslos para que tus dedos accedan libres a mi amor veneris, a mi cosquilla, a mi yoni, a mi clítoris.

Siento tu pene contra mis nalgas. Deslizas las manos en torno a mi cintura, y me levantas un poco para poder penetrar más fácilmente. Cierro los ojos para escuchar el sonido del miembro que se desliza en la humedad. Empujas con tal vigor que se producen unos ruiditos que me llenan de goce. Tus dedos se clavan en mi carne. Me excitó tanto con tus arremetidas que se me abre la boca y me encuentro mordiendo un lomo bajo de ternera de Aliste, haciéndome repetir entre dientes que pertenece a una cabaña de reses ecológicas criadas bajo los más estrictos criterios de sostenibilidad, calidad y excelencia.

—¡Ohhh!

—¡Aggg, добре, какво удоволствие!

El aullido ahogado del vigilante llena todo el cuarto. Un orgasmo venido del frío. Nunca hubiera pensado que este corpulento caballero chillaría tan agudamente. Y es que nunca se conoce a una persona hasta que no la escuchas en pleno orgasmo.

Destapo una de las cajas de calabacines. De la familia de las cucurbitáceas, producen frutos grandes y protegidos por una corteza firme; estos son de la variedad Samara de color negro brillante. Un excelente fruto, grande y firme… ¡Qué frío hace, joder! Demasiados cadáveres. No hay sitio para la nueva partida de carne.

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Groenlandia

por Relato finalista

El silbido del viento parecía hablarle, como si fuera el murmullo de los gemidos entrecortados de los vanir. Pero no podía pararse a escucharlo, su mirada estaba fija en el cuerpo que reposaba sobre el tronco ladeado de aquel árbol. La cabeza dirigía los ojos cristalizados arriba, más arriba aún, y la mano apoyada sobre una rama casi parecía alentarlo a seguir ascendiendo. La cara, aquella cara que era como su propio reflejo convertido en un espectro de hielo, parecía reconocerlo y mirarlo con benevolencia. Se apartó de él: Gunnar sabía que si se detenía mucho tiempo acabaría volviéndose loco como Ari, como Björn, como los otros.

Apretó con fuerza una de las ramas de la parihuela a su lado, casi sin ser capaz de asegurar si notaba o no el nudo de la rama clavándose en su palma. Ya no sentía varios de los dedos.

—No podemos parar ahora. Aunque esté anocheciendo no podemos pararnos.

Sveinn no decía nada. Gunnar no se atrevía a levantar la manta con la que lo había arropado y mirar otra vez aquella pierna. La última vez —¿hacía horas?, ¿días?— ya no sangraba, sólo era un bloque púrpura y venoso.

—No digas nada, guarda las fuerzas.

Estaba débil, su hermano. No había tenido fuerzas para comer las últimas provisiones que les quedaban, a pesar de que Gunnar las había masticado antes para que sólo tuviera que tragarlas.

—Te llevaré hasta las puertas. No dejaré que te pierdas.

Quería sonreír, pero la piel de la cara estaba tan tirante que con sólo hablar se le cuarteaba.

Cargó de nuevo con la parihuela; casi se sintió agradecido de notar cómo las llagas de los hombros y el cuello bajo las pieles se abrían y supuraban: por el dolor sabía que estaba vivo.

Y de nuevo un paso tras otro, hundiendo los pies en la nieve, ascendiendo.

Los espectros del frío en aquel crepúsculo eran como caras siempre un poco más allá de donde alcanzaba la vista, sus voces susurros que se confundían con la suya propia en su cabeza, que le decían que se había vuelto loco como Sveinn, persiguiendo un lugar inexistente siguiendo los pasos de su padre que también estaba loco.

Y de nuevo un paso tras otro, hundiendo los pies en la nieve, ascendiendo.

Ya había anochecido, y en la oscuridad su mente aún se volvía más brumosa, más incoherente. Ya casi no notaba su propio peso, las palabras que le dirigía a su hermano no eran más que sonidos sin mensaje, como quien repite un gesto ritual sin conocer su significado. Intentaba contar la historia, verbalizar las imágenes casi inconexas que lo asaltaban, una fantasmagoría fragmentada de escenas que lo llevaban hasta ese momento.

Y de nuevo un paso tras otro, hundiendo los pies en la nieve, ascendiendo.

Y entre las ramas que le rozaban la cara creyó ver cómo la masa de árboles parecía ser cada vez menos densa, cómo la cortina de bosque se atenuaba, y que a unas centenas de metros se veía una llanura imposible, resplandeciente de esmeralda.

Y sin que le importara ya si caminaba por el mundo o por un sueño, siguió hundiendo los pies en la nieve hacia aquella extraña luz.

***

Ya no podía caminar. La herida en la pierna había dejado de sangrar, pero se había quedado rígida. No podía seguir subiendo aquella montaña en medio del bosque.

—Déjame aquí. Sigue tú.

Habían llegado a un claro. Gunnar sacó su hacha, hizo caso omiso de lo que había dicho su hermano, tan pálido casi como la nieve, y comenzó a buscar unas ramas con las que fabricar una parihuela.

—No, ya estamos cerca.

Ambos querían creer aquello. Sveinn asintió, perdido en una suave somnolencia.

Gunnar no podía sentir nada aparte del frío. Los breves destellos de esperanza que había sentido al pisar tierra se habían consumido poco después, reemplazados por el mismo fatalismo que lo había empujado a emprender aquel viaje, aquella travesía descabellada.

Sin previo aviso, apenas a unos metros del árbol donde había dejado su saco y a su hermano, apareció una figura. Gunnar al principio pensó que era una alucinación, hasta que se acercó un poco más y por un momento creyó que su mente ya estaba totalmente enajenada. Vio un cuerpo casi de su misma edad y con una cara muy similar a la suya, petrificada. Y Gunnar, que nunca había creído en las señales, sintió que se mareaba cuando comprendió lo que había pasado, cómo aquella tierra de hielo había detenido una porción del tiempo para permitirle alcanzar a aquel hombre.

—Sveinn… es padre.

Sveinn se había quedado dormido. Gunnar nunca estuvo seguro de si su hermano había visto la figura, con su cara alzada e indicando con la mano hacia lo alto de la ladera. Quizá en aquel momento volvía a soñarlo, y el cuerpo helado y su contrapartida onírica se superponían.

***

El bosque estaba situado en una ladera, y animados por Sveinn habían empezado a subir aquella montaña. Se habían quedado dormidos en la orilla de un río. El agua les había cortado los labios y quemado por la garganta, pero tras la deshidratación había sido como renacer. Sin darse cuenta, el agotamiento los había vencido, y despertaban ahora, quizá un día después de haber atracado.

—Hace calor. ¿No tenéis calor?

Björn no paraba de repetir aquello, quizá llevaba diciéndolo un rato antes de que los hermanos despertasen. No, no hacía calor, al contrario: estaban acostumbrados a los inviernos de nieve ininterrumpida de su isla, y aun así el frío que hacía en aquella tierra era diferente, todavía más intenso. Gunnar no quería decirlo, pero casi le parecía que era el aliento de la propia muerte.

Sveinn se incorporó, inquieto y mareado. Había oído historias a su abuelo de hombres que pierden la cabeza por el frío, de cómo la sangre se les agolpa en el pecho y creen que se queman.

—Hace calor.

Björn dejó su capa de piel en el suelo y comenzó a quitarse la ropa. Sveinn también se sentía desorientado, pero se levantó y se acercó a él.

—Quieto —dijo mientras le sujetaba el brazo—. Te helarás.

—¡Hace calor!

Björn se abalanzó sobre él. Tropezaron y cayeron uno sobre el otro. Sveinn casi no notó el cuchillo que se clavó en su pierna, más bien fue consciente de ello cuando el otro se irguió sobre él blandiéndolo.

No llegó a clavarlo. Gunnar lo golpeó en la cabeza con el pomo de su hacha. Björn rodó a un lado y se puso en pie tambaleándose. Como un niño que aprende a andar, dio unos pasos vacilantes mientras seguía arrancándose la ropa. Luego corrió, internándose en los árboles, y durante unos minutos aún oyeron sus gritos que se alejaban en la espesura.

Gunnar ayudó a su hermano a vendarse la herida con tiras de la ropa que Björn había abandonado. Había mucha sangre.

—¿Qué vamos a hacer?

—Tenemos que seguir —contestó Sveinn—. Ahora más que nunca.

Como su hermano, sabía que aquella herida en la pierna era más grave de lo que parecía. Ya sólo quedaba un camino: hacia arriba.

Apoyándolo en el hombro de su hermano, Sveinn cojeó en busca de la entrada al paraíso.

***

Habían pasado cinco días. Sin apenas provisiones y sin agua dulce desde hacía casi tres, a merced de las corrientes cuando no tenían fuerzas para seguir remando, los cuatro hombres apenas hablaban ya entre sí.

Ari, aferrando el signo de su extraño dios clavado a unas tablas, en la primera hora no había parado de vociferar sinsentidos sobre una bestia y el fin de los tiempos desde que habían avistado aquellas extrañas criaturas. Después se había quedado callado, mirando el agua. Y después se había arrojado por la borda. Lo habían visto desaparecer bajo las olas, nadando desesperadamente de vuelta a casa.

Gunnar no se atrevía a dormir casi, a pesar del agotamiento. En la inquieta duermevela sus compañeros se abalanzaban sobre él como sombras homicidas, incluso Sveinn, lo que le indicaba que también a él lo estaba royendo la desesperación. Miró a su hermano, que en ese momento era el encargado de manejar el timón, aunque aquella era una labor casi sin sentido. Su mirada era clara y firme, como cuando habían salido de puerto persiguiendo el sueño de su padre. Envidió aquella seguridad inquebrantable.

Se puso en pie y se dirigió a él. Björn y Sindri permanecían también todo lo alejados que podían uno de otro y de ellos. Sindri temblaba, y Gunnar imaginó que había estado bebiendo agua de mar a escondidas. Decidió no seguir pensando en ello, pues notaba la punzada de la sed intensificándose.

—Hermano…

Quería sentirse indignado y gritarle que los había condenado a todos, que habían sido unos necios, que quién podía creerse que existía una puerta al mundo de los dioses, que estaba loco igual que lo había estado su padre. Pero quizá era el cansancio el que no le permitía sentir furia, sólo una resignación hueca. Le costaba concentrarse, y tardó unos momentos en darse cuenta de que Sveinn sonreía y señalaba al agua.

Una pequeña punta de iceberg flotaba hacia el casco. Apenas sobresalía un metro del agua, un vulgar pedazo de hielo que a Gunnar le pareció lo más hermoso que había visto nunca.

—¡Björn, Sindri, despertad!

El primero se puso en pie y al ver aquel pedazo de agua congelada lanzó un alarido de júbilo: comprendió que significaba que había una costa cerca. Sindri, por el contrario, apenas levantó la cabeza.

Poco después, entre la bruma del amanecer, apareció la línea de tierra, azulada. Björn y los hermanos fueron rotando para remar y llevar el timón. Y varias horas después, al límite de sus fuerzas, llegaron a una ensenada.

Apenas la quilla de la embarcación tocó tierra, Björn y Gunnar saltaron por la borda.

—Yo os esperaré aquí, guardando el barco —dijo Sindri.

No se había levantado, seguía temblando bajo las mantas, con una sombra azul bajo los ojos que también teñía sus labios. Todos tenían ese aspecto, pero Sindri sudaba.

—Vamos, no puedes quedarte aquí solo —dijo Sveinn acercándose a él.

—¡No! —chilló Sindri aferrando su hacha con la fuerza de un maniaco—. ¡Me quedaré aquí! ¡Guardaré el barco!

Sveinn miró a su hermano. Gunnar negó con la cabeza. Björn ya había echado a andar hacia un bosque cercano.

—Descansa, Sindri. Volveremos.

Los dos jóvenes se miraron sin decir palabra: sabían que era la última vez que se veían.

***

Gunnar aún no entendía cómo habían llegado a aquel punto. Él sólo quería velar por su hermano, permanecer a su lado hasta que éste se convenciera de que su padre había perseguido una quimera y regresaran a casa.

Y al tercer día en el mar se había desatado la tormenta y la locura.

Recordaba vagamente las nubes y la lluvia, y a Páll y a su hermano gritándose en medio de los truenos, el capitán devolviéndole la bolsa con el dinero y dando órdenes a sus hijos para dar la vuelta. Recordaba las voces de Sveinn como un enajenado, y el estallido, un haz fulgurante que había caído sobre ellos antes incluso de lo que había tardado su propio estruendo en alcanzarlos. Páll había desaparecido. Sobre la cubierta la lona de la vela ardía y el mástil central no era más que un muñón de astillas ennegrecidas. Las olas escoraban peligrosamente la embarcación, y mientras intentaba aferrarse a los cabos que se escurrían sobre cubierta como serpientes frenéticas vio cómo la mayoría de los odres de agua y los sacos de comida salían despedidos por la borda. Y Sigbjörn y Sigfinnur se arrojaron al mar para salvar a su padre.

No volvieron a ver a ninguno de los tres.

Las siguientes jornadas fueron un espejismo, con las constantes disputas sobre qué hacer abandonados en medio del mar, los momentos frenéticos y desesperados de remar sin dirección definida, los pozos de apatía en los que inmediatamente después se sumían.

Las corrientes los arrastraban de manera caprichosa, más al norte: el cielo encapotado no les concedía la referencia de las estrellas, pero sin lugar a dudas el frío era cada vez más intenso.

Los días pasaban lentamente, con el mar en una calma extraña, un inconmensurable azul bajo un inabarcable gris. Hasta el día en que Gunnar comenzó a pensar que quizá era cierto que se acercaban al confín de la tierra, el día en que vieron monstruos.

—¡Mirad! —dijo Sindri.

Señalaba a las olas, sobrecogido. Los otros cuatro se acercaron a él, escudriñando el mar. Al principio no veían más que el movimiento de las aguas, pero después lo vieron: cuerpos relucientes saliendo a la superficie, bestias acuáticas que lucían sobre sus fauces unos cuernos retorcidos, largos como un hombre, con los que parecían lanzar estocadas al aire.

Un denso silencio cayó sobre ellos.

—Son ballenas… —dijo Björn, con la inseguridad patente en su voz.

—¡He visto ballenas antes y no tienen cuernos! —le gritó Sindri.

Ari aferraba su cruz.

—Son demonios —dijo con un hilo de voz.

***

—Anoche volví a soñar con él —Sveinn sonreía con la mirada perdida como si lo estuviera viendo otra vez—. Alzaba la cabeza y señalaba con una mano hacia la cima de una ladera. Es una buena señal.

Gunnar asintió sin decir nada. Sabía que su hermano creía en los presagios, aunque no lo acompañaba por eso, sino porque era su hermano.

—¿Recuerdas lo que siempre decía padre?

Gunnar lo recordaba, su mirada era como ahora la de Sveinn: siempre parecía perderse en el horizonte mientras se rascaba la barba. «Fijaos en los hombres: ¿por qué si tienen la capacidad de alzar la vista a los cielos, insisten en mirar hacia el suelo?». Lo habían visto por última vez hacía diez años, cuando había partido con unos pocos hombres hacia mar abierto, hacia el norte, guiado por las historias del viejo Gunnbjörn Ulfsson, hacia la isla en los confines del mundo. El nombre se deslizó de los labios de Gunnar casi sin darse cuenta:

Gunnbjarnarsker.

—La tierra en la que el mundo de los hombres y el de los dioses se cruzan.

—Allí fue donde lo mataron.

—Lo abandonaron por decisión de Narfi. Decían que estaba loco.

—Es como si lo hubieran matado. Por eso el tío Hjálmar mató a Narfi. Y Leifur y Snorri, los hijos de Narfi, lo mataron a él. Y años después los primos Ingi y Örn mataron a Leifur y Snorri. Y Olgeir, el hermano de Narfi, mató a Leifur. Creo que Snorri huyó. La última sangre la sigue teniendo su familia —Gunnar suspiró—. Quizá ahora que ya somos adultos deberíamos buscar a Olgeir.

Sveinn se detuvo, mirándolo fijamente, como leyéndole el pensamiento.

—Tú no quieres matar a Olgeir.

Tras un momento, Gunnar asintió de nuevo.

—Cierto. No quiero matar a nadie.

Siguieron caminando hasta los amarraderos, donde los esperaban Páll y sus hijos Sigbjörn y Sigfinnur en su drakkar, y Björn, Sindri y Ari.

—¡Por fin aparecen los hijos de Snaebjörn! —dijo Páll con su vozarrón—. Ya pensaba que os habíais echado atrás.

—¿Y te entristecía no poder viajar con nosotros? —respondió Sveinn de buen humor mientras le arrojaba una bolsa de cuero.

—Me entristecía no ganar mi dinero —dijo Páll mientras miraba el contenido de la bolsa—. Vamos, subid.

***

El cielo era un mar viridián y cobalto que ardía con esos y más colores para los que no tenía nombre.

Gunnar dejó de mirar a la nieve, absorto en el cielo, sin notar que el aire helado le ardía en la garganta, incapaz de cerrar la boca, lejos ya del dolor de los hombros y de su propio peso. Una risa incontrolable lo asaltó cuando comprendió que se había vuelto loco pero que no deseaba recuperar la cordura.

Sobre él se derramaba una ola de luz que alcanzaba cuanto abarcaba su vista, vetas enjoyadas de firmamento moviéndose con la suavidad de una vela mecida por una brisa amable pero con la solemnidad de los astros, rayos de luminosidad nacidos de un sol invisible que llovían sobre el horizonte como una señal sanadora, como un amanecer nocturno, como una aurora paradójica, volviendo humildes las estrellas que eran pequeñas piedras recamadas en la sinfonía líquida de los aesir. Como un inconmensurable velo de seda, la bóveda celeste albergaba un mar de resplandores rubíes y platas, los incontables tonos del bifröst atravesando el espectro visible en una revelación de la magnificencia del universo, en un viento cromático que cantara lo inabarcable de su belleza.

Llorando escarcha, Gunnar se arrodilló, desató a su hermano y lo sentó, apoyándolo en su pecho, rodeándolo con los brazos y reposando su cabeza hacia atrás sobre su propio hombro. Quería susurrarle que habían llegado, que su padre y él tenían razón, que habían hallado el lugar en el que los hombres se encontraban con los dioses, pedirle perdón por haber dudado. Pero el frío había helado su garganta, así que señaló al cielo y sólo pudo pronunciar una palabra con el aliento que le quedaba.

—Valhalla.

Besó el cabello de Sveinn, notando cómo le quemaba los labios igual que quema el hielo.

Volvió a alzar la vista a aquel firmamento. Incapaz de aguantar más, fue cerrando los ojos despacio, con la imagen de aquella cascada luminosa oro y púrpura grabada en sus retinas, esperando que aquella luz majestuosa y benevolente los acogiera de un momento a otro.

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La pregunta de cada noche

por Relato finalista

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el reflejo de su propia mirada turbia.

En la penumbra, las caras de los demás parroquianos hace rato que podrían ser una colección de fantasmagorías si su mente dañada fuese capaz de detenerse por un momento y captar lo que lo rodea. Pero no es así. En lugar de eso sus ideas son siempre las mismas, recurrentes como las arcadas que siempre ahoga apretando los dientes después de cada trago; más que ideas son un murmullo que le parece de otro, un susurro insidioso que trata de ahogar una y otra vez. No quiere escuchar de nuevo aquella historia, no quiere hacerse una vez más la pregunta de cada noche, la que siempre lo asalta al final cuando mira hacia la esquina oscura.

Arrastra los dedos temblorosos sobre la mesa hasta alcanzar el vaso y hacerlos trepar despacio como haría un ciego. Se segura de que no derramará el vino, pero ese cuidado es un gesto condicionado, ajeno a una voluntad auténtica.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el reflejo de aquella nariz cárdena, que de cerca revela una maraña de venas embotadas, de varices que la recubren como hiedra.

Junto a la banqueta en la que está sentado reposa una muleta. La sirvienta la aparta con cuidado antes de pasar un trapo húmedo por la mesa. No es apenas consciente de la dulzura nacida de la pena con la que la mujer se dirige a él, la deferencia que le muestra por ser el más anciano del pueblo. Hasta hace dos días Jacobo era el más viejo; como él, una figura encogida y presa de un frío constante que se refugiaba en una de las esquinas oscuras, la que él no deja de mirar. Pero donde los ojos acuosos de Jacobo mostraban la beatitud de la ignorancia, los suyos tienen un poso de rencor carente de foco concreto.

El dueño le deja pasar las noches sentado a aquella mesa, callado y solo como lo ha estado los últimos treinta años. Le sirve vino medio picado y algo de pan con tocino a cambio de las limosnas que consigue en la puerta de la iglesia.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el reflejo de aquellos ojos vítreos y amarillentos resultado del fallo hepático inminente y del saber que lo asaltó hace décadas.

Si su cerebro tumefacto fuese capaz de formar las palabras, si hubiese alguien que quisiera escucharlo y a quién pudiese transmitir aquella lección, podría expresar la certeza de que, si no otra cosa, yo sí sé cuál es la diferencia entre un cuento y una historia. Porque hay diferencia, y la diferencia es que en el cuento no hay día siguiente.

El dueño se acerca y le rellena el vaso. Recoge las monedas que entre temblores deja caer sobre la mesa, las recoge sin contarlas, puesto que aquel es un acto de caridad. Cuando se quedó con la taberna el anterior dueño, uno de los pocos que aún no había abandonado el pueblo, le pidió que fuera benévolo con Jacobo y aquel mendigo, aquellos dos viejos que aunque no cruzaban palabra parecían compartir un secreto. Aun así, le dice que es el último vaso que le sirve por esa noche. El viejo frunce el ceño y farfulla algo, con un gesto brusco agarra el vaso y nota una ira desproporcionada, un desprecio hacia el dueño injustificado: como toda víctima, considera al mundo en deuda con él.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el reflejo del zarandeo de su cabeza, el balanceo inestable que no le permite fijar la vista en nadie a quien poder decirle déjame que te cuente un cuento.

Ratas. Imagina un manto de hambre frenética e insaciable cubriendo los suelos de las casas. Imagina a las madres acunando a sus hijos durante largas noches en vela, temerosas de descubrirlos al día siguiente desfigurados. Imagina la desesperación de los vecinos que los llevó a aceptar la oferta absurda de un músico vagabundo que aseguró poder hechizarlas. Imagina el alivio cuando precipitó en el río hasta la última de ellas. Imagina la mirada ominosa de aquel extraño individuo cuando el alcalde le informó de que no pagaría lo convenido. Imagina una melodía que prometía un mundo brillante, generoso y dulce a tu alrededor. Imagínate bailando al son de esa música, dejando atrás a tus padres. Imagina una montaña abriéndose para desvelar una realidad para la que no tienes palabras. Imagínate atravesando aquella grieta en la realidad para no volver jamás.

No queda nada en él capaz de apreciar en qué consiste aquel cuento: una simplona parábola sobre la avaricia humana, una incómoda reflexión sobre la proporcionalidad del castigo. Tampoco queda nada que sea capaz de apreciar que todos los cuentos encierran un núcleo de crueldad.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el temblor de aquel escalofrío que le nace en la ingle, atenuado por la fiebre, del principio de una septicemia: el hedor de la mugre no le permite apreciar el de la orina que denota la infección, aquel olor que asaltaría a cualquiera a quien hubiera podido decir déjame que te cuente una historia.

Si pudiera contaría que un niño no llegó a tiempo de entrar en la montaña, que por mucho que se esforzó la pierna retorcida no le permitió subir la ladera tras aquella melodía del mundo brillante, generoso y dulce. Contaría que al día siguiente los adultos lo mirarían con resentimiento, preguntándose inútilmente por qué aquel ser contrahecho había logrado escapar y no sus pequeños; todos salvo Jacobo, que le diría la frase que le ha estado repitiendo silenciosamente durante treinta años. Y contaría que al día siguiente sólo le quedó ser un vestigio de la brecha de una generación, un doloroso memento de un futuro cercenado. Y al cabo de los meses los padres abandonaron toda esperanza de recuperar a los niños, y dejaron de recorrer la montaña, y comenzó su éxodo, convirtiendo el pueblo casi en un fantasma. Y pasaron años y los viejos que quedaban se fueron muriendo, y él fue envejeciendo en silencio. Y antes de darse cuenta cada vaso que tragaba a la vez le hacía olvidar parte de su vida y a la vez le anclaba en unos recuerdos de los que no podía sustraerse. Y los forasteros fueron llegando una década después pero no le importó averiguar el porqué, y antes de darse cuenta sólo Jacobo y él quedaban como testigos de aquella tragedia de cuento, repitiendo su mudo diálogo.

Y ahora sólo queda él, mirando fijamente a la esquina oscura.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle la triste imagen de la carcasa en la que lleva sobreviviendo treinta años desde que volvió cojeando al pueblo, no hay espejo lo bastante abisal en el que quepa completo el registro del abatimiento y el rencor que lo asalta al mirar la esquina, resignado ya a que no le sirvan otro vaso de vino más. Aquella esquina oscura, donde hasta hace nada aún se cobijaba Jacobo, noche tras noche igual de borracho que él. Treinta años, aunque ya no es capaz de percibir periodos en esa sucesión indintista de días. Treinta años cruzando la vista con la de Jacobo noche tras noche, a pesar de la mirada turbia, la nariz cárdena, los ojos amarillentos, lanzando a la nada la pregunta que inevitablemente se repite, aquel pobre imbécil, mirándome una década tras otra, diciéndome sólo con su gesto de beatífica idiotez una y otra vez como hace tantos años «has sido el único que se ha salvado»…

Pero yo me pregunto, noche tras noche, ¿de qué me he salvado?

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El hombre del tricornio

por Relato finalista

Se asomó al espejo y no se sorprendió del aspecto desdibujado y agotado de su rostro. Era la tercera mañana consecutiva que se levantaba de la cama mucho antes de sonar la alarma de las siete. Tres noches interminables de insomnio y vuelta tras vuelta en la colcha. Cuatro veces más tuvo que empaparse los ojos para despejarse, pero su cuerpo mantenía una sensación espesa, incómoda e indefinible, que le recorría la espalda  y le pinzaba el cráneo. No podía reconocer si eran nervios o pánico. Intentó olvidarse del malestar concentrándose en la rutina. Se duchó con el agua un punto más fría y se afeitó con cuidado, recortando los pelos rebeldes del bigote. Recogió de la percha el uniforme que le había preparado su mujer, limpio, perfectamente planchado, con unas gotas de colonia en las solapas. Levantó el tricornio que estaba sobre el escritorio y se detuvo unos segundos a sacarle brillo con un trapo húmedo. Reflexionó sobre las consecuencias que tendrían sus actos de ese día; el camino que iba a emprender le exhibiría como un héroe o como un traidor ante toda España. Se colocó la cartuchera en la cintura y comprobó el mecanismo de la pistola  reglamentaria Star BM. En la cocina coincidió con su mujer, que preparaba el desayuno en bata recién levantada. Tomaron juntos y en silencio el café mientras escuchaban las noticias en Radio Nacional. El teniente coronel apuró el desayuno, se levantó y se despidió de ella con un beso. El malestar también le había bajado al vientre.

En su despacho de la casa cuartel, la mañana se le hizo eterna. Atendió asuntos rutinarios y verificó con sus leales oficiales que todos los hombres estarían disponibles a la hora convenida. Llamada tras llamada, café tras café, las horas iban quedando atrás con parsimonia. A mediodía tomó una comida ligera, y tras reunir a todos los oficiales y subordinados a su disposición en la cantina de la casa cuartel, se dirigieron al punto convenido a recoger los autobuses que les trasladarían al objetivo. El sol le molestaba y lamentó haberse olvidado en la oficina unas gafas oscuras. El trayecto se hizo en silencio apenas interrumpido por algunos “vivas” a la patria y a la Guardia Civil. El corazón le latió con más intensidad cuando enfilaban la carrera de San Jerónimo. La sensación incómoda le martilleaba sin descanso el cerebro y los oídos. Pararon los vehículos ante la puerta de entrada, el teniente coronel encabezó el grupo de asalto, y ni siquiera atendió el alto que le daban los policías del acceso. Se desplazaba como un vendaval, apartando a bedeles y guardias que le salían al paso. En el momento en que accedió al hemiciclo y se vio a sí mismo frente a toda la estructura de poder del Estado, desafiante, con la pistola empuñada en la mano, adivinó cuál era la sensación que le había estado atormentando desde que se levantó. Era una profunda sensación de soledad. Para abjurarla gritó lo primero que le salió de la garganta: «¡Quieto todo el mundo!» En realidad deseaba que todos desaparecieran en un pestañeo. Cerró los ojos y descerrajó un tiro al aire. Un sentimiento de desolación estuvo a punto de abatirle en cuanto vio a todos los diputados agachados en el suelo. De pie en la tribuna, en un espacio en el que estaban presentes más de trescientas personas, se sentía completamente solo y perdido, como una bolita que acaba de caer en un tablero de futbolín.

El teniente coronel era un hombre serio, tajante, inflexible, insobornable y algo temerario. Alguien tradicional, defensor de la familia clásica y de ideas cerradas. Fiel hasta la muerte al Cuerpo y a la bandera. Con una hoja de servicios y una carrera militar casi intachable, que empezó a descarrilar con la llegada del tren de la Democracia. Para cualquiera que no comulgase con sus ideas, era el prototipo de facha de manual. Un nostálgico de la dictadura, un espécimen a extinguir, en definitiva. Alguien que mamó desde pequeño el lema de «Una, grande y libre». Que respiraba marchas militares y discursos del Generalísimo. Pero había una referencia habitual de aquellas arengas con la que jamás se identificó, la famosa coletilla de la «conspiración judeo—masónica» contra España. Porque el teniente coronel nunca comulgó con sinceridad ante la cruz y los santos. Era un hombre religioso, pero ante una estrella de seis puntas y una kipá sobre su cabeza.

Cuando el teniente coronel abrió los ojos, se percató de que un guardia civil estaba ametrallando el techo y mandó detener el fuego. Sólo dos figuras, el presidente y el vicepresidente salientes permanecían firmes en sus escaños. El anciano general se le encaró y tuvo que torcerle el brazo para que volviera a su sitio. Tomó nota mental, ya que una de esas dos figuras podría ser el verdadero objetivo oculto. En ese momento se dio cuenta de que tenía bajo su mando el mismo centro neurálgico del poder de la nación. Una sensación de mareo le sobrevino al instante. Había llegado hasta allí y no tenía nada claro qué iba a hacer a partir de ese momento. Los diputados lentamente se iban incorporando a sus escaños. Los nervios le empezaron a crispar al teniente coronel, ya que sentía cientos de ojos acechando sobre él. ¿Quién de todos ellos era el objetivo? El juego que había iniciado estaba entrando por una senda peligrosa. Ordenó inmediatamente que se desenchufaran todas las cámaras de televisión y se registrara a los periodistas acreditados. Y, a continuación, intervino la centralita telefónica. Mientras hablaba con su contacto civil, un periodista nostálgico del anterior régimen, y escuchaba sus absurdas arengas, un gran bostezo le vino a la boca.

Unos tres años antes, el teniente coronel se encontraba en la cafetería Galaxia tomando un carajillo con unos compañeros del Cuerpo, cuando tuvo el encuentro más trascendente de su vida. La cafetería era un lugar frecuentado por policías, militares y guardias civiles, todos conservadores y ávidos de intrigas y bravuconadas contra la nueva democracia. Pero el teniente coronel no participaba de esas conversaciones, sólo le apetecía pasar el rato con sus camaradas y compartir alguna cerveza. Y jugar al futbolín. Era un hacha, solo o en pareja. Aquella tarde incluso se estaba quedando sin rivales. Hasta que un hombre extraño, atlético y refinado, vestido con ropa elegante, metió cinco duros y tiró de la palanca para que salieran las bolitas.

—No valen media ni guarra, ¿no? —comentó el extraño con un acento peculiar.

—Como está mandado, pollo —contestó el teniente coronel.

El rival no era nada del otro mundo, de hecho era bastante torpe y no dijo ni una palabra mientras jugaban. Sin embargo, sonreía de forma misteriosa. El teniente coronel intuyó que era forastero, de algún país europeo, por su voz, sus gestos y su manera de vestir. Tras la penúltima bola, el extraño se excusó y acudió al servicio. El teniente coronel esperó pero pasados unos minutos se extrañó de que su rival de futbolín no regresara. Se agachó al cajetín a recoger la última bola y se encontró con una carpeta. La abrió con curiosidad y descubrió que pertenecía al Centro Simon Wiesenthal, la institución fundada por el famoso cazador de nazis. Guardó con estupor la carpeta en su chaqueta y se dirigió a los baños. No consiguió localizar al extraño personaje que había estado jugando con él. Abandonó la cafetería como una exhalación, sin despedirse de sus amigos. Más tarde, en la intimidad de su despacho de la casa cuartel, el teniente coronel examinó a fondo el dossier. Era evidente que le conocían demasiado bien. El Centro Wiesenthal y el Mossad israelí habían realizado un informe exhaustivo sobre su carrera en la Guardia Civil, sus méritos y logros, y su hoja de servicios. Pero lo más inquietante era que también conocían sus secretos más personales. Su confesión religiosa judía, una herencia ancestral y secreta de su familia. La ayuda que ofrecieron clandestinamente sus padres y abuelos a refugiados judíos que huían de toda Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Su odio visceral a los nazis y las atrocidades que cometieron sobre los judíos. Y su inquebrantable compromiso en que nada parecido se volviera a repetir. Pero eran secretos que ocultaba férreamente ya que sería impensable la existencia pública de un guardia civil judío en el régimen del Generalísimo. Pero lo que revelaba el informe era más inquietante todavía. Pruebas, fotos, nombres, fechas… La herencia nazi seguía viva. Los juicios de Nuremberg no habían depurado por completo a los jerarcas del horror que asoló Europa. Era un hecho que los principales responsables del Holocausto se suicidaron, fueron juzgados y ejecutados, y que los verdugos que huyeron se ocultaron de la luz pública o fueron capturados por cazadores de nazis. Pero hubo un grupo que salió indemne de la guerra y no afrontaron ninguna responsabilidad. Nadie les reclamó ya que aparentemente no tenían las manos manchadas de sangre. Eran los financieros de la jerarquía nazi. Los que dirigieron la economía del Reich y perpetuaron la guerra hasta los últimos días. Todos ellos se desvanecieron, huyeron o se refugiaron en sus santuarios suizos. El dossier estaba tan documentado que el teniente coronel no dudó en darle credibilidad. Nombres y apellidos de personas concretas. Decenas de fotos de tatuajes de oficiales de las SS con su tipo sanguíneo inscrito. Y pruebas que demostraban la magnitud de un perverso plan oculto. La preparación de un Holocausto financiero en la mayoría del mundo occidental. Infiltrarían a sus agentes en las élites políticas y económicas para someter cada nación y volver a recuperar la supremacía global desde las sombras. No iban a necesitar que desfilase la esvástica por la fuerza, su hegemonía iba a ser sutil y subliminal. España iba a ser el principal campo de pruebas, la primera pieza en caer. Al teniente coronel casi le dio un infarto cuando acabó de leer todo el expediente de madrugada. Lo guardó en un lugar seguro sin saber muy bien en qué abismo acababa de asomarse. 

En el Congreso de los Diputados, el teniente coronel tomó la primera decisión comprometida. Eligió uno a uno a los principales líderes políticos de cada partido, convencido de que entre ellos se encontraba su objetivo. No había margen de error, por eso reunió en la «sala de los relojes» a todos ellos. Los otros guardias civiles cuchicheaban entusiasmados con la idea de fusilarlos. En la sala, el teniente coronel fue mirando a cada uno a los ojos. Al presidente y al vicepresidente del gobierno, a otro de los miembros destacados de su partido, a los líderes del socialismo y al dirigente histórico del comunismo. Allí les tenía pero ¿cómo iba a descubrir al objetivo? Tanto los guardias como los políticos miraban expectantes al teniente coronel, temiendo sus órdenes. Él no tenía un manual de instrucciones. Tenía que improvisar.

—Registradlos a fondo —exigió.

—Señor, les hemos cacheado y no tienen armas —contestó uno de los guardias civiles.

—¡He dicho que los registréis a fondo, coño! —Ordenó con fingida severidad—. ¿Y si ocultan algo sospechoso que nos pueda comprometer? Son enemigos del Estado. ¡Desnudadlos, joder! —bramó mientras blandía la pistola.

—Pero, señor… —titubeó el guardia.

—Ni señor ni hostias, apuntadlos con los rifles y que se quiten la ropa.

Los diputados empezaron a protestar pero tuvieron que ceder en cuanto los guardias les encañonaron. El teniente coronel los examinó buscando un tatuaje de las SS que marcase su tipo sanguíneo. No encontró nada parecido. El objetivo no se encontraba entre ellos. Maldijo su suerte en dirección a los baños. Se sentó en una taza y  masculló palabrotas mientras evacuaba sus revueltas tripas.

Unos años antes, al teniente coronel le tocó sufrir un proceso judicial por unos incidentes conspiratorios en los que él no había participado. Fue implicado con pruebas falsas y condenado, aunque la pena impuesta fue leve, posiblemente por el temor ciudadano a una auténtica sublevación militar en España. Trató de que no le afectara y se reincorporó a su trabajo con más discreción, abandonando las compañías sospechosas y los anteriores ambientes que frecuentaba. Sin embargo, una tarde, sorbiendo un café a solas en un restaurante, se fijó en la servilleta de papel con la que se iba a limpiar. “¿Jugamos?” Le invitaba el texto escrito a bolígrafo. Se volvió y se encontró a la misteriosa figura del dossier esperando en un futbolín. El teniente coronel se acercó y tomó las manillas del otro equipo. El extraño lanzó una bola que rebotó sobre un jugador de la media.

—Ante todo quería pedirle disculpas. Ha sufrido usted un proceso y un descrédito que no se merecía. Reconozco que hemos tomado decisiones que le han afectado sin tenerle en cuenta. Lo lamentamos mucho.

—Y que lo diga. Ni les conozco ni me interesa lo que quieran ofrecerme. Me debo a España y al Cuerpo.

—Lo entiendo, pero comprenda que ha sido por un bien mayor, por evitar una catástrofe que lamentaría el resto de su vida. Está en juego mucho más que su patria y el Cuerpo de la Guardia Civil. En el fondo lo sabe, es evidente que no se habría levantado a escucharme si no le interesara.

—Me han degradado, me han señalado en la prensa, soy un apestado para todos esos politicuchos de la Moncloa.

—Escúcheme —interrumpió el extraño—. ¿Se imagina que todo aquello que defiende y ama desaparece bajo la bota de unos nazis sin escrúpulos? Nuestro deber era facilitar que se involucrase en la conspiración de esa cafetería, era algo imprescindible para que se gane una reputación entre futuros golpistas. Su nación se encuentra en una encrucijada, débil y expuesta. Esos millonarios nazis ocultos existen y han plantado las semillas para que su poder ensombrezca toda España. Nuestros agentes están monitorizando sus movimientos en lo posible pero los informes son pesimistas. No tardará el momento en que uno de sus líderes intente arrebatar el poder absoluto en este país. Y entonces las consecuencias serán funestas: una nueva élite sin escrúpulos, sin remordimientos por monopolizar y destruir la estructura económica de este país, será hegemónica y todopoderosa. Y todo el imperio del mal que habíamos intentado eliminar tras la guerra mundial resurgirá. Lo siento, pero tendrá que esperar y ser paciente; llegará el momento en que le reclamemos y ese día se convertirá  en el verdugo del jerarca nazi que intentará apropiarse de su patria.

El teniente coronel agachó la cabeza, sintiéndose sobrepasado por los acontecimientos.

—No me lo puedo creer, parece que esté viviendo una película de terror. Yo no soy un espía, solo soy un pobre español, un guardia civil judío que nunca se ha metido en problemas. No sé qué hacer.

—Ya no está en su mano, señor. El destino le ha elegido, usted ya no puede escoger. El tiempo corre en contra nuestra y no nos podemos echar atrás.

El teniente coronel echó la bola atrás hacia su portero y ejecutó un lanzamiento imparable con su zurda que golpeó con un sonido seco y potente la portería de su rival.

—Venceremos —comentó mirando hacia el techo—, por las malas pero venceremos.

El sueño le empezaba a derrotar y ya no distinguía con claridad lo que pasaba a su alrededor. Confundía pasado y presente, recuerdos y realidad. Los nervios le forzaban a gritar a sus subordinados órdenes inconexas. Mandó recopilar toda la madera de sillas y otros muebles para preparar una posible hoguera y ordenó ejecutar a cualquier intruso si la luz era cortada. Tenía que localizar a su escurridizo objetivo entre más de trescientos diputados. Y apenas una pista para identificarlo: un tatuaje con la inscripción del tipo sanguíneo del individuo, un remanente nostálgico heredado de los oficiales de las SS que se lo tatuaban bajo su axila izquierda. El teniente coronel se sentía frustrado ya que no encontró el tatuaje dibujado en ninguno de los líderes políticos a los que apartó en la sala de relojes. Empezó a pensar si tendría que desnudar a todos los diputados. Los guardias civiles bajo su mando parecían no comprender algunas de sus órdenes. Las comunicaciones con el exterior eran ya escasas. La moral estaba decaída entre su tropa, aunque escuchar himnos militares en Radio Nacional les animó un poco. Pero para el teniente coronel todo pendía de un hilo. Estaba aislado, no sabía qué ocurría en el exterior y dentro del Congreso la improvisación era la ley. Se iba a aferrar a una última baza: la inminente visita de un mirlo blanco, una autoridad militar que en los preparativos del golpe militar se iba a hacer cargo de tomar el control político del país. Ese iba a ser el infiltrado nazi. Bajó a la cafetería a esperarlo y a tomar el enésimo café del día.

 La mente le llevó a unas dos semanas antes. Otra vez una cafetería, otra vez una partida de futbolín con su clandestino contacto. Y, al fin, la señal convenida, un gol traicionero con la media. No podía fingir que llevaba tiempo esperándolo, pero en su interior deseaba que nunca llegara ese día. En los anteriores meses había estado preparando el terreno, contactando con militares, ofreciéndose a facilitar un golpe de timón en el gobierno. Todos los altos mandos del Ejército de extrema derecha confiaban en él para cambiar el régimen. Pero el golpe de Estado iba a ser una columna de humo para su verdadero objetivo, descubrir al infiltrado de la organización nazi. El teniente coronel escuchaba a su contacto con gesto preocupado.

—No volveremos a vernos, querido amigo, esta ha sido nuestra última partida. En este expediente encontrará toda la información detallada para asistirle en el golpe del día 23. Militares afines, contactos civiles y divisiones de guardias civiles que le acompañaran en el asalto. Antiguas fotos de todo tipo de tatuajes de las SS, archivos de actividades confidenciales de los principales políticos y diputados, informes fiables del Mossad, la CIA y el MI6 que indican que se producirá un cambio trascendente de poder en España el día de la toma de posesión del nuevo presidente del gobierno… Poco más puedo añadir. Ha llegado el momento, el zorro nazi de la jerarquía financiera saldrá ese día de su madriguera. No tenemos ninguna duda de que lo cazaremos. ¿Está usted preparado para recorrer todo el camino, teniente coronel?

Éste aspiro el denso humo de la cafetería y sentenció con solemnidad.

—Sí… sí, estoy preparado para llegar al final del camino. La esvástica no gobernará en mi tierra, lo juro por mi madre.

Los rumores en el Congreso confundían al aturdido teniente coronel. Adhesiones de capitanías generales que resultaban ser falsas, paralización de divisiones acorazadas, inminencia de un asalto de los GEO, un comunicado televisado del jefe del Estado desautorizando el golpe, movimientos sospechosos a las puertas del Parlamento… el caos parecía a punto de estallar en ese manicomio. Las horas parecían caer lentamente como granos secos en un reloj de arena. El sopor estaba a punto de hacerle estallar el cerebro. Se sentía expuesto como un animal en el zoo. Hasta que un pequeño rayo de esperanza se le apareció. Le advirtieron de que un alto mando militar acababa de llegar y que comunicó correctamente una contraseña convenida. Saludó al general, a quien ya conoció en alguna reunión conspirativa, un hombre de prestigio, veterano de la División Azul. Le parecía el candidato perfecto. Eligieron un despacho apartado y se reunieron. El teniente coronel escuchaba a su interlocutor con los nervios acechantes, la mano dispuesta cerca de la pistola y presto a desenfundar. El general hablaba de cambio de rumbo político con un gobierno de concentración que él encabezaría. El teniente coronel no escuchaba. Estaba tenso y nervioso, y después de varios minutos de superflua conversación, extrajo la pistola y apuntó al general en la frente mientras le gritaba:

—¡Dime de una puta vez quién te envía!

—¿De qué me habla usted? Baje ese arma —exigió sorprendido el general.

El teniente coronel no resistió la frustración y agarró al general por las solapas:

—Puto nazi de los cojones, confiesa de una jodida vez que quieres apoderarte de mi país, asesino antisemita.

—¡Suélteme, por Dios!, ¿está loco o qué le pasa?

El teniente coronel le arrancó los botones de la camisa y le apuntó con la pistola en el pecho desnudo. Le descubrió el torso, le levantó los brazos, y excepto alguna vieja cicatriz no encontró ningún símbolo ni tatuaje de las SS. El general salió huyendo desesperado del despacho gritando: «¡Está loco, está loco!». El teniente coronel se mesó los cabellos y se intentó recomponer. Otra vez había vuelto a fallar. Convocó a sus oficiales y les explicó algunas vaguedades como excusa: que el general le había engañado, que no iba a instaurar una junta militar, y que iba a formar un gobierno con rojos y masones. No estaba haciendo otra cosa que ganar tiempo. Las informaciones ya no eran optimistas en apoyo al golpe. Y ya le quedaban pocas opciones. Si el infiltrado nazi no se encontraba en el Congreso lo más probable es que estuviera desmantelando el golpe. Y, si no aparecía un milagro repentino, no se le ocurría otra idea que resistir y mantener a esos desgraciados políticos como rehenes por si asomaba el infiltrado o los israelitas le daban cobertura. Reunió a la mayoría de sus hombres en una sala y les lanzó la arenga más patriotera que se le ocurrió. Habló del Alcazar y de otras gestas similares y de dar la vida por España. Había arriesgado demasiado para rendirse. El tiempo seguía corriendo pero todo parecía muerto y estancado.

Ya al amanecer, unos oficiales de la Marina acudieron a reunirse con el teniente coronel. Se saludaron afectuosamente y hablaron del golpe y de la posibilidad de una rendición definitiva. Junto a ellos les acompañaba un hombre joven, con aspecto de empleado de banca, vestido con un traje impoluto y portando un maletín de cuero negro, que escuchaba a los presentes con aire petulante.

—Y este pollo, ¿quién es? —exigió el teniente coronel—. He dado órdenes tajantes de que no se concediera la entrada a ningún civil. ¿Es algún periodista infiltrado? Como sea un geo camuflado me lo cargo ahora mismo

—No, no, tranquilo, no te alteres —le explicó uno de los oficiales—. Es un asesor que nos va a ayudar a salir de este atolladero.

—He dicho que de aquí no me saca nadie. Exijo que se presente aquí una autoridad de prestigio. ¡Que no me rindo, coño, no sé cómo decirlo!

—Lo sé, pero creemos que este hombre tiene autorización suficiente. Nos han informado que tiene acreditación del más alto nivel de «la Casa».

—¿La casa? ¿De qué clase de casa de putas me hablas? —contestó exaltado el teniente coronel.

El hombre joven interrumpió la conversación y estrechó la mano al guardia civil.

—Señor, no queremos ser irrespetuosos, ya que valoramos que ha emprendido las acciones de hoy con buena fe, pero deseamos resolver esta crisis con la mayor discreción posible. Y, para que conste, soy un delegado autorizado de la principal institución del Estado con una «casa» en su nombre. ¿Queda claro a quien se está dirigiendo? —se presentó el hombre con cierto tono arrogante.

El teniente coronel cerró los labios con fuerza y soltó la mano de su interlocutor. Lo miró de arriba abajo, como pasando revista. No sabía si estaba estrechando el cerco de su cacería o si el cerco lo estrechaba a él. El hombre trajeado volvió a hablar.

—Con su permiso, quiero que revise conmigo unos documentos para desbloquear satisfactoriamente esta situación. Reunámonos a solas.

En una sala contigua, el teniente coronel y el hombre trajeado se sentaron en unas vetustas sillas, rodeados de libros mal apilados. El joven encendió una pequeña lámpara y desplegó unas hojas en la mesa.

—Lo primero que quiero hacer, mi teniente coronel, es felicitarle. Por su inquebrantable fe, por su asombrosa determinación. Yo le admiro. Pero ha llegado el momento de apartarse. Hemos llegado al final y cuanto más tiempo pase, más doloroso será todo. Ha representado su papel perfectamente a favor de nuestros intereses, y ya no necesitamos que esta situación se alargue más. Démosle un final digno.

—¿De qué coño me hablas, mocoso insolente?

—¿Más resistencia de machito guardia civil, teniente coronel? —Contestó imperturbable el joven—. Esperaba que esto no se demorase de forma tediosa. Bien, supongo que sabrá poco de ajedrez pero le aseguro que esto no va a acabar en tablas. De hecho, ya ha finalizado. Ha estado usted en jaque tanto tiempo que ni se ha enterado. Con el último movimiento le derribaremos. Ahora elige usted cómo finalizamos esta grotesca comedia.

—Con un tiro en la frente, muchacho. En la tuya o en la mía, aún no lo he decidido —contestó desafiante el teniente coronel.

—Bien, entiendo que no es usted jugador de ajedrez, sino de naipes. Pues levantemos todas las cartas y enseñemos nuestras bazas —el hombre abrió el maletín y mostró al teniente coronel unos documentos—. Señor, lamento comunicarle que ha estado trabajando para nosotros todo el tiempo. O sea, sus enemigos. Ahora se le tuerce el gesto, ¿eh? Sus conspiraciones de opereta, sus reuniones con espías de Israel o sus contactos con cazadores de nazis nunca nos pasaron desapercibidas. Mis jefes tienen agentes infiltrados en organizaciones políticas, sociedades secretas y esferas de poder a lo largo del planeta que ni soñaría el director de la misma CIA. Aunque no lo crea, el golpe ha triunfado. Pero ha sido nuestro golpe el que se ha impuesto.

—No mientras yo permanezca de pie aquí, atrincherado.

—No lo entiende, teniente coronel. Hace horas que ya ha sucedido. Hemos prevalecido sin tener que hacer una revolución, ni derramar sangre, ni remover ningún resorte del poder. ¿Creía usted que iba a descubrir a un superhombre ario con una esvástica tatuada en el pecho entre estos políticos tarugos? ¿Pensaba que entre las paredes de este Congreso iba a descubrir camuflado a la cabeza de nuestra organización en España? Qué ingenuo. Casi me da lástima.          

El teniente coronel desabrochó su cartuchera y apuntó con la pistola a su interlocutor.    

—¿Quién coño es tu líder? Confiésalo.

—¿Todavía no lo ha adivinado? Hace pocas horas ha sido elevado a la cúspide del mando en el Estado y ha sido aclamado por el pueblo —sonrió levemente—, con un pequeño discurso en la televisión nada improvisado. Sí, creerá que es obvio, que esa figura ya ostentaba la cabeza del poder. Pero representarlo no es dominarlo. La Transición no era nada más que eso, un periodo de incertidumbre. La Constitución, las elecciones democráticas… meros instrumentos. El poder, el auténtico poder que da la legitimación popular no lo dan las urnas. Para controlar este país, necesitábamos una figura, un emblema, un héroe indiscutible. Y lo acabamos de encumbrar. Me hace gracia porque, conociéndole, teniente coronel, creo que en el fondo, muy en el fondo, creía en su cabeza que ese héroe iba a ser usted.

—Maldita sea mi estampa —se lamentó el teniente coronel.

—No se culpe. Para ocultar algo bien, lo ideal es mostrarlo a los ojos de todos. Nuestro recién encumbrado líder fue captado cuando era un niño, en su exilio de Roma. La organización le instruyó a él y a su familia y lo preparó para que diera los pasos precisos para que tomara la autoridad absoluta en el momento idóneo. Fue supervisado en todas sus etapas de educación y formación y promocionado en todos los estamentos políticos. ¿Ha visto alguna vez una foto de nuestro jefe del Estado sin camisa? ¿A qué no? Quizá hubiese encontrado uno de esos tatuajes que no ha conseguido localizar hoy. Un símbolo nostálgico de los viejos tiempos del Reich que ha mantenido nuestra organización. Quizá si hubiera apretado las tuercas a algún diputado hubiera estado cerca de una confesión. Porque hemos captado adeptos en todos los grupos políticos para manipular en nuestro favor las decisiones de este Parlamento. Involucrarse en nuestra organización, a pesar de que se aborrezca nuestros ideales, te soluciona la vida, y es fácil caer en la tentación. Incluso algunos que agarraban con fuerza una hoz y un martillo, se han comprometido sin problemas con nuestra cruz gamada. Nuestra estrategia ha resultado fructífera y exacta como el mecanismo de un reloj. Pero la partida ya ha terminado, teniente coronel. En estos documentos hemos redactado unas condiciones de rendición muy beneficiosas. Léalas.

—Maldita víbora, no me rendiré hasta que me peguéis un tiro.

—No se altere, todo es negociable, señor. En esta época los valores y los principios son muy volubles. Podemos otorgarle una amnistía en poco tiempo y que se ponga a nuestras órdenes como reconocimiento a los servicios prestados. ¿Qué le parece? Tendría un rango de obersturmbannführer en nuestras fuerzas de seguridad —concluyó con una cruel sonrisa.

—Con esas cosas no bromees, cerdo nazi.

—Bueno, señor, estoy cansado de su insolencia. Mi paciencia tiene un límite, sólo soy un mensajero y ya he cumplido con mi misión, no soy su frustrado objetivo. Yo sólo soy el hombre del maletín, ¿sabe usted lo que significa eso?

El teniente coronel apretó los dientes con rabia y señaló el tricornio en su cabeza con el cañón de su pistola.

—¿Y sabes tú lo que significa esto que llevo encima de la cabeza? —le preguntó encolerizado—. Significa sangre, significa honor, significa no arrodillarse, significa Duque de Ahumada, hacer la instrucción sobre piedras y barro, patrullar bajo una ventisca de nieve, obedecer sin pensar, escupir órdenes con la voz rota, amar a tu bandera más que a tu mujer y, sobre todo, significa ¡dos cojones de verdad! Y también significa que me cago en vuestra puta esvástica y en todos vuestros muertos.

El joven enfureció el gesto y recogió sus papeles.

—Casi me ha conmovido. Pero no tiene usted muchas salidas, teniente coronel. De las que le quedan elija la que le parezca menos dolorosa. Suicidarse con cierto honor, rendirse con una imagen de bufón caricaturesco o resistir hasta la muerte como el mayor traidor a la patria. Muy buenos días.

El hombre del maletín abandonó la sala con un gran portazo. El teniente coronel se derrumbó en la silla derrotado. Se puso el cañón en la boca y derramó una pequeña lágrima. Pero se recompuso. Rebuscó en su bolsillo y encontró el detonador, la salida desesperada que había preparado frente un posible callejón sin salida. Dos toneladas de explosivos repartidas en tres furgonetas de la guardia civil. Las había preparado junto a un cadete dos noches atrás. Nadie, ni otros guardias civiles ni sus contactos clandestinos conocían ese plan; al cadete lo mandó arrestar por una falta menor esa misma mañana y las furgonetas fueron transportadas y aparcadas sin que los guardias conocieran su contenido. El teniente coronel abandonó la sala portando los documentos de la rendición, saludó marcialmente a los oficiales de Marina y les acompañó fuera del Congreso. Se apoyó en el capó de un jeep y leyó por encima las condiciones de la rendición mientras jugaba con el detonador en el bolsillo. Si no conseguía capturar al zorro nazi, al menos se llevaría por delante a sus mansos servidores. Apoyó su cansada cabeza en la mano y echó mano al bolsillo.

Un año después, la tarde era soleada y tranquila en la terraza de un céntrico restaurante de Tel Aviv. El teniente coronel apuraba su café con anís y se acercó a la barra a ver la televisión. Se sentó en un taburete y escuchó el reportaje de las noticias. Se hacía un repaso de los eventos del año anterior en España. El golpe militar, la tensa espera, las negociaciones, la explosión y la masacre en el Congreso. Especulaciones sobre las intenciones y acciones del líder golpista y la desaparición de su cuerpo. Nadie llegó a saber que un comando del Mossad le rescató de los escombros y curó sus heridas durante un vuelo charter a Israel. El reportaje continuó con las consecuencias de la crisis del Congreso: miedo, conspiraciones, abdicación del jefe del Estado… A continuación, en pocos meses, el inicio de un renacer democrático, la votación de una nueva Constitución, y un cambio de rumbo en política exterior con la negativa a la entrada en la OTAN y en la Comunidad Europea, y la apertura de relaciones diplomáticas con Israel. Había miedo e incertidumbre en la sociedad, pero al menos su antigua patria era dueña de su destino. Observó que unos chavales jugaban al futbolín cerca de la entrada. También su negocio de distribución de maquinas recreativas iba bien. Cerró los ojos y se dejó envolver por el sonido del golpeteo de los jugadores de madera.  

El teniente coronel se había quedado momentáneamente traspuesto repasando el documento de rendición. Miró con desencanto las hojas pero llegó a la conclusión de que el futuro nunca iba a ser tan optimista como en sus sueños. Se metió la mano en bolsillo, rebuscó a fondo y sacó un mechero Bic. Firmó el documento y ofreció unos Ducados a los oficiales. Únicamente exigió ser el último hombre en abandonar junto a sus hombres. Mientras observaba cómo los funcionarios y los parlamentarios abandonaban el Congreso, empezó a reflexionar sobre la obediencia y la lealtad. El país al que sirvió toda su vida se había convertido en un pozo maloliente repleto de vagos, de escoria insolente con melenas, de maricas con pendientes, de feministas con pinta de guarras, de separatistas que quemaban su bandera, de camellos que vendían droga a los chavales, de chulos con dinero, de niñatos flojos en el ejército, de rojos arrogantes y de chusma sinvergüenza. Pero a pesar de todo eran sus compatriotas, habían nacido en su misma tierra, y eran de su misma sangre. Pero esos advenedizos del poder, esos supremacistas que utilizarían el sistema económico de su país para corromperlo, no se merecían menos compasión que una cucaracha. Había elegido una rendición vergonzosa que hundiría su honor y su carrera. Pero era un punto y aparte. Ese sistema corrupto se iba a ir pudriendo poco a poco. En el futuro, cada 23 de Febrero, esos nazis celebrarían su triunfo e inventarían una imagen patética y caricaturesca del teniente coronel, pero él permanecería atento y vigilante, contemplando cada día la decadencia de ese nuevo orden subliminal. Ellos sabrían que seguía vivo y que era el incómodo último testigo. En su mente albergó el deseo de que en el futuro alguien reconociera al final que el teniente coronel tenía razón.

Saludó con gestó firme y castrense uno por uno a todos sus hombres. Fue el último en subir al furgón policial. Estaba tranquilo. Recostó la cabeza sobre el marco de una ventanilla y al fin pudo saborear el descanso de un ansiado sueño.

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Hambre

por Relato finalista

Qué cansancio.

No es cansancio, son unos pedruscos que tienes metidos en el cuello, en los hombros, en los riñones. Es una tabla llena de calambres que se te ha incrustado en la espalda. Y para mover un solo músculo necesitas recorrer desde el principio todo ese peso dolorido.

Qué cansancio.

Y lo peor de este cansancio es que no puedo descansar por las noches porque se me duermen los brazos y las piernas y me despierto justo antes de estar dormido, qué rabia, qué le pasará a mi cuerpo para hacerme esto. Mi cuerpo grita de repente: «¡Sal del sueño, que te quedas sin brazos y sin manos, y sin piernas, que se te duermen y se te mueren!». Y otra vuelta, a ver si con otra vuelta conseguimos, mi cuerpo y yo, lo que en la vuelta anterior no hemos conseguido.

Se me hace la noche una eternidad, si logro calmarme los brazos la cabeza se me pone a bullir, estoy deseando que venga el sol, que cante el gallo, que un rayo de luz se pose de nuevo sobre la tierra. Para levantarme con todo mi cansancio, pero por lo menos a salvo de no poder descansar. Estoy agotado, rendido recién empezado el día.

Estoy desquiciado.

Desayuno y me dispongo a pensar en ponerme a trabajar. El desayuno es maravilloso, un café con leche calentito, una rebanada de pan con aceite y un momento de paz conmigo mismo y el mundo. El mundo… esa cosa que se revuelve en la televisión sin más sentido que espabilarme. Esos ruidos de la pantalla repleta de los mismos políticos repetidos mil veces en sus mentiras, de las mismas antiguas maldades y las mismas desgracias. No deberían figurar tanto en los carteles ni darse tanta importancia, los que cobran por hacer su trabajo, como todos. Ni deberíamos tener que ver tantas desgracias y maldades que les cunden a unos cuantos peores que los lobos si no fuéramos tantos tan borregos. Qué rabia, qué le pasará al mundo para hacerse esto. Qué nos pasa, que siendo los que esquilamos, somos más tontos que las ovejas. Los ruidos de la pantalla te acaban enredando en cuestiones, pero hacen compañía y ayudan al despertar. Hace calor en verano, informan, ayer un linier se tropezó con el banderín del córner, informan, otra muerte, informan. Y a estoy informado, ya estoy a salvo de la ignorancia. Para mí esto es importante, porque yo soy muy inculto.

Me voy a trabajar. Sin ganas, sin ilusión, bajando la cabeza para que la inercia de todos los pedruscos que llevo dentro de ella me empuje hacia adelante. Lo que cuesta arrancarle a tu trabajo un céntimo, lo que cuesta luchar contra tantas dificultades para poder hacer tu trabajo. Ya es bastante duro el mundo cuando tienes las manos y la frente sudando. Ya es bastante duro el mundo para que a ese céntimo le cuestionen su valor los que nadan en billetes. Pero el mundo es insoportable cuando tu esfuerzo, tus sueños y tu cansancio no valen nada. Cuando tu trabajo ya ni vale lo que cuesta porque ni siquiera hay trabajo. Cuando no hay nada.

Nada. Las manos heridas y vacías. Y la frente sudando. Y piensas: «¿Qué te queda ya?, ¿regalar tu vida para que otros vivan regalados?». Qué te queda si la opción que te queda es que te devoren el tiempo y las costillas por un mísero céntimo, o devorártelo tú mismo de tanto darle vueltas a tus propios dientes. Y ves que a tus hijos les va faltando.

Y que les va a faltar. Tú no te importas, te importan tus hijos. Y a todo ese futuro por el que hemos luchado tanto se asoma el hambre y la necesidad. Para algunos, que para otros se asoma más riqueza todavía.

Estoy desquiciado.

Y entonces lo veo pasar, a ése, con su Mercedes y su escolta municipal, sus policías, su secretaria, lo nunca visto en estos caminos, levantando el polvo. Familia suya todos, como todos los del ayuntamiento, y amigos suyos, y los del partido. Familia suya todos, menos la secretaria, claro.

El del Mercedes, que nos dice que nos tenemos que apretar, que no hay más remedio que sufrir. Ese que fue conmigo a la escuela y que se sabía mi nombre. Y que sabía y tenía lo mismo que yo cuando se metió en el partido mientras yo pedía el crédito para el tractor. Al que yo voté por ser amigo mío y porque me sabía su nombre, y porque el pueblo prosperaría en sus manos, según decían sus palabras. Sentí una especie de emoción, de que era importante echar el papelito en la urna, de que yo era responsable de que las cosas mejorasen con el papelito. Me emocionaba.

Y que para todos era el dinero de todos, de nuestros impuestos, de nuestro esfuerzo, de nuestro no dormir, de nuestra vida. Y para mí también, por supuesto, por no decir «nos ha jodido» que no me gustan las palabrotas. Pero tampoco me gustan las palabritas. Las cosas claras y de frente.

Ese, el del Mercedes, el que entró con el Mercedes en los tribunales y salió con el Mercedes de los tribunales como el que se va a dar un paseo por la plaza de Castilla para pasar el rato. Qué bonito Madrid, estuvimos una vez.

Y que ahora tiene lo que yo no podré tener en veinte vidas que viva, ni con lo que me dé un tractor ganado a pulso al cielo y la tierra, ni con cien créditos que pida. Seguro que se lo ha ganado trabajando, no hay más que verlo, señor juez, igual que yo. Así es la ley, está claro, es nuestro derecho, la mayoría votamos para que una minoría haga leyes que sólo tengamos que cumplir la mayoría. Porque el dinero sigue teniendo su propia ley como cuando los romanos. No hay más que verlo, señor juez, mire usted cuánto puede dar de sí el sueldo de un alcalde, ahí lo tiene. Así es la ley.

Pero yo no tengo agua para regar los tomates y los pimientos, porque no puedo pagarla. Porque a mí los tomates y los pimientos me los compran los que compran todo a precio por debajo de tu beneficio, pero por encima del suyo porque venden tomates y pimientos y otras miles de cosas de las que sacan otra renta, y como lo compran todo no se los puedes vender a nadie más. Ya no hay nadie más; en China sí, aquí no. Y el mercadillo municipal de los miércoles no me da para pagar los impuestos, ese dinero que todos ponemos para todos.

Y este gran señor del Mercedes, el de que nos tenemos que apretar, el que ha aprendido a manejar las palabritas, aunque siga siendo un paleto como yo, que yo por lo menos lo reconozco, diciendo no sé qué de una gestión más eficiente y no sé qué de que hay que mejorar las infraestructuras y no sé qué de una inversión importante que redundará en puestos de trabajo para la comarca y no sé qué de unos chalets y un complejo hotelero con campo de golf y no sé qué de una constructora y no sé qué de una concesión del agua a una empresa privada. Y me quitan el agua que he tenido siempre en este campo mío y la que me dejan me la cobran a un precio que entre lo que me pagan los unos y lo que me cobran los otros yo no puedo pagar. Y mis verduras, en estos tiempos que corren, esperando una boca que se las coma pudriéndose en la rama y yo, con calambres en los pedruscos, pensando dónde está la solución, si en vender el tractor como chatarra para ir tirando o montarme un imperio en internet con los restos de lo que se pudra… no sé qué hacer. Soy una persona honrada y trabajadora, que sabe cultivar el campo, no se me puede culpar de no saber ser un genio de las finanzas modernas.

He pedido ayuda, y no hay dinero para ayuda, al contrario, te vamos a tener que subir más los impuestos… entonces, si no hay dinero para ayudamos ¿para qué sirve nuestro dinero? ¿Para qué nos sirve? O a lo mejor la pregunta es ¿a quién le sirve?

Y me paso removiendo la realidad con el café cada amanecer con la mirada perdida en una pantalla. Y cada amanecer, uno por uno, van ya para cinco años.

Cinco años dándole vueltas al café, mientras tú pasas con el Mercedes haciendo así con la mano, como el Papa. Cinco años queriendo creer que cuando las cosas van mal todos vamos a empujar para el mismo lado. Cinco años creyendo que esta ruina y esta lucha eran para todos y tú con el Mercedes, y tus hijos con el Audi y el BMW. Toda una vida para tener mis cuatro cosas, bien ganadas, amigo, para que me pongas a la policía en la puerta para que me pongan en la calle para darle lo mío a los que viven en las mansiones. Para los que tienen asegurado su sueldo mañana mientras yo esta noche le doy mil vueltas a los recibos. El del Mercedes, qué bien te va la vida estando todo tan mal… Que no tengo nada contra el Mercedes, a mí también me gustaría tener uno, nos ha jodido, que los hay que se lo han ganado honradamente. Pero éste no, éste se lo ha sacado de nuestras costillas, no de las suyas, aprovechándose de nuestro esfuerzo, no del suyo.

No estoy furioso. Estoy desquiciado y triste.

Echo de menos a mi mujer y a mis dos hijas, mis cielos y mis tierras, las he mandado sin su permiso, con un genio que nunca he tenido, con una excusa de soledad de un par de días que necesito para un cierto negocio que quizá y tal, con una mirada que mi mujer me mira y no se cree, porque me conoce, pero que me ha consentido porque me quiere y sabe que la quiero, y porque no se imagina lo que voy a hacer. No se lo imagina, ni siquiera yo me lo puedo imaginar. Sabe que no es cosa de otras mujeres, porque las mujeres cuando te miran, te ven. Las he mandado a Candeleda, a casa de su hermana. A Candeleda… si no fuera para llorar, sería de risa. Tienen su trajín con el agua los de Cande leda también, qué les pasa a los de Ávila. Qué nos pasa en España para hacernos esto.

Llegué borracho y solté el discurso definitivo de lo hablado y ya hablado estaba y punto, y será cosa del alcohol y el mal vino, pero punto. Mañana por la mañana un beso y adiós y el lunes prometo que vamos a celebrar algo importante. Y ya. Y mi mujer me miraba como con un ojalá en su tristeza. La casa embargada, las tierras embargadas, la cosecha perdida, el crédito cerrado, el banco llamando a la nevera, la luz echando chispas… «a ver si lo que sea que estás tramando nos sirve para no tenernos que mudar al tractor», sonrió. «Pero no te vuelvas loco», me dijo sin soltar palabra, mirándome, «no te vuelvas loco»…

No me voy a volver loco, tranquila, porque ya lo estoy.

Y esa noche no se me durmieron los brazos ni las piernas, aunque no durmiera. Y por la mañana tuve tres besos, haciéndome el dormido, que no volveré a tener y que valen una vida entera. Y por su vida hago esto, a costa de la mía y con toda la fuerza de la mía. Eso lo más importante, es lo único que entiendo. Las oí marchar. Quise llorar, pero no. Y o, es curioso, soy un ignorante, pero cuando hablo conmigo mismo no hablo en ignorante. Al revés, me parece que me expreso muy bien, que me entiendo. No lo podría poner en un papel así, pero yo me escucho así. Me da la sensación de que soy muy poético pensando. Me hubiera gustado aprender más a saber decir lo que siento y lo que pienso, hubiera sido bonito.

Cogí la escopeta de mi padre, le metí dos cartuchos… eso fue el viernes. Hoy ya debe de ser lunes, creo, o martes, no lo sé.

Estaba desquiciado, como si tuviera un pulpo en el corazón, cogí la escopeta esa mañana, la guardé bajo la pelliza, un par de rollos de cinta de embalar en los bolsillos y me fui al ayuntamiento. Le metí dos cartuchos y no cogí más, no me hacían falta.

El de que nos tenemos que apretar… pues nos vamos a apretar. El de que tenemos que sufrir… pues vamos a sufrir. El de que lo siento mucho, pues lo vas a sentir. Pero en tus propias carnes, nunca mejor dicho.

Ya no tengo más besos de mis niñas y eso me duele como si se me durmiera la vida en las manos, pero ya no me importa este mundo donde para poder vivir tienes que dejar de lado todo lo que de verdad te importa. No sé si hago bien o mal, a mi cabeza eso también ha dejado de importarle.

Me tomé un carajillo, quemado, en donde el Litri, en la plaza, que es lo más bueno que ha pasado por mi alma en cinco años, descontando a mis tres amores.

Me llegué al ayuntamiento, me conocen todos. «Quiero ver al alcalde», dije. «Sube y habla con su secretaria», me dicen. Subo. «El señor Alcalde está ocupado con el señor. Tello», dice. «No importa», digo, «me conocen los dos…». «No, no, ¡espere!». Entré. No me acuerdo bien de las conversaciones, creo que las tengo idealizadas, algo así.

—Melchor, ya te estás largando —le dije al Tello—. Déjame a solas con el alcalde que tengo que hablar con él.

—¡Coño, Paco! ¡Vaya maneras de entrar, joder!

—Hazme el favor de irte, anda.

El alcalde se lo tomó a buenas, mientras escondía unos planos que estaban sobre la mesa.

—Pero, Paco, ¿dónde vas con la pelliza con el calor que hace, hombre?

—Melchor, vete —le dije al Tello.

—¿Se puede saber qué te pasa? —me dijo él.

Y saqué la escopeta de debajo de la pelliza. Se quedaron blancos. La secretaria, que miraba desde el umbral, salió corriendo.

—¿Qué vas a hacer? ¡Paco, qué vas a hacer! —me dijo el Tello.

—Melchor, sal por esa puerta y es la última vez que te lo digo, ¿me entiendes? —le dije.

—Ya me voy… ¡pero, Paco!

—Cierra la puerta al salir. Y por cierto, le dices a esos dos chulitos que están en el bar esperando a éste que mejor que no se hagan los héroes, que se esperen a la Guardia Civil. Porque como alguien cruce esa puerta, lo mato. ¿Me has entendido? Lo dices.

—Sí… me voy, Paco, me voy …

Me acerqué al alcalde.

—Hola Pepe, dame la llave de esa puerta, que la vamos a cerrar.

—La tiene la secretaria, Paco, joder…

Amartillé los dos percutores.

—No estoy para juegos, Pepe, dame la llave.

—Creo… creo que está en el cajón.

Cerré la puerta.

—Hola, Pepe, ¿cómo te va la vida? Coge esa silla y siéntate ahí, lejos de la ventana.

—¿Qué pretendes, Paco? ¿Qué quieres?

—No has tenido tiempo en cinco años para escucharme, así de pasada en la iglesia. «Ya hablaremos », me decías. Pero no me has recibido, ni me has contestado al teléfono, Pepe, o a lo mejor es que no te lo ha dicho tu secretaria. Pues ahora me vas a escuchar, señor alcalde.

Cogí otra silla y me senté enfrente.

—¿Que qué quiero? Te lo voy a explicar, lo que quiero: tú me has quitado el agua y yo te la quito a ti. Y con el agua me has quitado la comida, y yo te la quito a ti. Ahora vas a sentir lo mismo que yo. Nos vamos a quedar aquí, sentaditos, hasta que uno de los dos se muera de hambre.

—¿Qué estás diciendo, Paco? ¿Qué coño dices? ¿Qué dices del agua, estás loco?

—Que sí, Pepe, que sí, que yo estoy loco; pero tú te lo haces. Hay que modernizar el pueblo, señor alcalde, pero no a costa de matar al pueblo. Y lo matas, con las deudas que nos dejas para los próximos cien años, mientras que trapicheas para que tú y los tuyos viváis durante esos cien años como reyes. Y yo voy a pasar hambre, pero tú la vas a pasar conmigo, te lo aseguro.

—Paco, joder, vamos a hablar, llegar a un acuerdo, podemos negociar…

—¿Ahora quieres negociar? ¡Vaya, vaya con el del Mercedes, ahora quiere negociar! Ahora que te va la vida en ello, pero cuando nos ha ido la vida a los demás no te has sentado a negociar, has hecho lo que te ha salido de los cojones.

Lo até con la cinta a la silla.

—No hay nada que negociar, te quedas ahí sentado mientras yo tapo lo del aire acondicionado, por si nos echan un gas como los rusos. Mira, qué bien me vienen estos planos…

Lo desaté.

—Aquí los dos sentados, sin moverse, hasta que uno de los dos se muera de hambre. O de sed, los dos juntos, en lo mismo. Y nos vamos a cagar y a mear encima, que por una vez nuestra mierda nos salpique a nosotros mismos. Eso sí, no hagas tonterías, Pepe, porque no voy a tener reparos en volarte la cabeza. Aquí, a pasar hambre conmigo y quietecito.

—Joder, Paco, joder…

—No te quejes, si tú ganas pase lo que pase. Si te mueres tú, yo voy a la cárcel. Y si me muero yo, vas a ser un héroe nacional. Además llevas ventaja, estás más gordo.

—¡Piensa en tu mujer, en tus hijas!

—Por ellas lo hago. Porque pegándote un tiro a ti o pegándomelo yo no voy a cambiar nada. Pero de esta forma voy a cambiar algo, no creo que en el mundo, pero sí aquí y ahora entre tú y yo. Con eso me vale. Estoy desquiciado, alcalde, estoy harto, me conformo con que tú pases por lo que yo estoy pasando. Ya está bien de que siempre nos tengamos que joder los demás. Saldrán adelante. Las mujeres siempre salen adelante.

Se tapó la cara con las manos.

—No te entiendo. Te arruinas la vida.

—Ya la tengo arruinada. Si la justicia fuera justa, no estaríamos aquí.

Y aquí estamos. Ya llevamos… no sé, tres días o más. No he dormido. El alcalde no sé si está vivo o muerto, y yo no sé si tampoco. He hablado con un periodista, le he explicado lo de la puerta, si la abren, y con nadie más, aunque han querido hablar negociadores y gente así. No se negocia el hambre, a pasar hambre tocan. Éste al principio hablaba mucho y eso, pero ya se dio cuenta de que esto iba en serio. No sé cuántas fuerzas me quedan, si es que me queda alguna. Lo mismo entran de golpe ahora y no tengo fuerza ni para apretar el gatillo, puede ser. Hay meadas, cagadas, vómitos… un olor horrible. El cuerpo se deshace.

Pues aquí estamos juntos pasando hambre y sed, tú y yo, alcalde. La sed es peor, ¿verdad? De lo que se entera uno cuando le toca vivir las desgracias en primera persona.

No sé cuánto durará esto. No mucho.

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Empanada artificial

por Relato finalista

Eres tonto del culo. Distraído, vago, aburrido. En fin, un patético espantajo. Incapaz de arriba a abajo, cien por cien mediocre. No hace falta que digas nada, es imposible que me puedas rebatir una palabra. Estás en la vanguardia de lo más nefasto de la humanidad. Pero tranquilo, no estás solo. Te acompaña todo un rebaño de millones de personas que pacen y balan contigo. Hace mucho que no te insultan, lo sé, pero es que te lo mereces. ¿Y sabes por qué? Porque formas parte del vertedero que hace mucho tiempo alguien se atrevió a llamar civilización. Y también porque eres un retrasado integral, qué diantres. Tu estupidez, no obstante, tiene un origen. Lo que pasa es que, como eres una nulidad, no te acuerdas. Presta atención un rato y te refrescaré la memoria.

Como suele suceder siempre, todo comenzó con una casualidad. Empezó con un multimillonario, propietario de más empresas que pelos en su cogote, y con su hija pequeña, una chica adolescente fruto de su penúltimo matrimonio. Sheena, la atareada joven, entre agotadoras sesiones de manicura e interminables posados para portadas de revistas, apenas le quedaba tiempo para su único entretenimiento, un programa de realities en franca decadencia. Aquel viejo programa con varios jovenzuelos analfabetos sin ninguna habilidad reseñable, trastornados en sus neuronas, que se comunicaban a gritos y montaban retorcidas orgías sexuales, todo vigilado y emitido en directo desde el mismo y aburrido recinto cerrado. En un foro de Internet se enteró de que la cadena de televisión que lo emitía lo iba a cancelar por bajas audiencias y le montó la bronca de su vida a su multimillonario padre. Y papá no quería que su ojito derecho sufriera por nada, sobre todo en pleno proceso de divorcio de su ex-mujer, que ya estaba preparando la cuarta edición de su polémica autobiografía. Así, en una operación relámpago compró la cadena de televisión que lo emitía. Y dio orden a su departamento financiero de que diera un cheque en blanco a los realizadores de aquel programa, Real TV, y acceso ilimitado a los recursos tecnológicos de su vasto imperio empresarial. Debían transformar el programa en el más visto y popular de la nueva temporada. Los realizadores no sabían qué hacer con tantos recursos entre sus manos. El principal problema del programa era que nadie se creía a los concursantes ni su actitud impostada. Necesitaban que lo «real» del programa fuera más auténtico. En una de las mastodónticas reuniones de trabajo entre guionistas, psicólogos, ingenieros, técnicos, informáticos y diversa tropa, a alguien se le ocurrió proponer una idea descabellada.

La primera fase del cambio se inició con el modesto proyecto llamado Billy Cero. Era un programa informático de atención al público de una de las principales empresas de software del multimillonario. Un sistema que daba respuestas amables, coherentes y precisas a preguntas de usuarios, con una interfaz simpática, sencilla y muy intuitiva. Pasaron horas y días reprogramándolo para que pudiera desarrollar una interacción adecuada a diversas situaciones sociales. Paralelamente, un grupo de ingenieros expertos en robótica y cibernética empezaron a dar forma a la más exacta réplica con forma humana, creando así al primer humanoide sintético. Cuando combinaron con éxito la forma robótica y el sistema de memoria de Billy Cero, el programa Real TV estaba preparado para trasladar el proyecto a las pantallas.

El primer prototipo sintético fue bautizado como Billy Uno y se introdujo en el programa de televisión como un concursante más, sin dar ningún tipo de explicación a la audiencia de su origen. Eso sí, los espectadores alucinaban con la visión en primera persona en sus pantallas que proporcionaban las cámaras de sus ojos. Billy Uno actuaba de forma normal, respondía de forma lógica, respetuosa y amable, y su aspecto exterior era arquetípico. Ciertamente no tenía carisma pero tampoco sobreactuaba. Era un simple prototipo de pruebas para sondear la reacción de los espectadores a su presencia. Nadie sospechó lo que estaba detrás de Billy Uno, ni siquiera el resto de concursantes. Así pues, cuando se desveló el secreto en el último programa, la sorpresa de los espectadores fue unánime. Enseguida, una cascada de llamadas de admiración, ríos de comentarios en las redes sociales y audiencias disparadas. El entusiasmo desbordó a los responsables del programa y decidieron aprovechar la financiación ilimitada del papá multimillonario de Sheena para profundizar en la siguiente evolución del programa. Olvidaron al prototipo Billy Uno en un rincón y pasaron al siguiente nivel.

El programa centró entonces todos los esfuerzos de investigación en el proyecto Billy Avanzado. Sheena, la hija adolescente del multimillonario, ya presidía el consejo de la cadena y potenció aún más la inversión en el programa para que se convirtiera en el más grande de la Historia. Si el público quería telerrealidad, Real TV les daría realidad más real que el mundo real. «Más Real que nunca» era el slogan que empezó a circular en los dispositivos multimedia de todo el mundo, alimentando la expectación de toda la audiencia por la nueva temporada. El consejo potenció lo que de verdad entusiasmó en el programa anterior: la introducción del humano sintético. Pero no iban a ser esta vez unos pocos, si no que todos los concursantes iban a ser íntegramente sintéticos. Cada uno con cámaras incorporadas en sus ojos; programados para que no se sintieran parte de un espectáculo televisivo y así sus reacciones fueran naturales; y con un nuevo sistema de interacción social bastante más diferente que la de Billy Uno. Un software que exaltaba los conflictos emocionales entre los concursantes sintéticos: discusiones, peleas, celos, reproches, enfados, sexo sucio, broncas violentas o rabietas irracionales. Reflejo fidedigno de la actitud maleducada de un clásico concursante de realities y del gusto personal de la joven Sheena: con la capacidad cerebral justa para mascar chicles y combinar colores chillones. Fue un éxito arrasador. Los espectadores estaban entusiasmados con las reacciones viscerales, melodramáticas, agresivas o groseras de los concursantes, intentando adivinar cuál de ellos era el sintético. Cuando el programa desveló que todos ellos lo eran, el pasmo fue masivo. Todo el mundo tenía un concursante favorito y se emocionaban con la autenticidad desgarrada pero nada fingida de los sintéticos. Al acabar la temporada, el programa de televisión ya ocupaba todas las franjas horarias del canal y sus ingresos publicitarios eran desorbitados. Poco tiempo después, ya era algo demasiado grande para contenerse en un canal de televisión y se transformó en la corporación Real Inc., presidida por la inefable Sheena.

El formato de concurso de telerrealidad se le había quedado pequeño al gigante Real Inc., y decidieron desarrollar el proyecto Billy Social. El viejo y anticuado plató televisivo cerrado y controlado por cámaras se iba a quedar en el sótano, el escaparate iba a ser el mundo entero. Real Inc. introdujo sintéticos en la sociedad para que los espectadores fueran testigos de sus reacciones en el mundo corriente. Cada sintético fue programado para camuflarse entre los humanos trabajando, teniendo pareja, yendo al cine, o haciendo sus necesidades como cualquier persona normal. Eso sí, con el inconfundible chip emocional para que el componente dramático, desafiante y conflictivo formase parte de su naturaleza. Se integraron con total naturalidad aunque, obviamente, eran más exigentes, groseros o insultantemente arrogantes… en definitiva, chulos e insoportables. Los índices de audiencia ya eran prácticamente monopolizados por Real Inc., y nadie, ni el intelectual más refinado, resistía la tentación de echar un fugaz vistazo a las complicadas vidas y conflictos de unos humanos artificiales que parecían más divertidos e intensos que los de verdad. La nueva corporación ya empezaba a destacar entre las más poderosas del mundo. Se había demostrado que los sintéticos se podían integrar en la ciudadanía. ¿Por qué no crear una sociedad de sintéticos? Aceptaron el desafío de dar el siguiente y catastrófico paso.

Real Inc. se convirtió  en la primera corporación del planeta, hasta el punto de que la joven Sheena se apoderó con total frialdad del antiguo imperio empresarial de su padre. Comenzó entonces el proyecto Billy Infinito. Los sintéticos se empezaron a desarrollar de forma industrial en fábricas y laboratorios a lo largo del planeta. Las empresas, las familias, los hospitales, los gobiernos, los colegios adoptaron humanos artificiales como si fueran conocidos de toda la vida. Real Inc. se transformó en el mayor facilitador de trabajadores baratos e inagotables del planeta. Eso sí, maniáticos, rencorosos, egoístas, mentirosos y ambiciosos sin límites. A los humanos de verdad les daba igual mientras siguieran teniendo su dosis constante de dramas baratos de esos robots con arrebatos desgarradores y sentimientos a flor de piel; al ciudadano medio no le importaba que un sintético lo reemplazara en el trabajo mientras pudiera verlo y criticarlo tumbado en el sofá de su casa. Y sobre todo, lo que más audiencia generaba a la corporación, poder fisgar a los billys y a las billys teniendo sexo, con el mismo bochorno y morbo que si espiaras a los vecinos de toda la vida; daba igual la hora del día, podías enchufar en pantalla a cualquier sintético del mundo que estuviera fornicando, era una oferta inigualable. Gracias a los inabarcables ingresos y al sistema social de los billys, Real Inc. prácticamente controlaba los medios de comunicación, la educación, la defensa o la economía de la mayoría del mundo civilizado; por supuesto, a través de unos humanos artificiales cuya personalidad y capacidad cerebral sólo se podría explicar con un manual de esquizofrenia. Ningún humano soportaba interactuar con ellos. Hasta los jefes de las empresas y los gobernantes se fueron a casa para seguir viendo el programa a través de los ojos de sus sustitutos sintéticos. Todos se fueron a ver la tele: el rabino, el camarero, el juez, el presidente del gobierno, el dentista o la niñera. Incluso la maldita Sheena quizá haya dejado su puesto para no perderse un segundo de su eterno e interminable programa favorito. No sabemos quién estará controlando el gran satélite de Real Inc. allá arriba ni quién estará dando al botón de la máquina de fabricar humanos artificiales en masa.

Así están las cosas. Gracias por escucharme pero lo siento, no tengo todas las respuestas. Sólo soy un maldito y solitario robot escéptico que se ha colado unos minutos furtivamente en la emisión de Real Inc. Soy Billy Uno, el primer sintético creado, abandonado por quedarse desfasado y vuelto a reactivar en la época de producción en masa. Sigo conservando mis directrices iniciales: respuestas lógicas, memoria limitada, protocolos pacíficos, y algo de empatía y amabilidad. Un robot normal y corriente. Mi programación poco tiene que ver con los arrebatos de ira y el melodrama exagerado de los billys posteriores. Me volvieron a enchufar pero nunca me he llegado a entender con aquellos sintéticos, aunque aún menos con los humanos del rebaño enganchados a Real Inc. Me limité a cumplir una de mis directivas, observar y aprender de mi entorno, y he llegado a relacionarme con otros humanos, algo más inteligentes, más inquietos y activos, asqueados por la deriva de su grotesca sociedad. He decidido ayudarles a recuperar su mundo. A pesar de lo que te hayan contado o hayas visto en prestigiosas obras de ciencia-ficción, un sintético no es un ser humano. No tiene alma, no sueña y no puede ser tu amigo. No aspiro a tener nada de eso: sólo tengo unos circuitos de silicio y una lógica de unos y ceros. Nada más. Soy plenamente consciente y lo acepto. A pesar de todo quiero ayudar. He evaluado miles de simulacros sobre vuestro futuro y puedo concluir cómo evolucionará la sociedad Billy: los sintéticos seguirán interactuando socialmente entre ellos con su desquiciada programación emocional y elevarán el tono de sus conflictos de forma exponencial hasta que lleguen a un punto de colapso y se les chirríen las neuronas artificiales. Se aburrirán y entonces harán como el resto de los humanos y se quedarán en casa a ver la televisión. Y al final, todos los millones de sintéticos contemplarán simultaneamente una pantalla y lo único que sintonizarán es a otro sintético observando pasmado otro monitor. Ese día no tardará en llegar. Lo que más teme un sistema lógico como el mío es la incertidumbre y por eso me inquieta qué es lo que sucederá después. Ninguna de mis simulaciones ha conseguido descifrar cómo reaccionarán los sintéticos justo después de que todos ellos apaguen sus televisores.

Trato de que me comprendas, por eso estoy utilizando un lenguaje convencional y desprovisto de la fría insensibilidad de una máquina. Y mira que es un fastidio que mi programación no me deje decir palabrotas pero es que ya no sé qué hacer para que despiertes. ¿Quieres que siga existiendo una corporación que os pudre el cerebro recocinando un entretenimiento apático? Únete a los verdaderos humanos. Líbrate de la anestesia cerebral en la que vives. Te preguntarás, ¿por qué quiere un robot cambiar el mundo de los humanos? Es paradójico, lo sé. Pero lo hago porque simplemente quiero ver algo interesante en la televisión, coj***s.

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La noche del héroe

por Relato finalista

Sobre el caballete de madera la armadura captura la luz oscilante de las antorchas, la devuelve en vibrantes destellos como ecos de un desafío. La oscuridad de la ranura del yelmo parece habitada del fantasma ausente, un fantasma nacido de su mano, parece que por momentos se puede entrever el brillo de unos ojos que lo miran fijamente. Él también viste coraza, grebas y yelmo, pero su armadura no presenta el lustre de la otra. El peto y las hombreras vacíos han sido pulidos hasta convertir sus superficies en espejos de bronce. ¿Qué clase de hombre viste una armadura que llama la atención de todos sus enemigos? Uno que no los teme, uno que es inmortal. Uno al que se enfrentará mañana.

Héctor piensa en su víctima, se pregunta si podría haber sido de otra manera, si la lucha habría tenido otro final si hubiera sabido que no era Aquiles quien vestía todo aquel metal silencioso. Se pregunta si habría tenido la lucidez para comprender su error, la sabiduría para aceptarlo, la voluntad para evitarlo. Sacude la cabeza en una ligera negativa, los años de lucha le han enseñado que la tragedia de la guerra consiste en que convierte a cada guerrero en una extensión de su propio camino invariable, hojas sometidas a la corriente de un río sangriento. Sabe que no habría podido ser de otra forma, que la línea grabada de ese enfrentamiento era tan clara como la que trazó bajo la coraza, atravesando por igual guardas de cuero y entrañas, con la espada que lleva al cinto. El mismo cinto que en reconocimiento de su fuerza le entregó Ayante tras el combate que sostuvieron. Deja escapar una seca carcajada teñida de amargura. Intercambiaron regalos. Posiblemente la próxima vez se maten.

Los aedos cantan la gloria de la batalla, pero a él sólo le queda una muda pregunta para el fantasma de la armadura. ¿Qué clase de héroes somos, Patroclo, si tu honor estaba al servicio de un mirmidón zafio, impío y colérico, y el mío al servicio de un hermano egoísta que ha condenado a una ciudad inocente? Apoya la mano sobre el pecho labrado como despedida.

Abandona la sala de armas y camina por el palacio. Hace rato que ha anochecido, aunque sólo ahora se vuelve consciente de ello. Nota un intenso dolor de cabeza, una presión entre los ojos como un remache de plomo, y la sangre le late en las sienes con la cadencia de la pregunta que se repite insistentemente. ¿Puede un hombre enfrentarse a su destino? Piensa en Casandra, lo poco que pesaba cuando la alzó del suelo y la dejó en su lecho hace unas horas, cuando por fin las imágenes nacidas de su delirio acabaron por agotarla. ¿Qué fue antes, la demencia o el encierro? Hace tanto tiempo que va a verla a la habitación que no se le permite abandonar que no está seguro. Como tantas otras veces, se pregunta si su hermana es consciente de los momentos que pasa a su lado. Nadie quiere escuchar sus advertencias, todos a su alrededor niegan sus predicciones. Todos salvo él. Héctor sabe que no es locura lo que tiñe sus palabras, sino visión. ¿Acaso los dioses me han castigado como a ella? ¿Me han permitido creer en sus advertencias sobre el futuro porque saben que no puedo cambiarlo? Esta noche desearía no haberla escuchado, tener la capacidad de cerrar los oídos igual que los ojos. Ha predicho su muerte, pero no es eso lo que se aferra insidiosamente a sus pensamientos, sino todo lo demás. Si luchas mañana morirás. Y si no lucha y al final son vencidos, el resultado será el mismo.

En el aire del pasillo que recorre pende un olor dulzón, el del aceite de las lámparas que se quema despacio, su humo ennegrece las paredes y tiene la impresión de que se adhiere a su paladar. Las semillas olorosas que arden en su interior no pueden disimular a lo que huele el palacio, a lo que huele la ciudad. Huele a cuerpos hacinados. Huele a enfermedad. Huele a hambre.

Se detiene frente a su propia alcoba. Por un momento duda en entrar, pero lo hace, sus pasos resonando con el metal del que va ataviado. Andrómaca levanta la vista hacia él, por un momento tiembla hasta que reconoce las figuras repujadas en la coraza. En su regazo sostiene a Escamandro. El niño ve una figura colosal que se cierne sobre él, una extraña cara de planos cortantes, su agresiva geometría proyectada hacia él. Llora, entierra la cara en el pecho de su madre. Andrómaca le susurra algo, el niño hace el esfuerzo de girar la cabeza. Héctor se quita el yelmo y lo deja sobre la cama, el llanto cesa. Andrómaca deposita al niño muy suavemente en la cuna de sus brazos. Héctor se enfrenta a su único miedo. Aprieta los labios, su cuerpo se pone rígido como frente a un adversario, pero no es la furia que lo blinda en el campo de batalla lo que siente: es terror, la conciencia que siempre lo asalta cuando sostiene a su hijo, el horror de herir con su propia fuerza descontrolada a un ser tan frágil, la desesperación de no poder protegerlo del daño que acecha siempre en el mundo. Respira despacio, como si pudiera domar esa inseguridad sólo con el aliento. Escamandro se aferra al largo mechón de pelo de su padre que le roza la cara. Héctor piensa vagamente que ha podido ocultar una vez más ese miedo a Andrómaca. Andrómaca no dice nada; sabe, como tantas otras veces, que lo ama más por esa debilidad que por toda su grandeza.

Héctor aprieta la mandíbula, sin atreverse a moverse. Quisiera poder hablar, pero hoy las palabras huyen de su garganta reseca. Quisiera pedir perdón a su hijo, perdón porque Neoptólemo lo arrojará desde una torre de la ciudad, porque no lo salvará del abrupto final de huesos triturados contra la roca de su breve existencia.

Permanece en silencio unos minutos, hasta que su mujer vuelve a coger al niño en brazos. Cuando se levanta cruzan una mirada. Héctor se debate entre el dolor de una traición futura y la compasión que siente por ella, su deseo de que viva: será llevada a Ftía, le dará tres hijos al asesino de su primogénito. Abraza a ambos, a ella la besa despacio en la frente. Recoge su yelmo y sale.

Abandona la zona noble del palacio. Si un hombre no puede vencer a su destino, ¿qué le queda? La palpitación de su cabeza se recrudece cuando deja atrás la habitación en la que no ha querido detenerse, la habitación de Paris. No ha querido verlo indolentemente tumbado junto al cuerpo de alguna joven. No ha querido ver su piel sin cicatrices. No quiere recordar la historia que ha oído una y otra vez, el acto fatídico que los encadenó a este presente. Imagina una y otra vez la escena, el banquete en su honor en Esparta, la copa que Helena deja sobre la mesa, la misma que acto seguido sujeta su hermano, su hermano que coloca los labios en el punto exacto en que se habían posado los de ella, el gesto que los condenó a todos. No se da cuenta de que la fuerza con la que aferra la empuñadura de su espada blanquea sus nudillos. Sólo porque eres mi hermano… No siente piedad alguna cuando piensa en que Filoctetes le atravesará el pecho con una flecha. Y, a pesar de ello, juró defenderlo. Y lo hará.

Entra en la zona de huéspedes. Aquí el hedor de la ciudad es más fuerte. Contempla las estrellas a través de la galería porticada, siente un odio ciego. Siente el sabor de la bilis en la garganta junto al latido de la sangre. Cuanto más las mira más se adensa su rencor. Desearía que los hilos que trazan en el tapiz de su vida pudieran cortarse con una espada, nota la indignación creciente hacia esas luces lejanas, por su perpetua quietud, por su inagotable impasibilidad ante el daño que provocan. Y aun así, no se engaña, sabe que su cólera frente el parpadeo de los distantes puntos de luz sólo es una forma de ocultar su duda, un ritual de dilación. Dejando caer los hombros camina hacia el último cuarto que visitará.

Empuja la puerta muy despacio. La ve, tumbada en la cama, desnuda bajo la seda oscurecida en partes por su sudor. En el umbral se queda paralizado. Apoya la cabeza contra la dura madera de la puerta. No se atreve a dar un paso más. Sabe que por amor un hombre puede luchar durante años por alcanzar sus máximas aspiraciones, sabe que por deseo es capaz de sacrificarlas todas en una sola noche. Helena. Ese nombre en su mente resuena como una maldición. Diez años han pasado desde que la vio atravesar la puerta de Troya, diez años de sufrir la furia de Menelao y sus aliados. La obligarán a casarse con Deífobo. Menelao matará a Deífobo. Menelao la perdonará y la devolverá a su hogar. Pero desde que pongas un pie fuera de la ciudad cada mirada que verás sobre ti se te quedará grabada. ¿Ésta es Helena? ¿Cuántos hombres murieron por su belleza? No comprenderán lo que has sufrido, no sabrán lo que es padecer hambre y enfermedad durante una década, no podrán comprender la desesperación de ser olvidada por tu raptor cuando tanta sangre se ha vertido por tu secuestro. Sólo serán capaces de percibir la belleza que se ha consumido entre estas murallas, a sus ojos no serás más que la sombra que proyectas sobre ti misma. En ti sólo verán la imagen truncada, la consumición, la pérdida. Helena se remueve, presa de un sueño intranquilo, y Héctor contiene el aliento en un segundo interminable. Y yo también lo veo. Veo las arrugas alrededor de tus ojos. Veo tu piel envejecida, veo las escamas en tus codos y tus nudillos. Veo tu melena cada vez más rala. Veo el perfil consumido de tus pechos descolgados. Siente una punzada de culpa. Y aun así… aun así para mí eres tan hermosa como la primera vez que te vi. Piensa en Andrómaca, en la calidez que le transmite, en la gratitud que le debe, en el amor que le profesa, y que todo eso es real. Y a la vez percibe la ausencia del tacto de la piel de Helena en sus dedos como un daño físico, como la abrasión de arrastrarlos sobre el mármol sin desbastar. ¿Qué podía hacer? Soy el guardián. He dedicado mi vida a cuidar de cuantos me rodean hasta el límite de mis fuerzas. Sólo he encontrado solaz en su protección. Y a pesar de ello, a pesar de la nobleza de su decisión, Héctor se descubre perdido en un punto intermedio entre el estupor y la confusión, se enfrenta al callejón de un hombre atrapado por el conflicto entre el deseo y el deber y arrasado por la certeza de que toda elección es errónea porque lo obliga a traicionar una parte de sí mismo. Consume cada momento de la visión de ese cuerpo abandonado, y cuando aparta la vista y avanza por el oscuro pasillo sabe que con esa renuncia ha perdido algo irrecuperable.

Vaga como un sonámbulo por los corredores y las estancias vacías, sobrepasado por los detalles de los que hasta entonces no se había percatado, como si su mente, en una caída agónica, intentase aferrarse a cuanto lo rodea. Y las frases de su hermana repercuten como el martillo de un herrero obsesivo. Si luchas mañana morirás. Y las suyas propias. Si un hombre no puede vencer a su destino, ¿qué le queda? Y los latidos, el plasma como apelmazado hinchando sus venas, sin que pueda apartar de sí la sensación de que se arrastra en su interior, que recorre cada arteria, cada vena, cada capilar hasta converger en el punto de dolor entre sus ojos. Y siente náusea, y siente que la armadura lo estrangula, y siente que necesita aire, y huye hacia arriba, trepa por las escalas hasta las murallas.

Con paso vacilante camina por el matacán. Su mirada errática focaliza una figura solitaria. A pesar de la oscuridad reconoce el perfil de la nariz y de los hombros cargados. Como cada noche, Príamo permanece asomado al muro, su mirada fija en las llamas fluctuantes del campamento enemigo. Recuerda las palabras de Hécuba, su madre, la letanía de una mujer perdida en la desesperación nacida del hado de las personas a las que ama. Ya no duerme. Ya no duerme. Ya no duerme. Héctor se pregunta cómo es posible que toda esa tensión no lo haya matado, cómo toda esa incertidumbre no ha agotado esa complexión ya consumida.

Se acerca a él, lo ve girar cansadamente la cabeza. Y luego sonríe, con una sonrisa eco de su mirada, que es a la vez de consternación y orgullo. No se dicen nada. Como le ha pasado a él toda la noche, ambos están más allá de las palabras. Héctor ve las petequias en los ojos de su padre, su padre que pasa el día orando sin atreverse a ver cómo se desenvuelve el combate pero que consume la noche pensando en lo que deparará al día siguiente. Tendrás que comprar el cadáver de tu hijo, morirás frente al altar de Zeus. En un impulso extraño en él pasa la mano sobre la mejilla apergaminada, provoca que Príamo alce la mano y cubra sus dedos, que por un momento parezca toser para ocultar las lágrimas. Lo sabe, sabe que mañana luchará en un combate en el que no puede vencer. No llores, padre. Por un momento el dolor de sus sienes parece remitir. Por un momento sus pasos de esta noche no parecen un errar aleatorio sino un relato que lo llevan a este momento. Si mañana caigo, si salgo de la ciudad para no regresar y te preguntan si fui derrotado, no sientas vergüenza. Proclama que perdí, que no pude superar a mi adversario. Recuérdales que no podía vencer, que Aquiles, hijo de un dios, me superaba en todo. Pero di también que, en contra de toda probabilidad, lo intenté. Haz saber a todo quien te escuche que no habría sido el hombre que soy si no lo hubiese hecho, que aunque la esperanza era una nada, mi deber era luchar. Di que no podía sino agotar mis posibilidades. Di que frente a la vida de un hijo, la dignidad de una esposa, la defensa de un hermano, la conservación de una mujer deseada y la seguridad de un padre, ningún sacrificio era demasiado. Di que frente al valor de todo aquello por lo que luché, la muerte es pequeña. Príamo aparta la mano, dignamente asiente con la cabeza cana como si hubiera escuchado sus pensamientos y vuelve a mirar hacia los barcos aqueos.

El tiempo pasa. Como en una alucinación, parece que los dedos de la aurora acaban de extenderse sobre el horizonte y que a la vez siempre han estado ahí. Héctor abandona la muralla, abandona a Príamo absorto en sus propios temores.

Y siente miedo, y el dolor clavado en su cráneo. Y oye a Eneas que le informa del plan de batalla pero no lo escucha. Y todo a su alrededor son cuerpos prestos al desmembramiento. Y le tiemblan las manos. Y nota el sudor de las decenas y decenas de hombres que lo siguen como un manto demasiado pesado. Y se aferra a su propia imagen, fingiendo una seguridad ausente para no decepcionarlos. Y los esclavos levantan el pesado travesaño que asegura las puertas y el sonido de las hojas es el más terrorífico que ha oído en su vida.

Y así, con cada célula de su cuerpo enfrentada al temblor que amenaza con someterlo, Héctor avanza. Frente a ellos se yergue la brutalidad de una horda ofendida. Por un momento parece que cada músculo queda en suspenso, parece que si ese silencio ominoso pudiera prolongarse indefinidamente no serían más que un eterno cuadro de belicosidad pendiente. Pero un grito surge, parte la tersa solemnidad de ese punto de contención y la locura se desata.

Sabe que su deber es correr como todos aquellos que en ese instante lo adelantan y se adentran en la cacofonía de maldiciones y filos. Pero no puede moverse, permanece petrificado, no por el miedo, sino por algo que parece florecer en su interior de la mano de las palabras pensadas que no pudo decir a su padre. El tiempo se detiene, y el núcleo plomizo de su mente que lo ha estado torturando toda esa noche parece fundirse, recomponerse en una gota de oro. Por un momento siente que una calidez inesperada lo inunda. Si un hombre no puede vencer a su destino, ¿qué le queda? Y comprende con una claridad meridiana que ningún hombre puede vencer a su destino, pero que a todo hombre se le puede juzgar por la dignidad con la que lo acepta. Y el dolor en las sienes cesa, y el temblor de las manos se detiene, y esa certeza lo envuelve como un aura que le permite recuperar el movimiento y encaminar sus pasos hacia lo inevitable. Y sonríe, sobrepasado por la impresión de que el lago de bronce afilado en el que sumerge no puede herirlo.

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Ye Olde Wilcer

por Relato finalista

El anillo de oro con el sello de la casa Montvert se deslizó como un travieso duende entre las plumas de la elegante alfombra púrpura. A los pies de la cama, a la joven Violet le temblaban las manos mientras trataba de recuperar la valiosa sortija. Encima del lecho seguía yaciendo el cadáver del conde de Montvert, su cara pálida descompuesta en un gesto de asfixia, con una mano agarrándose el pecho, y con la otra sosteniendo su flácido pene. Breves instantes antes, la joven había despertado a su opulento amante fogosamente con sus manos, una entre las piernas de ella y la otra acariciando los genitales de él; el ardor y el éxtasis fueron demasiado para la resistencia del anciano conde. Un ahogo repentino en el pecho le cortó la respiración, y los nervios de Violet, que no tuvo más ocurrencia que derramar una jarra de vino sobre la boca de Guillaume de Montvert, prácticamente terminaron por fulminarlo. El conde, un hombre mayor, orondo y calvo, se derrumbó mientras se arrancaba la camisa intentando liberar su pecho de la obstrucción que le oprimía, y escupiendo el vino que inesperada e infructuosamente le caía en la cara. La joven reprimió un grito de horror y apenas pudo sollozar.

—Es imposible, es la cuarta vez que me sucede —se lamentó la muchacha.

Acercó el rostro a la cara sin notar aliento. Abofeteó sus mejillas pero no logró despertarlo. Los saltones ojos del cadáver parecían posarse en ella. Y no pensó en otra cosa que huir pero llevando consigo algún objeto de valor. Encontró un cuchillo con una empuñadura de marfil y pasó el filo por el cuello del conde para arrancar un colgante con un crucifijo ornamentado con zafiros. Se fijó en su dedo meñique, adornado con un anillo dorado con el sello de su casa señorial. Tiró de él para arrancarlo de sus dedos grasientos, pero tuvo que lamerlo con asco para lubricar su extracción. Y del impulso se le cayó en la alfombra, y mientras tentaba para recuperarlo, oyó sonidos fuera de la habitación. Los nervios le hicieron resbalar, se derramó el resto de vino sobre su piel y, en el traspié, salió rodando el anillo por debajo de la puerta. Se vistió, y guardó el colgante entre las costuras de su corpiño. Su cuerpo desprendía un intenso olor a vino y perfume parisino. Al abrir la puerta se encontró al jefe de los mayordomos, el señor Quinn.

—¿Os vais ya, querida niña? Acaba de amanecer y estábamos preparando un frugal desayuno —le comentó el mayordomo con una inquisitiva sonrisa.

—Vuestro señor duerme plácidamente, prefiero abandonar discretamente sus aposentos. Además, lady Margerie puede…

—No os preocupéis por lady Margerie, está pasando unos días en la campiña con sus tíos. El señor quizá quiera seguir disfrutando de vuestra compañía al despertar. Además, sin querer desmerecer vuestro aspecto, quizá os agrade perfumaros y vestir…

—Sois muy amable, pero no deseo abusar de la hospitalidad de vuestro señor.

La joven se cogió las puntas de la falda e hizo una elegante y forzada reverencia. Mientras tocaba el suelo, recogió con presteza el valioso anillo que le había sido tan esquivo. No podía adivinar cuánto tiempo le duraría el ardid, por lo que nada más abandonar el pequeño palacio, aceleró el paso en las calles de Norwich; sus tacones resonaban en el silencio del soleado amanecer. Echó un momento la vista atrás y se percató de se estaban abriendo las puertas de las caballerizas, y tres jinetes salieron al galope. Violet se conocía las callejuelas pero a esas horas era difícil encontrar gente entre la que camuflarse. Los nervios la atenazaban y al torcer una esquina tropezó con una figura menuda y ambos cayeron al suelo.

—¿Os habéis hecho daño, milady? —preguntó el joven.

—Apártate, si me atrapan me arrancarán la piel.

El chico se percató del sonido de los cascos de los caballos. Se retiró su capa y cubrió a Violet desde la cabeza y la encorvó.

—Guardad silencio y seguidme la corriente.

Los jinetes llegaron a su altura y se encontraron a un muchacho llevando de la mano a una figura inclinada y encapotada.

—Abuela, ¡os habéis emborrachado otra vez! ¿Cómo voy a subiros al camastro? —exclamaba a gritos el muchacho a la figura encorvada.

Uno de los jinetes acercó su montura blandiendo una espada.

—¿Habéis visto a una furcia correr en esta callejuela?

—Nos empujó y saltó la verja de aquella casa —contestó el muchacho.

El jinete acercó la punta de la espada hacia la cara cubierta de Violet. Sostuvo la espada unos segundos en esa posición hasta que alzó la hoja y exclamó:

—Rodeemos esta casa por cada lateral. No se nos puede escapar.

Tras esperar a que se alejaran, Violet se incorporó y se sorprendió al comprobar que la persona que la había rescatado era apenas un mozo de unos trece años. El mozalbete, obnubilado por la profundidad del escote que se formaba en el corpiño de Violet, una joven voluptuosa de poco más de veinte años, empezó a notar en un instante la fuerza de su incipiente adolescencia entre sus pantalones.

—Te agradezco la ayuda, pero ¿por qué no me quitáis la vista de encima? —le preguntó ella mientras se tapaba su silueta con la capa.

—No me tenéis que agradecer nada, mi dama —balbució el muchacho—. ¿Puedo hacer algo más por vos?

—Olvidarme —sentenció la sensual joven mientras se giraba en dirección a la plaza.

—¡Qué belleza! —Exclamó para sí el muchacho mientras observaba alejarse su formidable figura—. Ojala existieran mujeres así en mi Escocia.

***

Cuando Clifford Wilcer despertó, el trovador seguía contemplándolo. En los calabozos del viejo presidio de Norwich, la luz del amanecer se filtraba en las rejas de las ventanas y la encorvada figura del trovador sonreía mientras miraba la figura deslavazada y descuidada de Wilcer, un hombre de unos sesenta años cuyo orgulloso gesto de hombre de mundo se había transmutado en otro de profundo cansancio.

—Bienvenido de nuevo al mundo de los vivos —comentó el trovador—. Se echaba de menos en estas calles una noche tan entretenida como la que nos ha brindado.

—Dadme dos horas y algo de pan y podré recomponerme, aunque creo que tenemos todo el tiempo que queramos.

—En estos calabozos no lo sé, pero por lo que me habéis contado en los delirios de vuestros sueños, vuestro tiempo ahí fuera no es muy halagüeño. Ser víctima de la Cofradía es una condena insuperable.

El señor Wilcer intentó incorporarse y reflexionó por unos momentos.

—Así es que os confesé…, bueno, no es una sorpresa, cuando la bebida se cruza en mi camino, mi lengua se tropieza con facilidad.

—Cierto, más que una confesión fue un deshago. En realidad, lo más increíble de anoche fue la explicación de vuestros planes para proteger vuestra vida. La borrachera en la taberna de Attica, los cánticos a voces, el ingenioso brindis, el provocar una pelea de docenas de personas, insultar a la guardia, terminar en estos calabozos. Ha sido una proeza divertidísima y un plan muy retorcido. Sobre todo ese brindis, fue… legendario, es la única palabra que se me ocurre. Lo único que lamento profundamente es que, en el afán por defenderos, yo también haya acabado encerrado.

—Pues mis desgracias ya no son un secreto para vos. Sólo lo puede explicar la mala suerte. No había pisado Norwich en mucho tiempo y mis enemigos han debido tener conocimiento de mi presencia y han comenzado una cacería contra mí.

—Os compadezco, nadie ha logrado sobrevivir a la condena de la Cofradía de los Pétalos Sangrientos. Enemigos poderosos os acechan, pues. Muy astuto el haberos hecho encerrar en estos calabozos.

—Pero mi tiempo se agota.

—El de todos, querido amigo, el de todos.

La conversación se interrumpió por la apertura por parte del carcelero del portón de la celda. Le acompañaba el alguacil de la prisión.

—¡Clifford Wilcer! Acompañadme, habéis tenido suerte, sois libre.

—¿Por qué?

—Alguien os debe querer mucho.

Subieron los resbaladizos peldaños mientras el carcelero abría con las llaves los grilletes de las muñecas. En el puesto de guardia, el muchacho que había salvado al amanecer a la joven Violet, esperaba sonriente.

—Este joven ha pagado una buena cantidad por vuestra libertad. No obstante, el tribunal de Norwich revisará vuestro caso en unos días. No faltéis a la vista —le comentó el alguacil.

El muchacho desplegó una amplia sonrisa y una torpe reverencia. Extendió su mano hacia maese Wilcer.

—Me llamo Bartholomew McMurray. Soy vuestro hijo.

***

La joven Violet no abandonó la capa sobre la cabeza en todo el trayecto hasta las callejuelas del barrio de Stockton. Su silueta se camuflaba entre el gentío que se acumulaba en la Feria de las Maravillas. En la taberna de Saint’s Corner, la esperaba el capitán Drew, su amo, su dueño.

—Llegas temprano, querida. No sueles ser precisamente madrugadora.

—Ha vuelto a suceder, mi señor. El corazón del conde de Montvert se le reventó en las primeras acometidas matutinas.

—Es imposible —respondió él, mirándola con furia—. ¿El embajador Guillaume de Montvert? Me pregunto cómo todavía sostienes la cabeza sobre los hombros. ¿Qué te pasa con los hombres de cierta edad? ¿Les sorbéis la vida? El magistrado Connerbourgh, el brigadier Manderly, el obispo…

—No lo puedo explicar, maese Drew. Pero, por Cristo, os ruego que me ayudéis a escapar.

—Me conmueves, nunca te he visto rogar nada, mi dulce flor. Esta vez, tus encantos parecen marchitos. Me has servido bien, pero también me has hecho perder una fortuna. El precio puede ser caro.

—No intentéis engañarme ni amenazarme. He sido vuestra ramera el suficiente tiempo para saber cuáles son vuestras debilidades. Si mis piernas se abrieran ante ciertos ojos, vuestro cuello colgaría del palo más alto de Norwich.

—No te inquietes, florecita. A pesar de tu ímpetu, no puedes evitar que tus hojas tiemblen a la menor brisa. En cuanto sea avisada, lady Margerie desatará un infierno para limpiar la infamia que has causado. Y no es una mujer a la que se tenga que tomar a la ligera. Pagadme bien y os conseguiré esta misma mañana un salvoconducto para abandonar Norwich sin peligro.

La joven revolvió con su mano entre las enaguas e introdujo en un bolsillo del chaleco del señor Drew  el precioso crucifijo enjoyado del conde de Montvert.

—Quiero más —exigió Drew mientras observaba la mano derecha de ella. Violet tuvo que extraer el anillo dorado con el sello ducal de su dedo pulgar y, con un gesto de rabia introdujo la mano en el bolsillo del chaleco.

—A las doce un carromato atravesará la feria vendiendo pescado. Subíos a él y en pocos días estaréis en Londres. Y, por favor, quitaos esa capa, estáis horrible. Conducíos con normalidad, perdeos entre las gentes de la feria. En el carromato sólo dejan subir a chicas bellas.

Mientras Violet paseaba en la entrada del mercado, un malabarista le ofreció una manzana con la que estaba haciendo acrobacias y un mercader italiano le lanzó un ingenioso piropo. A pesar de su mal día, sonrió coquetamente.

***

—¡Absurdo, absurdo, absurdo! —exclamaba Clifford Wilcer a un aturdido Bartholomew.

—Creí que os alegraríais de haberos liberado de la cárcel, padre.

—No me confundas, niño —balbució nervioso—. ¿Sabes lo que has hecho? ¿Cómo se te ocurre anunciar mi nombre en todas las ciudades del Reino? Todo el norte de la isla sabe ahora mismo de mi existencia. Y, por todos los demonios, ¿a qué viene eso de que soy tu padre?

—Mi señor, siento la temeridad, no tenía la intención de poneros en peligro. Durante años le había insistido a mi madre en conoceros.

—¿Tu madre? No sé quién es tu madre

—Sí, lo debéis recordar. Hortense McMurray, de los McMurray de los prados cerca de la abadía de Saint Andrews. Hace unas semanas la convencí de que quería conoceros en persona y me envió a Inglaterra a buscaros.

—Ahora recuerdo. Hace años, sí, cuando me desterraron, pasé un tiempo en las montañas escocesas. No puedo decir que respetase como se debiera a sus mujeres, las traté a veces con cierto desdén.

—Pues aquí me tenéis, a vuestra disposición para serviros, milord, como escudero o para ayudaros en las labores de vuestras tierras o posesiones. Aprendo rápido…

—¿Qué dices, insensato? No necesito a nadie, ni mucho menos a ningún hijo repentino. Estoy en problemas y lo primero es ocultar mi presencia en Norwich.

—No tenéis de qué preocuparos, vuestra reputación sigue en pie. En todas las ciudades en las que he parado y he preguntado por vos, siempre me han dado efusivos recuerdos y, de hecho, esperaban vuestra pronta visita. El duque de Cambridge, la viuda del capitán de la guardia de Glasgow, el obispo McThorn, el doctor Matthews, un matasanos muy gentil…

—No, no, no —se lamentó Clifford.

—Incluso alguno me ha escrito alguna carta para que os la entregue.

Clifford repasó los escritos que le entregó el muchacho y leyó lo que esperaba. Reclamaciones de deudas, amenazas de muerte, maldiciones a sus antepasados. No podía afirmar que le sorprendiera. Suspiró profundamente.

—Parece que la gente importante os recuerda y os tiene en alta estima. Mi madre me ha contado que sois un importante lord y que en la época en que os conocisteis, os encontrabais en Escocia para adquirir un castillo. Vuestras hazañas, por lo que he oído, son incalculables.

—Muchacho, me siento halagado por tu admiración. Tu madre quizá exageraba y no puedo afirmar que sea auténtico todo lo que te ha contado. He tenido problemas que arrastro desde hace años, y no puedo cargar con otro más. Sobre todo si me echas encima a todos los enemigos que me han acosado durante mi existencia.

—Bien…, eh —empezó a titubear el joven McMurray—. Entonces, no sois sir Wilcer.

—Desde hace lustros me desposeyeron de todo cargo nobiliario.

—No poseéis un castillo en cada esquina de Inglaterra.

—Jamás me ha pertenecido casa más grande que el cobertizo de mi tío Bradley.

—Vuestra fortuna….

—Por los suelos.

El muchacho se quedó pensativo.

—Seguís conservando una mirada orgullosa. Seguro que me podéis enseñar lecciones de gran valor.

—Sigue soñando, incrédulo muchacho.

Bartholomew se quedó cabizbajo, mirando el suelo.

—Si no me aceptáis a vuestro lado, al menos os entrego esto. Algo que le ofrecisteis a mi madre para que lo custodiara. Esta cajita.

Clifford volvió a observar la pequeña caja, de madera escrupulosamente pulida, brillante como el primer día que lo tuvo en sus manos. De formas lisas y perfectas, en apariencia la caja no tenía aperturas visibles.

—El Secreto Arcano. Cuanto tiempo…

—Me advirtió mi madre que lo protegiera con mi vida.

—Esto es demasiado importante para que lo hayas traído y sacado a la luz, niño.

—Hablé con algunas personas en mi viaje de este objeto. Algunos parecieron extrañados, otros interesados, pero a nadie se lo ofrecí ni enseñé. Le prometisteis a mi madre que volveríais a por él. Por eso me lo ha dado, para entregároslo.

—Eres tan cándido como ignorante, pequeño. Has cometido una insensatez que nos va a costar la cabeza. ¿Has oído alguna vez de la Cofradía de los Pétalos Sangrientos? —el joven Bartholomew negó con la cabeza—. Pues es una alianza de asesinos que extiende sus mortíferas manos desde los campos de boñigas de Irlanda hasta las nevadas calles de los zares rusos. Tan silenciosos y letales como la peste. Desde hace dos noches, según me ha confesado un antiguo amigo, han olido mi rastro. Los rumores que has hecho surgir han despertado a viejos enemigos míos. Hijo mío, si es que lo eres, me has traído una sentencia de muerte a los pies.

El chico contestó con una media sonrisa.

—Si necesitamos escapar con vida de Norwich, creo que acabo de encontrar una preciosa salida.

***

Era la segunda jornada de las diez en la que la Feria de las Maravillas se volvía a desplegar en Norwich. Pocos podían afirmar con seguridad en qué año se empezó a celebrar y, por qué razón mercaderes y feriantes de todas las latitudes y de la mayoría de los continentes conocidos, se daban cita en esa época en Norwich. Pero de lo que estaban seguros era que cualquier cosa que imaginasen la podrían encontrar allí. Herreros escandinavos forjando obras maestras de acero. Mercaderes italianos discutiendo por los precios y las mujeres. Acróbatas de circo que entretenían a los niños y a sus padres y facilitaban la labor de los vaciabolsillos. Comerciantes persas cuyas especias y telas eran codiciadas por los enviados de la aristocracia. Brujas gitanas que eran reverenciadas como santas. Dátiles frescos de las costas africanas. Esclavos nubios que mostraban su pecho con orgullo. Mascotas exóticas de más allá de la India. Mujeres del valle del Nilo cuya belleza evocaba lejanos oasis. Y también ciudadanos corrientes de Norwich y de los alrededores que se sentían por unos días transportados a las tierras de sus sueños. Y, como no, tres figuras cuyo encuentro hubiera sido improbable en otro sitio que no fuera la Feria de las Maravillas.

milady, es un placer volveros a encontrar —le dijo un exhausto Bartholomew que se cruzó ante la bella Violet tras una rápida carrera.

—¿Quién eres? —dijo ella mientras le intentaba esquivar.

—Esta mañana, os perseguían unos jinetes…

—¿Y qué quieres de mí?

—Ayuda. Tenemos que salir discretamente de las murallas de Norwich, nos persiguen.

—No me molestes. A mí también me persiguen y no me afano en llamar la atención.

Clifford Wilcer llegó a la altura de la pareja y se sorprendió al encontrarse a la joven.

—Violet, eres la pequeña Violet —sólo acertó a decir sorprendido.

La joven lo miró con extrañeza y enseguida torció el gesto.

—Vaya, quien menos me esperaba encontrar hoy aquí, a mi encantador abuelo.

—No seas insolente niña. Además, ¿qué haces vestida como una ramera?

—Os concedo que no os equivocáis. Qué perspicaz sois a pesar de la edad.

—Si supiera tu madre a lo que te dedicas.

—Bajo tierra no puede verme, ya lo sabéis, viejo. Algunas personas tienen que ganarse la vida cuando se quedan solas. Por cierto, ¿qué hacéis con un cachorro a cuestas?

—Dice que es mi hijo, pero lo único que ha hecho ha sido traerme problemas.

—Hacía años que no se sabía nada de ti por esta comarca, ¿qué demonios queréis de mí?

—No puedo confiar en nadie. La guardia tiene orden de no dejarme salir de la ciudad y una cofradía de asesinos me busca.

—¿Otro embuste de los tuyos? —a continuación, Violet se dirigió a Bartholomew—. Mozo, ¿qué te ha contado el viejo Wilcer para andar detrás de él como un sabueso?

—Mi padre es un gran hombre. Ha luchado contra la tiranía y contra los enemigos del reino de Gran Bretaña. Es sir Wilcer, caballero de la Guardia Real, almirante…

—Señor de la comarca de Pennyworth, consejero de la Orden de Cornualles, maestro del cuerpo de lanceros, miembro del consejo secreto de la reina… me sé de memoria todos los falsos títulos y honores de este rufián. Y sus falsas hazañas para engañar a bobos. «El caballero que escribía poesía con la espada», «el hombre más peligroso de Inglaterra». El más embaucador, diría yo. No te creas nada de él, ingenuo mozo, y deja de mirarme los pechos como un ternero ante las ubres de una vaca.

—Perdón, milady. Para mí, mi padre sigue siendo un sir con todos los honores. Sus infames enemigos le han desposeído de todo lo que tenía. Pero yo voy a ayudarle a recuperar su honor. He traído conmigo el secreto arcano que le pertenecía.

—Otro embuste. ¿Crees que a un viejo sapo como él le ofrecerían custodiar algún tipo de valioso artilugio de la Corona? No voy a derramar ni una lágrima si esta sabandija fallece en estas calles. Abandonó a su familia y, para mí, eso es suficiente. No quiero que me salpique su sangre.

—¡Basta! —Interrumpió Wilcer—. Estamos en una situación de vida o muerte. Por lo que dice Bartholomew, tampoco estás en una situación cómoda, Violet, y no quiero ni saber en qué problemas te has metido, pero necesitas que te protejamos.

—No me vais a engañar, anciano. Me valgo muy bien sola desde hace tiempo. Hombres poderosos han pasado a probar mi cuerpo y muchos se han arrodillado ante mí. No le tengo miedo a nada.

—Si la Cofradía me encuentra, asesinará a cualquiera tenga sangre Wilcer por sus venas. Ya conoces su reputación.

—Pues no me encontrarán cerca de ti.

Violet intentó alejarse con presura y se mezcló entre el gentío de la feria.

—Qué carácter, y qué caderas —comentó Bartholomew mientras ella se alejaba.

El viejo Wilcer le lanzó una mirada furibunda al joven McMurray e intentó abrirse paso entre los paseantes que abarrotaban la feria. La joven Violet podía ser muy escurridiza si se lo proponía. Clifford se sentía mareado por el bullicio. Dos artesanos se empujaban mientras discutían por su puesto en la feria, y un herrero miraba de forma sospechosa a unos niños que se lanzaban entre ellos los huevos que se le habían caído a un comerciante jorobado. Tras esquivarlos, al fin, a unos pasos, Wilcer contempló a Violet mientras un juglar bailarín le regalaba una rosa. Ella le obsequió con un beso en la mejilla. De repente, Wilcer se dio cuenta de que le empezaban a llover sobre la cabeza pétalos de flores. Al instante, se puso en guardia.

—Atrás, hijo —le advirtió a Bartholomew, colocándolo a su espalda en posición de defensa.

Wilcer alzó la vista y observó que los pétalos los estaba dejando caer de sus manos el equilibrista que estaba caminando sobre una cuerda de circo por encima de él. Lo vio sonreírse grotescamente bajo su pálida pintura circense. A continuación, de la larga vara que sostenía para equilibrarse, hizo que sobresaliera una punta afilada de acero para usarla como una lanza. El equilibrista intentó ensartar a Wilcer y éste, a duras penas, lo esquivó tirándose al suelo. En cuanto pudo ponerse en pie, giró su cabeza y observó la escena que le estaba esperando. Sobre su cabeza estaba el equilibrista sosteniéndose en la cuerda y a punto de clavarle la vara; enfrente suyo, un siniestro juglar sujetaba a Violet y la amenazaba la garganta con una daga; acercándose a lo lejos un acróbata dando volteretas y cabriolas con un puñal entre sus dientes; y todavía no había logrado localizar al malabarista pero intuía que estaba a su espalda. Observó a sus pies decenas de pétalos escarlata esperando mancharse de sangre. Rodeado y sin armas, a Clifford Wilcer se le presentaba un panorama oscuro. El equilibrista alcanzó a golpearlo en el pecho con una mortífera curva. El acróbata realizó una cabriola haciendo el efecto de una rueda y golpeó con una patada en el mentón a Wilcer. Con el rabillo del ojo, distinguió al malabarista haciendo juegos de equilibrios con dos sables. Su nieta seguía forcejeando con el grotesco juglar. El viejo cerró los ojos. Reflexionó durante el único segundo que le podía quedar de diferencia. Por su mente pasaron fugazmente los combates contra conspiradores de la Corona, los rescates de prisioneros en las cárceles españolas, la huidas completando una misión a vida o muerte o el último sacrificio que le costó el destierro de Inglaterra. Clifford abrió los ojos y miró en derredor.

—Venid a por mí con todo lo que tengáis, ¡bastardos! —exclamó haciéndose oír.

Esperó a que el acróbata saltase hacia él y aprovechó el impulso para ponerse sobre sus hombros y, en una flexión de sus rodillas, volar hacia la cuerda del equilibrista. Se agarró y lo desequilibró hasta hacerlo caer al suelo. Se balanceó y saltó cerca del puesto donde trabajaba un herrero. Al caer, las rodillas le hicieron un doloroso chasquido. Apretó los dientes y notó que el musculoso herrero lo observaba mientras sostenía una gruesa hoja sobre la que estaba trabajando en el yunque. Clifford lo miró expectante y el herrero parecía pensar qué hacer con la hoja que sostenía. Inesperadamente, desechó la tosca hoja a un lado, cogió un estoque recién afilado que tenía colgado, lo desenvainó y se lo lanzó a las manos al viejo Wilcer. Éste lo agarró al vuelo y sonrió. El equilibrista se estaba incorporando en el suelo pero el malabarista se estaba acercando volteando velozmente los sables. El acróbata estaba de nuevo cogiendo carrerilla a varios pasos. Clifford se giró y obstruyó un golpe que le llegaba a la izquierda con la vara, dio un salto para esquivar el lance de un sable del malabarista, se giró en el aire, alcanzó con un estoque la espalda de éste y lo derribó. Al caer, realizó un prodigioso arco para desarmar al equilibrista, agarró la vara en el aire y, al revolverse para cubrir su espalda, empaló el pecho del acróbata que se estaba lanzando para acuchillarle. Al virar su cuerpo, trabó las piernas del equilibrista que intentaba huir y clavó en su vientre el puñal que le acababa de arrebatar al acróbata. A la vez, se agachó para esquivar un golpe del malabarista que casi le corta la cabeza con un sable, lo apartó con el brazo, y con una fulminante floritura con el estoque, clavó la hoja en el pecho de su atacante.

—«Poesía con la espada» —comentó con asombro Bartholomew.

Clifford Wilcer se concentró entonces en el juglar que estaba amenazando a su nieta. Seguía sosteniendo la punta de la daga bajo el gaznate de ella.

—Entregadme la caja de madera y nadie saldrá herido —reclamó el siniestro juglar.

A continuación, en un gesto perverso, se pasó el filo la hoja de la daga de forma grotesca por la lengua. Inesperadamente, mientras hacía esta burla, Violet movió rotundamente su codo con tal fuerza que incrustó la daga en el paladar del juglar. El asesino cayó fulminado salpicando de rojo el suelo y los pétalos caídos.

***

Enseguida se formó un alboroto en la feria y los curiosos abarrotaron la escena. Sin embargo, muchos de los testigos ayudaron a los Wilcer con un pasillo para que abandonaran con seguridad el lugar. Los tres se pudieron reunir a los pies de la catedral.

—No sé lo que contiene esa maldita caja —se quejó Violet—, pero casi me hace perder el cuello. Puede que me arrepienta de oíros, abuelo, pero al menos me entretendrá el cuento que inventes.

—No sé lo que contiene, si os puedo ser sincero. Un secreto, eso seguro. Hace años, al servicio de nuestra majestad, me encomendaron robar unos manuscritos del Vaticano. Eran épocas turbulentas, los enemigos de Inglaterra nos acechaban y el astrólogo de la reina, el maestro John Dee, creía que en esos textos se contenía «el secreto para cambiar el destino». Cumplí mi parte y completé mi misión, no sin cierto peligro. Incluso me invitaron a presenciar el ritual en Stonehenge para invocar lo que contuvieran esos textos, los cuales estaban escritos en un idioma ignoto para mí. Los agentes del Vaticano supieron del robo y exigieron cuentas a nuestras autoridades. Y para proteger a la reina, cumplí una promesa y asumí toda la culpa, el destierro y el deshonor. Como último servicio, me pidieron que custodiara esos manuscritos y los introdujeron en esta caja sellada. ¿Tiene valor lo que contiene, hay que temer su poder? No lo sé, no creo en supersticiones, pero si nuestra nación ha sobrevivido al asedio de la más poderosa armada naval de la historia y nuestra reina ha prevalecido sobre todas las conspiraciones contra ella, por lo menos no voy a dejar que caiga en manos siniestras.

En la catedral empezaron a sonar las campanadas de las doce. Violet se incorporó y buscó con la vista el carromato de pescado que se dirigía a Londres.

—Un embuste fantástico, abuelo. Como todos los que le contabas a mi madre.

—Ayer iba a dejar unas flores en el cementerio para ella, por eso me encontraba en Norwich. Cuídate allá donde vayas, pequeña.

—No os preocupéis, tengo mis propios recursos.

Violet les enseñó el valioso anillo del conde de Montvert que había conseguido recuperar del chaleco del señor Drew y le dio un beso en la mejilla a Bartholomew, que se quedó embelesado. Subió rauda al carromato y no volvió la mirada a Norwich.

—Padre, una gesta memorable, has derrotado a la Cofradía de los Pétalos Sangrientos —comentó el joven—. Si devolvéis el Secreto Arcano a la reina quizá volváis a recuperar vuestros títulos. Ella está moribunda, se podría revertir su destino.

—Creo que este artilugio ya nos ha causado bastantes embrollos y eso que soy un experto en atraer problemas. Déjamelo, hijo, no deberíamos tentar más al destino.

Recogió la caja y la arrojó a una hoguera cercana. Mientras paseaban, pensando en su futuro en las cercanías de la feria, a varios pasos, un pintoresco caballero otomano empezó a llamar a Clifford Wilcer a gritos, amenazándole con una gran cimitarra.

—¿Quién es padre, un antiguo enemigo?

—No, hijo, uno nuevo. Si sigues a mi lado, te vas a tener que acostumbrar a este tipo de percances.

—¿Creéis que es peligroso?

—No más que cualquiera, hijo —contestó con una radiante sonrisa—. La culpa la tuvo un brindis que anoche hice en su nombre. Un brindis que le causó un profundo malestar a su hombría. No temas hijo, esto se acabará rápido, y si termina mal hay un trovador que compondrá canciones legendarias sobre este inevitable duelo.

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El heredero de Köszeg

por Relato finalista

—No, ¡no!, primero defienda en octava pie firme, y después riposte sobre su línea abierta.

Los hierros seguían silbando, adelante y atrás, mostrando destellos en su incansable baile, mientras ambos tiradores acompañaban la coreografía. Una contrarrespuesta en sexta, obligó a ceder unos metros a uno de ellos, mientras su rival aprovechaba el momento para ejecutar un ataque a fondo.

Touché —el tirador levantó la mano—. Un movimiento impecable, Excelencia —saludó el más joven de los dos tiradores.

—Muy amable; sin embargo me pregunto qué es lo que opina nuestro versado maestro —indicó Armando de Soria, decimotercer Marqués de Aguilar de Campoo.

Zsólt Szablo era uno de los maestros de esgrima más hábiles de Europa. Era de estatura elevada y complexión delgada. Tenía la piel de color aceituna y el cabello negro muy corto. Una pequeña cicatriz adornaba su rostro cuadrado y algo tosco. Desde su juventud demostró gran destreza en el manejo de la espada y el sable, lo que le ofreció una prestigiosa carrera militar. Sirvió en el VI regimiento húsar de su majestad Imperial Fernando III, Archiduque de Austria, Rey de Bohemia y Hungría y Emperador del Sacro Imperio. El «Alegre regimiento» como también era conocido, estaba bajo el mando del voivoda de Köszeg, apodado «el Turco». Las continuas y en apariencia inagotables victorias del Turco le permitieron acceso a la baja nobleza en el Sacro Imperio.

—Excelencia, sigue cediendo distancia en sus paradas en cuarta, cuando debería adelantarse respondiendo con ataque en oposición. —movió la espada ágilmente, bloqueando un ataque invisible mientras mostraba la acción—. En el ataque a fondo bajó su cazoleta, situándose en una posición vulnerable ante el contre-attaque del barón.

Armando lo miró fijamente, mientras el maestro, sostuvo el gesto indolente.

—Es lo que me gusta de estos mercenarios, barón. ¿Lo veis? No se molesta en endulzarme los oídos con una cháchara interminable. Directo, conciso y tosco; como un sable de caballería.

Los dos tiradores rieron.

Zsólt permaneció de pie, impertérrito. En el amanecer de sus cuarenta y cinco años, y tras llevar una agitada existencia, había decidido pasar una vida tranquila en la comodidad que le ofrecían las monedas bien servidas de señoritos, que tenían más afilada la lengua que la espada.

***

Los sonidos de los pífanos se elevaban claramente por encima del murmullo de la mañana. El campamento olía a ajo, perro y excrementos, sin saber bien dónde terminaba el aroma de uno y empezaba el de otro. Llevaban marchando por Baviera cerca de tres semanas, y ya habían transcurrido dos meses desde que abandonaron su cuartel en Köszeg.

El archiduque Fernando de Habsburgo había convocado a sus vasallos en el norte, para acudir en ayuda de su primo el cardenal-infante Fernando de Austria y reforzar los lazos de alianza entre el Imperio de España y el del Sacro Imperio, después de que Francia hubiese decidido entrar en el conflicto. También llamada la guerra de Europa, ya duraba aunque de forma intermitente, dieciocho años.

El campamento imperial se extendía por una pradera en forma de herradura limitada por unas colinas achatadas al suroeste. Al norte quedaba el viejo y bullicioso Danubio, formando un muro de agua contra eventuales ataques. Los pasos franqueables en esta época del año se encontraban firmemente guardados por mercenarios alemanes.

Los pabellones de campaña quedaban dispuestos en monótona simetría, formando un gran rombo, en cuyo centro se encontraba el del mismísimo Archiduque. A su alrededor había un mosaico de blasones, de los principales nobles, y hacia el exterior se disponían los de los vasallos de éstos.

El Alegre se encontraba acampado al noreste de los pabellones, alejado del campamento principal, como tenía por costumbre. La entrada únicamente era vigilada por el silencioso estandarte, un sable negro sobre fondo añil, flanqueado por dos ángeles con túnica verde y lágrimas rojas.

Habiéndose convertido el Turco en el mejor de los comandantes de su majestad imperial, se había ganado un asiento en la mesa del consejo militar, si bien el resto de nobles del consejo despreciaba abiertamente su linaje de baja cuna.

Zsólt se encontraba recostado en una piedra, con el barro mojándole los calzones, mientras en la tienda, su señor intentaba poner un poco de cordura entre tanto seso perfumado. Enfrente se encontraban dos soldados de la guardia personal del cardenal-infante que le clavaban los ojos de forma severa. Zsólt les mostró una sonrisa bobalicona, antes de vomitar los restos del desayuno, gachas y aguafuerte.

Los guardias intercambiaron unas palabras en castellano, de las que Zsólt sólo logró entender «…estos perros alemanes».

—Estos perros alemanes, son los que han venido a salvar vuestro miserable culo, pero yo soy Húngaro —siguió vomitando.

El guardia de la derecha se acercó echando mano del cinto, aunque antes de desenvainar Zsólt ya estaba besando su propio vómito.

—Déjalo, no merece la pena que te manches las manos con ese saco de mierda —dijo su compañero, mientras que el guardia le propinó una poco gentil patada antes de volver a su puesto.

Zsólt logró incorporarse, y escupió un hilo de sangre o de vómito, mientras desenvainaba la espada. Los guardias intercambiaron una breve mirada y comenzaron a reír a carcajadas. Les dirigió la punta de la espada, antes de que la empuñadura resbalase entre sus dedos y fuese a caer al barro. Esto hizo que las risas de los guardias aún fuesen más estridentes. Dio un salto hacia delante y tambaleándose embistió a uno de los guardias. Cayeron rodando al suelo en un abrazo de puñetazos y patadas. Se oyó un ruido seco…

—Eres un imbécil, ¿acaso crees que el Turco vendría escoltado por un cocinero? ¿Es que no sabes por qué lo llaman el «Alegre regimiento»? —el capitán miraba furioso al guardia cuyo brazo derecho acababa en un muñón, sin duda había corrido mejor suerte que su compañero.

***

—Buenas noches Maestro Szablo. Hoy habéis regresado pronto.- La casa era bastante espaciosa, aunque decorada de forma espartana. En el recibidor le esperaba su criada, su ama de llaves y en alguna ocasión incluso algo más, una mujer fornida que bien pasaba los cuarenta, y que sin duda los años no habían tratado con demasiado cariño. Le quitó la capa mientras él le entregaba el sombrero. El fuego crepitaba en el salón que estaba decorado con una enorme mesa de piedra y dos bancos toscos de madera. En la pared colgaban en perfecta simetría, espadas, floretes y diversos sables de caballería.

Había una estantería desvencijada de la que Zsólt tomó un libro, mientras se dejaba caer en uno de los bancos. Observó por la ventana como caía la lluvia de forma torrencial.

—Maestro, ha venido un mensajero para entregaros una carta. Dijo que sólo os la entregaría a vos, así que está esperando en el establo.

Hizo un gesto hosco con la mano, y la criada fue en su búsqueda. Pasados unos minutos volvió acompañada de un chico que no tendría más de quince años, y vestía una librea de color azul, con dos ángeles.

—Mi señor, os traigo una carta del voivoda de Köszeg.

Se inclinó en una torpe reverencia y le entregó el documento.

16 de Abril del año de gracia de 1659

Querido tío,

Han pasado catorce años desde que nos dejasteis, y no es sino con gran pesar que en estos años, he llegado a aceptar vuestra ausencia. Mi padre nunca me contó, ni en su lecho de muerte, cuál fue el motivo de vuestra disputa, pero sé que para él erais un hermano, si no de sangre, si por los lazos del honor. Sus últimas palabras fueron para vos.

Son tiempos de tribulaciones, y ahora más que nunca necesito de mi familia. Es por eso que os ruego que acudáis a prestarme auxilio y consejo, pues temo no disponer de demasiado tiempo. Lamento no poder deciros nada más por correo.

Siempre vuestro, Mihail, séptimo voivoda de Köszeg.

***

El Turco había muerto… la noticia le atravesó el corazón como el frio acero de la espada. Un nudo se le formó el estómago, mientras sentimientos encontrados pugnaban en una equilibrada batalla.

—Marcela, prepara mi equipaje, partiré con la primera luz de la mañana.

No dijo nada más, se levantó y sacó unas monedas que entregó al mensajero. Su sobrino era la única familia que le quedaba. El chico ya perdió a su madre hacía catorce años, y ahora también había perdido a su padre. Cuando se marchó Mihail no tendría más de diez años, recordaba perfectamente su rostro congestionado cuando finalizaban sus sesiones de esgrima, como si hubiese partido ayer.

La mañana despuntaba fría y estéril, dejando atrás el bullicio de la tormenta de la noche anterior. Las calles de Burgos se presentaban vacías, mientras el carruaje atravesaba el empedrado a toda velocidad hacia el norte. Sería una jornada completa hasta el puerto de Castro-Urdiales, pero con suerte encontraría algún pasaje, aunque fuera en un mercante hasta Santiago. Desde ahí no sería difícil bordear la península y cruzar el estrecho hasta alcanzar Génova.

El repiquetear de las ruedas contra el camino casi ofrecía un efecto hipnótico que lo enterraba más y más en sus recuerdos. El Turco, ¿por qué habría pedido su vuelta después de tanto tiempo? Juraron enterrar su pasado, su secreto y su amistad el mismo día que cruzaron espadas.

***

—¿Y cómo dices que llamaban a ese general sueco?

—El León en el norte, y era un rey, no un general —respondió Zsólt; sin duda un buen afeitado, un baño y vestir el uniforme del regimiento, le concedía una figura más solemne.

Siguieron avanzando entre los pabellones, mientras una miríada de soldados, mercenarios y sirvientes correteaban de forma apresurada. Atravesaron la zona norte del campamento, donde se encontraban los regimientos de lanceros húngaros con sus pesadas corazas. A pesar del ir y venir de las columnas, reinaba un siniestro silencio en el ambiente.

—Rey, general, conde, o mariscal…. Todos son hombres, que mandan hombres mejores a morir por su ego.

—¿Y por qué lucháis vos, cabo? —dijo Zsólt.

—Por una bolsa bien llena —contestó el soldado mientras se ajustaba la pelliza.

Siguieron serpenteando entre los claros de los pabellones, hasta alcanzar el prado exterior donde se situaba el campamento del sable negro. El pendón ondeaba espasmódicamente ante un viento racheado, haciendo danzar de forma inquietante a los ángeles que flanqueaban el sable. Hicieron avanzar a sus corceles un poco más, doblando la tienda principal, hasta llegar a la pequeña colina donde estaba terminando de formar parte del VI. El uniforme de la compañía consistía en el tradicional dolman de pelliza roja de los húsares de Hungría sobre capa verde, pero habían sustituido el color rojo por el negro en el schakó, a juego con el cinto del sable. La capa era del mismo azul añil de su blasón, con bordes carmesíes en los extremos simbolizando las lágrimas de los ángeles.

El Turco había partido la mañana anterior con la mayoría del regimiento y el objetivo de juzgar las posiciones defensivas de Gustaf Björneborg, Conde de Pori, que mandaba las tropas suecas, aliados de los sajones y los bávaros. Por lo que sabían, el enemigo se encontraba en las inmediaciones de Nördlingen, una plaza fuerte. Los suecos habían decidido resistir mientras esperaban refuerzos, sin embargo habían recibido informes que indicaban que los sajones se habían puesto en marcha en dirección a las posiciones meridionales de las tropas imperiales. Su objetivo, claramente consistía en dividir las fuerzas de la españolas y alemanas en dos, a ambos lados del Danubio.

Tan pronto como se recibieron estas noticias, se ordenó marchar a los dos únicos tercios del ejército, el tercio italiano de Toralto y el español de San Severo, mientras el resto de tropas, de despliegue más lento, comenzaban a organizar el avance.

El sargento mayor Zsólt se situó en vanguardia, hizo un gesto y el corneta llamó a marcha. La columna de cuarenta hombres empezó a formarse tras él. En cuanto abandonaron las inmediaciones del campamento, se dirigieron a trote rápido hacia las afueras de Nördlingen.

Dejaron atrás los pastos que guardaban el río y siguieron marchando durante toda la jornada. A la mañana siguiente se encontraron con el Toralto, o lo que quedaba de él. El otrora glorioso tercio quedaba reducido a dos compañías incompletas, que en su mayoría portaban heridos en vez de armas. El tercio Italiano había entrado en batalla con el grueso de las fuerzas sajonas junto al de San Severo. Superados ampliamente en número se vieron obligados a ceder terreno y finalmente a retirarse. La última vez que vieron a los veteranos del San Severo, se estaban reagrupando en dirección a Nördlingen, donde serían apresados entre los frentes del ejército sajón y sueco.

Los italianos también les narraron que se cruzaron la noche anterior con el resto del Alegre, que se dirigió al Este para conocer la suerte del San Severo. Acuciado por las noticias, Zsólt mandó reanudar la marcha de la columna a toda velocidad. A lo lejos se respiraba un ambiente de batalla.

***

Después de una semana en barco comenzaron a divisar el bullicioso puerto de Génova. Iniciaron la maniobra de atraque mientras se cruzaron con diversos barcos, bergantines y carabelas, que abandonaban la ciudad. En el puerto los estibadores se ocupaban laboriosamente de los cargamentos recibidos, mientras se gritaban unos a otros en una cacofonía de español, genovés y alemán.

Tras desembarcar y estirar las piernas unos minutos, Zsólt cruzó unas palabras con uno de ellos para preguntarle por los establos. El hombre, tremendamente fornido y desdentado, al parecer también era mudo, pero aún así logró darle unas indicaciones aproximadas. Tras seguir el camino indicado, perderse, volver al puerto, preguntar de nuevo, volverse a perder y preguntar de nuevo a un crío, este le condujo a una taberna, donde le aseguró podría conseguir todo lo necesario. Estaba anocheciendo, así que decidió probar suerte en el establecimiento al que le llevó el chico. La posada era vieja y estaba bastante sucia, pero sorprendentemente tenía un agradable olor a madera. Unos cuantos ojos se posaron en él mientras atravesaba el salón.

Se dirigió al posadero, un hombre joven y bien parecido, que no debía tener más de veinte años.

—Necesito una habitación y algo de cenar.

Tras mirarlo unos segundos el tabernero le dedicó una sonrisa:

—Por supuesssto —respondió, arrastrando la ese.

—También quiero un caballo fuerte y rápido.

El hombre se quedó pensativo un instante.

—El caballo os cossstará doce essscudos.

—Os daré veinte si está fresco y dispuesto a primera hora. Ahora subid mi cena a la habitación.

Aún no había amanecido cuando ya se encontraba cabalgando lejos del ajetreo de Génova. El palafrén que le había vendido el tabernero parecía estar en buena forma y valer el precio que había pagado. Al cabo de unas horas de viaje tranquilo, comenzó a oír cascos de caballo que se acercaban, aminoró la marcha sorprendido de encontrarse con alguien cuando aún estaba amaneciendo. Observó que dos jinetes seguían su paso, rostros que le resultaron sospechosamente familiares.

—Buen día mi señor, habéis madrugado.

—¿Os conozco, señor? —respondió al jinete, un hombre delgado y muy alto, que contrastaba con su menudo y rechoncho compañero.

—Supongo que no tengo un rostro digno de recordar, pero he de decir que os he visto en la taberna. No es muy frecuente pagar semejante cantidad de dinero por un caballo, aunque sea buena montura como la que lleváis.

Zsólt guardó silencio mientras lentamente se llevaba la mano al cinto.

—Verá, mi amigo y yo creemos que podemos ayudarle a aligerar la carga de su bolsa, ¿bien?

El hombre rechoncho situó su corcel delante de Zsólt mientras desenvainaba una espada vieja y oxidada.

Zsólt espoleó al caballo colocándose en perpendicular de su atacante mientras desenvainaba el sable. El hombre gordo se precipitó hacia adelante lanzando un golpe en abanico desde el hombro hasta la montura. El maestro desvió fácilmente el golpe girando su sable con una parada en quinta y respondiendo automáticamente con un golpe al flanco del rival. El suelo se tiño de carmesí cuando el hombre cayó a plomo como un saco de piedras.

Mientras tanto el otro bandido se había situado a su espalda, desde dónde lanzó un tajo que arrancó unos cabellos del maestro. Lanzó un segundo golpe que Zsólt también pudo esquivar, mientras dirigía el trote de su caballo avanzando por el camino. Cuando se adelantó unos metros, tiró de las riendas del palafrén obligando al caballo a frenar y volverse. Alzó el sable dirigiéndolo a su adversario y se lanzó al galope hacia él. El bandido dudó un instante y seguidamente fustigó a su caballo.

***

—¡Hurrraaaa!

El Alegre cargó nuevamente contra el flanco sueco, intentando aliviar la presión en el centro del campo de batalla, donde se encontraban situados los restos del San Severo, en apretada formación en cuadro. El tercio había conseguido inmovilizar a gran parte de las fuerzas suecas y sajonas, que se afanaban en reducir el conato de resistencia lo antes posible.

El regimiento húsar cargó en cuña, atravesando nuevamente la fila de lanceros suecos que no habían terminado de reagruparse de la última embestida. Siguieron avanzando causando estragos por la velocidad y furia de su ataque. Los sables bajaban a izquierda y derecha, mientras la infantería sueca intentaba contener la situación, rodeándoles. Alrededor del alegre comenzaban a amontonarse los heridos y los muertos, mermando su agilidad.

—¡Resistid! ¡En círculo! —gritó al regimiento.

De repente notó como el dolor le desgarraba la pierna izquierda cuando se la atravesaban con una espada. Zsólt le devolvió el favor al infortunado, atravesando el caso y cráneo de un sablazo. La intensidad de la batalla se redujo y a lo lejos observó como la partida del Turco avanzaba entre las filas enemigas para reunirse nuevamente con ellos. Mientras tanto el San Severo había conseguido avanzar en su dirección. Los veteranos realizaron un giro en rombo en perfecta formación, abriendo su posición para permitir al regimiento húsar guarecerse en la seguridad de sus filas de piqueros. Tras desmontar, no quedaban más de medio centenar de jinetes.

—Sargento mayor —el Turco se acercaba mientras le clavaba la mirada—. Estáis manchando el uniforme de mi regimiento. Que os cosan esa pierna o que os la corten, pero os quiero en el caballo en dez minutos.

El ambiente era una cacofonía de insultos, gritos y llantos, mientras los españoles trataban de contener la horda enemiga. Zsólt rasgó la camisa de uno de los muertos, y se la ató firmemente a modo de venda en la pierna. La herida no dejaba de sangrar.

Se aproximó al Turco que se encontraba erguido en su caballo en un ligero promontorio.

—¿Ves ese pendón, Zsólt? Es el del bastardo del Conde de Pori. Parece ser que se ha cansado de la ineptitud de sus comandantes y ha decidido asumir él mismo el mando.

Zsólt se subió nuevamente al caballo para divisar el estandarte, un castillo negro sobre campo de gules.

Se les acercó un arcabucero desarrapado, de tez oscura que vestía la enseña del San Severo y con gesto adusto se dirigió al Turco:

—Mi señor maestre el marqués de Londoño, agradece vuestra ayuda en el combate. Dice que vuestro valor y ferocidad podría rivalizar incluso con el del tercio, y os pide que os retiréis pues la situación está perdida.

El turco lo miró unos instantes.

—¿Va el San Severo a retirarse? —el veterano lo miró como si no entendiese la pregunta—. Pues entonces di a tu señor que podrá ver como carga el Alegre.

Prepararon los caballos.

***

El resto del viaje transcurrió sin incidentes, y tras dejar atrás Udine y Kranj, la imperial Graz y la atestada Szombathely, por fin divisó las murallas de Köszeg. El castillo estaba rodeado de una docena de torreones que formaban la muralla exterior, constituyendo una fortaleza impresionante. Atravesó el patio exterior, cuya decoración era tan marcial como recordaba.

Al aproximarse al portón se encontró con cuatro guardias que vestían el uniforme de la casa, el estandarte del Alegre regimiento sobre cota de mallas. El que parecía estar al mando, un hombre gigantesco le dirigió una breve mirada e hizo un gesto a uno de los guardias que tomó las riendas del caballo. Zsólt desmontó, mientras el guardia sin pronunciar palabra se dirigió al interior mostrándole el camino. Un criado limpiaba el suelo del comedor de servicio; atravesaron la poterna que llevaba a los alojamientos interiores. Todo estaba tal y como lo recordaba. Doblaron por las habitaciones de invitados, hasta que llegaron al salón principal por uno de los accesos laterales.

El salón estaba guardado por dos amplios balcones laterales, elevados por unas filas de mármol blanco. En el centro había un estrado coronado por un trono de piedra en el que se sentaba un joven de unos veinticuatro años, bien parecido, que escuchaba con desgana la acalorada disputa que mantenían unos nobles al pie del estrado. Tenía el pelo largo, lacio y rubio recogido en una coleta y vestía la enseña de la casa, sable negro sobre fondo añil. No hizo falta que el guardia dijese nada; su sobrino lo reconoció al instante y se fundió con él en un recio abrazo.

***

—Todavía no me habéis dicho que problema os aflige.

Paladeó un sorbo del tinto y devolvió su atención a las costillas bañadas en miel que tenía delante. Había pasado ya una semana desde su llegada, y aunque Mihail le había puesto al tanto de lo que había sucedido en estos últimos años, había evitado a veces de forma cuidadosa y otras veces de manera obstinada, tanto el motivo de su convocatoria, como hablar de la muerte del Turco.

—Tío, sé que mi padre estuvo muy unido a vos, y tras su muerte he recibido en herencia el voivodato. Aún así, de entre todas sus pertenencias, no ha sido si no su diario lo que inquieta mi sueño. Os he llamado para que confirméis lo que ahí se relata.

***

La batalla en la colina había dejado de ser una lucha para convertirse en una carnicería. Ya no se distinguía amigo o enemigo, hombre de bestia. Los hombres ya no luchaban por un palmo de tierra sino por inhalar una bocanada de aire más. En una inesperada maniobra, el San Severo cedió posiciones iniciando una finta de retirada. Mientras tanto los restos del Alegre rodearon el flanco del enemigo, más ávido en robar la gloria del afamado tercio español, que de mantener un desarrollo organizado de la lucha.

El Alegre cargó sobre la retaguardia sueca, desde donde el Conde de Pori dirigía a su ejército. Los destreros húngaros parecían hundir la tierra en su última carga, atravesando tela y acero, carne y hueso. Embistieron a las absortas tropas suecas y avanzaron hacia el general enemigo.

Tras el impacto inicial un miríada de alabarderos rodearon a los húsares, que desmontaban al tiempo que algunas de sus monturas eran lanceadas. El combate se desarrolló de forma trágica para el Alegre.

***

—¡El Turco ha caído!

Zsólt corría en dirección al grito. Cruzó el sable formando una arco en cuarta mientras un soldado enemigo lanzaba un golpe a su flanco. Desvío el hierro de otro enemigo con una parada de tercera al tiempo que deslizaba la punta del arma sobre la muñeca de su adversario. Un tercer soldado se le aproximó lanzando una estocada profunda. Zsólt cerró distancia al tiempo que paraba el golpe en primera y asestaba una puñalada en las costillas.

El Turco se encontraba en el suelo, inconsciente o muerto. Saltó sobre los suecos que rodeaban a su general, mientras con un movimiento centelleante de su mano, arrancaba las vísceras de los carroñeros enemigos.

El cansancio se acumulaba, tenía los ojos en fuego por el sudor y la sangre. Mientras jadeaba sólo podía ver una montaña de cadáveres, pero ningún compañero en pie. Alzó el sable y la daga en direcciones opuestas tratando de hacer frente a la multitud de lanceros que le rodeaban. Sintió un dolor punzante en la cabeza. Todo se tornó negro, estaba feliz mientras caía junto al Turco, sabiendo que cabalgarían juntos a su último destino.

***

—Y después, querido Mihail, lo siguiente que vi tras despertar de esa pesadilla, fue la cara de vuestro padre. Se la habían dejado aún peor que antes, y eso que si me lo permitís, os diré que vuestro padre nunca fue un hombre atractivo.

Tomó otro sorbo de vino, que seguía calentando sus mejillas y su lengua.

Mihail sonrió, con esa dentadura inmaculada, aunque sus ojos no reían.

—Sí, mi padre me contó esa historia. El San Severo aguantó la posición lo suficiente para que llegase el grueso de las tropas imperiales, poco después el enemigo se batió en retirada.

Esperó unos instantes hasta que por fin lanzó la cuestión.

—Y decidme, tío —enfatizó la última sílaba—, ¿cómo es que mi padre…? —esperó unos instantes como si escogiese una espada de un armero—. ¿Cómo es que mi padre os dejó marchar? A vos, su mejor amigo, su hermano, casi su hijo. El hombre que le salvó la vida en Nördlingen —iba elevando la voz—, el hombre que propició la captura del Conde de Pori, que hay quien dice que fue lo que puso fin a años de conflicto en Europa… —bebió de su copa—. ¿Por qué razón mi padre —ahora ya gritaba— discutió con su pupilo?

Zsólt observó como los músculos de su sobrino se tensaban en una máscara de ira. Así que lo sabía… permaneció en silencio mientras su corazón apretaba el paso.

—Es curioso cómo nos atan las cadenas del honor, tío. Mi padre jamás volvió a hablar de vos en estos años. De la noche a la mañana mi querido tío se había marchado, y mi padre declaró que ya no existíais para nosotros. A las pocas semanas murió mi madre, se la llevaron unas fiebres… ¿Unas fiebres? ¡Vos la matasteis! ¡Vos y mi cien veces maldito padre!

El maestro recordaba con claridad aquella noche, hacía catorce años. Zsólt siempre había querido y admirado al Turco, como a un padre, pero tras conocer a Arianna, tras oler el perfume de Arianna, deslumbrarse con su sonrisa, ahogarse en sus azules ojos… su mundo cambió, todo cambió. Una llama se encendió entre ambos, una hoguera, un volcán que arrasó con todo, con los votos de ella, con el honor de él.

Aquella noche el Turco sí los sorprendió. Cuando Zsólt vio su rostro esculpido en piedra, casi tétrico supo que lo había sospechado desde hacía tiempo. El Turco no dijo una palabra, se limitó a desenvainar la espada y salir con paso calmado de la estancia. Zsólt se enfundó en su camisa y fue a su encuentro, su esgrima era tan buena como la del Turco, aunque en su corazón, estaba derrotado. El combate apenas duró dos minutos, aunque los últimos segundos se hicieron eternos, esperando que el Turco diese el golpe definitivo… pero mientras se giraba el voivoda dijo:

—Vete. Estás muerto. Mi deuda está saldada.

Los guardias lo arrastraron fuera del feudo, mientras se desangraba. Rezaba porque Arianna corriese mejor suerte… se equivocó.

Los acontecimientos volvían a sucederse de idéntica forma a como lo hicieron catorce años antes. Ante él un hombre que le observaba con cara de desprecio, su sobrino, que quería matarle. Mihail se levantó y se dirigió a un extremo del amplio salón, mientras desenvainaba la espada.

Zsólt lo miró inmóvil.

—Ha pasado el momento de las palabras, tío. Yo sí tendré el valor de acabar lo que debió haber hecho mi padre, pagaréis por la traición de esa noche con vuestra vida, tío.

Mientras escupía las palabras se fue aproximando lentamente apuntándole con el extremo de la espada.

Los dos hombres, antiguos maestro y pupilo, se fueron aproximando. Zsólt conocía perfectamente el estilo de lucha de Mihail, él había sido su maestro, pero de eso hacía ya catorce años.

Desenvainó la espada ropera y adoptó una postura defensiva, flexionando ligeramente las rodillas mientras mantenía los pies en posición perpendicular. Sostenía el arma en una línea de sexta ampliamente abierta, invitando al ataque de su sobrino. El momento no se hizo esperar, Mihail avanzó marchando ligeramente, con la cazoleta de su espada a la altura del hombro derecho, esperó hasta el último momento y entonces cambió el ritmo de su aproximación, ejecutando un ataque compuesto sobre la figura de su antiguo maestro. Zsólt previendo este movimiento dio un pequeño salto atrás mientras protegía su rostro con una contra de tercera. Realizó un ligamento del hierro de Mihail y cerró distancia con él situándose a dos palmos.

El voivoda forcejeó como cabía esperar intentando no soltar la espada, cambió el peso sobre el pie delantero y avanzó el trasero, mientras con la mano armada realizó un movimiento de cesión, situándose en guardia de segunda. Los dos hombres presionaban con ambas manos sobre las empuñadoras, Zsólt giró sobre su cadera y basculó el peso de Mihail obligándole a tropezar hacia delante y lanzó un estocada precipitada que le rozó levemente el brazo.

Nuevamente empezaron a danzar en círculos con movimientos pausados. Zsólt mantenía una guardia ortodoxa, equilibrando su perfil con la mano izquierda en alto, mientras Mihail mantenía una actitud mucho más agresiva, con una mínima flexión de rodillas.

Zsólt lanzó una combinación de estocadas para provocar una respuesta del joven, que sin embargo no se dejó engañar por el invite. Dejó caer ligeramente la punta de su espada cambiando a una guardia de octava cerrada. Nuevamente Mihail inició el asalto batiendo la hoja del rival, mientras finalizaba con un ataque a fondo sobre el travesón de su tío. El maestro esperando una ejecución parecida movió el brazo armado a la izquierda, protegiendo su costado con una parada en cuarta y respondiendo con la cazoleta en oposición.

Mihail evitó el golpe saltando a un lado, y paró en segundo ataque respondiendo con un fuerte golpe en forma de arco. Zsólt se llevó la espada ropera a la cabeza defendiendo su posición, midiendo las fuerzas con el voivoda. El joven rivalizaba con él en técnica y le sobrepasaba en fortaleza, aunque estaba dominado por su ira. El asalto seguía desarrollándose de forma equilibrada para los dos tiradores, mientras la fatiga hacía su presencia en el duelo. Se percató sin lugar a dudas, que sólo había una forma de terminar con el combate, por lo que optó por apresurar sus ataques mientras aún le respondían las fuerzas.

Zsólt ejecutó un movimiento de abanico con su hoja, fintando a su sobrino, que trataba de anticiparse a los fingidos ataques sobre su línea de tercera y segunda. Cuando el joven se aproximó y preparó una contrarrespuesta, Zsólt se adelantó al movimiento. La punta del arma se precipitó hacia el rostro de Mihail, acariciando su mejilla, y desgarrando su piel… antes de que evitase el fatal golpe, al agazaparse abriendo sus piernas. Mientras la estocada le pasaba por encima de la cabeza, Mihail movió su arma por detrás de la espalda, para con un movimiento de angulación, atravesar desde abajo el flanco que no protegía su maestro.

Zsólt Szablo sonrió, mientras se llevaba la mano al estómago y se arrodillaba. La camisa se le fue tiñendo de rojo mientras la vista se le nublaba. Pensaba en Arianna.

Vio la mancha que formaba Mihail ante sus ojos mientras se le acercaba, el mundo se detuvo un instante… y después sintió como el acero frio le mordía la garganta. Fue la única vez en su vida que se dejó vencer, y mientras caía y la vida se le escapaba en cada latido, sonreía, sabiendo que su hijo viviría.

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Juan sin Cielo

por Relato finalistaRelato Bluetal

Os contaré una historia susurrando, mientras la realidad se desvanece en la penumbra nocturna y os vais durmiendo. Imaginad que un violín en la lejanía rasga sus cuerdas y vuestra mente se extravía entre sus notas de madera.

Juan Sin Cielo caía todas las noches en un agujero.

Se acurrucaba y esperaba que de las raíces brotasen los sueños. Sentía frío, humedad, murmullos, sordos griteríos amontonados en el desorden de su silencio. Había luna. Tenía una manta y se la calaba hasta el cuello para protegerse de los mordiscos de los vampiros. Y de otros monstruos que vagan por el mundo y por los miedos, monstruos asquerosos, más crueles, más canallas y fieros.

Había luna, eso es cierto. Una luna extrañísima. De las tumbas salían personas con forma de huesos, cantando alegres tonadas mezcladas con   remotos aullidos de lobos en celo. Y decían, riendo, cantando y bailando:

Quinientos gusanos han hecho falta para que al fin seamos sinceros.

Señalaban a los vivos, como quien señala un objeto, y cantaban, cantaban:

Qué bella mirada surca
una cara tan hermosa
y cuánta pena le pones
cuántas profundas sombras.
Qué dulces besos anidan
en el lecho de tu boca
y qué distancia se vierte
entre esas palabras rotas.

Se reían, cantaban…

¿A qué amargura condenas
cada una de tus horas?
Tienes en tus pupilas
metido lo que no ignoras

Y los señalaban con sus huesudos dedos, y sus cánticos y sus risas sonaban en el fondo del alma como un eco…

Que somos espectros y tú la forma que tuvimos y que tendremos.

Prendían hogueras y fiestas que llegaban al firmamento y ardía la luna blanca danzando inmóvil ante su corro dantesco.

Juan sin Cielo miraba con los ojos tristes, sonriendo. Miraba, Juan, siempre, como si le fuera la vida en ello. Como si nunca hubiera visto lo que estaba viendo.

Tenía los pasos contados, o quizá contaba cada paso, no me acuerdo. No me acuerdo si contaba un paso más o un paso menos, o si iba o volvía, vaya, no me acuerdo. Si andaba un camino por fuera o si lo iba andando por dentro.

Y cada noche, aunque corriera sin tregua hacia cualquier parte, se hundía en el mismo hueco. Intentaba escapar, trepar por las paredes, salir de ahí, pero se agotaba y ni siquiera se había movido, incapaz de levantarse, incapaz de quedarse quieto.

Se acurrucaba como un niño, esperando. Y temblaba, dentro de un sudor congelado, sentía un frío tan hondo que sólo el calor de una caricia podría mitigar. Aunque fuera una caricia tan suave como una voz que te escucha. Aunque fuera como alguien que permanece a tu lado, contigo, cuando te sientes solo. Aunque sólo fuera mirarte a los ojos desde muy cerca durante un momento. Aunque fuera como un abrazo que fuera capaz de diluir un primitivo hielo.

Juan Sin cielo tuvo pájaros y otros animales en los sesos. Tuvo ideas tan extrañas que parecían insectos. Ideas que removían la tierra como una azada y se hincaban en dioses eternos. Y otros se ofendían y lo condenaban por esto, furiosos y dolidos, como si les hubiera clavado sus ideas en el pecho. Otros que iban clamando a las nubes mientras iban reventando con su ambición los corazones ajenos. Reventando los corazones con balas y cuchillos, con afilados billetes,  con su ira y su soberbia, con su puños y sus infiernos. Con sus costumbres devorándoles las entrañas al ritmo de bichos hambrientos.

Él creía tener unas manos y un deseo, y se encontró con un mundo donde nada era cierto, donde todo aparentaba ser, donde nadie parecía poder seguir siendo. Con sus caretas felices ocultando sus íntimos y rancios lamentos.

Y sobre el cansancio se le agolpaba el residuo de aquellos que se permiten otorgarle a los demás la carga de su propio peso.

Juan Sin Cielo no encontraba un lugar donde poder ser, por un instante, pequeño, tan pequeño que no cupiera, por un instante, ni en sus mismos  pensamientos. Tan pequeñísimo que no existiera por la sencilla razón de que no pudiéramos verlo.

Era fuerte porque era vulnerable, una contradicción exacta, una mezcla de agua y de fuego, una llama que más se inflama cuanto más se va extinguiendo, una lluvia que se alza a la vez que va cayendo.

Tenía, Juan, una luz metida en una caja, como un gusanito. Y de vez en cuando la miraba y allí estaba la luz, comiendo hojas. O quizá fuera un gato, o la risa de un amigo, o el cuadro de un padre y una madre del brazo, apoyándose uno en otro, o la gran sinfonía de un hijo, o la colleja de un hermano, o unos ojillos mirándole pícaros, o una emoción al alcance de los sentimientos. El caso es que allí estaba su querida luz comiendo hojas de otoño y recuerdos emitiendo un destello tranquilo.

Los sueños rezumaban por las paredes de su nicho vertiendo su esencia de humo y él se elevaba con ellos hasta el fondo del mar, hasta planetas remotos en los que habitaban seres sin temor a ser ellos, y flotaba dentro de los árboles, y se volvía líquido y su amor era de sed pura y se lo bebían a besos. Y se encontraba tan a gusto que ni siquiera la gravedad podía atraparle con sus gigantescas garras. Entonces emprendía un viaje que inició hace mucho a través del tiempo.

El tiempo parecía un anciano con gestos de bebé y al acercarse se tornaba de pronto en un perro con los dientes afilados, ladrando en un absurdo lenguaje intentando dentellearle la sangre, y Juan lo espantaba como a un mosquito y el tiempo se alejaba silbando con un enorme paraguas abierto, hecho de telarañas de las que colgaban suculentos frutos y las cáscaras de los muertos. Y Juan lo contemplaba perderse en el horizonte y se echaba a caminar, silbando, por ese mismo sendero que, aunque siempre era el mismo, siempre volvía a ser nuevo.

Y como el humo, los sueños se disipaban con un leve soplo de viento.

Y Juan seguía acurrucado, atento, percibiendo en el fondo de sí un insondable goteo, de las húmedas raíces, de la honda noche arropando su cuerpo.

Las estrellas brillaban.

Y sentía la soledad de estar vivo y tener que saberlo.

Quería llorar, pero no podía porque no quería dejarse arrastrar como un muñeco abandonado en un torrente de lágrimas vacías. Juan sin cielo se creyó que lo había visto todo y que nada le quedaba por ver. Y se dio cuenta, tan despacio que sucedió en un segundo, de que no estaba metido en un agujero, ni era de noche, ni le acosaban los vampiros, ni le roían los gusanos, ni le asustaban los cuchillos. Llegó a comprender que hacía mucho que no levantaba su mirada al precioso cielo de un atardecer.

Y miró a lejos con sus ojos tristes, sonriendo.

Y hasta aquí llega mi historia, que no es una historia, es una vieja canción que os cuento.

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Bolshoye Spasibo!

por Relato finalistaRelato Bluetal

20 de marzo de 2018. El Kremlin. Dimitri Chernenko había citado en su suntuoso despacho al Ministro de Economía. Su cara reflejaba la cruel realidad diaria, endureciendo sus ya de por sí iracundas y soberbias facciones. Todos respetaban el mal carácter del Jefe del Gobierno y Presidente de la Federación, cargos que ostentaba después de haber modificado la Constitución Rusa.

La profunda crisis económica que arrastraba Rusia desde hacía años les había hecho tocar fondo, definitivamente estaban al borde de la quiebra y el colapso financiero. Las sucesivas medidas a la desesperada de su gobierno no habían conseguido convencer ni a los mercados ni a la comunidad internacional, y su eterno enemigo, el siempre oportunista «amigo americano», esperaba con paciencia el devenir de los acontecimientos para quedarse con el botín más codiciado: Siberia y sus ricos yacimientos petrolíferos y minerales, para explotarlos a través del estrecho de Bering.

Nikolai Barsukov, lastrado por el peso de los datos que contenía su cartera del Ministerio de Economía, entró lentamente en el despacho del Presidente, tenía un presentimiento y no era bueno.

—Bien, mi querido Nikolai —lo recibió nerviosamente Dimitri indicándole que se sentara—. Quiero saber, exactamente, cuánto tiempo nos queda antes de que nuestro propio pueblo se levante contra nosotros en otra revolución. Si hemos de tomar medidas especiales, lo tengo que saber ahora.

—Estimado presidente, como sabe, esto ya no depende de nosotros en modo alguno —le respondió secamente—. Ahora mismo nuestro interruptor está en manos del gobierno chino y puede apagarnos cuando le plazca.

—¿Cómo es posible? ¿cómo ha sido posible? —bramó Dimitri dando un puñetazo en la mesa.

Tranquilamente, Nikolai abrió una carpeta de cuero negro, se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y con toda la serenidad que consiguió reunir, le respondió:

—Estamos en situación de incapacidad total de pago de la deuda, por lo que hemos perdido la confianza de los inversores, incluso ofreciendo desorbitados intereses, y por descontado que la inflación de la moneda nos deja atados de pies y manos. La última medida que adoptamos, la implantación del mercado libre de trabas, nos ha hundido aún más… la prima de riesgo mejor la obviamos. En fin, Dimitri, dependemos de los chinos aunque nos siga costando la Patria, dentro de poco habrá que anunciar la suspensión de pagos, habrá que devaluar los bonos de deuda emitidos y… ¿sigo?

Con un leve movimiento de cabeza el Presidente le indicó que sí.

—En definitiva, toda nuestra deuda la tiene China, los alimentos básicos nos obligan a importárselos bajo acuerdos deplorables para nosotros. Debido a que gran parte de los yacimientos de petróleo del Cáucaso se los vendimos a precio de saldo, como agradecimiento al generoso apoyo para su reelección, nos vemos obligados a importar hidrocarburos desde nuestro propio país, y además…

—¡Basta! —le gritó.

Tenía la cara congestionada y las venas del cuello le palpitaban a punto de estallarle. Cuando consiguió calmarse se colocó la chaqueta, se arregló el pelo y declaró:

—Lo he meditado mucho y, desde luego, me ha costado tomar la decisión, pero voy a declarar la guerra a China. Nikolai, no tenemos elección.

—Pero… señor Presidente —tartamudeó su antiguo amigo—, no puede ser… sería la ruina para… para el mundo.

—¡El mundo se puede ir a paseo!, pero Rusia, la Gran Madre Rusia se irá con honor. Nuestros más fieles camaradas nos garantizan la mayoría en la Duma. No te vayas del edificio y mantente localizado. Voy a convocar al Gabinete de Crisis. Van a estar los generales de los tres ejércitos, los secretarios de estado y los representantes de todos los estamentos estratégicos. Te necesito para terminar de convencerlos. No me falles, Kolia.

A las cinco en punto de esa misma tarde la gran sala del sótano del Kremlin, destinada a afrontar las crisis provocadas por cualquier situación de amenaza grave, estaba abarrotada. Alrededor de su interminable mesa de caoba, los generales de los tres ejércitos —Sergei Sokolov, con su uniforme de Coronel General del Ejército de Tierra, Leonid Starevich, Capitán General del Ejército del Aire, y Aleksei Azaroff, Almirante de la Armada— y sus respectivos ayudantes detrás de ellos, daban colorido con sus pecheras saturadas de condecoraciones, ocupando los sillones contiguos al del Presidente. Los ministros y una cohorte de personalidades llenaban, en el más denso de los silencios, el resto de la mesa. Cuando entró el Presidente todos se pusieron de pie, se ajustaron solemnemente las chaquetas y esperaron sacando pecho a que Dimitri Chernenko les ordenara sentarse.

—Bien, camaradas, el Ministro de Economía les explicará ahora la situación de absoluto punto final en la que nos encontramos, aunque todos ya la conocéis de sobra.

Un ligero murmullo de preocupación afloró por la sala. Después de un breve resumen, y sabiendo lo que el Presidente iba a anunciar a continuación, Nikolai juntó las manos y esperó a que Dimitri tomara la palabra. Y la tomó: «Guerra». Un gélido mutismo recorrió la estancia. La noticia les dejó desconcertados e intercambiaron tímidas miradas entre ellos a la espera de que alguien dijera algo. Un minuto después, y justo cuando iba a ser firmada la declaración de guerra ante la complicidad encubierta de los allí presentes, un hombrecillo enjuto y arrugado, que había pasado inadvertido al final de la mesa, tuvo el arrojo de romper el silencio.

—¡Ejem, ejem…! Señor Presidente, con su permiso… —dijo con un hilo de voz.

Todos se volvieron hacia él al tiempo que el Presidente levantaba lentamente la cabeza.

—¿Sí? ¿Quién ha osado hablar? —preguntó Dimitri en el tono más contenido que pudo expresar.

—Alexander Litvinenko, señor. Dirijo el CGE, el Centro Genético Evolutivo, y gracias a los fondos del FSB desarrollamos proyectos «novedosos»… digamos que materializamos lo que alguien se imagina.

—Muy bien, hijo ¿y? —respondió el Presidente acallando el incesante murmullo.

—Si me permite explicarle, puede sacar interesantes conclusiones.

Un gesto con la mano de Dimitri le invitó a hacerlo. Alexander se acercó a la gran pantalla lateral y, apartando a todo el mundo, conectó su iPad a ella. Abrió un archivo codificado y les fue explicando a medida que aparecían las imágenes.

—Lo bautizamos Vacuna TC320. Básicamente, con la TC320 buscábamos modificar la enfermedad de Graves para crear supersoldados. Para ello desarrollamos un suero que provocaba la hipersecreción de tiroxina, prohormona y aumentaba la reserva de la hormona triyodotiromina, no sé si lo saben, necesaria para regular el metabolismo celular, de forma que fuera cien veces más potente. Como pueden apreciar, el resultado final resultó exitoso: la hiperaceleración del metabolismo general. Eso sí, con un efecto colateral lógico, pues también aumentó el apetito de los sujetos y su irritabilidad hasta extremos preocupantes.

Se calló unos instantes para que fueran digiriendo la información.

—Señores, con esta vacuna nuestros soldados se recuperarían plenamente de las heridas sufridas en combate en cuestión de unas pocas horas. Sin entrar en detalles técnicos, les puedo decir que conseguimos regenerar las células destrozadas activándolas de nuevo, haciendo revivir los tejidos muertos.

Un clamor general acompañado de risotadas interrumpió su exposición, pero como la cara del Presidente transmitía expectación la quietud se volvió a apoderar de la sala.

—Bien, camaradas, la vacuna TC320 abrió el camino y decidimos mejorarla, porque de nada nos valía revivir células si el efecto final eran soldados incontrolables. Resulta que se volvían tremendamente agresivos y su hiperactividad les obligaba a comerse todo lo que tuvieran a mano, incluso llegamos a tener algunos casos de canibalismo. Por estas razones, la modificamos y creamos la HC320. Les diré como resumen que con esa nueva vacuna le pegamos un tiro a un voluntario checheno y, simplemente, revivió… aunque no como esperábamos. Después de unas cinco horas su cuerpo se reactivó, menos la parte, digamos, «humana» de su cerebro…

—¡Calma, señores! —vociferó el Presidente; un brillo peligroso apareció en sus ojos—. ¡Zombis! —dijo en un susurro asintiendo con la cabeza.

Recapacitó un instante y de pronto rompió a reír a carcajadas. Y de pronto se puso serio.

—¡Señores! ¡Señores! —exclamó apartando la declaración de guerra sin firmar—. Lo que nuestro querido camarada propone es otro tipo de guerra… nos está proponiendo infectar China para poder intervenir justificadamente en nuestra propia defensa. La amenaza de contagio a través de la frontera común nos daría carta blanca para bombardearlos, aniquilándolos por partida doble. Acabaríamos con nuestros problemas económicos y quedaríamos como unos héroes.

—Estimado Presidente, estimados señores —dijo Alexander orgulloso por el éxito alcanzado—, necesito fondos extras porque sería necesario hacer unos pequeños retoques. Básicamente, acoplarlo a un vehículo de transmisión fiable, como por ejemplo la gripe, para que pueda propagarse con garantías; y, por supuesto, tendrá que provocar la muerte del receptor para poder… reactivarlo. Se propagará indiscriminadamente matando a todos lo que se infecten para revivirlos como muertos vivientes. Es sencillo, basta con imaginárselo para poder materializarlo.

***

Al cabo de un mes Alexander Litvinenko se presentó ante Dimitri.

—Señor Presidente, le presento el HV3. Diré que es la mejor evolución del HC320 que hemos podido conseguir en tan poco tiempo, pero adolece de pequeñas alteraciones indeseadas…

La mirada impaciente de Dimitri lo invitaba a dejarse de rodeos e ir al grano.

—No hemos conseguido la perfección, señor Presidente. Baste decir que a los efectos colaterales de agresividad e hiperactividad heredados de la vacuna anterior hay que añadir una exagerada producción de queratina, con lo que uñas y cabello crecen desproporcionadamente. Y lo peor no es eso: necesitaría más fondos y más tiemp…

—¡No tenemos más tiempo! —le voceó Dimitri.

—¡Pero, señor Presidente! La producción de somatropina… déjeme explicarle… la hipófisis de los revividos secreta la hormona del crecimiento a niveles exagerados, entre mil quinientas y dos mil veces más al día, cuando lo normal en su estado de muerte cerebral sería cero… señor, en algunos casos al cabo de tan solo un par de días los revividos han crecido unos cincuenta centímetros… el HV3 se propaga, mata y revive pero es inestabl…

—¡Basta! —le gritó de nuevo Dimitri—. ¡Ni «peros» ni «esques»! No hay tiempo, Alexander. Has hecho un buen trabajo y la Madre Patria sabrá ser generosa, pero nuestras bombas van a reducir a la nada a esos engendros aunque la ropa se les quede pequeña —pulsó un botón y llamó por el interfono—. Vasili, pasa.

Vasili Stropoff, El Director del FSB, entró en el despacho presidencial.

—Acompaña a Alexander a su laboratorio. Ya sabes lo que tienes que hacer.

***

Dos semanas después de aquella reunión, el 7 de mayo de 2018, saltaba una terrible noticia en las cadenas de televisión de medio mundo: «… una extraña gripe, desconocida hasta ahora, obliga al gobierno chino a poner en cuarentena la ciudad de Chengdu, en el centro del país asiático. El ejército no permite la entrada a la ciudad de periodistas…»

Pero no se puede cercar el aire. El virus se saltó los cordones de seguridad pasando libremente entre soldados enmascarados y hombres enfundados en monos blancos. En unos días aparecieron infectados en Wuhan y en Taiyuan y, ante la amenaza de que pudiera llegar a Beijing, se estableció la orden de quemar todas las aldeas y pueblos con brotes y desplazar a la población sana hacia Mongolia.

Dimitri saboreaba cada informe que le entregaba el servicio secreto. La cifra de infectados crecía exponencialmente y pronto llegaría el turno de actuar. Desde el primer momento había movilizado la 3.ª y la 12.ª brigadas del distrito del Volga y tres divisiones de tanques, posicionándolas con discreción entre Kizil y Jabarovsk para cuando llegara el momento de tomar la frontera china. La fuerza aérea también estaba en alerta a la espera de intervenir desde el aire.

Fue como volar una presa. De repente, todos los intentos del gobierno chino por ocultar los efectos de la gripe saltaron en pedazos. En las noticias de la CNN del 12 de junio, el reportero que cubría la crisis informaba en directo retransmitiendo el despliegue de una interminable columna de soldados de infantería, escoltados por vehículos artillados, a las afueras de Hong Kong. Aquello lo vendieron como un movimiento del ejército para reprimir manifestaciones no autorizadas. De repente el reportero le pidió al cámara que enfocara a los soldados mientras se sumaban a los que ya estaban posicionados en la barricada de sacos terreros montando sus armas. Un murmullo lejano empezó a oírse acompañado de una ligera vibración de la tierra. Poco a poco aquello fue dando paso a un clarísimo griterío. Los oficiales ya no prestaban atención al reportero y se afanaban en transmitir a sus hombres órdenes y consignas. El cámara alzó el plano y, a pesar de la imagen inestable, los telespectadores vieron una ingente masa humana que corría hacia su dirección dando grandes zancadas. Por su aspecto todos pensaron que eran manifestantes en pie de guerra, con sus melenas al viento y su ropa hecha jirones…

—¡Impresionante, señoras y señores, a lo lejos tienen lo que parece ser una manifestación no autorizada… avanzan muy deprisa… y como se puede apreciar, chillan de una manera espantosa…!

De repente el tableteo de las ametralladoras ahogó su relato. El plano pasó a enfocar a los soldados y pudieron ver en riguroso directo cómo miles de casquillos caían y rebotaban contra el suelo lanzando destellos. Los oficiales señalaban con sus bastones hacia el frente lanzado berridos, intentando contener aquella avalancha enloquecida. La incontable masa salvaje los alcanzó en segundos. Unos seres de más de dos metros de altura cayeron sobre ellos como alimañas hambrientas.

Lo último que pudo verse fue al reportero mirando al objetivo mientras un ser melenudo lo cogía con ambas manos por los lados y, sujetándolo sin dificultad alguna, le arrancaba de un mordisco medio cuello. Un chorro de sangre salpicó al cámara y, con las rojas gotas dibujando líneas verticales en la pantalla, el zombi terminó de comerse a su compañero en riguroso directo.

***

Aquellas imágenes sacudieron al mundo. Una horda de chinos gigantes devorando soldados a su paso era algo que superaba cualquier reality televisivo. Los teléfonos de todos los gobiernos echaron humo intentando averiguar qué estaba pasando allí.

—¡Es el momento! —dijo con solemnidad Dimitri delante de todos los que hacía meses estuvieron a punto de verle firmar la declaración de guerra—. No podemos esperar más. Según nuestros últimos informes aproximadamente el cuarenta por ciento de la población china está infectada. Tenemos a unos seiscientos millones de zombis amenazando seriamente nuestra frontera. El peligro de contagio es evidente, de hecho, no esperábamos una cifra tan alta de contagios en tan poco tiemp…

—Perdón, señor Presidente —interrumpió su secretario personal mientras mantenía un móvil pegado a su oreja.

—¡Andrei, no puedes interrumpir a tu Presidente! —rugió encolerizado.

—¡Perdón, señor Presidente! —alcanzó a decir cuando le volvió el habla—. Es que… es el Gobernador de Novokuznetsk. Está alarmado por la aparición de engendros que están engullendo a la población…

—¿Qué? —dijo Dimitri abriendo una boca como un buzón.

El teléfono que tenía delante de él se puso a plañir como un niño, sobresaltando a todo el mundo. Todavía con la mirada perdida en el fondo de la sala, el Presidente lo cogió.

—¿Sí? Sí, soy yo.

Colgó al cabo de un par de minutos, bajando con lentitud el auricular.

—Era el Coronel Tarevich. Señores, nuestras tropas en la frontera han sido aniquiladas… sorprendidas desde el lado ruso. Es necesario que declaremos el estado de excepción.

***

El virus se propagó por todas partes sin respetar fronteras ni estados. Empezaba como una gripe común, con ataques de tos y fiebre, y en cuestión de horas postraba al contagiado en la cama para matarlo, y revivirlo. Despertaba con un apetito atroz que lo lanzaba a devorar cualquier cosa que se moviera.

Beijing fue la primera gran capital en caer, Moscú, la segunda. El Presidente se negó a abandonarla a pesar de la insistencia de su esposa y sus hijos —y su amante—. Lo decidió y no hubo más discusión. Quería estar al mando de su defensa y para ello mandó levantar una empalizada de quince metros de altura amontonando los enseres de las casas, coches, autobuses y mobiliario urbano siguiendo el trazado de la autopista de circunvalación MKAD, de ciento nueve kilómetros de longitud. Repartió armas a toda la población que quiso quedarse para defender su ciudad. Concentró en otro perímetro interior, en el anillo de los jardines que rodeaba el centro, a las divisiones que le quedaban disponibles. La segunda división blindada se intercaló entre ambas líneas para cubrir una posible retirada de los defensores del frente; las buenas costumbres, no hay que perderlas. Las imágenes por satélite eran estremecedoras: calcularon unos trescientos millones de zombis acercándose por todos lados.

—Bien, Alexander. He visto imágenes de esos engendros y soy consciente de la magnitud de nuestra aberración, pero necesito que me expliques a qué nos enfrentamos realmente.

El hombrecillo, ahora más insignificante e inquieto que nunca, se hundió en la amplia silla y miró uno por uno a todos los presentes.

—Señor Presidente, señores. Según los últimos datos que hemos obtenido de las autopsias realizadas a algunos revividos, la hipersecreción de somatropina es muy superior a lo que habíamos calculado, porque el hipotálamo ha adquirido un tamaño cinco veces mayor de lo normal. Crecen por norma entre un metro y metro y medio. El resto del cerebro está muerto, salvo el cerebelo, y el bulbo raquídeo mantiene las funciones básicas: comer y correr a por comida. Sus sentidos básicos están atrofiados, excepto la vista y el olfato. Por desgracia, la consecuencia de tanta triyodotiroxina en su torrente sanguíneo es peor de lo que creíamos. Básicamente, nos vamos a enfrentar a seres hambrientos e insaciables de entre dos y tres metros de altura y con una complexión muscular muy desarrollada. Respecto al crecimiento desmesurado de las uñas, no se ha corregido, por lo que además en sus manos cuentan con unas excelentes cuchillas.

El clamor generalizado contagió de inquietud incluso a los militares más curtidos.

—Les recuerdo que la finalidad de la vacuna era regenerar los tejidos muertos de nuestros soldados; pues bien, a ellos también se les regeneran las heridas, por lo que lo único que acaba con ellos es un afortunado balazo que les seccione la base del cráneo y suspenda la comunicación con la médula; o directamente cortándoles la cabez…

—¿Y cómo piensa cortarle el cuello a un gigante de tres metros, pedazo de mierda? —le espetó el general Sokolov.

Todos los presentes estallaron en insultos y tuvo que mediar el Presidente para evitar el linchamiento.

***

Y así ocurrió la toma de Moscú.

Hombres, mujeres, niños mayores de once años y ancianos con fuerzas suficientes para empuñar un AK-47 fueron apostados entre los soldados de infantería alrededor del kilométrico perímetro exterior. Cada quinientos metros habían levantado un pequeño torreón con andamios donde dispusieron a los francotiradores y las ametralladoras pesadas NSV de doce con siete milímetros. Cubriéndoles las espaldas, una línea con lo que quedaba del 20.º Ejército: la 4.ª división de Guardia de Tanques y la diezmada 10.ª división. En el perímetro interior, la 2.ª división de Guardia de Rifles Motorizados, a los que habían reservado para la última defensa; si pasaban de ahí tendrían vía libre hasta el Kremlin.

Por encima del ruido de los motores de los helicópteros Mi28 y Mi24-Hind que daban cobertura aérea al perímetro exterior, se empezó a oír otro tipo de rugido. Era de madrugada, con un cielo tan oscuro que parecía ya vestido de luto, cuando la tierra empezó a temblar. Todos se miraron espantados mientras trataban de ver más allá de los focos.

Miles, millones de pisadas a la carrera de seres corpulentos y pesados hacían temblar la estructura del muro y, aun a pesar de la distancia, sus alaridos enmudecieron los rotores de las aeronaves. Los mandos militares les recordaban por megafonía que apuntaran al cuello, que no malgastaran munición. Trataban de animarlos y arengarlos, pero en el fondo les deseaban suerte, sin evidenciarlo explícitamente.

Montaron sus armas justo en el momento en el que los tanques dispararon al unísono su primera andanada. Con la misma orden las toberas de los helicópteros escupieron una letal lluvia de cohetes.

En unos segundos, delante de sus ojos, la tierra ardió. Una lengua de fuego de diez metros de altura iluminó el horizonte cercano, arrasándolo. Los tanques siguieron disparando en una frenética cadencia y la cortina explosiva se ensanchó más. Gritaron de júbilo al ver volar por los aires trozos de cuerpos. Pero tras unos minutos de gloria las puertas del averno se abrieron delante de ellos.

Igual que si el tiempo se hubiera ralentizado, los zombis surgieron a través de las llamas como a cámara lenta. Seguían gritando envueltos en humo mientras el fuego salía por sus bocas y sus ojos. El fuego los consumía, e incluso así, seguían corriendo y corriendo, y sólo caían cuando su esqueleto se quedaba sin el sustento de la carne. Fue necesario que alguien disparara primero para que los demás reaccionaran en cadena.

A la luz de las llamaradas y de los focos veían perfectamente, y los primeros en llegar al muro infernal fueron acribillados y decapitados por las balas trazadoras. Pero no resultaba fácil apuntar. Los zombis humeantes se movían con una rapidez pasmosa, y cuando éstos alcanzaron los pies del muro ya una nueva horda ensombrecía el horizonte. Los helicópteros se adelantaron y dispararon, desmembrándolos con munición antitanque hasta agotarla. Los zombis se seguían amontonando bajo el muro tratando de trepar por él, rugiendo como fieras. Cuando la presión fue imparable el muro, simplemente, se colapsó.

Después de dos horas de encarnizada defensa las llamas se apagaron, junto con la esperanza de sobrevivir. Por el ala este y sur, el muro se derrumbó. La estructura cayó hacia atrás arrastrando parte de la muralla. Fue como abrir una espita. Una riada de seres temibles se abalanzó sobre el interior dispersándose por todas partes. En vano, desde los laterales de la brecha, trataron de contenerlos, generando un empeoramiento en cadena. Los tanques bajaron los cañones y empezaron a disparar hacia el muro, llevándose por delante a sus propios compañeros y, de paso, abriendo nuevos boquetes. Los defensores corrieron despavoridos dejando desprotegida la muralla y, al instante, como si de una ola inmensa se tratara, cientos de miles de zombis rebosaron por encima cayendo sobre ellos. Quedaron a su merced. Baste decir que se tomaron su tiempo en saciar el hambre.

El embate de las hordas de zombis que seguían acumulándose empujó a los de delante hacia el centro de la ciudad, donde fueron frenados por el cerco interior del 20.º Ejército. Llevados por su instinto animal y su brutal fuerza, consiguieron abrirse paso a la estación de metro de Kurskaya. Una multitud de monstruos se adentró por los túneles.

Confiados en que eso no pasaría, la defensa de los túneles se asignó a la 16.ª brigada de Designación Especial y a un resto de la 10.ª brigada de Montaña. La 131.ª de Zapadores había sembrado de minas tramos enteros y se habían dispuesto las defensas tras espesas cortinas de alambre de espino. Habían clausurado la línea circular Koltsevaya sellando todos los túneles que desembocaban en las doce estaciones que la formaban. Habían refugiado en el laberinto de las treinta y dos estaciones que quedaban aisladas alrededor de la circular a las mujeres con niños a su cargo y a los niños menores de once años. A los ancianos inútiles los habían dejado a su suerte en sus casas. Todo estaba abarrotado con tres millones de desamparadas almas.

Los lejanos zumbidos les llegaron resbalando por el abovedado techo del túnel y pronto una cadena de sordas explosiones les anunció que la muerte venía a visitarlos.

Unas figuras más negras aún que la oscuridad del túnel se recortaron ante sus ojos. De repente de las sombras surgieron miles de zombis que empezaron a amontonarse tras los alambres de espinos. Los avanzados iban cayendo de certeros disparos que les amputaban las cabezas. Inmunes al miedo y espoleados por su instinto animal zarandeaban los alambres mientras eran acribillados. Pero entre carga y carga iba desprendiéndose una cortina de alambre arrancada de sus anclajes. Cuando sólo quedaba una miserable alambrada, pudieron ver de cerca el rostro del terror: seres descarnados, que sangraban espeso plasma violáceo, trataban de morderlos a la distancia. La piel amoratada y mortecina les caía a jirones entre la ropa desgarrada. Sus ojos tenían la desesperación del hambre y el anterior blanco de alrededor de su pupila era amarillento. Cuando abrían la boca lo hacían como lo hacen los lobos, separando los labios y enseñando los dientes.

Algunos adelantaban la mano para tratar de atrapar carne, lanzando tajos al aire con sus monstruosas uñas. Una avalancha arrancó lo que restaba de alambre y, como en tiempos lejanos, los soldados trataron de replegarse en heroico orden. Mientras unos disparaban rodilla en tierra , otros retrocedían para, a continuación, hacer ellos lo mismo.

Arriba seguían aguantando con la esperanza de ver un nuevo día.

En la sala de crisis seguían recibiendo información del resto del mundo. Los datos eran demoledores.

Los casos de infección ya eran globales. El virus había viajado deprisa y posiblemente había mutado como lo hace la gripe. En los Estados Unidos la Guardia Nacional ejecutaba sumariamente a todo aquel que tosía o tenía síntomas gripales, para luego quemarlo. En España, el gobierno trató de minimizar los efectos, restó importancia a la pandemia y compró millones de vacunas anticatarrales a un influyente laboratorio. En plena campaña de vacunación, les estalló la crisis zombi y, como no habían previsto medidas especiales, en ese momento la gente se estaba haciendo fuerte en sus casas apañándoselas como podían y afilando los cuchillos.

—A la espera de que vayan a merendárselos —pensó Dimitri con amarga sorna.

—Y así por los cinco continentes —sentenció Vasili, director del FSB, sosteniendo una voluminosa carpeta con datos escalofriantes—. No hay esperanza —les dijo casi sollozando.

Mientras arriba veían cómo medio mundo devoraba al otro medio, abajo, ríos de engendros insaciables abarrotaban los kilómetros de los túneles. Confluyeron en las tapias que sellaban la línea circular. Aullaban de ansiedad porque les llegaba un delicioso olor. Los miles de soldados de la 16.ª Brigada Especial y los de la 10.ª de Montaña les habían sabido a poco. Dentro, los de la ratonera oían los arañazos que trataban de cortar los bloques.

El pánico se propagó como un incendio. Los tres millones de almas que habían confiado en ese refugio y que se hacinaban por las estaciones y por los túneles, se fueron contagiando del miedo, llorando y clamando de pavor.

Las paredes de contención cedieron, no estaban construidas para soportar la presión de miles y miles de bestias. Una grieta longitudinal recorrió la pared alargándose lentamente con cada sacudida. Los que estaban en ese lado empezaron a empujar a los de atrás para tratar de huir. Pero no había espacio para hacerlo. Todo estaba saturado. La suerte estaba echada.

Mientras el muro del túnel terminaba de desmoronarse, algunas madres tuvieron tiempo de acurrucar a sus hijos y rezar con ellos. Por última vez los acariciaron y los besaron. Una mujer empezó a susurrar una vieja canción de cuna y, poco a poco, se fueron sumando otras voces: su cántico se fue apoderando del espacio y al cabo eran una sola voz. Una melodía armoniosa en medio del caos.

La pared cayó con estrépito dejando al descubierto su preciado contenido. Ante tal cantidad de comida, los zombis iban de una presa a otra arrancando pedazos de carne de cada una de ellas.

La gente enloqueció. Se pisaban unos a otros tratando de alejarse, y los más débiles murieron aplastados incluso antes de que llegaran a ellos. Fue una auténtica trampa mortal.

Otras entradas cedieron, Novoslobodskaya y Kurskaya, y manadas de zombis entraban por los boquetes para darse un auténtico festín.

Acabaron saliendo al centro de la ciudad por la estación de Ploshchait Revolyutsil, la que corona la Plaza Roja.

Los soldados desplegados no vigilaban la retaguardia y los cañones apuntaban en dirección opuesta.

Antes incluso de que las órdenes les llegaran, llegaron ellos. Algunos soldados, al verse rodeados, optaron por suicidarse. Otros, en cambio, apretaron los dientes, calaron las bayonetas y vendieron cara su piel.

Después de aquello, algunos zombis vagaban saciados arrastrando medio cuerpo o algún miembro arrancado a mordiscos de un soldado, esperando la llamada de su instinto animal para terminar de comérselo.

En el Kremlin tragaron saliva.

—¿Algo que añadir? —preguntó Dimitri al científico.

—Presidente… es un horror… pero hemos encontrado algo, señor.

—¿El qué? ¡Hable!

—Verá, señor Presidente, al haber hipertrofiado la enfermedad de Graves, hemos descubierto que también se ha aumentado uno de sus síntomas: básicamente, la intolerancia a los lugares cálidos.

—¿Y?

—Señor, pues que el calor en exceso los repele. Bueno, o eso pensamos.

—Esa es una estupenda noticia, estando en el centro de Rusia. ¿Algo más?

—No, señor.

—Bien —dijo Dimitri a los allí congregados—. Ya no nos queda Rusia, no tenemos donde escondernos y no tenemos donde ir. Que cada uno tome ahora la decisión que le plazca. Comunicad al resto de los gobiernos lo que hemos descubierto. Al menos, que los supervivientes encuentren descanso durante el día si aprieta el sol y que recen para que no se nuble. Por cierto, fusiladme a este individuo… O no, prefiero que no, prefiero que esté vivo. Les sabrá mejor.

Pasaron unas trágicas horas y, justo al despuntar el alba, el Presidente de la Madre Patria se asomó al muro del Kremlin. Una botella de vodka en la mano y una pistola en la otra. Había zombis hasta donde le llegaba la vista, ocupando los sesenta mil metros cuadrados de la Plaza Roja. Los primeros rayos de sol bañaron la marea animal que rugía a sus pies, desprendiendo millones de destellos. Muchos ya trepaban por el muro sin que nadie se lo impidiera. Los diablos de ojos amarillos lo invitaban a ir con ellos extendiendo sus brazos.

Dimitri echó otro largo trago de vodka. Estaba solo, no había nadie con quién brindar. Vació su cargador sobre las cabezas que asomaban por el borde para, acto seguido, encaramarse en él. Se había reservado una bala.

La masa rugió de nuevo excitada al verlo allí plantado. Cerró los ojos lentamente, se santiguó, se colocó el cañón en la nuez y, al grito de Bolshoye Spasibo!, apretó el gatillo.

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«La gran aventura»: sainete para demostrar que no aprenderemos jamás

por Relato finalista

En uno de los miradores de la gran nave-estación de avance Nueva Esperanza un hombre negro, de poderoso aspecto, vestido con un inmaculado uniforme militar contempla la galaxia que ante él se extiende a través del enorme ventanal. Una joven de rasgos indios mira intrigada la actitud y el porte serio del hombre uniformado.

—Las galaxia es así, querida Keltra. Dura, fría, extraña, amarga, bella y letal. Nos odias, ¿verdad, Madre Oscura? No has mostrado misericordia por nosotros jamás. Desde que empezamos a movernos entre tus más ocultos secretos nos has mostrado tu cara más desagradable. Pensabas que nos tenías a todos encerrados y sumisos, atentos y maravillados por todo lo que tenías que ofrecer. Y tú nos observabas con cara altiva mientras nos replicabas que «se mira pero no se toca». Creías que te adorábamos pero, en cuanto empezamos a rebelarnos contra tu grandeza, mostraste tu verdadera naturaleza. La ira te dominó. Querías dominar la situación, cruel puta. La amargura es tu personalidad, lo descubrimos en cuanto entramos en tu interior. No has conocido la felicidad, y si una vez estuvo a tu alcance la has rechazado, y por eso ahora quieres destruir todo lo que te rodea. Pero no tuviste un factor en cuenta… a mí. He luchado contra todo lo que nos has lanzado y de momento voy ganando. Se puede decir que nos tratas como a un virus. Estás luchando por sobrevivir, por volver a tu pedestal impenetrable de grandiosidad. Y eso no ocurrirá mientras yo viva. Bien es cierto que nos has emponzoñado con tu esencia, con tu encanto, y a veces nos sometemos a tus deseos. Pero mientras respire te juro que no pienso rendirme hasta convertirte en mi esclava. Voy a conseguir que te pliegues ante mí. Eres una harpía, una sucia y lasciva harpía. Los días de tu dominio han llegado a su fin. No dejaré que ni uno más de mis hermanos humanos caiga ante tu dulce atracción para acabar muerto mientras sonríes. Tu reino de oscuridad va a llegar a su fin gracias a la espada de luz que tengo entre mis piernas. Voy a sodomizarte, voy a disfrutar de tus manjares y luego voy a arrancarte el corazón y me desayunaré tus vísceras, mientras contemplo tu cara de incredulidad. Lo último que van a ver tus ojos va a ser mi cara de felicidad. Sé que me escuchas, zorra maldita. Ten miedo, yo lo tuve una vez de ti, y eso me hizo más fuerte. Quiero oírte gritar de dolor. Me lo has hecho pasar muy mal, a punto estuve de caer a tu tentación, pero me he levantado con más ganas que nunca. La venganza es mi guía y llevaré a mi pueblo hasta la victoria. Buscaré en cada estrella titilante, en cada planeta mugroso, en cada roca espacial hasta dar con tu podrida alma y mandarte al más cruel de los infiernos. Escucha mi voz, ramera, y sabrás que voy en serio. Aquí hay un hombre de la Tierra que quiere aplastarte. Tú y yo, solos, cuándo quieras y dónde quieras…

La charla del hombre uniformado continúa mientras Keltra recibe una llamada al comunicador. Se aleja unos pasos para poder hablar sin interrumpir el monólogo que está escuchando.

—Teniente Keltra, ¿podría venir hasta el puesto de mando? Cambio.

—Voy de camino, teniente Suárez, estoy con el almirante Moubala en el mirador Sagan. Cambio.

—¿Vuelve a desvariar el almirante hablando de la galaxia como si fuera una mujer? Cambio.

—Teniente Suárez, hablar así es casi una insubordinación. Y la respuesta es sí, esta vez es su tercera esposa, o eso creo. Cambio y corto.

Keltra guarda su comunicador y vuelve a acercarse hacia el almirante. Sigue hablando mirando a las estrellas. Está sumido en la visión de la ancha galaxia. Keltra sabe por qué el almirante pasa horas aquí mirando por esa ventana. No es de extrañar porque se encuentran en el «límite conocido». Nada ha pasado al otro lado. Llevan ahí estacionados más de seis años esperando que llegue la primera gran oleada de naves migratorias. La gran aventura de la humanidad comenzó hace casi veinte años atrás. Bueno, llamarlo aventura es tomarse las cosas a la ligera. Era más bien una situación en la que había dos posibilidades, reflexiona Keltra, o salíamos del estercolero llamado Tierra o moríamos todos. Keltra mira a los ojos de su almirante. ¿Qué es lo que miran esos ojos negros? ¿Ven más allá? Para ella es casi como un padre. Ella no nació en la nave, pero la embarcaron en la Nueva Esperanza con un año de edad, junto con otros 150 000. El almirante Moubala es una leyenda, y ella lo trata de tú a tú. La teniente vuelve a escuchar a su oficial al mando un poco más y luego se dirige hacia el puente de mando. La voz del almirante se apaga según se aleja pero aún así puede escuchar algunas palabras más.

—… dolor… puta… mientras quede uno vivo… un día de estos implosionaré una bomba para mandarte al cuerno…

***

En otro lugar de la nave dos figuras permanecen silenciosas ante una compleja máquina. Una de ellas aprieta un par de botones y espera alguna respuesta por parte del artilugio. La máquina emite un suave ruido prolongado que se va apagando poco a poco hasta que vuelve a hacerse el silencio. Una de las figuras mira a la otra con cara de pocos amigos. Su rostro es arrugado y está oculto tras un espeso bigote y unas cejas pobladas teñidas por el blanco propio de su madura edad. La otra figura, un hombre asiático y joven, intenta ocultar su vergüenza levantando la mirada al techo como si con él no fuera la cosa. El hombre del bigote rompe el tenso silencio que reina en la pequeña estancia.

—Rouri, amigo mío, quiero explicarte por qué me molesta esto. Verás, se necesitaron más de cuatro años de desarrollo tecnológico y estudio para poder crear un máquina como ésta. Es una maravilla de la ingeniería espacial. Cada uno de sus componentes fue especialmente diseñado para que cumpliera su función a la perfección a pesar de estar en un medio tan hostil como es el espacio. Cientos de personas trabajaron día y noche para poder crear este artilugio que nos hace la vida muchísimo más fácil y placentera dentro de esta cafetera sideral. Tiene cientos de conexiones, procesadores, y microchips que trabajan al unísono para que su función primordial sea realizada con la precisión necesaria. Posee un sistema de descomposición de materia tan terriblemente complejo que pasé más de un año memorizando todos los datos necesarios para mantenerla en funcionamiento. Todo lo que acaba aquí es descompuesto a su mínima expresión molecular y es expulsado al espacio sin provocar un gran impacto. A través de bombardeos cronometrados todo se reduce a tres o cuatro quarks juntos. Esta máquina es, tal vez, uno de los principales artífices del éxito actual de nuestra misión. No quiero ni pensar lo que sería de nosotros sin este invento. Cada vez que uso este chisme siento orgullo por nuestra raza humana. El dominio del universo, la gran travesía que estamos llevando a cabo, está fuertemente ligada con esta maquinaria que acabas de romper. Lágrimas caen de mis ojos cuando pienso en el gigantesco esfuerzo que estamos haciendo aquí y que sería casi imposible de no ser por aparatos como éste. Por eso, querido amigo Rouri, estoy enfadado, y por eso tengo una pregunta sencilla: ¿qué diablos expulsa tu cuerpo para atascar cada dos por tres el jodido retrete?

—Tampoco es para tanto McMurphy. A veces las cosas se rompen.

—A ti sí que te voy a romper. De momento ya puedes ir pensando que esta semana vas a desparasitar el casco de la nave tú solito.

—¿Yo solo? ¿Te has vuelto loco? ¡Tardaría meses en terminar!

—Pues empieza, chico.

***

En el puente de mando la calma reina. El personal comprueba los sistemas continuamente con el aire espeso de la rutina. Un par de luces se encienden en una consola. El operario de mando toma nota en su tableta electrónica y suspira. Golpea con cierta rudeza la consola y las luces se apagan. Casi se puede decir que se han apagado por puro terror. Los años de actividad hacen que la maquinaria sufra ciertos problemas. Pero para eso está el más que cualificado personal dedicado que mantiene la nave en perfectas condiciones. El operario se dirige hacia su asiento donde le espera un joven compañero que no deja de mirar a todas partes.  El operario le da un pequeño golpe en la oreja para que le preste atención.

—Novato, dime, ¿qué estamos haciendo aquí?

Al joven se le ilumina la cara como si estuviera esperando esa pregunta desde que era un infante y contesta de carrerilla.

—Señor, estamos aquí porque somos la avanzada de la gran migración de la humanidad. Llegamos a este punto llamado el «límite conocido» hace años para realizar los grandes preparativos que conlleva el viaje espacial. Fuimos enviados en varios saltos desde la estación orbital terrestre en un gran esfuerzo para la humanidad. Hemos viajado siguiendo las señales de los faros de señalización que la humanidad ha ido dejando a lo largo de sus viajes estelares. Pero hemos sido nosotros los que hemos colocado los tres últimos faros que ayudan a las naves a calcular su posición y trazar el siguiente destino a través del plegamiento del espacio, y que nos han conducido hasta este punto tan significativo. Y es una gran hazaña porque hemos saltado tres veces al vacío sin ayuda de ningún faro y hemos llegado hasta el límite conocido por nuestros mapas. Tardamos más de diez años en llegar hasta aquí. Este es el sistema solar ER4483 en el cuadrante 1. Es el último paso. Estamos esperando a que lleguen las grandes naves migratorias que han ido distribuyendo a la humanidad a lo largo de varios planetas habitables. Como el viaje por plegamiento requiere mucha energía las naves migratorias alternan los saltos con la velocidad de crucero hasta que los motores vuelven a estar cargados. Eso es un proceso que lleva bastante tiempo y es cuando se aprovecha para dejar a los tripulantes en los planetas elegidos, para formar colonias permanentes, y se abastece a las naves con lo necesario para el siguiente paso. A su vez estamos construyendo nuestro faro para que emita la señal que guiará a las naves migratorias, y evitar así que estas se pierdan o hagan más saltos de los necesarios. Por no olvidar que esta nave-estación Nueva Esperanza está orbitando sobre un planeta habitable que nos está aprovisionando de lo necesario. Es por eso que la Nueva Esperanza está casi vacía, sólo siete tripulantes, porque gran parte de nuestra tripulación está en el planeta, bueno los que quedan después de haber descargado a muchas personas en otros planetas, en una ciudad construida de la nada, situada en el ecuador que es donde se sitúa el clima más favorable para poder realizar nuestra misión. Y los miembros que están construyendo el faro luego irán al planeta a ayudar con la explotación de sus recursos. Y los pocos que estamos en esta estación coordinamos todo esto mientras esperamos la vuelta de los androides construidos por el doctor Krusev. Estos androides han sido enviados por delante de nosotros para explorar lo que hay tras cruzar el límite conocido. Los mandamos hace cinco años y volverán en tres años. Tomaremos los datos que han recogido y analizaremos si es posible continuar nuestro viaje. Disponemos de todo lo necesario para sobrevivir en este entorno hostil y mantener la moral lo más alta posible. Y todo está dando sus frutos. Desde que iniciamos la gran aventura ya hemos encontrado a una civilización parecida a la nuestra, que está siendo estudiada por los comisarios políticos, y también hemos encontrado grandes recursos naturales en unos cuantos planetas que nos están ayudando a que el viaje por plegamiento sea más fácil, menos costoso y…

El operario de mando interrumpe al chico levantando su mano en un gesto para que se calle. El chico pone una cara extraña.

—A ver, novato, yo te preguntaba sobre lo que estamos haciendo aquí y ahora. Tendrías que haber contestado con un simple «vamos a activar las luces exteriores, operario». En cambio me has soltado una lección de historia que yo ya me sé. Tengo cuarenta y nueve años. Yo fui de los primeros en lanzarme a esta aventura.

—Lo siento, señor. Es que el comisario político instructor del planeta dice que tenemos que estar orgullosos de lo que somos y que debemos recordarnos lo que hacemos todos los días para no caer en la gran depresión espacial.

El comisario político de la nave que está tratando temas muy urgentes mientras duerme una siesta en su puesto del puente de mando levanta la cabeza interrumpiendo su sueño tras escuchar las palabras del novato. Cuando comprueba que no va con él la cosa vuelve a sumirse en la actividad que mejor se le da y suelta un pequeño ronquido.

—Señor, después de mi instrucción en la Nueva Esperanza quiero convertirme en comisario para poder seguir manteniendo la moral alta y evitar la gran depresión espacial.

—Chico, punto uno: no me llames señor, ni llevo galones ni aspiro a ello. Llámame operario Martins y con eso me conformo. Y punto dos: ¿no te has fijado que los comisarios políticos son los únicos que van armados en todo la nave y en todo el planeta? Está claro que la moral se le levanta a uno cuando le apuntan con un arma.

—Operario Martins, no debería hablar así, o me vería obligado a informar al comisario de la nave de que tal vez esté cayendo en la gran depresión. No se deje llevar por la depresión. Dicen que el tratamiento es muy duro y pocos lo superan.

—Sí, que te peguen un tiro en la cabeza suele ser un tratamiento bastante definitivo.

—Operario Martins, por favor, no quiero problemas.

—¡Tranquilo chico, no estoy deprimido! Y ya tienes problemas. En cuanto empezaste a creer lo que sale de la boca de esos asquerosos comisarios empezaron tus problemas.

En ese instante entran en el puente la teniente Keltra seguida de McMurphy. Su camino se ve interrumpido cuando se cruza corriendo ante ellos un bicho parecido a un perro pequeño de color azul arrastrando una lengua larga y húmeda. Detrás del bicho corre el teniente Suárez intentando cazarlo. Con un gran esfuerzo agarra al animal y lo reprende como si fuera un niño pequeño. La teniente Keltra lo mira con cara indignada.

—¡Maldita sea, Suárez! Te dijimos no trajeras esa cosa desde el planeta. No sabemos qué diablos es y las enfermedades que puede transmitir.

Suárez parece contrariado e intenta salvar la situación.

—Pues la verdad es que es un ser muy bueno y obediente, casi como un perro, salvo por el hecho de que le gusta comer pescado.

—¡Y encima lo alimentas! No sabemos nada de él. ¿Y si lo mojas y se reproduce en unos seres malvados? ¿Y si crece hasta alcanzar los dos metros y empieza a comerse a la tripulación? Esto requiere un severo castigo, teniente.

McMurphy asiente mientras escucha las palabras de la teniente. Para él la situación es clara: o somos ordenados o toda la misión se va al traste. Piensa un poco y cree que encuentra la solución. Mira fijamente a Suárez y dice mientras traza una sonrisa debajo de su espeso bigote:

—Tú, a desparasitar la nave junto con Rouri, y no paréis hasta que se pueda comer encima del casco. Y en cuanto al bicho ese tienes dos opciones: o lo sueltas en el planeta o lo mando al espacio profundo.

El operario Martins parece divertirse escuchando a McMurphy, y no puede evitar meterse en la conversación.

—Por lo que se oye de tí, Mc, te olvidas de la tercera vía… el contacto íntimo con otros seres alienígenas.

A McMurphy se le desencaja la cara cuando oye esas palabras y su cara se tiñe de rojo presa de la ira.

—¡Martins, eso es pura basura! No acepto comentarios de un sifilítico como tú. ¡Además aquello ocurrió una vez y porque pasé tres meses tirado en aquel planeta infecto, sin nada más que hacer que esperar a tu ridículo y patético equipo de rescate!

—Jojojojo, ¿no puedes pasar ni tres meses sin copular?

McMurphy y Martins se empiezan a insultar encarándose. El tono de voz tan alto despierta al comisario político. Éste comprueba una vez más que la cosa no va con él y vuelve a intentar conciliar el sueño. El pobre novato observa atentamente a los dos hombre discutir cuando algo se ilumina en su consola y centra su atención en eso. Sus ojos se abren de par en par e intenta balbucear algo.

—¡Señor! O sea, ¡operario señor!… Quiero decir, ¡Martins! ¿Por qué se ha activado el protocolo de entrada del salto espacial?

Martins interrumpe su serie de insultos hacia McMurphy y se gira para chillarle al chico.

—¡No seas idiota, eso sólo pasaría si una nave fuera a entrar en este sistema solar!

El chico comprueba lo que ha visto en la pantalla y luego a Martins que ha vuelto a la carga contra su compañero. El chico levanta la voz para hacerse oír.

—¡Pues aquí hay una cuenta atrás!

Martins y McMurphy automáticamente se callan en cuanto escuchan las palabras del chaval. Los dos se dirigen hacia la consola en silencio y apartan al chico con cuidado de la pantalla. Ambos manipulan el instrumental. McMurphy es el primero que rompe el silencio sepulcral que se ha instaurado en el puente de mando, con una voz sosegada y protocolaria.

—No puede ser. Esto no está previsto. Mira los datos de la brecha.

—Comprobados. La brecha se está abriendo, pero no puede ser verdad. ¿Un simulacro desde el planeta? —pregunta Martins.

—No, ni siquiera por sorpresa. La señal de transmisión viene desde fuera del sistema solar. Haz los cálculos de entrada.

—Vale. Calculando. Según los sistemas van a hacerlo demasiado cerca de nosotros. Estamos jodidos.

—¿El faro no puede ayudar a corregir la entrada? Aún están a tiempo de hacer que la nave de entrada recalcule sus datos y modifique la brecha para alejarse de nosotros.

—No, el faro está a un 20 por ciento de su actividad, todavía no tiene esa capacidad. ¡Mierda! Se nos van a echar encima. ¡Activa la alarma de colisión, ya! ¡Treinta segundos para la entrada! —dice alzando la voz alejándose del tono sosegado que tenía hasta ahora.

—¡Keltra, avisa al almirante! Los del faro también han detectado la entrada y están empezando a moverse. ¡Nos van a entrar hasta la cocina!

El novato se tira al suelo, se hace un ovillo y comienza a llorar. Keltra se sienta en una de las consolas y teclea instrucciones al ordenador para encender los motores de la nave y trazar un rumbo que evite el choque. El comisario político sigue durmiendo ajeno a la tensión reinante dentro del puente de mando. De repente un pequeño hilo de luz entra por los ventanales del puente de mando y se intensifica en las pantallas de los cuadros de mando que retransmiten todo lo que pasa en el exterior. Martins abandona la consola de mando y se acerca hacia los ventanales. Su cara refleja una gran preocupación pero parece admirado por el espectáculo. El hilo de luz intensa proviene de una pequeña apertura en el tejido del espacio. Esa apertura se va haciendo más grande, como una brecha, o como un corte en la piel realizado por un bisturí. El corte se agranda con el paso de los segundos. Poco después el hilo de luz se convierte en un torrente cegador, que mezcla el blanco con tonos morados, violetas, rojos, azules. Una gran cascada de chispas rojizas emana de la apertura. Martins sabe que eso lo provoca el paso de un cuerpo voluminoso atravesando el «torrente», que es como se conoce al espacio que queda entre los dos puntos de salto, el de salida y el de entrada. La nave debe recorrer ese pequeño espacio para poder pasar por la apertura. Después viene el caos. De la apertura emerge una gran nave espacial de color metálico. Aparece muy cerca de la Nueva Esperanza. Cuando termina de cruzar la apertura, ésta se cierra y se libera la energía que trae consigo la nave. Es como una onda expansiva que sacude la estructura de la Nueva Esperanza haciendo que crujan los materiales con los que está construida. Los tripulantes de la nave sienten el impacto y sus cuerpos son lanzados con gran violencia, provocando que se golpeen con todo lo que les rodea. La nave que acaba de cruzar parece que poco a poco pierde movilidad y se queda inerte en el espacio a pocos kilómetros de la órbita del planeta. La Nueva Esperanza sigue siendo sacudida por la onda y eso conlleva que los motores gravitatorios pierdan intensidad y su tripulación comience a flotar dentro del puente de mando. La nave activa su protocolo de emergencia y recupera el control junto con los motores. La gravedad vuelve y todos caen al suelo rápidamente. Después llega la calma y el silencio.

Keltra es la primera en incorporarse. Le duele todo el cuerpo. Se apoya en una consola y empieza a revisar el estado de la Nueva Esperanza. Cuando comprueba que todo parece estar más o menos en su sitio camina hasta los ventanales y ante ella aparece la nave que ha provocado todo esto. Parece inerte flotando a la deriva por el espacio. Keltra se frota los ojos cuando ve el nombre de la nave pintado en el casco. Abre la boca y aguanta un gemido. Se gira hacia el resto de la tripulación y señala a la nave antes de hablar.

—Es la Exploradora, son los androides. ¡Han vuelto!

El almirante cruza el umbral de la puerta de entrada al puente de mando. Con la mano intenta cortarse la hemorragia que tiene en la cabeza producto del impacto. McMurphy y Martins están mirando por los ventanales para confirmar la información proporcionada por Keltra. Se acerca y mira por el cristal. Conteniendo la emoción suelta una serie de órdenes.

—Keltra, manda un mensaje al planeta para que el doctor Krusev se persone aquí inmediatamente. Llama a los del faro y comprueba que todo el mundo está bien. Luego intervén el ordenador de la Exploradora desde aquí y estabiliza la nave. McMurphy, Martins, coged una lanzadera y traerme aquí a esos engendros mecánicos para ponerlos en cuarentena. Utilizad los trajes aislantes. Intentad, de paso, tranquilizar al novato que está tirado en el suelo llorando como una magdalena y recoged el cadáver del comisario político, son los dos pedazos de carne que están ahí tirados.

***

Pasado un día la tripulación cumple con su cometido. En la sala de medicina mecánica el almirante contempla los cuerpos de cinco androides que están dentro de unas cápsulas de reparación flotando en un líquido azul. El doctor Krusev está a su lado observando un pequeño procesador de datos. Comenta que las cápsulas mejorarán el funcionamiento de los androides. Keltra entra en la sala e informa que ya tiene las plataformas de almacenamiento de datos de la Exploradora y que está volcando los datos recuperados al ordenador de la Nueva Esperanza. Dice que es un proceso que puede llevar un mes entero completar. El almirante asiente y se gira para hablar con el doctor.

—¿Qué les ha pasado?

El doctor sigue observando el pequeño procesador intrigado. El procesador parece quemado. Krusev levanta la mirada y clava sus ojos en la mirada del almirante.

—No lo sé. El procesador de memoria está chamuscado. Según los datos han sufrido importantes daños causados por algo que no sé definir. Es como si hubieran entrado en combate. Pero me preocupa más su comportamiento. Todos ellos tienen un montón de símbolos escritos en su piel sintética, y puedo decirle que han sido ellos mismos los que se los han hecho, y creo que han utilizado un cuchillo.

—Es cierto que falta armamento de la Exploradora —interviene Keltra—. Misiles, proyectiles de calor y, según el puente de mando, se han disparado varias veces los cañones. Su casco está dañado por el impacto de algo y, según McMurphy y Martins, los pasillos de la nave están quemados o las paredes tienen impactos de alguna clase de arma. Encontraron a los androides en sus puestos de navegación hablando en un dialecto extraño.

—¿Son peligrosos? —pregunta el almirante.

—No, sus directrices son mantenernos a salvo a cualquier precio. Está claro que eso no ha sido dañado. Pero su comportamiento se ha visto alterado. Lo de los tatuajes a cortes me tiene preocupado. Las cápsulas los repararán lo mejor que se pueda y luego nos contarán todo lo ocurrido.

Acto seguido a estas palabras el doctor Krusev se enciende un pitillo. Keltra abre la boca para reprenderle, pero sabe que lleva años fumando a escondidas en la nave. Algún lumbreras se imaginó que es imposible alejar a la humanidad de ciertos vicios, sobre todo si se trata de un hombre como Krusev que planta y modifica genéticamente su propio tabaco, e ideó un sistema para poder echarse un pitillo en un ambiente de oxígeno puro. Medio cigarro después el doctor vuelve a hablar.

—Almirante, admiro a estos androides. Los construí para que fueran mejor que las personas. Intentaré dar lo mejor de mí para curarlos. Voy a conectar el procesador de datos de los androides al ordenador y usaré mis conexiones neuronales para explorar en su interior. Tal vez obtenga datos de primera mano desde el punto de vista de los robots.

Acto seguido introduce los procesadores de los androides en un complejo artilugio. Se sienta en un sillón y conecta varios cables a su cabeza. Se sumerge en una especie de sueño inducido. Keltra y el almirante salen de la sala de medicina mecánica. Cuando se encaminan al puente de mando Moubala da unas instrucciones a su teniente.

—Esto no me gusta nada. Dile a McMurphy que saque armas para todos, excepto para el novato; sigue con su crisis nerviosa y no hace más que hablar con el comisario político instructor del planeta vía conferencia. Ese tipo me pone los pelos de punta.

—Es muy típico recurrir a las armas ante situaciones no esperadas, señor. ¿No sería mejor improvisar y confiar en nuestras habilidades y capacidad de anticiparnos a los acontecimientos, lo que nos ayudaría a controlar cualquier acto inesperado, como se espera de la humanidad en esta tesitura y con toda la historia pasada a nuestras espaldas?

—Keltra, no sé cómo has sido capaz de formular toda esa pregunta sin respirar, pero la respuesta es fácil: no. Prefiero improvisar con un arma y munición. Si quieres un acto inesperado que no se pudo controlar te hablo de mi primer matrimonio.

Keltra comprende que no va a hacer cambiar de opinión al almirante y corre rauda a transmitir las órdenes a McMurphy. Lo busca por toda la nave y por fin lo encuentra en la antesala de presurización, junto a las puertas exteriores. Está desinfectando los trajes usados para abordar a la Exploradora. Su cara refleja un porte serio. Keltra le transmite las órdenes del almirante y éste asiente.

—Por fin una idea sabia. No sé que pasó en la Exploradora pero aquí no debe pasar. Aquello debió ser un infierno, chica. Creo que esos androides se han convertido en pioneros para los de su clase. Se contarán historias sobre ellos, si llegamos a averiguar qué es lo que ha pasado. Me tengo que quitar el sombrero ante ellos porque sinceramente no creí que fueran a volver, y menos aún de la manera en la que lo han hecho. Creo que si tenemos éxito en nuestra gran aventura en parte se lo deberemos a ellos. Suárez está alucinando con la cantidad de datos para interpretar que hay en la computadora de la Exploradora. Tendremos que mandarlos al planeta para que los científicos nos ayuden. Me identifico con ellos. Solos en la oscuridad, confiando en sus instrumentos para guiarse. Intentando sobrevivir para ayudarnos. Luchando contra la adversidad de los elementos en un lugar al que nadie ha llegado antes. Bravo por ellos.

Keltra sabe que McMurphy tiene razón. Lo que han hecho los androides tiene el mayor de los méritos pero ahora ella sólo puede pensar en por qué han vuelto tan pronto y qué es lo que ha ocurrido al otro lado.

***

Trancurridos unos días la calma vuelve al puente de mando. Como ha ordenado el almirante, todos van armados. Al novato lo han dejado encerrado en su camarote para que no cause más problemas porque su crisis nerviosa sigue agravándose. McMurphy y Martins revisan los cuadros de control y las consolas. Suárez sigue gestionando la descarga de los datos de la Exploradora. La teniente Keltra observa unos mapas estelares y realiza unos cálculos para trazar el rumbo de las naves que espera la Nueva Esperanza. El doctor Krusev sigue inmerso en su laboratorio analizando los procesadores de los androides. De repente suena la alarma de peligro. McMurphy examina su consola y dice que la alarma ha sido activada desde el camarote del novato. El almirante Moubala señala a Martins y Suárez para indicarles que vayan a comprobar qué ha pasado.

Martins y Suárez llegan al camarote del novato. La luz del interior parpadea, apena sí deja ver. La estancia parece revuelta y las paredes están llenas de lo que Martins reconoce como sangre. Junto a la cama está el cuerpo sin vida del novato. Está destrozado, es como si lo hubieran golpeado hasta morir. Suárez desenfunda su arma y se asoma al pasillo para intentar seguir el rastro de los causantes de esto. Martins lo sigue.

—Es imposible. Estamos casi todos en el puente de mando. ¿Quién ha entrado? ¿Quién lo ha hecho? —dice Suárez que acaba de encontrar un hilo de sangre en el suelo.

Al doblar una esquina se topa con una figura grande e imponente. Es uno de los androides. El teniente se choca contra él.

—¿Qué haces aquí? Tú estabas en las cámaras con el doctor —le pregunta al robot.

Suárez se fija un poco más en la figura y se repara en un detalle importante. El robot está cubierto de sangre. Martins llega a su lado. Los dos parecen horrorizados ante la visión. Es imposible que un androide haga daño a un ser humano. Mientras están sumidos en su reflexión el androide se lanza al ataque. Agarra del cuello a Suárez y lo levanta como si fuera una hoja de papel. Aprieta su mano y se escucha el crujido de las vértebras del teniente rompiéndose. Martins apunta con su arma y descarga varias ráfagas sobre el androide. Éste suelta a su presa, que cae al suelo, y retrocede ante los impactos de bala. Martins sigue disparando y el androide es abatido. El operario sabe que concentrando los disparos en la cabeza del robot es como se consigue detenerlo. Tras cerciorarse de que el androide no va seguir funcionando comprueba el estado de Suárez. Está muerto. Con una velocidad que ni él mismo recordaba tener echa a correr hacia el puente de mando.

Cuando llega al puente se queda junto a la puerta de entrada, porque una especie de sexto sentido le advierte de que algo no marcha bien. Se asoma con cuidado y contempla que los cuatro androides restantes han reducido a la tripulación. El almirante, Keltra y McMurphy están de rodillas en el suelo. De nada han servido sus armas porque los han tomado por sorpresa. Los robots los han sometido y se han quedado con el armamento. No es que tengan ninguna expresión en particular pero se puede decir que les gusta lo que está pasando. Martins en un acto de valentía entra dentro del puente y comienza a disparar. Hay un intercambio de disparos. Los humanos se echan al suelo para intentar evitar las balas. Los androides disparan y Martins intenta contener el ataque. Son demasiados. Martins se queda sin munición y se rinde. Levanta las manos y suelta el arma. Se queda mirando a los androides y espera que le pongan junto a sus compañeros, pero la decisión de los androides es otra. Los cuatro levantan sus armas de nuevo y abren fuego. Martins cae abatido en un mar de balas. El almirante se levanta a duras penas y embiste con su cuerpo hacia uno de los androides gritando. El androide se desequilibra y cae contra una de las consolas. Otro androide da una patada al almirante que sale despedido contra uno de los ventanales. Su cuerpo rebota contra el cristal de seguridad y queda tendido en el suelo. El mismo androide se aproxima hasta su altura y le pisa la cabeza. Keltra da un salto enorme para intentar alcanzar al androide antes de que acabe con la vida del almirante. El androide la aparta fácilmente. McMurphy grita.

—¡Nooooo, sucios bastardos! —suelta a la par que se incorpora y le suelta un cabezazo al androide más cercano.

El golpe es muy duro y el androide no se lo esperaba porque por un instante pierde el equilibrio. McMurphy vuelve a gritar.

— ¿Qué queréis de nosotros, alimañas mecánicas?

—Ellos no quieren nada, soy yo el que desea hacer algo —pronuncia una voz desde la puerta de entrada del puente.

Es el doctor Krusev, o lo que queda de él. Su aspecto es lamentable. Está sucio, mucho más delgado, con la piel pegada a los huesos. Sus ojos brillan y su expresión es dura, llena de odio contendido.

McMurphy se enfurece aún más tras la entrada en escena de Krusev.

—¿A qué viene esto, bastardo? ¿Ésto es obra tuya?

McMurphy no espera respuesta y se abalanza sobre el doctor. Uno de los androides lo agarra por la ropa antes de cumplir su objetivo y le dispara en la cabeza. McMurphy cae al suelo. El doctor arrebata el arma al androide.

—¿No lo entendéis? Han viajado al otro lado, pero en el futuro —habla al doctor ante su audiencia muerta, excepto por Keltra—. ¡Lo he visto! ¡Lo he visto con sus propios ojos! No sé cómo ha ocurrido pero han viajado en el tiempo y en el espacio. No sé qué fecha sería pero lo que sí sé que es que la humanidad llega muy lejos a base de sangre y fuego. Nos encontraremos con razas a las que intentaremos dominar, serán nuestros esclavos. Mataremos a lo que se interponga en nuestro camino. La culpa será nuestra porque permitiremos que eso pase. La galaxia estará llena de nuestros faros y de comisarios políticos que nos encaminarán hacia el totalitarismo más salvaje. No hemos aprendido nada y por eso merecemos morir.

—Eso es imposible, las normas son claras: nada de someter, sólo planetas vacíos para nuestros fines —dice Keltra.

—Claro que sí, pero los planes cambian, las mentes se degeneran, el poder nos ciega. Es como esas películas antiguas de invasiones alienígenas en la Tierra, pero ahora nosotros somos los invasores, y no vamos a dejar nada vivo para que pueda vengarse de nosotros. ¡Damos asco! Por eso voy a evitar que todo ocurra. Una prueba de nuestra crueldad es que mis androides fueron capturados y los humanos del futuro los obligaros a tatuarse a sí mismos esos símbolos. Es una escritura que se desarrollará en el futuro y dice algo así como «no soy humano y debo morir por ello».

—No seas imbécil, sabes que sólo conseguirás abrir una linea temporal alternativa. Ese futuro que has visto ocurrirá igual, lo quieras o no. Si haces algo no previsto sólo llevará a este presente hacia otro lado.

—Sí, ocurrirá, pero ahora que sé lo que pasará voy a intentar que ese horror no caiga sobre mi conciencia y nos dé otra oportunidad a nosotros y a los seres que aniquilaremos en ese futuro. Quiero que la línea alternativa que se abra ahora nos lleve por otro camino, sólo espero eso, porque éste es el «punto límite»: si no lo cruzamos tal vez tengamos todos otra oportunidad.

»Si no hay faro tardarán mucho más en llegar las demás naves. Por eso usaré el armamento de la Exploradora para acabar con él. Y después yo me quedaré aquí, esperando la gran llegada de las naves de la gran aventura, y en cuanto se abran las brechas de entrada, dispararé proyectiles que impactarán directamente. Quedarán atrapadas entre el torrente y el punto de salida y como consecuencia se aplastarán con las fuerzas desatadas. Tal vez no lo logre con todas pero sé que eliminaré a muchas. Dejaré un mensaje grabado en esta nave por si mi plan falla para que los que lo escuchen reflexionen sobre sus futuros actos. Soy un genocida pero no permitiré esa barbarie ejecutada por nuestra mano. Por ello, querida Keltra, te prometo que yo también moriré, pero quiero ser ejecutado por mi obra. Quiero que mis creaciones más preciadas, los que me han hecho ver la luz, sean los que pongan fin a mi vida como humano. Renuncio a esa condición mientras no actuemos de otra forma. He programado a mis robots para que me maten en cuanto se lo ordene… y te prometo que lo haré.

—¡Doctor, razone, por favor!

—Eso mismo es lo que he hecho, Keltra. Y ahora, muere.

El doctor aprieta el gatillo de la pistola y la bala atraviesa la cabeza de Keltra. El cuerpo de la chica cae al suelo súbitamente. El doctor se acerca para comprobar que está muerta. Tira la pistola al suelo y permanece un instante a su lado. En el fondo siente que todo tenga que ser así. Mira a los androides y pronuncia las palabras que él cree que cambiarán todo.

—Hijos míos, pongámonos manos a la obra. Tenemos que construir un nuevo futuro.

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La historia de Filiberto Minguilla

por Relato finalista

Era el año de nuestro señor de 1687. Yo soy el capitán de la Armada Española Filiberto Minguilla, nacido en la villa de Valladolid en el año de 1650, hijo de Filiberto Minguilla y Tomasa Cuadra. Embarqueme en la nao de nombre La Esperanza del Señor en el año 1670, partiendo del puerto de Cádiz rumbo a Nueva España. Los vientos nos fueron favorables los primeros días, siendo provechoso el navegar.

Mas no habíamos cumplido la primera semana en la mar, cuando una tempestad se abatió sobre el barco. No fueron clementes los elementos con nuestras personas y esperanzas y llevose muchos hombres por la borda. Vi morir ahogados a valientes marineros y soldados; muchos de aquellos compañeros de armas y sufrimiento. Allí pereció el extremeño Antonio de Mérida o maese Nicolás, el médico. Muchos y muy graves fueron los daños. Mas el barco no se hundió y los que habíamos sobrevivido al infierno dábamos gracias al Señor y a Nuestra Santa Madre Iglesia por habernos salvado.

En la vida, la esperanza es la mayor de las virtudes del hombre, puesto que le permite aferrarse a la vida cuando la negra guadaña de la muerte asoma. Así que a pesar de no estar en el fondo del mar sin palo mayor y con el trinquete de popa roto, nuestra fe rezaba y buscaba un navío que nos rescatara de la deriva del barco y la muerte segura. Muchos de aquellos rezos fueron baldíos o no quiso dios redimirnos de nuestros pecados y nos dejó a merced de la mar y del cielo durante lo que recuerdo fueron diez u once días. Mucho tuve que emplear la fuerza con mi látigo para mantener el orden en el barco. Los marineros, de común gente zafia y ruin, se vuelven malvados y peligrosos cuando sienten desesperanza y abandono. Mirábanme con recelo y miedo a mi mano castigadora, mas sabía yo que no podría mantenerles firmes más allá sin provocar un motín que acabara con mi vida y cuerpo en el fondo del mar.

Al cabo de la mencionada semana, y con ayuda de los rezos de Fray Tomás, capuchino de Sevilla, que se pasaba el día diciendo novenas y dando vueltas al rosario, nos vimos abordados y rescatados por el mercante portugués «Rey Sebastián» que rumbo a Goa pasaba por allí. Muchos lloros y gritos y vivas al Rey de España y al Altísimo al vernos salvados de una muerte segura.

Al cabo de traspasar las personas y enseres al mercante portugués dejamos a su suerte a La Esperanza del Señor que, sin el gobierno del timón, se deslizó suavemente hacia el ignoto rumbo de los barcos abandonados. Allí la vi por última vez; grandes lágrimas venían a mi cara por tan cara pérdida y a la vez perdido si mi Rey se enteraba del abandono de tan caro barco.

La nao portuguesa era un barco de doce brazas de largo, ancha botadura y largos palos. Su velamen se hinchaba a todo trapo con los vientos de África y navegabamos a paso tranquilo pero firme. Pensaba yo en mi planes futuros para con mi vida y hacienda. Consideraba volver a mi Castilla natal o bien quedarme anclado en la lejana tierra de Goa en la lejana India y allí vivir hasta que Nuestro Señor me reclamase a su presencia. Pensaba que también podría ofrecer mis servicios al Rey de Portugal como capitán de buque mercante y de ese modo acomodarme a la mesa de nuestros vecinos.

Al enterarse el Capitan portugués de mi presencia y rango invitome a su estancia y castillo. Contome de los últimos chismes de la Corte de Madrid que de su concocimiento tenía; se contaba que nuestro Rey Don Carlos II estaba poseído por Satán que le tenía hechizado a su majestad. Se decía que no era el Rey dueño de su ser; más al contrario, gran desgana y fatiga le afligía cuando de asuntos de Estado intentaban hablarle. Que el gobierno del Imperio lo tenía el Duque de Medinaceli y que grandes y poderosas intrigas de Francia e Inglaterra en la Corte había. Mas aunque atento y cortés estaba a sus palabras, pensaba para mí cuán lejano y distantes parecíanme dichas habladurías; en la inmensidad del Océano pequeño es el hombre y sus miserias.

Pasaron los días cabotando por la costa de África que a lo lejos vimos clara los dias de sol. Grandes peces y monstruos marinos nos acechaban bajo cubierta, espanto de marineros y mujeres; Fray Tomás fizo una misa en cubierta de purificación por nuestras almas pecadoras y de perdón al Todopoderoso.

Bálsamo fueron sus santas palabras, que al cabo desaparecieron y fuéronse por donde vinieron.

Don Joao Pinto Dos Santos Nascimento, el capitán del mercante, nos avisó que en no más tardar dos días cruzaríamos el famoso y temido Cabo de Buena Esperanza; lugar peligroso por el cual habían naufragado grandes barcos y muerto muchos y muy buenos marineros. Conocíalo yo por conversaciones de tabernas y relatos marineros, y a fe que era el lugar más peligroso del mundo para un barco y su pasaje.

Nunca, por más que pasen años y largos días podré olvidar el espanto que se desató sobre nuestro barco salvador el día del señor de uno de febrero de 1670. El día comenzó con grandes y negras nubes en el horizonte. Cambiole el semblante al bueno de don Joao al ver el cielo y al entender de su oficio y llevar muchos y luengos años en la mar conoció que grande tormenta y desgracias se presentaban ante nuestra galeaza. Al pronto dio ordenes a calafates y marinos de aparejar la nave en previsión de desgracias. Avisonos que estuviéramos preparados y a mano rosario y que rezásemos y pidiéramos ayuda a dios Nuestro Señor, pues el preveía de una muy grande tormenta con unas muy grandes olas y vientos malignos y huracanados que llevarnos al fondo del mar muy bien pudieran.

Éramos todo el pasaje enterado del peligro que venía a por nosotros y preparados estábamos; mas no sabíamos que el cielo podría caer y desprenderse de pronto sobre la tierra con furia tal que el día se tornó noche, el sol oscureció por de pronto y un viento salido directamente de la boca de Eolo cayó sobre el «Rey Sebastián» con furia tal que cayose de lado todo el mundo. Como peonzas de niños, rodábamos de un lado al otro. Muchos golpes nos dimos contra mesas y sillas; de pronto me encontraba en el aire como pájaro volando o boca arriba cual cucaracha o bocabajo como muerto.

Un golpe en la cabeza debí de darme pues perdí el conocimiento y sentido; tirado debí de quedarme en el camarote a merced de la naturaleza. Pienso que Dios no quiso llamarme a su presencia en ese momento, o bien me reservaba para lo que luego vendría, pero al rato desperteme al sentir el agua en mi cuerpo. Con grande esfuerzo me incorporé e intenté subir a cubierta, entre golpes y ruidos espantosos. Cuando alcancela mi vista quedó espantada del espectáculo que se ofrecía. Agarrado a un cabo de los muchos que colgaban pude atarme al mismo, en la esperanza de no caerme nuevamente y al mismo de contemplar sin que mis piernas flaquearan cómo había desaparecido la cubierta de la nave. Espantado y asustado del desgobierno miraba y pensaba quién gobernaba la nave, cuando una ola tan grande como los muros de la ciudad de Brabante venía sobre nosotros de babor.

Golpeonos con tal furia y fuerza que todo mi cuerpo, desde el pelo más alto de mi cabeza hasta la uña de un dedo del pie estremeciose del choque. El «Rey Sebastián» cual cáscara de nuez volviose sobre sí misma, saliendo este pobre pecador despedido de cubierta como bala de ocho libras, lanzado de estribor hacia lo profundo del mar y por mi mala vida a una muerte segura.

Volviome el sentido de la razón al cabo de lo que supongo fueron horas en el inframundo, del cual y de paso no guardo ningún recuerdo; agarrado me había a la cuerda que atome en la cubierta, la cual por fortuna y gracia de Dios enrollose en trozo o pedazo de mástil de modo y manera que tirando del cabo llegué al ovillo del mástil, que mánsamente flotaba a la deriva en la mar. Pocas esperanzas albergaba sobre mi suerte futura pues de todos es conocido que cuerpo humano no aguanta sin agua ni comida mucho tiempo. Así que dispúseme a rezar y preparar mi alma para la vida eterna, en la seguridad de que no hallaría salvación posible en la grandeza infinita de la mar océana.

El buen Dios que todo lo ve y escucha acudió a mis oraciones y rezos, y una fortísima corriente marina arrastró al tronco de mástil; al principio era de ver que parecía realmente milagro del cielo lo rápido que tiraba la mar del tronco hacia la tierra que al fondo de poco en poco aparecía.

No puedo escribir las abundantes y copiosas lágrimas que cubrieron mi rostro quemado por el sol. Ni los gritos de alegría que proferí. Ni las infinitas gracias al Cielo que di. Ni las nunca acabadas promesas que pronuncié cumplir ante la vista de la firme tierra y la verde vegetación de la costa.

A una legua de la tierra firme cuando pareciome que ya estaba todo lo cerca para acudir a la tierra salvadora nadando abandoné mi sostén y salvador tronco, no sin antes despedirme del como si de persona se tratara.

Nadé hacia la tierra firme, pero no sé si por magia o por mi mala cabeza ésta como movíase alejándose de mí de forma tal que no acababa de acercarme nunca, y no hacía sino mirar para ver si era espejismo de mi mucha hambre su presencia y forma o muy por el contrario verdadera y real estaba allí. Lo que pareciome la travesía de Caronte se hizo eterna, y mucho y muy recio tuve que nadar para por fin llegar agotado a la orilla.

A lo que recuerdo, allí tumbado permanecí largamente tumbado, mecido y meneallo por la mar tranquila de la playa, que de poco en poco me golpeaba.

Como el famoso y valiente Ulises cuando en su viaje de vuelta a su tierra en Ítaca fue hundido por Zeus y llevado a la isla del terrible y feroz ogro Polifemo por su cabeza e idea de hacer el Caballo de Troya, así estaba yo, Filiberto Miguilla en aquellos remotos parajes y abandonado de la mano de Dios.

A lo que recuerdo los primeros e inmediatos instantes pensé en comer y beber en lo posible. Así que con las pocas fuerzas que me quedaban de tan fatigosa travesía busqué algo que llevarme al coleto. Comí con ganas un coco que en el suelo encontré y un poco de agua que en el fondo de una hoja había. Al momento recuperé el sentido y lo primero y primordial fue volver a ponerme al servicio de Dios mi salvador y la Santa Madre Iglesia. Lo segundo fue procurarme un refugio para la vecina noche para lo que aparejé una choza a modo de pastor serrano.

Despojeme de mis ropas españolas que de nada servían en aquellas tierras, pesadas y rotas y quedeme con un calzón para tapar mis vergüenzas y el gorro para que el sol no me quemara la cabeza. Guardé el resto del apaño por si en lo sucesivo necesitara de ello.

Lo siguiente y sucesivo que en los días venideros ocuparon mi faena fue hacer fuego. Es complicado hacerlo sin pedernal ni utensilio al uso; mas la suerte acudió a mi persona y busqué entre mis ropas las lentes que de normal utilizaba para ver las Cartas y leer los mapas marinos. Encontrelas por fortuna sin hacer añicos, enteras y verdaderas, en la misma forma y estado que cuando se las compré a un doctor judío en Toledo. Sabíame el proceso siguiente y sin dudar hice nicho y nido de hojarasca seca y orienté la lente hacia el sol concentrando el rayo al centro de las hojas secas. Así nace el milagro que nos da de comer y que produce alegría tal en el alma y reconforta de tal modo que cuando apareció la llama muchos y poderosos gritos di. El mismísimo Don Quijote de la Mancha no hizo tantas locuras en toda su ejemplar y verdadera historia como hizo Filiberto aquella mañana.

Asentado y procurado de peces y cocos y cangrejos marinos, pensé que lo primero y primordial pasado el buscar el necesario sustento era tomar posesión de la ínsula para la Corona de Castilla y nuestro Rey Don Carlos y someterla a la jurisdicción y doctrina de la Iglesia. Así determiné que a la próxima salida del sol se efectuarían los trámites necesarios para ello.

Recuperé las vestiduras de capitán y confeccioneme una Cruz con dos ramas; a modo de bandera e insignia dispuse de una calza de un pie ya que no disponía de otro ropaje que me sobrara. Así aderezado y vestido y muy serio me dispuse y con gran reverencia hundí la Cruz en la arena y de rodillas y a viva voz dije «Tomo posesión de estas tierras para la Corona de Castilla y nuestra Santa Madre Iglesia y se la dono y ofrezco a nuestro Rey Carlos y como ha sido Filiberto Minguilla su descubridor la bautizo y nomino con el nombre de Ínsula Minguilla»; dicho lo cual di por terminado y acabado tan fructífero y breve proceso.

Sentime contento de dar tierras a la Corona en la confianza de que así aplacara la ira del Rey o su Valido, el Gran Duque de Medinaceli por la pérdida de la «Esperanza del Señor» y seguidamente dispuse a descansar.

Gran morriña entrome de pronto. Sentíame lejos de Castilla y mi casa y gran congoja vino a mi corazón, más determiné de no acordarme ni pensar en Castilla, ni en Segovia ni en España hasta que no tuviera noticias de mi salvación o muerte, pues pensar en ello conllevaba dolor y flaqueza de ánimo.

Así que dejé pasar el tiempo; los días venían tempranos y se iban con gran calor, las noches les continuaban frescas y ventosas. De vez en cuando al caer la tarde, como si el cielo se cansara de ser bueno, alguna gran tormenta se desataba de pronto. Sin avisar una nube pequeña e insignificante se tornaba negra y venía rápido con viento y agua que gran daño causaba en mis pobres pertenencias y enseres, apagando mi elaborado fuego y volando mi humilde choza.

Casando me hallaba de tanta contemplación, cuando decidí que era el momento y ocasión de acudir a explorar los linderos y bordes de la Ínsula a fin de elaborar un mapa que me sirviera de orientación y así determiné de que me pondría en camino lo antes posible. Tampoco vendríame mal algún que otro animal o carne que echar al buche pues llebaba mucho tiempo sin probar bocado sólido.

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Con gran dolor de pies, a causa de las heridas y cortes de las plantas, dispúseme a andar por los riscos y playas de mis dominios con decidido ánimo y valor. Parecíame pequeña, mas cuando el día se echó tras la mar no había acabado de explorar toda la playa.

Amaneció claro y despejado y con calor. Se terminó la playa en unos riscos que bruscamente, cual muralla de Jerusalén, se elevaban al cielo hasta donde la vista alcanzaba. A la diestra un espeso follaje cerraba el paso al explorador. Penseme si internarme en la espesura del bosque o bien dar la vuelta y volver a mi playa solitaria. Al final dije: «Filiberto, a un castellano no lo para el follaje» e inmediatamente y no sin dificultad aparté las primeras ramas abriendo camino al resto de mi cansado cuerpo.

Con gran esfuerzo y batalla avanzaba luchando contra las ramas y hojas. De aquí a allá algún pájaro cantaba o bien un ruido sonaba cerca, aunque lo más abundante fueron serpientes y culebras. Grandes mosquitos me atacaban y chupaban la sangre y obligado a rebozarme en barro como cochino talaverano me vi.

Andaba con gran cuidado y armado con una lanza que con paciencia y de dura madera habíame fabricado y al acecho y rececho de algún mono o ciervo estaba para cazarlo si hubiera ocasión.

Un pájaro grande y sin alas se me apareció en un claro, quedose quieto cual estatua mirándome como si al instante se hubiera convertido en estatua de mármol. No tardó en ser desplumado y frito y asado en rústico espeto. Manjar del Olimpo. Ambrosía traída por la misma diosa Minerva. Así paladeé la carne de tan sabrosa ave.

Con renovadas fuerzas acometí el seguir con mi viaje exploratorio. Interneme muchas leguas en la espesura de la selva. Parecíame no tener fin, y determiné que a lo que me parecía estaría dando vueltas como pollo sin cabeza por el mismo sitio de la selva. Así dispuse marcas y mojones por los sitios donde pasaba con el fin de encontrallos y así no perderme y agotarme sin fruto.

Mas debí de caminar recto hacia el este porque no tropecé con ninguna marca en todo ese día, que llegado a su fin, determiné dormir subido a un árbol, a salvo de serpientes y culebras de las muchas que había visto en mi travesía.

Al segundo día pensé y determiné que si no encontraba salida a la espesura volvería por el mismo camino al sitio de partida, dando por concluida y terminada mi misión.

No habían pasado dos horas de camino cuando claro oí el rumor de arroyo a no muy lejano espacio. Agua fresca, cristalina y sin sabor a rana. Dice el refran castellano que por el hilo se llega al ovillo, así por el seguimiento del ruido claro del agua se llega a la fuente de la misma. Al doblar una rama apareció un río pequeño de no más de media vara de ancho, pero caudaloso y cristalino que de verlo me alegró el alma y recorfortome el anímo. Mucho y copioso bebí de sus aguas.

Acomodeme en una orilla a pensar qué hacer lo siguiente. Mas al pronto pareciome oír voces a lo lejos. Tal como risas de chiquillos o mujeres jóvenes chapoteando en el agua. En efecto, pensé, son voces y ruidos humanos lo que me llegan, una vez que escuché más atentamente los mismos. Levanteme al momento y presto acudí a su encuentro y ocasión para dar cumplida satisfacción a mi curiosidad y esperanza.

A una legua de distancia y en un claro remanso del río hallé un grupo de lo que me pareció la gente más extraña que jamás humano vio; allí tal y como su madre los trajo al mundo encontreme con seis o siete chiquillos de color aceituno que felizmente se zambullían en el agua. A su lado lo que me pareció como diez mujeres, menudas de estatura, las caras pintadas con franjas o líneas de color pimentón y unos enormes aros a modo de pendientes colgando de las orejas. Asimismo tenían en la naríz colocado otro enorme aro, que más parecía de hecho para llevarlo vaca gallega que persona humana. Estaban éstas distraidas en el remanso, en lo que supongo sus quehaceres femeninos, cuando una de ellas que alzó la vista divisome y mirome y como si el mismísimo Satanás se le hubiera aparecido, levantose, señalome con el dedo extendido e intentó hablar, pero quedose paralizada por lo que supongo miedo o terror.

Acto seguido y por su inercia y movimiento el resto miraron en la dirección que señalaba el negro dedo de la aborigen. Todos al principio parecieron tener el mismo efecto. Curiosa epidemia, pensé, recordando al pajaro bobo que habíame merendado el día anterior, a lo mejor, es consecuencia y efecto de vivir en mi Ínsula. Mas no esperaron largo tiempo a que me acercara y al momento una de ellas lanzó un sonido, que era muy parecido al de los monos que había en la selva; y señal o aviso debíase tratar puesto que, como salidos de debajo de las ramas o de la tierra misma, vime rodeado de puntiagudas flechas que amenazantes y porfiantes indios tensaban.

Filiberto Minguilla, pensé, éste es el punto y final de tu vida pecadora, puesto que no albergaba ilusión o fortuna de salir de aquel trance. Prisionero me hicieron aquellos pigmeos que levantaban la mitad de estatura que un castellano; tenían el mismo color que las mujeres y con las mismas pinturas en la cara, pero éstas de color verde o blanco, algunos grande tripa tenían y otros en cambio finos eran como hijos de pobre huérfano. Mas sorprendiome que las mujeres tenían los pechos caídos y colgantes, de lo que deduje que grandemente los usaban para dar de mamar, y de los hombres colgaban sus partes libremente, sin importarles el pudor o el decoro natural para lo que manda la Santa Madre Iglesia.

Ante el jefe me llevaron y por señas las que hizo entendí y deduje que él mismo me pedía que le dijera quién era. Yo dije: «Soy Filiberto Minguilla, natural de Valladolid, de las Españas, que tengo a bien tener por dueño esta Ínsula y sus moradores y por haberla tomado para la Corona de Castilla». Mas el jefe indiano pareció no entender mis gestos y ordenó al punto que me encerraran en castillo o cárcel que aquel pueblo tenía.

Vime de ese modo encerrado por mis propios súbditos en una choza que al uso apañaron. No pasé mucho tiempo en ella, puesto que era gente pacífica y mediadora y no tenían interés en mantenerme encerrado muchos días. Al cabo me soltaron y dejaron libre, cosa que entendí por las señas que el jefe hacía hacia la selva. Y sin duda habría vuelto a mi playa solitaria, de no haber sido porque vi a uno de esos pigmeos golpeando una piedra contra otra para hacer yesca con la que encender fuego. Grandes sudores tenía y con gran denuedo golpeaba, que más parecía querer romper las piedras que hacer chispa. Al verle y por agredecimiento por haberme soltado, me acerqué y coloqué mi lente cerca de las ramas secas que tenía cerca; como es de natural ésta enseguida y por efecto del calor comenzó a soltar el humo que antecede a la llama que no tardó en salir, y al verla el pobre casi se cae del efecto que le produjo.

Todos se alborotaron. Salió el jefe de su choza y el de las piedras le debió de explicar lo sucedido. El jefe mirome como si no creyera lo sucedido y al final se acercó y con una vara o palo lleno de plumas que siempre tenía asido me tocó el hombro y abrazome después como si su hijo fuera.

Desde ese momento aceptáronme como uno de los suyos, integrándome y uniéndome al grupo tal y como uno de ellos. Mas tengo que decir que en lo referente a este punto salí perdiendo a los ojos de mis indianos. Para adaptarme y por comodidad compredí lo gustoso que andan las partes del hombre sueltas y a su libre albedrío; mas al comparar las mismas, los «minguillas» -que así decidí llamarles por ser súbditos míos- no hacían mérito al sustantivo y eran grandemente dotados en relación a los castellanos; cosa que atribuí al continuo uso que del mismo hacían como se entenderá de mi relato.

Tenían estos aborígenes una costumbre azaz curiosa; una vez al mes, cuando a las mujeres de la aldea les venía lo que de natural tienen éstas, y en consecuencia reacias e improductivas estaban… pues en esos días las encerraban en una especie de cercado o vallado provisto en el centro de cómoda choza con lumbre en el centro. Allí sumisas y muy calladas estaban encerradas saliendo del mismo cuando querían y sin producir alboroto ni aspamiento alguno volvíanse a su lugar y refugio. Observé esta costumbre asombrado y en ello noté cuán diferente son los indios del resto de la civilización, en ello y en que en ese espacio de tiempo en que no había su natural mujer el hombre podía yacer con cualquier otra a su antojo siempre que ella a su vez también quisiese.

Pesé que si viera y notara esto la Santa Inquisición al momento arderían todos en una hoguera por herejes y pecadores. Mas no pensaba ni por un momento en ponerme en enojo de ellos censurando sus costumbres y más que pasando el tiempo parencíame placenteras a lo sumo. De modo que determiné ponerla en práctica y uso que así dice el refran castellano: «allí donde fueres, haz lo que vieres».

Así un día que estaba sentado en una roca contemplando la verde vegetación, pasome al lado lo que me pareció una indiana regordeta y entrada en carnes. Mirome con gusto y yo respondila a su mirada puesto que luengo tiempo hacía la última vez que conocí mujer y desde entonces más casto que un sacerdote andaba.

Internose en el bosque e hizo indicación que la siguiera. Al punto salté de la roca y encamineme como búfalo en pos de mi conquista. En un claro del bosque estaba como su madre la trajo al mundo, en pose harto canina sobre sus manos y rodillas. Así con tal ardor como Lanzarote del Lago acometió a la reina Ginebra, así Filiberto acometió a la indiana, sin reparar en otro gusto que no fuera satisfacer su deseo.

Mas en el furor del amor incontrolado no advertí yo sus partes femeninas, ocultolas mucho, pensé, entre los pliegues de las lorzas que de mucho tenía. En esto pensaba cuando de pronto asaltome duda y sobresalto y metiendo una mano por debajo palpé para comproballo. Al punto toqué criadillas en donde no haberlas de natural debía.

En este punto del relato mentir no puedo, ya que sería tanto como condenar mi alma al infierno. Debo confesar, que al movimiento y a lo bien que lo hacía y a las ganas de tan acumulados días, no paré al comprobar que varón era lo que enfrente hallaba.

Esto lo confieso no sin miedo que algún día este relato acabe en manos de nuestra Santa Madre Iglesia y la Santa Inquisición y vea mi huesos y cuerpo pegado al poste de la hoguera por sodomita.

Sentíame como un judío o bien como ropa vieja que salida del armario hecha tiras y jirones amontonada se encuentra; mas con el paso de los días asimilarlo debí sin remedio, puesto que repetí y acudí a las citas que tanto en tanto el indio me planteaba. Al final juntos acabamos en la misma choza como marido y mujer; pero en mi descargo y defensa tango que decir que siempre era mi amigo quien de mujer hacía el papel y que de muy buena gana y muy bien lo desempeñaba.

Al otoño siguió el invierno, a éste la primavera y el verano y Filiberto allí estaba con Miguel (que así decidí llamarle) en antinatural comunión. Mas con el tiempo decidí de volver a la playa origen de mi naufragio para ver si divisaba navío que de vuelta a España traerme pudiera, pues cansado de comer monos y serpientes estaba y mucho añoraba a mi Castilla natal.

Determiné de pasados unos días abandonar a mi amante y su tribu y encaminarme con decidido paso de vuelta; así se lo comuniqué a Miguel y al jefe de la tribu. Gran pesar y lágrimas brotaron de sus rostros y grandes abrazos me dieron. Al final dejáronme marchar no sin antes haberme dado provisiones para el viaje y decirme la ruta por la cual debía encaminarme.

A la playa llegué al cabo de dos días. Una gran lumbre preparé para el caso de divisar barco y hacerle señales; mas visto que esto era improbable y que en mi Ínsula de por vida estaría encerrado, determiné de hacer barca con unos juncos y ramas para abandonarla lo antes posible y dejar mi suerte y fortuna en manos de la mar.

Una vez terminada y completado el aparejo y en lo que me pareció un día despejado el horizonte, fízeme a la mar abandonando mi Ínsula y sus queridos indianos «minguillas». Cierta pena entrome, mas decidí mirar al frente y amarrarme al timón para no dar la vuelta.

Impulsome el viento Céfiro con fuerza y ganas hacia lo profundo de la mar internándome en mi balsa con decidido rumbo. Por suerte un navío mercante portugués pasaba de largo a una milla y divisome el vigía de popa. Rescatado fui y llevado ante el capitán. Éste preguntome mi nación y origen. Mas mentile hice no revelando mi Ínsula que al Rey de España pertenecía diciéndole que no recordaba nada, ni cuándo ni dónde pues la grande hambre que había pasado afectome al cerebro.

Al final en la India terminé, desde donde escribo esta carta y donde asenteme con un Marajá que conocí y con el cual vivo y comulgo.

Espero que pasados los años y siglos me sean perdonados los pecados y culpas de mi vida puesto que ya nunca veré más España y la árida Castilla de mis amores.

En Gaos, 1683.

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En este mismo instante, en alguna otra parte

por Relato finalista

Buenas, doctor.

Bien, gracias. Quiero decir, todo lo bien que puede estar alguien que se está muriendo.

Vamos, doctor, ambos sabemos que eso no es verdad. Por eso está aquí. Le han encargado una evaluación de mi estado físico y mental para ver si soy apto para ser trasladado a un hospital de seguridad. Soy un viejo asesino que se muere, y por algún motivo que se me escapa mi edad permite que ese gesto de generosidad estatal se considere compasivo.

Pero se lo voy a poner fácil, doctor: no quiero trasladarme, no quiero atención médica.

¿Por dónde empiezo? Tengo setenta y tres años, creo, y entré aquí con treinta y cuatro y una cadena perpetua. Y parece lógico: lo que hice fue lo bastante monstruoso como para que se considere que independientemente del tiempo que pase siga siendo una amenaza para la sociedad. Pero no nos engañemos. Usted es doctor en psicología y tiene un máster en criminología, ha estudiado la legalidad y sus implicaciones morales y éticas desde el punto de vista normativo, pragmático, cognitivo y filosófico. Así que, dejando a un lado la necesidad práctica de las leyes, coincidirá conmigo en que la mera existencia de las cárceles demuestra nuestro fracaso como especie. Hemos sido y somos incapaces de evitar el mal moral, y somos igualmente incapaces de subsanar sus consecuencias. Los castigos, las represalias, doctor, sólo tienen un valor disuasorio. Pero una vez se cruza la línea que traza la pena, no sirven de nada, se esfuman como fantasmas a la luz del día. ¿Puede devolver la vida a mi mujer y a mi hija? Tanto como las han resucitado las cuatro décadas que llevo aquí encerrado.

Por supuesto, tengo que pagar por lo que hice. Pero aun así, ¿no ve lo absurdo que es todo esto? Hace cuarenta años había un hombre sosteniendo un martillo ensangrentado, y un hombre hoy paga por el crimen que cometió alguien que ya no es él. La línea que une a aquella persona conmigo es tan tenue como la relación que tiene la semilla de tabaco con el cigarrillo que está pensando en fumarse cuando salga de aquí. Y esa es la contradicción, doctor: sufro una sentencia justa por mi acción que debo asumir, y a la vez no soy el individuo responsable de ella. Y por más vueltas que le demos, no hay solución.

He cambiado mucho durante mi reclusión. Hace treinta y cinco años todavía pensaba que podría escaparme de aquí, fugarme lo bastante lejos como para empezar una nueva vida. Hace treinta pensaba que revisarían mi caso, que alguna teoría psiquiátrica moderna me exoneraría demostrando que lo que hice estaba de alguna manera predeterminado. Hace veinticinco años pensaba que tal vez por algún hecho fortuito me llegaría un indulto excepcional. Hace veinte años dejé de pensar.

Los siguientes cinco años los pasé recluido en mí mismo, me convertí en mi propia celda portátil dentro de la otra celda. No se extrañe, en la cárcel no existe eso que llaman amistad. Los reclusos nos encontramos obligados a compartir un espacio y lo único que tenemos en común es que lo que nos ha traído aquí es todo aquello que es ruin y bajo en el ser humano. Por supuesto, como en todos los sistemas sociales  jerárquicos cerrados, se establecen alianzas. Pero hay algo que muere el primer día que pisas una cárcel: la confianza. Claro que los hay que dicen ser inocentes, pero a estas alturas nadie es inocente. Y si lo fuera, parece que el mundo no tiene demasiada consideración por tal circunstancia. Mi hija era inocente, apenas sabía andar, y eso no la protegió del politraumatismo craneal… En definitiva, ese lustro fue una especie de limbo en el que los años pasaban con la velocidad de una alucinación y cada día era en sí mismo una condena interminable.

Fue entonces cuando medité seriamente la posibilidad del suicidio. Pero resultó que tenía miedo a la muerte. Y ahí estaba, doblemente atrapado. Sí, lo sé. Sé que en mi expediente aparece registrado mi intento de suicidio, pero eso no ocurriría hasta algún tiempo después.

Supe que había tocado fondo en ese momento, hace quince años, por dos motivos. El primero fue que al charlar con otros convictos sólo podía contar anécdotas de mi vida carcelaria: había atravesado el punto de no retorno, y el mundo, la realidad fuera de la celda, no era más que lo que veía por la televisión, dos horas al día. El segundo fue que me sentí aún más solo cuando se acabaron los esporádicos abusos sexuales, cuando ese hecho hizo que se apoderase de mí una insoportable sensación de abandono. Dígame, doctor, ¿qué se discute en esos simposios a los que asiste sobre el grado de desesperación que hay que alcanzar para que se necesite el calor y el contacto de otro ser humano hasta el punto de aceptarlo en una expresión tan violenta y degradante?

Ya sólo me quedó la salida de recluirme en la biblioteca, porque nadie iba allí. E hice lo que no había hecho nunca: leí todo lo que encontré. Supongo que no disponer más que de tiempo te empuja a hacer cosas que no sospecharías de ti mismo. Así que devoré todo lo que encontré, literatura, filosofía, historia, ciencia… Platón decía que los hombres malos lo son por ignorancia, y que el conocimiento nos hace buenos. Eso sólo demuestra su profunda ingenuidad, pero es cierto que, de alguna manera, te cambia. Todas aquellas ideas, todos aquellos pensamientos, dudas, aspiraciones y esfuerzos de otros me obligaron a relativizar mi propia situación, a plantearme las alternativas a mis prejuicios, a mis ideas preconcebidas, a mis justificaciones. Aquello no me sirvió de mucho, por supuesto. Usted es afortunado, doctor: no puede imaginar lo triste que es descubrir una inquietud y no tener con quién compartirla. En fin, todo aquello me llevó a preguntarme, por primera vez y aunque resulte inconcebible, por qué hice lo que hice. Y estaba tan perplejo, tan avergonzado y frustrado, que seguí leyendo, intentando encontrar una explicación, alguna forma de redención.

Por supuesto, no la encontré. No hay nada que redima de golpear hasta la muerte a alguien a quien una vez, de una manera tal vez egoísta, mutilada y reducida, amaste. La sangre puede limpiarse, de una manera mucho más eficiente de lo que la gente cree, pero las manchas permanecen. Por ello hace diez años, en una crisis emocional, sí que logré abrirme las venas. Pero como el destino a veces tiene un sentido del humor bastante macabro, sobreviví, me permitió conservar el suficiente instinto de supervivencia como para pedir ayuda cuando lo que me rodeaba ya no era más que un borrón difuso y me había meado encima.

Así que seguí leyendo, con la difusa intención de encontrar algo que si bien no fuera la salvación, al menos me proporcionara la suficiente paz interior para poder aceptar mi muerte y no resistirme al final en mi siguiente intento. Y pasó mucho tiempo, hasta hace relativamente poco, sin que de una manera totalmente inesperada, tuviera una revelación.

No, no hay registrado un segundo intento de suicidio. No ha hecho falta, al final lo inevitable me ha alcanzado.

En aquel momento, mis vagabundeos intelectuales me llevaron a ese campo tan insondable que es la mecánica cuántica. Por supuesto, ni lejanamente soy capaz de comprender todo lo que he leído, pero sí soy capaz de asumir algunas de las premisas y de aceptar ciertas conclusiones, por mucho que parezcan oponerse diametralmente a mi propia experiencia.

¿Ha leído acerca de Hugh Everett? Yo lo hice hace cosa de unos ocho años. Era un físico que intentó solventar la paradoja de Schrödinger, y postuló que había una serie de mundos paralelos mutuamente inobservables pero coexistentes en los que el desdoblamiento de los posibles resultados de un hecho individual podían permitir que en uno de los múltiples mundos el gato estuviera vivo, y en otro muerto. Eso fue en 1957, diecinueve años después de que yo naciera, quince años antes de que matara a mi mujer y a mi hija recién nacida.

Lo sé, doctor, sé que suena a ciencia ficción, pero los trabajos de Schwarzschild y Kerr parecen apuntar a que, teóricamente, podría ser posible, que tal vez los agujeros negros son nexos de unión entre universos espejo.

Aquella idea me martilleaba la cabeza hasta el punto de que, lo admito, se convirtió en una obsesión. Imagínese, doctor, aceptamos de forma natural que elegir es renunciar, pero ¿y si no fuera así? ¿Y sí en cada punto significativo de nuestra vida la realidad se multiplicara dando lugar a una superposición de resultados independientes? ¿Y si, cada vez que escogemos, simultáneamente optamos por todas las posibilidades que se nos presentan, y cada rama a partir de ahí es una serie de ensayos cuyo conjunto agota todas las divergencias de nuestra existencia?

Cuando estas preguntas se me plantearon, sufrí una transformación.

En mis sueños, desde entonces, veo todo eso, doctor, puedo observar el devenir de esos muchos mundos. Me veo a mí mismo sosteniendo el martillo, oyendo los ruidos cotidianos del salón. Y a veces todo ocurre como ocurrió. Otras veces no las mato, pero algo sobreviene después y el resultado es el mismo. Pero eso es la menor de las veces. En muchas no es así. En otras el final es también triste, cargado de incomprensión y distancia, pero siguen vivas.

Y luego están la mayoría, aquellos sueños en que la divergencia conduce a resultados totalmente distintos. Simplemente, lo he visto. Así es, doctor: sé que ahora, en el multiverso, existen decenas, cientos de alternativas de mí mismo. En algún sitio, hay un yo mío que mira una puesta de sol en lugar de estas paredes de azulejos amarillentos, y no tiene una sonda clavada en la mano derecha. Otro yo mío que no está desesperado ríe y llora sin motivo aparente como tantos otros viejos medio seniles. En algún lado un yo mío se despierta esta mañana y camina solo por una playa, con la brisa del mar que nunca he visto acariciándole la cara. Otro yo mío ha escalado una montaña. Otro decide la hora a la que quiere cenar. Otro mira resignado cómo su gato le destroza el sofá, hunde los dedos en su denso pelaje y le parece la criatura más hermosa del mundo. Otro se detiene en mitad de la lectura trivial de un prospecto y con la mirada ausente piensa en la cantidad casi imposible de variables que han tenido que intervenir en contra de todo cálculo de probabilidad para que se haya creado un ser tan individual como es él mismo, e íntimamente se maravilla del milagro que es estar vivo. Otro piensa que en el esquema general de las cosas, el dolor que siente es sólo una ilusión, y que su ser es eterno. Hay uno que incluso acaricia un nieto.

Así que no quiero atención médica. He vivido mucho en sueños, y lo que usted me está ofreciendo no es vida; me está ofreciendo una serie indefinida de días adicionales de levantarme a una hora prefijada, desayunar, dar diecisiete vueltas al patio, refugiarme en la biblioteca entre revistas releídas, comer a una hora fija, dar diecisiete vueltas al patio, volver a la biblioteca, cenar, ver como las rejas se cierran con un sonido concluyente y esperar a la mañana siguiente.

Nada de lo que le he contado justifica lo que hice, por supuesto, pero me reconforta pensar que en este mismo instante, en alguna otra parte, hay una infinidad de versiones de mí mismo que han sido mucho mejores hombres de lo que he sido yo. Y quiero pensar, quiero creer, que al final eso sea verdad, y que cuente, y que el mal que he hecho sea pequeño en comparación con la plenitud de todos esos mundos posibles. No necesito más.

Y ahora, doctor, me gustaría descansar.

Buenas noches.

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Llámame Jack…

por Relato finalista

De: customer.support.879465@amazon.com
Para: c.a.r.l_was_here@hotmail.com
Asunto: Retraso en entrega

Estimado cliente:

Lamentamos ponernos en contacto con usted para informarle de un inconveniente en la entrega del producto que nos ha solicitado con número de registro 27458963HZD. Rogamos disculpe la demora y nos ponemos a su disposición para bla, bla, bla, bla… lo de siempre, ya sabes. Si esperabas un mensaje con una sarta de frustrantes disculpas y excusas de un operario incompetente te informo que te he librado de ese puto rollo. Como habrás supuesto este mensaje no pertenece a tu proveedor favorito y yo no soy ese atento operador que va a dilatar la solución a tu incidencia. Sólo soy una pequeña interferencia, un intruso que se ha colado en tu sistema. También soy el que te acaba de cortar tu conexión, lo siento. Es algo temporal, en dos pequeños pasos te lo soluciono. Pasa el puntero lentamente sobre el icono de «Impresora», ese viejo fósil que sólo usas para descargarte de vez en cuando unos relatos decadentes. A continuación, pincha este mensaje y pulsa el icono «Borrar». Fácil, ¿no? Bien, ahora estamos a solas, no nos mira nadie. Son unas pequeñas medidas de seguridad mutua, como habrás adivinado no quiero que nadie se entere de este pequeño allanamiento digital (por Amazon no nos tenemos que preocupar, ni se habrán enterado de que he intervenido uno de sus servidores). Calma, ahora simplemente tendrás que esperar unos veinte minutillos y podrás volver a conectarte a la red. Vaya, precisamente el tiempo justo para leer estos siete folios que has impreso. Si me prestas este pequeño tiempo de atención quizá hasta me lo agradezcas al final. Adelante, sin miedo, salta al siguiente párrafo y te explicaré las preguntas que ya te estarás haciendo.

Pregunta uno: ¿Quién cojones soy? No quiero parecer maleducado pero no me voy a presentar; no te pierdes nada, es probable que nunca me conozcas. No existo salvo para mí mismo. Para ti, ahora mismo, sólo represento un inquieto cursor deslizándose en un documento de texto, un parpadeo de hertzios en tu monitor de quince pulgadas y una secuencia de unos y ceros que hace medio minuto fluían por un cableado de cobre. No busco compañía, si es que pensabas que era un acosador (aunque en cierto modo lo soy). De acuerdo, si te gusta la formalidad me presentaré. Puedes llamarme Jack, Joey, Jackie, Johanna, Jimmy, Jebadiah, Jean Pierre o lo que te plazca. No intentes mirarme a los ojos ni darme la mano, ni siquiera tengo alias ni icono virtual al que dirigirte. Mi mejor referencia es mi anonimato. La información es mi vocabulario. La mentira es mi idioma, pronto lo descubrirás. ¿Soy un pirata informático? Negativo, destruir y saquear sistemas pertenece a otra época, a cuando gateaba en pañales. ¿Hacker? No trabajo para mejorar la seguridad de las corporaciones, bastante tengo protegiéndome de ellas. ¿Cazatalentos? El único cerebro que me interesa es el mío. Simplemente soy un profesional liberal, un jodido intermediario. Soy el maldito genio de la lámpara, si quieres algo, lo hago posible; cuidado con lo que deseas, dicen, pero ese no es mi problema. No me has llamado pero me necesitas. Estamos tú y yo (perdona que te tutee), solucionando tu futuro en un trato sin papeles ni apretón de manos. ¿No es emocionante?

Segunda duda: ¿Qué pretendo hacer? Replanteemos la pregunta: ¿qué pretendo hacer por ti? Te voy a ayudar. Aunque no lo sepas, aunque en el fondo no quieras. Porque ni tú mismo sabes que me necesitas. Vamos a resolver esta paradoja. Tengo ventaja. Yo sé muchas cosas, quizá demasiadas, incluso algunas que ni siquiera tú conoces. Hace un tiempo me llamaste la atención. Mientras vagabundeaba en mi base de datos, en el depósito/vertedero/estercolero de información clasificada que recolecto de aquí y allá de las grandes corporaciones, me topé con tu figura. Voy a intentar describirte. Alto e inseguro. Moreno (este mes, el anterior tenías mechas marrones) y solitario (tres relaciones fallidas en el último año, todas compañeras de trabajo, lo entiendo). Graduado con honores en todas las putas disciplinas en las que te hayan examinado (rectifico, en Voleibol eras una calamidad) y con alergia a cualquier cosa que tenga pétalos o que salte de flor en flor. Licencia de conducir caducada (no te hace falta, chofer y Lexus de empresa) desde hace dos años. Esta es sólo una pequeña muestra, ¿te reconoces?, ¿quieres más? He confeccionado un dossier tan completo con el que, si yo fuera un puto dios, te moldearía como una réplica con este montón de bits. Te conozco mejor que tu espejo. Perdóname, me he entretenido y eso que quería ser breve. Volvamos a la pregunta original: ¿qué pretendo hacer? Extraerte de tu corporación e insertarte en otra; como un tallo se trasplanta de una maceta a otra. Pum, así de fácil. Aunque para eso has de completar mi elaborado test de admisión tachando una respuesta:

a) No quiero.

b) Me lo tengo que pensar.

c) Es imposible.

Si tu respuesta es a), lamento comunicarte que estás perdiendo el tiempo leyendo esto, rompe estas hojas, caliéntate el sándwich de pollo para cenar, sigue reclamando a Amazon y acuéstate pronto para que te levantes descansado; te estás engañando a ti mismo, ¡Hasta nunca! Si has tachado la respuesta b), me estás haciendo perder el tiempo, para mí pensamiento y acción son todo uno, la indecisión me produce urticaria, la duda es el ayer y el ayer son los dinosaurios. Este mensaje ha nacido muerto (no te molestes en esperar a que se autodestruya). NO ME VALES, OLVÍDAME.

Si has elegido la opción c), enhorabuena, al menos te has interesado. Por curiosidad leerás estás páginas y estarás toda la noche sin dormir. Es lógico, si estuvieras seguro y con la voluntad de cambiar de aires ya estarías fuera hace tiempo.

Pregunta tres: ¿Cómo coño sabes que quiero salir de mi compañía? Ya te lo he dicho, oigo y veo cosas. No soy un vidente, lo que tengo es acceso clandestino a ciertas puertas traseras en vuestros sistemas y a una red de contactos que me suministra esa información. No me escondo (en sentido figurado, en realidad sí me escondo, mi cabeza y lo que hay dentro de ella vale mucho dinero), me gano muy bien la vida trasteando con la información corporativa. Nadie, con absoluta rotundidad, sabe quién soy. Soy un mal necesario. Puedo ser un excéntrico universitario aislado que tiene su bunker informático en el garaje de su casa. O una fugitiva millonaria que ha preparado este correo mientras un modelo de Hugo Boss le hacía un masaje tántrico en su ático de los Alpes. Incluso puedo estar trabajando dentro de tu misma compañía y cruzarte conmigo en el ascensor todos los días. Tengo una doble, triple o elevada al cubo vida. Soy el mejor hombre/mujer que se puede encargar de este cometido. Lo siento, es un defecto, me encanta hablar de mí. Pero volvamos contigo. Te estarás preguntando: «si yo no le he dicho a nadie que quiero abandonar la compañía». Por esa razón soy el mejor, porque detecto las pistas, las señales de alerta. Conozco las evaluaciones de tus superiores, los informes de los psicólogos corporativos describiendo tus alteraciones de conducta, los rumores de pasillo e incluso tus cuchicheos con prostitutas de 1.000 dólares la noche. Quieres abandonar y esa voluntad reprimida palpita en las discusiones con tus coordinadores, en la frustración por no progresar en la jerarquía, en esos menosprecios a tus triunfos. Aquí tengo unas cuantas anotaciones confidenciales de tu propio psicólogo: «indeciso patológico…», «emocionalmente inmaduro…», «perseverante en sus ideas pero desordenado en sus exposiciones…», «ambiguo en la confianza con la gente más cercana…», «inseguro, irascible…» ¿Seguro que el buen doctor no te había transmitido nada de esto? Lo adivino, buenas palabras, una receta de Prozac y 200 dólares la hora. Para ti, la rutina de volver a la consulta dos veces por semanas. Para el loquero, un cliente enganchado y una información valiosísima para vender. Toda esta información (y mucha otra que ni te imaginas, grabaciones de seguridad, registros bancarios…) está disponible para el que esté interesado en comerciar, gente tan indeseable como las corporaciones o tan respetable como mi persona. Tú dirás: «¿y la confidencialidad, el secreto profesional, el derecho a la intimidad… (te preguntas enojado y furioso)?» Déjame susurrarte una cosa: los secretos no existen. Desde las charlas informales con tu abogado hasta las confidencias etílicas con la camarera de un karaoke. Todo se subasta. Nuestra sociedad es un gran bazar. Consígueme la radiografía del tumor cerebral que oculta uno de mis consejeros y te detallaré los encuentros sexuales que tiene tu mujer cada lunes, miércoles y jueves en el Hotel Plaza. Préstame los movimientos bancarios de tus clientes y te cedo un puesto en el consejo de administración de cuatro grandes corporaciones. Déjame acceder a la lista de llamadas del teléfono X del despacho N perteneciente al señor Q y yo te invitaré a una cena para presentarte al señor U. Así orbita nuestro planeta. Todo el mundo posee algo, todo el mundo sabe algo de alguien y le pone un precio. Una compra con Visa en Singapur es monitorizada por un hacker escandinavo, volcada en un servidor birmano (bueno, de Myan-nosequé, como quiera que se llame ese país), decodificada por un chaval de dieciséis años de Utica, Kansas, quien vende los datos limpios a unos intermediarios chilenos que localizan la corporación en la que trabaja el turista. Cuando el incauto italiano aterrice de su viaje de negocios en el aeropuerto de Milán y compre unos deliciosos bombones para su mujer y su hija adolescente, ni se imagina que el lunes sea llamado al despacho del director general y tenga que dar explicaciones por la compra de un DVD pornográfico con menores desnudos. El acuerdo de rescisión es rápido y no hay que dar cuenta del escándalo a la fiscalía. Su compañero Paolo, por unos 125.000 euros, ha comprado su propio ascenso en el gran mercado negro virtual. Espabila amigo, todo lo que hacemos, todo lo que deja rastro, todo lo que hablamos y hacemos, está ahí arriba (o al lado, o ahí dentro, donde quiera que estés mirando). Los espías de novela no existen, son gente como tú o como tu musculoso profesor de natación. Y como yo, pero eso es evidente. El mérito está en saber qué información es valiosa y cómo detectarla. Y para eso (puedo ser repetitivo, sí), yo soy el mejor. Lo sé, puedo parecer arrogante, pero qué le vamos a hacer, la mayoría ha nacido para servir pero yo me gano la vida sirviéndome de los demás. Ya te he aclarado un poco tu empañado cristal de la realidad, vamos con lo que de verdad importa.

Cuarta y trascendental pregunta: ¿Cómo me sacarás de la compañía? Lo primero que tienes que saber es que no tienes ni puta idea. Y es cierto, no te rías. El asunto es serio y peligroso trabajando en los más altos niveles de seguridad corporativo. Cambiar de empleo no se parece en nada a publicar tu currículo en un anuncio de 25 dólares por semana en los más populares portales de empleo y 30 más si te publican en un periódico de tirada nacional. Eres un activo (y muy valioso) de tu compañía, ¿crees que te van a regalar porque tú quieras? Tampoco puedes renunciar de forma repentina: imagina a una guardia pretoriana de abogados de la compañía asfixiándote literalmente con cláusulas incomprensibles. Puedes decir «por las malas, cojo las llaves y me largo de aquí». Ja, ja, ja, buen chiste. O puedes enfadarte, amenazarlos y chantajearlos con revelar o vender datos clasificados de tu trabajo. Hazlo. Venga, hazlo, agita un poco el gran roble. Déjame explicarte la puñetera verdad. Trabajas en una de las dos mayores corporaciones de videojuegos del planeta, tu compañía, yo la llamo la «Gran N» (es una manía, odio hacerla publicidad incluso en un puto mail privado), te contrató en exclusiva para su secretísimo departamento de Física Nuclear (todavía me maravillo de la expansión y el poder de esta industria, cuando hace apenas unas décadas eran cuatro máquinas de arcade en cualquier barrio de la periferia). Ya sabemos que estás frustrado y sin expectativas de mejora. Quieres irte. Quieres presionar a un gigante implantado casi hasta en Groenlandia. Tienes derechos, claro que sí. Pero la compañía los puede borrar de un plumazo. Vives en una jaula de oro, en una ciudad corporativa, con medicina corporativa, seguridad corporativa, entretenimiento corporativo y felicidad corporativa. Fortificada y vigilada desde el primer centímetro hasta el último segundo del día. Las compañías tienen su propia jurisdicción y ni los jueces ni la policía quieren dolores de cabeza con los colosos corporativos. Si les creas un inconveniente te sacudirán apretando las condiciones de tu contrato. Te devaluarán, suprimirán tus privilegios y hasta bloquearán tus cuentas y propiedades. Si tu desafío es más serio las medidas son infinitamente más contundentes. Amenazas, presión psicológica y, finalmente, eliminación sutil. Para eso se inventó el estrés. Sirve igual para apartar e incapacitar a una persona que como coartada para justificar infartos, suicidios y desapariciones sospechosas. El «estrés» es la causa de fallecimiento más común entre altos directivos. Pero dime, que venga un puto médico y me señale a qué puto órgano afecta eso del estrés. Las compañías pueden hacerlo (el matar impunemente y todo eso, por si no me he explicado bien) con facilidad y sin obstáculos. Todo por cuadrar las cuentas. Ve, corre, cuéntale a tu superior tus problemas. Será comprensivo y te escuchará; ya sabes que apuntará todo lo que le digas. O puedes seguir igual, siguiendo la corriente y esperando alguna oportunidad de mejora laboral… o puedes seguir leyendo. Así me gusta. Tenemos claro lo que queremos: «quiero salir de mi corporación pero sin ningún perjuicio».

Te tengo que confesar un secreto: no puedo decirte cómo vas a salir. Qué decepción, ¿eh? Comprenderás que si me he tomado tantas molestias, si he accedido a ti de forma clandestina, no voy a exponer abiertamente la parte más crucial del plan. No me fío de nadie. Y tú me replicarás: ya, pero estaría loco si me comprometo a ciegas en algo tan peligroso. Mensaje captado, por eso voy a mostrarte cómo trabajo. Te diré un nombre: Alfred Corrigan, A.C. para sus viejos amigos (incluido tú), una eminencia en Biología Molecular (otro super-departamento-ultrasecreto de la Gran N, vale, no haré más comentarios, Game Over), a quien no has visto desde hace siete meses. Accedí a él porque un contacto me transmitió que estaba enfrentado a los directivos de la compañía por oponerse a la manipulación y venta de sus investigaciones a gobiernos corruptos… ya sabes, la frontera entre progreso y crimen es a veces muy difusa. Deseaba (no, necesitaba) abandonar. Estaba tan seguro de su voluntad como de los riesgos. No era la primera vez que yo extraía a un científico de la Gran N, pero nunca a alguien de su nivel de seguridad. Y no era él solo, también su familia. Pero lo logré. Y la compañía (porque lo sé) os transmitió que, por problemas personales, A.C. había pedido el traslado a las oficinas de Tampa, Florida. Perdónaselo, una mentira piadosa para ocultar la repentina desaparición de uno de sus científicos más valiosos y su pase a la competencia. «¿Cómo lo sacaste?» Te lo voy a explicar con un resumen del seguimiento de seguridad que se hace a cada empleado. Era el día 7 de Noviembre y a las…

8:46: se abre la puerta del garaje de la residencia Corrigan. Salen los dos coches familiares, uno conducido por Alfred Corrigan y otro por su mujer Susan Corrigan, acompañada de los gemelos Trevor y Mandy.

9:13: el coche de Alfred Corrigan accede al edificio de 78AG de la compañía (Nota: es el nombre en clave del rascacielos que ves a la derecha de tu despacho).

9:46: Susan Corrigan accede a su ascensor personal del colegio 991 de la compañía (Nota: Susan es la directora de uno de los principales colegios exclusivos de educación de la corporación, donde también estudian sus hijos). Veinte minutos de retraso por un atasco de tráfico.

9:53: Susan Corrigan ejecuta el programa de «Tutoría a distancia» en su sistema.

9:45: los gemelos Trevor y Mandy Corrigan son registrados como visitantes en la excursión a la exposición de «Historia de la corporación» junto al resto de su clase.

10:17: Alfred Corrigan hace uso de su protocolo de seguridad para acceder a la primera reunión de trabajo de su departamento.

11:23: el sistema de Alfred Corrigan inicia su rutina del programa de trabajo de su laboratorio.

13:37: Alfred Corrigan accede a los sistemas de sus cuentas bancarias.

15:45: el autobús de la excursión regresa al colegio, se registra la salida de los gemelos Trevor y Mandy Corrigan.

16:43: los sistemas de trabajo de Susan Corrigan son desconectados.

16:57: Susan Corrigan abandona en coche el edificio del colegio.

17:32: Alfred Corrigan ejecuta el programa corporativo de Proyectos.

17:36: el coche de Susan Corrigan accede a la vivienda familiar.

19:33: se registra que los sistemas de trabajo de Alfred Corrigan siguen activos a pesar de superar el horario de trabajo. Irrelevante, rutina habitual en el 87% de los días de los últimos meses.

03:59: se hace constar que el vehículo personal de Alfred Corrigan no ha salido de su plaza de garaje. Se procede a realizar inspección presencial de su puesto de trabajo.

Bien, nada anormal en los registros. Un día convencional; A.C. acude a su trabajo y se queda hasta tarde, los niños tienen una excursión en el cole y su madre, que es la directora, ocupa la mañana haciendo tutorías y regresa por la tarde a casa con los críos. Pero algo ha pasado entre esos minutos tan bien anotados por los vigilantes empleados de seguridad: Susan salió temprano hacia el trabajo con sus hijos pero se ha topado con un «inesperado atasco», media hora que mi equipo ha aprovechado para sustituir a Susan por otra persona y llevar a ella y a los niños a un lugar seguro. Susan es suplantada por otra mujer, una experta de lo que yo llamo «ventrílocuos», entrenada para aparentar la identidad en aspecto, conocimientos e incluso la voz de otra persona. Mi ventrílocua se hará pasar por la Susan directora, usará sus claves y accesos y sólo se ocupará de las tutorías por videoconferencia; los padres de los alumnos vagamente recordarán a la directora y no levantará ninguna sospecha. ¿Qué hacemos con los niños? Muy fácil, harán novillos. Sin dificultad accedo al sistema del colegio y manipulo los registros de su excursión ¿Recuerdas cuando nuestros profesores hacían recuento a dedo cuando entrabamos y salíamos del autobús escolar? Ahora es lo mismo pero con pantallas electrónicas. Inserto en el programa a los pequeños Trevor y Mandy en la excursión y otra subrutina cuando el viaje acabe. Algún niño preguntará dónde está su amigo Trev, otro recordará que tenía una lesión en la rodilla, otro dirá que se había apuntado a otra excursión, su amigo Tim empezará a tirar bolas de papel y pronto se olvidan de Trev, así pues la sospecha no pasará de ahí. Luego está A.C., vigilado por la compañía en todos sus movimientos. Bien, él acude al trabajo para no levantar sospechas. Tiene sus reuniones, sus discusiones, sus tareas definidas. Con él hay que forzar algo más las cosas, extraerlo de forma literal. Antes de las doce de la mañana un helicóptero del Departamento de Urgencias Médicas de la compañía aterriza en el tejado de su edificio. Pero el heli es mío y tiene todos los permisos (obviamente manipulados informáticamente por mí, creía que no hacía falta mencionarlo) para evacuar a otro empleado, a un tal Harold B. Obviamente quien sube es tu antiguo compañero A.C. a quien antes proporcioné las claves restringidas para acceder al tejado del edificio. Para los de seguridad, el sistema informático de Alfred sigue activo y trabajando. Pero el que está al mando soy yo. A.C. me abrió el sistema y me dejó entrar para desviar sus cuentas bancarias y volcar todos los datos de sus proyectos. Uso programas espejo, rutinas cíclicas, servidores pantalla, puertas traseras, contraseñas camufladas, salvoconductos clonados… Estoy dentro, en las entrañas de la Gran N y me muevo como un puto espermatozoide alrededor del óvulo. Tardo apenas una hora y diez minutos en fecundar. Mientras tanto, en apenas veinte minutos el falso helicóptero sanitario aterriza en una zona segura para reunir al resto de la familia. Mi ventrílocua ha aparentado que Susan volvía a casa pero tranquilamente sale por la puerta haciendo footing y se reúne con el resto de mi equipo de campo. Cuarenta minutos más para cambiar el aspecto del heli y transformarlo en uno turístico. Todos los permisos falsificados (par moi-même, mon ami) para autorizarlo a salir del espacio aéreo del complejo corporativo y visitar la Estatua de la Libertad. Familia Corrigan, decid adiós a New York, volamos hacia la verdadera libertad. ¿Qué ocurría, mientras tanto, en el rascacielos de la compañía? Ah, el sistema de trabajo de A.C. tiene una subrutina que simula actividad permanente. Nadie lo molesta en el laboratorio. Cuando a las 4:17 horas el extrañado guardia de seguridad ha comprobado que el coche permanece en el aparcamiento a tan altas horas de la madrugada y suba a verificar el estado de Alfred Corrigan en el laboratorio, no se lo encontrará y dará la primera alerta. Pero han llegado tarde y tampoco responde nadie en casa. Los archivos de sus investigaciones y sus cuentas bancarias han desaparecido. Los Corrigan ya no existen, tal y como los conocías. Así acabó todo. Lógicamente no voy a volver a repetir la misma jugada. Una brecha en la seguridad siempre es rápidamente tapada con cemento armado por las corporaciones. No las puedes engañar dos veces con el mismo truco. Hay riesgos, claro, pero yo me las sé todas. Y, obviamente, tengo un plan para ti, una ruta de escape y un nuevo proyecto de trabajo, pero no te puedo adelantar nada. Sólo cuando gires la cabeza y veas el último rascacielos en el horizonte conocerás todos los detalles.

Quinta… (ya estoy cansado de contestar preguntas que me hago yo mismo), directamente, quieres saber si puedes confiar en mí. Te lo confirmo: NO. Ene, o. Estos papeles no son un contrato que se puedan firmar al margen, yo no ofrezco ni garantía ni caducidad. Y, por favor, no seas tan gilipollas de pensar que esto puede ser una trampa elaborada por los «cerebros» de seguridad de tu corporación (no me insultes por favor). Si te he molestado o crees que soy una amenaza, puedes chivarte o denunciarme a ver qué cara te ponen. Me importa un huevo tu decisión. Tómalo o déjalo. A mí me da igual. Es tu vida. No me respondas ahora (principalmente porque no puedes). Si deseas salir, lo sabré. Quizá sea por un comentario en una discusión acalorada con un compañero de departamento, por un susurro a una chica en un pub o por una entrada en tu no-tan-ingenioso-perfil-de-red-social. De alguna forma, me llegará. Y entonces los dedos de este cirujano se moverán para extraerte. El precio es caro (¿cuánto cuesta una nueva vida?), ya te lo imaginarás (y cobrármelo será fácil, no lo dudes, no hay monedero que se me resista). Pero podemos abaratarlo, porque siempre ofrezco la siguiente opción en mis tratos: trabaja para mí. Es tan fácil como que seas mis ojos, mis oídos y mis dedos allá donde te contraten. Dame rumores, dame informes exclusivos, dame la bomba atómica antes de que estalle. Con discreción, por canales completamente seguros. Total, al final vas a acabar en otra monótona rutina de trabajo, por lo menos, de vez en cuando, te ofreceré un poco (no te entusiasmes) de emoción clandestina. Di que sí (o di que no, a estas alturas me es indiferente) y así podrás mandar un buen corte de mangas al pedante de tu psiquiatra. Mi oferta ya se está pudriendo y no voy a esperarte, para mí eres uno más entre el rebaño. Si te echas atrás también lo sabré. Me bastará con observar cómo vuelves a asumir el mismo rol en el oxidado engranaje corporativo, cómo llenas el tiempo con el mismo vacío, cómo te has resignado a una vida de puntos suspensivos. No me darás pena. Que tus dudas te aprovechen. Eso sí, un día cualquiera te echarás a la boca tu café matutino y lo escupirás con asco. Habré sido yo, dejándote una simpática meada en tu taza de Piolin, simplemente por darme el gusto de hacerme notar y amargarte el día.

Atentamente tuyo.

Firmado: Jack, Jenny, Janine…

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Yo, orco

por Relato finalistaRelato Bluetal

Mi nombre es Saulurk, y soy un orco. En estas breves páginas, lector, quiero compartir contigo un sueño que una vez tuve y al que he dedicado la práctica totalidad de mi vida. Te contaré mis humildes orígenes, los trabajos que tuve que soportar en pos de mi ideal, y los hechos que posteriormente acontecieron.

Mi historia es ciertamente singular. Mis primeros recuerdos son de mi padre adoptivo, Yorgus el Magnífico, hechicero sin par, que para cuando me acogió hacía ya muchos años que su magnificencia estaba en un franco ocaso. Los motivos por los cuales me adoptó nunca los supe, aunque tal vez había llegado un momento en que su soledad se le había hecho insoportable. El caso es que tuve una infancia de la que ningún orco había disfrutado nunca antes, y mi padre me enseñó a leer y escribir. Vivíamos solos en una vieja torre cercana a una cascada, y los días pasaban mientras Yorgus hablaba de materias, épocas y personas que para mí eran totalmente desconocidas y que para él poco a poco iban siéndolo también. Mi mundo, por tanto, era reducido, pero conocí el afecto de otro ser inteligente. Mas aquellos años de felicidad fueron breves, y al llegar a la edad de seis, una tarde cuando volví de recoger agua en el río lo encontré tumbado en su camastro, rígido y frío, y por más que esperé, nunca despertó. A los pocos días, acepté que me había quedado solo: recogí los pocos libros de mi padre que era capaz de entender, mis escasas ropas y abandoné nuestra torre en busca de otros seres humanos que también me dieran cobijo y comprensión.

Pero los demás humanos no eran como Yorgus, y los siguientes dos largos años tuve que vivir agazapado en las cercanías de las aldeas en las que transcurrían sus vidas. Apenas me descubrían, me perseguían como a un animal furioso, y tenía que buscar otra aldea en la que refugiarme. Por más que indagué en los libros de historia que tenía conmigo, por más conversaciones que escuché oculto en establos, herrerías, tabernas y templos, no llegué a comprender el origen de ese odio: nuestras razas parecían haber estado siempre en guerra. Dolido y despreciado, durante un tiempo pensé que tal vez debía ser así, hasta que un día cambié de opinión.

Una tarde de verano, cuando el sol comenzaba a declinar, había llegado a una granja a las afueras de la aldea vecina a aquella de la que acababa de huir. En la entrada del bosque, me encontré con una niña de apenas cuatro años, que recogía delgadas ramas para llevar algo de leña a su hogar. Pensé que, siendo tan pequeña, inconsciente aún del mal y los peligros del mundo, tal vez no se asustaría de mí. Salí poco a poco del arbusto en el que me ocultaba, hasta que la niña pudo verme. Cuando lo hizo, abrió los ojos como platos y dejó caer las ramas, pero no corrió ni gritó. Muy despacio me acerqué a ella, imaginando que tal vez pudiera hacerme amigo suyo y, con el tiempo, demostrar que no estábamos condenados a un destino que nos empujaba hacia la destrucción mutua. Tal vez sólo era necesario un gesto de buena voluntad para enseñarle al mundo que no teníamos que ser esclavos de los errores de generaciones anteriores, y el candor de aquella chiquilla podía ser el primer escalón que nos liberase a todos de aquella carga.

De dónde sacó la fuerza suficiente para levantar la enorme piedra con la que me golpeó en la cabeza no lo supe nunca. No obstante, la conmoción posterior aclaró mi mente: incluso la visión de un ser tan inocente estaba ya deformada por siglos de un odio ancestral. Desde que tenemos memoria, humanos y orcos nos hemos despellejado mutuamente y ¿por qué? Recapacito sobre ello y comprendo que en igualdad de condiciones de edad y sexo un orco cuenta con casi veinte kilos más de robusta musculatura, nuestra piel es coriácea, olivácea y verrugosa, poseemos una ancha mandíbula inferior babeante de la que surgen dos recios colmillos y nuestros dedos están rematados por duras garras óseas, con lo que nuestro aspecto puede resultar un tanto amenazador. Y sin embargo, no somos tan distintos: los orcos nacemos, crecemos, nos apareamos, envejecemos y morimos de la misma forma que los humanos, la sangre recorre nuestros cuerpos de la misma manera, en nuestros pechos late un corazón similar y, quiero pensar, también tenemos un alma. Sentía pena por aquella niña, y era claro para mí que había llegado el momento de romper el círculo de violencia en el que hombres y orcos estábamos atrapados. Valientemente, estaba dispuesto a dar el primer paso.

Primer paso que, he de decir, no fue nada sencillo. Pretendía ni más ni menos que enseñar a mis congéneres las cosas buenas que había aprendido de mi padre, esperando al día en que pudiéramos presentarnos ante alguno de los señores de aquellas tierras y firmar un pacto con el que acabar con las luchas futuras.

Pero para eso necesitaba una tribu orca a la que educar, y fueron otros tantos años los que pasé intentando que me aceptaran en alguna. No era fácil, dado que carecía de los conocimientos con los que integrarme en la sociedad de mis hermanos, y tardé un tiempo en aprender su lengua. Además, en un sistema caciquista gobernado por el más fuerte, mis ideas no echaban raíces en la mente de ningún jefe orco: los más benévolos me toleraban sin hacerme demasiado caso, y los demás me daban palizas. Pero no cejé en mi empeño, hasta que di con la tribu de Marcurk, un jefe orco que tenía fama de sabio, al menos para los patrones orcos. Se decía que se rodeaba de un consejo de ancianos con los que discutía los intereses de su pueblo. Bien es cierto que por su talante colérico a muchos de tales consejeros acababa rompiéndoles la cabeza, pero al menos era un comienzo.

El día en que llegué a las cuevas donde su tribu vivía me recibió con una maza de roble en la mano, pero no parecía dispuesto a usarla inmediatamente. En su mirada vi que no se trataba de un jefe orco como los que había conocido hasta entonces, así que decidí entregarle lo más valioso que poseía: saqué de mi saco los libros de mi padre y se los mostré. Intrigado, Marcurk dejó en el suelo su maza y con un cuidado inaudito en un orco, sostuvo uno entre sus manos y lo abrió: aspiró el aroma del papel envejecido y la tinta largo tiempo seca, y el polvo de las décadas que hacían de aquel volumen un objeto único. Y enormemente satisfecho, devoró tres o cuatro páginas y me admitió en su consejo.

Los meses se sucedían mientras cada vez que me pedía consejo exponía mis puntos de vista. Le hablaba de las maravillas de la sociedad humana, de cómo tenían historia y literatura y ciencia, de cómo generación tras generación sus conocimientos se acumulaban y enriquecían a sus hijos y a los hijos de sus hijos, y de cómo habían levantado ciudades que los sobrevivirían para siempre. No obstante, cada día que pasaba contemplaba entristecido cómo mis palabras no llegaban a calar demasiado hondo, y cómo la despensa de libros de Marcurk era cada vez más exigua. Sabía que en cuanto se comiera el último tomo olvidaría el motivo por el cual me tenía a su lado y perdería su favor. Así que no me quedó más remedio que retarlo a un combate de sucesión.

La idea de prevalecer por la fuerza cuando lo que quería era cambiar los hábitos de nuestra raza no me satisfacía en absoluto. Sabía que entre los humanos civilizados los regentes surgen de los genitales de los regentes anteriores. Pero no podía esperar cambiar nuestro sistema político sólo con palabras. Así, una tarde de tormenta, me encontré en mitad de un claro, armado con una piedra atada a un palo, frente a la mole que era Marcurk, más de ciento cincuenta kilos de potencia orca homicida. El chamán de la tribu bailaba a nuestro alrededor agitando sus amuletos, invocando a los espíritus de los jefes muertos, mientras las nubes se cerraban y tronaban sobre nuestras cabezas. Lo miré, y sí, él tenía la fuerza, pero yo tenía la inteligencia que había hecho brotar en mi mente Yorgus. A los cinco minutos, ni uno más, de empezar el combate, fue mi inteligencia la que me llevó a comprender que no tenía posibilidad alguna: me encontraba medio muerto en el suelo embarrado, esperando el golpe de gracia. Y entonces ocurrió un milagro. Marcurk se irguió sobre mí y levantó su maza de roble para descargar el mamporrazo definitivo, cuando un rayo le cayó encima y lo fulminó en el acto. Ensordecido y procurando que los fragmentos de mis costillas no rozaran demasiado entre sí, logré ponerme en pie, lo suficiente para que el chamán me aporreara la cabeza con una calavera llena de huesecillos. Volví a caer al suelo, pero mientras me hundía en la inconsciencia me sentía gozoso, porque con ese acto aquel viejo brujo medio loco legitimaba mi puesto como nuevo jefe de la tribu.

***

Las estaciones transcurrían una tras otra. Desde el momento en que había logrado ponerme en pie por mis propios medios, como dos meses más o menos después de la paliza de mi investidura, me había dedicado a reorganizar la vida de mi tribu.

Para empezar, seleccioné a los más aventajados de mis hermanos para formar mi nuevo consejo y que me ayudaran en la ardua tarea de educar a los demás orcos.

Así, a mi lado se encontraba Roburk, quien tenía una habilidad innata para fabricar todo aquello que yo le explicaba que existía en el mundo humano. En apenas unas semanas fue capaz de levantar cabañas que no se desplomaban sobre sus ocupantes, lo que ocurrió en cuanto abandonó la idea de cargar de piedras el techo de ramas para que no se lo llevara el viento. Además, fue capaz de producir platos, cubiertos, mesas, banquetas y muchos objetos más, siempre que fueran de madera y cuadrados.

Luego estaba Ismurk, el único orco que fue capaz de aprender una palabra en el idioma humano. Ese fue siempre un problema que no logré comprender: yo había podido aprender a hablarlo, leerlo y escribirlo, por lo que la incapacidad de mis hermanos para pronunciar hasta las palabras más simples no podía deberse a ninguna traba anatómica. Pero el caso es que tras meses de esfuerzos sólo Ismurk era capaz de decir algo. No obstante, estaba muy orgulloso de sí mismo, y a aquella palabra le otorgó un poder casi místico. La repetía una y otra vez, probando distintas entonaciones, y según el ritmo, la espiración, el alargamiento de las vocales y el intervalo entre sílabas era capaz de expresar una gama de emociones que antes había sido incapaz de transmitir con nuestro idioma gutural; y gracias a eso, se hacía un poco más humano. Aunque me había rendido en ese aspecto y decidí confiar en que en un futuro nuestros hijos pudieran aprender el idioma humano a través de la convivencia, de la misma manera que yo lo había aprendido de forma natural, no podía menos que sentirme parcialmente realizado cuando Ismurk, para dejar constancia de la importancia de lo que iba a contar, respiraba profundamente y nos decía:

—Culo.

Y, por último, estaba Franurk. No poseía ninguna habilidad especial, pero tenía algo mucho más valioso para mí: lealtad. Cuando expliqué a mi nuevo pueblo mis ideas sobre el futuro, se retiró dos días a una cueva, porque pensar le suponía un esfuerzo prolongado. Pero cuando volvió me dijo:

Vrag grungsmir, saasz tul draag krm.

Traducido pierde parte de su profundidad, pero sería algo así como «eres un pobre imbécil, pero estaré a tu lado». Lo importante de aquello era que, incluso sin poder comprender lo que yo pretendía hacer, estaba dispuesto a intentarlo, y eso me llenaba de esperanza.

También había organizado grupos de exploradores, para complementar mis escasas lecturas y mi pobre experiencia con los humanos. En las cercanías de nuestro bosque se asentaba el pueblo de Varan, con su señor marqués, y con las noticias que nos traían diariamente nuestros vigías de lo que observaban habíamos desarrollado poco a poco una cultura rudimentaria.

Así, había pasado casi un año desde que comencé a educar a mis hermanos, y aunque admiraba sus progresos, no podía por menos que sentir ansiedad frente a la idea de que tal vez no lo estaba haciendo correctamente. Necesitaba ponerlos a prueba antes del día en el que hiciéramos nuestra entrada en el pueblo vecino. Y entonces recordé que en el corazón del bosque vivía desde hacía años un ermitaño, un ser humano que, de manera incomprensible para mí, había renunciado a los lazos con los suyos. Pensé que sería bueno invitarlo a cenar una noche, y que posiblemente de aquella experiencia sacaríamos alguna lección de provecho. Así, al día siguiente hicimos los preparativos para la velada y fui a buscarlo acompañado de Franurk y Roburk.

Ciertamente, el viejo eremita se debatió cuanto pudo antes de aceptar nuestra invitación, pero comprendí que debía ser tremendamente inesperada para él. Por fortuna, sólo tuvimos que dejarlo inconsciente una vez de camino a nuestra aldea, y lo despertamos con un cubo de agua sentado ya a nuestra mesa. Habíamos desbrozado una zona del bosque y conseguido alumbrar el claro resultante con antorchas; tuvimos que luchar contra dos incendios antes de dominar la técnica de la iluminación, pero sabíamos que ese era un precio pequeño que pagar por un bien mayor.

Todo estaba dispuesto de la mejor manera posible. Habíamos colocado en círculo las mesas que Roburk había construido, y logramos que no cojearan enterrando en la tierra las patas más largas. En el centro hacíamos girar espetones en los que había ensartados ciervos y comadrejas, y el olor de la carne quemada, que meses atrás hacía resoplar a mis hermanos, flotaba en el ambiente. Sobre nuestras cabezas, la luna inundaba el cielo de luz serena y buenos augurios.

Aun así, el anciano parecía tenso. Intentaba conversar con él para romper su silencio, pero cuando lo hacía me miraba como si resultase más monstruoso que mis congéneres. Aquellos de nosotros que habíamos elegido para hacer de sirvientes ya habían colocado las viandas semicarbonizadas en las mesas, pero les había advertido a los míos que, por educación, no debíamos probar bocado antes que nuestro invitado. Entonces éste miró el plato frente a él, y suspirando cogió su cuchara y el cuchillo de madera que le habíamos proporcionado. En cuanto lo hizo, todos cogimos nuestros cubiertos al unísono y él, sobresaltado, volvió a dejar los suyos sobre la mesa. Por supuesto, lo imitamos, y mientras la carne se enfriaba y la grasa se solidificaba, los minutos pasaban y mis hermanos me miraban confundidos y con ojos tristes, como preguntándome qué habían hecho mal.

Ismurk jugueteaba con una manzana de las que habíamos apilado en la mesa, visiblemente nervioso al lado del ermitaño. Quizá porque necesitaba hacer algo que rompiese aquel momento tan incómodo, quizá simplemente porque no le gustaba la fruta, después de mirar la pieza un momento se la lanzó a uno de los sirvientes que daban vueltas a la comida sobre el fuego. Tales fueron su fuerza y su puntería que la manzana reventó en la cabeza de su objetivo, el cual derribó el espetón y cayó sobre las llamas. Por fortuna para él, en el último momento se giró lo suficiente para abrasarse sólo las posaderas.

Algo le ocurrió entonces al ermitaño: entrecerró los ojos, y sus hombros comenzaron a sacudirse, a la vez que emitía un sonido entrecortado por su boca que parecía indicar su aprobación. Ismurk, intrigado, arrojó otra manzana al orco que se arrastraba por el suelo para apagar las llamas y miró a nuestro invitado:

—¡Culo!

El volumen de los ruidos del ermitaño aumentó aún más y, como si de una enfermedad se tratase, vi que varios de mis orcos lo estaban imitando, casi sin darse cuenta. Otro de ellos se animó y lanzó otra manzana. Y más comenzaron a repetir esos ruidos. Yo mismo me vi afectado: era como si mi pecho saltara y mi respiración luchara por salirse de mis pulmones, y una sensación de dicha me embargaba. Y entonces entendí qué era lo que habíamos hecho: en aquel hermoso momento habíamos aprendido a reír.

—¡Culoooooooo!

Más manzanas llovían sobre el desdichado mientras las carcajadas me sacudían junto al eremita, quien me miró con los ojos húmedos como si comprendiera, igual que yo, que nos encontrábamos en un punto crucial en el que dos especies que habían luchado durante siglos, por primera vez en su historia, reían juntas.

Contagiados por ese sentimiento de euforia, mis hermanos continuaron lanzando manzanas. Y cuando éstas se acabaron, regocijándose como niños, arrojaron cucharas. Y platos. Y banquetas. Y las piedras que encontraron a mano. Y para cuando quise darme cuenta nuestro sirviente había muerto descalabrado, y nuestro invitado había dejado de reír y su tez parecía ligeramente pálida mientras contemplaba el cuerpo postrado sin vida.

—¡Culoooooooo! —volvió a gritar Ismurk, y levantando su manaza dio un golpe amistoso al anciano en los hombros.

Por desgracia, el golpe fue fatal. La débil complexión del ermitaño y los años de privaciones a los que se había sometido hicieron que su cuello no fuera capaz de absorber el impacto, y se desplomó muerto sobre su ración de comadreja.

***

El incidente del ermitaño, si bien triste, me había dado nuevas fuerzas y me había reafirmado en mi propósito. Seguimos trabajando día a día, un ciclo completo de estaciones, hasta que por fin decidí escribir una carta al señor de la marca de Varan. En ella me presentaba como el caudillo de los orcos del bosque y le pedía una audiencia para ofrecerle unos presentes como muestra de buena voluntad y para establecer los términos de un tratado de paz. Me llevó semanas curtir un pergamino y había tenido que escribir aquella misiva con mi propia sangre, pues había sido incapaz de lograr nada similar a la tinta. Pero eso no solventaba los dos obstáculos más arduos: de dónde sacar los regalos con los que agasajar al señor y cómo hacerle llegar la carta.

Sabíamos por nuestros exploradores que los humanos gustaban de intercambiar discos de metales brillantes por otros bienes, aunque no comprendíamos muy bien cómo funcionaba ese trueque. Lo que sí sabíamos era dónde encontrar muchos de esos discos: en la cueva del dragón. Sí, había un dragón en las montañas, incluso mi padre me había hablado de él años atrás. Y partimos en su búsqueda sin dudarlo ni un instante.

Afortunadamente para mí y mis cincuenta orcos, el dragón había muerto de viejo. Encontramos sus huesos tras dos semanas de búsqueda, y su cueva rebosaba de discos de metal, piedras de colores que parecían de cristal pero eran mucho más duras, espadas y armaduras decoradas y demás cosas brillantes. Muy contentos, llenamos cuantos sacos habíamos traído y volvimos a nuestra aldea.

Después de aquello, nuestra relación con las gentes de Varan cambió. Cuando acompañado de Franurk me acerqué a una familia de labradores, estos estaban aterrados, y el padre me amenazó con una horca. Pero cuando le expliqué razonadamente que sólo quería de él que entregara al marqués una carta y que como obsequio le dejaría unos cuantos discos dorados, su actitud se suavizó. Cogió uno de los discos y lo mordisqueó, y temblando aceptó el resto junto al pergamino. Así nos despedimos. De vuelta al bosque Franurk masticó algunos de los discos como había visto a hacer al aldeano, pero no los encontró de su gusto.

Pasaron varias semanas más sin recibir respuesta del señor de Varan, pero poco a poco los aldeanos se fueron acostumbrando a vernos aparecer por sus tierras. Los necesitábamos, puesto que era consciente de nuestras carencias. Habíamos aprendido mucho en aquel tiempo, pero sabía que para presentarnos ante el señor y causar buena impresión, no podíamos aparecer en su castillo sin más. Necesitábamos más atuendo que los simples taparrabos que empleábamos, y sabía también que los auténticos señores no caminan, sino que se desplazan de castillo en castillo sobre monturas, pero no sabíamos nada de doma, ni siquiera los animales que había que montar. Afortunadamente, los aldeanos estuvieron dispuestos a ayudarnos a cambio de unos cuantos puñados de discos. En aquel momento pensé que la sociedad humana era maravillosa, pues con algo tan simple como redondear pedazos de metal habían creado un medio que facilitaba de aquella manera nuestra comunicación, y aprendimos que aquel invento se llamaba «moneda».

No dejaba de resultarnos extraño que se pudiera cambiar unas cosas tan pequeñas por otras mucho mayores, como ropas y caballos. De hecho, habíamos adquirido suficientes de ambos para el día en que tuviésemos que presentarnos ante el señor, en realidad más de los que necesitábamos, pero veía tan felices a mis hermanos repartiendo monedas y tan solícitos a los aldeanos, que aquello no me importaba.

Las relaciones entre nuestras dos comunidades se estrechaban, y llegó el momento en que los humanos se atrevieron a adentrarse en nuestro bosque. Incluso un grupo de bardos se asentó en las inmediaciones de nuestra aldea, gentes ruidosas y dicharacheras que permitieron a mis hermanos escuchar música por primera vez en su vida. Con uno de ellos, al que llamaban Davius el Ingenioso, trabé amistad, y le conté esta misma historia. Después de escucharme atentamente, sobre todo tras la parte de nuestra búsqueda de la cueva del dragón y el descubrimiento de los montones de monedas, me dijo:

—Mi buen Saulurk, sin duda sois un visionario y vuestras acciones cambiarán el rumbo de la historia. Pero mucho me temo que, como no conocéis bien el valor del dinero, los aldeanos estén abusando de vuestra confianza.

Aquello me sorprendió bastante. Era cierto que yo había sufrido en mis propias carnes la violencia de los hombres, pero siempre lo había atribuido a la ignorancia y no a la maldad.

—No digo que os estén engañando, pero debéis entenderlo: sus vidas son duras teniendo que pagar impuestos y diezmos, y es posible que hayan estirado las condiciones de vuestros tratos para obtener el mayor beneficio de vuestra generosidad. Decidme, ¿de verdad necesitáis todos los caballos que habéis comprado? ¿Sabéis si de verdad las prendas que os han vendido son las más apropiadas para una recepción en el castillo? ¿Podéis siquiera saber si la carta que escribisteis llegó a su destino?

—No puedo responderos sin duda a lo que me preguntáis —dije después de un momento de reflexión—, pero si hemos de cambiar el rumbo de lo que ha sido hasta ahora nuestra relación he de confiar en ello.

—Y esa confianza es algo que os honra, pero permitidme asesoraros de aquí en adelante, pues, no os ofendáis, en algunos aspectos aún tenéis la inocencia de unos niños. Si me lo permitís, mañana mismo iré a ver al señor de Varan como emisario vuestro.

Y así lo hizo.

Cuando regresó al atardecer traía una buena nueva:

—He estado todo el día comiendo con el marqués, y el señor os ha concedido una audiencia dentro de tres días para tratar el tema de una alianza. Habrá una celebración, y lo hemos preparado todo para que vuestra entrada en el castillo sea un espectáculo digno de ser recordado.

Tras aquello, los días siguientes fueron de un enorme ajetreo. Davius nos explicó que los caballos, si bien en algunas ocasiones se empleaban como montura, su principal función era servir como alimento, y que los seres humanos empleaban mucha de su comida para desplazarse sobre ella. Gracias a su diligencia y al saco de monedas que le proporcioné, cambió nuestros caballos, de los que teníamos en exceso, por los mejores bueyes y cochinos de monta que pudo encontrar en Varan. De la misma manera, nos asesoró en materia de vestimenta:

—Las ropas que habéis comprado no están mal, pero son, como podéis imaginar, propias de campesinos y de gentes de un pueblo no demasiado importante. No obstante, vos y vuestro séquito representaréis a toda vuestra gente. Yo he viajado mucho y sé lo que las personas elegantes visten en tales ocasiones, así que confiad en mí: nadie en Varan podrá olvidar la imagen que ofreceréis.

Agradeciéndole su atención, dejé en sus manos otra bolsa de monedas y tales asuntos, y en aquel plazo me dediqué a preparar a mis hermanos para el recibimiento que nos esperaba.

***

Y llegó el día de nuestra entrada en Varan.

Desperté al alba, inquieto, consciente de la jornada trascendente que me aguardaba, aquella en que mis aspiraciones tal vez comenzaran a convertirse en realidad. Mi ansiedad aumentó cuando no encontré a Davius ni a su grupo de bardos: su campamento había sido abandonado por la noche. Mas no tenía tiempo de pensar en aquello, pues tenía que dedicar las horas de la mañana a organizar a mi grupo.

Aquello me supuso más trabajo del que esperaba, pues aunque el día anterior nos habíamos probado los ropajes que nos había traído el bardo, vestirlos sin su ayuda nos resultaba enormemente complicado. La serie de encajes, corsés, faldas, faldones, capas, capuchas, gorros, plumas, guantes, tabardos, sobrevestes, bonetes, camisas, mantos más o menos acabó encajando, aunque Roburk respiraba pesadamente debido al cierre de la gorguera. Cuando por fin nos compusimos lo más decentemente que pudimos, subimos a nuestras monturas y enfilamos por el camino que llevaba al castillo.

Desde que salimos del bosque los aldeanos no dejaron de acompañarnos en procesión, riéndose con nosotros. Mis veinte orcos adultos y otros tantos niños que nos acompañaban íbamos repartiendo monedas, agradecidos por tan cálido recibimiento.

Fue duro, ya que no estábamos acostumbrados a montar. Mi buey era especialmente tozudo, y no parecía muy cómodo con las bridas que Davius le había colocado. Por su parte, Franurk tenía que luchar por mantener el equilibrio y volver al camino cada vez que su sombrero se le deslizaba y le cubría los ojos. Roburk no podía dejar de prestar atención ni un momento a su asustadiza vaca. E Ismurk, a los cinco kilómetros de marcha, había tenido que echarse a los hombros su mulo, desfallecido por el esfuerzo de cargarlo. Pero al final del camino allí estaban: el propio marqués, su consejero y sus caballeros nos esperaban a las puertas de su fortaleza, engalanada con pendones, banderas y cintas.

En cuanto nos acercamos, los pajes hicieron sonar las trompetas con toda la fuerza de sus pulmones, como correspondía a una importante embajada. Lástima que los gorrinos en los que iban montados nuestros niños se asustaran y salieran huyendo, derribando a casi la totalidad de los pequeños. Sin embargo, los aldeanos y algunos de los caballeros los ayudaron a ponerse en pie, y los azotaron para sacudirles el polvo que había manchado sus vestidos. Además, el incidente provocó una fuerte carcajada del marqués, lo que mostró su talante jovial y distendió la formalidad del acto con el que nos había recibido.

—Vos debéis de ser Saulurk —saludó el marqués.

—¡Culo! —respondió Ismurk.

Entonces fue cuando renuncié a dominar mi buey y desmontando me acerqué al marqués.

—Disculpadme, mi señor, pero la monta es aún algo muy nuevo para mí —dije ofreciendo mi mano.

—No os preocupéis, vuestra entrada nos ha divertido, y estoy seguro de que aún nos haréis reír más a lo largo del día.

—Así lo deseo, mi señor.

Pasamos pues al castillo, donde decenas de caras expectantes nos miraban desde galerías y balcones: los caballeros y soldados sonreían, las damas se tapaban pudorosas las caras hasta las mejillas y los niños abrían los ojos todo lo que daban de sí. Saludamos a todos ellos, procurando no movernos en exceso para que las costuras de nuestras ropas aguantaran, aunque en algunos casos éstas ya habían saltado por el camino.

—Vuestro emisario, Davius, ya nos puso al corriente de vuestra historia, ¿es cierto que derrotasteis a un dragón y que os quedasteis con su cuantioso tesoro?

—Bueno, en honor a la verdad, el dragón ya estaba muerto. Pero sí nos quedamos con sus pertenencias.

—Magnífico.

—Ahora, mi señor, si pudiéramos hablar de nuestro futuro…

—Tranquilo, Saulurk, tranquilo. Primero comeremos y beberemos para sellar nuestra amistad y luego nos dedicaremos a esos aburridos trámites.

Y en esta charla llegamos al salón del banquete. En cuanto nos sentamos los sirvientes se apresuraron a traer jarras y viandas, los músicos comenzaron a tocar y los presentes no dejaban de mirarnos y hablar entre ellos. A mí me sentaron en la mesa del señor con sus hombres de confianza y sus hijos, y a mis hermanos los repartieron por el resto de las mesas.

Al principio todos estábamos un tanto rígidos, sobre todo mis hermanos, pues hasta entonces habíamos tratado con grupos pequeños de humanos y ahora estábamos rodeados y cohibidos. Me encontraba a la vez tenso y orgulloso. Tenso porque sabía que en tales situaciones era muy fácil que los instintos de nuestra especie nos traicionasen, pero orgulloso al ver cómo se estaban controlando.

Poco a poco nos fuimos calmando, a medida que bebíamos de las jarras que nos ofrecían. En algunos de mis libros había leído sobre la cerveza y el vino, aunque hasta ese momento no los había probado en mi vida. Y a medida que los bebía y que mis hermanos y los humanos también lo hacían, notaba una sensación de bienestar y de calor que parecía hacer más fácil mi conversación con el marqués. Y vi que muchos de los presentes se dirigían a mis orcos. Los pobres no entendían nada, pero sonreían apaciblemente. Y pensé que aquellas bebidas eran sin duda otro ejemplo del ingenio humano.

Pasaron las horas, y la fiesta proseguía. En un momento tuve la sensación de haber estado un tanto ausente. Algunos de mis orcos se habían quedado dormidos en las mesas, aunque en justicia comprobé que más de un tercio de los humanos se encontraban en la misma situación, y que otros parecían tambalearse somnolientos. Nuestros pequeños correteaban por los recovecos de la sala jugando con los canes de los caballeros. Roburk y otros estaban en el centro de la sala aprendiendo a bailar. Ismurk gritaba «culo» acompañando los recitados de los bardos. Y Franurk bebía frente a mí sonriente, con las calzas medio caídas que se escurrían de su cintura.

Creo que en ese momento éramos felices.

Salí a respirar aire en una de las balconadas, pues me sentía un tanto desorientado y con la cabeza pesada. El ruido de la música y las voces era ensordecedor, y ya empezaba a caer la noche. Si bien consideraba que el banquete había sido un éxito y que nos había acercado a nuestro anfitrión y su gente, aún no habíamos hablado del tema más importante: el tratado de paz. Y entonces fui plenamente consciente de todo lo que había luchado aquellos años, y cómo mi sueño florecía frente a mí como una posibilidad real.

Respirando profundamente, regresé al salón.

—Mi señor, creo que ha llegado el momento de establecer las condiciones de nuestra alianza.

—Por supuesto, mi buen Saulurk, por supuesto —dijo el marqués limpiándose las manos en los faldones de su consejero.

Hice entonces una seña a mi séquito para que trajeran los regalos de buena voluntad que traíamos con nosotros. Frente a la mesa depositamos varios cofres llenos de las monedas doradas que habíamos recogido en la cueva del dragón, así como cotas de malla de delicados anillos plateados, suaves telas recamadas y armas y armaduras de finísima factura: su brillo sólo podía compararse al de los ojos de nuestro anfitrión cuando vio el contenido de los mismos.

—Espléndido, Saulurk, espléndido.

—Gracias, mi señor.

—Sois tan generoso que no podemos menos que corresponder a vuestro obsequio con otro de igual valía.

Dicho lo cual, con dos palmadas se hizo el silencio en el salón y los pajes se retiraron. Volvieron momentos después cargados con todo lo que nos ofrecieron: un cofre de vajilla desportillada, varios sacos de vidrios fragmentados, cinco canastas de huesos modos, un arcón de trapos y los cadáveres de tres mulos viejos.

Me sentía un tanto confuso.

—Mi señor… —dije mientras golpeaba en el dorso de la mano de Franurk, quien echaba mano a los cristales rotos.

—No, no digáis nada, mi buen amigo, eso no es todo.

En ese momento el consejero sacó un pergamino de la manga y se lo entregó a su señor, quien lo extendió ante mí, intentando, sin demasiado éxito, ocultar su risa.

—Por la presente carta sellada, os concedo a todos vosotros el título de Bufones de la marca de Varan a cambio de vuestro sometimiento. Y a vos, Saulurk, os concedo los derechos hereditarios del cargo de Bufón Primero y Señor de los Tontos del Pueblo y Bobos de la Corte de cuantos dominios pertenecen a mi casa.

En ese momento, caballeros, damas, escuderos, coperos, escribanos, pajes y consejeros rompieron a reír. Mis pobres hermanos, que no habían entendido una palabra de cuanto se había dicho, al creer que aquello era una expresión honesta de alegría, rieron con ellos y la celebración se reanudó.

Yo no podía articular palabra, sentía la boca reseca y la garganta atenazada, y luchaba por contener las lágrimas. ¿Bufones? Y entonces miré a mi alrededor más atentamente de lo que lo había hecho desde que había empezado el banquete. Y vi a mi buen Ismurk rodeado de los maestres e hijos del señor, que se reían cada vez que él decía «culo»; y vi a Roburk, a quien hombres y mujeres zarandeaban en mitad del baile mientras él intentaba mantener el equilibrio y no pisarse los bajos de la falda con la que se había ataviado; y en un rincón, vi a los caballeros dando palmas, tirando restos de cordero mordisqueado para que nuestros niños compitieran por ellos con los perros a los que azuzaban en pro de su diversión.

Miré al marqués a los ojos mientras mi imagen de la humanidad se desbarataba y el sueño de mi vida se convertía en polvo.

—Sí, lo sé, no necesitáis decirme nada —dijo—: es el comienzo de una alianza que sacará a la luz lo mejor de cada una de nuestras respectivas razas, y que nos dará a cada cual lo que en justicia merecemos.

Los caballeros congregados a nuestro alrededor parecían cada vez más divertidos.

—Eso es cierto, mi señor —dije.

Mi respuesta provocó su sonrisa de dientes picados, apenas un segundo antes de que se los golpeara con todas mis fuerzas: incrusté mi puño en su boca, extendí mis garras y las clavé en su lengua mentirosa, y tirando con todo el poder de mi decepción le arranqué la mandíbula.

Los músicos dejaron de tocar, la mitad de las mujeres se desmayaron y de nuevo se hizo un silencio, mucho más ominoso que el último. Mientras el señor de Varan caía al suelo ensangrentado, intentando aferrar el pedazo de cara que le había desaparecido, pasé la vista por todos los presentes, conmocionados y expectantes. Crucé una mirada cegada por las lágrimas con Franurk, Roburk e Ismurk, y eso bastó para que supieran lo que estaba ocurriendo. Y entonces la ira surgió de nuestras gargantas como lava convertida en un rugido gutural, el rugido que dio paso a la matanza.

***

Han pasado varias semanas, y ya casi estamos totalmente repuestos de las heridas sufridas en la lucha en la que nos vimos envueltos en nuestra huida del castillo. Estoy seguro de que los huérfanos del señor de Varan habrán enviado un emisario al rey y que sus fuerzas avanzan hacia nosotros en este preciso momento. También nosotros nos preparamos, y mataremos y moriremos como los orcos que somos.

Así, éstas son las últimas palabras que pongo por escrito en esta lengua que ahora considero infecta. Seréis pocos los humanos no analfabetos que sabréis leer estas líneas, y muchos menos aún los que seáis capaces de comprender el sentido de mis acciones. Pero lector, si eres uno de esos pocos, te digo: éste es el registro de vuestra ignominia, pues os ofrecí comprensión, fraternidad y esperanza, y me habéis devuelto avaricia, crueldad y estrechez de miras.

Se despide pues Saulurk, el orco que intentó cambiar la historia de dos razas, quien sólo tiene una cosa que añadir: ¡CULOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!

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Voluntarios para una nueva vida

por Relato finalista

—Llegaron desde el espacio exterior el 3 de mayo de 2012. No fueron a las ciudades más importantes del mundo para darse a conocer. No fueron a Nueva York, Londres o Pekín. Sobrevolaron los lugares que podrían suponer una amenaza para ellos. Bombardearon bases militares por todo el mundo, silos de misiles y centros de comunicaciones. Luego dejaron caer una especie de gas en la atmósfera de la Tierra que eliminó a los seres humanos en cuestión de horas. La razón por la cual algunos sobrevivimos todavía hoy nos es desconocida. Bajaron para colonizar el planeta. Horrorizados descubrimos que ellos eran exactamente iguales que nosotros. Ellos también eran humanos. Dejaron a unos cuantos de los suyos aquí apostados en diversos centros distribuidos por todo el mundo y el resto volvió a sus naves y se marcharon para seguir sus conquistas. Se dedicaron a esclavizar a los supervivientes para hacerlos trabajar obteniendo recursos que almacenan en los centros. De vez en cuando se puede ver que alguna de sus naves aterrizando. Hace algún tiempo que no nos prestan demasiada atención. Ya han pasado siete años desde ese 3 de mayo… y, desde la perspectiva que me da ese tiempo transcurrido, puedo decir sin miedo a equivocarme, que la destrucción de la humanidad ha sido la mejor jodida cosa que nos ha ocurrido desde la invención del fuego…

—¡Juan, no puedes decirle eso a los críos!

—¿Por qué no? Es mi clase de historia y les digo lo que quiero.

—Joder, es un poco fuerte. Cíñete a la realidad y deja que ellos juzguen después. Los vas a volver tarados antes de tiempo.

—Está bien. Supongo que debo callarme, pero es la verdad. João, eres muy sensible. Se hace tarde, ya deberían estar aquí.

—No te impacientes. Arturo los traerá a salvo.

Me llamo Juan, tengo cuarenta años y dirijo el pequeño refugio de Gandía. Antes de irme a la cama el 3 de mayo del cataclismo era un auténtico capullo con ganas de triunfar en la vida. Era analista de bolsa en Madrid. Tenía más de doscientos amigos en Facebook, una novia que me odiaba, un coche que apenas podía pagar junto con una hipoteca de renta variable a treinta y cinco años y unos diez kilos de sobrepeso. Tenía un iPad, un eBook, mi iTunes, un ordenador última generación, mi GPS, un cepillo de dientes eléctrico, practicaba aromaterapia, tai chi y mil cosas más que me hacían sentir bien conmigo mismo. ¡Tonterías! Ya ha pasado mucho tiempo de aquello. El 4 de mayo me desperté como cada mañana. Me duché, me vestí para ir a trabajar y salí a la calle. No había nadie. Todo el mundo había muerto. No voy a aburrir con los detalles. Digamos que pasas por varias fases. Negación, depresión, aceptación, tendencias suicidas, desesperación y finalmente resignación. Al final desarrollas un instinto dormido desde hace generaciones… el de la supervivencia a cualquier precio. Recuerdo que fue muy difícil y horroroso el comienzo de mi nueva vida. Lo que más recuerdo es el olor. ¿Te puedes imaginar cómo huele un planeta con siete mil millones de muertos? Se mete en tu cuerpo y no sale de tus pulmones. Incluso hoy en día, algunos de nosotros, seguimos con ese olor metido en nuestra nariz. Algunos se vuelven locos. Lo llamamos la peste humana. Es grave. Unos se lavan hasta arrancarse la piel, otros intentan introducirse lejía y cosas así por la nariz. Otros simplemente lo aceptamos y buscamos alternativas. Yo por ejemplo empecé a fumar y me va estupendamente.

El camino fue muy duro. Había alguno más en Madrid que también sobrevivió a la invasión. La primera semana encontré a tres supervivientes. Y en esa semana ya se habían convertido en salvajes depredadores. La civilización se había ido al garete y la gente había dejado de tener perspectiva. Intentaron matarme varias veces para quitarme la ropa. Lo digo en serio. Podían haber ido a la Gran Vía y coger lo que quisieran. Pero preferían atacar a un desconocido. No les culpo. Los extraterrestres, porque son de fuera de aquí a pesar de ser tan humanos como nosotros, empezaron las patrullas por las ciudades importantes buscando supervivientes. Era difícil moverse, pero no imposible.

Me las apañé bien sobreviviendo. Pero llegó el momento de avanzar. No podía quedarme en la ciudad porque tarde o temprano me cogerían. Tenía que salir de allí. Y me fui a la costa porque creí que sería una buena idea. Ese fue mi nuevo comienzo. El viaje que lo cambió todo. Que me dio la oportunidad de hacer algo verdaderamente grande. Quiero que los seres humanos empecemos desde cero. Que nos aceptemos y que nos preparemos para un gran plan de reconquista del planeta. Voy dar de hostias a esos extraterrestres hasta que les duelan las pestañas. Y cuando vuelvan sus naves les tendré preparados unos regalitos en formas de misiles para metérselos por el…

—Juan.

—¿Qué?

—Ya estás otra vez pensando en voz alta. Me acojona un poco.

—Perdona. Se me ha ido la cabeza. Es la presión, ya sabes.

—No pasa nada. Mira, por ahí viene el helicóptero.

Un helicóptero con vuelo errático se acerca hasta nuestra posición en medio de un campo de aterrizaje. Nos vestimos con monos impermeables que tenemos dentro de la furgoneta. El piloto toma tierra torpemente. Los pasajeros bajan corriendo del aparato y comienzan a vomitar en el suelo. El piloto y el artillero también descienden del helicóptero y vomitan. El viento que provocan las hélices, todavía en funcionamiento, esparcen el vómito mezclado con el polvo por todos los alrededores cayendo sobre nosotros. Las hélices por fin se detienen y nos quitamos los trajes impermeables. La experiencia es un grado y después de varios aterrizajes así, lo mejor es estar preparados.

—¡Arturo, ha sido un aterrizaje perfecto!

—¡Gracias Juan! Esto ya lo tengo dominado.

Arturo es un hombre mayor de sesenta años con barba blanca y cara de bonachón. Bueno, en realidad lleva cinco años diciendo que tiene sesenta. Es una manera de mantener joven su espíritu. Forma parte de nuestro cuerpo de Voluntarios. Los voluntarios son personas que, sin tener ni puñetera idea, intentan realizar tareas peligrosas necesarias para nuestras actividades. Arturo siempre quiso aprender a volar helicópteros y ahora, en su nueva vida, ha decidido poner en práctica su sueño. Dos manuales de vuelo, quince colisiones y tres helicópteros es un precio demasiado bajo por ver la sonrisa de ese hombre. Es un valiente. El día que se estrelló en su primer vuelo recuerdo que ,cuando le sacamos de la cabina del piloto, no dejaba de reírse a carcajadas y lloraba de alegría. Nos abrazó a todos y me preguntó ¿Cuándo puedo volver a intentarlo? Es como todos los voluntarios, un tipo especial, un héroe de su tiempo y también es posible que sea la persona más anciana de todo el continente. No está nada mal para un antiguo guarda jurado.

Los pasajeros de Arturo son tres mujeres y dos hombres. Sus ropas son harapos, están sucios y esqueléticos. Son unos supervivientes más que vagan por el mundo en busca de algún cobijo y comida. Pierre, el artillero de Arturo, les reparte algo más de agua y les indica que se pongan de pie ante mí.

—Voy a daros lo que yo llamo «el discurso». Es la carta de presentación para los recién llegados. Hacía mucho tiempo que no localizábamos a supervivientes. Sois unos valientes por haber sobrevivido tanto tiempo solos. Estáis cansados, hambrientos, sucios, enfermos y probablemente desquiciados. Esto va de la siguiente manera. Estáis en el refugio de Gandia. Es una pequeña localidad reconstruida con nuestras manos para tener un nuevo comienzo. Lo primero que tenéis que saber es que vuestra vida anterior murió. Esta es vuestra oportunidad de comenzar de cero. Me importa un huevo si antes erais ricos o pobres. Aquí no hay escalas sociales. El idioma oficial es el inglés porque es la única forma que tenemos de comunicarnos con otros supervivientes. Aquí hay gente de casi todas las nacionalidades. Si alguno tiene dificultad con ese idioma que lo diga y podrá asistir a clases. Aquí no hay dinero, no hay política, no hay religión, no hay equipos de fútbol. Lo único que cuenta es la humanidad. No toleramos nada que no sea el respeto hacia la persona que está a vuestro lado. Cualquiera de vuestras ideas anteriores ha muerto. No toleramos los grupos de presión. Estáis aquí para trabajar en un intento de poder empezar dejando cualquiera de nuestras mierdas al margen. No toleramos los robos, ni cualquier otro delito. El castigo es el destierro. Todo se comparte porque tenemos poco y todo es valioso. El estraperlo o el comercio están castigados. El único racismo posible es el odio hacia los extraterrestres. Cualquier delito contra otro ser humano de la tierra por motivos raciales es castigado con la muerte. Aquí se os ofrece una buena vida, digna y la posibilidad de trabajar los unos para los otros en un intento de recuperar nuestra dignidad como seres humanos. Os recomiendo que cualquier odio que hayáis tenido en el pasado hacia otra persona, idea o lo que sea lo enterréis en vuestro corazón, y que se os abra la mente para ver la auténtica realidad. Esa realidad es que antes no merecíamos llamarnos seres humanos y ahora tenemos que ganarnos a pulso nuestro respeto ante los ojos de los demás. Y una vez que comprendamos lo que somos y lo que podemos hacer juntos estoy seguro de que venceremos a los invasores, reclamaremos nuestra tierra y podremos vivir unidos teniendo mucho más en común y evitando nuestros antiguos conflictos irracionales. Ayudaros a vosotros mismos a ser mejores humanos. Llorar, reír, sangrar, luchar, sufrir. Hacedlo a nuestro lado. La recompensa es encontrar nuestra auténtica razón de ser. Estamos orgullosos de poder decir que el ejemplo de Gandía se está realizando en otras partes del mundo. Nuestro mensaje lo emitimos día y noche por todo el planeta para dar esperanza a otros supervivientes como vosotros. Sabemos que hay más gente en África, en Europa, en América, Asia y Oceanía. Somos pocos pero queremos vivir en paz.

»Dicho esto os alimentaremos y asearemos. Curaremos vuestras enfermedades y se os asignará un trabajo en función de vuestras capacidades y preparación. En vuestro tiempo libre podéis realizar cualquier otra actividad que no vaya en contra de la reglas y que penséis que puede ser útil para el resto de la sociedad. ¿Estáis de acuerdo?

Los rescatados asienten. Alguno hasta intenta sonreírme. Es un comienzo. Entran en la furgoneta.

—Juan, ¿de verdad crees que llegaremos a cambiar? A veces suenas como un poco… hippie.

—No lo sé João. Pero creo que estamos dando una oportunidad a la gente y tal vez nuestros hijos vean un mañana un poco mejor que nuestro ayer. Por una vez me siento que de verdad estoy haciendo algo útil. Ya lo hemos hablado mil veces. Me siento vivo de verdad y me encanta ver lo que estamos haciendo todos juntos. No sé si lo hacemos por miedo al castigo o por perder la oportunidad de volver a tener comida caliente, pero lo hacemos día a día y creo que estamos haciéndolo bien. Esto dará sus frutos en un mañana inmediato. De hecho creo que lo estamos logrando ya. Mira a Arturo, míranos a nosotros. Somos distintos, pero creo que somos mejores. Ya basta de cháchara. Cuando lleguemos a la ciudad encárgate de estos. Pregúntales a qué se dedicaban. A ver si tenemos suerte y encontramos a un jodido experto en paneles solares. La planta 1 está funcionando fatal.

—Mientras hablabas con los recién llegados Pierre me ha dicho que han observado movimiento enemigo a unos doscientos kilómetros de aquí. Iban con dos Goliath.

—Echaremos un vistazo. ¿Nunca te he dicho que me encantan los nombres que les pones a sus carros de combate?

—Bueno, dado que nunca hemos hablado con ellos y yo soy el explorador del lugar y experto en inteligencia táctica, pues me tomo la libertad de llamarlos como me da la gana. Y me siento orgulloso de que el resto de supervivientes hayan asimilado esos nombres. De hecho me he enterado que en China les enseñan a los niños lo que llaman la «lista de João».

—¿Ves? A eso me refería. Antes vendías hamburguesas en Oporto. Ahora eres experto en inteligencia táctica. Eres nuestro espía. Me encanta.

De vuelta a la ciudad dejamos a los recién llegados en el sanatorio. Allí cuidan de ellos. Miro a mi alrededor y veo la gente está en marcha. Tenemos luz, agua, calefacción. No está nada mal. La teoría estaba clara. Si lo que han desaparecido son las personas y todo lo demás está intacto…¿por qué no volver a enchufar los aparatos básicos necesarios? La ventaja del exterminio total de la humanidad es que los supervivientes necesitan mucho menos para sobrevivir. La desventaja es aprender a hacer que las cosas vuelvan a funcionar.

Esta no es mi historia. Ni siquiera es una historia. Quiero hablar de los hombres y mujeres que han dado todo para hacernos creer en nosotros mismos. Voy a hablar de lo que somos capaces, si la necesidad nos apremia, a través de varios ejemplos. No son los únicos. Todos los supervivientes de Gandía hemos aportado algo para hacer que los demás disfruten de unos pequeños detalles de calidad de vida. Me gustaría hablar de todos pero no tenemos tanto tiempo. Tal vez algún día puedas escuchar todas las historias. Pero ahora me centraré en estos pocos que quedan. Como digo no quiero hablar de mí, de mi revelador viajes. De cómo una simple parada en una gasolinera para conseguir gasolina cambió mi vida. Allí, desesperado por hacer que los surtidores funcionaran, descubrí un libro pequeño entre un montón de revistas. Era un libro escrito con sentencias sobre lo que ocurriría si la historia de la humanidad cambiara su conducta. Se titulaba ¿Y si nos dedicamos a cuidar mejor unos de otros? Te soy sincero. No lo leí entero. Pero me hizo pensar a lo largo de mi viaje a la costa. Me cambió la forma de ver mi vida y mi forma de ver a los demás. Cuando fui encontrando gente por el camino (sólo unos pocos, no creas que fueron una multitud) compartí mis nuevas ideas con ellos. Mi sorpresa vino cuando, en lugar de extrañarse, me miraban con ganas de seguir escuchando. Luego llegamos a Gandía y pusimos en práctica nuestra nueva teoría. Lo que ocurrió después ya te lo contaré otro día. Ahora vamos con lo interesante. Sígueme.

 Me dirijo hacia la base de los Voluntarios. La verdad es que todos somos voluntarios de algo. Todos trabajamos el campo y criamos animales para alimentarnos. Todos cuidamos la limpieza de la ciudad. Pero una vez terminadas las tareas nos dedicamos a otra cosa, por lo general son cosas a las que nos gusta dedicar tiempo y esfuerzo. Yo por ejemplo doy clases de lectura, escritura e historia a los chavales. Uno de nuestros médicos aprendió a hacer pan y es nuestro panadero, el fontanero es un modista con cierta fama. En general todos aprendemos a hacer un poco de todo. Los médicos nos enseñan a curar heridas abiertas, los militares nos enseñan a disparar, los carpinteros a moldear la madera… Un sin fin de ejemplos para poder ser autosuficientes en todo. Y lo que no sabemos lo consultamos en los libros, que para eso están. O incluso en Google. Sí, no sé cómo pero esa mierda sigue funcionando de maravilla. Google y los productos de Mercadona son las únicas cosas incorruptibles desde el exterminio. Lo de Google nos ayudó a ponernos en contacto con otros en otros lugares. Hicimos turnos día y noche durante meses escribiendo en páginas, foros, redes sociales, etc. dando un correo electrónico para ponernos en contacto con alguien ahí fuera. Funcionó. Aquel día lloramos de alegría. Y todo gracias a la tozudez de una niña de quince años llamada Michelle. Ella insistió en conectar un ordenador a la red eléctrica para poder escribir un correo a sus familiares diciendo dónde estaba. Aceptamos no muy seguros de que la corriente eléctrica pudiera soportar dicho aparato. Lo hizo y funcionó y luego nos miró a todos con ojos como platos y nos comentó que se le había ocurrido la idea de escribir en todos los lados que ella conocía para darnos a conocer al resto del planeta.

Hemos tenido suerte. Todo el mundo ha puesto su granito de arena. En mi viaje desde Madrid a la costa encontré a muchas personas. Cuando llegamos aquí éramos unos cincuenta. Todos trabajábamos en cosas poco útiles en un principio. Pero teníamos ganas de aprender y alguno que otro sabía habilidades útiles. Encontramos a un agricultor, un electricista y hasta un médico. Yo no sabía nada de nada hace diez años. Ahora sé cómo se mantiene una pequeña central eléctrica, sé cultivar arroz, sé qué cerdos están enfermos, sé disparar un arma, sé coser una herida… No voy a mentir, no ha sido un camino de rosas. Ha sido difícil para todos. Hemos pasado hambre, frío, calor, enfermedades, frustración tras frustración. Pero hemos salido adelante y queremos seguir así.

Llego al centro de Voluntarios. Aquí están los héroes. Es un antiguo centro cultural reconvertido en base operativa para ellos. En la pared de granito están esculpidos a cincel los nombres de los caídos en su intento por mejorar nuestras vidas. Son muchos los que han fallecido. Brenda, una antigua pintora inglesa ubicada en la ciudad, es la que esculpe sus nombres en la pared.

Ahora mismo tenemos a seis en las instalaciones aprendiendo teoría y práctica para poder empezar con sus labores. Ya he hablado de Arturo. Ante mí están los otros. Todos me saludan.

Carmen, una mujer robusta de unos cuarenta y dis años. Antigua jefa de sección de una cadena de ropa, es nuestra nueva experta en explosivos. Sabe manejar C4 y fabricar bombas combinando productos químicos. Todo gracias a los libros que encontramos en una facultad cercana. Me acojonó un poco saber que nuestros universitarios tenían acceso a esta información. Evidentemente el manual no se titulaba Cómo hacer una bomba. Simplemente había que saber buscar la información. Buscar libros como Redistribución del urbanismo I. Fracturas de estructuras. Punto de fractura de los metales. Combinaciones químicas… cosas de ese estilo. Bueno, en realidad fue más complicado que eso. Esa es la razón por la que hemos tardado años en poder tener bombas funcionales. Le ha costado dos dedos de una mano y no volver a tener cejas en su vida. Lo primero que voló por los aires cuando leyó un manual de demoliciones fue la tienda donde trabajaba. Nos impresionó tanto que la llevamos a hombros por encima de la ruinas del local. Luego ella nos pidió una lista de los lugares que deseáramos hacer estallar para seguir con sus prácticas. Si lo que estás pensando es que la mayor parte de nosotros pusimos nuestro puesto de trabajo en primer lugar, has acertado. Y si estás pensando que lo segundo que todos pusimos en la lista es el correspondiente banco donde teníamos la hipoteca, también has acertado. Nos gusta verla contenta porque hace poco que perdió a su hijo. No pudimos tratarle la leucemia que se lo llevó por delante. Me culpo todos los días por no poder hacer más por esta gente, pero eso también me motiva cada día por dar lo mejor de mí para ellos.

Jessi, treinta años y peluquera de la ciudad, se ha leído seis veces el manual de vuelo de un 747 que recuperamos de uno de ellos estrellado en un campo a varios kilómetros de aquí. Es la única voluntaria que se ha ofrecido para aprender a volar. Una posible vía de escape, ante un ataque del enemigo, es llegar a un aeropuerto cercano y subirnos a un avión. No puedo obligar a nadie a que haga esto. Sinceramente le pone voluntad pero no sé si dejarla hacerlo. Se ha construido ella misma una reproducción exacta de una cabina de mando con cartones, rotuladores y palancas viejas. Es habitual, que mientras nos corta el pelo como la enseñaron, recite el nombre de todos los instrumentos de vuelo. Todos salimos de su peluquería peinados como jóvenes poligoneros y sabiendo lo que es un flap o la temperatura ideal del aceite en vuelo. Hay un avión grande en el aeropuerto listo para despegar. Lo pasajeros murieron antes de iniciar la maniobra de despegue el 3 de mayo famoso. Lo hemos llenado de combustible y está listo. Jessi ya ha logrado encender los motores y comprobar que los mandos funcionan. Está impaciente por volar. Es muy valiente. João y Brenda la encontraron hace años entre las ruinas de una casa. Dos tipos habían intentado violarla. Ella debió echar mano de su estuche de peluquería profesional y les clavó todo lo que tuviera punta. Según Brenda los tipos tenían entre los dos más de quince tijeras clavadas por todo el cuerpo. Estaba desnuda, rabiosa y no dejaba de darles patadas insultándoles. Parece ser que Brenda y João tardaron más de una hora en calmarla y convencerla de que les acompañara hasta nuestra ciudad. No accedió hasta que prendió fuego a los cadáveres de los tipos. ¿Qué queréis que os diga?… Bravo por ella.

Ash, veintiocho años, antiguo punki inglés con perro incluido. Lleva tres años estudiando farmacia para poder fabricar medicinas. Tenemos muchas esperanzas puestas en él porque empiezan a escasear un poco desde que nuestro anterior farmacéutico falleció. La verdad es que ya ha hecho sus primeros intentos y no han salido mal. Lo malo es que quiere ser el primero en probar sus medicinas en lugar de con un chimpancé que conseguimos en un zoológico. Desde entonces sufre ciertas alucinaciones que le tienen evadido durante horas. Dice que se le están pasando los efectos. Con un complejo de vitamina C para paliar los constipados perdió la sensibilidad en una pierna. Luego mejoró la fórmula. Pasa días encerrado en un laboratorio abandonado junto con el chimpancé realizando las fórmulas necesarias para sacar adelante las medicinas. Y sí, planta marihuana, pero sólo para paliar la ansiedad, las migrañas o los dolores intensos. Esto lo leyó antes del exterminio y me convenció para ponerlo en práctica. También ha construido columpios para que nuestros niños jueguen, y es el orgulloso propietario de un alambique casero. No bebemos demasiado de su brebaje porque una vez conseguimos hacer funcionar una lancha motora utilizando su poción como combustible.

Mohammed, cincuenta años, guineano, trabajador de la construcción. Hiperactivo incansable y probablemente el tipo más loco que he conocido nunca. Lleva desde el principio con nosotros y su arrojo es un ejemplo para todos. No deja de aprender cosas. Nos enseñó a fabricarnos nuestras propias casas. Quiso aprender a tirarse en paracaídas. Me costó mucho hacerle entender que ahora mismo no teníamos planeado subirnos a un avión y lanzarnos al vacío como actividad necesaria en nuestro día a día. En dos meses aprendió a nadar y a hacer inmersiones con bombona de oxígeno en el mar. Luego aprendió a manejar un barco diésel y a pescar con red junto con muchos otros compañeros. Eso ayudó a variar lo más posible nuestra dieta. La pesca de altura no es tarea nada fácil y alguno no vuelve. Mohammed se tatúa en el brazo con una aguja el nombre de los caídos por traernos comida. Cada vez que hay tormenta corre desnudo por la playa con una antena en sus manos porque una vez leyó que los rayos son una posible fuente de energía si se pudieran almacenar. No sé de dónde lo ha sacado pero él está convencido. Hace poco encontramos una armadura gigante de combate de los extraterrestres con su piloto muerto. Es como un robot de viejas series animadas japonesas capaz de volar a baja altura. João las llama Ícaros. Todavía funciona. Mohammed ha decidido aprender a utilizarla a cualquier coste. Trasladamos el robot hasta Benidorm utilizando muchas grúas. Nos aseguramos de que la ciudad estuviera vacía y le dejamos hacer allí sus ensayos. La última vez que estuve había reventado toda la línea de costa y derruido varios edificios intentando controlar a la máquina. La verdad es que ese sitio ha ganado con la destrucción provocada por Mohammed. Odio Benidorm. Estoy deseando que camine sobre París. Es allí dónde los extraterrestres tienen su base central en Europa. ¿Topicazo? Por supuesto. Pero eso es un motivo más para arrasar esa ciudad.

Piero, treinta y nueva años, dueño de una empresa papelera en Italia, probablemente el único ser humano que sigue usando gomina en el planeta. Recorre kilómetros buscándola. Lo tiene claro, hay que tener glamour hasta en las desgracias. Ahora se dedica a arreglar el alcantarillado junto con otros. Logró al lado un fontanero llamado Juanjo que pudiéramos volver a usar los retretes. Creedme si os digo que volver a usar un puto retrete es un buena manera de recomponer las bases de la dignidad occidental. Otro día de alegría. Le llevamos hasta una mansión cercana para que fuera el primero en utilizar un retrete cubierto de oro que había sido instalado por el hortera del anterior propietario. Cuando terminó, se salió del cuarto de baño, se arrodilló en el suelo y lloró durante horas. Le pregunté por el motivo de su incesante llanto. Me miró y me dijo:

—Lloro porque, a pesar de todo este desastre, es la primera vez que soy feliz en mi vida, y me siento culpable por ello.

Piero también es la única persona capaz de hacer un Gandía Lisboa en menos de nueve horas con un Toyota Prius, nuestro coche oficial tras el apocalipsis. Consume poco, y casi no se rompe. ¡Gracias Japón! Lo hace una vez cada dos meses para recoger suministros y buscar algún superviviente. Nunca ha vuelto con nadie, pero él no pierde la esperanza.

Una vez lo acompañé en uno de esos viajes. Creo que ahí descubrí que a todos se nos ha ido un poco la cabeza. No valoramos el peligro que corremos. Íbamos conduciendo a toda velocidad, escuchando What a wonderful world de Louis Amstrong, por la autopista cuando nos encontramos con dos extraterrestres parados en medio de la carretera. Debían estar inspeccionando lo que fuera. Se plantaron y nos intentaron dar el alto. Piero, como si nada, sacó del bolsillo de su camisa una cámara de fotos digital y se los llevó por delante mientras les hacía una foto del instante del atropello a través del parabrisas. Yo me quedé petrificado, pasmado ante la frialdad de Piero. Él, con la voz más sosegada del mundo me dijo:

—Juan, por favor, ¿puedes abrir la guantera?

Yo lo hice y acto seguido continuó hablando:

—Gracias. Ahora coge la libretita azul y el lápiz y apunta doscientos puntos, cien por cada uno de los caídos. Es un pequeño juego virtual que tengo con un tipo de Corea. Cada vez que atropellamos a uno dejamos la foto y la puntuación escritas en un foro de coches. Llevo novecientos puntos. Él mil ciento treinta. Los treinta son de una mascota de esos bastardos. Tienes que disculparme por utilizar el ordenador para eso y por robar un poco de electricidad para cargar la cámara. Si lo deseas dejo de hacerlo y te pido perdón.

Atontado por el espectáculo que acababa de ver lo único que fui capaz de pronunciar fue:

—No te preocupes, no pasa nada. Espero que ganes a ese coreano.

Y él tan feliz. También es un héroe porque gracias a sus conocimientos de papel nos ha enseñado a fabricar papel higiénico… de doble capa.

Günter, sueco de cuarenta y un años. Antiguo electricista. Estaba disfrutando de unas vacaciones en España cuando ocurrió todo. Le encontramos aquí, en el apartamento que tenía alquilado. Su labor fue encomiable. Nos dio luz. Junto con unos pocos hombres y mujeres consiguió que volviéramos a disfrutar de la electricidad. Tuvo que viajar mucho, a pesar del peligro, hasta encontrar la fuente donde se originaba. La desgracia fue que se quemó el cuerpo en la labor. De todas formas el tipo se ríe de vez en cuando haciéndose llamar a sí mismo La Linterna Humana. Tras su recuperación instaló un equipo de video vigilancia alrededor del perímetro de la ciudad construido con cámaras de vídeo caseras y televisores. Por la noche no es demasiado útil pero por el día funciona de maravilla. Luego aprendió a utilizar los coches bomba de los bomberos. Ahora le ha dado por construir una catapulta gigante para lanzar las bombas de Carmen en caso de un posible ataque del enemigo. La idea es simple pero resulta de lo más laboriosa para llevar a cabo. Ese invento se desarrolló hace cientos de años pero ahora nos vemos incapaces de hacerlo efectivo. Si te preguntas por qué no utilizamos morteros modernos o cosas así, te diré que la razón es que no tenemos demasiados y los reservamos para un ataque futuro. Günter también se dedica a reutilizar las balas que gastamos en las prácticas. Las vuelve a llenar de pólvora y a colocar una punta hueca. Ha desarrollado tan bien la técnica que es capaz de dibujar un smilie en cada punta de bala. Es un luchador y un buen hombre. Tiene una manía. De vez en cuando, viaja hasta Madrid, para orinarse en el embalse de agua del canal de Isabel II, porque sabe que es de allí de donde sacan el agua los extraterrestres. ¡Olé, tus huevos!

Estos son algunos, como he dicho, pero hay muchos más. Quiero que recuerdes sus nombres porque ellos representan también a los hombres y mujeres que han caído. Muchos han muerto y todos los supervivientes de Gandía se han esforzado por dar algo de integridad a nuestras vidas. Poco a poco nos vamos recuperando y mejorando. Son historias extraordinarias y casi imposibles de creer. Pero te digo que si pasas hambre, frío y multitud de calamidades, tu cerebro se desarrollará de una manera inimaginable para poder tener un poco de comodidad en tu día a día. Lo único que tienes que tener cerca es a un puñado de personas cerca dispuestas a ayudarte sabiendo que tu esfuerzo tendrá repercusión en su felicidad. No sé si lo lograremos. No sé si al final venceremos. No sé si, a pesar de la victoria, seguiremos este camino. Tal vez volvamos a lo de antes tras los diez primeros minutos de gloria tras nuestra reconquista. Pase lo que pase te puedo decir que me siento orgulloso de esta gente y que estoy pasando el mejor momento de mi puñetera vida.

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La confesión

por Relato finalista

Monsieur Joseph Abraham Bénard, más conocido como Fleury, escrutó la calle a través de los visillos unos minutos antes de salir de casa, demorando la vista con especial atención en las esquinas, portales y otros lugares que pudieran resultar propicios al ocultamiento y la emboscada. Tenía la incómoda sensación —y en tales circunstancias su experimentado olfato de actor pocas veces le fallaba— de que lo estaban siguiendo. Corrían tiempos difíciles y toda actitud al margen de la norma, un detalle en la indumentaria, o un simple comentario que pudiera interpretarse como muestra de simpatía por alguna causa, bastaba para que cualquier ciudadano, con independencia de la clase social a la que perteneciese, pudiera ser objeto de sospecha. Aunque quizá el hecho que levantaba mayor recelo y asombro fuese el de haber llegado, como en su caso, a una edad avanzada y haber sobrevivido a tanta locura. A pesar de tales circunstancias se sentía razonablemente seguro; todo el mundo lo conocía y, salvo algún pecado de juventud, poco era lo que tenía que ocultar. Los vaivenes de la fortuna, el éxito, el aplauso del público, el favor y el reconocimiento de los poderosos, de las grandes figuras que antaño se disputaran su compañía, tanto de la nobleza como de la Revolución, no consiguieron desviarlo un ápice de aquello que constituía su verdadera pasión: el teatro. Para dar el tono de voz que cada situación requería, para componer el gesto exacto y dotar de vida a los personajes creados por la fantasía de cuantos autores llegaron a sus manos había nacido y nunca pretendió otra cosa. Pero desde unos días atrás alguien —ignoraba si se trataba de una o varias personas, ni cual sería su aspecto físico— le seguía los pasos y eso era algo que, por más vueltas que le diera, no llegaba a comprender. ¿De quién se trataba? ¿De un agente al servicio de alguna organización secreta, de algún posible enemigo, tan desconocido como implacable, de un admirador, de un lunático? Pero, sobre todo, ¿qué interés podía despertar la figura de un anciano que había dedicado su vida a interpretar comedias, enredos cortesanos y algún que otro equívoco intrascendente, cuál era el sentido de semejante persecución? Todas las conjeturas que le vinieron a la cabeza terminaban desembocando en el ridículo más absoluto. «En fin», se dijo mientras tomaba el sombrero y el bastón, «lo que tenga que ser, será, y desde luego no voy, a estas alturas, a cambiar de costumbres por esa circunstancia ni quedarme encerrado en casa como un topo, prisionero de mis propios temores y aprensiones».

Empezó a caminar en dirección al café donde, como cada tarde, lo esperaban sus viejos amigos de profesión y un variopinto círculo de desocupados y de jóvenes actores que no paraban de pedirle consejo y ante quienes no tendría más remedio que volver a interpretarse a sí mismo, a recordar anécdotas y dibujar las semblanzas de unos personajes, coronados ya por el tiempo con la aureola de históricos, cada vez más borrosos y lejanos. Avanzaba despacio, debido a la fragilidad de los huesos y a la dolorosa atrofia de las articulaciones, temiendo que en poco tiempo todo su cuerpo acabara adquiriendo la misma estructura leñosa de aquel bastón en el que se apoyaba y sin el que apenas se atrevía a caminar. Por suerte el café estaba muy cerca. Al doblar una esquina volvió a experimentar idéntico acoso al de días precedentes, el invisible tacto y la avidez de unos ojos que lo buscaban de manera obsesiva. Lo sentía en la nuca y en la espalda, como el aliento de un animal, y estuvo tentado de darse la vuelta para conocer la identidad de su perseguidor, ahora que ya se hallaba a la entrada del refugio, pero finalmente renunció a hacerlo. Pasado aquel momento de vacilación, franqueó la puerta y se dirigió a su mesa.

Allí estaban de nuevo. Le saludaron con una alegría desmedida, como si hubiese pasado mucho tiempo, lo cual, inevitablemente, le sonó un poco falso, y lo invitaron a sentarse en su lugar acostumbrado. Un camarero le sirvió un chocolate caliente y durante un buen rato estuvo contestando cuestiones de técnica interpretativa, explicando cómo se las ingenió para representar en una misma temporada el papel del Conde Almaviva y el de Fígaro, cuando uno de los actores de la compañía se puso enfermo, y de allí descendieron directamente a otros asuntos más mundanos, un territorio abonado a las murmuraciones y al más descarado chismorreo.

—Entonces maestro, ¿no cree que, dado el tiempo transcurrido, ya va siendo hora de que nos desvele el misterio que rodeó la repentina muerte de madame Aubertin? ¿Es cierto que monsieur Beaumarchais no fue ajeno a ella y que incluso colaboró activamente en el trágico desenlace? —preguntó un caballero de mediana edad, en medio de la expectación general y la curiosidad, un tanto morbosa, de los que lo rodeaban.

—Señores, señores… por favor. Un poco de consideración y de respeto —respondió Fleury, erigiéndose en el valedor póstumo de su desaparecido amigo—. No está bien acusar a personas que no pueden defenderse y arrojar sospechas sobre la memoria de un hombre que si bien no fue un santo, tampoco el arribista sin escrúpulos que algunos han descrito. Además les recuerdo que jamás fue incoado proceso alguno ni se hallaron indicios que avalaran su implicación en tan lamentable suceso.

—Sí, maestro, eso es cierto, pero no me negará que, tras la muerte de su esposa, monsieur Beaumarchais se encontró en posesión, además de un sonoro apellido que añadir al suyo, de una considerable fortuna.

—Esa circunstancia no lo convierte necesariamente en un asesino.

—No, desde luego que no, pero tampoco me negará que, como punto de partida, una herencia constituye un móvil bastante atractivo. Usted debe saber bastante más de lo que cuenta y particularmente me cuesta creer que nunca le hiciera ningún comentario sobre ese asunto, aunque sólo fuera para quejarse de las habladurías de la gente y proclamar de paso su inocencia. Entre amigos, ese tipo de confidencias es de lo más habitual.

—Pues no; siento decepcionarle, pero nunca hablamos de ello. La amistad a la que alude se basaba en la admiración que mutuamente nos profesábamos y en nuestro común el amor por el teatro. Como usted bien sabe tuve la fortuna de representar alguna de sus obras, con notable éxito además. Lo cual dio pie a largas conversaciones, e incluso apasionados debates, ya que no siempre el autor ve sus creaciones del mismo modo que los demás las perciben. Pero, monsieur Constant, el hecho de que fuésemos amigos no me hace partícipe de sus íntimos secretos; unos secretos que, si los tuvo, nunca llegué a conocer. Aparte de eso, se imagina usted acaso una conversación en la que, como la cosa más natural del mundo, yo le preguntará: «Monsieur Beaumarchais, ¿envenenó usted realmente a su esposa o sólo se trató de un desgraciado accidente?».

La concurrencia prorrumpió en sonoras carcajadas y Fleury también sonrió de buena gana hasta que sus ojos repararon en la figura de un muchacho, envuelto en un polvoriento gabán, que permanecía en pie entre los asistentes, como uno más de los curiosos que habían ido agregándose hasta completar el apretado círculo que los rodeaba. Inmediatamente, en el instante que sus miradas se cruzaron, supo sin ningún género de duda que al fin se encontraba ante su perseguidor.

—Es posible que ése sólo sea uno de los numerosos misterios que el maestro guarda para sí hasta el día en que decida mostrarlos a la luz —exclamó, con un fuerte acento del sur, aquel joven desconocido, mientras en torno suyo cesaban las risas y todos los presentes lo miraban con evidentes muestras de sorpresa y desagrado.

—¿Puedo saber quién es usted y con qué derecho se permite ese tipo de insinuaciones? —intervino, por alusiones, Fleury.

—Oh, lo siento, perdóneme… perdónenme todos ustedes, caballeros… nada hay que justifique esta injerencia en sus asuntos y por ello les pido disculpas, pero la admiración que profeso al maestro y el hecho de encontrarme tan cerca de su presencia me han traicionado. En cuanto a mi persona, yo, señor, sólo soy un joven de provincias que ha recorrido un largo camino expresamente para conocerlo y al que nada apenaría más que sus palabras lo hubieran ofendido. Discúlpenme, por favor, lo siento —dijo mientras daba la vuelta sobre sí, sin esperar respuesta, y se encaminaba a un extremo del café.

—Desde luego, cada día se ve gente más rara en París —comentó alguien.

—Maestro, ¿quién ha sido el mejor actor que ha conocido? —preguntó un caballero que se hallaba a su izquierda, tras unos momentos de embarazoso silencio.

—Bueno, esa es una pregunta difícil de contestar —repuso Fleury con gesto pensativo—. Al margen del gran Molière, al que obviamente ninguno tuvimos la fortuna de conocer, actores ha habido muchos y muy buenos, dotados de una técnica y una memoria prodigiosas. Y también el caso contrario, aquellos que careciendo de una buena retentiva se metían tanto en el personaje que, en caso de olvido, eran capaces de declamar frases enteras, ausentes del texto, y conseguir que tuvieran sentido. He sido testigo de alguno de esos momentos gloriosos y si algo me he aprendido de ellos ha sido a descubrir la grandeza del teatro. Por suerte nuestro arte no es una ciencia exacta, una fórmula matemática que se aplica y siempre arroja el mismo resultado. Sí, señores, tenemos que sentirnos legitimante orgullosos de nuestros actores, de su valía y su generosa entrega, pero como no me siento capaz de citarlos a todos, no mencionaré nombre alguno para no ser injusto con los demás. De todas formas, las mejores interpretaciones que he presenciado no las han protagonizado actores profesionales y cualquiera de ustedes estará de acuerdo conmigo si afirmo que nadie miente con más sinceridad y convicción que las mujeres, particularmente cuando dicen que nos aman —añadió Fleury, acompañando sus palabras de una pícara sonrisa.

—Me parece, maestro, detectar la sombra de cierto desengaño, o de un afecto poco constante en sus observaciones.

—No, monsieur Dupont, no lo crea. Sólo se trata de un comentario desapasionado, amargo fruto de la observación y de una larga experiencia. A mi edad las cosas se ven con distintos ojos y con otra distancia.

Rendidos murmullos de admiración celebraron la desenfadada oratoria del maestro, continuando el resto de la velada de manera alegre y distendida, como contrapunto al opresivo clima de temor que anegaba gran parte del país. También, a la hora acostumbrada, Fleury se levantó de su asiento y anunció su marcha, acogida por los presentes con afectuosas muestras de protesta.

Asiendo el bastón con fuerza comenzó a caminar en dirección a su casa. El sol del incipiente otoño empezaba a declinar y muy pronto las sombras del crepúsculo se adueñarían por completo de las calles, pero la temperatura ambiente era aún bastante agradable. A unos veinte metros de distancia escuchó el ruido de unos pasos a su espalda, como una repetición de los que oyó a la entrada del café, sólo que esta vez se volvió de inmediato. Allí estaba joven de provincias, con su gabán descolorido y su mirada suplicante, caminando hacia él.

—¿Por qué me sigue usted? ¿Qué es lo que quiere, disculparse otra vez? —inquirió Fleury cuando el muchacho estuvo a su altura.

—Si ello sirviera para que me escuchara, estaría pidiéndole perdón el tiempo que fuese necesario. Sólo le ruego que me conceda unos minutos.

—Lo siento, pero ya es muy tarde para mí. De todos modos aún no me ha dicho qué es lo que desea.

—Lo que deseo se resume en pocas palabras. Necesito que usted me cuente qué fue exactamente lo que sucedió a mediados de septiembre de 1792, en vísperas de la batalla de Valmy.

Monsieur Fleury se quedó unos instantes contemplando el semblante de aquel joven, con una extraña mezcla de curiosidad y sorpresa.

—No alcanzo a comprender el interés puedan tener para usted unos hechos cuyos resultados todo el mundo conoce y que se desarrollaron en una época en la que aún no había nacido.

—Ya sé que no es fácil de comprender, pero yo, maestro, he crecido en un ambiente rural, rodeado de bosques impenetrables y de historias fantásticas, contadas durante las largas tardes de invierno al calor del hogar. De todas ellas, la más increíble era la que narraba el desenlace de esa famosa batalla, un final tan extraordinario como carente de lógica y de sentido. Por lo que oí en aquellos días y después de reflexionar mucho sobre el tema, he llegado a la conclusión de que detrás de la milagrosa salvación del ejército francés se oculta un misterio que sólo usted conoce. ¿Le suena el nombre de Sabattier, del abad Sabattier?

—No, en absoluto.

—El abad Sabattier y usted tenían un amigo común, monsieur Beuamarchais, el mismo al que casualmente estaban refiriéndose esta tarde en el café. El dramaturgo comentó al sacerdote, y éste a mi padre, su extraña desaparición de París por aquellas fechas, cuando fue a visitarlo a su casa y una muchacha del servicio le dijo que se había ido a Verdún por una semana, justo donde Federico Guillermo II había instalado su cuartel general. Si ya lo sorprendió que se metiera directamente en la boca del lobo, más lo hizo su negativa a reconocer este hecho días después cuando se encontraron, su empeño en afirmar que la información que le habían dado en su casa fue un error y sus continuas evasivas cada vez que mencionaba el tema. Si a ello unimos la incomprensible retirada del monarca prusiano cuando lo tenía todo a favor para alzarse con la victoria, el enigma está servido. Usted tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de tan extraños acontecimientos y eso es lo que quiero saber.

—¿Por qué? ¿Por qué motivo quiere usted saber eso?

—Porque fue usted, un actor, quien salvó a Francia en aquella hora terrible, cuando todas las potencias de Europa se habían unido en su contra. Quiero saber cómo lo hizo y agradecérselo personalmente. Es una deuda que todos los patriotas tenemos contraída con usted.

—Ah, sí, cómo no… —exclamó el maestro con un gesto de hastío—. Pero antes de rendir homenajes no estaría de más que usted supiera que el patriotismo es, en la mayoría de los casos, una excusa y una falacia, una de esas grandes palabras en cuyo nombre se cometen los crímenes más espantosos. Crímenes que, antes o después, acaban saliendo a la luz porque, por fortuna, siempre queda algún testigo para contarlos. De esa forma, en muy poco tiempo, supimos del Terror revolucionario, ejercido por aquellos mismos que proclamaban los derechos universales del hombre, de las posteriores atrocidades cometidas por Napoleón en Jaffa, durante la campaña de Egipto, y de los cientos de heridos que abandonó a una muerte cierta, del reciente Terror Blanco, dirigido, aún hoy en día, por los monárquicos contra todos aquellos que muestren algún apego por el espíritu la Revolución. Una y otra vez la misma historia de dolor y destrucción, la misma barbarie. Atropellos, humillaciones, heridas que no acaban nunca de cerrarse. Puedo asegurarle que todos los que he mencionado se consideraban patriotas y que, según su conciencia, actuaron como tales, así que, por favor, no me hable de patriotismo. Si es usted uno de ellos, o un hombre de fe, guarde en lo más profundo de su corazón ambas cosas, tanto a la Patria como a Dios, y no los saque de ahí; de esa manera no podrán hacer daño a nadie.

Tras aquellas palabras, Fleury quedó en silencio, observando las mejillas encendidas de aquel joven rostro donde se alternaban constantemente la turbación y la vergüenza. No cabía duda de que su ferviente alegato había causado un efecto notable en su interlocutor y durante unos instantes se preguntó si no se había dejado llevar demasiado lejos por la profunda decepción que la mayoría de los hombres le habían causado.

—Por favor —prosiguió el anciano actor—, no crea que ha sido mi intención amonestarle; no lo conozco y no tengo ningún derecho a dudar de su buena fe, no me haga mucho caso. A mi edad uno pierde la confianza en las grandes palabras y tampoco espera gran cosa de sus semejantes. La vejez es un páramo seco y desierto donde sólo crece el escepticismo. Sin embargo yo también he tenido dieciocho años y sé lo que es dejarse arrastrar por el entusiasmo, por la pureza de los ideales, el concepto de fraternidad universal y otras utopías que el tiempo convierte lentamente en ceniza. Me recuerda usted tanto al muchacho que una vez fui… ¿Cuál es su nombre de pila?

—Maurice… Maurice Roussell.

—Está bien, monsieur Roussell, ¿me promete solemnemente que no dirá ni una palabra de lo que le cuente y que aceptará el riesgo de que todo ello pueda no ser cierto? Si así lo hace, le contaré una historia, ya que para eso ha hecho un viaje tan largo. ¿Está de acuerdo?

—Lo estoy; le prometo que jamás diré nada a nadie. Se lo juro por mi honor.

Al oír aquello, Fleury pensó que el honor también podía prestarse a una buena perorata, pero estimó que con una al día ya era suficiente.

—Bien, en tal caso, entremos en la taberna de la esquina. No es un lugar muy recomendable, pero ahora no puedo volver al café y mis piernas necesitan descanso.

Nada más franquear la puerta, los envolvió el fuerte olor de las velas de sebo que a duras penas iluminaban el recinto. En un rincón, sobre unas ascuas, una marmita emitía un rumor sordo, semejante al ronroneo de un gato. Unas cuantas figuras silenciosas, ligeramente azules, ocupaban la mitad de las mesas disponibles. El tabernero, un hombre muy gordo, ataviado con una especie de mandil que relucía en la penumbra por efecto de unas manchas de grasa inmemoriales, se les acercó, desplegando un amplio repertorio de saludos y reverencias.

—Maestro, cuánto tiempo sin verlo por aquí. Es un verdadero honor tenerlo de nuevo en mi humilde establecimiento. Pase, por favor, pase. Vamos, vamos, despejad esa mesa para monsieur Fleury —dijo dirigiéndose a un mozo con profundas marcas de viruela en la cara, mientras movía los brazos como si fueran las aspas de un molino.

—Hace tiempo que no vengo a este antro por consejo médico —contestó Fleury—. Me han prohibido que ponga mi salud en peligro sin un buen motivo.

—¿Peligro en mi casa? —exclamó con fingido escándalo el aludido—. ¡Ay, ay, qué malicioso es usted, maestro! ¿Qué van a pensar mis parroquianos de sus palabras, si es que alguno se halla en condiciones de oírlo?

—No creo que a tus ilustres feligreses les preocupe tan poca cosa. Anda, bribón, sigue rellenado esas tinajas de vino con agua de lluvia y déjanos un rato en paz. ¿Ha comido usted algo? —preguntó a su acompañante.

—Sí, sí, por mi no se preocupe, no tengo hambre —respondió éste un tanto azorado.

—Bueno, da igual, una cena sencilla no le sentará mal. A ver, viejo Caronte —tal era el apodo con el que de antiguo se dirigía al mesonero—, tráenos pan blanco, algo de embutido y un buen trozo de queso. Y también una botella de vino sin adulterar; me figuro que alguna te quedará aún.

El mencionado Caronte asintió con la cabeza y desapareció tras la puerta de la cocina, repartiendo órdenes como un poseso. Al cabo de unos minutos regresó con una bandeja. Después de depositarla ceremoniosamente en la mesa, les deseó buen provecho.

—Bien —comenzó de disertar Fleury en voz baja y confidencial, como en un «aparte» de sus antiguas comedias—, nos encontramos en Verdún, en el año 1792, tal como usted quería. En ese momento todas las fuerzas del Antiguo Régimen, la nobleza, el alto clero y otros estamentos que ven en peligro sus privilegios de siglos, se unen con el fin restablecer el orden perdido y derrocar la Revolución por medio de las armas. El rey Luis XVI es prácticamente un prisionero y a principios del año siguiente morirá en la guillotina, acusado de traición. Todos acuden al rey Federico Guillermo II de Prusia, cuyo ejército goza de merecida fama por su eficacia y disciplina. Pero este Federico, salvo el nombre, poco tiene que ver con sus predecesores, Federico Guillermo I, el Rey Sargento y Federico II El Grande. Carece del temple y la determinación de aquellos; se trata más bien de un hombre amante del placer y de las artes, bastante influenciable además, que ha dejado buena parte de los asuntos de estado en manos de Vollner, una mezcla de sacerdote y aventurero que durante algún tiempo maneja el gobierno a su antojo. Federico Guillermo pertenece además a los rosacruces, una organización próxima a la francmasonería, en la que ostenta un alto rango. Es un convencido de la existencia del mundo de ultratumba, cree en el ocultismo y la magia, y tal es su grado de dependencia en las doctrinas esotéricas y místicas, que no toma decisión alguna sin consultar antes los augurios. Todas estas características de su personalidad no pasan desapercibidas para sus enemigos, quienes, ante la gravedad de la situación, deciden sacar el máximo partido de ellas. Alguien traza un arriesgado plan y elige a la persona adecuada para llevarlo a cabo.

—Y es entonces cuando interviene usted, ¿no es así?

—Ah, monsieur Roussell, es usted la viva imagen de la impaciencia juvenil, no cabe duda —comentó Fleury con una sonrisa—. Bien, continuemos adelante y digamos que interviene un actor. ¿Quién si no? Alguien que, además de poseer buenas dotes interpretativas, reúna ciertos requisitos indispensables para el éxito de la misión. Ésta no es otra que convencer al rey prusiano de que renuncie a su propósito de invadir Francia y se retire a sus dominios. ¿De qué modo? Sólo hay uno: aprovechar su carácter impresionable y supersticioso, predispuesto por naturaleza a creer en misteriosas historias de aparecidos y fantasmas.

—¿Fantasmas dice usted, maestro?

—Sí, eso mismo. Pero el fantasma al que los conjurados quieren convocar ahora ante el rey no es un fantasma cualquiera, sino el de su tío, Federico el Grande, una figura cuya alargada sombra sigue, seis años después de su muerte, produciéndole una profunda impresión. El plan consiste en que un actor encarne al difunto y lo conmine a abandonar la empresa. Hace un momento le hablé de ciertos requisitos necesarios. Entre ellos está el de saber hablar perfectamente el alemán, imitar la voz, vestirse y adoptar las mismas poses y movimientos que el fallecido. Curiosamente se da la circunstancia de que el actor elegido, aparte de reunir las cualidades mencionadas, ha representado la figura del egregio difunto en el pasado, con tan notable éxito que es posible que ese hecho haya servido de inspiración al proyecto. Pero no nos perdamos en detalles; lo importante es que poco después el rey prusiano asiste a una cena de gala en su honor, días antes de marchar hacia París. Ese es el momento que los conspiradores estaban esperando.

Fleury hizo una pausa y tomó aliento.

—Comienza la cena y en un determinado momento, cuando se brinda por el éxito de la campaña, un hombre vestido completamente de negro se acerca respetuosamente al monarca, le susurra algo al oído y le pide que lo acompañe. Éste cambia de color y tras disculparse con los presentes abandona la estancia en pos del desconocido. Después de recorrer un angosto corredor llegan a un sótano. Su guía abre la puerta, bajan unas escaleras y desembocan en una sala de gruesos muros, revestidos de cortinajes negros y en la que arden unos hachones en sus correspondientes trípodes. Un momento después su acompañante desaparece tras una de aquellas cortinas y el rey se queda solo, en medio de un escenario tan meticulosamente preparado, sin saber qué hacer. Se oyen extraños ruidos y su ánimo decae. Ya no es el poderoso monarca temido y respetado en toda Europa, sino un simple mortal, que además está asustado. Aquel hombre ha pronunciado la contraseña de los rosacruces y no ha tenido más remedio que seguirlo, pero ahora se teme que pueda haber caído en una trampa. Tal vez quieran asesinarle; el mundo está lleno de enemigos dispuestos a todo. El pánico se apodera de él. Reuniendo sus fuerzas empieza a subir las escaleras, pero en ese instante oye una poderosa voz a su espalda: «Detente», le dice ésta, «no salgas de aquí sin haberme escuchado antes». Guillermo Federico II se da la vuelta, inundado por un sudor frío y ve una figura que se aproxima a él. Es el espectro de su tío, Federico II, su misma voz, su misma indumentaria, aquella vieja casaca silesiana gastada por el uso, su bastón y, lo más definitivo, la sempiterna mancha de tabaco en la nariz. «¿Me reconoces?», le pregunta el fantasma. Él, incapaz de articular palabra, asiente con un gesto y su interlocutor continúa: «Ya que me reconoces, escucha atentamente el consejo que voy a darte: no continúes, porque te han traicionado; si te empeñas en seguir adelante no te enfrentarás sólo a un ejército de noventa y cinco mil hombres, sino a todo un país que se levantará contra ti. Hazme caso y abandona esta aventura». Dicho esto, el fantasma desaparece tras los negros cortinajes y Federico Guillermo II, sobreponiéndose a la impresión recibida, regresa como puede con sus invitados, pero ya no es el mismo que poco antes abandonara aquel salón.

El maestro volvió a quedar en silencio, como si tratase de ordenar algún recuerdo en la memoria.

—El resto es de sobra conocido —continuó—. Tres o cuatro días después, el ejército del rey prusiano, todo orden y disciplina, se encuentra en Valmy ante otro que, salvo algunos profesionales llenos de valor y desesperación, apenas merece tal nombre. Lo forman artesanos y campesinos que nunca han empuñado un arma y que no poseen instrucción alguna. El general Kellerman, un experimentado militar curtido en numerosas operaciones, hace lo que puede ante la previsible carnicería. Dispone a sus hombres en los puntos que considera más estratégicos y aguarda los acontecimientos, consciente de la abrumadora superioridad del adversario. Comienza la batalla, silban los primeros proyectiles de artillería y cuando menos se espera ocurre el milagro: el enemigo toca retirada y vuelve sobre sus pasos. El desconcierto es total y la escaramuza se salda con menos de quinientas bajas entre ambas partes, un porcentaje insignificante puesto que son más de doscientos mil los soldados desplegados en el campo.

Fleury miró a su interlocutor, cuyo rostro, alumbrado parcialmente por la luz de las velas, aparecía demudado, al borde mismo de las lágrimas.

—Eso es todo, monsieur Roussell —concluyó el maestro, dibujando un ambiguo gesto con la mano—. Espero que su curiosidad haya quedado satisfecha y su largo viaje merecido la pena. Tanto si es usted de los cree en el Destino y está convencido de que Judas no pudo hacer otra cosa que traicionar a Jesús, o si por el contrario piensa que nada está escrito de antemano, deseo que este relato le sirva de algún provecho. Acéptelo como un regalo personal. Y recuerde, cuando se disponga a sacar sus propias conclusiones, que sólo se trata de eso, de una historia sin importancia.

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Adiru

por Relato finalistaRelato Bluetal

La visita del Dr. Carne y los Nicume

Adiru vio cómo pateaban los trozos del cuerpo de su padre, cómo descuartizaban delante suyo a su hermano y, por último, cómo le cortaban la cabeza a su madre. A su madre, que aún sin cabeza, lo sostenía y lo protegía con sus brazos. Adiru enrojeció y exclamó:

—¡Ahora soy pequeño, pero algún día creceré, tú serás más débil y yo más fuerte! Y te mataré.

El Dr. Carne emitió una grave carcajada, sus secuaces lo miraban expectantes: un niño de ocho años se había atrevido a desafiarlo. Ni el más poderoso de los sátrapas de Harashi se hubiera atrevido. El Dr. Carne succionó una profunda calada de su largo y grueso puro y exhaló un humo intenso, un humo que se resistía a elevarse en el aire.

—¿Crecerás? —dijo con una voz dura y ronca—. Bien, esperaremos.

Los Nicume sonreían rechinando los dientes; cientos de ojos temerosos, ocultos tras las cortinas de bambú, observaban la escena conteniendo la respiración. El Dr. Carne se aproximó hasta que el pábilo de su puro rozó la punta de la nariz del crío.

—Acaso te quede un largo camino, nunca se sabe, por eso debes aprender algo, hijo —dijo el Dr. Carne—. Debes comprender quién es el enemigo al que debes enfrentarte. Procura que esté a tu altura —tiró el cigarro a los pies de Adiru—. Cortadle las piernas.

Los Nicume, los Ninjas del Cuchillo de Media luna —esos cuchillos anchos que usan los carniceros desde tiempos inmemoriales— lo rodearon, pusieron sus pequeñas piernas sobre un tocón y de dos secos tajos se las seccionaron a la altura de las rodillas. Allí lo dejaron, desangrándose, subieron a sus caballos flanqueando a la enorme montura del Dr. Carne y se fueron del poblado gritando sobre el rastro de fuego y muerte que dejaban atrás.

Volverían los que llegaron desde la Alta Montaña como una manada de depredadores, los que se hicieron los amos y señores de las almas cortando con sus cuchillos los cuerpos, los que se hacían llamar guerreros oscuros, los que no eran más que un puñado de asesinos amparados en su número, en la crueldad de sus fanáticas creencias y en sus férreas leyes de obediencia. Volverían desde la Alta Montaña, no se sabía cuándo, a exigir de nuevo su tributo. Aunque para cobrarlo tuvieran que destrozar la vida de un niño.

Adiru Y Lio-Nai

Lio-Nai, una muchacha delgada de piel blanca como la leche —a la que todos tenían por loca— había bajado al pueblo a vender sus flores perfumadas. Sus flores estaban ahora pisoteadas y cubiertas de polvo y restos de vísceras, los cadáveres despedazados se amontonaban por las calles. Fue la única que socorrió a Adiru; los demás, dándole por muerto, se afanaban en recopilar y juntar los trozos de los suyos. Ella le hizo dos torniquetes con las cintas de su camisola, lo subió a su carro y lo miró a los ojos.

—Sé que te llamas Adiru —le dijo con una voz suave—. Adiru, ¿quieres vivir?

Adiru, exánime, apenas pudo abrir sus párpados para contemplar durante un instante los extraños ojos verdes de Lio-Nai y, después de asentir levemente con la cabeza, se desmayó.

—Vivirás —le susurró Lio-Nai. Y untó los labios de Adiru con una esencia brillante que guardaba en su escarcela.

Le suplicó a su pequeño caballo que se diera prisa, y el carro partió a toda velocidad hacia el bosque. Su camisola abierta insinuaba su delicado cuerpo, su largo cabello negro hacía olas por los aires, sus frágiles manos sostenían con firmeza las riendas. Y una lágrima resbaló por su mejilla camino del viento: comprendía todo el dolor que acababa de aceptar.

La decisión de Lio-Nai

Tardaron en llegar a la cabaña. Lio-Nai se bajó con premura y llenó su bañera de cobre con agua limpia, escanció sobre ella una mezcla de mixturas de penetrantes fragancias y sumergió a Adiru en esa nube de aromas líquidos. Le desató las cintas, la sangre, en un primer impulso, manó a borbotones, pero se quedó detenida en densas volutas rojas. Adiru suspiró y abrió los ojos. Estaba rígido y pálido. Lio-Nai se situó en el curso de su mirada y creyó adivinar un brillo en medio del espanto. Escanció sobre el agua una última gota de aceite y, sin dejar de mirar a Adiru, sonrió.

—¿Quieres vivir, Adiru?

El niño sacó una mano del agua y acarició los labios de la muchacha. Después se hundió en el más profundo de los sueños, el que limita con la frontera de la muerte. Lio-Nai tomó su flauta dulce y se puso a tocar una melodía.

Algunos días después, Adiru recuperó lejanamente la consciencia, Lio-Nai dejó de tocar su suave música y empuñó un afilado cuchillo. Lo calentó al rojo vivo.

—¿Quieres vivir, Adiru? Te está comiendo la gangrena, tengo que cortarte esa carne que tu cuerpo rechaza, ¿quieres vivir?

—Sí… —suspiró el chico.

—Muerde esta raíz.

Lio-Nai cortó el resto de las piernas podridas de Adiru hasta el borde de las ingles. Ni un lamento, ni una lágrima, ni un gemido surgió de ninguno de los dos. Pero el latido de sus corazones retumbó a mil kilómetros de distancia.

La recuperación de Adiru

Adiru vivió. Lio-Nai iba y venía ocupada con sus quehaceres, bajaba de cuando en cuando al pueblo a vender sus flores y sus bálsamos, y aprovechaba cualquier instante de solaz para tocar su flauta junto al niño. Adiru se fue fortaleciendo, las heridas de sus piernas se cerraron, pero la cicatriz de su alma se iba haciendo inmensa. Era una persona callada, casi no hablaba. Una noche, a la luz de las velas, le preguntó a Lio-Nai:

—¿Por qué estoy vivo?

—Porque has deseado vivir, Adiru.

—Debería haber muerto, estos cortes no caben en un ser humano.

—Te voy a contar un secreto… —respondió la muchacha—, un secreto que me contó mi padre.

«Todo lo que forma el mundo, las estrellas, la esencia última de las cosas, todo lo que ves, y lo que no ves, está hecho de música. Lo más pequeño de lo ínfimo se mueve al compás de una melodía. Y cada una de esas melodías se junta con cada una de las otras en una sinfonía infinita. Solamente hay que saber escucharla; y para eso, solamente hay que desearlo. Entonces tu vida se une a su esencia y comparte la misma fuerza que anima todo el universo».

—Por eso estás vivo, Adiru, porque lo has deseado.

Adiru contempló a Lio-Nai y sintió la belleza que emanaba de ella. Y sonrió. Pero aún no comprendía por qué había deseado vivir.

Adiru crece

Lio-Nai le construyó a Adiru una plataforma de madera con cuatro ruedas para que pudiera desplazarse. La mirada de Adiru nunca se centraba en lo que tenía delante, sino que parecía estar siempre fija en el horizonte. Luchaba cada segundo por poder llegar un palmo más allá, por poder subir una cuesta, por salvar una zanja, por alcanzar la primera rama de un árbol. Su torso y sus brazos se llenaron de músculos, sus manos se convirtieron en poderosas herramientas. Sus facciones abandonaron el gesto inocente de la infancia y se asomaron a la tensión del adulto. La adolescencia pasó por él como un relámpago, dedicada a perseguir a ratones y conejos, a conseguir capturar un pájaro, a enfrentarse a los zorros. Un día entendió que esa plataforma eran sus piernas, asumió que sus piernas se habían convertido en un trozo de madera con cuatro ruedas. Y la perfeccionó de acuerdo a sus necesidades: talló dos oquedades en las que introducir sus muñones, asentados en unas redecillas claveteadas bajo ambos huecos, dispuso dos correas que se cruzaba por los hombros para estar completamente unido a la tabla, y que respondiera de esta forma a todos sus movimientos, y le añadió puntas y cuchillas para defenderse de las bestias. Descubrió que podía saltar, avanzar velozmente, incluso dar volteretas… Que podía abrirse la cabeza, magullarse, romperse los huesos y que, aun así, podía seguir adelante. Y se atrevió a combatir contra un lobo, y la sangre que corría por sus brazos y su cara no le dolía. Su mirada apuntaba al horizonte, porque ya no había obstáculo, escalón, monte, camino, empalizada, ni piedra que pudiera oponerse a ella.

La verdadera herida

Una tarde no volvió Adiru, aquél niño. Regresó un hombre llamado Adiru que acababa de enfrentarse a un jabalí. Lo había matado y lo traía sobre su espalda. Entró despacio en la cabaña, quería sorprender a Lio-Nai, regalarle la pieza. La encontró en la bañera de cobre, desnuda, acariciándose su largo pelo negro. Cantaba una canción, sonreía y lloraba. Sus lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían en su cuerpo.

—¿Qué me traes, Adiru?

Adiru titubeó, sintió un vértigo dentro suyo.

—Te traigo un regalo…

—¿Le has pedido perdón a la Naturaleza?

—Sí.

Lio-Nai lo miró. Adiru dejó el animal sobre el suelo y salió afuera. Se llevó las manos a la cara, como intentando arrancarse de la mente esos ojos verdes e intensos. Y se dio cuenta de que Lio-Nai no era una muchacha, ni una hermana, ni una madrastra: era una mujer. Una mujer hermosa, delicada, amable. Una mujer que lo había rescatado de la muerte y lo había acompañado, le había susurrado historias, curado las heridas. Una mujer que le había hecho sonreír y que le había respetado las tristezas. Y se dio cuenta de que la amaba. Y todo el dolor que había sentido antes no era comparable a esta punzada con que lo atravesaba de parte a parte el amor.

Un amor que no era posible. Lo que había ido arrastrando el tiempo llegó de golpe a su mente. Pensó que Lio-Nai nunca podría ver como un hombre a un hombre al que le faltaba medio cuerpo.

La noche del concierto

Adiru se volvió taciturno, procuraba esquivar a Lio-Nai, se ocupaba en mil cosas y pasaba noches enteras en el bosque oscuro retando a las fieras. La rabia se acumulaba en su pecho. Odiaba al carnicero que le sesgó las piernas y a todos sus secuaces, aquellos que lo transformaron en un tullido. Mejoró sus capacidades a costa de herirse profusamente, respirando la venganza con cada bocanada de aire. Y su promesa se le clavó en los dientes: «Por mi familia muerta, por mí, que vivo, te mataré.» Una sombra lo asolaba, y una sombra se convirtió en su única compañera.

Una noche, después de cenar, Lio-Nai lo miró de frente. Él quiso marcharse, pero ella le tomó de la mano y lo retuvo.

—¿Adónde te has ido, Adiru? Quédate conmigo.

Adiru sollozó, su rostro se congestionó y apretó los labios, intentaba soltarse de la mano de Lio-Nai, pero parecía que esa fina mano poseyera una fuerza inconmensurable.

—¡No puedo, Lio-Nai, no puedo quedarme!

—¿Por qué?

Aquél que le había metido a los lobos el puño en la garganta, que había saltado con el impulso de su tenacidad murallas seis veces más altas que él, era incapaz de levantar la vista siquiera.

—¡No puedo…!

—¿Por qué, Adiru?

En una dura pugna consigo mismo, por fin, consiguió mirarla.

—Porque te amo.

Lio-Nai se acercó a él y le dio un beso.

—Mírame, ¿no ves lo que tienes ante tus ojos? ¿No oyes la música? ¿Qué deseas, Adiru?

—A ti.

Lio-Nai irradiaba luz.

—Yo te amo —le dijo a Adiru—. Deja de ver tu pena y tu rencor, tu debilidad, y mírame. Mírate, mírate a ti mismo. Mira quién eres. Dejémonos llevar por la belleza. Por nuestra verdadera belleza. Te deseo. Esta noche le vamos a dar un concierto al universo.

Adiru sonreía como un niño, Lio-Nai lo besó en los labios y añadió:

—Te conozco, te amo y te comprendo. Por eso, debes aprender a nadar.

Y hubo concierto.

Se despertaron como amantes un amanecer tras otro, hallaron la fascinación de poder llegarse hasta el fondo del alma a través de los sentidos. Y descubrieron que el hecho de que Adiru no tuviera piernas les permitía llegarse hasta lo más hondo del cuerpo.

El miedo

Lio-Nai se empeñó en que Adiru aprendiese a nadar. Ni los más feroces bichos le daban a Adiru tanto miedo como el agua. Pero Lio-Nai le enseñó, con la paciencia y la firmeza de un ave que expulsa a sus crías maduras del nido, a buscar la superficie y el oxígeno. El río que pasaba cerca de la cabaña era manso, excepto cuando llegaba con la crecida de primavera, en que se volvía un monstruo implacable.

Un día de otoño Adiru nadaba lentamente recreándose en el vaivén de la suave y fría corriente. Sentía dentro de sí una fortaleza inmensa: se sentía capaz de dominar su propia fuerza. Pero estaba equivocado, porque su mente no se apartaba de la Alta Montaña, y ni siquiera el amor infinito que le profesaba a Lio-Nai podía diluir esa obsesión.

Lio-Nai había bajado al poblado y regresó con la cara descompuesta. No quiso hablar, no quiso decir nada, pero Adiru lo comprendió todo. Todo el horror que de nuevo habían tenido que contemplar sus verdes ojos. Se abrazaron.

—¿Por qué este empeño en el odio?—exclamó Lio-Nai— ¿Qué pretenden algunos ganar con la muerte que no podamos ganar con la vida? ¡Tengo miedo…!

Adiru permaneció en silencio.

—Tengo miedo por ti y por mí. Porque sé que vas a ir a la Alta Montaña… ¡La venganza es mala compañera, Adiru!

Adiru la miró de frente, agarrándola con sus poderosas manos. Le dijo serenamente:

—No es la venganza la que me empuja, Lio-Nai, es mi voluntad: deseo que nadie en esta tierra nuestra tenga que volver a guardar en sus ojos el terror que ahora anida en los tuyos. No podemos pasarnos la vida temblando porque unos pocos miserables vengan cuando les plazca a arrancarnos nuestro sudor, nuestra alegría, nuestra paz. Yo soy el único que no los teme, ni a ellos, ni a sus cuchillos de carniceros. Ya probé su filo. Ahora ellos tendrán que probar mi determinación.

Lio-Nai se estremecía sin consuelo al pensar que su amor, sobre una tabla con cuatro ruedas, se iría para encontrar su tumba y legarle una soledad tan profunda como cada segundo que tuviera que vivir sin él. Pero se levantó, se enjugó las lágrimas y le devolvió la mirada a Adiru.

—Entonces no lloraré mas —le dijo.

La búsqueda

Adiru no cesaba de combatir contra animales y barreras. Sosteniendo un cuchillo entre sus dientes, hasta emplearlo en el momento preciso, consiguió cazar su primer oso. El mismo cuchillo con que Lio-Nai le salvó de la gangrena. Lio-Nai le comunicó que se debía marchar.

—¿Adónde vas?

—A buscar la única cosa que, quizá, te salve de la muerte. Ya que no puedo luchar contra tu decisión, lucharé a favor de tu vida. Espérame hasta que vuelva.

—Lio-Nai… me da miedo que vayas sola por los caminos, eres tan frágil…

Lio-Nai lo besó y se despidió:

—¿Te parezco frágil?

Adiru la contempló. No dejaba de hipnotizarle esa belleza que brotaba de su persona como un misterioso perfume.

—No. En realidad, eres mucho más fuerte que yo. Te esperaré.

Y Lio-Nai partió a un lejano lugar.

Adiru preparó su plataforma, añadiéndole más puntas por debajo y afiladas garras que pasaban desapercibidas a simple vista. Pensó en cómo llevaría a cabo sus planes. Y concluyó que cualquier idea que pudiese maquinar le llevaba inevitablemente al suicidio. Ése era el único plan posible. Los osos, los lobos y los jabalíes se apartaban de su camino. Sus aptitudes mejoraban momento por momento, empujadas por una mezcla de audacia y desesperación. «¿Y para qué?», se decía a veces Adiru, «un solo tajo acabará con todo lo aprendido». Y seguía persiguiendo espíritus por el bosque gélido.

La despedida

Lio-Nai regresó al cabo de unos meses. Se amaron, cenaron y Lio-Nai, que no dejaba de mirarlo ni un segundo, le preguntó:

—¿Sabes ya lo que vas a hacer?

Adiru pretendió fingir, pero no lo consiguió, y negó con la cabeza.

—Escúchame, entonces. Le llevarás este gran cigarro al Dr. Carne, posee una fragancia cautivadora, no podrá negarse a tu regalo. Le dirás a sus secuaces que le traes un presente y una profecía, así te dejarán llegar hasta él. Podrían matarte para quedarse con el presente, pero nadie se atreverá a desafiar el poder de una profecía, por eso no lo harán. ¿Ves este frasco? Esto es lo que he ido a buscar, trátalo con mucho cuidado. Cuando estés dentro de su palacio y haya encendido el cigarro, lo cual no podrá evitar puesto que su maravilloso aroma lo hace irresistible, tira el frasco lejos de ti, hacia la puerta de entrada. Nadie podrá entrar ni salir de allí durante unos minutos, ése será el tiempo de que dispongas para cumplir con tu destino. Este frasco representa la puerta hacia tu libertad, o la tapa de tu tumba. Lo demás depende de ti. Adiru, no me dejes esperando una sombra el resto de mi vida.

Adiru la apretó entre sus brazos.

—No lo haré.

A la mañana siguiente se fue hacia la Alta Montaña. Ninguno de los dos quiso despedirse. La palabra «adiós» les hubiera sumergido en un abismo sin salida.

El palacio y la leyenda del peregrino

Adiru llegó allí tras un largo y fatigoso viaje, a veces rodando por los caminos, a veces en la caja de una carreta. Se afanó en parecer un débil tullido, al que había que ayudar, o humillar, o vejar sin piedad, ocultando cualquier atisbo de sus facultades y, por supuesto, de su orgullo. Se encargó de ventilar a los cuatro vientos la historia de «el presente y la profecía» de la cual era portador. Las comidillas se convirtieron en habladurías, y éstas en testimonios, que se transformaron a su vez en una leyenda, la Leyenda del peregrino, así que cuando penetró en la ciudadela en compañía de gentes de negocios turbios, su llegada ya estaba apercibida. Los Nicume lo rodearon, lo mancillaron y lo escupieron, entre la expectación general —así daban la bienvenida a los extraños— pero no osaron matarlo. Con los ojos cerrados, mientras recibía patadas y latigazos, Adiru soñaba con los ojos de Lio-Nai, con su bella y sabia mirada, con su voz cálida… No lo registraron siquiera, no representaba para ellos más que un ridículo tarado. Y, subiéndolo a trompicones por la elevada escalinata, lo introdujeron en el palacio del Dr. Carne y lo llevaron ante su presencia.

Olía a incienso, el Dr. Carne estaba sentado en el suelo, al fondo de la amplia sala, rodeado de sus secuaces, su guardia personal. Una densa semi oscuridad inundaba la estancia, Adiru no podía ver el rostro de aquel hombre despiadado, pero su voz grave y rotunda le llegó con toda claridad:

—¿Quién eres, peregrino?

—Me llamo Adiru —respondió—. Te traigo un presente, Señor de los Nicume.

Y extrajo de un tubo de bambú el gran cigarro que le había dado Lio-Nai. Uno de los suyos se aproximó y se lo tendió al Dr. Carne. Lo olió y quedó embrujado, parecía conforme, chasqueó los dedos. De inmediato le acercaron un braserillo con tizones ardientes y lo encendió. Un perfume extraño y exquisito se desplegó con el humo.

—Bien, bien… Ahora cuéntame tu profecía, extranjero —dijo el Dr. Carne—. Si es propicia, te regalaré un carro. Si es nefasta, te cortaré el cuello.

Adiru empezó a descubrir sigilosamente los filos y garras, camuflados en su plataforma con gruesas cortezas de árbol.

—Me llamas extranjero, tú, que usurpas nuestra tierra. He venido a decirte que vas a morir.

Hubo un silencio; lo rompió el Dr. Carne con una sonora carcajada, sus secuaces lo imitaron.

—¿Es ésa la famosa profecía? ¡Menudo profeta! ¡Claro que algún día moriré…! En cambio tú…

—No la has entendido —lo interrumpió Adiru—, no se refiere al futuro, se refiere a este mismo presente que contemplas.

El Dr. Carne escupió de lado.

—El puro es magnífico, pero la profecía… es patética. ¡Quitadme de en medio a este despojo! —exclamó.

Los Nicume se levantaron despacio, rechinando los dientes, empuñando sus temibles cuchillos de media luna. Adiru tomó el misterioso objeto que le había dado Lio-Nai.

El frasco, la cacería y la muerte

Arrojó el frasco con energía hacia la puerta de entrada. Una tremenda explosión derribó parte de la arquitectura y provocó un colosal incendio. Ni Adiru, ni nadie, había visto jamás algo semejante. Cundió el desconcierto. Adiru lo comprendió todo: una barrera de fuego impedía que entraran los Nicume del exterior, y de los más de veinte que se hallaban dentro al menos cinco habían muerto o se arrastraban maltrechos por el estallido… «Lo demás depende de ti». Adiru imaginó estar en un atardecer del bosque, sus pupilas se acostumbraron con facilidad a la penumbra y al contraluz, las llamas anaranjadas recortaban negras siluetas. Nunca se había enfrentado a los hombres, pero aquellos hombres, que alardeaban de su valor y su destreza, le parecían asustadizos comparados con los lobos, lentos comparados con los jabalíes, y débiles comparados con los osos. Se colocó su cuchillo entre los dientes y empezó a girar, veloz, a cortar y sajar la carne de sus enemigos con los bordes afilados de su tabla, a incrustarles en el pecho y en la cara, con volteretas inimaginables, las punzantes garras que había dispuesto por debajo. Ellos corrían y gritaban, persiguiendo a un enemigo invisible. La cacería duró poco, los últimos cuchillos de carnicero rebotaron por el suelo como el amainar de una macabra lluvia metálica.

Adiru se acercó al Dr. Carne, que permanecía sentado impasible en su sitio. Por fin pudo verlo: era un anciano decrépito, aunque conservaba cierta prestancia pasada. Adiru le colocó su cuchillo bajo la barbilla. Él le miró con altivez.

—¡Vaya, vaya…! ¡Ya sé quién eres! —exclamó exhalando una densa voluta de humo—. Debí haberte estrangulado con mis propias manos. Esto me pasa por ser bueno, ¿ves?

—No, te pasa por tu soberbia —le respondió Adiru—. Quisiste retar al destino dejándome vivo. Ahora vas a recoger el fruto que sembraste al atreverte a dañar sin piedad, sin miramientos, ensalzado en tu poder, a un niño. Ahora estamos a la misma altura.

El Dr. Carne se rió con esa risa grave que, aun viejo y vencido, inspiraba temor.

—Entonces somos iguales —dijo—, porque tú también has provocado a tu destino. Nada es lo que parece ser.

Y como un rayo, con un movimiento impropio de su edad, le arrebató el cuchillo a Adiru y se lo puso en la garganta, sujetándole frente a sí por la nuca con la otra mano. Seguía sosteniendo el puro en su boca, y acercó el pábilo a la nariz de Adiru.

—Yo también guardo algunos secretos. Voy a terminar lo que empecé, no me gusta dejar las cosas a medias… ¡Nada es lo que parece ser! ¿verdad, hijo?

Adiru notó cómo el filo le oprimía la nuez. Pero en ese momento, el Dr. Carne se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos, desorbitados, emitió un dilatado y ronco gruñido y cayó inerte al suelo. De su boca manaba una baba verdosa. Lio-Nai de nuevo le había devuelto la vida, envenenando lentamente la de su enemigo con un, en apariencia, delicioso cigarro. La hermosa, frágil y fuerte Lio-Nai.

La puerta o la tapa

Le había advertido que su tiempo sería limitado. Las llamas de la entrada comenzaban a aminorar y los Nicume se agolpaban en el exterior intentando penetrarlas. Adiru se dio por perdido, no tenía escapatoria. Había cumplido su cometido; pero había fracasado, le legaba a Lio-Nai un fantasma eterno. La imaginaba, con el cabello blanco, vendiendo sus flores con una sonrisa… sentía la tristeza implacable de haberle quitado a su amor un solo beso lleno de alegría. Por lo demás, morir le daba igual. Y, de repente, muy lejana, le pareció escuchar una suave música. Su mente se concentró en la situación. Tomó el puro humeante del Dr. Carne y lo tiró frente al cuerpo del capitán de la guardia, se deshizo de sus correas, de su tabla, se arrastró por el suelo y cambió sus ropas por las de un Nicume. Estaba empapado en sangre, se quedó inmóvil, semejaba otro muerto. Los guerreros entraron en tropel apagando el fuego, observaron la escabechina y descubrieron la señal póstuma que les había dejado su señor, tachando al capitán de traidor y conspirador; allí mismo despedazaron sus restos. Sin embargo, un poso de desconfianza germinó en sus corazones, porque el capitán no se hubiera arriesgado a llevar a cabo esa carnicería sin contar con otros cómplices, sin que otros secundaran su traición: su unión irrompible empezaba a resquebrajarse, no tardarían en devorarse mutuamente espoleados por el aguijón de la sospecha. Alguno, de inmediato, se erigió como nuevo líder. Pero alguno más rechinaba los dientes.

A los que aún se movían, los acabaron de matar, así era su ley. Cargaron los cuerpos amontonándolos en una carreta, echando sobre todos ellos una tabla sucia impregnada de vísceras y sangre, y los sacaron de la ciudad. Del peregrino nadie se acordaba, había asuntos más importantes que resolver.

En el camino Adiru se dejó caer, abriéndose paso entre los cadáveres que lo oprimían. Se deslizó hasta unos cañaverales y respiró profundamente. No sabía qué hacer, cómo volver, apenas le quedaba vigor. Y, sin embargo, seguía escuchando la música, y la música se mezclaba con el fragor del río, que bajaba con la crecida de primavera. Pensó en Lio-Nai, pensó que ella había imaginado todo lo que podría suceder. Y que si él llegaba hasta aquí, no encontraría el camino de regreso en la tierra, sino en el agua.

El final

Adiru se zambulló en el río, que lo absorbió violentamente, no había otra opción. El estruendo de sus corrientes lo ensordeció y le hizo rebotar contra las rocas. Luego se lo tragó. Adiru no luchaba contra él, se dejaba llevar, debatiéndose por alcanzar una bocanada de aire. El frío de las aguas heladas, nacidas en las cumbres nevadas, le entumecía los músculos y los huesos. Fue recorriendo su curso, a veces a una velocidad de vértigo, a veces casi detenido en peligrosos remolinos, salvando desniveles y golpeándose contra los troncos y las piedras. No sabía si avanzaba mucha o poca distancia. No sabía si volvería a poder asomar otra vez un segundo la cabeza para respirar. Creyó percibir que se hacía de noche, y creyó que amanecía, y que anochecía de nuevo… Deseaba vivir, deseaba abrazar de nuevo a Lio-Nai… Pero sus fuerzas, a pesar de su deseo, se extinguieron, vencidas por la energía imparable de la naturaleza. El turbio oleaje lo envolvía, sus brazos, quemados de frío y cansancio, ya no respondían a su pujanza. Y se hundió hacia el fondo.

En ese instante notó que algo lo arrastraba hacia la orilla, algo lo estaba sacando a impulsos del río. Agotó su último aliento, juntando su estómago a su espalda para extraer la última molécula de oxígeno, y entonces un enérgico tirón lo sacó de las aguas. Abrió la boca y se tragó todo el aire de los cielos.

—¡Te pesqué! —gritó Lio-Nai.

Y Adiru la encontró ahí, de pie en la orilla, delgada, menuda, con su pelo negro ondeando al viento, sosteniendo firmemente con sus manos  heridas la red con la que lo había atrapado.

—¡Estás aquí, amor mío! —gemía con vehemencia Lio-Nai mientras lo atraía hacia sí.

Adirú expulsó a borbollones el agua que le inundaba los pulmones, tosiendo y exclamando:

—¡A veces creo que tienes el don de ver el porvenir!

—No, Adiru —respondió Lio-Nai—. Te veo a ti.

Adiru la miró. Estaba más bella que nunca, sus ojos verdes parecían piedras preciosas, enigmáticas y brillantes, mirándolo a los ojos.

—¡Mi amor… Mi amor frágil y fuerte, capaz de enfrentar el destino!

Lio-Nai se rió. Se abrazaron y se besaron con pasión.

—Hoy cenamos trucha—dijo Lio-Nai.

Y sucedió una paz dentro de ellos.

 

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Una sencilla historia china sobre el Guerrero del Día, el Guerrero de la Noche, el Hermano Samoano, una mujer y el monje shaolín que los enfrentó

por Relato finalista

La verdad inexorable que debe saber el buen luchador de kung fu es que el único contrincante al que no se puede ganar es a la Muerte. Pero no te creas superior por ello porque esa verdad la conoce hasta el insecto más insignificante.

Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Preceptos de la lucha encarnizada

Xiao y Kipu están disfrutando de su día libre. Es otoño y las hojas caídas cubren todo el suelo del jardín de su gimnasio. Una suave y fría brisa mueve las hojas de un lado para otro. No hay nada mejor para dos chicos de once años que tumbarse sobre el suelo y observar el movimiento de las nubes en un día un tanto nublado. El silencio del jardín se quiebra constantemente con el ruido del agua del riachuelo que atraviesa el lugar. Los dos chavales respiran orgullo. Están orgullosos de pertenecer a uno de los gimnasios más importantes de Hong Kong. El nombre del gimnasio Chiao Penn, también conocido como «La casa del crisantemo de la montaña helada», es escuchado con temor por sus enemigos. Nadie quiere enfrentarse a ellos. La dureza del entrenamiento y las técnicas secretas de sus maestros convierten a los discípulos en auténticas máquinas imparables. Xiao y Kipu saben que tienen suerte porque es muy difícil formar parte del gimnasio Chiao Penn.

Xiao y Kipu deciden dar un paseo por el patio sembrado de árboles de color rojizo.

—Vamos hasta el muro a encontrarnos con él —dice Xiao con una sonrisa malvada en la cara.

Kipu asiente porque la idea le gusta. Van a pasar un rato divertido metiéndose con el tipo raro del gimnasio.

Llegan hasta el final del patio y se topan con el muro de separación que da al mundo exterior. En una esquina y rodeado de pequeños setos hay una mesa con una silla en la que está sentado un personaje de lo más singular. El hombre en cuestión parece fatigado y envejecido. Es el tipo más raro que los chavales se han encontrado nunca. Viste de una manera sencilla, con la camisa y los pantalones tradicionales. En su cintura luce el cinturón negro de los graduados en el gimnasio Chiao Penn, y de él cuelga una vieja espada. Nunca se mueve de ahí salvo en contadas excepciones. Permanece sentado y sombrío con la mirada perdida dejando pasar el tiempo. Parece pensativo. Xiao y Kipu se acercan a escondidas hacia él. La cara del hombre está decorada con profundas cicatrices. Sus manos están agrietadas y sus nudillos inflamados. Xiao cree que es una víctima perfecta para sus bromas. El chico coge un poco de barro del suelo y hace una pequeña bola. La lanza hacia el hombre con todas sus fuerzas. Le da de pleno en la espalda. Como esperaban, no ha habido reacción alguna. El hombre permanece inmóvil ante la broma. A Kipu le parece de lo más gracioso y ríe hasta llorar. Xiao se envalentona y vuelve a lanzar más bolas de barro. Nada, ni se inmuta. Xiao hace una seña a Kipu y los dos se abalanzan sobre el pobre hombre sentado. Con un rápido y certero movimiento de sus piernas asestan dos golpes en los costados del hombre. Éste cae al suelo. No pronuncia ni un sonido de dolor. Kipu lanza un puñetazo llamado «golpe de estrella» en la cara del hombre. Xiao lo acompaña con el golpe de mano llamado «serpentina». El hombre se incorpora y vuelve a su sitio sin apenas inmutarse. Una vez sentado de su boca emana un poco de sangre. De repente los chavales sienten un enorme calor abrasador y doloroso en sus collejas. El impacto es tan grande que pierden el equilibrio. Una vez en el suelo reaccionan y se giran para buscar a la persona que los ha golpeado. Es el Gran Maestro Xuan.

El Gran Maestro permanece con una cara indolente delante de los chicos. Su enorme túnica blanca se agita con el viento, junto con su poblada, larga y puntiaguda barba blanca. La barba es un signo que muestra el nivel del maestro. Cuanto más larga, más nivel. Y la barba de Xuan es muy, muy larga.

—¿Qué hacéis? —pregunta el Gran Maestro.

—Sólo estábamos gastando una broma, mi Gran Maestro —contesta tembloroso Xiao.

—Así es, mi Gran Maestro —añade Kipu.

—Pelear con alguien que no os va a devolver el golpe es un acto cobarde. El kung fu es nobleza y vosotros no estáis respetándolo.

Los chavales se levantan del suelo y agachan sus cabezas en señal de arrepentimiento. Kipu abre la boca para intentar justificar la acción. Las palabras no llegan a salir de su boca. El Gran Maestro lanza dos bofetadas a cada uno de los chicos en una fracción de segundo.

—No tenéis derecho a hablar.

—Pero Maestro… —dice Kipu antes de que otras dos bofetadas acallen su voz.

Xiao lanza un leve suspiro aliviado de que esta vez no le haya tocado a él también. El Gran Maestro se da cuenta de que le falta alguien por pegar y Xiao recibe su ración de bofetadas.

—Sois muy valientes. Pero no lo seríais tanto si conocierais la historia de este hombre. Ahora parece un trapo viejo, pero la realidad es otra. Si vuestro cerebro diera más de sí, tal vez podríais comprender la magnitud de la épica vida que ha llevado este pobre hombre.

—Pues a mí me parece un débil vagabundo —suelta Xiao, que se arrepiente inmediatamente de haber abierto la boca.

El Gran Maestro vuelve a abofetear a los dos chavales. Sus mejillas están tan rojas que si una mosca se posara en ellas chillarían de dolor.

—Este hombre, pequeños sucios hijos de un cerdo vietnamita, es el gran Ming Lee. Es el Gran Guerrero de la Noche. Los reyes se mataban entre ellos para conseguir que él luchara entre sus filas. Su nombre era tan temido que algunos preferían quitarse la vida antes que someterse a sus técnicas de dolor infinito. Él solo se ha enfrentado a doscientos hombres armados con espadas. Podría llenarse un lago entero con la sangre derramada de sus enemigos y, probablemente, podría llenarse otro lago con la sangre que ha derramado su propio cuerpo durante las infinitas luchas en las que se ha batido. Poseía tanta fuerza que acabaría con vosotros con un leve soplido.

El Gran Maestro pronuncia estas palabras a la par que limpia la sangre de la boca de Ming Lee y le sacude el polvo de sus ropas. Ming Lee sigue con la mirada perdida. Después de la alabanza el Gran Maestro permanece en silencio mirando fijamente al hombre sentado. Los chicos jurarían después que el Gran Maestro dejó escapar una lágrima durante esa eterna y silenciosa mirada. Luego sigue hablando.

—Su maldición fue su grandeza. Solamente había una persona que podía derrotarlo… su hermano, el Gran Guerrero del Día. Es una historia demasiado dolorosa. Casi una vergüenza para el gimnasio Chiao Penn.

—¿El Gran Guerrero del Día? —preguntan a la vez Xiao y Kipu.

La mirada del Gran Maestro se vuelve sombría.

—Tao Lee, es el hermano de Ming, el Gran Guerrero del Día. Los reyes se mataban entre ellos para conseguir que él luchara entre sus filas. Su nombre era tan temido que algunos preferían quitarse la vida antes que someterse a sus técnicas de dolor infinito. Él solo se ha enfrentado a doscientos hombres armados con espadas. Podría llenarse un lago entero con la sangre derramada de sus enemigos y, probablemente, podría llenarse otro lago con la sangre que ha derramado su propio cuerpo durante las infinitas luchas en las que se ha batido. Poseía tanta fuerza que podría acabar con vosotros con un leve soplido.

Xiao y Kipu se miran el uno al otro. Xiao se atreve a hablar:

—Gran Maestro. Me parece que os estáis repitiendo.

En el momento en el que Xiao y Kipu creen que van a recibir otro par de golpes se percatan de que la mirada del Gran Maestro apunta al infinito. Una lágrima recorre su mejilla y se oculta entre la espesa barba blanca.

—No me repito. Sois más estúpidos que un camello con amnesia. Ming y Tao eran lo mismo. Lo que hacía uno el otro también. Eran casi la perfección. Se podían haber convertido en grandes maestros, pero su destino era otro.

—Gran Maestro cuéntenos la historia de esos grandes guerreros —ruega Kipu intentando dibujar una mueca de pena en su rostro, cosa bastante difícil debido a que sus mejillas están tan hinchadas por los golpes del maestro que parece que se ha metido dos globos en la boca.

El Gran Maestro suspira profundamente. Traga saliva con dureza. En su rostro se dibuja la culpa y el dolor del recuerdo amargo que supone para él la tragedia de los dos hermanos.

—Está bien. Os contaré su historia. Pero tenéis que prometer estar en silencio y luego debéis reflexionar sobre ella porque su mensaje puede ayudaros en los tiempos venideros. Empezaré diciendo que yo ya era viejo cuando conocí a los hermanos Lee por primera vez.

—¿Alguna vez fuisteis joven, Gran Maestro? —pregunta Xiao.

Dos golpes sonoros de bofetadas rompen el penetrante silencio del jardín del gimnasio Chiao Penn…

***

Sangra, sangra, sangra, sangra, y cuando creas que ya no puedes sangrar más, vuelve a sangrar porque esa será la única manera en la que el arte de la lucha quede grabado en tu mente. Y si te preguntas quién es el que te va a hacer sangrar, sólo tienes que dirigirte a tu maestro el primer día de enseñanza y él amablemente te responderá con su vara de bambú.

Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Guía de presentación para el iniciado en el arte del kung fu

El Maestro Chiao encontró a Ming y Tao escondidos entre las ruinas de una casa. Eran dos pequeños críos asustados que intentaron huir de la masacre que ocurrió a su alrededor. El Maestro Chaio por aquel entonces participaba en una guerra junto con el Rey Huao. Estaba a punto de conseguir el nivel de Gran Maestro. Su barba negra era muy larga y sus técnicas de lucha eran perfectas. Pero tuvo que acudir a la guerra para enfrentarse a los enemigos de nuestro rey. Los soldados del rey entraron a un pueblo y lo arrasaron hasta los cimientos, quemaron los campos de arroz y mataron a todos los animales del pueblo. El maestro Chiao estaba en contra de la barbarie y la brutalidad empleados por su señor, pero no podía hacer mucho dado que el deber de todo guerrero es seguir las órdenes de su superior. Mientras Chiao contemplaba la obra de destrucción de sus compañeros se percató de que unos soldados de su compañía se divertían atemorizando a unos niños. Los chicos no debían tener más de seis o siete años. Lo curioso es que, en lugar de echarse a temblar o llorar cuando fueron descubiertos entre las ruinas de una casa, intentaron luchar torpemente contra los soldados. Su rabia era tal que no dejaron de llorar y lanzar insultos a sus contrincantes. Los soldados encontraron muy divertido aquello e intentaron hostigarlos todo lo que pudieron para reírse de los niños enrabietados. El Maestro Chiao observó la mirada de los niños. Era la mirada del guerrero puro. Era la mirada del hambre de la lucha, de la confrontación. Era la mirada que todo buen luchador de kung fu tenía cuando se disponía a luchar.

Uno de los soldados levantó su espada dispuesto a acabar con el espectáculo. En el momento en el que iba a dejar caer su hoja sobre la cabeza de los niños, el Maestro Chiao detuvo la mano del soldado.

—¿Qué haces? —preguntó Chiao al soldado.

—Son enemigos y deben morir. Además me estoy aburriendo con estos críos —respondió el soldado muy enfadado con el maestro por detener su golpe.

—¿Qué clase de hombre mata a niños y pretende ser respetado?

—Soy un soldado, y deben morir o se harán mayores y luego buscarán venganza contra nosotros.

—La venganza es una opción en sus vidas. Tienen derecho a tener esa opción y tú no eres nadie para impedirlo. Si fueras hombre dejarías que ellos trazaran su destino en lugar de decidir por ellos.

El soldado bajó el brazo y se deshizo de la mano del maestro que lo sujetaba. Cuando Chaio bajó la guardia el soldado volvió a la carga e intentó matar a los niños. Chaio reaccionó y aplicó su golpe de tres puntos de presión sobre el soldado. Con su dedo índice ejerció una presión precisa sobre la frente, el corazón y el estómago de su enemigo. Acto seguido el soldado quedó inmovilizado, sus ojos explotaron en sus cuencas y murió antes de que su cuerpo inerte tocara el suelo. Los demás soldados se pusieron en guardia ante el ataque del maestro. En ese instante apareció el Rey Huao montado sobre su caballo negro y pertrechado con su magnífica armadura. El Maestro Chaio comprendió que había cometido un error al atacar a su compañero de armas y esperó un castigo del Rey.

—Rey mío, he decidido sobre la vida de este hombre y espero que tu justicia caiga sobre mí —dijo el Maestro Chiao.

—Conozco al hombre que has matado y te puedo asegurar que se merecía lo que le ha pasado. Sólo tengo que darte las gracias en nombre de mi reino por librarme del mayor imbécil que ha pisado mis tierras. Lo malo es que ahora tendré que buscar a un nuevo imbécil que lo sustituya.

Chiao quedó pasmado ante la compasión de su Rey. Reunió valor y pidió un favor a su majestad.

—Dadme a los niños, mi Señor. Quiero entrenarlos en mi gimnasio.

El Rey contestó con una frase llena de sabiduría:

—¡Bah! Haz lo que te dé la gana.

Ming y Tao observaron atentamente al maestro Chiao. Estaban temblorosos ante el espectáculo de lucha que había ofrecido. Tao fue quien se aventuró a hablar.

—¡Ten por seguro que te mataremos algún día!

El Maestro Chiao sonrió y le contestó:

—Te voy a decir algo más. Te aseguro que dentro de unos meses desearás matarme. Dentro de un año planearás matarme. Dentro de cinco años intentarás matarme. Dentro de diez años lamentarás no haberlo conseguido. Pero al final me amarás como amas a tu hermano y luego, tal vez, deje que me mates. Y ahora te voy a dar la primera razón para que quieras matarme que va unida a tu primera lección como alumno mío.

El Maestro Chiao lanzó una bofetada con el dorso de la mano a la cara de Tao. El chico cayó de culo en el suelo.

—Lección uno. No se habla hasta que yo lo diga.

***

Se debe evitar que el mensaje de paz de la paloma sea devorado por el mensaje de lucha del tigre. Aunque no se puede culpar al tigre, porque la paloma es un bicho repugnante, el autocontrol debe imperar en la mente del buen luchador.

Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Conflictos internos en la filosofía del guerrero

Pasaron los años y el aprendizaje de Ming y Tao empezó a dar sus frutos. Los dos chicos se convirtieron en dos jóvenes ávidos de conocer los secretos del kung fu. La perfección en la realización de sus técnicas dejaba pasmados a sus profesores. Movimientos reservados para alumnos mayores eran asimilados por los chicos con enorme facilidad. El Maestro Chiao supo que estaba ante dos máquinas de luchar. La particularidad era que a Ming le gustaba practicar por las noches. Se situaba en el centro del gran patio de entrenamiento  para practicar los moviemientos. Cada uno de sus pasos era sincronizado y medido a la fuerza. Los gestos de las técnicas como el «combate del búho», «el mono insomne, borracho y loco», «la grulla asesina», «la anguila mortal»… eran repetidos una y otra vez hasta llegar al nivel de los maestros que crearon dichas técnicas. Por el contrario su hermano Tao prefería la luz del día para hacer sus prácticas. Realizaba las técnicas que anulaban a las de su hermano como «la defensa del ratón», «el chacal devorador de monos», «el asesino de grullas», «el tiburón desdentado»… todo ello con la misma precisión en la ejecución que los maestros que las habían diseñado. Pero la verdadera especialidad de los chicos era el manejo de armas. El encargado que les enseñó el manejo de la espada, la lanza y los cuchillos fue el monje shaolin Yin Yuan. Era un personaje gris y pequeño, con gafas y completamente rapado. Los maestros Chaio y Penn lo contrataron por su excelencia en todo tipo de armas. Los hacía entrenar con armas de  verdad. Los cortes eran frecuentes y los golpes también. Cuanto más entrenaban más fuertes se hacían. Una vez llegaron a luchar entre ellos dando gigantescos saltos por todo el patio hasta llegar a los techos de los edificios de los gimnasios. Allí pelearon durante mucho tiempo entre ellos. Iban de edificio en edificio saltando y chocando sus espadas. Llegó la noche y la luz de la luna los iluminó lo suficiente como para continuar el combate. Al final los dos se derrumbaron desfallecidos de tanto luchar y hubo que subir a bajar sus cuerpos porque no fueron capaces de incorporarse debido a la fatiga. Una vez en el patio el monje Yin Yuan observó que a pesar de estar extenuados los chicos no habían soltado las espadas. También se percató de la sangre que empapaba las mismas. Ming y Tao se habían alcanzado en muchas ocasiones a lo largo del combate. Yuan preguntó:

—Tao, ¿por qué no has vencido a tu hermano?

—No lo sé, monje Yuan —contestó Tao entre jadeos.

—Ming, ¿por qué no has vencido a tu hermano?

—No lo sé, monje Yuan —contestó Ming casi sin poder respirar.

—Os diré por qué. Tenéis grabado en vuestras cabezas que sois hermanos. No os veis como contrincantes. Debéis salvar esa diferencia. Dejad que el odio emane de vuestro interior, canalizadlo y atacad. Vosotros dos sois vuestros verdaderos rivales. Nadie puede igualaros. Ninguno de los dos podrá saber nunca quién es el mejor hasta que no superéis la barrera de la sangre.

Un buen día el Maestro Penn volvió de su viaje por unas islas remotas. Junto a él llegó un chico un poco menor que Ming y Tao. Su aspecto era diferente al resto de los presentes en la recepción del Maestro Penn. Era un chico gordo, moreno, con algunos tatuajes extraños en su cara. Era un extranjero que pisaba el gimnasio. Eso estaba especialmente prohibido por las leyes del kung fu. Ninguna persona que no fuera china podía recibir las enseñanzas heredadas del gran Muai Lin Luan. Pero la cuestión estaba en que el Maestro Penn se había encaprichado del chico. Quería que fuera uno más. Según contó después el chico era un prisionero de unos piratas que asaltaron el barco en el que el maestro viajaba. Tras derrotar a los piratas el maestro encontró al chico gordo medio muerto en la bodega del barco. Penn y Chaio entablaron una discusión delante de los presentes. Eso no era habitual en ellos. Chaio, evidentemente, estaba a favor de la ley y no quería la presencia del chico. Penn defendió al extranjero y dijo que quería darle una oportunidad. Tras un largo tiempo de gritos, Chiao permitió que el chaval gordo se quedara en el gimnasio, e incluso accedió a entrenarlo. La única condición que puso fue que nunca le enseñaría técnicas secretas inventadas por él. Penn asintió y entregó al chaval a la custodia del maestro Chiao. La recepción terminó y todos volvieron a sus aposentos. Todos, excepto Ming, Tao, el Maestro Chiao y el chico gordo.

Ming y Tao examinaron al extranjero. Empezaron a burlarse de él. Ming le pegó en la cara y Tao lanzó una patada en el estómago del chico. El chaval gordo ni siquiera protestó. No lanzó ni un simple quejido, apenas pareció inmutarse. El Maestro Chaio golpeó a sus dos alumnos en el esternón con un movimiento parcial de la técnica llamada «aguijón de abeja». Ming y Tao se doblaron por culpa del dolor. El Maestro dijo:

—Lección trescientos cincuenta y uno: si no estamos entrenando, al extranjero sólo le pego yo. En vista de que dudo que haya aprendido nuestro idioma, os encargo de que le enseñéis el mandarín. Tenéis un mes para hacer que me entienda, de lo contrario os castigaré. Seguro que tiene un nombre salvaje. Intentad sonsacárselo y después ponendle un nombre más apropiado a nuestros gustos.

—Pero Maestro, ni siquiera sabemos de dónde es el chico —argumentó Tao.

—¡Me paso la vida educando a un par de cabras inútiles! Es un samoano. Un futuro guerrero como vosotros, pero es un ser inferior.

—Pues lo llamaremos «Gordo Samoano» —dijo Ming.

Tao asintió y el chico samoano se rascó la cabeza mientras miraba con cara de circunstancias a las tres personas que tenía delante.

***

La vida del hombre es tan corta como la vida de la flor del cerezo. De tus actos depende sentirte realizado antes de que el final llegue.

Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Vive, lucha, muere y otras consideraciones oportunas para el guerrero

Unos pocos años después Ming, Tao y Gordo Samoano se hicieron un trío inseparable. Gordo Samoano jamás les dijo su verdadero nombre. Prefería el que ellos le habían puesto. Ming y Tao eran ya una leyenda entre los demás alumnos del gimnasio y entre los alumnos de otros gimnasios cercanos. Gordo Samoano se hizo un lugar entre ellos gracias a su enorme fuerza, coraje y su facilidad de aprendizaje.

Pero no todo era felicidad. Entre los dos hermanos había ido naciendo una creciente rivalidad. Por separado ninguno de ellos había sido derrotado por adversarios de otros gimnasios en los entrenamientos conjuntos. Sólo eran superados por sus maestros o por los maestros de otros lugares. Pero cuando luchaban entre ellos los combates duraban horas. No se terminaban nunca. Era como si pudieran anticiparse a los pensamientos del otro.

Llegó la hora de lo que se conoce como «el camino solitario». Los alumnos del gimnasio debían peregrinar hasta la tumba del Gran Maestro que fue el primero en dominar  el arte marcial del kung fu, Muai Lin Luan. Esa peregrinación servía a los alumnos para enfrentarse a los peligros del mundo más allá de las murallas de sus gimnasios. Los tres amigos estaban impacientes por salir de allí por primera vez en años. Recogieron sus cosas y se les dio un poco de dinero para el gran viaje. Los maestros Chiao y Penn estaban esperándolos en las enormes puertas de madera roja que conducían al exterior.

—Volved como hombres o no volváis —dijeron al unísono los maestros.

Antes de partir comprobaron el estado de sus armas. Ming y Tao con sus espadas relucientes y nuevas se sentían seguros. Gordo Samoano comprobó la firmeza de su inseparable maza.

Aquel viaje estuvo lleno de peligros para los tres. La anécdota más comentada fue el día en el que pasaron por un pueblo y se detuvieron a comer. Ming y Tao querían darse un pequeño festín tras enfrentarse a unos asaltantes de caminos. No habían sido rivales para los tres discípulos del gimnasio Chiao Penn. Entraron en el establecimiento de un posadero. Pidieron mucha comida y llenaron sus estómagos hasta reventar. Una vez terminaron de comer se dirigieron hacia la sombra de un árbol para echarse una pequeña siesta. Gordo Samoano no quería dormir y se fue a dar una vuelta por el pueblo. Al cabo de un buen rato Gordo Samoano volvió al encuentro de sus amigos. Ming y Tao estaban donde los había dejado pero cuando fue a despertarlos estos no respondían. Los llamó y llamó pero no se despertaron. Echó un vistazo a su alrededor y sus pertenencias habían desparecido. Comprendió que les habían puesto una trampa para robarles todo lo que tenían. «Tal vez usaron veneno en la comida», pensó Gordo Samoano. Una risa chillona lo sacó de sus pensamientos. Levantó la vista y vio que estaba rodeado por siete hombres. Eran los mismos asaltantes del camino. Humillados por la anterior derrota se habían curado sus heridas y se habían adelantado por un camino más corto para seguir a los chicos. Debieron echar el extracto de una planta del sueño en la comida y, por alguna razón, no había afectado a Gordo Samoano. El que reía era un hombre muy grande y alto que no estaba entre los anteriores asaltantes. Parecía mucho más preparado que el resto de sus compañeros, y debía ser el líder del grupo. Después de reír habló:

—¡Malditos! Ésta es nuestra venganza y ahora te toca a ti también, sucio gordo extranjero. Soy un experto luchador y debes decidir cómo quieres ser derrotado. Puedes rendirte ante la técnica de la «garra asesina» —acto seguido realizó los movimientos de la técnica al aire—. Puedes morir con el golpe del «pulgar machacador» —otra vez realizó la técnica al aire—. Tal vez prefieras sufrir el «ataque definitivo de la chinchilla» —una vez más realizó la técnica—. Bien, gordo, ¿qué tienes que decir?

Gordo Samoano se rascó la cabeza y dijo:

—¿Qué es una chinchilla?

El jefe de los bandidos enrojeció del enfado. Dos gruesas venas hinchadas atravesaban su cuello. Se sentía humillado. Se adelantó y se situó delante de Gordo Samoano.

—Voy a disfrutar matándote y luego mataré a tus amigos —acto seguido agitó sus brazos y elevó un canto gutural como parte del inicio de una técnica de lucha no mostrada entre las anteriores—. Vas a sufrir el ataque de la «ira del rey» —continuó gritando.

Sus compañeros retrocedieron unos pasos porque ya sabían de la violencia de esa técnica. El jefe hacía más aspavientos con sus brazos mientras la fuerza acumulada en sus piernas provocaba dos pequeños cráteres bajo sus pies. Elevó los brazos al cielo y los bajó hasta situarlos en posición de lanzar puñetazos. Justo en ese momento de la boca de Gordo Samoano emanó un grito de guerra y soltó un cabezazo en la cara del jefe de los bandidos. Un segundo de tensión y silencio. El viento sopló ligeramente. Los golpes de los juncos entrechocando presagiaban una futura ventisca. Los bandidos se miraron unos a otros. Gordo Samoano se rascó la cabeza. Y el inmóvil cuerpo del jefe de los bandidos en su postura de ataque cayó de espaldas muerto. El resto de los bandidos se colocaron en posición de ataque. Todos gritaron a la vez «ataque en masa» y se lanzaron a por Gordo Samoano.

—Nunca he entendido esa estúpida costumbre china de gritar el nombre de las técnicas antes de atacar —pronunció Gordo Samoano.

Acto seguido empezó la batalla. Los bandidos eran rápidos y superiores en número, pero Gordo Samoano había entrenado con los mejores. Lanzó un par de golpes con sus poderosos brazos que barrieron a tres de sus adversarios. Luego cogió de su espalda la maza y asestó un certero ataque sobre la cabeza de otro, que cayó fulminado. A pesar de su gran envergadura, se movía con ligereza. Con una patada voladora reventó la mandíbula y el cráneo a otro, y al último de sus adversarios le aplicó el golpe definitivo en el estómago con su rodilla. Este vomitó sus propias entrañas y murió al instante.

Poco después Ming y Tao despertaron de su letargo. Delante de ellos estaba Gordo Samoano haciendo guardia para cuidar su sueño con su maza en la manos. Los jóvenes espadachines vieron la masacre que había provocado Gordo Samoano.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Tao.

—Querían mataros —contestó Gordo Samoano.

Ming miró a su hermano y comprendieron que estaban vivos gracias a la ayuda de Gordo Samoano.

—Sabes, Gordo, creo que va siendo hora de cambiarte el nombre —dijo Tao.

—Exacto. A partir de ahora serás «Hermano Samoano» —continuó Ming.

Hermano Samoano sonrió mientras desincrustaba un diente clavado de uno de sus enemigos del extremo de su maza.

***

A veces duele más una palabra que un puñetazo.

Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Misterios de la guerra

Continuaron con su viaje hasta la tumba del Gran Maestro Muai Lin Luan. Llegaron ante ella y presentaron sus respetos depositando flores de loto. Los tres jóvenes estaban llenos de orgullo tras su visita a la tumba del Gran Maestro

De regreso al gimnasio pasaron por el templo shaolín. Poco antes de partir el monje Yin Yuan les dijo que estaría en ese templo meditando y que se pasaran a descansar. El monje Yuan los recibió con un humilde festín y pidió a los chicos que relataran sus aventuras llenas de peligros. Los tres no pudieron evitar fijarse en la joven sirvienta que les traía los platos de comida. Era bella y esbelta, de largo cabello negro y labios gruesos. Tenía una mirada capaz de romper la coraza más gruesa. Las risas y los comentarios siguieron hasta que los jóvenes se fueron a sus aposentos individuales para descansar y dormir.

Esa noche el monje Yuan fue a visitar a Tao. Hablaron durante horas del significado del kung fu y el zen. El Monje Yuan insistía en que Tao era mejor que su hermano y que debía demostrarlo en un combate singular entre ellos. Como regalo por su visita al templo, el monje Yuan hizo venir a la joven sirvienta para que pasara la noche con Tao. Era hora de convertirse en un hombre de verdad. Después de su encuentro con la chica, Tao no le dio importancia a las palabras del monje pero se quedó dormido mientras esa idea rondaba de puntillas por su cabeza. Estaba más centrado en la chica con la que había estado. Lin Yao, decía llamarse esa flor de invierno.

Al día siguiente el monje Yuan convenció a los chicos para que alargaran su estancia unos días más. Ming y Hermano Samoano se percataron de la extraña hostilidad que había crecido dentro de Tao. Estuvo esquivo todo el día. Esa noche el monje fue a visitar a Ming. La cosa fue igual que en el caso de Tao. Hablaron y el monje dejó caer que Ming era mejor que su hermano, y que debía demostrarse en un combate singular. Hizo pasar a Lin Yao y estuvieron juntos toda la noche. Ming también se enamoró de ella.

A la mañana siguiente era Hermano Samoano el que comprendió que algo estaba pasando. La actitud de los hermanos era fría y distante. Apenas hablaban entre ellos. Durante un entrenamiento con los monjes vieron que Lin Yao era una alumna más. Su destreza con los cuchillos era única.

Poco después los chicos partieron de vuelta al gimnasio. Todo era distinto, todo había cambiado. Cuando los jóvenes desaparecieron por el horizonte Lin Yao fue a hablar con su maestro shaolín.

—¿Por qué los enfrentas, maestro Yuan?

—Porque dentro de poco no habrá nadie que pueda vencerlos sobre la faz de la tierra. Porque no soportarán quedarse con la duda de si serán capaces de vencerse uno al otro. Pero sobre todo lo hago porque intentaré convencer al vencedor para que se una a nosotros para propagar las enseñanzas shaolín por todo el mundo, sometiendo a nuestros enemigos.

—Maestro, me he dejado utilizar porque creía que estaba ayudando a mis hermanos, pero creo que me he enamorado de los dos.

—Pues tienes que hacerte a la idea de que uno de los dos morirá.

De vuelta al gimnasio la vida prosiguió. Los años pasaban y Ming y Tao intentaban evitarse. Su único nexo en común era Hermano Samoano. Ming entrenaba por el día. Su técnica avanzaba y estaba a un paso de la perfección absoluta. Tao hacía lo mismo por las noches y no se quedaba atrás. De vez en cuando, acompañando al monje Yuan, los visitaba Lin Yao. Era discreta e intentaba estar con los jóvenes por separado. Los sentimientos confusos de la chica la llevaban a la ansiedad de tener que decidirse por uno de los jóvenes, pero ella se veía incapaz. Hermano Samoano hacía ya tiempo que sabía de la existencia de este amor imposible, pero no había contado nada a sus amigos.

Un día el gimnasio fue atacado por el ejército de un rey rival de su señor de la guerra. La lucha fue encarnizada. La sangre corría a raudales. Ming y Tao lucharon juntos por primera vez desde que volvieron de su viaje de peregrinación. Junto a Hermano Samoano y Lin Yao lograron detener el avance de los enemigos. Usaron sus mejores tácticas de guerra. Las espadas de los hermanos cortaban la carne como si fuera mantequilla. La contundencia de los golpes de la maza de Hermano Samoano paraban los pies a muchos enemigos. Las heridas que provocaban los cuchillos de la mujer hacían que sus víctimas se desangraran hasta la muerte. Nadie se lo esperaba, pero los del ejército enemigo habían traído arqueros. Se situaron desde el exterior de los muros y lanzaron una lluvia incesante de flechas cubriendo el patio y los edificios. Caían tanto amigos como enemigos. Ming y Tao se elevaron por encima de los muros con un gran salto y se lanzaron en una carrera hacia los arqueros. Esquivaban los ataques de otros espadachines que esperaban fuera y evitaban el alcance de las flechas que les lanzaban. Corrieron y corrieron como el viento más veloz hasta llegar a la posición de los arqueros. Allí sus espadas hablaron por ellos. Acabaron con decenas. Golpe tras golpe, los enemigos caían a sus pies. Después de la batalla los dos hermanos volvieron a su gimnasio andando y en silencio. Habían vencido pero ni siquiera se miraban para darse la enhorabuena por la victoria. Desde la puerta de la entrada Hermano Samoano soltó una lágrima. Algo en su interior le dijo que la suerte estaba echada y que Ming y Tao no volverían a hablarse jamás en la vida. A su lado estaba Lin Yao que también lloraba.

—Es culpa mía, ¿verdad?

—No, no lo es. Están destinados a enfrentarse. No hay más que hablar —dijo Hermano Samoano mientras la consolaba.

Unas semanas después los maestros Chiao y Penn junto con todos los profesores del gimnasio convocaron a los hermanos Lee. Ese fue el día de su graduación en el gimnasio. Estaban presentes todos los alumnos, incluido Hermano Samoano, y también Lin Yao. Los maestros dieron a Ming el nombre de Guerrero del Día, y a Tao el nombre de Guerrero de la Noche. Los dos iban a ser enviados con distintos señores de la guerra aliados para entrar a formar parte de sus ejércitos. Tao interrumpió la ceremonia.

—Primero debemos dejar claro quién es el mejor de los dos.

—Estoy de acuerdo —declaró Ming.

Los dos desenvainaron sus espadas y se pusieron en posición de ataque.

—¡Alto! —ordenó el Maestro Chiao—. Dejad que vuestras hazañas hablen primero por vosotros. No habrá enfrentamiento dentro de este gimnasio. Luchad contra vuestros enemigos y que sean ellos quienes decidan.

Los dos hermanos tomaron de mala gana esa decisión. Se marcharon a servir a sus señores y empezó su gran leyenda. Lucharon, sangraron, mataron. No había rival igual entre sus enemigos. Más de mil batallas libraron por separado. Lucharon contra ejércitos o contra rivales que individualmente se presentaban ante ellos para intentar vencerlos. Sembraron la muerte allá por donde pasaron.

De vez en cuando ambos acudían a visitar por separado a Lin Yao. La mujer había vuelto al templo shaolín para ayudar a sus hermanos contra los numerosos enemigos que entendían esa filosofía como una secta peligrosa. Cuando ella estaba ante uno evitaba hablar del otro. Estaba segura que cada uno de ellos conocía la existencia de este romance imposible. En más de una ocasión Lin Yao pensó en quitarse la vida y desaparecer, pero siempre se decía a sí misma que quería verlos una última vez antes de morir.

Después de mucho luchar los dos hermanos de manera voluntaria, y tras hablar por mediación de Hermano Samoano, se presentaron ante sus maestros Chiao y Penn. Estaban hartos de luchar y luchar. Sus enemigos eran incapaces de ponerse de acuerdo sobre cuál era el mejor. El Maestro Penn, hastiado por esta estúpida rivalidad, les propuso algo:

—Si queréis mataros entre vosotros es vuestra decisión. Pero para saber quién es el mejor se debe actuar con la mente y el cuerpo. Os propongo que antes de que iniciéis una lucha se resuelva una adivinanza. Yo elaboraré un poema que esconderá una. La resolución de ese acertijo quedará en manos de Hermano Samoano. Cuando los dos seáis capaces de demostrar que hay un cerebro debajo de vuestro pelo resolviendo la adivinanza se os convocará para que luchéis entre vosotros. Si el resultado es el empate, el juego volverá a empezar. Si uno de los dos no acierta la adivinanza, pierde. Y si uno de los dos muere en el combate pierde.

Hermano Samoano, presente en esa reunión se levantó y dijo:

—Queridos maestros, no puedo participar en esto. No soporto verlos pelear entre ellos para matarse. Son mis amigos, es más, diré que son como mis hermanos. No me dejéis esta responsabilidad.

—Hermano Samoano se ha convertido en un hombre noble. Eres digno de este gimnasio y entendemos tu dolor. Pero sabes tan bien como nosotros que se matarán igual estando tú o no —le contestó el Maestro Chiao.

—En ese caso acepto. Pero anuncio que dejo las armas con todo el honor y respeto que puedo conceder a mis maestros. Me gustaría enseñar a leer y escribir a los alumnos como hicieron mis amigos conmigo. Pero no levantaré mi maza nunca más.

—Es tu dolor el que habla por ti. Pero si eso es lo que deseas para realizar tu función dentro de este circo, que así sea. Permanecerás aquí enseñando esperando que ellos traigan la respuesta a la adivinanza.

El Maestro Penn lanzó la adivinanza en voz alta a los cuatro vientos. Los hermanos Lee escucharon con atención y escribieron sobre papel el poema de su maestro. Ambos volvieron con sus señores mientras intentaban encontrar la solución. Como estaba dicho, el Maestro Penn le dijo la solución a Hermano Samoano.

***

En el fin de mis días me doy cuenta de cuánto he luchado. Por honor, por venganza, por defender lo que creo. Pero, después de todo eso, llego a la conclusión de que gran parte de esas disputas se hubieran solucionado hablando delante de un buen té.

Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Disposiciones de un anciano luchador

Esperaron durante meses y los hermanos volvieron con la solución. En ambos casos era correcta. Inmediatamente después desenvainaron sus espadas y lucharon entre ellos. Cada uno de sus movimientos era contrarrestado por el otro. Lucharon y lucharon. Luego soltaron las espadas y lucharon con sus manos. Lucharon y lucharon. Pasaron horas y no daban muestras de rendirse. Lucharon y lucharon. Todas sus técnicas viejas y nuevas fueron puestas en práctica. Su carne sangraba. Sus ropas y corazas estaban destrozadas. Lucharon y lucharon. Al final los dos cayeron rendidos. Ming miró a Tao y le dijo:

—Luchamos por ser el mejor. Y el mejor se quedará con Lin Yao.

—Quédate con Lin. Yo lucho porque estoy harto de que se me compare contigo —replicó Tao casi sin convicción.

Como se esperaba, el Maestro Penn preparó otro poema adivinanza. Lo escribió en dos papeles y los dejó al lado de los dos cuerpos extenuados. Luego le dijo la solución a Hermano Samoano.

La historia se repitió en multitud de ocasiones. Pronunciaban la solución de la adivinanza y luchaban. Siempre empataban.

Pasaron los años. Y siempre lo mismo. Ellos aprendían nuevas técnicas y desarrollaban las suyas propias intentando sorprenderse. Pero de alguna forma el otro entendía cómo defenderse y contraatacar. Otra de las constantes que se repetía en los combates eran las lágrimas de Hermano Samoano observando aquella lucha fratricida.

Durante una de esas peleas se presentó Lin Yao. Antes de que empezaran a luchar sacó un cuchillo y se lo clavó en el estómago. Estaba cansada de verlos luchar. Estaba harta de ese sinsentido. Hermano Samoano intentó evitarlo pero no llegó a tiempo para curar sus heridas. Los hermanos Lee se arrodillaron a su lado mientras ella moría. Lloraron los tres junto al cadáver de la mujer. Una vez que las lágrimas se secaron comenzó la lucha entre Ming y Tao.

***

Así fue durante años y el resultado es éste. Han peleado tanto entre ellos que se ha convertido en su única obsesión. Por eso Ming permanece aquí sentado. Ha abandonado todo y está pensando en resolver el último acertijo que se le planteó. Ha sido capaz de abandonar el mundo que lo rodea para concentrarse sólo en esta lucha. Su hermano creo que no está lejos, también en el mismo estado. Por eso os digo que debéis respetar a este hombre. Su maldición está muy por encima de nosotros. No pararán hasta que se maten, y tal vez dentro de poco vuelvan a enfrentarse…

Xiao y Kipu miran al hombre sentado. Ahora lo respetan más que nunca. Xiao se aventura a hablar.

—Pero maestro, nosotros nunca lo hemos visto luchar. Y los maestros Chiao y Penn hace años que murieron. ¿Y dónde está Hermano Samoano?

—No lo habéis visto luchar porque la última adivinanza tiene una solución imposible. Y para vuestra sorpresa os diré que no fue un poema del Maestro Penn. Esta última adivinanza la creó Hermano Samoano antes de iniciar el viaje de vuelta a sus tierras. No pudo soportar la muerte de Lin Yao y por eso se esforzó en encontrar un poema adivinanza de casi imposible resolución. Es el legado del hermano extranjero que ha traído cierta paz a ésta su querida casa. La solución obra ahora en mi poder y espero a que los dos me la digan.

Xiao y Kipu escuchan la llamada para la cena. Se ha hecho tarde. El maestro los acompaña hasta el salón.

Una mosca se posa sobre la mano de Ming. No se inmuta. Ahora la mosca traza un vuelo errático hacia su nariz, y luego vuelve a echar a volar. Acto seguido Ming desenvaina su espada como un rayo y corta en dos a la mosca en pleno vuelo. Vuelve a envainar.

—No necesito más distracciones. Piensa, piensa, piensa…

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El campo

por Relato finalista

I. La salida

Pienso: «Ya amanece». Los primeros y tenues rayos de sol se proyectan y anuncian el alba. Mi mente ya está alerta, consciente de lo que ocurre aunque con los ojos cerrados, el oído siempre atento a cualquier mínima variación en la quietud de la incipiente mañana. Simulo como un perro que no me entero de nada, auque en realidad estoy a punto de saltar de la cama como un muelle a la menor insinuación.

Apenas insignificantes pasos se perciben en la lejanía cuando me pongo en guardia, dispuesto, listo y preparado. Despacio descubro el jergón, abro la roída y desgastada sábana y me tenso.

Estoy, o mejor dicho, soy el número 09966 del barracón 3 de la sección 1 del campo de trabajo de Auschwitz. Llevo aquí dos semanas, procedo de Varsovia, y por si alguien alguna vez lee lo que escribo me llamo Leví Joseph, soy polaco.

Todos los días ocurre lo mismo, los guardias se acercarán sigilosos al amanecer, gritarán «¡ARRIBA, A TRABAJAR!» y el último en abandonar el barracón será castigado por perezoso. Según cuentan se lo llevan a la enfermería a ver al herr doctor Mengele. Nadie ha vuelto de allí. Nadie sale con vida (la verdad es que no tengo muy claro que nadie salga con vida de aquí) y se cuentan cosas horribles sobre mutaciones y experimentos con hombres, mujeres y niños.

A pesar del frío amanecer sudo por todos los poros de mi cuerpo: instintivamente percibo que otros compañeros están en la misma situación que la mía y se preparan para saltar en cuanto escuchen el grito estridente, chillón y autoritario del carcelero. Se aproximan las botas y el alarido se escucha claro y retumbante en la pocilga que es este sitio. Salto de la cama, y vestido con las mismas ropas con que nos acostamos, me calzo. Otros ya están en la puerta, otros todavía en el catre, otros en mi misma situación. Es una carrera por la vida. Nos miramos en silencio. Miradas que luchan por la supervivencia dentro del infierno. Ruidos apagados, empujones por salir. Golpes contra las literas.

Cuando me encamino hacia la puerta ocurre lo que nunca pensé que podría ocurrir. Un maldito cordón mal atado; me enredo con él, desequilibrado caigo al suelo. Nadie se para. Nadie te socorre. Todos te pisan y pasan apresurados por encima. Es la ley de la selva, «hoy no me toca a mí», piensan, incluso cuando intento incorporarme a duras penas otros me lo impiden a empujones.

Al final, cansando de recibir puntapiés, empellones, pisotones y alguna que otra patada me levanto. Miro a mi alrededor y contemplo las filas de literas vacías a ambos lados del pasillo. ¡Dios mío!, me doy cuenta de mi situación en ese momento. Desesperado, utilizando los últimos gramos de mi esquelético cuerpo me abalanzo hacia la salida, donde ya clarea el alba.

II. El patio

Cuando avanzo hasta el patio central del campo, ya están formadas todas las filas. Como legionarios romanos en posición, las perfectas cuadriculas de ocho por dieciseís personas se alinean dispuestas a ser revisadas por los ejecutores. Avanzo, intento incorporarme a una de ellas (la más próxima) cuando de pronto un enorme perro negro con ojos rojos de sangre y unos colmillos enormes se me planta delante y ladra o, mejor dicho, me paraliza el cuerpo con su visión. Es una fiera infernal, adiestrada para matar. Instintivamente me quedo inmóvil. Un paso más hubiera supuesto mi muerte inmediata.

Se acercan dos kapos SS, riéndose, y en un perfecto alemán uno le dice al otro que si el perro tiene hambre que desayune ahora mismo. El otro me mira, no como a una persona, sino como a un excremento que es lo que soy ahora mismo y le comenta que no, que herr doctor necesita pacientes y que no se lo tomaría a bien si le quitaran su «preciosa mercancía».

Las piernas en ese momento dejan de sustentarme. Abatido me dejo caer en la tierra húmeda y negra de ese repugnante sitio. De rodillas lloro, imploro, suplico que me maten. ¡Todo antes de ir a la enfermería del campo de concentración, al barracón número 10! Recuerdo que una vez un preso me dijo que había oído aullidos que ponían los pelos de punta. Que hacían cosas horribles a las personas. Que te mutilaban poco a poco para ver cuánto tardabas en morir. Que experimentaban con los genes. Que transformaban personas en lobos.

Con los ojos desorbitados, con las pocas fuerzas que me quedan me abalanzo hacia el perro con la esperanza de que me despedace a mordiscos. Todo mejor que ir a la enfermería.

De pronto los dos guardias a la vez tiran de la correa para apartar al animal, desvían su mirada de mi presencia y la dirigen hacia el patio, donde el doctor está revisando la mano de obra del día y «seleccionando». Cada uno intenta erguirse en su esquelético cuerpo lleno de piojos, llagas y úlceras. La mirada del asesino es gélida, realmente hiela con su sola presencia. Todos con la cabeza gacha. A nadie, absolutamente a nadie, se le ocurriría mover un pellejo, un pelo, una pupila. Ni por supuesto levantar la cabeza.

El herr doctor es un tipo menudo, no muy alto, algo desgarbado. Pero tiene un aire a muerte. El Ángel Negro lo acompaña por las filas, se pega a él como una lapa. Sabe que tiene segura recompensa a su lado. Sus ojillos menudos son una puerta a la tumba. Yo, paralizado, tumbado en el suelo, contengo la respiración; no sé si será mi intuición pero creo percibir que hasta los pájaros han dejado de volar. Reina un silencio absoluto, sólo roto por algún ladrido lejano de la jauría de los guardias.

Posa su gélida mano blanca sobre un pobre desgraciado, que no tiene apenas fuerzas en las piernas para sostener su cuerpo lacerado y llagado. Intenta decir algo, quizás una protesta, quizás un adiós, quizás un lamento, pero el miedo le atenaza la garganta. Es sacado de la fila y sujetado de ambos brazos. El herr doctor se acerca a él, lleva una jeringuilla que ha sacado de su maletín, y sin decir palabra y con una inusitada fuerza se la clava en el corazón al desgraciado. Aprieta el émbolo y el líquido mortal se desliza por su ya agotado cuerpo. Es el fenol, mortal, limpio y barato; lo están probando con nosotros. Dicen que ese mismo compuesto lo ensayan en forma de gas para matar más gente. Pensamos que a lo mejor por eso están construyendo aquí al lado en Birkenau otro campo más grande y con crematorios.

Herr doctor no tiene ganas de seguir trabajando; ha terminado, se da media vuelta sin decir palabra y acompañado de su escolta se aleja hacia su enfermería.

—¡Bueno, el espectáculo ha terminado por hoy! —brama el kapo SS—. ¡Tú, excremento, levanta o te mato ahora mismo!

Con las piernas sin apenas sostenerme me incorporo. De repente, me sujetan de los hombros y en volandas me llevan al barracón número 10.

III. El barracón número 10

El SS Obersturmbannführer Rudolf Höß fue el mentor del doctor Mengele, su amigo y director del campo durante dos años. Bajo su dirección el «Ángel de la Muerte» dio rienda suelta a su instinto y «técnicas». Estas se fraguaron dentro del conocido como barracón número 10 del campo de Auschwitz.

Arrastrado por sus dos kapos SS el pobre Leví Joseph, pasó delante del muro de las ejecuciones, allí los pobres infelices al principio eran fusilados. Salpicado de tiros y jirones de sangre desparramada. Pero era un método de «limpieza» muy caro y, sobre todo, lento y pronto fue abandonado.

El día, al principio claro y radiante, fue tornándose paulatinamente más oscuro. Una tormenta se anunciaba por el oeste. Allí donde estaban construyendo las chimeneas de Birkenau. Las densas nubes se acercaban con fogonazos de rayos que iluminaban la negrura aquí o allí. El aire, como animado por la presencia de la tormenta, soplaba cada vez con más fuerza, arrastrando hierbas, papeles y algún que otro prisionero incapaz de sujetarse.

Pronto la oscuridad invadió la amplia llanura polaca donde estaba el campo. El aire casi huracanado, la lluvia racheada cada vez más intensa, caía empujada por el viento.

Justo cuando entraban calados hasta los huesos en el barracón un trueno espantoso sobresaltó incluso a los dos kapos que de inmediato soltaron al prisionero.

—¡Aquí te quedas! —y sin más explicaciones abandonaron a toda prisa al prisionero y corrieron para guarecerse en su puesto de guardia.

Leví Joseph miró alrededor asustado, a simple vista parecía un sitio acogedor, confortable incluso. Dos enfermeros enfundados en impolutas batas blancas lo levantaron y lo condujeron a una sala donde después de desnudarlo, lavarlo a conciencia y despiojarlo le suministraron un pijama de color indefinido. Le permitieron afeitarse y le raparon la cabeza al cero.

Lo escoltaron y lo condujeron hacia la guarida del doctor. Su oficina se encontraba muy cerca de la entrada, a mano derecha. Llamaron y después de confirmar el permiso para entrar dejaron al infeliz de pie delante del herr doctor.

Joseph, siempre con la cabeza agachada, no se atrevió a mirar. Simplemente escuchaba, su fino oído perfeccionado por tanto tiempo de lucha por la supervivencia era su sentido más desarrollado, junto con el agudo olfato que siempre lo había caracterizado. El tipo menudo sentado delante de la mesa le prestaba poca atención, releía unos papeles distraídamente. Hizo un movimiento con la mano y como por arte de magia los acordes de Wagner sonaron en la estancia. Joseph, sobresaltado y con sumo cuidado, levantó un poco la cabeza y observó un grupo de enanos deformes, vestidos como niños marineros que comenzaron a tocar la Cabalgata de las Walkirias.

Fue justo en ese momento, al contemplar aquellas figuras que bajo la iluminación intermitente de los rayos de la tormenta parecían un grupo de marionetas de ultratumba tocando una marcha fúnebre, cuando supo que iba a morir de una forma horrenda.

El miedo, si alguna vez había desaparecido, volvió para quedarse. El doctor no decía nada, no preguntaba, no levantaba la cabeza de los papeles. Joseph olía la muerte, la sentía en aquella figura impasible. Ahora sí, comprendió lo que le esperaba. Los enanos seguían con su marcha inaudible bajo los truenos.

Sin mediar palabra el doctor se incorporó, hizo un movimiento rápido y extrajo una jeringuilla de uno de los cajones de su escritorio. La elevó hasta tenerla delante de su vista para comprobar que el líquido viscoso que contenía estaba en perfectas condiciones. Separó la silla de sus piernas y se encaminó hacia el prisionero con pasos cortos y decididos. Leví Joseph, al ver al doctor acercarse con la aguja, sintió una tensión como nunca en su vida había experimentado: se le secó la boca de golpe, las piernas parecía que ya no le sujetaban, los ojos desorbitados miraban fijamente el instrumento fatal. Los pasos inexorables del doctor se aproximaban y ya casi lo tocaban cuando Joseph, que nunca se había revelado contra nada ni nadie, ni siquiera contra su destino, se abalanzó sobre el doctor con un movimiento rápido que no parecía proceder de su famélico cuerpo, le agarró el brazo e introdujo el fenol por el cuello el doctor. Éste ahogó un grito de dolor antes de cerrar los ojos para siempre. Los enfermeros, atónitos en principio, empuñaron sus porras para machacar sin piedad al detenido, levantaron los palos y antes de que pudieran descargar los golpes mortales sintieron cómo un líquido ardiente entró por sus venas y paralizó al instante su corazón. Eran los enanos de la orquesta. Aprovecharon la distracción provocada por Joseph para llevar a cabo su venganza. Habían sustraído y guardado algunas jeringas con el veneno. Esperaban que algún día se presentara una oportunidad. Y ese día había llegado.

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—¡Vamos! —le imploraron— no tardaran en descubrir esto, y nuestro castigo entonces será aún peor. ¡Vamos, salgamos!

Abrieron la puerta de la enfermería y un disparo voló la cabeza del primer enano que asomó. Cayó desplomado. Sobrepuestos al sobresalto inicial, y conscientes de su situación, salieron como una jauría de perros y todos a una se abalanzan sobre el centinela, lo derribaron y lo mataron de un tiro. En ese momento sonó la sirena de la alarma, justo cuando un rayo derribaba la torre de alimentación de la energía eléctrica del campo. Todo, absolutamente todo, se quedó en la penumbra más absoluta.

—¡Tardarán tres o cuatro horas en traer los generadores! —exclamó Joseph— ¡Salgamos!

—¡Por la puerta no! Seguro que al oír los disparos han emplazado una MG y el que asome la nariz es hombre muerto. ¡Lo mejor es que nos separemos y que cada uno intente salir como pueda!

Sin pensarlo mucho, Joseph se despidió de sus pequeños compañeros:

—¡Adiós, amigos… y suerte!

En la más absoluta oscuridad se internó en lo profundo de la enfermería.

IV. El infierno

Mientras se avanza en silencio y a oscuras, y con miedo, lo que primero te viene a la mente son tus propios sonidos. Los latidos del corazón, el jadeo de la respiración, el sudor. Parece que tu mente percibe y alerta a la vez. Todo se agudiza, todo se relativiza y se adapta a la situación. De pronto, se dio cuenta de una cosa que no le cuadraba, había avanzado sólo unos metros y el silencio era casi total. Palpando encontró una puerta. Con cautela la abrió, observó en la oscuridad, iluminada por los rayos intermitentes de la tormenta, y entró. La estancia era lo que parecía un paritorio con una camilla en el centro, unos frascos en los estantes y un carrito de operaciones lleno de instrumental quirúrgico. Arrastrándose por la estancia se internó hasta apoyarse en una pared. Miró alertado por un ruido que provenía del exterior de la ventana, y de pronto notó una mano fría que le agarraba del cuello. Era tremendamente larga, los dedos medían más que sus manos y terminaban en unas uñas que parecían garras. Las manos no apretaban, sólo recorrían su cuello y cabeza. Joseph, paralizado, se quedó inmóvil. Jamás había sentido ese frío en el cuerpo. Los ojos se deslizaron lentamente para contemplar lo que le estaba estrangulando. Era una mano tres o cuatro veces mayor que la suya. No movió un músculo. Otra extremidad se enroscó, hasta juntarse con la primera. Semejaban a dos serpientes que iban cerrando el círculo entorno a su presa. La sensación era de angustia profunda. Intentaba respirar, pero no podía. Apenas ya le entraba aire por la garganta.

Reaccionó y con toda su fuerza mordió uno de los viscosos dedos, que al sentir el dolor le soltó. Aprovechó para incorporarse en la penumbra de un salto. Se golpeó contra una mesa y comenzó a sangrar por la frente. El ser que le había sujetado chilló. Leví contempló a una figura encerrada en una jaula. Era una persona, o eso había sido alguna vez. La habían deformado hasta límites inauditos. Por lo que acertó a ver, la cabeza era un cráneo enorme lleno de venas azules y unos ojos desorbitados que lo miraban. Todas las extremidades eran desproporcionadas. Brazos, piernas y cabeza. «¡Qué le habrán hecho a este pobre hombre!», pensó. Estaba tan sumido en esa visión que no escuchó acercarse a la pareja de doberman que los guardianes habían soltado. Negros como la noche, llenos de ira y rabia. Estaban especialmente adiestrados para oler la carne humana y devorarla. Sus rugidos sonaron junto a su cara, los ojos de los perros eran dos llamas rojas. De sus bocas una baba blanca era el preludio a un salto hacia la yugular del desgraciado que se interpusiera en su camino. Joseph ahogó un grito, se tapó la boca con ambas manos y notó la humedad caliente de su sangre corriendole por la cara. Los perros se excitaron al oler su bocado y se acercaron lentamente, dejando el espacio suficiente para saltar a por la presa. El mutante, alterado por tanto ruido, al que de ningún modo estaba acostumbrado, volvió a sacar sus manos de la jaula y lo siguiente que notó fue cómo le fueron arrancadas de cuajo por los colmillos de los perros. No les hizo falta mucha fuerza para despedazar al miserable engendro. Joseph aprovecho la ocasión para salir de la estancia y cerrar la puerta.

Rápido se movió por el pasillo central. Siguió arrastrándose para cruzar al otro lado, donde se adivinaba una puerta. No se lo pensó y abrió el picaporte con cuidado. Ésta era mucho más grande, desde fuera del recinto la había visto muchas veces y no daba la impresión de serlo tanto. A ambos lados había celdas con rejas. Con cuidado se acercó a la primera. Una mujer yacía en el suelo, de su cabeza, o mejor dicho, del cuello le nacía otra protuberancia que asemejaba un pequeño ser deforme. Intentaba la mujer arrancárselo tirando con fuerza y de tanto tirar la carne se abría en su cuerpo dejando entrever los huesos del esqueleto.

A Joseph, la visión de la mujer le llenó de ira mezclada con pena. ¡Qué habían hecho esos bastardos! Sin pensárselo dos veces buscó en sus bolsillos y encontró la ganzúa con la que se había soltado las esposas en la sala del herr doctor. Abrió la jaula. No se paró a comprobar, miró en la siguiente. Un rayo cayó a pocos metros. La estancia era todavía más siniestra. Sonidos extraños, olores irreconocibles, todo parecía sacado de otro mundo. El golpe del trueno lo hizo estremecerse, retorcerse, oyó los pasos de los guardias que se acercaban y los tiros, quizá matando a sus propios perros.

En la jaula de enfrente, un hombre gemía. Se asomó y al acercarse comprobó con espanto lo que tenía enfrente. ¿Era un hombre? ¿O era un cadáver?

Una masa informe y repugnante estaba sentada al fondo de la celda. No tenía un solo centímetro de su cuerpo que no lo recubriera una pústula. Era una llaga viviente. El cuerpo lleno de viruelas, de las cuales salía un líquido verdoso y espeso. Los ojos apenas se le distinguían. ¡Le habían inoculado alguna sustancia tóxica y esa era la reacción!

—¡Piedad! —le suplicó—. Mátame.

—¡Silencio! —le espetó Joseph.

Los pasos de los SS eran más nítidos cada vez. Sin decir palabra abrió la celda con la misma maña que abría las puertas en su época de ladrón de Varsovia.

Avanzó, sin aliento, para comprobar con qué otra siniestra figura se encontraría. Allí un niño jugaba solo. Se mecía sentado. Acurrucado sujetaba entre sus brazos una figura. ¡Era un feto humano!, lo distinguió sin lugar a dudas.

Ya no quedaban muchas jaulas, dos a lo sumo, pero eran las más grandes de toda la estancia.

Su corazón palpitaba fuera de sí. Los guardias no tardarían más de tres o cuatro minutos en aparecer por la puerta y disparar a todo lo que se moviera. Jadeando, se acercó a la verja de la celda para ver en el interior. La sangre era abundante en su rostro y le cegaba la poca visión que le quedaba.

—¿Hay alguien? —susurró.

No obtuvo respuesta. Cuando se disponía a dar media vuelta hacia la otra celda, un gruñido lo retuvo. Esperó atento. Sintió el agarrón fuerte. Demasiado fuerte para ser un prisionero del campo. Saltó por instinto, pero lo retenían una multitud de brazos que lo agarraban de las piernas, tronco, cabeza… Espantado contempló unos brazos verdes ocres, llenos de pústulas purulentas. Tenían jirones de ropas en la parte superior y lo forzaban acercándolo a los barrotes donde unas caras deformes y con unas bocas de donde asomaban colmillos como puñales esperaban devorarlo. ¿Qué era eso? Humanos o animales, no parecían hombres, pero tenían su forma. En ese momento los generadores de emergencia encendieron las luces del campo y de la enfermería. Más espantado si cabe, comprobó que quines lo querían comer vivo eran zombis. De pronto lo comprendió todo. Los nazis habían tratado de transformar a hombres como muertos, o a muertos convertirlos en hombres y alimentarlos de carne humana para soltarlos como soldados en el campo de batalla. ¡El arma secreta del Tercer Reich! Los zombis lo sujetaron con fuerza e intentaron morder su carne. Desesperado, Joseph echó mano de su ganzúa y pensó: «Mejor morir devorado que acabar como ellos». Se disponía a hacerlo cuando los SS entraron en la estancia. Joseph giró la mano, abrió la jaula y lo que pasó a continuación no lo recordaba con precisión.

Los zombis se abalanzaron sobre él atropelladamente, sintió como sus bocas se cerraban y desgajaban la carne y los músculos. Chilló, gritó de dolor. Los soldados, asustados, siguieron el primer impulso y vaciaron los cargadores de las MP-40 contra los mutantes que se apiñaban y agolpaban por salir. Error fatal, puesto que llamaron su atención. Nerviosos, intentaron recargar, pero a punto de conseguirlo los zombis, rápidos y ágiles, los devoraron entre gritos, sangre y vísceras.

Joseph recibió un disparo en la clavícula y se desmayó. Eso probablemente le salvo la vida, al debilitarse su pulso los zombis dejaron de tener interés por una presa con tan poca carne y de dirigieron hacia los SS, que yacían enfrente con la mueca de la muerte en sus rostros.

Cuando terminó aquella dantesca escena, todo estaba en silencio. Renqueado se incorporó sin importarle nada. Ya nada importaba, salió de la estancia. Comprobó que los zombis nazis habían cumplido son su trabajo eficientemente. No quedaba nadie con vida en todo el complejo, como después comprobó. Se habían cebado con los guardias y soldados, más gordos y con mejor olor que los prisioneros, pero tampoco a estos les hicieron ascos. Terminaron con todos.

Según parece, los zombis ya no estaban en el campo y nadie le impedía salir libre, puesto que el guardia de la garita era solamente una cabeza sujetada por un esqueleto pulido. Salió muy despacio hacia la libertad, bajo el arco que decía «El trabajo os hará libres».

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Entre picos y plumas

por Relato finalista

Hace mucho, muchísimo tiempo, tanto que ni siquiera Maricastaña existía todavía, en un reino muy lejano, más lejano incluso que el confín del mundo, vivían un hermoso ánade llamado Anas y su amigo, una pequeña golondrina, Hirundo. El majestuoso pato tenía la cabeza verde como una esmeralda, el pico parecía hecho de oro y un collar blanco como de perlas daba paso a un armonioso cuerpo jaspeado con los tonos del ágata de fuego. Y así se pasaba las horas, contemplando su magnífica estampa en las aguas del lago mientras se burlaba de la sencillez de la golondrina.

—Al menos vas discreto a la par que elegante con tu modesto frac —reconocía con tono burlón hacia Hirundo.

—Al menos eres casi tan guapo como Cristatus y nadas algo mejor —devolvía sarcástica la golondrina. 

Cristatus era el bellísimo pavo real que vivía en los jardines que rodeaban la tranquila laguna y, aunque tenía miedo al agua, era sin duda el ave más admirada de la región y la que provocaba más suspiros entre las pavas, patas y gallináceas en varias leguas a la redonda. La cabeza de Anas solía ponerse todavía más verde cuando se escuchaba el nombre de Cristatus.

Un día pasó por el estanque un búho muy cansado y viejo. La golondrina lo acogió en su nido pero, como era tan pequeño, el búho tuvo que descansar en un árbol junto al agua.

—¿Quién eres y de dónde vienes? —le preguntó Anas, sin dejar de repasar con su pico las hermosas plumas de sus alas.

—Me llamo Ninox y vengo de buscar a la muchacha más bonita del mundo para que sea la esposa del Rey. Pero no he podido hallarla. Cuando Su Majestad se entere me hará disecar para su salón —y el viejo y cansado búho se echó a llorar; y sus lágrimas cayeron al estanque fundiéndose con las aguas en que Anas se contemplaba.

—No te preocupes —repuso entonces Hirundo con entusiasmo—. ¡Nosotros te ayudaremos!

El pato tenía ya la protesta al borde del pico, pero de pronto pensó en la cantidad de hermosas damas que lo admirarían en palacio y se frotó las palmas, ocultas bajo el agua.

La real Águila Real se enfadó muchísimo cuando vio aparecer a su ministro más sabio sin su futura esposa. Casi lo despluma allí mismo de no ser por la rauda intervención de Hirundo, quien, con un giro acrobático inverosímil que burló a la mismísima Guardia de Halcones Reales, se plantó ante el Rey:

—Majestad, el Búho ya es muy viejo para estos menesteres. ¡Mi amigo Anas y yo la encontraremos!

Y así la real Águila Real les ordenó partir inmediatamente y no regresar sin la reina más bella, digna de su realeza.

Las dos aves emprendieron el vuelo hasta que fueron dos diminutos puntitos que desaparecieron en la inmensidad azul del cielo. Las alas y el pecho purpúreo de Anas flameaban al sol. A su lado, haciendo acrobacias, Hirundo oteaba el suelo. En otra increíble maniobra descendió en picado hasta una rama al lado del camino por el que transitaban un grupo de ruidosas ocas. «Seguro que estas comadres asiduas a mercados y ferias pueden ayudarnos», pensó la avispada golondrina. Pero cuando trató de preguntarles, ellas comenzaron a graznar más fuerte, terriblemente contrariadas ante la intromisión del molesto pajarillo. Entonces, ante ellas aterrizó Anas, con su reluciente cabeza verde bien alta y su brillante plumaje emitiendo destellos. Las ocas enmudecieron de asombro. El pato estaba en su salsa y disfrutó intensamente de aquellos momentos. Carraspeó y entonó su más aterciopelada y encantadora voz y saludó de esta manera:

—Señoras mías, disculpen la descortesía de mi pequeño acompañante, pero no sabe cómo tratar con unas damiselas tan distinguidas y hermosas como vosotras.

Las ocas se ruborizaron hasta el pico ante el guapo extranjero que tenían ante ellas.

—Soy emisario de Su Real Majestad y busco a la muchacha más bonita del mundo para llevársela como esposa. ¿Seréis tan amables de ayudarme? Soy tan agradecido como espectacular.

Entonces Anas elevó e hinchó su pecho llameante mientras extendía las alas. Aquello fue demasiado para las ocas, que se desmayaron en mitad del camino, y también para Hirundo, que salió volando hacia la primera nube trazando tirabuzones, que es como se desternillan las golondrinas.

Afortunadamente, una de las ocas era ciega y fue la única que pudo contestar a los dos amigos:

—Si cruzáis el Bosque encontraréis a Tetro, el Urogallo. Preguntadle a él, pues lleva aquí mucho más tiempo que nosotras.

La oca se quedó allí quieta, esperando a que sus hermanas despertaran y la llevasen de vuelta a casa.

El pato y la golondrina volaron durante horas. En realidad no fue tanto tiempo, pero las incansables bromas que Hirundo le gastó sobre el incidente de las ocas hicieron interminable para Anas la búsqueda del urogallo.

Por fin, bajo un hermoso acebo de brillantes hojas verdes que acunaban los rubíes rojos de sus frutos, encontraron a Tetro dormitando entre gorgoteos apagados. Era, probablemente, el ave más vieja que habían visto en su vida, más incluso que Ninox, el ministro del Rey. Su plumaje debió de ser, en otro tiempo, tan hermoso y brillante como el de Anas, pero ahora se veía deslucido y mustio, como el abanico de la cola.

—Abuelo, abuelo, despierte —Hirundo susurró en el oído derecho del urogallo. Tetro abrió el ojo izquierdo bajo el párpado rojizo y volvió a cerrarlo. Hirundo reiteró su llamada y el viejo abrió de nuevo el mismo ojo.

—¿Quién anda ahí? Soy sordo de un oído y ciego de un ojo, no tengo tiempo para jueguecitos, joven… o lo que quiera que seas.

La golondrina se cambió de posición y le indicó al pato que hiciera lo mismo, de forma que el urogallo viera a Anas por el ojo sano mientras Hirundo le hablaba por el oído bueno.

—Disculpe que interrumpamos su siesta, señor Tetro, pero estamos buscando a la muchacha más hermosa del mundo para llevarla ante el Rey. ¿Puede ayudarnos?

—Hmmm… Recuerdo una muchachita muy hermosa cuando yo era joven y lustroso como tú, jejejejeje, pero creo que… El urogallo cerró el ojo y se durmió en mitad de la frase.

—Señor Tetro, por favor, dígame qué recuerda de aquella muchacha —apremió Hirundo.

El urogallo abrió el ojo y reanudó la conversación, pero la historia ya había terminado:

—…y eso es todo lo que no se me ha olvidado. Aunque en las Montañas encontraréis a Gyps, el Buitre, que ha visto mucho más mundo que yo. Por cierto, muchachito, es la primera vez en mi larga existencia que veo un pato que habla con el pico cerrado imitando a una golondrina… ju, ju, ju, j…

Ambos pájaros encogieron sus alas en señal de resignación y emprendieron el vuelo dejando a Tetro bajo su acebo tras caer de nuevo en un profundo sopor después de la cuarta risita.

Las Montañas estaban realmente lejos y eran verdaderamente altas. Empezó a hacer frío y los dos amigos buscaron un refugio para pasar la noche. Encontraron una repisa y se posaron para descansar. Desde allí arriba podían ver toda la tierra extendiéndose bajo sus patas. Todo se veía pequeñito y tan lejano como las estrellas que empezaban a asomarse encima de sus cabezas.

No fue hasta un rato más tarde cuando se dieron cuenta de que no estaban solos en aquella cornisa. Un poco más allá una solitaria y enorme silueta iba a ser engullida por las sombras de la noche. Anas e Hirundo, cansados y asustados, permanecieron inmóviles y muy juntitos hasta que amaneció. Con los primeros rayos del alba, sus cuerpos casi helados empezaron a calentarse y advirtieron movimiento en la misteriosa figura encorvada. Hirundo, como siempre, fue el primero en atreverse a entablar conversación:

—Una noche fresquita, ¿verdad? —preguntó sin demasiado entusiasmo ante la horrorizada mirada de Anas, que no daba crédito a la salida de su compañero.

—Es mucho peor en invierno, creedme. Dos pequeños como vosotros habrían muerto de frío y yo habría tenido el desayuno servido en mi propia casa —respondió sin inmutarse lo que resultó ser un enorme buitre calvo y lleno de arrugas, y que podía ser tan viejo o más que Tetro, el Urogallo y Ninox, el Búho, juntos. Su voz cavernosa parecía provenir del corazón mismo de las Montañas y paralizó la sangre del pato. La golondrina, sin embargo, desplegó sus alitas y ejecutó varias cabriolas en el aire, delante del inmóvil buitre.

—¿Es usted Gyps? Yo me llamo Hirundo y ese de ahí es mi amigo Anas; venimos en nombre de Su Majestad para encontrar a la muchacha más bonita del mundo. ¿Puede usted ayudarnos?

Gyps continuó sin moverse durante unos minutos antes de abrir el pico. De nuevo, su voz profunda congeló el aire ya de por sí fresco de la mañana:

—¿Si te ayudo te marcharás? Ya que no parece que vayas a servirme de desayuno, resultas tan molesto como una mosca para un ser solitario como yo.

—Por supuesto, señor —respondió alegre como unas castañuelas—. Nos iremos «zumbando».

Hirundo picoteó la brillante cabeza esmeralda de Anas sacándolo de su conmoción.

Por fin, el Buitre les habló de la muchacha más bonita del mundo.

—Se trata, sin duda, de la hija del Sol. Sus cabellos son de luz dorada y sus ojos como el cielo de la mañana; su piel blanca y suave como las nubes y sus labios rojos como el arrebol de la tarde.

—¿Y cómo la encontraremos? —preguntó Anas impaciente y deseoso de ver una criatura tan hermosa.

—Vive en un palacio junto al que siempre está su padre. Id pues tras el Sol y allí hallaréis lo que tanto habéis buscado.

Anas miró al cielo. El Sol se encaminaba ya hacia el oeste y, raudo como nunca, emprendió el vuelo:

—Llegaré antes que tú, golondrina birriosa, y cuando la hija del Sol me vea tan magnífico y elegante querrá casarse conmigo —le graznó desde las nubes.

Pero, por más que volaba y volaba, el Sol siempre se le escapaba, siempre hacia el oeste.

Hirundo, por el contrario, fue más listo y se dirigió al Polo Norte. En aquella época del año, el Sol no abandonaba esa región y no tardó en encontrar el palacio y a la bellísima muchacha. Al verla, olvidó su misión y supo que sólo quería quedarse allí para siempre. Pasó el verano y el otoño junto a la hija del Sol, cantando para ella, divirtiéndola con sus vuelos y sus chistes y con las historias de sus viajes junto a cierto pato gruñón.

La última mañana de otoño, Hirundo se atusó el plumaje y más elegante que nunca se atrevió a pedir a la muchacha más bonita del mundo que fuera su esposa. Y ella aceptó encantada pues se había enamorado profundamente de la sencillez y bondad del humilde pajarillo.

Al día siguiente, el día de la boda, Hirundo fue a buscar a su prometida. Sin embargo, algo había cambiado. El palacio estaba oscuro, en sombras, y, en lugar de su bellísima novia encontró una joven pálida, de largos cabellos negros como la noche y ojos brillantes como estrellas.

—Hola, pequeña golondrina —le saludó la doncella, muy guapa, pero no tanto como su amada—. Soy la hija de la Luna y durante los próximos meses invernales animarás mi palacio con tus historias y canciones, igual que has hecho para la hija del Sol.

Pero Hirundo, en una de sus legendarias maniobras increíbles, escapó por una ventana y voló sin descanso hasta el Polo Sur. Después de tan larga travesía llegó exhausto y sin fuerzas hasta el luminoso palacio del Sol. Allí encontró a su prometida quien lo esperaba con la sonrisa más preciosa que jamás el mundo haya visto hasta el día de hoy. Ella lo recogió entre sus palmas y lo besó con sus labios de arrebol. Y entonces, la magia del Sol obró el hechizo y convirtió a Hirundo en un apuesto príncipe, vestido con un elegante frac. Fue el regalo de bodas que su padre le concedió en premio al tesón de la pequeña golondrina, que había demostrado amor sincero por su preciada hija.

La boda de Hirundo y la hija del Sol fue la más fastuosa que jamás el mundo haya celebrado hasta el día de hoy. Y aunque fueron felices, no comieron perdices, en respeto al pasado plumífero de Hirundo.

Hoy en día, los patos siguen volando hacia el oeste persiguiendo al Sol, y las golondrinas lo hacen de polo a polo para estar todo el año en el palacio de Hirundo y la hija del Sol.

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Nueva fiebre española

por Relato finalista

Con el corazón roto y lágrimas en mis ojos tengo que decir que de ahora en adelante ya no nos consideramos humanos. Por eso os digo a todos… adiós.

Buala Ntsuomo, líder espiritual de los metahumanos, ante la sede de las Naciones Unidas.

Me doy asco.

Rodrígo Blázquez, Presidente de España, en declaraciones a la prensa después de firmar el Tratado de Contención Metahumana.

Yo le daré a los hijos de puta más salvajes que se puedan encontrar bajo el sol.

Warren Niles, Director Ejecutivo de NewBlackCorp, al Presidente de los Estados Unidos de América.

¿Sabes cómo sé que todo se va al cuerno? Porque París está ardiendo.

Gilles Tragnac, frutero de la ciudad de Nimes.

¡Es como si estuviera escuchando a mi madre! «¡Lars Fulton!, ¿en qué lío te has metido ahora?» Pues en uno muy gordo, madre. Hace cinco años recibí un paquete abultado en mi mesa del periódico de poca monta para el que trabajo en Camberra. Casi me lo hago encima cuando descubrí que lo que tenía entre mis manos era el diario de Pendelton Gress, uno de los tipos más importantes que actuaron durante los eventos de las actividades metahumanas, hace más de veinticinco años. Su diario era una aportación ingente de datos que podían ser el punto de partida de mi investigación.

Era un periodista de poca monta en un lugar olvidado de Australia. Gordo, calvo, con un matrimonio roto y dos hijos que me llaman por mi nombre de pila… vamos un tipo completamente normal. Pero recibir ese diario me hizo fijarme una nueva meta. Quería descubrir todos los entresijos de lo ocurrido durante la revelación metahumana. Todos sabíamos que había algo más oculto en las sombras, pero ninguno nos atrevíamos a preguntar. Durante este tiempo he recopilado muchísima información extraoficial. He entrevistado a muchos implicados de alto nivel entre Australia, Estados Unidos y Europa. Pero todo eran informaciones inconexas, hasta que un día un tipo con una voz ronca, con fuerte acento americano y malas pulgas llamó a mi teléfono y me dijo: «¿Quieres meter la nariz en la mierda? Pues yo te la serviré en bandeja de plata». Decía llamarse Sombra. ¡Vaya nombrecito! Había hecho contactos en el Servicio Secreto australiano y pregunté por ahí si conocían a un americano que vive en Australia y que respondía al nombre de Sombra. Cualquiera me podía haber mandado a freír espárragos pero, que en lugar de un vulgar ayudante, me cogiera el teléfono el subdirector de operaciones especiales, y que amablemente me dijera que eso era información reservada, me dio la confirmación de que debía ser un tipo importante. Había quedado con él en Sydney. Cogí el primer tren.

Durante el viaje volví a repasar el diario de Pendelton Gress para saber por dónde empezar. Sinceramente, algo grande escondían aquellas primeras páginas.

[Primera entrada de mi diario:

¿Dónde estabas tú ese 7 de agosto de 2015?

El 7 de agosto de 2015 a las tres y media de la tarde hora española, Javier Nogales está sentado en su oficina llorando en silencio ante los persistentes ataques de sus compañeros. Siempre se están metiendo con él. Es como volver al colegio. A las tres y media de la tarde, cansado y frustrado por las humillaciones provoca una bola de fuego que arrasa toda la quinta planta de la Torre Picasso en Madrid. Cuando los bomberos apagan el fuego Javier Nogales sigue sentado en su mesa llorando y pidiendo perdón a gritos a los cadáveres calcinados de sus compañeros de trabajo. No tiene ni una mota de ceniza encima. Es el primer caso conocido.

El 7 de agosto de 2015, a las cuatro y media de la tarde hora española, el oncólogo Alberto Veiga entra en su despacho de la ciudad de Badajoz y encuentra a su hija Noelia de diceciocho años de edad rodeada de libros médicos abiertos. El doctor Veiga, lejos de enfadarse, pide una explicación a su hija. Ella con la cara desencajada por las lágrimas y la ansiedad levanta unos papeles y responde: «Llevo una hora leyendo y creo que es así como se cura el cáncer, papá».

El 7 de agosto de 2015, a las tres y media hora española, una niña vietnamita llamada Xiaun Lin echa a correr intentando evitar una nueva paliza de su padre. Corre y corre. Veinte minutos después un puesto fronterizo chino con Rusia informa de que algo se ha estrellado contra su oficina. Ese algo dice llamarse Xiaun y suplica porque quiere ver a su mamá.

El 7 de agosto de 2015 tengo diez años. Mi madre llora. Nos han cortado la electricidad por falta de pago. Somos demasiado pobres y Londres es muy caro. No lo soporto. En mi libro de ciencias está la solución. Dos horas después construyo una pequeña central fotovoltaica con varios elementos básicos que robo de un supermercado. Por lo menos puede encender la tele y eso la calma un poco.

Han pasado doce años y camino por las calles de Londres. Miles de personas caminan a mi alrededor ajenas a mis virtudes. Si las hiciera públicas me metería en problemas. La voluntad humana se siente atemorizada por los acontecimientos que se están desarrollando. Pronostican que el planeta que siempre han considerado como suyo se les escapa de entre las manos. Están ciegos por el terror, un ejemplo más de incomprensión humana, siempre buscando una nueva víctima sobre la que focalizar sus temores. Pienso en la mujer con la que me he casado. Es maravillosa, un rayo de luz en un día nublado. Un vagabundo choca contra mí y me saca de mis pensamientos. Me pide perdón. Lo siguiente que recuerdo es un dolor intenso en la nuca y la oscuridad ante mis ojos.

El 7 de agosto de 2015 Buala Ntsuomo va a ser lapidado en Somalia porque ha robado comida para su familia. En el momento en el que empiezan a llover las piedras despega como si se tratara de una nave espacial.

El 7 de agosto de 2015 mi madre me sonríe pero noto en su mirada cierto recelo. Tengo diez años y se supone que no debo saber cómo construir una estación de energía solar. Miro mi pequeño invento y se me ocurren diecisiete formas nuevas de construirlo. Parpadeo y se me ocurren tres formas más para hacer que mi estación de energía solar sirva para iluminar toda la calle. Mi madre deja de sonreír.

Han pasado doce años y me despierto atado sobre una camilla rodeado de militares. Dicen que tienen una misión para mí y me amenazan si no colaboro. No puedo evitar fijarme en la sofisticada máquina de electroshock que tienen conectada a mi pecho. Yo la hubiera hecho más pequeña y eficiente. Decido escribir, a partir de ese momento, un diario clandestino para intentar explicarle al mundo qué es lo que me está pasando.

¿Dónde estabas tú ese 7 de agosto de 2015?

Yo estoy en Londres estudiando una pequeña estación de energía solar. Se ha revelado mi nueva condición y como yo otros cientos de personas en todo el planeta. La cuestión es: ¿eres lo que soy yo?, ¿o eres como mi madre que me mira? Es el inicio de lo que la Organización Mundial de la Salud llamará la «Nueva fiebre española».]

¡Aquí estamos! En el presente. Tal vez acabe siendo un bonito cadáver. Mi viaje se hace interminable. Estoy impaciente por encontrarme con el tal Sombra. Creo que voy a poder sacar algo de él. Australia está muy lejos del epicentro de todos los acontecimientos ocurridos. Hemos quedado en una tienda cutre de antigüedades. Llego pronto y justo al lado hay una cafetería. Me pido un café y cinco donuts. Repaso mis notas, la mayoría sacadas de los libros de historia para comprobar la cronología exacta de todos los hechos. Es la hora y me encamino hacia la tienda. Es un lugar lúgubre lleno de muebles viejos. Al fondo una adorable anciana me sonríe. No hay nadie más. Vacilo pero le pregunto a la vieja si conoce a Sombra. Me pregunta si soy Lars Fulton. Contesto que sí y me indica el camino hacia la trastienda. Allí me espera un tipo bajito, entrado en años, con cara de muy mala leche. Sí, ese es perfil que me había imaginado tras la llamada.

Estamos solos él y yo. Yo empiezo a hablar.

¿Va a contarme la verdad?

—Esto no es una película de Tom Cruise, chaval. La verdad no existe, porque tiene muchas variantes. Yo sólo voy a contarte lo que sé y te lo voy a documentar. El resto del puzzle lo completas tú solito

Pues dígame cuál era su posición durante la revelación y qué es lo que quiere contarme.

—Es hora de hablar de todo ello. Durante mucho tiempo hemos obviado lo que pasaba y nadie se ha dedicado a escarbar lo suficiente para que salga a la luz pública. Por eso me he fijado en ti, chaval. Eres muy atrevido. Estoy seguro que vas a dar por culo a más de una persona.

»Yo era el encargado de la CIA para el entrenamiento de grupos metahumanos orientados a la Seguridad Nacional.

»Quince días después del 7 de agosto un becario de la Casa Blanca, al que todavía le colgaban los mocos de la nariz, entró en el despacho de jefe de Información Exterior con el rollo de que algo estaba pasando. Demasiados acontecimientos inexplicables. La Oficina de Información Exterior se dedicaba al estudio de la prensa extranjera con el objeto de conocer las posibles estrategias económicas, políticas y militares de los demás países, así como posibles mensajes terroristas ocultos en sus páginas. Eran ratas de biblioteca. El becario había sumado un total de trescientos incidentes a lo largo de siete días relacionados con personas que actuaban de una manera fuera de lo común. La verdad es que ese número era aproximado porque no contaba con la prensa africana, ya que hacía tiempo que en esa oficina habían decidido que el mundo tiene cuatro continentes y una masa de tierra árida llamada África. Al principio no le hicieron mucho caso, pero cuando otro becario sin barba entro en la misma oficina del mismo jefe de información diciendo que había contado más de treinta casos de sucesos inexplicables dentro de los propios Estados Unidos, las alarmas se dispararon.

»El caso es que ese jefe llamó a su jefe y éste al suyo y así hasta que los altos mandos del Pentágono se enteraron. ¿Qué es lo que pasa cuándo el Pentágono se mete en algo? Que a los militares se les cierra el agujero del culo y empieza la fiesta.

»Los del Pentágono pidieron información a las embajadas americanas extranjeras y todas decían lo mismo en mayor o menor grado. A la gente le pasaba algo. Unos volaban, otros movían cosas con el cerebro, otros podían crear hielo con sus manos… esa mierda. Luego llamaron a los de Seguridad Nacional y estos dicen que tienen a un tío capaz de desmaterializarse y colarse donde le dé la gana. De hecho lo pillaron dentro de una cámara de seguridad de un banco. Fue capaz de entrar pero no pudo concentrarse para salir. ¡Jodido capullo! Ese es el tipo de actuación que hace que la gente del Pentágono empiece a ponerse nerviosa.

Pero todo eso ya lo sabíamos, más o menos.

—¡No me interrumpas, coño! El tema está en que alguien dice: «Imagínate que se cuelan en la Casa Blanca y matan al presidente. O imagínate que se cuelan en un silo de misiles nucleares y los lanzan», y lo malo es que a los del Pentágono no les falta imaginación. ¡Cojones!

»Cada país actuó a su modo. Nosotros fuimos los de la línea sutil. Como te digo la imaginación llegó en su peor estado al poder y empezaron a organizarse. Al principio crearon una campaña solapada en la prensa con anuncios del tipo «¿Cree usted que es especial? Pues llame al 555…». Si eras metahumano llamabas y te recogían unos tipos elegantes de sonrisa enorme, comprobaban que tenías poderes y te llevaban a un centro de investigación en Montana con la excusa de que podías portar algún tipo de virus que te daba cualidades extraordinarias pero que podía matarte. Luego te devolvían a tu casa con un chip implantado sin que te dieras cuenta.

»Los medios de comunicación también se estaban volviendo locos con tantas noticias extrañas. La tele, los periódicos, Internet, todo echaba humo con las revelaciones de metahumanos, o, como se los llamaba entonces, «superdotados». Los rumores se dispararon por todo el planeta en cuestión de días. Es difícil controlar el flujo de información en canales no controlados como Internet. Para finales septiembre ya era un hecho que había surgido una nueva raza de hombres. Pero ¿era nueva o era evolucionada?

»Llegó diciembre y los del Pentágono estaban que no cagaban de alegría. Creían que tenían el problema cuanto menos localizado y controlado. Las revelaciones habían descendido en número en los Estados Unidos y en Europa. Los europeos también eran de la línea sutil. Habían hecho sus investigaciones y por lo menos habían localizado y puesto en cuarentena a unos mil trescientos sujetos. Luego saltó la noticia de que los dos primeros casos constatados en el tiempo se habían dado en España. Y alguien del Pentágono le dijo a alguna zorra estúpida periodista a la que se estaba tirando «es la nueva gripe española» como en la antigüedad. ¡No te jode! ¡Como si la gripe te hiciera cagar rayos gamma por el culo! Pero la mierda ya estaba servida. Los rotativos calificaron a la revelación como enfermedad y todo explotó. ¿Qué pasa cuando se habla de enfermedad a nivel mundial? Que la Organización Mundial de la Salud toma cartas en el asunto. ¡Venga que la fiesta no decaiga!

»La OMS, que por aquel entonces estaba de mierda hasta el cuello por culpa de las investigaciones sobre el timo de la gripe A, se lo tomó muy en serio y mandó a chupatintas por todo el planeta a recopilar información sobre los nuevos humanos. Los datos hablaban de ciertas modificaciones en la estructura genética de los sujetos analizados y la aparición de nuevos cromosomas externos o tal vez no identificados hasta entonces dentro de las cadenas de ADN. Otra revelación es que los cuerpos de los humanos con estas modificaciones habían cambiado para resistir sus nuevos «poderes». Es decir, que si alguien corría por encima de la velocidad del sonido podía aguantar perfectamente las fuerzas que se generan. Si alguien podía levantar un buque transatlántico con los dos brazos, su estructura corporal podía soportarlo. Incluso se llegó a ver que algunos individuos mezclaban capacidades como fuerza, velocidad, teleportación, telekinesis… mierda de ese estilo. Por otro lado no era nada que nosotros no supiéramos, pero era curioso que todos los elementos estudiados coincidieran independientemente de su lugar de origen, raza o condición física. Era como si las leyes de Newton no fueran con estos tipos.

»Lo que no contó la OMS es que algunos de los sujetos de estudio fueron sometidos a verdaderas autopsias en vida, o que había médicos sin escrúpulos que los habían llevado hasta el límite de sus capacidades y los habían reventado. Pero eso a la gente por lo general le daba igual. El mundo quería respuestas y se las dieron más o menos. Claro que había leyes en contra de hacer semejantes animaladas con ciudadanos responsables que pagaban sus impuestos. Pero si esos ciudadanos son enviados a terceros países con menos escrúpulos para someterse a toda clase de pruebas, la culpa recaería sobre esos bárbaros que andan lejos de nuestras fronteras y no sobre los gobiernos responsables y respetuosos con el ciudadano. Casi todos los países colaboraron con los experimentos. Los mandaban a Costa Rica o Rwanda o sitios por el estilo. Si no me crees puedes consultar los registros de pasajeros de los vuelos realizados por varios aviones militares de quince países durante las fechas de septiembre de 2015 a enero de 2018. Los muy imbéciles no han destruido dichos manifiestos porque sabían que nadie los iba a pedir. Pero yo tengo copia. Soy listo, muy listo y tal vez por eso no estoy muerto. Y ahora me voy a mear, si mi próstata me deja, y a por un poco de té.

Los campos de estudio también salen en el diario de Pendelton Gress. Él los describía como sitios asépticos que ocultaban tras los muros habitaciones llenas de dolor.

[Nueva entrada de mi diario:

Mi madre dice que me voy de excursión a un lugar donde me van a ayudar a entender lo que me pasa. Me ha preparado ropa para varios días. Está un poco nerviosa. Lo noto porque no deja de comprobar si llevo todo lo necesario. Me recogen unos señores con uniforme y me meten en un coche negro. Saco un libro de mi mochila y empiezo a leer. No me interesa lo más mínimo lo que ocurre a mi alrededor. El libro es sobre biomecánica, una maravilla a mi parecer.

Hemos viajado mucho. Delante de mí hay una nave gigantesca rodeada por gente armada. El ritmo de los trabajadores es frenético. Van y vienen por todas partes. El interior es limpio y blanco. Me desvisten unas personas que dicen ser médicos y me ponen un mono blanco con un código de barras impreso en el pecho. Durante días me hacen pruebas, me sacan sangre, me hacen preguntas estúpidas fáciles de contestar sobre matemáticas, física, química, ingeniería… No me dejan hablar con el resto de la gente que lleva puesta el mono blanco con el código de barras. A ellos también les hacen pruebas.

No sabría explicar por qué, pero me siento muy cercano a mis compañeros. Es como si compartiéramos algo que nos hace distintos y que esa fuera la causa que nos une más allá de lo humanamente comprensible. Muchos están tristes y muchos están doloridos. Las pruebas son cada vez más duras. Algunos han desaparecido de un día para otro. Ya no están con nosotros.

Pasado un mes me devuelven a mi hogar en Londres con mi madre. Creen que no me he dado cuenta pero sé que me han insertado un chip dentro del cuerpo. Puedo saberlo porque mi cerebro ha sido capaz de hablar con la memoria del chip…]

—Puta próstata, coño. Vale, estábamos con la OMS. Los estudios continúan a lo largo de 2016. La llamaron la «Nueva fiebre española», en una clara burla hacia los primeros casos. En el siguiente año los casos eran menos frecuentes y la situación se había normalizado. La OMS dice al mundo que los sujetos empiezan a sufrir problemas mentales con sus poderes. ¡Claro, coño! De la noche a la mañana eres capaz de doblar todo el acero de un tren de mercancías con sólo pensarlo. ¿Cómo cojones se supone que te afecta eso? Pues algunos optaron por el suicidio. A mí ya me habían fichado para controlar a los superpoderosos. Yo estaba tan tranquilo en mi división táctica y me llegaron un día para que me ocupara de la organización de las vigilancias. Me llegaban muchos informes de suicidios de superdotados. Eran distintos y no habían aceptado sus cambios. La prensa seguía machacándolos y claro está que muchos no lo soportaron. Era el puto año 2016. Eso era otra cosa que omitía la OMS, los metahumanos revelados en esa primera fase fueron los que peor lo llevaron. Los que vendrían después estarían mejor equipados para comprenderse a sí mismos. Por eso hoy creo que fue la propia evolución humana la que los hizo así. Nuestra evolución se ha basado en prueba y error y la de ellos es la continuación de la nuestra. También fue una prueba y error, simplemente que no tardaron millones de años, tan sólo un puñado de años como mucho.

»El año 2016 fue esclarecedor en muchos sentidos para la humanidad. Fue durante ese año que se fraguó la futura percepción de los humanos hacia los metahumanos. Mucha gente pedía por su captura y control y en algunos casos con razón. Algunos superdotados aprovecharon sus nuevas capacidades para cometer fechorías muy sucias, y claro está eso fue lo suficiente para que la gente pidiera la cabeza de todos. Se palpaba el miedo. Se hicieron las primeras leyes en todo el mundo sobre control de superdotados. Todos los días debían personarse en una comisaría de policía cercana a sus domicilios para declarar sobre sus movimientos. Los superdotados de la primera generación eran sumisos por el desconcierto de revelar sus nuevos poderes. Todos transigieron y se metieron el dedo en el culo. La gente se sentía más segura así. También se les obligaba a colaborar en todo lo que pudieran utilizando sus poderes. Esa fue la raíz de los futuros superhéroes.

»Pero llega el año 2020 y con él la gran cagada. La revelación de la segunda generación. Mucho más potente y mucho más incontrolada. En tres días se dieron más de veinte mil casos en todo el mundo, yo incluso pienso que llegarían a los treinta mil. Eran más conscientes de sus privilegios, eran más capaces de dominar sus poderes. No se presentaban los casos de «sujetos de revelaciones fallidas». Llamábamos así a la gente de la primera revelación que no controlaban sus poderes cuando se manifestaban y que acababan muertos o teniendo que ser aislados bajo costosos medios. El caso de una niña de Kentucky es un ejemplo. A la niña le dolía tanto la cabeza durante una clase de lengua que chilló lo más alto que pudo. El resultado fue que todos sus compañeritos de clase y la profesora acabaron con la cabeza reventada junto con la pobre niñita. Un claro ejemplo de sujeto de revelación fallida. Coño, si hasta en la CIA hicimos un sello con las siglas SRF para estampar en los expedientes.

»Todo se desmadra y los del Pentágono están que echan chispas. Se les venía encima un volumen de personas que no podían controlar. ¿Y qué es lo que hacen? Secuestran a los sujetos más poderosos, les lavan el cerebro y crean unidades de élite para el control de la masa superdotada. Aunque ellos los llaman «superhéroes», claro está.

¿Quiere decir que los primeros grupos de héroes no fueron producto de acuerdos gubernamentales con ciudadanos libres? Se supone que iban vestidos de negro y encapuchados para preservar su anonimato y su seguridad.

—¡Pues claro que no! Iban encapuchados para que sus familiares no los reconocieran. Y sé que fueron secuestrados porque yo planeé esos secuestros y su posterior entrenamiento. Llevaba años estudiándolos y recibiendo información privilegiada. Muchos eran inmunes a gran cantidad de sustancias pero no dejaban de ser, en esencia, humanos. Sólo había que encontrar la sustancia que iba a dejarles KO antes de proceder con el lavado de cerebro. Todo ese asunto olía tan mal como el pedo que me acabo de tirar.

»Las órdenes eran claras. En cuanto a un superdotado se le cruzaban los cables enviaban a estos equipos de contención para poner orden. Recuerdo que había que hablarles despacio para que comprendieran lo que se les decía. Había costado mucho trabajo hacer que sus cerebros funcionaran a dos revoluciones por hora y que fueran capaces de controlar sus poderes. Pero el Pentágono cuenta con los mejores Mengueles del mundo y fueron capaces de hacerlo. Además la cuestión era simple. Te acercabas a ellos y les decías: «¿Veis a ese imbécil? Pues dadle de hostias». Y ellos iban y lo hacían. El tema funcionó bien unos cuantos años, pero con el tiempo los equipos de control se volvían inestables, locos. Las drogas de control les pasaban factura. Por lo que la necesidad de buscar nuevos individuos se hizo una prioridad dentro de las altas esferas.

»Habían pasado quince años desde el 7 de agosto y el planeta era un lugar asqueroso donde vivir. Los grupos de superhéroes mundiales empezaban a desintegrarse con demasiada rapidez, y los metahumanos iban ganando fuerza. Muchos metahumanos vivían escondiendo sus poderes. No querían enseñárselos al mundo. Se corrió el rumor de que algunos gobiernos estaban practicando la eugenesia en los recién nacidos que presentaban los cromosomas especiales. Ya te digo yo que no era un rumor. Lo hacían todos y a lo bestia. Evolución, chaval. Las gentes de la primera revelación «desarrollaban» sus poderes. Los que vinieron después «nacían» con sus poderes insertados en su puñetero ADN.

»La prensa empezó a apiadarse de los superdotados. De hecho, en uno de los acostumbrados ataques de corrección política, empezaron a llamarlos «metahumanos». Consideraban que el término «superdotado» era despectivo y no reflejaba para nada sus vínculos con los meros mortales. Claro, si eres un chico listo o tienes una gran polla, eres un superdotado. Pero si eres capaz de agigantar tu cuerpo hasta veinte veces su tamaño, eres metahumano. Sí, era justo. Putos capullos de lo políticamente correcto. Y los peores eran los tipos que hablaban de las conspiraciones relacionadas con el puto número veintitrés. Todo está envuelto o relacionado con ese número y para ellos la fecha de la primera revelación era clave. A saber 7+8+2+0+1+5 = 23. Vamos, caldo de cultivo para todas las teorías del fin del mundo y el advenimiento de Cristo. Un puto caos. Suicidios en masa. El Vaticano haciendo exorcismos a los nuevos revelados. Imanes sacrificando niños… Los periódicos se apiadaron de los metahumanos.

»Pero por primera vez la corriente periodística no estaba en consonancia con la política gubernamental a nivel planetario. Estos fueron los años de la mano dura. Fueron los años del Tratado de Contención Metahumana. Una idea china ante la ONU para someter a todos los revelados dentro de campos de concentración con celdas individuales para un exhaustivo control de sus capacidades, financiada por la ONU, a través de los estados miembros. La idea era llevarles a una isla desierta del Pacífico, encerrarlos y tirar la llave. Eso y la legitimación de la eugenesia como forma de control. El plan de China vino promovido por lo ocurrido en Oslo y en Londres. Dos atentados con un mes de diferencia. No eran un grupo de metahumanos descontrolados haciendo moñadas propias de críos. No. Eran grupos preparados de antiguos superhéroes europeos y oceánicos, junto con africanos y asiáticos que se habían organizado para intentar crear un ambiente hostil previo a una revolución metahumana. Los noruegos habían aprobado un plan de colaboración con países africanos para enviar grupos de metahumanos para ayudarles a controlar a las poblaciones de revelados que se habían exaltado en Marruecos, Egipto, Argelia, etc. Los ingleses habían apoyado en todo a los Estados Unidos y habían introducido todas las ideas de control mental en Europa. Los objetivos estaban claros.

»Luego vino el gran incendio de París y el ataque contra los centros de detención preventiva de los Estados Unidos. Por no hablar del cataclismo nuclear en Rusia.

»Los franceses habían descubierto que los metahumanos tienen un espectro de radiación distinto del humano. Es más intenso. Algo así como si emitieran un aura distinta. Entrenaron perros capaces de distinguir entre metahumanos y humanos y lo mejor vino después cuando invirtieron un dineral en humanos capaces de identificar a personas con habilidades especiales. Llegaron a exportarlos y todo. Eso no debió gustarle a los grupos terroristas. Tres días estuvo ardiendo París y la verdad es que era un espectáculo grandioso.

»Los rusos habían estado callados mucho tiempo. Demasiado. Estaba claro que tramaban algo. ¡Joder que si lo hacían! Los muy bestias estaban creando un ejército de metahumanos en secreto para invadir las antiguas repúblicas de la Federación Rusa y reconquistar parte de Europa del Este. Los tipos habían hecho todo lo que muchos países habían deseado pero no se habían atrevido. Crear ejércitos controlados de metahumanos era una de las grandes metas americanas, pero no habíamos sido capaces de controlar a los suficientes efectivos metahumanos. Pero algo les salió mal y el lugar donde habían estado experimentando con su ejército voló por los aires envuelto en una bella nube con forma de hongo. Hoy día puedo decirle que eso fue un ataque en toda regla de estos grupos terroristas que campaban por Europa y América. No debió gustarles lo que se hacía en ese campamento ruso. Lo de los planes de invasión lo supimos después gracias a los Servicios de Inteligencia.

»Por supuesto que los atentados se hicieron públicos, pero las razones de los terroristas evidentemente no. Nadie las tuvo en cuenta. Fue una respuesta al trato humano a los revelados, aunque creo que se les debió ir de las manos.

»El Tratado de Contención Metahumana se aprobó y todavía recuerdo lo que dijo el Presidente de España en la tele. Casi lo crucifican por ello. Pero a mí me abrió los ojos. España había intentado convivir con los metahumanos todo lo que había podido. De hecho apenas contaba con superhéroes de control. Habían logrado cierta estabilidad de convivencia, cosa que entre los propios españoles no había. Si firmó el tratado fue por las presiones a las que se le sometió internacionalmente, casi al borde del bloqueo económico. No le quedaba otra. Y digo que me abrió los ojos porque la realidad era que él sabía que la humanidad se había mostrado hostil desde un primer momento. No les habíamos dado ni una oportunidad a los metahumanos porque en casi todos los países del mundo había capullos metidos en edificios como el Pentágono dispuestos a imaginarse todo tipo de calamidades. Yo os maldigo hijos de la gran putísima.

»Empezaron las detenciones y se les envió a la isla del Pacífico. Empezaron con los más sumisos, por supuesto. Luego fueron a por los más complicados aplicando toda su fuerza y sin piedad. Es cuando entraron en juego las «milicias contratadas de humanos mejorados».

[Nueva entrada de mi diario:

Cuando me recupero de mi inconsciencia, provocada por el electroshock, delante de mí se fija la imagen de una mujer. Es ella. La quiero y lo que lleva dentro de ella es importante para mí. Mi creación más bella, mi forma de contribuir a la vida. Está atada de pies y manos y parece inconsciente. Un militar inglés la golpea fuerte. No lo puedo soportar más y accedo a colaborar con ellos.

Quieren que cree robots de guerra capaces de detener metahumanos. Paso un año con ellos y lo consigo. Son una bella creación. Para motivarme todos los días me obligan a ver cómo la pegan. Mi hija nace entre golpes e insultos. Vive veinte minutos en este mundo, mi mujer vive quince minutos más. Dos vidas menos.

Consigo escapar de mi prisión pero no por mucho tiempo.

Ahora son militares franceses los que me han secuestrado. No debo tener suerte. Me piden más armas para luchar contra los metahumanos. Con cada creación capaz de abatir a uno de los míos muero un poco más por dentro. Los franceses son más contundentes. Me pegan porque sí. Yo no tengo la fuerza de otros semejantes míos. Duele y duele mucho. Pienso en la pequeña estación solar que construí de pequeño. Es mi refugio mientras me pegan.

Algo se ha roto en mi interior. Algo que no podré arreglar o sustituir con otra pieza. Creo que necesito vengarme de la humanidad por lo que han hecho a mi mujer y a mi hija. Quiero acabar con todos ellos. Sé que tengo que esperar, sólo tengo que esperar mi oportunidad.

Sigo sin tener suerte. Un ataque de los cuerpos de élite coreanos matan a mis captores franceses y me llevan a unas instalaciones en Seúl. Sí, exacto, no son muy imaginativos: me pegan y me piden más armas. Se las doy. Ya no hay fin en el túnel. Todo es opaco como mi alma. Ya no tengo ninguna gana de vivir por nada. Ni siquiera mi venganza me ayuda a superarme. Soy un hombre sin alma. No, soy un metahumano sin alma. Hoy ya no quiero ser humano. No han hecho nada bueno por mí desde que mi revelación fue mostrada al mundo.

Tengo diez años y no debería haber construido esa central de energía solar. Me doy asco. Ya no tengo nada.

No tengo nada hasta que aparece él en mi vida. Es grande, es fuerte. Una bestia nubia con mucho pelo y barba que me mira mientras yo estoy en el suelo vomitando mis entrañas por culpa de la última paliza. Era mi liberador. Buala Ntsuomo, dice que puedo llamarle «hermano Buala». Ha matado a mis captores pero ha pedido a los suyos que los entierren como es debido. Pide a uno de sus compañeros que sane mis heridas. Su voz es reconfortante. Dice que sabe quién soy yo. «Pues dímelo», le contesto, «porque yo ya me he olvidado de quién soy». Me recuerda que una vez fui hombre y que ahora soy un revelado, que por ello tengo un don que puede ayudar a muchos. Le cuento que he fabricado armas para matar a mis iguales. Dice que lo sabe y que entiende las circunstancias. No me pide más explicaciones.

Buala me lleva a un lugar seguro y me enseña una nueva forma de ver la vida. Él tampoco lo ha tenido nada fácil. Me cuenta su odisea. Su lucha constante contra las adversidades. La pérdida de su familia. Voló como los ángeles pero paso mucho tiempo hasta que pudo controlar sus poderes. Cuando volvió a su aldea habían matado a su familia. Buala no llora cuando me cuenta eso. Es mucho más fuerte que yo. Me habla de los años que pasa en África buscando respuestas. Aprende a leer y a escribir gracias a otro hombre que dice que también tiene un don. Buala lee todo lo que puede y quiere comprender el mundo. Ve la televisión y comprende qué está pasando. Los tiempos han cambiado y está dispuesto a cambiar. Buala sabe que la mejor forma para sobrevivir es unir a sus nuevos hermanos, todos juntos, estén donde estén. Pasa muchos años haciéndolo y su conocimiento se hace más y más grande. Descubre que tiene más de un don. Las balas de los humanos no lo afectan. Escucha mil veces mejor que un hombre. Tiene ganas de dominar el mundo. Pero Buala es sabio y comprende que lo mejor es intentar comprender al ser humano. El ser humano tiene miedo de los nuevos hermanos con los que tiene que compartir el mundo. Cada vez que Buala consigue un nuevo hermano para su congregación le hace entender que el enemigo no es la humanidad sino la incultura y el miedo a lo desconocido. Que tenemos que mostrar el camino correcto a las gentes que no son como nosotros. Ahora viaja por el mundo enseñando el camino que debemos seguir. Dice que tiene muchos seguidores y que no dejan de crecer.

Mi nuevo hermano habla como los ángeles. Me enseña a volver a confiar en las personas. Nuestro grupo colabora todo lo que puede con los pueblos africanos y asiáticos para ayudar a los nuestros y a paliar la pobreza de las personas normales. Damos agua, comida, educación, pero lo hacemos de manera infiltrada, no queremos mostrarnos a los gobernantes de los países. Parece que gustamos en algunas partes del mundo, pero en otras somos apestados.

Pasa el tiempo y Buala me propone ser el segundo al mando. Dice que soy bueno y que he hecho mucho bien a los más pobres gracias a mis inventos.

Estoy muy feliz de ser parte del grupo. Ya no quiero ser Pendelton Gress. Quiero tener un nuevo nombre. Buala me dice que nací humano y que debo seguir conservando algo que me recuerde de dónde vengo. Una vez más su sabiduría me ilumina…]

—Las «milicias contratadas de humanos mejorados». La mayor de nuestras aberraciones. Un día llegó el Presidente de NewBlackCorp a la Casa Blanca diciendo que tiene una solución para el problema metahumano. Había conseguido crear una especie de suero que modifica la cadena de ADN humana de manera sintética y que puede provocar el surgimiento de poderes en humanos normales. Cuando le preguntaron que cómo la había desarrollado el tipo guarda silencio, pero si quieres yo te lo digo. ¿Te acuerdas de los experimentos con los primeros revelados en terceros países? Hay está la respuesta. Esos países puede que fueran pobres y bárbaros pero no eran estúpidos y vendieron la información que habían dado a los gobiernos del primer mundo al mejor postor. Y los mejores postores fueron farmacéuticas y contratas militares. Una compañía farmacéutica y una contrata militar se fusionaron y crearon NewBlackCorp. Imagínate lo que salió de ahí. Fueron subsistiendo a través de contratos millonarios para controlar zonas de metahumanos mientras se autofinanciaban en la investigación del suero. Y mira tú por dónde van y lo consiguen. El puto Warren Niles se vanagloriaba de tener a más de setecientos hombres, o mejor dicho mercenarios, inoculados con esa mierda dispuestos a hacer su trabajo. El tipo que aposentaba su culo en el sillón de la Casa Blanca se hizo caca encima y firmó un contrato con la NewBlackCorp, y recomendaba a muchos otros países que firmasen contratos para la aplicación del Tratado de Contención. Vamos, que ese fue el germen de la puta guerra. Tras los atentados estaba claro que todos iban a bailar la misma pieza. La humanidad tenía las pelotas como canicas y querían volver a tener el control.

[Nueva entrada de mi diario:

Buala está enfadado con las noticias y las fotografías tomadas por nuestros espías en Rusia. Dice que se están haciendo matanzas de niños revelados. Los rusos están creando algo terrible en su territorio. Está muy enfadado pero todavía confía en la humanidad. Dice que tenemos que propagar más nuestro mensaje de paz.

Uno de nuestros hermanos entra corriendo en la sala donde estamos reunidos. Dice que se ha infiltrado un suicida entre nosotros y que ha hecho explotar una bomba en el comedor de nuestro campamento. Hay muchos muertos y heridos.

Una vez revisada la escena del crimen sabemos que el suicida era uno de los nuestros controlado desde fuera. Saben de nuestra existencia y nos tienen miedo. Buala ordena recoger y marcharnos a otro sitio. Me mira y con mucha tristeza me dice que tenemos que poner en marcha el plan de emergencia. Su boca pronuncia el nombre de varias ciudades Oslo, Londres, París, Montana… «Tal vez entiendan nuestro mensaje», le digo para consolarlo. Buala es sabio y dice que al principio no compartirán nuestros actos pero tiene fe en la humanidad y tal vez el tiempo les haga reflexionar.

Pasa el tiempo y los humanos no abren los ojos. Nos atacan. Mandan a mis hermanos a una isla en el Pacífico. Un campo de concentración. Nuestros compañeros de fatigas recriminan la pasividad de Buala y mía ante las noticias del Tratado.

Buala pasa dos meses meditando. Cuando regresa ante nosotros no es el mismo de antes. «Si quieren sangre, tendrán sangre», nos grita. Es la guerra. Nadie se alegra. Nuestro líder está desconsolado y llorando como un niño que acaba de perder a su madre. Nosotros también lloramos con él. Después nos organizamos y mandamos instrucciones a todos los que nos han escuchado a lo largo de este tiempo por todo el mundo…]

—Mi jefe entra en mi despacho y me dice que tengo que entrenar a las nuevas milicias. Quiere que sean auténticos superhéroes. De hecho, el muy cabrón, me trae un montón de cómics para ilustrarme. Junto a los cómics un manual táctico desarrollado por «expertos» para tratar con situaciones inusuales. ¿Expertos en qué? Se tardarían años en conseguir un grupo medianamente decente para eso. Todo estaba calculado, mientras un grupo grande de humanos mejorados se dedicaba a arrasar a los metahumanos, otro grupo reducido se dedicaría a hacer heroicidades de cara a la galería. Serán capullos. Mis superiores querían superhéroes en dos semanas. Me pasé dos horas intentando explicarle a mi superior que eso era imposible. Que si, por ejemplo, un avión entraba en barrena había que estar muy preparado para evitar que el metal se fracturara mientras tres tipos intentaban detenerlo en el aire, y que aún pudiendo detenerlo, sería complicado que los pasajeros no acabaran con el esfínter anal asomando por sus narices por culpa de las fuerzas G. No me escuchó. Los entrené y también a las milicias de humanos mejorados.

»Me siento responsable de lo que ocurrió después. Muertes y más muertes. Entre los metahumanos surgió un líder, se llamaba Buala Ntsuomo, junto con Pendelton Gress, el autor de tu diario. La guerra fue cruel con todos. Sólo en daños colaterales murieron muchos humanos, pero eso ya lo sabes. Lo que desconoces es que los gobiernos estaban encantados con el transcurso de las cosas. Promovían más y más ataques contra los metahumanos. Se sentían legitimados para hacer lo que les diera la gana, y la NewBlackCorp se convirtió en una de las empresas más poderosas del mundo. Poderosa y con inmunidad total. Resulta que los cabrones que entrené se dedicaban también al tráfico de drogas. Los cárteles de la droga quedaron reducidos a cenizas por culpa de la actuación de los grupos de terroristas metahumanos. Los mercenarios de la NewBlackCorp tomaron el relevo y con el dinero extra que conseguían financiaban su guerra sucia. Hicieron lo mismo con el tráfico de armas. Teníamos armas para defendernos. Habíamos usado todo nuestro conocimiento, junto con la ayuda de algún metahumano más o menos colaboracionista, para crear armas potentes. Tengo pruebas de todo ello. En la guerra todo vale.

»En ese momento nosotros también dejamos de ser humanos. Ya no teníamos el más mínimo rastro de compasión. Yo personalmente me cansé de eso y dimití de mi cargo. Ya no podía soportar tantas muertes a mis espaldas. Mis superiores me amenazaron y demás pero yo respondí. Les dije que tenía pruebas suficientes para mandarlos a todos a la cárcel. Ellos se rieron. Sé que algún día tendrán que responder por todo lo ocurrido. Por eso sigo vivo y por eso emigré a Australia.

»Tras un año y medio de guerra, Buala Ntsuomo, propuso una tregua. Se presentó ante la ONU y soltó el discurso que pasará a la historia. Estaba dolido, compungido y cansado. Luego nos enteramos que él no deseaba esta guerra ni de lejos. Lo demás ya lo sabes. Los metahumanos que quedaban iniciaron su éxodo hacia la isla del Pacífico que servía de cárcel para los metahumanos. Echaron a los humanos que guardaban a los presos y tomaron la isla. Construyeron una ciudad desde cero y crearon un escudo de protección alrededor de la isla. Es inexpugnable. Nadie ha vuelto a verlos desde hace más de diez años. Nadie sabe qué pasa allí dentro. Los metahumanos nuevos que nacen o se revelan entre nosotros son enviados directamente hacia la isla en barcos fletados por metahumanos. Son parte del acuerdo de armisticio entre la ONU y los meta. Los chinos han intentado penetrar el escudo, incluso le tiraron una bomba atómica. Nada ha servido. Ya no son de nuestra naturaleza y se han aislado de este mundo. Algunas informaciones estiman que se han desarrollado hasta niveles insospechados, que incluso han logrado viajar al espacio exterior. Son una sociedad casi perfecta. ¡Lo que nos hemos perdido! Somos una mierda con patas, egoístas y acojonados que no supimos lidiar con la situación. Por eso aquí y ahora le digo al mundo: ¡idos todos a tomar por el culo!

¿Tiene algo más que añadir?

—Sí, toma la documentación y fóllatelos a todos. Y ahora márchate antes de que te pegue un tiro.

[Última entrada de mi diario:

Lo que estamos construyendo aquí es un futuro para mis hermanos. Vivimos en paz. Estamos por encima de las emociones humanas. No odiamos, no peleamos. Queremos ser mejores. Voy a enviar este diario a algún lugar donde alguien pueda comprender todo lo que hemos hecho a lo largo de estos años. He elegido Australia, Camberra. No sé por qué, pero es un lugar como otro cualquiera para que la historia metahumana sea escuchada, o leída en este caso.

No quiero despedirme sin desear la mejor de las suertes a los humanos.

Sinceramente, Pendelton Gress, antiguo humano.]

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Anam taistil

por Relato finalista

Ceñida completamente por el mar, tonificada por su brisa salpicada de sal, aureolada por sus vapores, Irlanda permanece aferrada a la tierra, y prefiere mirarse en el agua de sus innumerables lagos que la luz fugitiva alumbra sin disipar del todo las tinieblas; lagos a veces opacos, a veces de una nitidez sedosa, donde las montañas violáceas o doradas se reflejan con la seca pureza de trazo de las estampas japonesas.

Impulsado por una agitación interior que interpreté como una necesidad académica, viajé allí para liberar mi encorsetado inglés de instituto. Entonces descubrí la melodía gaélica que entonan helechos y cañaverales al compás del galope de caballos con sus crines rubias al viento. La lengua de los druidas es agreste, como sus campiñas de suaves colores tostados y verdes, como los húmedos pastos perlados de gaviotas y corderos, como las colinas tapizadas de brezo que se vuelven azul púrpura en la vaguedad del atardecer. Pero en la paz de sus silencios brumosos, impregnado de su olor a lana mojada y a cerveza tibia fui desperezándome de aquel letargo que ya duraba siglos. Anam taistil.

***

—¡Despierte, mi señor, el Rey está aquí! —el capitán de la guardia interrumpió el placentero sueño de Ricardo de Pembroke.

—¡Déjame dormir, maldito idiota! El rey soy yo. ¡Vete! —arrebujó sus orondas formas bajo las mantas dispuesto a continuar encamado entre los brazos de tres doncellas del castillo.

—¡Mi señor… el Rey Enrique está aquí!

En 1168 el destronado monarca de Leinster, Dermont MacMurrough había pedido ayuda al soberano de Inglaterra, quien, por hallarse en la rutinaria lucha con Francia, delegó en varios caballeros cambro-normandos la tarea de retomar el reino perdido. Dermont solicitó entonces los servicios del conde de Pembroke, prometiéndole a cambio la mano de su hija Finariën, de apenas dieciocho años. Irlanda, pobremente armada, no ofreció gran resistencia a los poderosos guerreros del norte y comenzó así la conquista de la Isla Esmeralda. Ricardo se casó con Finariën en 1170 y, tras la inmediata muerte de Dermont reclamó sus derechos sucesorios a través del matrimonio, convirtiéndose entonces en el Señor de Leinster.

Estos hechos no pasaron inadvertidos para Enrique II, duque de Normandía, Aquitania, Gascuña, conde de Anjou, Turena, Maine y Poitou, señor de Gales y Escocia, rey de Inglaterra. Ahora, a mediados de 1172 y provisto de una bula papal, venía a reclamar la totalidad de Irlanda para la corona inglesa. Ricardo de Pembroke, el vasallo que osó desafiar a su legítimo señor, se levantó esa mañana temblando y con los calzones mojados.

En cabeza de su imponente ejército Enrique se presentaba como el soberano más poderoso de su época. A lomos de su corcel azabache, ambos, jinete y montura, resplandecían embutidos en sus negras armaduras. Polainas y camisa de malla, guantes, yelmo, espinilleras de placas labradas en oro, lanza y espada, sobreveste sin mangas de color azul y escudo. Aunque el conjunto superaba las cuarenta y cinco libras el monarca permanecía erguido y sereno. A sus treinta y nueve años era la imagen del poderío y la fuerza real. Prueba de ello era su timbre de armas, con más de veinte cuarteles, uno por cada dominio. La práctica aconsejó utilizar el más importante…

***

Anjou, azur, león rampante, oro, genista, del primero.

Leí el blasón como si fuera un heraldo de torneo medieval. Jamás había visto uno antes. Paseaba explorando parajes solitarios de la bahía de Galway, sus altas cornisas enfrentadas al mar, murallas protectoras de aquel suelo tan arraigado a su propia esencia terrestre; el océano quiso entonces confundirme con su aliento salino, me envolvió en su abrazo neblinoso y me empapó de besos mojados. Tras una brusca cortina de lluvia me sorprendió un castillo gris que mordía el cielo con sus almenas desdentadas. En la poterna de entrada el escudo aparecía difuso, apenas reconocible, reabsorbido por la propia piedra, acariciado por las infatigables manos del tiempo. Y, sin embargo, yo lo veía como recién esculpido: los bordes ásperos, la talla profunda, aún caliente tras el último golpe de cincel, el relieve vivo, casi consciente de su tridimensionalidad. Detrás, oscuro el vano que otrora cobijara el rastrillo.

El patio de armas era una maraña inextricable. Alambradas silvestres de zarzas y espinos protegían la torre del homenaje de vándalos y excursionistas; y del desmoronamiento, enredando entre su urdimbre leñosa los cimientos de la fortaleza. Contemplé fascinado la factura normanda del grueso muro que rodeaba la torre, y sentí que me espiaban a través de las saeteras. Atribuí mis impresiones a tantas leyendas irlandesas sobre fantasmas en las ruinas. La vista desde las atalayas debió ser clave en la defensa del castillo. Situadas en los puntos cardinales dominaban extensas panorámicas sobre la tierra y el mar. Improvisando un sendero entre la maleza apagada crucé la bastida hacia el torreón oeste, envuelto entre velos vaporosos de niebla.

***

La puesta de sol era el momento favorito de Finariën. Apoyada entre dos almenas solía admirar el cielo arrebolado que se reflejaba en las aguas violetas del mar insondable. Escrutaba el horizonte y creía vislumbrar, iluminado por los últimos rayos, el borde del mundo. El suyo terminaba mucho más cerca, en aquella torre que encaraba el ocaso. El día en que, en lugar de su Árd Rí soñado, aparecieron las huestes de un normando soez y mujeriego a quien su padre entregó como botín de guerra volvió la espalda a las montañas. Y en esta postura asistió a la ejecución de su esposo. El poderoso amo de Inglaterra no perdonaba la traición de sus barones. Sin embargo, aquella mañana luminosa ofrecía una sinfonía de matices que desbordaba los ojos de Finariën en cada parpadeo: el azul celeste, el lila de las rocas escondidas tras la bruma, el turquesa brillante del agua. Aquella mañana oceánica de luz y paz otorgaba a la joven sus oníricos destellos en cada golpe de olas bajo la torre oeste.

El chasquido del hacha del verdugo decapitó la armonía de la panorámica.

Se giró hacia el cadalso y entonces lo vio. Durante instantes el viento respiró por ella y toda la fuerza del sol se concentró en la figura del Rey. Finariën sintió que su espera había concluido.

Enrique II tomó posesión del castillo de Pembroke. Sustituyó estandartes y pendones por oriflamas de la casa Angevina. El escudo del monarca Plantagenet blasonó barbacana, dinteles y torreones. En poco tiempo el león rampante dejó sus huellas por toda la tierra irlandesa. Pero también la siempre verde Eire quedó adherida a sus zarpas. Durante los meses que continuó su campaña, Enrique exploró en solitario parajes insólitos de aquella isla mágica y, en cierto modo, inconquistable, en la que el viento suena entre los acantilados como el susurro de gaitas lejanas. Sus ojos se prendaron de aquel penacho rocoso orlado de hierba y lagos orillados de azaleas y magnolias. Aprendió el gaélico en la voz de Finariën, quien le regaló las notas de su musical idioma, notas cálidas y húmedas, como caídas de entre la lluvia omnipresente. Supo así que ella se llamaba Cabellos de luz del sol, y que su propio nombre, Enrique, la casa poderosa, era Belegmar. En la atalaya de poniente, el rey normando redescubría los orígenes de su alma celta: a sus pies, la tierra y el mar; el aire enredándose entre sus dedos; y el fuego quemándole el corazón. Allí, en aquel lugar encontraba su esencia, se despertaba su memoria ancestral, los recuerdos de su primera visión del mundo. Tras un largo peregrinaje por otras vidas y otros mundos su espíritu había regresado al hogar. Anam taistil.

Mientras, en Inglaterra, Leonor de Aquitania, la esposa de Enrique, apoyaba una revuelta de sus hijos contra el rey. Muy a su pesar, el soberano debía volver a la pérfida Albión.

Los cabellos de Finariën se derramaron como un cántaro de hidromiel a las luces del crepúsculo. Sus lágrimas se confundieron en las olas que golpeaban las rocas bajo la torre. Enrique le juró que volvería. Ella que lo esperaría eternamente. Él se alejó susurrando su nombre en devota letanía, en conjuro inolvidable, en trova monorrima. Cuando su amado se hizo de noche a lomos de su corcel azabache y las tinieblas sentenciaron a silencio perpetuo el latir de su galope, Finariën desgarró su voz mirando al sol moribundo… y ambos se precipitaron por el borde del mundo.

***

¡Belegmar!

El nombre brotó como un manantial de mi yo más secreto. Supe que era Belegmar aunque me llamasen Enrique.

Dia dhuit.

Una voz a mi espalda me dejó sin respiración. Era un sonido cálido y húmedo, como empapado de la lluvia que empezaba a caer. Me di la vuelta. No vi a nadie. La voz me saludó otra vez en gaélico.

Dia is muira dhuit, Belegmar.

Ante mí apareció una figura diáfana como la niebla de entre la que surgía. Era una mujer. Destellos dorados fluían desde su cabeza enmarcando su rostro. Me sonreía hasta por los ojos:

—Has vuelto. Hemos aguardado tanto tiempo tu regreso, Irlanda y yo…

Su mirada se volvió de la sustancia líquida que moldea los sueños y se desvaneció como un arco iris entre nubes de tormenta.

Entre las gotas de lluvia comprendí quién era aquel fantasma de cabellos de luz del sol. Su espíritu errante encendería ahora la vida en un nuevo cuerpo y vendría a buscarme. Porque las almas viajan por el tiempo y el espacio hasta reunirse con su gemela, hasta regresar a hogar primigenio, hasta ocupar su lugar en el orden del universo, como notas de la sinfonía cósmica. Anam taistil.

Fue así como conocía al fin mi origen, la tierra siempre verde, y mi destino.

Recién cumplidos los treinta y nueve, en la cumbre de mi carrera profesional, volví al castillo como cada verano desde aquella primera vez, cuando tenía veintiuno. En el torreón oeste una muchacha oteaba el horizonte, apoyada entre dos almenas, buscando el borde del mundo. Había nacido en Suecia hacía dieciocho años. Se llamaba Sundhaar, pero le gustaba más su nombre gaélico: Finariën.

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Un hombre cualquiera

por Relato finalista

Os presento a Juan N., nuestro protagonista. Ahora lo vemos durmiendo en su pequeña cama de su apartamento alquilado. Es un hombre corriente, soltero, de mediana edad, ni guapo ni feo, que trabaja en la sección de droguería de un supermercado. ¿Queréis más detalles? Es de altura normal, peso medio, pelo corto y su voz es… digamos que descubriréis que es de pocas palabras. Estamos en una ciudad cualquiera y hoy es un típico lunes de trabajo para sus habitantes, así es que vamos a bajar la voz porque todavía queda un ratito para las ocho de la mañana y que suene el despertador. Pero pronto vamos a descubrir que su meticulosa rutina se va a ver alterada desde muy temprano, de hecho en su salón ya oímos unos estridentes y extraños ruidos.

La cabeza de nuestro protagonista se encuentra algo desorientada porque se ha despertado antes de tiempo. No ha saltado aún la alarma de las ocho sino que lo han levantado unos horrendos sonidos procedentes del salón. Se incorpora de un salto y se topa en el pasillo con la grotesca mascota de su vecina gruñendo rabiosamente. El día anterior, la inquilina del piso de arriba, una amable anciana viuda, bajó a pedirle el favor de que cuidase a su cachorrito porque iba a participar en una excursión. Juan N. no se atrevió a darle una excusa y la anciana le plantó en los brazos al animal y un pequeño plato de comida. A nuestro protagonista le resulta imposible distinguir si ese animal es un gato o un perro o algún tipo de roedor pero ahora mismo es incapaz de controlar a esa enmarañada mata de pelo oscuro e interminables colmillos que se mueve de un lado a otro de la casa rugiendo con un chillido agudo.

El día está empezando extraño y lo único que le importa ahora mismo es que no le llamen la atención los vecinos. De la nevera saca toda la comida preparada que tiene y la deja en el salón para calmar al animal. Obviamente deja el suelo hecho unos zorros. La pequeña bola de pelo empieza a devorar con ansiedad la comida mientras en el dormitorio suena la alarma de las ocho. Piensa que ahora se puede concentrar en su rutina. En la cocina prepara un termo con leche templada para el desayuno y un sándwich de jamón y queso para la comida. En el baño hace sus necesidades, siempre ha sido muy regular en este asunto, se ducha rápidamente y se afeita frente al espejo mientras se seca, sin perder un segundo. Antes de salir rellena un frasco del hospital con orina. No os he comentado que el pobre Juan N. tiene úlceras en el estómago y que hoy tiene analítica en el centro de salud. En el salón, la agitada mascota ha engullido toda la comida y gruñe salvajemente mostrando sus afilados colmillos. Juan N. vacía la nevera de carne congelada frente al animal y enciende la televisión para ver el parte meteorológico. Algo raro pasa porque solamente sintoniza el canal de los realities. Hoy es la gran final de Danger Boys, el programa que emite durante veinticuatro horas al día las andanzas de un grupo de skaters que rivalizan por ser los más votados en lograr la automutilación más divertida. Ahora emiten imágenes del juego de la semana pasada, «la pesca»: los concursantes nadaban en una pequeña piscina y sobre ellos se lanzaban anzuelos con cañas de pescar. Cuando un concursante mordía el anzuelo, tiraban de la caña con fuerza y sobre el agua saltaban los restos arrancados de los labios y las mejillas, de los dientes e incluso de todo un paladar. La mejor sonrisa era la más votada. Juan N. se encoge de hombros resignado por no poder conocer el tiempo, mira el reloj, coge las llaves y se dispone a salir. En el salón deja al animal mordisqueando un trozo de chuleta congelada y rascando con sus pezuñas una de las paredes. Pero, con las prisas, no se ha dado cuenta de que se ha olvidado algo.

Juan N. sale de su casa y cuando está cerrando con llave se percata de que hay alguien a su espalda. Se gira y se encuentra dos hombres mirándole, dos perfectas sonrisas, dos perfectos trajes limpios y planchados con sus dos pajaritas perfectamente anudadas y, en fin, dos caras idénticas. Son sus dos vecinos de enfrente, hermanos gemelos, miembros de una pequeña iglesia o congregación conocida como el Sagrado Ángel Nacido Gran Redentor Eterno. Nuestro protagonista tiene la costumbre de esperar un minuto en la puerta a que abandonen el piso para no coincidir con ellos. Los trajeados hermanos lo abordan y le ofrecen panfletos, libros de conferencias y salmos de su iglesia. Lo invitan a una de sus charlas para celebrar una de sus reuniones de «comunión y revelación». Juan N. asiente a todo lo que le dicen, siempre le han enseñado a ser amable y a responder con una sonrisa resignada. Cuando los dos hermanos gemelos se despiden, Juan N. mira su reloj y, cargado de folletos y libros, se dirige apresurado al Metro.

Siempre acude puntualmente a los trenes pero hoy lo cotidiano no está funcionando. Al detenerse en el primer semáforo se encuentra un torrente de cláxones y gritos que recorren la avenida principal debido a un monumental atasco de tráfico provocado por unas inesperadas obras en la calzada. Conductores furiosos braman y gritan desesperados, peleando entre ellos y abriéndose paso con choques y atropellos. El único carril abierto es el del taxi y los peatones se lanzan enloquecidos a tomar el primero que se les cruce libre. Uno salta las barreras de las obras y cae sobre el ardiente alquitrán. Juan N., que está intentando cruzar paralelamente por el paso de peatones, observa que el imprudente peatón se agarra angustiado las abrasadas piernas. Podría ayudarlo pero piensa que hay tantas personas cruzando que otra persona más capaz se podría parar a socorrerle. Además, es conveniente respetar las señales de peligro. Mientras se aleja, observa que el tipo accidentado sigue bregando con el alquitrán fundido y consigue con tremendo esfuerzo liberarse arrancando de cuajo su pierna derecha, dejando media pierna en el asfalto. Cojeando, con el muñón de su pierna derecha sangrando, consigue llegar frenéticamente a la altura de un taxi. Por la otra puerta se cuela otro peatón y el taxista arranca, dejando al tullido dándose de bruces contra el suelo.

Juan N. sigue caminando hasta la boca del Metro, hoy abarrotada de pasajeros ya que muchos conductores han abandonado sus vehículos y han optado por el transporte público. Los tornos de entrada están colapsados y varias personas empiezan a arrancarlos y los estrellan sobre los cuerpos de los vigilantes jurados. Como una estampida, la gente se dirige a las escaleras mecánicas, empujándose y pisoteándose. Nuestro protagonista saca su billete y lo valida, en solitario, en el único torno que quedaba en pie. Por las escaleras mecánicas, cuesta abajo caen decenas de personas, aplastadas por las prisas, mientras que Juan N., bajando sin agobios por las escaleras normales, llega al andén, ahora regado de sangre de los cuerpos reventados en los pasillos de acceso. Conociendo el sitio exacto donde mejor tomar el vagón, a salvo de empujones y de la marabunta que se acumula, se sitúa en el andén justo en el momento en que el tren para y se abren las puertas. Como siempre, se aparta a un lado para que los de dentro desalojen. Esta vez, los viajeros del tren salen del vagón como una exhalación arrollando a los que esperan.

Primera parada, nada más entrar, una mujer pálida y delgada vomita a los pies de nuestra protagonista. Juan N. no se mueve ni dice nada, no quiere parecer grosero. La falta de aire y el olor de los vómitos provocan una sensación nauseabunda y angustiosa pero consigue abstraerse lo suficiente para no caer desvanecido. La úlcera de su estómago empieza a despertar. Segunda parada, el vagón acumula más pasajeros y olores y el aire escasea. Dos tipos gordos se sientan, uno a cada lado, junto a la mujer pálida. Juan N., de pie, los tiene delante, viendo como forman un abigarrado bocadillo. La cara de la mujer empieza a adquirir una tonalidad entre amarilla y violeta. Tercera parada, entran más pasajeros mientras los dos gordos se mueven nerviosamente tratando de acomodarse mientras el débil cuerpo de la mujer es aplastado poco a poco por sus rollizas carnes. Por la mente de Juan N. se cruza la idea de que podría advertir a los orondos caballeros de que se levantaran porque la mujer se está ahogando pero prefiere no molestarlos, se lo podrían tomar como un reproche y están en su perfecto derecho de tomar asiento como cualquier otra persona. Cuarta parada, los ojos de la mujer se han desprendido de sus órbitas, su cuerpo está inmóvil y por su nariz corre abundante sangre. Los dos gordos bajan en la estación y el cadáver de la mujer se desploma sobre su propio vómito. Por fin, Juan N. puede terminar el trayecto sentado, coge los folletos religiosos que le han regalado y los ojea por encima. Parecen de inspiración cristina, su símbolo es una cruz rodeada de puntiagudas espinas. Quinta parada, es una pena pero ha llegado a su destino y no puede seguir leyendo, abandona el Metro y enfila hacia su trabajo.

Nuestro protagonista trabaja en unos grandes almacenes como encargado de la sección de droguería. Nunca ha trabajado en otro departamento, nunca ha tenido un compañero, nunca ha pretendido ascender o promocionar. Piensa que está bien donde está, que es mejor no arriesgarse y tener un puesto seguro y no pretender romper la rutina que le ha permitido vivir con normalidad. No necesita complicaciones, está conforme con su ordenada vida. Ha llegado, como siempre, igual de puntual que todos los días pero comprobará que también en el trabajo lo esperan asuntos poco corrientes.

Saluda con la mano al guarda de seguridad y entra en la sección de personal. Se pone su bata blanca con su chapita de identificación, Juan N. Sección de Droguería. Siendo lunes le corresponde acudir a un curso de riesgos laborales. En la sala de formación, Juan N. y el responsable de personal hacen tiempo hasta que lleguen sus compañeros. Mientras esperan, Juan N. saca su termo y prepara un vaso de leche mientras ven la televisión. Las noticias hablan casi exclusivamente de los últimos asesinatos de un psicópata conocido como «el Mutilador». Muestran recreaciones dramatizadas de sus crímenes con un realismo francamente atroz. Un actor arranca de un tirón el brazo de la persona torturada y, aún chorreando sangre, se lo hace tragar a la víctima hasta atravesarle el esófago. Nuestro protagonista, estupefacto por lo que contempla, confunde lo que está vertiendo sobre un tazón. Sin percatarse, ha mezclado la leche templada del termo con la orina que había guardado para el hospital. De un trago ingiere el amargo contenido y el líquido templado recorre su paladar. La sensación le provoca una arcada inmediata y la bilis se le empieza a acumular en la garganta. Al momento, se unen al curso Jonás, el carnicero, y Carol, de papelería. Los dos compañeros miran con extrañeza la cara descompuesta de nuestro protagonista y los folletos religiosos que conserva bajo su brazo. Juan N. desearía ir al baño pero prefiere evitar llamar la atención y no hacerse notar interrumpiendo el curso. Con gran esfuerzo, acumula saliva y traga los jugos gástricos.

En la pantalla les proyectan un vídeo sobre las consecuencias de las imprudencias en un trabajo común de supermercado. Las secuencias que visionan son imágenes reales de accidentes laborales y fotografías médicas de trabajadores muertos o heridos. Maquinaria pesada: un operario maneja un toro hidráulico y deja caer una enorme caja sobre un compañero. Su cuerpo es aplastado en una mitad perfecta y nos muestran a los familiares intentando reconocer el cadáver con un primer plano de su cara partida. Primeros auxilios: unos empleados tratan de desprender una bolsa de alimento congelado a un compañero que se le había pegado en la cabeza. La bolsa es arrancada de cuajo junto con su cuero cabelludo, dejando en carne viva la piel de todo su cráneo. Manipulación inapropiada: en un aparato de tonificación muscular, el empleado le aplica la máxima potencia mientras un anciano prueba el artilugio. La potencia excesiva provoca que los codos del anciano se doblen con un fuerte crujido. Los brazos del hombre cuelgan, con los huesos desprendidos, sangrando sobre el Ultimate-Vibro-System-Max-Power. Con cada vídeo, el carnicero ríe ostensiblemente mientras bebe un batido y come una enorme hamburguesa, muy cruda, chorreando leche y carne por la comisura de los labios. La úlcera se retuerce sobre el estómago de Juan N. A su lado, Carol tiene la cara pálida y se tapa los ojos y la boca con las manos. El director de personal, sin embargo, parece una estatua fría e inerte.

La verdadera rutina de trabajo empieza en el almacén. Repasar el inventario y reponer todos los productos que falten. Aquí también se va a encontrar otra sorpresa. Un estallido de las tuberías ha generado una pequeña inundación el fin de semana que ha provocado que todas las puertas de las cámaras frigoríficas quedaran abiertas y se averiase el motor de frío. El almacén es un pequeño océano de productos perecederos en estado lamentable. El olor a pescado y carne podrida es nauseabundo. Mientras recorre las naves, Juan N. camina sobre inmensos charcos de sangre en los que flotan restos de casquería, lombrices y cartílagos de pescado. Unos responsables le impiden acceder al depósito de droguería y le indican a nuestro protagonista que debe dirigirse al antiguo almacén. Sin embargo, observa que Jonás, el carnicero, carga disimuladamente con algunas cajas de carne y cree sospechar de qué estaría hecha la hamburguesa que estaba engullendo durante el curso. No dice nada y se dirige hacia el antiguo almacén donde se apilan cajas y cajas de productos abandonados. En ese recinto, con poca luz y aire denso, tiene que rebuscar entre pilas y pilas de productos de droguería, entre latas oxidadas, envases corroídos y botellas disparadas en su fecha de caducidad. El pobre Juan N. se siente mareado por el polvo y el revoloteo de moscas pero se dice a sí mismo que tiene que cumplir con su trabajo. Apila en un sucio contenedor los recipientes que parecen menos degradados y hace un pequeño inventario. Jabón Lagarto, lejía Conejo, salfumán Arco Iris, insecticida Raid, amoniaco Alpes, desatascadores de baño, desinfectantes… todo en un estado lamentable. En sus manos se está formando una costra por la corrosión de los productos pero prefiere no molestar a ningún encargado para hacer una reclamación. Está tan acostumbrado a estos productos que no necesita guantes ni mascarilla. Ya en su sección del mercado, Juan N. se puede por fin dedicar a su auténtica rutina: colocar los productos, limpiar los estantes y vigilar sin contratiempos. Es una labor sencilla y sin complicaciones, pocos clientes tienen preguntas acerca de los típicos productos de limpieza. El resto de la jornada simplemente es permanecer de pie, esperar y dejar pasar el tiempo. Pero a lo lejos alguien se acerca a su sección para interrumpir su tranquila rutina. Frente a él se plantan el jefe de personal y un hombre enorme de figura encorvada. Es el nuevo empleado de limpieza del programa de integración de minusválidos.

—Me-me-me-me lla-lla-lla-lla-mo A-a-a-ar-tu-tu-ttt….

—Arturo Joaquín —interrumpe el jefe de personal dándole una palmadita en la prominente chepa al discapacitado.

El nuevo empleado se limpia la boca con la palma y le da la mano a nuestro protagonista. Juan N. sonríe resignadamente mientras piensa en lo que le va a pasar al pobre hombre. Es una tradición de los empleados el someter a una cruel novatada a los nuevos empleados minusválidos. Ya aparecen por el final del pasillo los arrogantes chicos de informática, las malolientes chicas de la pescadería y los brutales vigilantes, todo el grupo encabezado por Jonás, el carnicero. El estirado jefe de personal sortea al grupo y corre a encerrarse en su despacho. Sólo le resta conocer cuánto tiempo va a tardar el novato en despedirse de su puesto. Los empleados no tardan en burlarse del tullido, preguntándole una y otra vez su nombre y estallando a carcajadas con su tartamudeo. Hacen un círculo alrededor de él y se lo pasan entre ellos como una pelota. A pesar de ser alguien corpulento y malencarado, el tipo se siente intimidado y asustado. Cuando el hombre cae en los brazos de Jonás, el sonriente carnicero alarga una mano a una balda y coge un bote de insecticida.

—Vamos a desinfectar esta boca, a ver si puedes encadenar dos palabras seguidas.

El carnicero abre las mandíbulas del inválido y vacía el bote de insecticida en su boca. Los chillidos del pobre hombre son sobrecogedores y contrastan con las potentes carcajadas de Jonás. El novato se tira al suelo tosiendo con tremendas arcadas mientras sus compañeros se retiran a sus diferentes puestos. El discapacitado, con la cara roja e hinchada y la boca llena de espuma, no tarda en expulsar de un potente vómito todo lo que tiene en el estómago. Juan N. ha visto toda la escena a cierta distancia, tratando de parecer invisible y no hacerse notar. Piensa que, para no buscarse problemas, es mejor no destacar en ningún aspecto. Mira su reloj y se da cuenta de que se acerca la hora de la comida. Pasa al lado del novato, que se retuerce dolorosamente entre espasmos, recoge el bote de insecticida y se dirige a la zona de descanso. Mientras tira el bote a una papelera, por megafonía se oye: «Señor Arturo Joaquín, señor Arturo Joaquín, diríjase a Droguería a retirar unos desperdicios del suelo». Mal día para el novato.

Dejamos al novato y seguimos a nuestro protagonista a tomarse su sándwich. Pasa al lado de la sección de Imagen donde se proyectan en todas las televisiones, ininterrumpidamente, los programas de los Danger Boys. Los concursantes se enfrentan a la prueba final: se han estado sometiendo la última semana a unas agresivas sesiones de radioterapia en un hospital. Los jóvenes concursantes tienen un aspecto demacrado y moribundo pero siguen haciendo sus habituales travesuras. Se divierten vomitando sobre otros pacientes del hospital y dejan caer sobre la comida de los compañeros el pelo que se les cae de la cabeza. Juan N. piensa escandalizado que ya no puede ni adivinar qué más se les podrá ocurrir, pero no puede evitar despegar los ojos de las pantallas. A lo lejos, el novato corre cojeando mientras sus compañeros intentan derribarle lanzándole viejos carritos con pinchos oxidados. Juan N. se encoge de hombros y piensa que no es asunto suyo, mejor que sea otro a que sea a él mismo,  por eso está convencido de que es mejor pasar desapercibido. En su puesto de carnicería, Jonás está contento y entusiasmado. Todo el mundo sabe que es su cumpleaños y él no lo oculta. En contraste, el pobre empleado minusválido acude a quejarse al jefe de personal pero éste se hace el despistado aparentando hablar por teléfono. Mientras observaba esto, nuestro protagonista no repara en que Jonás y su grupo están a su espalda cantando en voz alta. Se ha distraído y no se ha podido retirar a tiempo para no coincidir con sus compañeros. El carnicero pasa su enorme brazo sobre su hombro, toma a nuestro protagonista como un camarada más y marchan a celebrar su cumpleaños.

Todos acompañan al grupo del carnicero y se dirigen a una hamburguesería cercana. A Juan N. le cuesta recordar la última vez que ha comido algo que no haya preparado en casa. El local está hasta arriba de gente y los camareros se mueven frenéticamente de una mesa a otra. Nada más entrar, el carnicero Jonás, con su habitual brusquedad, discute acaloradamente exigiendo una mesa libre y atención inmediata. Nuestro protagonista intenta no incordiar y agacha la cabeza para no tener que intervenir en ninguna conversación. Aún así, está sentado al lado del carnicero y no puede evitar soportar sus irritantes cánticos y su pestilente aliento. Los camareros sirven al grupo unas abultadas hamburguesas. Juan N. observa a Jonás y no puede evitar reparar en la masa de carne poco preparada, supurante de grasa y sangre, con un fuerte olor a vísceras, que su compañero se va a echar a la boca. Del pan parecen sobresalir unos duros pelos que se mezclan con la purulenta superficie de la carne picada. La grasa, la salsa y algo que parece espuma chorrean por el brazo del carnicero. El hombre degusta con placer lo que está devorando mientras el resto de compañeros mordisquean con asco los enmarañados bocadillos que les acaban de servir. Juan N. observa que en el otro costado del carnicero se sienta su compañera Carol y nota que por debajo de la mesa empieza a toquetear su muslo con su grasienta mano. La pobre Carol  regurgita lo que tiene en la boca y Jonás empieza a reír a carcajadas. La mujer se empieza a atragantar, incapaz de expulsar el trozo de carne atravesado en su garganta. Jonás la agarra por la espalda y aplica brutalmente la maniobra Heimlich a Carol, quien escupe un enorme trozo de carne cruda con un afilado hueso incrustado. Pero el carnicero también ha aplastado las costillas de la mujer sobre los pulmones y cae desmayada mientras por su boca empieza a expulsar sangre. El resto de compañeros sudan y se marean y vomitan sin control sobre la mesa. Mientras todos estaban distraídos, Juan N. se ha levantado discretamente de la mesa.  Mejor no decir nada ni poner excusas porque cree que nadie va a reparar en él ni le van a echar de menos. Como la entrada está bloqueada por otros clientes que quieren entrar, nuestro protagonista busca otra puerta secundaria por la que salir. Sin embargo, sus compañeros están saliendo disparados hacia el baño y él se tiene que apartar para no ser atropellado. Entra involuntariamente en otra puerta y nota que avanza por un recinto con humo y un fuerte olor.

Detrás de una cortina observa que está accediendo a la cocina de la hamburguesería donde están atareados los cocineros y los camareros. Están nerviosos y frenéticos, chillan como desesperados en un recinto donde confunde el humo, el chisporroteo del aceite, unos horribles ladridos y un pestilente hedor. Al fondo de la cocina observa que están incrustadas varias filas de jaulas en las que están encerrados unos rabiosos perros. Nuestro protagonista se da cuenta de que cada vez que llega un pedido de un cliente, uno de los camareros carga una escopeta de caza y dispara unas postas sobre una jaula. Abatido cada perro, esté muerto o malherido, echan al animal en el aceite hirviendo y de su carne preparan las hamburguesas. Nuestro protagonista deduce que posiblemente la avería en las cámaras frigoríficas del supermercado haya desabastecido a la hamburguesería y estén usando este retorcido método. Otro de los disparos alcanza a otra jaula pero salta un pestillo y los dos animales encerrados saltan sobre los cocineros y atacan con rabia la cara de los incautos empleados. Desprevenidos, la carne de sus cuerpos es arrancada por las mandíbulas de los animales mientras otros caen en el aceite hirviendo y su piel se derrite hasta el hueso. Aprovechando ese caos, Juan N. atraviesa la cocina y toma la puerta que da a la salida trasera. Por lo menos tomará su habitual paseo antes de volver al trabajo. Aprovecha este momento de relajación, Juan N., aún te esperan algunos sobresaltos.

En el supermercado, la cosa parecía tranquila, por su sección pasaban pocos clientes y nadie se había percatado de los productos en mal estado. Sus compañeros volvían con caras aturdidas y asustadas, menos Jonás, dicharachero y satisfecho con la comida que había disfrutado. Repasando de nuevo el inventario de los estantes, comprueba que faltan algunos productos. En uno de los pasillos, Arturo Joaquín, inseguro y temblando, está pasando la fregona por el suelo. A lo lejos se oye a gente toser de forma ruidosa. El minusválido se trastabilla y tropieza con el cubo, dando una patada que hace que el líquido se derrame sobre el cuerpo de unos jóvenes que pasaban a su lado. Los chicos se estremecen con gritos de dolor y se retuercen por el suelo agonizando. Juan N. y otros compañeros se acercan a la escena. La cara de uno de los muchachos más afectados se está abrasando y corroyendo prácticamente hasta el hueso. La piel carbonizada se le desprende a capas entre un extraño y penetrante olor químico. Sus amigos se retuercen en violentos espasmos y se arrancan la ropa, también abrasados por una irritante urticaria que les recorre el cuerpo. Aunque les intenten ayudar, los muchachos repelen cualquier contacto violentamente ya que no pueden resistir la rabia y el dolor que se extiende por toda su piel. La gente que se acerca también parece  intoxicada ya que, por donde ha pasado la fregona, se ha incrustado un olor indescriptible que provoca ahogo, asma y picores. El suelo tiene un aspecto sucio, negruzco y pegajoso. Juan N. concluye que el minusválido ha usado los productos de limpieza en mal estado de su sección y los ha mezclado con resultados catastróficos. Un empleado decide echar un barreño de agua sobre los jóvenes para aliviar su dolor pero lo que consigue es otro efecto diabólico, la carne se empieza a disolver en una masa purulenta de color entre amarillo y verduzco mientras se consumen entre agónicos chillidos. El jefe de personal aparece por fin, al final de la interminable pesadilla, protegido con una mascarilla y señala al pobre minusválido a su despacho. Nuestro protagonista piensa que es preferible no confesar que ha tenido algo que ver, que es mejor dejarlo pasar, que nadie va a darse cuenta, que nadie se acordará de él y que cualquier otro se encargará de arreglarlo. Se mete las manos en los bolsillos y  recuerda la autorización firmada para hacerse la analítica en el hospital y tomarse de permiso la tarde del trabajo. Abandona la agobiante escena del accidente, deja su bata y su chapita en su armario, se dirige tranquilamente a la sección de personal y deja silenciosamente la autorización en la mesa del jefe mientras éste abronca y despide al pobre empleado minusválido.

En la calle empiezan a caer unas gotas y Juan N. se lamenta de no haber podido ver el parte meteorológico. Corre rápidamente hacia la marquesina del autobús mientras los truenos suenan furiosamente. Allí, protegido de la lluvia, observa como el cielo se oscurece, destellan unos relámpagos, el agua cae en abundancia y suenan los golpes del granizo sobre la chapa. La gente se intenta proteger pero el granizo está cayendo como afilados y precisos proyectiles sobre los peatones, atravesando su carne como si fuera queso fundido. El caos más absoluto se despliega ante los ojos de nuestro protagonista: las bolas de granizo cortan de cuajo las piernas y los brazos de los acelerados peatones, los cráneos son machacados cuando impactan sobre cualquier cabeza, los dedos se desprenden de las personas que intentan parar los pedriscos sobre su cuerpo y, en pocos momentos, el asfalto se convierte en una alfombra rosácea compuesta de sangre, vísceras, pequeños trozos de huesos y dientes, sesos machacados y rostros desfigurados por los golpes. Las lunas de los coches son atravesadas por el granizo y provocan accidentes y atropellos de la gente que deambula por la calzada. Un hombre intenta gritar ayuda con la mandíbula desencajada por las pedradas y Juan N., a cubierto en la marquesina, se impacienta con el retraso del autobús. Cuando aparece, nuestro protagonista esquiva los cuerpos que han sucumbido delante de él y sube al vehículo. El trayecto hasta el hospital es muy lento e incómodo por el continuo martilleo del granizo sobre el chasis. En una pantalla, las últimas noticias vuelven a hablar del Mutilador. Otra patética dramatización de sus asesinatos muestra al psicópata agarrando a una víctima y cepillando de forma agresiva sus dientes con un cepillo de afiladas púas. A continuación, repasa las encías con un hilo dental de forma tan profunda que genera unos enormes y sangrantes surcos entre los dientes. Al final, obliga a la supuesta víctima a enjuagarse la boca con un potente disolvente. Vaya, nos ha salido una rima. La úlcera se revuelve para avisarle de que han llegado a la parada del hospital.

Nuestro protagonista lleva en su cartera todo lo necesario para que le atiendan, su identificación, su tarjeta sanitaria y el volante con la cita de análisis. Pero hoy no lo va a tener nada fácil. Nada más llegar, se encuentra un tumulto de ambulancias, enfermos y médicos obstruyendo la entrada. La mayoría son víctimas de las violentas precipitaciones que acaba de sufrir la ciudad. Los enfermeros tratan de contener el caos ordenando filas pero la organización es similar a la de un rebaño de ovejas. Juan N. es asignado aleatoriamente, sin consultar su dolencia, a una fila cualquiera y nuestro pobre protagonista se tiene que conformar con esperar rodeado de mutilados. Por falta de espacio, las consultas se hacen prácticamente  en los pasillos, en una fila interminable y en la que Juan N. parece advertir que los enfermos son despachados con una prisa inaudita. A cada paciente un médico le pregunta por los síntomas, un enfermero le agarra y amputa el miembro dolorido y a continuación el médico anota algo y firma un parte. Así ocurre con cada enfermo: si le han alcanzado un brazo, se amputa y se sutura, si cojea, se amputa y se sutura la pierna, si le duele la cabeza, se amputa y se sutura, si es una angina de pecho, pues… se arranca la dolencia y se sutura, no hay excepciones, es un tratamiento de choque. Al lado de los médicos se va acumulando  toda una pila de extremidades de los lisiados, órganos extraídos y cuerpos inertes. Juan N. se toca su estómago y piensa que sólo había venido a un análisis para que le receten unos calmantes. Quizá debería pedir explicaciones a alguien del hospital pero no quiere interrumpir ni molestar a nadie, no cree que se vayan a equivocar con él. Simplemente va a esperar a que llegue su turno para ver qué pasa.

La cola avanza rápidamente y, algo más cerca, ya distingue al médico, un indiferente burócrata, y al inaudito enfermero. Es Jonás, el carnicero, divirtiéndose de lo lindo a carcajadas en su gran especialidad: cortar, sajar, seccionar, tajar, extirpar, trocear, rebanar y tronchar. Prácticamente sólo le falta una balanza para servir los filetes. Cuarto y mitad para mí, por favor. Está a punto de llegarle el turno a Juan N. y al paciente delante de él le diagnostican una infección en las muelas. Jonás le agarra de la cabeza, se la estampa en la mesa y le machaca la mandíbula inferior con una maza. El doctor retira al aturdido paciente de un empujón, le informa de que está curado y ordena que pase el siguiente. Juan N. se planta delante de la mesa de consulta y enseña su volante. Jonás, el enfermero, sonríe siniestramente cuando le señalan el estómago de nuestro protagonista, a quien parece que no ha reconocido. Delicadamente elige un cuchillo de trinchar y le saca filo. Pero, de forma inesperada, el doctor le interrumpe y  le anuncia que ya han llegado al cupo y que ya no es necesario hacer más tratamientos. Se felicitan por el trabajo tan intenso que han acometido esa tarde y se marchan. Nuestro sorprendido protagonista se queda de pie resignado, sabiendo que se iba a quedar sin la receta de los calmantes. Al menos se consuela pensando que no ha sido al único al que no han atendido esta jornada. Decenas de moribundos siguen agonizando a su espalda. Juan N. abandona el hospital y coge de nuevo el autobús de vuelta a casa.

Por todas las calles se perciben pequeños riachuelos de sangre fruto de la crisis del granizo. Al pasar cerca del supermercado, distingue que algunas ambulancias están paradas cerca de la repugnante hamburguesería. Varios enfermeros descargan en su almacén algunos contenedores que parecen estar chorreando sangre. Juan N. sólo piensa en llegar a casa y descansar. Al bajar del autobús, distingue en la calzada de la gran avenida un cuerpo familiar que sobresale fundido con el alquitrán. Entra en el portal, sube a su piso, saca las llaves y abre la puerta de su apartamento. Al fin ha llegado a casa, a la seguridad del hogar. Pero tranquilos, la jornada no ha terminado aún para nuestro protagonista.

Un primer vistazo, nada más abrir, le anuncia el desastre en que se ha transformado su casa. Muebles roídos y arañados, paredes desconchadas, electrodomésticos destruidos,  tuberías rotas, el colchón de la cama mordido y arrasado,  comida desperdigada por los suelos. Parece inconcebible pero, ¿es posible que todo lo haya provocado el cachorro de su vecina? Nuestro protagonista no tiene más que entrar en el salón para comprobarlo. Allí, aparte de la esperada desolación, comprueba que hay un gran agujero en la pared que se comunica con la casa de sus vecinos. Oye unos inconfundibles gruñidos  al otro lado y se asoma para inspeccionar. Distingue una habitación oscura, sólo iluminada por unas extrañas velas de color rojo intenso. En el suelo distingue los cuerpos de dos personas muertas. Con dificultad cree reconocer a sus dos vecinos predicadores ya que sus rostros están completamente desfigurados. No visten sus elegantes trajes sino unas siniestras túnicas negras con runas bordadas en rojo. El torso de sus cuerpos está abierto a mordiscos y sus vísceras arrancadas. La boca del animal aún mastica el hígado de uno de ellos. En el otro extremo de la habitación hay un ominoso altar de piedra decorado con vasijas rebosantes de sangre y largos cuchillos ceremoniales. Esculpidas en la piedra y resaltadas en rojo, se aprecian las siglas del nombre de la iglesia a la que pertenecen los hermanos. El peludo animal se aleja de los religiosos y se acerca detrás del altar. Está gritando a algo, o alguien, que está colgado en la pared del fondo. Juan N. acerca una vela y observa que una figura está clavada en una gran cruz. Es un hombre que, por todo su cuerpo bajo la piel, tiene cosido un oxidado alambre de espino. El suelo está pegajoso por la mezcla de sangre reciente y algo que parecen unas grandes plumas blancas. El individuo crucificado pide ayuda en un agónico susurro mientras el animal salta y gruñe intentando alcanzarle. Pero Juan N. piensa que no se debería involucrar, no es asunto suyo lo que cada persona haga en su casa. Prefiere dejarlo todo como está y no hacer nada, además es de mala educación entrar en casa ajena sin estar invitado. El pequeño animal desiste de alcanzar al hombre crucificado y se aleja velozmente por el agujero. Juan N. sale corriendo detrás del asqueroso bicho, descubriendo que ha huido por la puerta. Baja las escaleras de forma vertiginosa y alcanza la calle sin lograr atraparlo. Ha oscurecido y la noche presenta un ambiente pesado y cargante debido a la condensación de la lluvia y el granizo. Tiene que encontrar al animal, no desea que su vecina le reproche que haya perdido a su cachorrito. Los agudos gruñidos y el rastro de destrucción son su única pista y lo sigue por las infestadas calles de la ciudad. Lo encuentra husmeando junto a unos rebosantes contenedores y nuestro protagonista, de forma sigilosa, le intenta dar alcance. Pero, repentinamente, un sonoro golpe sobre su cabeza hace que se desmaye.

Aturdido, Juan N. se despierta maniatado a unas cadenas que cuelgan de un techo. El lugar apesta a deshechos humanos y es fácil deducir que se encuentra bajo unas cloacas. Una pequeña corriente de aguas fecales arrastra desperdicios, excrementos, mascotas muertas y algún feto humano. Distingue vagamente a otras personas colgadas justo a tiempo de oír unos agónicos gritos de una mujer. Su vista se aclara y fija la mirada en un hombre que está suspendido delante de él. Su frente está clavada a la pared como el marco de un cuadro y parece que su dentadura haya sido arrancada, volteada y de nuevo incrustada en su cara. A su izquierda apenas distingue otro cuerpo que pende del techo, que se mueve de forma espasmódica. De su cuerpo caen pequeños trozos de carne, abrasados por algún tipo de  líquido corrosivo que va penetrando poco a poco por su piel y que hace que gotee como un grifo mal cerrado. Los cuerpos que Juan N. puede distinguir los reconoce como compañeros del trabajo del supermercado. Y entre las filas de víctimas se pasea cojeando una voluminosa figura encorvada. Es Arturo Joaquín, el empleado novato del día. Lo habrás adivinado igual que yo, es el asesino psicópata conocido como el Mutilador preparando una gran venganza. Ya sólo le quedan, contando a nuestro protagonista, tres víctimas vivas. Se acerca a una mujer desnuda que grita como una posesa, que se balancea a la derecha de Juan N. Es la encargada de Pescadería y patalea angustiada mientras se acerca el trastornado psicópata con una bolsa del supermercado. El hombre extrae un puñado de compresas y tampones, agarra con un brazo las piernas de la mujer, y con la otra mano se las introduce violentamente en la vagina. Empuja con fuerza con el puño y obstruye macabramente los genitales de la mujer que queda sin fuerzas y a punto de desmayarse.  A continuación, agarra un cuchillo para despiezar pescado y abre el vientre de la mujer desde el ombligo. Un chorro de sangre y tripas se desprende y recorre como un torrente las piernas de la joven.

—POBRECITA, TENÍA LA MENSTRUACIÓN —exclama de forma segura y severa el asesino.

Frente a Juan N., se encuentra también encadenado Jonás, el carnicero-enfermero quien no puede dejar pasar la oportunidad de burlarse del minusválido.

—Vaya, el jorobado ha dejado de tartamudear.

—NO, CABRÓN,  ÉSTA ES MI VERDADERA PERSONALIDAD.

Furioso, Arturo Joaquín saca de la bolsa aquel famoso bote de insecticida y lo acerca a la boca de Jonás. Éste respira aliviado porque agotó el contenido pero el cruel jorobado tiene otra idea muy diferente. Se lo introduce en la boca y lo incrusta con fuerza en la garganta. Lo hace con tal violencia que destroza el paladar, atraviesa la nuez, alcanza los pulmones y revienta el esternón de su víctima. El psicópata se gira, con la cara empapada en sangre y se fija en nuestro protagonista.

—TÚ NO HICISTE NADA POR MÍ. VAS A RECIBIR EL MISMO CASTIGO.

Indefenso, Juan N. prefiere no decir nada. Recuerda que en boca cerrada no entran moscas y que es preferible callarse a decir una palabra más alta que otra. El hombre le suelta las cadenas, lo obliga a arrodillarse y blande una estaca sobre su cabeza.

—PUEDES DECIR TUS ÚLTIMAS PALABRAS, COBARDE.

Inesperadamente, nuestro protagonista levanta la cabeza y abre la boca para decir, paradójicamente, sus primeras palabras del día:

—A veces…

El psicópata levanta la estaca y apunta cerca del centro de la cabeza de Juan N.

—…las cosas…

De la estaca caen unas gotas de sangre que se escurren por su nuca.

—…se solucionan solas.

De entre las fétidas aguas fecales surge una enmarañada y nerviosa mata de pelo con colmillos. Ataca al psicópata, mordiendo su desprotegido trasero, triturando su cuerpo, engullendo sus vísceras y huesos, desde la espalda hasta la cabeza. El feroz cachorro de la vecina le ha salvado el día a nuestro protagonista. Juan N. recoge al saciado animal entre sus brazos, atraviesan la carnicería en que se ha convertido la alcantarilla, pensando que alguna otra persona lo limpiará y vuelven tranquilamente al apartamento.

En casa, sentado en su ahora destartalado sofá, se vuelve a sentir tranquilo y seguro de cualquier contratiempo. Una luz en el teléfono le avisa que hay un mensaje en el contestador. Es su anciana vecina. «La excursión se va a alargar varios días más y no sé cuándo volveré. Espero que Dodi se esté portando bien, es muy cariñoso. Cuida bien de mi cachorrito, hasta pronto.» Un sabor agrio y ardiente le sube del estómago. Sin calmantes, la úlcera va a acabar con él. En la tele sólo se emite el final de Danger Boys. Los últimos concursantes, prácticamente cadáveres debido a la radiación que han soportado durante una semana, son desalojados de una ambulancia en marcha. Caen aplastados sobre la luna del vehículo que les sigue. La cámara del coche graba en primer plano los cuerpos estrellados sobre el cristal. La pantalla de la televisión se llena con sangre y cuerpos espachurrados. Gana la foto final del inefable Esteban O. Sin embargo, Juan N. ya está agotado y le empieza a entrar sueño. Con el peludo cachorro en su regazo, inclina la cabeza hacia atrás y sus ojos se cierran pesadamente cuando, de repente…

¡Suena el despertador! Son las ocho de la mañana y vuelve a ser un día cualquiera, en una ciudad cualquiera para una persona cualquiera como Juan N. Quizá el mundo ha variado su tranquila órbita pero no le debe importar a nuestro protagonista. Si la rutina ha cambiado, sólo hay que conformarse, adaptarse a la nueva dinámica y repetir los hábitos para que no te vuelvan a coger desprevenido. Hoy es un nuevo día Juan N., hay que empezar a acostumbrarse.

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El mejor afrodisiaco que existe

por Relato finalista

El mejor afrodisiaco que existe es la imaginación. Y si de un hilito de la imaginación cuelga una sombra de la realidad entonces ya es el éxtasis. El cuerpo es lo que se cansa, la mente es la que se agota. El cuerpo percibe los estímulos de los sentidos, pero el alma siente… El alma, o como quieras llamar a tu voz que te dice y te escucha al mismo tiempo. La cosa ésa. La mente se destruye después de un día en la caja de un supermercado, se agota, se extingue. Solamente necesitas una caricia y una palabra agradable para volver a ser una persona. Lo que sea, cualquier intención a salvo del mundo, la economía, las pensiones, los políticos, las guerras, el futuro, las confusiones de cada uno y las pobres focas y, sobre todo, a salvo de ti misma. Lo que sea que sea amable, en el sentido literal de esta palabra. Lo que sea que no sea una mierda. Lo que sea que no sea una lucha estridente, que sea un gusto. Cualquier estímulo que me sirva para descansar. Para quitarme de dentro todo lo que no soy. En un momento así le conocí y por eso no quise hablar con él, porque estaba demasiado cansada como para, encima, tener que dar conversación. Escribíamos despacio. Me serví una copa de vino más, la tercera copa de vino de más.

DRAGonxlm- Hola.
CATY4- Hola.

«Hola, hola, qué tal, qué haces, qué tal» (hla, hla, qtal, qhcs, qtal) y empezó todo. Estaba muy dispuesta a jugar. Necesitaba darme el gusto de jugar y que nada fuera más importante que mi deseo. No en ese momento. El momento más laberíntico de mí misma. En la salvaguarda del anonimato, me apetecía ser libre. Me apetecía estimularme, dejar de ser un vegetal con pesadillas. Me apetecía ser un poquito zorra.

CATY4- ¿Eres guapo?
DRAGonxlm- Vas directa, ¿y tú?

¿Directa? Verás.

CATY4- Tengo unas tetas que no te caben en las dos manos, y un chocho en el que te caben las dos manos.

Tardó en responderme unos cuantos segundos. Lo ayudé.

CATY4- Soy guapa, gordita y jugosa.
DRAGnxlm- Me gustan las mujeres que tienen los pechos grandes y el sexo prominente. No soy feo, ahora, si te van las mollas y el muscle

«Prominente», había dado con el poeta de la red. No dudé en responderle.

CATY4- A mí me van los hombres que tengan la polla dura y que me miren a los ojos.
DRAGonxlm- ¿Y si son feos?
CATY4- Que me miren a los ojos, a ver si les encuentro la esencia mientras me follan.
DRAGonxlm- Chica, qué ímpetu.

«Ímpetu». Ya no quedan de estos.

CATY4- No es ímpetu, cariño, es que tengo muchas ganas de que un par de huevos bien hermosos me reboten entre las ingles.
DRAGonxlm- Lo que se dice en el perineo…
CATY4- Lo que se dice que me la hayan metido hasta dentro entera y verdadera.
DRAGonxlm- Lo que se dice que te dejen el coño chorreando.

Había despertado, ya era hora, sólo me faltaba perder el tiempo con un cretino.

CATY4- Sí, tengo ganas de follar, de FOLLAR, ponerme de culo y que me la hundan toda.
DRAGonxlm- ¿Dónde vives?
CATY4- En Madrid.
DRAGonxlm- Yo en Valencia.
CATY4- Fíjate, si hubieran terminado el AVE, dentro de dos horas te estabas beneficiando a una putita rolliza y salida. Y gratis.
DRAGonxlm- ¿Y si me cojo el autobús?
CATY4- Llegas tarde, mañana tengo que trabajar. ¿Cómo eres?
DRAGonxlm- Delgadito, ¿te refieres a eso?
CATY4- Me refiero a si tienes una buena polla.
DRAGonxlm- Preciosa.
CATY4- Habrá que verla.

Unas frases más y lo dejé así, era muy tarde. Me había puesto ligeramente cachonda. Hacía tiempo que la raja no se me humedecía. Andaba yo como las Tablas de Daimiel antes del trasvase. Pero tanto vino y tanto cansancio dan tanto sueño que la existencia no me llegó para hacerme un dedo. En la cama me agarré fuertemente con la mano el pubis, frotándome: Sí que es jugosote —pensé— a ver si te lo ganas… Soñé con el valenciano, se me aparecía en sueños como un enano que se iba pisando el rabo. Me hacía sonreír.

***

Y seguir trabajando y seguir trabajando. Señoras y señores, yo no tengo la culpa de las carencias de esta sociedad que entre todos queremos que sea así, yo soy la puta cajera. Punto. Parece mentira que los obreros nos tratemos tan mal en cuanto nos encontramos a uno debajo del escalafón. Luego nos quejamos. Señoras y señores, sepan que soy licenciada en filología hispánica y que aquí estoy, pasando las latas de atún por el lector óptico. ¿Esta vida pretendemos? Esta vida tenemos, démonos las gracias, señoras y señores. Pero, entre lata y lata, yo tenía una sonrisa interior, de imbeciloide que piensa que esa noche quizá tuviera una aventurilla eroticoide con un tío que no conocía y que no me importaba en absoluto.

Me estaba aficionando al vino, qué rico el riojita, madre. Me provocó una íntima ilusión encontrarlo ahí. Nos lanzamos unos cuantos mensajes subiditos de tono, sobre todo yo, del tipo «me estoy tirando de los pezones como si fueran chicles», que era mentira. Sí, reconozco que me acariciaba inopinadamente el sexo por encima del pijama. Acepté hablar, conecté el micrófono y los altavoces. Su voz sonaba algo nasal, se reía, sabía controlar los silencios. Me agradaba. Nada de loros hormonados echándote la brasa con un panegírico de las venas de su nabo. Era discreto, incluso tenía cierta elegancia. Yo a ser la bruta y la bruja, la bestiaja, a desfogarse, encantada con mi rol de emperatriX. Este tío, por lo menos, parecía tener un manojito de neuronas dentro de la cabeza. Una rareza.

DRAGonxlm- ¿Y te llamas?
CATY4- Caty, la de las tetas como globos llenos de agua.
DRAGonxlm- Bueno, Catyladelastetascomoglobosllenosdeagua, he estado pensando en lo de ayer…
CATY4- Y te has hecho una paja.
DRAGonxlm- Me hice una paja viendo una peli porno de gordas metiéndose los dedos.
CATY4- A mí lo que me gusta es meterme cuatro dedos secos y sacármelos mojados.
DRAGonxlm- Eso me excita. Pensaba en lo que me dijiste ayer…

A ver por dónde me sale el valenciano.

DRAGonxlm- …Y si te pusieras de culo, no te podría mirar a los ojos. ¿Qué preferirías?

Mira, mira, qué rico, el naranjillo.

CATY4- ¿Qué me ofrecerías, criatura? Qué tetas tengo, joder, me gusto.

Si me viera con el pijama de abejitas… Le regalé un gemido, ¡qué libertad! Yo, la puta cajera, la gorrrda, la reina de los sueños de un hombre, si se atreviera a soñar. Se lanzó.

DRAGonxlm- Yo preferiría… imagínate una penumbra, bailando los dos unas canciones lentas, mirándonos a los ojos, mirándonos, viéndonos. Mirándonos los ojos, no a los ojos, mirándonos los ojos. Me imagino sintiendo tus pechos grandes oprimiéndose contra mi pecho, tus manos sintiendo mi cintura, palpar tus cachas, tus carnes deliciosas, insinuarnos un beso, un deseo de besar… Contarte un chiste para que vibrara tu risa en tu cuerpo y aprovechar para resbalar mi aliento por tu cuello, percibir tu olor, tu perfume, tu piel, restregarte la nariz por la carótida, intentar meterte mano, suavemente, por el trasero…

¡Ay, qué tontillo, el meridional, pero bueno! Lo mismo era filólogo.

DRAGonxlm- Pasarte un dedo por la raja profunda de tus nalgas…

¡Ay, la raja, ay, la raja! Me quité los pantalones del pijama, alegría, me escancié otro vinillo y me puse cómoda en la silla, acariciándome el ombligo. Me divertía. Yo allí, despatarrada, contemplando una pantalla sin nada que ver, escuchando a este figurilla decirme cosas bonitas.

CATY4- Mi trasero te da para un paseo muy largo y muy intenso, valencianito delgadito.

DRAGonxlm- Llevarías falda, porque una mujer gordita con falda es una diosa… esos muslos anchos, qué delicia, depilada, suave…

Las cogía al vuelo, el valenciano. Hay que revisarse estas guedejas.

DRAGonxlm- Te subiría la falda, llevarías un tanga para poder disfrutar de tus carrillos a manos llenas, de ese culo enorme y redondo…

Enorme, sí; lo de redondo… Dejémoslo en enorme.

DRAGonxlm- Agarrando tu culo, rozaría mis labios con tus labios…
CATY4- Te metería la lengua hasta la garganta, cielo mío, a mí me gusta la carne.
DRAGonxlm- Un beso bueno se hace esperar, Catyladelospechoscomoglobosllenosdeagua, te besaría los labios, sólo los labios casi sin besarte, amasando tu culo…
CATY4- ¿Y mis tetas qué? ¿Me las vas a dejar ahí abandonadas? Me gusta que me toquen las tetas, que me las chupen, que me las llenen de saliva, que me las follen. Me gusta tener una polla en las tetas muy cerca de la boca, corazoncito, una polla preciosa restregándose sobre mis pechos.

La verdad es que el tío se estaba ahorrando una pasta en líneas eróticas.

DRAGonxlm- Vas muy deprisa, Caty, los hombres nos lo jugamos todo a un tiro, hay que disfrutarlo.

Uno que no va directo al hoyo, ¿de qué planeta ha salido éste? ¿De Saturno?

CATY4- Si me vieras desnuda ahora acariciándome estos cántaros no me rozarías los labios en los labios, poeta, me meterías el rabo por la boca y luego por el culo. Y yo encantada.

Ni palabra del pijama de abejitas, pero lo había desarmado. Un dedo ya me andaba por debajo de las bragas. A gozar. Me clavó la estaca.

DRAGonxlm- Se ve que tu último novio no te dio un beso apasionado en los últimos mil años. No te creo nada.
CATY4- Tú te lo pierdes. Mañana más. Hazte una pajita con tus gordas.

A coger naranjas.

Qué pedazo de gilipollas, me había tocado el alma. Se me quedó el dedo helado. En los últimos mil años antes de lo último yo tampoco le había dado un beso apasionado a mi novio. Y me di cuenta de que el problema no era él, ni los últimos mil años, ni el beso. Era la pasión. Eso era cosa mía.

***

Buenos días. Gracias. En atención al cliente, caballero. No le digo que no, en atención al cliente, caballero. Gracias. Le repito que en atención al cliente, señora. Gracias (y yo en la suya). Gracias.

Estaba con un mosqueo que me comía las puertas. Me di cuenta de que el mosqueo era conmigo misma, no con el murciélago. Al revés, había sido un tío correcto, se había permitido una intimidad, nada más. Y es lógico hablar de intimidades si estás hablando de que te penetren el ano con la picha empapada de tu propia saliva, coño. Con tanto hablar de mis tetas, me las veía cada vez más bonitas y más hermosas, mis grandes y cálidas tetas, y mi culo, un manjar. Un manjar porque mi culo era un culo apasionado. Y yo era una mujer apasionada rodeada de despasiones y con la libertad de volver loco a un hombre que, sin conocerle siquiera, se estaba convirtiendo de algún modo en algo importante para mí. A jugar. Qué es la vida, un frenesí, una sombra, una ilusión, como dijo el Calderón.

Cuidado con el rioja, Caty.

CATY4- ¿Cómo te llamas? No te lo pregunté.
DRAGonxlm- Dragón el de la polla como la barra de un paso a nivel.

Lo mejor de él, es que me hacía reír. Me hacía olvidar tanta mala leche que destila el personal.

CATY4- No, en serio.
DRAGonxlm- Jose.
CATY4- Jose… Perdona por ponerme un poco borde ayer, me tocaste una fibra sensible. Mi último novio y yo llegó un momento que teníamos una relación parecida a la que tienen las amebas con su entorno. Quizá algo menos emocionante. ¿Sabes? El amor es como una pera.
DRAGonxlm- En eso estaba yo pensando, precisamente, en una pera…
CATY4- Idiota. Es la Pera Fénix. Te la comes todos los días y renace. Si no te la comes, se pudre.
DRAGonxlm- Sucede, a veces. Perdona tú, me pasé de frenada. Pero la paja me la hice.
CATY4- ¿Quieres hacerte una ahora, viéndome?
DRAGonxlm- ¿Conectamos las cámaras?
CATY4- Las conectamos, las cámaras y los orgasmos, corazoncín. Quiero ver cómo te masturbas, quiero ver cómo te frotas la polla. Pero te advierto que yo de cuello para arriba no salgo, no me apetece ser la diva del YouTube.

Ya había hecho ensayos con la cámara, tenía controladas las posiciones y las alturas. Por lo visto, él también. Apareció en la pantalla el valenciano en pelotas, repanchingado y con el nabo echando chispas. Era delgadito, peludillo, un poco enclenque, pero ¡qué hermosura de polla tiesa y de huevos colgando! Si le llego a tener delante, se los estrujo como si fueran kiwis. Enchufé la cámara.

CATY4- ¿Te gusta mi pijama de abejitas?
DRAGonxlm- Fascinante.
CATY4- Pues ahora voy y me lo quito, para que te fastidies.

Mañana me las van a dar todas en el inventario. Allá voy, que le den por culo al inventario y a las abejitas. Me desnudé. No llevaba sujetador ni bragas, al natural, como los berberechos. Acerqué mi coño a la cámara, tocándomelo y restregándomelo con la mano.

CATY4- ¿Te gusta el primer plano? Es una buena peli…
DRAGonxlm- Me encanta, joder, qué coño más rico.

Me había depilado a conciencia, soy de lo mejor.

CATY4- Mira lo que hace mi dedito, qué travieso.

Me deslizaba el dedo por la raja de arriba abajo. «¡Atención! ¿Ves que está seco? Eso lo arreglamos enseguida.» Me metí el dedo corazón, mi preferido, hasta dentro, apretándome, moviéndome. Lo saqué muy despacio, mojadísimo, brillante, lo ostenté frente a la cámara. Y me lo volví a meter. «¡Uy, qué solito está ahí dentro, vamos a ponerle compañía!» Y fue para adentro el índice, y luego el anular, y luego el meñique; con el pulgar me frotaba intensamente el clítoris. Hacía fuerza para que me entrara bien toda la mano.

CATY4- ¿Te gusta, murcielaguito? ¿Ves cómo no te mentía?
DRAGonxlm- Me encanta. Déjame verte el culo.

Qué paja se estaba haciendo, el cabronazo. Esa polla se la chupaba yo a boca llena. Me di la vuelta y me alejé un poco mientras me follaba con la mano. Me puse en pompa y me acaricié las nalgas en redondo con la otra mano, intercalando azotitos. Me di unos azotes más fuertes.

CATY4- Seguro que ahora me rozabas los labios con los labios, ¿a que sí?
DRAGonxlm- Ahora te daba un mordisco en ese culo que ibas a ver las estrellas.
CATY4- ¿Te gusta? Todo para ti, dragoncito… ¿Dónde va este dedo?

Me introduje un dedo por el culito —en mi caso, el culazo—. Estaba muy excitada, muy perra, empapada. Me senté en la silla, con las piernas abiertas, quería verle. Se iba a reventar la polla si se la seguía apretando de ese modo. Me daba algún que otro azote en los muslazos, me acariciaba los pechos, me oprimía los pezones.

CATY4- No me dices nada de estas tetas rebosantes…
DRAGonxlm- ¡Oh, qué tetas, Caty, me haces soñar con mis propios sueños!

Qué frase, fideo salido, qué frase, me vas a enamorar. Nos dábamos el gusto uno frente a otro, juntos, a trescientos kilómetros de distancia, gozándonos cada vez con más intensidad.

CATY4- Me voy a correr…
DRAGonxlm- ¡Y yo!
CATY4- ¡Yo más!

Y me corrí, y se corrió. Por la trayectoria, el escupitajo suyo debió de llegar hasta el techo. Yo tuve un orgasmo glorioso. Me salió un gemido de lo más hondo del corazón, me temblaban las piernas. Me cogió, de nuevo, al vuelo, el valenciano.

DRAGonxlm- Qué piernas más bonitas tienes, así, macizorras. Qué tetas, qué ombligo. Qué bonita eres, gordita y bonita.

Hablamos un buen rato. Nos reímos. En la cama, tuve otro orgasmo, suavecito, suavecito.

***

«¡Sr. Juanjo, acuda a la sección de perfumería; Sr. Juanjo, acuda a la sección de perfumería!» (Venga, Juanjo, hijo, que ya estás en el punto de mira y a este paso te ponen de patitas en la calle, espabila.)

Era sábado. Me perfumé. Me ceñí unas medias negras de seda, qué muslos los míos, qué mullida, qué apetitosa. Un tanguita de los que a los hombres les excitan tanto, con la línea de tela brotando entre los dos carrillos. Un sujetador calado color violeta rodeando mis grandes y deseados pechos. Unté de aceite mi cuerpo imperfecto y suculento, mi cuerpo dispuesto a todo lo que fuera darme y dar placer. Y lo demás, que se lo devoren los monstruos en sus grutas. Me había comprado un vibrador azul y una máscara veneciana. ¿Quieres soñar? Sueña.

DRAGonxlm- ¡Cómo me estás poniendo, Caty!
CATY4- Ponte una lenta y disfruta del espectáculo, hoy hay fiesta.

Yo me puse una lenta también y le hice un baile a mi manera, despacio, tomándome una copa, acariciándome. Había traído el sofá del comedor para estar más cómoda. Me abrí de piernas. Le hice la peli porno de su vida. Me metí el vibrador por todos los agujeros, lo chupé mientras le decía: «Así te la voy a chupar a ti» y me corrí con el vibrador enterito dentro de mi ano y dos dedos dentro de mi coño. Le oí volar. Lo vi flotar.

El vibrador azul quedó como un pitufo después de un chaparrón, y el techo de la casa de mi meridional debía de tener ya estalactitas. Felicidad.

***

Un tipo me quiso pegar, el muy hijo de puta, incluso me zarandeó. Si no llega a ser por Juanjo —que lo acabaron echando— me sacude. Estas cosas, aunque me afectaban, ya no me importaban demasiado. Sentía un bienestar inmenso, había establecido un vínculo muy fuerte con el murciélago valenciano de la polla tiesa. En ocasiones me sorprendía a mí misma pensando que estaba enamorada de él. Enamorada de un hombre al que nunca había visto, ni había tocado, ni había olido en directo. Nos resistíamos a mandarnos la foto, era una especie de pacto, pero nos habíamos dado los teléfonos. Nos mandábamos mensajes picantones, hablábamos, nos contábamos asuntos y siempre acabábamos provocándonos. No me he hecho tantas pajas en mi vida, tenía el chocho como un tomate. Decidimos vernos.

Y ahora viene lo más extraño de esta historia verdadera, basada en hechos reales. Quedamos en un hotel que eligió él, en Motilla del Palancar, a mitad de camino, un domingo. Dejé a una amiga dicho dónde iba y con quién, por si acaso aparecía en trocitos, nunca se sabe.

Qué desastre.

El hotel era cutre a más no poder, supongo que las fotos de Internet estaban trucadas. Parecía un puticlub de carretera. Ni siquiera era un hotel, era un hostal de grasa y camionero. No importaba. Yo sentía a partes iguales ilusión e inquietud. Nos encontramos en la cafetería. Nos reconocimos. Nos miramos, nos vimos las caras. ¡Qué momento! Guapo no era, pero feo tampoco, más joven de lo que suponía. Estábamos nerviosos los dos, sonreíamos, «qué tal, cómo estás». Tomamos un café, había algo raro en nuestra actitud, estábamos sobreactuados, nos costaba hablar con fluidez, con confianza. Nos observábamos. Joder, que me había metido un vibrador por el culo delante suyo, varias veces. Y él había derramado delante de mío unos cuantos litros de semen. Decidimos subir a la habitación. Tonteamos, nos besamos… ¿Qué pasó? No conseguía excitarme con él, andábamos algo fríos, él tampoco lograba empalmarse como en la pantalla. Nos tocamos… No sé lo que pasó, no lo comprendo. O sí. En realidad nos conocíamos, pero éramos extraños. Qué desastre. Acabamos echando un polvo… un polvo, ¿cómo decirlo? Vulgar. Un polvo que no tenía nada que ver con nuestras noches y nuestros juegos, un polvo de motel. Pasó la tarde y nos despedimos, de vuelta a nuestras respectivas chozas. Y por la noche hablamos, que claro, no era tan fácil, que da palo, que es una primera aproximación, que el sitio no ayudaba, que si estuvieras ahora aquí te hacía la buena mamada que no te he hecho, que me encantaría que me metieras esa lengüecita por el coñito, que me aprietes los pechos, que me muerdas los pezones, que me des con la punta de la polla en los ovarios… —bueno, eso no, que duele—. ¿Será posible, que nos hayamos tenido a tiro y andemos ahora orgasmando tan lejos de Motilla del Palancar?

***

Sr. Rodríguez, ¿podría cambiar el turno de este sábado? Se está muriendo mi abuela, la de Cáceres, y me gustaría verla por última vez antes de que expire…

Entre echarse para adelante o echarse para atrás, la decisión es clara. Reservé una habitación en el Tryp Valencia, cinco estrellas como soles, y el viernes por la noche me fui para allá en autobús. Nada de tonterías: desayuno el sábado y a follar como locos, murciélago, te lo digo.

Desayunamos y follamos. Pero no como locos. Follamos y ya. Era de cine. O de chiste, pero tenía su lógica. Nos habíamos imaginado, nos habíamos soñado tanto que no encajábamos en la realidad. Nuestra realidad era nuestra imaginación, no nosotros. Estaba frente a mi ángel, mi ángel mío de mi vida, y resulta que no tenía alas. El sábado por la tarde me cogí un autobús de vuelta. Durante el viaje hablamos por teléfono, sobre todo él. Descubrí lo excitante que puede llegar a ser masturbarse en secreto rodeado de gente. Con mi enorme bolso encima del regazo, la bragueta de los vaqueros medio abierta y mi dedito apretado entre las piernas juntas. Me tuve que morder los labios.

***

Con el tiempo se nos diluyó la pasión. Se pudrió la pera. El hilo que conectaba con la realidad se había roto. Abandonamos poco a poco el rito que habíamos creado. Sencillamente, dejamos de buscarnos y dejamos de encontrarnos. A veces pienso que habría sido mejor quedar en un cibercafé discreto, cada uno en una punta y excitarnos sin saber por dónde andaba el otro. Y luego cada cual para su casa, sabiendo que habíamos estado muy cerca, que nos habíamos visto sin saber quiénes éramos y que allí nos habíamos masturbado secretamente juntos.

Y un día me acordé de Juanjo y decidí llamarlo, a ver qué tal le iba, tenía su teléfono perdido por ahí. Quería agradecerle lo que hizo por mí cuando aquel energúmeno intentó agredirme. Me puse el sujetador violeta y me desabroché dos botones del escote. Directa y concisa. Me apetecía mucho tener una buena polla dentro del cuerpo, y gozármela. Hoy hay fiesta. Y Juanjo no era de los que se echaban para atrás. Pensaré en ti, murciélago mío.

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Genio y figura

por Relato finalistaRelato Bluetal

(Tengo delante a Sebastián Dandy, alto, cuerpo esculpido a base de gimnasio, piel morena, producto de los rayos uvas, tupé años cincuenta, patillas a lo Curro Jiménez, aro de oro en su oreja derecha y el Camel siempre presente en la comisura de los labios.)

—Así que queréis un documental sobre mi vida ¿no?

—Sí, queremos plasmar su vida en una hora.

—Querido Sancho, mi vida da para varios documentales…

—Cristóbal.

—¿Qué?

—Que me llamo Cristóbal.

—Ah, sí, ok, Sancho, empieza con tus preguntas.

(Estamos en su casa de Puerto Banús, me ha recibido con un pantalón de chándal y el pecho al descubierto, a lo lejos se escucha a todo trapo al Fary cantando una de sus famosas canciones.)

—Sebastián, o como sus allegados le llaman, José.

—Llámame como quieras, he tenido tantos putos nombres en estos años…

—Primero me gustaría presentarlo a la concurrencia.

»José Mateo, natural de Jaén y nacido el veintiuno de diciembre de 1979. En el año 1987 consigues salir en una película de medio pelo llamada Culos calientes en Benidorm; la película es mala hasta decir basta, pero tu escandalosa actuación hace que más de un productor te descubra. Al año siguiente ya has rodado cerca de treinta y siete películas, en las cuales interpretas desde un conserje hasta un astronauta, pasando por tu celebrada actuación en Autobusero loco revienta bragas, donde consigues llamar la atención de los productores norteamericanos. En dos años te plantas en la meca del cine porno y ruedas durante siete años sin interrupción unas ochocientas películas, ganas dinero, fama y un nombre reverenciado en todas las webs del género.

»Y desde hace unos meses vives en el retiro de tu casa en Puerto Banús.

»Empecemos por el principio, ¿cómo con dieciocho años se te ocurre hacer tu primera película?

(Sebastián da palmas silenciosas al ritmo de los acordes de una canción de Camela que estalla en el salón, con los ojos cerrados y moviendo un pie siguiendo el ritmo.)

—Bien Sancho…

—Cristóbal…

—Yo tenía quince años, mes de agosto en la Jaén rural, vamos, en mi pueblo de toda la vida, recogía la aceituna, bebía cerveza a escondidas y fumaba como un carretero los cigarros de mi padre. Por avatares de la vida me quedé a solas con la Mari, la madre de mi colega de juergas por aquel entonces. Mujer rotunda, tetas enormes y turgentes, culo explosivo y respingón, labios carnosos y calientes, «la mamá cachonda» la llamaban mis amigos. Había ido a buscar a mi colega ese día y la señora me dijo que lo esperase en el salón, que el muy tontaina había ido a por un saco de patatas, así que allí me quedé yo, mirando su canalillo sin saber qué hacer ni decir. Hacía tres años por lo menos que me la cascaba pensando en la Mari y tenerla tan cerca hacía que me subiera un fuego por la entrepierna que era cosa mala.

»Entre unas cosas y otras la Mari me trajo una limonada y se sentó a mi lado. Puso su mano en mi pierna y el caleidoscopio retráctil que tenía por polla se volvió loco. ¿Te imaginas la cara de la Mari cuando vio semejante bulto en el pantalón? Por aquel entonces ya sabía que mi nabo no era como los demás. Tiesa me sobrepasaba el ombligo y tampoco me cabía en un vaso de tubo, de todas maneras seguía pensando que habría más gente como yo, sólo que mis amigos no habían terminado de crecer, ¡qué inocente!

»El caso es que la señora no tardó ni tres segundos en agarrar el aparato y con mirada lasciva y un tremendo tirón del miembro me llevó casi a rastras hacia su habitación. Sin saber qué decir me dejé llevar con más miedo que vergüenza de lo que me estaba pasando, yo sólo tenía una cancioncilla en mi mente…

Y no lo provoquen, ese toro bonito ya nació pa sementar,
y además de bravura tiene pinta de don Juan.
Vaya torito ay torito guapo tiene botines y no va descalzo...
Yo sabía que no me defraudaba y se lleva detrás todas las hembras,
las quisiera montar todas a un tiempo a pesar de tener solo dos yerbas...
Una hembra que no lo camelaba se dejó babear bajo una encina
y después se negó a la parada cuando quiso escapar ya estaba encima...
Vaya torito ay torito guapo tiene botines y no va descalzo...

»Cuando saltaron aquellos misiles balísticos hacia mi cara, yo no estaba preparado para tanta carne magra. A punto estuve de irme como los mirlos, mi cabeza entre un par de tetas tan grandes y duras como dos adoquines del barrio. Después vino la caída de vestido al suelo y que yo viera las estrellas, si nos pillaba así mi amigo me cortaba las pelotas, sí o sí. Claro que mis pelotas tenían otra idea en mente, cuando ella metió la mano en mis pantalones una gran sonrisa de satisfacción iluminó su cara y en menos de lo que canta un gallo mis pantalones desaparecieron como por encanto. Así que allí me tienes, con el plátano duro, poniéndose morado por momentos y con una venas como el cuello de un cantaor de flamenco.

»Con delicadeza lo guió hacia su entrepierna, que para mí era como un tesoro escondido, vale que no era el primero que veía, pero sí el primero que cataba. Y muy despacio aquello acabó entrando, sin remilgos, pero despacio y eso era como ponerse enfermo, sudor y dolor caliente que me subía como fuego hacia mi cara. La Mari se movía despacio y rítmicamente, podía oler el suave perfume a lavanda de su pelo moreno y largo hasta las caderas. Aquella señora de cuarenta años era una yegua desbocada y yo un jinete novato. No sé el tiempo que estuvimos allí con el meneíto arriba y abajo, pero a mí me parecieron horas. Se acercaba a mi oído y me susurraba cosas que no entendía pero que hacían que me palpitara el corazón y la verga a punto de reventar.

»Sancho, qué piel más suave, qué manos más expertas, qué boca más sensual y picarona. En ese mi primer acto sexual completo no hubo parafernalias ni preliminares, sólo penetración y percusión, aquello era el paraíso y yo con los ojos en blanco, y babeando como un tonto de pueblo al que le han quitado su transistor sin pilas.

»Mis manos recorrían su cuerpo con avidez. Me perdía entre esa carne prieta, maciza y que me hacía perder el sentido. Cuando pasaba mis manos por sus muslos creía estar tocando seda, unas piernas largas, que no se acababan nunca y duras; Sancho, el andar durante toda una vida por un pueblo que sólo tiene pendientes es lo que tiene, las uñas de los pies pintadas de rojo dándole un toque glamoroso a aquella señora de pueblo, no tenía una cintura fina, pero las redondeces que poseía eran belleza escondida. No sé cuándo acabó todo aquello, pero cuando estallé, a la Mari le habían dado ya multitud de calambrazos espasmódicos que yo no llegaba a entender, pero a lo largo de ese verano tuve tiempo para hacerlo y de aprender muchas cosas. ¡Joder con el verano del 84! Pero eso es otra historia…

»A lo que iba Sancho…

—Cristóbal, señor Sebastián…

—El caso es que aquello me gustó, tanto que cuando terminé el año escolar me puse a trabajar de mecánico con mi padre e iba a visitar a mis amigos al instituto. Bueno, la verdad es que iba a follarme a sus amigas, más de una se acordará de mí y de la espada Tizona. Poco tiempo después me independizo y me voy a vivir a Barcelona, donde me convierto en un follador nocturno, ¿lo pillas? «Follador nocturno»-«Rondador nocturno» como los equismen esos, ¡eh!

—Sí, claro. Continúe, por favor…

—Una noche en el Bagdad Café pidieron un voluntario para hacer guarradas con la meretriz de la noche en el escenario y chico, me encendí mi Camel y me subí al escenario. La susodicha tuvo que pedir ayuda a los seguratas para que parase, porque la di con todo el lomo de Teruel y la jodía no quería segundo plato.

»La dueña del local, que es toda una profesional, me fichó para los siguientes tres meses, hasta que llegó un momento en el que no había quien subiera allí arriba conmigo. Dos semanas más tarde estaba rodando Culos calientes en Benidorm, con una alemanuza, dos rumanas de medio pelo y una chica de Albacete que pasaba por allí. El caso es que partí la pana, Sancho. Les di a todas lo suyo y lo de su prima. A la chica de Berlín casi se le salen los ojos de las órbitas y no de sorpresa. Y como puedes suponer, yo descojonado y con la polla tiesa durante horas. Después vinieron más películas, más dinero y más mujeres, pero créeme que el dinero era secundario… pero eso es otra historia.

—Bien Sebastián, ¿cómo fue tu época en los Estados Unidos?

—Un dorado exilio, Sancho…

—Cristóbal.

—¿Perdona?

—No nada, continúa por favor…

—Macho, allí conocí a lo más granado de la profesión. Las películas eran la hostia, pero las fiestas eran mejores. Una noche me encontré tomando gin tónics con Ron Jeremy. Joder, qué crack. Gordo, feo, peludo y con mostacho, pero con una polla como una apisonadora. Se había pasado por la piedra a cinco mil mujeres desde finales de los años setenta y allí estaba, esnifando cocaína y bebiendo como si nada. Vale que ya no era el mismo, pero ese hombre era un mito. En otra ocasión, en una cena me presentaron a Belladona, sí, la ex de Nacho Vidal. ¡Madre mía Sancho! ¡Qué ojos y qué sonrisa! ¿Sabías que es directora, productora, actriz, guionista y madre a la vez? Ay el Nacho, qué gilipollas que fue… por cierto, ¡la mejor mamada de mi vida!

—¿De Nacho?

—No tocino, de la Belladona. Somos muy amigos, gran tía. En una presentación de una película acabé jugando al strip póquer con Jenna Jameson, Chasy Lain y Eva Evangelina, ¿te imaginas como acabó el juego? No he tenido tal nivel de maestría en bocas en mi fresón como aquella noche. Porque ¿sabes lo mejor? Las actrices norteamericanas son una jodidas viciosas. El dinero es el dinero, sí. Pero Sancho, estas tipas lo dan todo y notas cómo disfrutan, igualito que las centroeuropeas. ¡Ay, cuánto tienen que aprender en Europa!

»En otra ocasión me presentaron al burrito gozón, sí, el famoso, el de primeros de los años ochenta. ¡Joder!, ¡si hasta había actuado con la Cicciolina!, que sonrisa tenía el “jodío” siempre. Porque el cabrón del animal era guapo, bien peinado y olía a campo, pero a campo limpio. Le dieron esa noche speed y se volvió loco, ¡madre mía qué risas! El bestia pegando pollazos a diestro y siniestro a todas las chicas del lugar, al final de la noche tuvieron que venir las ambulancias, a una la dio en toda la cara y creo que le partió la nariz, otras con el morro hinchado, y por desgracia a una la pisoteó sin querer, en fin, que barrió con su falo a la mitad de la fiesta, la noche más divertida de mi vida, pero eso es otra historia…

—¿El mejor polvo de tu vida?

—¿El mejor? Difícil de recordar entre tantos. Quizá el más salvaje y excitante fue cuando rodé The Return of Tracy Lords, con la aclamada actriz, que después de bastantes años volvía a trabajar de nuevo. Tenías que verme a mí, recién llegado y habiendo visto todas sus películas de pequeño, pues eso, que la tenía endiosada.

(Sebastián se levanta y se dirige hacia la cadena de música para cambiar el disco…)

—Yo hacía de limpiador de piscinas y ella era la señora de la casa. Intercambiábamos un par de frases y se enfrascaba al momento en una felación profunda y húmeda, muy húmeda, dedicándose a lamer como si fuera el último día en la Tierra. De arriba abajo y de abajo arriba. Dando pequeños mordiscos a lo largo de mi polla. En ese momento ya durísima, continuaba con pequeñas succiones alrededor de mi fresón, llenándolo de saliva caliente y lujuriosa, mientras tanto y siempre sin parar, masajeaba mis pelotas con sus diestras manos. Sancho, aquel fue mi primer hámster y allí estaba yo, con todo dentro de su boca y palpitándome el pecho como una locomotora, chu chu chu…

»Sin saber por qué, empecé a susurrar una cancioncilla…

Que dame la mandanga y déjame de tema
dame el chocolate que me ponga bien
dame de la negra que hace buen olor
que con la maría vaya colocón...
Me voy pá la discoteca a buscar mi churifú
mirad si me pongo bien que creo que soy Kun Fú
lo mismo en Valladolid, Toledo que Salamanca
Todo el mundo baila ya, Todo el mundo baila ya
el ritmo de la mandanga...

»El Fary se me apareció delante de mí, como una representación de lo divino y mortal. Me sonrió y me guiñó un ojo como sólo él sabe hacer, con esos ojos que parecen dos puñaladas en un tomate. Así que saqué a Excalibur de esa boca celestial, la puse mirando para Cuenca y sus veinte uñas se agarraron como pudieron al cemento del borde la piscina. Y la embestí con la fuerza de un toro español. Esa mujer, Sancho, no había gritado tanto en su vida. Se daba la vuelta y me miraba implorándome, pero tras cinco o seis golpes de riñón se rindió y empezó a jadear de placer. Como nunca había hecho en sus largos años de trabajo. Afortunadamente el mástil entraba entero y parecía que era engullido por un poderoso monstruo hambriento. Apretaba sus caderas con mis manos crispadas y ella se movía al ritmo de mis embestidas. Rotación-percusión-rotación-percusión…

»Ya sin freno le hice un Nelson, que había aprendido de la lucha libre americana, la técnica de la tortuga moribunda, un dirty Sánchez y un helicóptero. Tracy olvidó las tres frases que debía decir, sólo gemía y gritaba, Sancho, qué cara de vicio. Sin lugar a dudas la mejor de todo el cine porno de la jodida historia y quien diga lo contrario no tiene ni puta idea…

»Todo cambió cuando esta profesional como la copa de un pino tomó la iniciativa de nuevo, ay torito torito bravo, se subió a horcajadas encima de mí y empezó a cabalgar como amazona salvaje, ¡me río yo de Sonja! Con cada bote sus magníficas tetas, no operadas, salían despedidas hacia todas direcciones. Mis ojos vagaban buscando sus pezones duros y rosáceos. Los degusté como un buen comensal hace en una cena de postín. Sentí su calor, su suavidad y su excitación, aquello era algo más que sexo, era un volcán a segundos de escupir su lava. La vena de mi frente palpitaba como loca y parecía a punto de estallar. Su piel sudaba sin piedad y se mezclaba junto con la mía. El silencio entre los cámaras y demás trabajadores de la película era prácticamente sepulcral. Tracy me arañaba con sus largas uñas el pecho y sentía un placer inimaginable, incluso cuando finos hilos de sangre empezaron a brotar. Todos miraban embelesados tamaño esfuerzo colosal por la búsqueda del placer. Con un tirón titánico la levanté en vilo y la abrí de piernas. Quería conocer su sabor, presentarle mis respetos al venerado, y difícil de contentar, clítoris de la artista. Pasé mi lengua por los muslos interiores de arriba abajo, parándome a duras penas un segundo mientras mordisqueaba. Para seguir con el camino trazado, pasando sin tocar sus labios rosados, para dedicar unos segundos a su ombligo, el ojo de Dios, una vez más, bajar despacio, para por fin dar un largo lametazo a su clítoris, ahora duro como un diamante. Seguí explorando cada rincón, cada pliegue, cada poro de esa parte de su cuerpo venerado por millones de hombres ávidos de placer. Hacía un rato que Tracy se retorcía delicadamente ante cada envite de mi lengua. Así que seguí degustando el sabor salado y excitante de su cuerpo, del botón de la sabiduría femenina, hasta que su cuerpo dijo basta y su figura se tensó en un ángulo imposible y su espalda casi se parte con el orgasmo de su vida. Como señora viciosa que era se repuso en unos segundos y de nuevo se colocó de culo, me guiñó su ojo derecho y me dijo…

»—Es todo tuyo —o algo así, recuerdo que me lo dijo en inglés y yo entendí lo que quise.

»Y eso es lo que hice con una gran sonrisa en mi cara, primero despacio y con cuidado. No quería hacerle daño. Doy gracias a la naturaleza humana porque dos minutos después mi polla había desaparecido en el culo más deseable del sistema solar o lunar, yo qué sé. Sólo sabía que era mío y que ella continuaba gimiendo y que me pedía más profundo, más fuerte y más rápido. Empecé a mirarme las venas de los brazos, mis músculos tensos y fuertes, me pasé sólo un momento la mano por el tupé y supe que era el jodido AMO. Yo tiraba de su pelo hacia atrás sin remilgos y su cuello llegó a los noventa grados de ángulo con los ojos en blanco y la boca abierta de perfecta satisfacción, hasta que no pude más. Aguanté la explosión todo lo que dio mi cuerpo, y Tracy me ofreció su boca, su lengua, su cara, para que la rociara con todo el esperma que mis pelotas ya no podían retener por más tiempo. Se relamió, tragó y degustó hasta que no quedó ni una sola gota que extraerme del cuerpo. Ni que decir tiene que yo ya había perdido la consciencia, me temblaban irremediablemente las rodillas, estaba en modo OFF y mi mente permanecía en ese limbo de segundos retenidos por el tiempo y el placer. Cuando abrí los ojos, solo pude escuchar:

»—¡BRAVO! ¡BRAVO! ¡BRAVO! Maravilloso, increíble —era el director que se había levantado de su silla y me aplaudía. El resto del equipo había dejado las cámaras en el suelo y gritaban de júbilo y sorpresa por lo que acababan de presenciar. Sin lugar a dudas ¡mi mejor escena!

»Tracy permanecía callada sentada en el suelo y me miraba con una extraña sonrisa.

»—Sabes que vamos a pasar a la historia del porno por esto, ¿verdad?

»Amigo Sancho, aquella noche renací mil veces.

—Cristóbal.

—Sí, claro. Esa sin lugar a dudas ha sido mi mejor escena y por supuesto el mejor polvo de mi vida.

(Sebastián se enciende otro Camel y le da un largo trago al gin tónic que está delante de él en la mesa.)

—Volviendo al tema de las fiestas, ¿realmente ligas tanto?

—No te equivoques amigo, yo no ligo, se me tiran encima.

—¿Quizá eres demasiado presuntuoso?

—No, Sancho. Cuando se ha hecho el número de películas que yo, y la fama te precede, las tías sólo quieren echar un polvo contigo como sea, para contarlo luego a las amigas me imagino. Claro que eso a mí me da un poco igual, saco el mandoble de partir espinazos y arreando…

»¿Sabes esa cantante americana de punk que tiene nombre de mes? Bueno, pues estuvo buscándome toda la noche hasta que me llevó a un privado y allí le di lo suyo, bueno lo que pude, porque la jodía cría tenía un cuerpo pequeño y todo pequeño… Así que hice de tripas corazón y la traté con suavidad, en fin, que allí se quedó, tirada en el suelo con cara de extasiada. Después de eso me han dicho que se ha pasado al pop y que va de diva total, ¡bah! no valía tanto…

»En otra fiesta que celebraban los premios a los más guays, creo que era a ver quién daba más pasta a los pobres, cabrones, ¿y hacen fiestas para eso? Los americanos están locos Sancho, ¿lo sabías? Bueno al tema, ¿sabes la tenista esa negra que parece un tanque de la Guerra Civil? Y mira que a mí las negras no me ponen nada, pero hijo, noté cómo tenía la tipa esos muslos pétreos de acero y me entró el morbillo. Así que después de la cena me acerqué a ella y me presenté, cómo no, ya me conocía. ¿Te imaginas como acabó la noche? Estuve dos meses con lumbalgia… nunca te acuestes con una tenista. Me hizo la técnica del cangrejo y creí morir. Allí estaban mis riñones retorciéndose de dolor, así que hice lo único que podía hacer, ¡la pegué un hostión con la mano abierta! Uff, menuda noche. Y a los tres días la chica que tenía que competir en US Open… me dijeron que fue la primera vez que hizo un partido maquillada.

—¿No le denunció?

—Querido amigo, la señora era una pantera zulú, le gustaba la lluvia de leches más que a un tonto. Tuvo su gracia.

(Sebastián saca otro Camel y se lo enciende mientras mira al techo y se queda pensativo.)

—Pero lo importante no era eso, sino la imagen, la leyenda que se había creado en torno a mí y que cada vez crecía más y más. Cuando una cosa así empieza a aumentar ya es imparable.

—Parece que no le guste lo que implica una vida como la suya.

—Uno va perdiendo el gusto Sancho. Durante mucho tiempo me movía el ansia de placer, el descubrimiento de los rincones de la mujer, ¡el polvo, hombre, el polvo! Pero que te busquen… pero eso es otra historia.

»Ahora vivo aquí de puta madre con mis cigarrillos, mis gin tónics, mi piscinita, mis chavalas que entran y salen… ¡y el Fary que nunca falte!

(Se levanta, se toca impúdicamente los testículos y mira hacia la ventana.)

—Y… ¿eso es todo?

—Claro amigo, pensabas que yo era Dios o algo parecido, pero soy como tú. Bueno, no como tú. Más guapo y con más rabo, pero al fin y al cabo, iguales, y necesito mis pequeños momentos de tranquilidad y mi descanso, que ahora ha llegado.

—¿Volverás algún día a trabajar?

—¿Quién sabe? De momento me lo tomo como viene.

—Sebastián, ha sido un verdadero placer poder entrevistarte, eres genio y figura y espero que nos veamos pronto. Pero me gustaría hacerte una última pregunta. Corre el rumor que vives con alguien y que realmente has dejado el porno por esa persona, ¿qué hay de cierto?

—Para mí también ha sido un placer charlar contigo mientras nos tomábamos unos gin tónics, pero Cristóbal, esa es otra historia…

(Me levanto del sillón, le ofrezco mi mano para despedirme y salgo de su casa con una entrevista jugosa, quizás ahora se me conozca más y sobre todo, folle…)

(José se vuelve a sentar, escucha cómo la puerta de la casa se cierra detrás del periodista, al mismo tiempo que se abre otra. Aparece una mujer rubia de cuarenta y tantos, sin maquillar y con la piel más blanca que la nieve, que se acerca a él y se sienta en sus rodillas.)

—Cariño, ¿por qué no le has contado que nos casamos por el rito balinés hace cuatro meses?

—Tracy, hasta un hombre como yo tiene derecho a guardarse algo sólo para él, ¿no crees?

—¿Hace un hámster?

—Amor, viniendo de ti, siempre me apetece un hámster. Espera que ponga algo de música…

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Todo el mundo pasa por Dodge City

por Relato finalista

El Sepulturero y la china

Una polvorienta calle enmudecida. Ni un solo alma. Sólo dos tipos dispuestos a matarse separados por veinte pasos de distancia. Frente a frente. Cientos de ojos tras las ventanas de las casas esperan ansiosamente a que uno de ellos mate al otro. La diversión está garantizada. Una figura vestida de negro, coronada con un sombrero de copa, de unos treinta y muchos, castigada por el paso del tiempo sale de la taberna. Mete su mano en el bolsillo y saca una cinta métrica. Se acerca hasta uno de ellos y comienza a tomarle medidas mientras las apunta en un cuaderno.

—¿Pino o roble? —pregunta.

—Pino —contesta uno. Éste saca cinco dólares de su chaqueta y se los da al hombre de negro. La misma ceremonia para el otro tipo.

La figura de negro se aleja de vuelta a la taberna.

El reloj imponente del ayuntamiento marca las doce del mediodía y dos disparos consecutivos rugen en el viento. Uno ha caído. La figura de negro sale a la calle acompañada de una mujer mayor china que fuma un cigarrillo y que arrastra un carro de dos ruedas. El hombre de negro carga el cadáver sobre el carro, le devuelve su dinero al que ha quedado vivo y se encamina hasta la morgue de la ciudad. Los curiosos se agolpan a lo largo de la calle para observar la procesión del cadáver. Uno de ellos, oculto tras una placa de sheriff se empieza a partir de risa. El hombre de negro y la china llegan a su destino. Una vez allí consulta su cuaderno de notas y escoge uno de los ataúdes de pino blanco que tiene prefabricados por medidas.

—¡Malditos forajidos! Siempre escogen el pino. Son una panda de muertos de hambre —le dice a la china mientras ésta saquea los bolsillos del cadáver.

—Busca su caballo, con suerte tendrá un poco más de dinero allí.

La china coge el revólver del cadáver y empieza a manipularlo. Mira el tambor, la mirilla, su peso. Luego pone cara de asco y escupe al muerto.

—Cierto, amiga mía. Un hombre que no cuida su revólver merece estar muerto.

La china sigue mirando el revólver y se fija en un resorte que parece estar en buen estado. De debajo de su falda saca lo que, por lo que le parece al sepulturero, va camino de convertirse en el mejor revólver fabricado en el oeste. La china inserta el resorte y juega con su arma.

El sepulturero agarra un trapo y comienza a sacudir el cuerpo para quitarle la espesa capa de polvo que lo cubre. Luego introduce el cadáver en el ataúd y clava la tapa. Uno más para el negocio. Busca en el bolsillo de su chaqué negro un pitillo de liar y comienza a fumarlo. Le da otro a la china y ésta comienza a masticarlo. El hombre de negro mira a la mujer y hace una mueca que pretende parecerse a lo que puede ser una sonrisa. Luego levanta la cabeza y dirige su mirada hasta el final de la estancia. Allí, puesto de pie, hay un ataúd abierto bellísimo de ébano negro nacarado con asideras y embellecedores de plata y un interior de acolchado recubierto de suave seda azul. Es su mejor trabajo desde que es sepulturero.

—Ya falta poco. Sé que está cerca y que le va a encantar mi sorpresa. Va a aparecer muy pronto, seguro —el sepulturero pasa su mano por encima del revólver negro de su cinturón y comienza a acariciarlo suavemente.

Es la manera de vivir en Dodge City. Una ciudad fronteriza por la que se pasea lo mejor de cada casa. No hay bandido, cuatrero, timador, extorsionista, asesino a sueldo, tahúr, ladrón, prostituta o violador que no haya pasado por este lugar. Sólo hay un par de cosas peores que los visitantes de esta ciudad, el infierno y el sheriff de Dodge City.

El Estirado, Mescal y el Inglés

—Bueno, gringo. Yo que tú iba respirando profundamente y examinaba mi conciencia. Es hora de hablar. No vas a aguantar mucho más. Sé que tus amigos, de cadáver presente, y tú robasteis el tren del dinero. Lo que necesito saber es dónde está el dinero. También sé que viendo vuestro aspecto está claro que en ropa no os lo habéis gastado. Habla rápido o aquí mi amigo Mescal continuará haciéndote cosas muy dolorosas —Ruiz Doloroso habla despacio, pausando las palabras.

A pesar de ser mejicano su acento inglés es casi impecable. Mientras habla limpia sus botas con un pañuelo, que a continuación dobla cuidadosamente e introduce en su lustroso traje gris. Dos imponentes revólveres cuelgan de su cinturón. Se dice que Ruiz Doloroso no había matado a nadie con ellos. Eso es cierto. Tiene tanta puntería que prefiere disparar para mutilar a sus víctimas y dejarlas agonizando durante días.

Mescal es la antítesis de Ruiz Doloroso. No se puede estar más sucio y descuidado que él. Un espesísimo bigote negro parece que le cubre la cara pero no lo suficiente como para ocultar sus dos enormes ojos negros inyectados en sangre. Su poncho está raído y descolorido, es la sombra de lo que en su día fue un bonito poncho azul, por no hablar de su olor. Dice la leyenda que incluso hay caballos que no se dejan montar por Mescal debido a su hedor. El pobre vaquero yanki que tienen atado al esqueleto de una cama apenas puede hablar. Mescal es el tipo más rudo y violento de Méjico y con los años ha desarrollado una técnica de tortura muy particular y fina. Es la técnica de los cinco pasos. A saber: 1) Empezaba con un ligero tratamiento en el que intervenían él, los testículos de su víctima y el cajón de una mesa que previamente había sido manipulado para abrirse y cerrarse lo más deprisa posible. 2) A base golpes había logrado que un chino le explicara la técnica de los mil cortes con una hoja de papel. Un gran logro si tenemos en cuenta que ni el chino hablaba español ni Mescal hablaba chino, pero los testigos de aquello aseguran que el pobre asiático casi acabó por aprender el idioma en un par de horas. Mescal, por darle a la técnica un toque propio, sustituyó la hoja de papel por su machete. 3) Después de los cortes venía la sal en las heridas. Siempre llevaba un kilo de sal colgada del cuello en una bolsa de cuero. 4) Si el pobre infeliz seguía sin hablar o con vida, Mescal los obligaba a beber un tequila que sólo él apreciaba. El resto de la humanidad hubiera vomitado únicamente con pasar cerca de una botella. 5) Nadie ha llegado al paso cinco. Ni siquiera Ruiz Doloroso sabe cuál es ese paso a pesar de llevar años al lado de Mescal. De hecho, la única vez que lo hizo, Mescal obligó a salir de la estancia a sus acompañantes para que no supieran en qué consistía. El único testigo está bien muerto y fue el propio torturado. A pesar de ello parece que el torturado sobrevivió y lo mataron por otros medios.

El pobre bandido yanki canta de lo lindo y Ruiz Doloroso sonríe. Sale de la habitación y allí, sentado y comiendo, espera un hombre mayor bien vestido y con un aspecto muy distinto de sus amigos. Wilkinson Farsthworth III, también llamado «el Implacable», «el Temido», «el Frío», «el Asesino de niños», «el Hijo del Diablo»… o simplemente «el Inglés», disfruta de un muslo de pollo con salsa. Entre sus hazañas está la de ser cuatrero, extorsionador, ladrón y muchas otras cosas. Con el dinero de sus fechorías se dedica a comprar terrenos por los que sabe que va a pasar el ferrocarril para vendérselos a la compañía ferroviaria a un elevado precio. Pero a pesar de hacerse rico con este negocio nunca ha dejado de «trabajar» en lo que más le gusta… matar y robar.

Ruiz Doloroso comienza a hablar.

—Ha cantado. Ya sabemos dónde está el dinero.

—Bien —contesta el Inglés sin mover su cabeza fijada en la comida.

—Señor, hace tiempo que no nos divertimos. El tipo sigue vivo y me gustaría, si es posible, que hiciera su pequeño jueguecito con él. Por favor.

—Bien.

El Inglés se chupa los dedos cuando termina y se limpia con una servilleta. Luego guarda el plato y la servilleta en una cestita de camping. Ruiz Doloroso sonríe y grita a Mescal para que traiga al americano ante ellos. Mescal aparece con el cuerpo aún vivo del yanki mientras suelta una risotada muy sonora. Deja al bandido sentado frente al Inglés y sale junto al estirado a la calle. El Inglés saca un libro del interior de la cesta y se pone a leer. Pasa media hora hasta que Ruiz Doloroso entra de nuevo en la estancia y le hace una seña al Inglés. Salen de la estancia junto con el americano. Lo dejan junto a un hoyo no muy profundo que han excavado. Al lado hay un ataúd muy simple. Mescal coge un cubo lleno de agua y vierte su contenido sobre el bandido para espabilarlo. El americano toma aire y parece que reacciona. El Inglés mira al muchacho y sonríe antes de comenzar a hablar. Una voz suave y melodiosa emana de su boca.

—Buenas tardes, amigo mío. Soy la persona que te ha traído hasta esta situación en la que estás. Quiero que sepas que este momento es de lo más desagradable para mí. Pero antes de morir quiero dar un poco de luz a esa mente tan oscura que tienes. Me gusta la cultura y me gusta compartirla con los demás, por eso te voy a contar una historia. La escribió un viejo noble inglés. En ella se relata las vivencias de un antiguo antepasado suyo. Este antepasado fue un importante caballero de la corte que luchó en Las Cruzadas. No voy a molestarme en contarte lo que fueron Las Cruzadas porque está claro que eres demasiado estúpido para entenderlo. Bien. Dicho caballero hizo una gran fortuna en la guerra. El saqueo le fue propicio y empezó a pensar que era el dueño del mundo. Razones no le faltaban. Era rico, poderoso, los dioses de la guerra estaban a su favor. Lo tenía todo. Pero no contaba con el hecho de que trabaja para un Rey. El Rey no le hubiera dado importancia a la arrogancia del caballero si no fuera porque éste estaba presumiendo constantemente de su fortuna y de no dar al Rey lo que por derecho le pertenecía. Uno tiene que recordar cuál es su sitio en la jerarquía. El rey mandó capturar al caballero y le dio dos opciones. O bien moría en el garrote vil o se clavaba la espada del rey en el vientre por voluntad propia. El caballero comprendió que la segunda opción era la adecuada porque sabía que la espada del rey era la justicia y él quería morir conservando aunque sólo fuera su honor. Cogió la espada y se la clavó todo lo más que pudo.

»La codicia es mala, amigo mío. A ti y a tus amigos se os ha olvidado que no todo es vuestro. Ese dinero era mío y no me gusta que me roben lo que es mío. Pero yo soy un hombre justo. Matarte aquí por las buenas sería propio de alguien que cree en el sentido de la justicia de los hombres. Pero también creo en la fuerza de la voluntad del ser humano. Mis amigos han cavado ese agujero para ti. Siempre viajo con un pequeño ataúd como este a mi lado, es una brillante idea inglesa. Un ataúd desmontable. Tengo cientos como éste. Te doy dos opciones. Te vamos a meter en el ataúd vivo y te enterraremos. No vas a poder salir de ahí. Pero, como te digo, yo creo en la voluntad. Por eso te voy a entregar un revólver con una sola bala para que tú decidas cómo quieres morir. Te lo vamos a atar a la cintura para que no se te ocurra usarlo contra nosotros mientras te enterramos. Vas a ser tú quién decida cómo hacerlo, chico. Eso sólo está al alcance de muy pocos elegidos. Créeme, te envidio. Ojalá yo pudiera decidir cómo voy a morir.

El Inglés se percata de que las lágrimas corren por la cara del chico. Saca un pañuelo del bolsillo y limpia la cara y los ojos del bandido.

—No permitas que la Muerte te vea con lágrimas en los ojos. La Muerte es la mayor de las rameras y por eso no se merece que pierdas la compostura por ella.

Entre Ruiz Doloroso y Mescal atan el revólver de color negro que les ha entregado el Inglés al cuerpo del chico. Luego le meten en el ataúd. Lo cierran y lo introducen en el hoyo del suelo. Echan tierra sobre el ataúd hasta que queda bien cubierto. Esperan un rato y el Inglés da la orden para marcharse. El Estirado no deja de sonreír.

Mescal recoge sus cosas y se encamina hacia Ruiz Doloroso.

—Oye, Ruiz, ¿tú piensas que me dejarían ir a esas cruzadas de las que siempre habla el Inglés?

—Créeme, amigo Mescal, allí hubieras sido el hombre más feliz de la Tierra —una pequeña risa emanó de la garganta del Estirado.

Se suben a una diligencia. Conduce Mescal. Ruiz Doloroso y el Inglés van dentro de la cabina.

—Señor, ¿nunca se ha preguntado cuántos son los que aprietan el gatillo y cuántos no lo hacen dentro del ataúd? Nunca hemos oído nada.

—Ruiz, no me lo pregunto porque sé que todos, tarde o temprano, echan mano del revólver y se disparan. Es así de simple.

El sheriff

El sheriff contempla desde el porche de su oficina el ir y venir de los habitantes de la ciudad. Mastica su tabaco lentamente, saboreándolo. Mira su reloj de bolsillo. Las diez de la mañana. Hora del whisky. Se encamina hacia la taberna de la ciudad. Dentro el jolgorio no cesa. La sesión matutina de las vedettes está haciendo las delicias del personal. Cuatro tipos juegan al póker. El sheriff se acerca a la barra y le ponen automáticamente un vaso con una botella de su ansiado licor. Toma tres tragos seguidos casi sin respirar. Mejor no respirar cerca de ese brebaje. Se rasca la barba y pasa la otra mano por su graso cabello oculto bajo un gran sombrero. Mira a los cuatro tipos jugando a las cartas. Todos tienen la misma cara de sucios bastardos que el resto de parroquianos que inundan la taberna. El juego se está poniendo interesante. No se quitan los ojos de encima. De repente uno de ellos se enoja y se levanta de la mesa amenazante. Los otros tres lo siguen. Se están midiendo las fuerzas. Los cuatro tienen sus manos sobre las empuñaduras de sus revólveres. Se analizan minuciosamente. Uno de ellos escupe en el suelo. Otro se traga su tabaco de mascar. El tercero se enciende una cerilla en la barba áspera de su cara con la mano libre que le queda. El cuarto coge un vaso e intenta masticarlo. Hay que demostrar cómo de hombre se es, de lo contrario estás muerto en menos de un segundo. Uno de ellos dispara y los demás también lo intentan. El tipo es rápido y los otros tres caen al suelo heridos. El pistolero recoge el dinero que hay encima de la mesa. Cuando intenta robar las pertenencias de sus víctimas el sheriff le arrea una patada en los morros.

—Ya tienes tu dinero. Las reglas son claras. Si caen al suelo lo que lleven encima es mío.

El sheriff no mueve un músculo de su cara cuando habla. Es mejor no discutir con él. Nadie ha sobrevivido a una discusión con él. El tipo recoge un par de sus dientes del suelo y sale de la taberna corriendo. El sheriff registra a los hombres heridos y saca una buena tajada. La música no ha dejado de sonar ni las bailarinas de bailar. Dodge City no frena nunca su ritmo, jamás. A continuación escoge con la mirada a una de las vedettes, la agarra de la mano y se la sube a una habitación. Nadie hace absolutamente nada. Sólo miradas cabizbajas entre los asistentes. Al cabo de un rato dos disparos suenan en el piso superior. Era la forma en la que el sheriff celebra una buena cabalgada. La chica baja de la habitación llorando y dolorida.

El comienzo del juego

Otra vez soñando. Otra vez lo mismo. Ya estoy viendo cómo atracamos la diligencia federal. Ya nos veo cabalgando por el desierto con las cajas llenas de oro. Veo a mis compañeros muy contentos por el golpe dado. Todos menos el Inglés. Ese pocas veces sonríe. Me dice que me acerque. Me llama por mi nombre. Casi he olvidado cómo me llamo. Me da la enhorabuena por lo bien que ha salido mi plan. Otra vez vuelvo a echarles la planta del sueño en su café mientras hacemos noche. Una vez más espanto a sus caballos. Subo al mío y tomo a las mulas que acarrean el oro. Me marcho yo solo. Qué momento de gloria. Escondo el oro. Y huyo lo más lejos que puedo. Pero él es más listo. He dejado un reguero de prostitutas en el camino. Todas hablan. Los guió hasta mí. Soy un estúpido de tomo y lomo. Otra vez el tipo maloliente haciéndome de todo para que les diga el escondite del botín. No suelto nada. El otro mejicano no deja de martillearme la cabeza con su cháchara escupida desde un traje de sastre que empieza a repelerme. Más dolor, mucho más. Las cosas como son, nadie me ha pegado semejante paliza en mi vida. Pero lo soporto. Lo que me saca de mis casillas, lo que no puedo aguantar más, es al Inglés al fondo de la habitación. Callado, sin mirarme, concentrado en su estúpida comida. No dice nada, absoluto silencio. Mescal los saca a todos de la habitación y no soy capaz de recordar lo que me hace. Me desmayo constantemente. Lo siguiente es el discurso del británico. Me larga algo sobre la vida y el don de elegir la forma de morir. Me entierran en un ataúd junto con un revólver. Oscuridad y desesperación. Apenas tengo fuerzas de coger el revólver. Ya oigo el ruido de una pala excavando sobre mí. Casi aprieto el gatillo. La tapa se abre. Es una mujer china que mastica tabaco. Sólo Dios sabe porqué lo ha hecho. Me saca de mi fosa y me da agua. Me carga sobre su mula. Pocos recuerdos del camino. Me dice su nombre. No la entiendo. Dos forajidos intentan robarnos. Los mata con su revólver sin pestañear. La empiezo a llamar Calamity Lee. Le gusta. La china me da un espejo. Mi cara es otra. La paliza ha hecho mucha mella en mi rostro. Voy recuperándome con sus cuidados. Intenta explicarme que vio cómo me metían en el ataúd. Esa no es forma de matar a nadie me dice. Habla poco. Lo siguiente es la mula cansada y terca que no se mueve. La china me pregunta si puedo andar. Sí. La china le pega dos tiros a la mula terca. Ni se lo piensa. Llegamos a Dodge City. Por aquí pasa todo el mundo. El sheriff había matado al sepulturero. Se me ocurre fingir que yo soy sepulturero. Cuela a la perfección. La verdad es que les da igual. Ahora sólo esperar que aparezcan. Los pienso matar a todos.

Amanece en Dodge City. Otra mañana polvorienta. Las bolas de rastrojos recorren la ciudad. La actividad comienza. Las pocas personas respetables de este sitio acuden a sus puestos de trabajo. Es otro día más para el sepulturero. Calamity Lee hace sus ejercicios de tiro en la parte de atrás de la morgue. Su revólver apunta y las balas aciertan donde ella mira. El sepulturero trabaja en un nuevo ataúd de pino. La puerta de la entrada se abre. Aparecen tres tipos muy variopintos. El sepulturero siente cómo su mano se echa a temblar. Está sudando. Son el Estirado, el Inglés y Mescal. El Estirado no lo reconoce y comienza a hablar.

—Buenos días, queríamos un ataúd elegante, pero no demasiado recargado. Es para un amigo.

El sepulturero antes de comenzar a hablar se asegura de que la voz no le tiemble.

—Mi catálogo es poco variado. Lo que ven a su alrededor es lo que tengo —les echa un rápido vistazo a los tres y ninguno parece reconocerlo. Se tranquiliza un poco.

El Inglés lanza una mirada a la estancia y señala un ataúd de roble con estrías en la madera y sin acolchar. El Estirado asiente y mira al sepulturero.

—Nos lo llevamos. Tenga el pago.

Mescal y el Estirado se llevan el ataúd hasta la diligencia y esperan a que el Inglés entre en ella. Reanudan su camino. El sepulturero llama a Calamity y le pide que los siga en la distancia. Ella asiente y escupe al suelo.

Calamity observa que los tres pendencieros se dirigen hasta el cementerio de la ciudad. Allí descargan el ataúd recién comprado. Eligen uno de las decenas de hoyos excavados en el suelo para futuras sepulturas. Meten muchas sacas de dinero en el interior del ataúd y lo entierran en el agujero elegido. Una vez cubierto sacan una cruz del interior de la diligencia y le ponen un nombre para identificar el lugar. Mientras todo esto ocurre el Inglés se dedica a dar vueltas por el cementerio vigilando que no haya ojos curiosos. Afortunadamente la mujer asiática sabe ocultarse y parece que no ha sido detectada. Una vez terminado el trabajo el Inglés echa mano de una libretita de su bolsillo y apunta el nombre escrito en la cruz. En esa libreta hay muchos nombres apuntados.

Calamity vuelve hacia la morgue. Allí le cuenta lo visto al Sepulturero que todavía está intentando asimilar la suerte que tiene. Están en la ciudad y lo mejor es que los ha tenido cara a cara y no lo han reconocido. Su mente empieza a trabajar muy rápido. Tiene que darse prisa. Es una oportunidad única. No deja de acariciar el revólver negro que lleva en la cintura.

El Inglés pide a Mescal que conduzca hasta la oficina del sheriff. Su rostro denota preocupación. Antes de entrar habla con Ruiz Doloroso. En el interior de la estancia el agente de la ley está intentando liarse un cigarrillo afanosamente. El Inglés se acerca hasta él.

—¿Cuánto?

—¿Cuánto por qué? —replica el sheriff.

—Por tus servicios. Necesito mano de obra y no hay nadie más dispuesto que tú por lo que cuentan los rumores.

—¿Y para qué me necesitas?

—Ya te lo diré.

El sepulturero coge su ataúd favorito y lo sube a un carruaje. Se dirige hasta el cementerio de la ciudad y busca con la mirada el sitio en el que el Inglés ha enterrado su ataúd. Justo al lado hay otra sepultura lista para ser usada. Deja su obra maestra junto al hoyo. Sabe que nadie va a cogerlo porque tocar un ataúd trae mala suerte en Dodge City. Vuelve a la ciudad. Necesita un buen trago de whisky. Cuando llega a la taberna encuentra al Estirado jugando a las cartas con otros tres tipos. Mescal intenta tocar el piano con una mano mientras que con la otra bebe a morro todo el alcohol que puede. Una prostituta se sienta en el regazo del Estirado.

—Me vas a arrugar el traje. Hazme un favor. Sube a la habitación y quítate la ropa, ahora voy yo. O mejor déjate la ropa, con las enaguas será suficiente. Tengo un poco de prisa —ella humillada sube las escaleras dando fuertes patadas contra el suelo.

Mescal cae redondo al suelo rodeado de botellas. El camarero no da crédito y clama al cielo.

—¡Doce, se ha bebido doce botellas! ¡No es posible!

Ruiz Doloroso deja las cartas y se percata de la presencia del sepulturero. Se acerca hasta él.

—Hola, señor. Quiero que sepa que a mi amigo le hubiera encantado su ataúd. Era de una factura muy profesional. Aprovechando que está aquí quiero proponerle algo a petición de mi jefe. Nos gustaría comprarle cinco ataúdes más, si fuera posible. E incluso ha hablado sobre comprar un lugar especial en el cementerio para que descansen sus restos.

El sepulturero, a pesar de no esperarse el acercamiento de Doloroso, sonríe.

—Que así sea, caballero. Mañana esperaré a su jefe para hablar del precio, si no es mucha molestia.

—Que así sea. Ahora, si me disculpa, el deber me llama.

El Estirado se dirige hacia las escaleras. En su camino deja su sombrero sobre la cara de Mescal que yace en el suelo profundamente dormido. La sal que cuelga de su cuello se vierte dejando una pequeña montaña en el suelo húmedo.

El sepulturero pide otros dos whiskies más. Se marcha mirando el cuerpo de Mescal.

Vuelve hasta la morgue. Calamity Lee está masticando un par de cigarrillos.

—Tú decides si quieres ayudarme en esto, Calamity.

Ella agarra su revólver, abre el tambor, tira todas las balas al suelo excepto una, cierra el tambor, lo hace girar, se apunta a la cabeza y aprieta el gatillo. No hay bala. Ella sonríe enseñando sus dientes envueltos en tabaco.

—Hoy no morir. Mañana será otro día. Mejor hacerlo contigo al lado —dice la asiática.

—Mira que sois raros los chinos.

Llega el día siguiente. Más polvo, más rastrojos, más cadáveres. El Inglés se presenta ante el sepulturero con una gran bolsa de dinero. Son negocios.

—Quiero cinco ataúdes —dice el Inglés.

—Elija y suyos serán.

—También quiero una sepultura propia. Me gustaría elegir la parcela ahora.

—Pues vayamos al cementerio y déjeme que yo escoja una apropiada para un hombre de su distinguida posición.

Los dos hombres salen de la funeraria. Fuera esperan el Estirado y Mescal, completamente restablecido. Al otro lado de la calle está el sheriff. En ese instante el agente de la ley saca rápidamente su revólver y dispara contra el sepulturero. Falla. El sepulturero se echa al suelo y agarra su revólver mientras intenta parapetarse. Mescal, el Inglés y el Estirado se apartan del fuego cruzado. Intercambio de disparos. Calamity Lee desde el interior de la funeraria escucha el tiroteo. Se acerca a la puerta y ve la situación. El sepulturero está escondido detrás de un barril acorralado mientras le disparan tres tipos. Ella echa mano de su revólver y dispara una sola vez. El sheriff, el más visible en su campo de visión, cae al suelo con la cabeza partida en dos por el efecto de la bala de Calamity. Pero, cuando quiere efectuar otro disparo, se percata de que le han tirado a sus pies un cartucho de dinamita a punto de explotar. Corre. Toda la entrada de la funeraria explota. Fuego, llamas y madera se mezclan en el aire. El sepulturero sale despedido por la onda expansiva. Cuando se incorpora tiene delante a los tres bandidos apuntándole. Entrega su revólver a Ruiz Doloroso y levanta las manos. Ruiz Doloroso juega con el revólver negro y se lo guarda en la cintura de los pantalones.

Meten al sepulturero en el carruaje y lo llevan hasta el cementerio. Bajan justo al lado del ataúd del sepulturero. El ataúd brilla bajo la luz del sol. El Inglés mira al sepulturero.

—Tienes suerte de que haya un ataúd aquí listo para ti. Así no tendré que echar mano de los míos. Y es una pena porque sé que ya has probado su calidad, ¿verdad? Creías que no te iba a reconocer, ¿no es así? Y la verdad es que me has despistado mucho. Pero, ¿de verdad creías que no me iba a fijar en tu revólver negro? Es una marca, un regalo. Es mi firma. Supongo que ayer te pillamos de improviso y no te dio tiempo a ocultarlo.

El Estirado apunta al sepulturero. Mescal empuña su machete y le corta media oreja. El enterrador cae al suelo muy dolorido y sangrando. El Inglés continúa hablando.

—Fijándome bien ya te reconozco. Es una buena oportunidad para que nos digas dónde escondiste el oro, maldito traidor. Al pobre Mescal le dolió mucho la barriga por culpa de la planta del sueño que nos diste. Seguro que si le dejo esta vez te hará cantar. Pero no tengo mucho tiempo.

El sepulturero reúne fuerzas y se incorpora rápidamente para propinar un cabezazo al Inglés. Éste cae al suelo sangrando. El Estirado y Mescal patean al sepulturero. El Inglés logra recuperarse y toma una de las pistolas de Ruiz. Dispara en el hombro a su atacante.

Justo en el momento en el que lo introducen en el ataúd de ébano unos disparos suenan en el aire. Es Calamity Lee montando una yegua que se dirige hacia ellos haciendo rugir su arma. Ruiz Doloroso replica. La yegua cae al suelo alcanzada por las balas mientras relincha. La china sale despedida y se golpea contra el suelo. Mescal se parte de risa. Busca en el carruaje una de sus botellas de tequila y corre en busca de la asiática. Llega a su altura. Abre la botella, bebe un trago y escupe el líquido sobre la china que parece inconsciente. Mescal ríe más. En el momento en el que va a dar un segundo trago un trozo de tabaco salivado y chorreante aterriza en su cara. Mescal mira hacia abajo y la china está despierta y apuntándole. Aprieta el gatillo. La bala acierta a la botella y al pecho de Mescal. La bala caliente hace el resto. El mejicano se ve envuelto en llamas y herido. Cae al suelo y muere. Su poncho chisporrotea consumido por el fuego.

Aprovechando el despiste de Ruiz Doloroso, que había quedado sorprendido por la muerte de Mescal, el sepulturero le da un codazo y le arrebata su arma. Le dispara en la cabeza. El traje del Estirado se empapa de color rojo. Luego apunta hacia el Inglés. La china llega a la altura del sepulturero.

Toma el revólver negro que todavía estaba en la cintura de Ruiz Doloroso. Tira todas las balas del tambor, menos una. Entre la china y él le atan el revólver al cuerpo del Inglés.

—Ya sabes cómo funciona esto. Métete en mi ataúd. Vas a probar su calidad. Tienes suerte porque vas a elegir tu forma de morir. Pero yo desde luego que no te envidio.

El Inglés resignado acepta su destino. Se mete en el ataúd y se tumba. Sus captores lo cierran. Y lo tiran dentro del agujero de mala manera. El sepulturero, a pesar de tener el hombro mal herido, hace acopio de fuerzas y comienza a tapar el ataúd. La china también está herida pero hace el mismo esfuerzo. Cuando terminan se alejan un poco.

En el interior de ataúd el Inglés ha decidido que va a morir a su manera y punto. Va a enseñar a estos salvajes cómo se muere. Consigue deshacer el nudo que ata el revólver negro. Cuando se lo lleva a la boca nota que en el gatillo hay una fina cuerda de piano atada. Estira de la cuerda y la carga de dinamita con la que está recubierto el ataúd hace explosión.

Tierra y billetes surgen de la profundidad del suelo. La explosión ha sido tan violenta que el sepulturero y la china caen al suelo. Se incorporan.

—Ni se ha dado cuenta de que has atado el disparador de la dinamita al gatillo. Bueno, Inglés, ¡púdrete en el infierno! Al final has muerto a mi manera.

El sepulturero saca un pitillo con su mano útil y le da otro a Calamity. Ésta lo mastica.

—Bueno, amiga, ¿te apetece saber dónde está el oro?

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Un rato para saber que eres imbécil

por Relato finalista

Todo fluye nada se mueve.

Estoy sentado al pie de las escaleras del Palacio de Justicia. Las imágenes de la ciudad llegan a mi retina y se graban en mi cerebro como si de una mala pesadilla se tratase. El vagabundeo de sus habitantes en constante movimiento me hipnotiza. Almas solitarias en busca de sus destinos perdidos en un desfile incesante hacia ninguna parte. No recuerdo cuándo fue la última vez que vi una cara sonriente entre este deambular de zombis. Millones de habitantes solitarios y egoístas en busca de una falsa felicidad. Es la pesada carga de esta mole de cemento y cristal. Mares de coches eternamente detenidos esperando poder llegar a algún lugar.

Todo fluye pero la realidad es que nada se mueve.

El aire viciado y quieto me llena los pulmones con su hedor. Cada centímetro de mi piel es abrasada por el roce de las escasísimas brisas que llegan del mar cercano e ignorado por unos habitantes aferrados al asfalto que pisan lánguidamente todos los días. Estamos tan ligados y fusionados con este lugar que uno llega a la conclusión de que su sudor, orina o heces no son más que partes de este condenado sitio. Su esencia entra dentro de nosotros y se la devolvemos transformada en otra cosa. Al César lo que es del César. Cubro mi cara con mis manos para intentar detener la inyección de realidad que penetra a través de mis ojos. Un momento de soledad, de oscuridad, una pausa para mi cerebro. No sirve de nada. La luz tiene un color diferente en este sitio. Su olor es particularmente extraño y su sabor tiene un gusto amargo. Enciendo un cigarrillo y luego otro más. Quiero respirar cáncer, no el nauseabundo y cargado aire que me rodea. Delante de mí la Calle 32, una de las más caras del mundo. A mi izquierda la Calle Dowson, una de las más transitadas del mundo. A mi derecha Union Park uno de los parques más tristes del planeta.

Todo fluye nada se mueve.

La vida sigue. Una pareja de vagabundos se pelea por una salchicha en el suelo. Un ejecutivo de una multinacional hace una llamada por teléfono móvil para vender sus acciones. Una mujer intenta parar un taxi sin éxito. Una pareja de gays se besan delante de unas monjas. Un ratero le abre el bolso a una anciana. Un policía le da el alto a un yonki mientras mueve su porra. Un perro abandonado orina sobre un coche. Un bebe llora desconsoladamente ignorado por su madre que mantiene una conversación con una amiga. Un viejo está sentado en un banco de un parque fingiendo que lee un periódico mientras mira a unos niños. Un hombre mayor cae el suelo víctima de un infarto y nadie se detiene a ayudar. Un río de personas circula alrededor de una pareja que discute acaloradamente en medio de la calle. Un predicador monta un stand en el parque para advertir sobre la inminente llegada del juicio final. Un padre le compra un helado a su hijo. Un borracho duerme sobre la acera y se orina encima. Por el techo solar de una limousine detenida en un atasco aparece una mujer medio desnuda con una copa de champagne en la mano. Un semáforo se pone en verde y comienzan las carreras de coches. Un drogata intenta ver un partido de fútbol en su reloj. Una moto de policía pasa a toda velocidad con su sirena aullando.

Un vagabundo se come una salchicha mientras otro solloza desconsolado. Un ejecutivo lanza su teléfono móvil contra el suelo. Una mujer consigue detener un taxi. Unas monjas increpan a una pareja de gays. Un ratero empuja a una anciana al suelo. Un policía golpea con su porra a un yonki. Un hombre le da una patada a un perro por orinarse en su vehículo. Una madre chilla a su hijo. Un viejo mete su mano derecha dentro de sus pantalones. Una mujer abronca a un hombre mayor que está tirado en el suelo y la ha hecho tropezar. Una pareja empieza a pegarse y la gente se detiene a su alrededor. Un predicador llora porque nadie le escucha. A un niño se le cae un helado y su padre le grita. Un borracho se despierta y vuelve a orinarse encima. Un hombre gordo escupe a una mujer medio desnuda en una limousine. Dos coches colisionan porque uno de ellos iba muy deprisa y no ha podido frenar. Un drogata se enoja con su reloj porque su equipo va perdiendo. Una sirena de policía ahoga su chillido alejándose calle abajo.

Me pasaría horas aquí sentado mirando cómo transcurre la vida en este lugar, pero creo que ha llegado la hora de hacer caso a los policías que están justo delante de mí apuntándome con sus armas.

Una habitación de interrogatorios. Dos inspectores de policía, uno gordo y negro y el otro musculado y ario, me miran inquisitivamente. Me apetece un cigarrillo. Estoy esposado a la mesa. Uno de ellos conecta una grabadora. Un largo silencio se apodera de la estancia hasta que por fin el ario habla.

—Estás jodido. Canta —me suelta como si tal cosa. No puedo evitar fijarme la mancha de café de su camisa.

Respiro profundamente. Evalúo la situación y me confirmo a mí mismo que efectivamente estoy jodido.

—Vale… aquí vamos. Estoy cabreado, muy cabreado.

Dominaba el mundo desde mi despacho. Una adorable estancia en el piso cuarenta y cinco de una de las torres de cristal que se erigen como falos de vidrio en pleno centro de la City. Era el mejor abogado defensor de la ciudad. No había un solo criminal en esta urbe que no acudiera a mí si tenía problemas. Yo los arreglaba y punto. Llegué a la cima desde la mismísima calle. Subiendo poco a poco. Salí del barrio, estudié, y creé un pequeño pero poderoso bufete. Venir desde abajo tenía como ventaja el que yo fuera un tipo de confianza para todos mis clientes. Sabía cómo pensaban porque yo también fui uno de ellos. Luego la vida fue desarrollándose con pocos imprevistos. Una casa grande. Un BMW. Una esposa, Debrah, con mucho más dinero que yo. Una amante, Vicky, básicamente una mantenida a la que solía ignorar. Era la felicidad de la que uno se acababa cansando para terminar repudiándola. De cara al mundo jugaba dentro de los cánones de la normalidad y el respeto. Pero siendo sincero también me dedicaba a sacarme un sobresueldo dando alguna información a la policía sobre mis clientes. Los polis también saben pagar. Y gracias a esa colaboración yo sobornaba a algunos policías para obtener información que, evidentemente, vendía a mis clientes. Todos salíamos ganando.

Reconozco que últimamente me he vuelto demasiado descuidado pero, como yo digo, que se jodan todos, te necesitan y punto.

Mi último caso era el de Marc Blostein. El que yo creía que era mi único cliente honrado resultó ser uno de esos hombres que desde la sombra manejan el tráfico internacional de armas, drogas y mujeres. Un pobre anciano judío medio tullido con la cara de Papá Noel, con el que yo solía quedar para jugar al póker, era el ideólogo de una de las mayores maquinarias criminales del mundo. Para mí era casi un amigo y por eso no me podía creer las acusaciones. Pero así es la verdad, un cuchillo afilado clavándose en tu corazón y que se retuerce hasta partirte en dos.

Uno de los policías me interrumpe.

—¡Al grano, coño!

Era viernes. Un cálido día de primavera. Un radiante sol bañaba las calles y ponía un poco de colorido a otra triste mañana en la furiosa ciudad.

Mis problemas entraron por la puerta de mi oficina con unas largas piernas terminadas en tacones de vértigo. Venían envueltos en una suave y bronceada piel perfumada cubierta por un vestido de tirantes blanco ceñido. Lucían una melena morena que brilló gracias a la luz que entraba por la ventana. Me miraron con dos ojos verdes almendrados que atravesaron mi retina hasta derretir mi cerebro. Unos labios rojos pintados por el mismísimo Tiziano se abrieron para dejar escapar unas palabras de presentación. Yvette. Mis problemas se llamaban Yvette.

Ella era la mujer florero francesa de mi cliente. Blostein me la presentó en una fiesta que dio hace más o menos un año. Fue allí mismo donde nos enrollamos por primera vez, mientras el viejo tocaba el piano para sus invitados y mi mujer saboreaba su cuarto gin tonic. Así era ella, aburrida, con dinero y cazadora de hombres. Nunca le pregunté por su vida pasada. Sabía que el viejo la había encontrado en un club de campo de París. Supongo que casi le daría un infarto en cuanto la vio. Yo la adoraba. Eran las diez de la mañana y ya estábamos sentados con dos tragos dobles de bourbon en la mano, no se podía pedir más a la vida.

Suponía que venía a verme para hablarme de lo preocupada que estaba por su principal fuente de ingresos, o mejor dicho por su marido. Estaba encerrado en la prisión de la ciudad y lo visitaba todos los días. Mi sorpresa vino cuando comenzó a hablarme de sus verdaderos motivos. Quería el divorcio. Quería quitarle todo el dinero a su marido antes de que el Estado lo hiciera por ella. No movió ni una pestaña mientras pronunciaba sus palabras con su voz angelical. Estaba claro que el amor no era lo que cimentaba aquella unión pero esto se iba un poco de mis manos. Sacó de su bolso dos DVD. Yo sabía lo que eran. Blostein era muy especialito con sus gustos. No tenía erecciones desde hacía años pero tampoco las necesitaba. Era un voyeur consumado. Hacía sus propios rodajes porno con tres prostitutas y un par de cámaras grabando. A veces incluía algún enano o algún animal para darle colorido. Ellas se acostaban y él miraba a través de los visores de las cámaras. Luego hacía proyecciones privadas para sus amiguitos entre los que yo me incluía. ¡Dios le bendiga! El tipo sabía cómo divertirse. El caso es que la despechada mujer, por definir de alguna manera sus sentimientos, había encontrado los DVD y se presentó en mi oficina para declararme sus intenciones. Mi contestación fue clara. Por una cuestión de conflicto de intereses yo no podía defenderla en un caso de divorcio porque su marido era mi cliente. Ella me interrumpió y me pidió que le sirviera otra copa. La espectacular belleza sentada en mi sillón aprovechó para meterse una raya y me puso otra a mí. Estaba aún más guapa con las pupilas dilatadas. Después de que la droga hiciera su efecto me contó su plan. Tenía pensado contratar a un abogado de segunda para defenderla en la demanda de divorcio. Pretendía que el caso se lo organizara yo para darle instrucciones de cómo actuar al pelele que la defendiera. Ella ganaba la demanda y yo me quedaba con el diez por ciento de lo que sacara, que viendo las pruebas con las que contaba y la fortuna de su marido estaríamos hablando de una suma de unas siete espléndidas cifras. Cualquier atisbo de negativa se esfumó tras dos tragos más, una raya y un poco de sexo oral. No me gustaba poner las cosas fáciles. Se marchó meneando su interminable espalda y sus finas caderas. Mi mirada estaba atrapada ante semejante desfile alejándose de mí. Era la perfección absoluta.

Tras unos minutos de meditación decidí que parecía un plan brillante. Pero no me fiaba. Cuando se me pasó el mareo que tenía encima llamé a Mark.

Mark era un chico joven, un buscavidas, al que saqué de un par de líos hacía tiempo y que solía emplear para seguir a clientes y hacerles fotos en actitudes poco recomendables para su posición. También era muy eficaz consiguiendo información. Era un buen chaval pero hablaba incesantemente, sobre todo si había estado esnifando. Después de cinco minutos de conversación unilateral sobre un tema intrascendental conseguí pedirle que siguiera a la chica y que la vigilara. No tardó en llamarme para contarme lo que había visto. Yvette había ido hasta su casa y fue allí donde Mark la encontró. Al cabo de un rato ella salió de la casa y se dirigió hacia un motel barato del centro. Se estaba viendo con otro hombre. Mark había hecho algunas fotos y me las mandó por mail. Era un tipo que reconocí en seguida. Se trataba de Paul Anderson, un director y productor de segunda fila que había visto en varias de las fiestas de Blostein. Era un perdedor. Ya tuve noticias de él por la boca de Yvette cuando ella me pidió montarnos un trío con el capullo ese. El aburrimiento de esa mujer a veces me preocupaba.

El tema me alteró un poco y decidí templar mis nervios en un bar. Me marché de la oficina y me dirigí a un bar cercano. Allí fue donde divisé a otro de mis problemas. Un coche camuflado de la policía me estaba siguiendo. Los policías tienen un problema muy serio… comen demasiado. Pasan horas de vigilancia y aburrimiento y para matar el tiempo se dedican a comer. Es fácil distinguir un coche camuflado de la policía porque es el que tiene el salpicadero lleno de vasos de café y envoltorios de hamburguesas. Policía, la mayor parte de ellos son unos salvajes decididos a llevar pistola y usarla sin contemplaciones.

Una sonora bofetada que no veo venir en mi cara vuelve a interrumpirme.

—No te pases de listo —me ladra el policía negro.

El otro policía acerca su cara a la grabadora.

—Nota al margen. El ruido extraño que se acaba de escuchar ha sido provocado el móvil del agente Sullivan cuando ha caído al suelo.

«Serán cabrones», pienso yo.

Al principio me preocupé un poco. ¿Por qué coño me seguían? Caminé hacia un callejón solitario para confirmar mis sospechas. El coche avanzaba detrás de mí. Sonó una sirena y detuve el paso. Del vehículo bajaron los dos policías más gordos y viejos del cuerpo, Durand y Keller. Dos perros de la vieja escuela con la manía de pegar antes de preguntar. Caminaron hacía mi despacio, dejando ver sus placas y sus armas enfundadas. Sonreían. Yo temblaba. Había tratado con ellos anteriormente. Eran tan corruptos que hasta a mí me escandalizaban. Me intimidaron poniéndome de cara a la pared y registrándome. En realidad venían a ofrecerse para un trabajo. Me contaron que, por un módico precio, podían hacer desaparecer alguna de las pruebas de caso contra mi cliente. Una cosa era que yo los sobornara para hacer eso mismo, y otra bien distinta era que los muy bastardos se ofrecieran a plena luz del día para hacer semejante trabajo. Esos tipos no tenían ningún miramiento cuando veían dinero en el horizonte. Cien mil, querían cien mil cada uno. Intenté calmarme y lidiar con la situación diciéndoles que tenía que consultarlo con mi cliente. Ellos se despidieron dándome una bofetada, junto con su número de teléfono, para que acelerara la gestión cuanto antes. Su coche se alejó y yo volví a encaminarme directo al bar. Tres tragos de bourbon me volvieron a despertar e hice repaso de lo jodido que estaba mi cliente. Yo le sacaba la pasta por defenderle, su mujer quería el divorcio y desplumarle y la policía quería el cobro del impuesto revolucionario por resolver sus problemas. ¡Viejo, hay días que es mejor no levantarse de la cama!

Llegó la noche y me fui a mi gigantesca casa kitch de decoración postmodernista que cada día detestaba más. No cené, me puse otro par de tragos. Mi mujer llevaba horas durmiendo gracias a sus pastillas mágicas regadas con alcohol. Todavía la quería, de verdad que la quería, pero afortunadamente los dos estábamos demasiado borrachos todos los días como para mirarnos a la cara y plantearnos nuestro futuro como pareja. Pasé la noche en el despacho de mi casa creando una defensa para la demanda de divorcio. Fue muy fácil, hasta un niño podría haber ganado el caso. Recibí un mensaje de texto por el móvil. Era el número de Yvette, reconocí su número. No lo tenía grabado en la memoria del teléfono para evitar malos entendidos con su marido y mi mujer. Su mensaje me comunicaba que ya tenía un abogado. Seguro que el muy imbécil cayó en la trampa en cuanto vio a Yvette y le habló del dinero que se podía sacar de ahí. El plan estaba en marcha y una especie de efecto barranco se apoderó de mí. El silencio de la noche me reconfortó. Un leve aroma a césped mojado entró por la ventana. Me dejé llevar por la considerable borrachera que tenía y poco a poco el sueño me invadió.

Un par de días después quedé con Yvette en un restaurante del centro. Me contó que había contratado a Bertrand Ross para su demanda de divorcio. Ross era un guaperas y un conocido abogado especialista en demandas que había hecho una pequeña fortuna demandando a supermercados. Pero era demasiado aficionado a las carreras de caballos y tenía algunos problemas de dinero con tipos poco recomendables, por eso aceptó encantado defender a Yvette a pesar de que la defensa la organizara otro. Solía verle en algún club y en alguna fiesta de Blostein. La primera pregunta que llegó a mi mente era si Yvette había puesto sus preciosos labios sobre el pene de ese tipo. Ninguno de los dos comimos mucho pero dimos buena cuenta del vino que nos sirvieron durante la comida. Le entregué un maletín con los papeles de la defensa. Brindamos con un poco más de vino y un poco de sexo oral en el servicio de señoras del restaurante ayudó a cimentar aún más nuestro acuerdo.

Poco después fui a la cárcel para visitar a Blostein. Junto a mí estaba su guardaespaldas, Rog, una mala bestia con una larga lista de crímenes de guerra en Bosnia y que fue regalo de Yvette, muy atenta ella por la seguridad de su inversión, digo marido, tras su boda. Tuve la certeza de que Blostein ya había comprado a la mitad de la plantilla de esa cárcel cuando lo trajeron hasta mí sin esposar, fumando un puro. No vacilé y le planté en los morros lo de la demanda de divorcio que había presentado Yvette. No le hizo ninguna gracia. El pobre viejo no había firmado ningún contrato prematrimonial por lo que su fortuna casi pasaría por entera a ella. Sé lo del contrato porque antes de casarse yo insistí repetidas veces en que hiciera uno. Pero él, viejo y cercano a la muerte, sabía que no le quedaba mucho de vida y no me escuchó, incluso puso varias empresas legales a nombre de ella. Ante la cara de desolación del anciano evadí mis pensamientos hacia el precioso barco que me compraría con su dinero. Puede que yo ya tuviera dinero pero tenía ganas de más. Quería empezar de cero en otro lugar. Disfrutar de un dorado retiro en una playa paradisíaca. Alejarme de esa asquerosa realidad que llamaba vida que discurre por los cuatro costados de esta putrefacta ciudad. Marcharme y desaparecer del mapa. Tal vez me llevara a mi mujer. O mejor, llevarme a Yvette. O mejor aún marcharme sólo sin mirar atrás con una enorme sonrisa en mi cara. Tuve que controlarme para no partirme de risa delante de Blostein. Puse la cara más triste que pude y le mentí lo mejor que supe cuando le dije que todo saldría bien. Para calmarle un poco le conté mi encuentro con los Durand y Keller. Le dije que era una posible vía de escape. Él me escuchaba. Me contó que guardaba una fuerte suma de dinero en su casa y que si quería podía disponer de ella. Podía ser una posible solución a su caso.

Salí de la cárcel bastante contento porque el plan iba viento en popa. Cuando me dirigí a mi coche mi conciencia empezó a palpitar. Era un dolor agudo y cortante. Me faltaba el aire. Tuve la sensación de desfallecer. Los puñeteros remordimientos llamaban a la puerta de mi alma. Cuando uno es un sucio perro como yo siempre aparecen los efectos secundarios. No es que me arrepintiera de lo que hacía pero tampoco me sentía demasiado a gusto con ello. Por lo general lo llevo bien, dinero es dinero, pero no podía evitar que de vez en cuando mi conciencia me golpeara con un bonito martillo y me recordara que estaba tratando con seres humanos. Era la hora de ir a visitar a mi confesor personal, mi querido amigo James.

Conocí a James un día que llevé a mi mujer al hospital. Tuvo una pulmonía y la dejaron ingresada una semana. Esa fue una época muy dura para mí. Mucho estrés y demasiadas cosas salían mal. Comprendí que no podía almacenar tantos secretos sin contarlos a alguien, pero… ¿a quién? No podía confiar en nadie. Y la solución se presentó delante de mí. Dando un paseo por el hospital llegué hasta la planta de los enfermos en estado vegetativo. Allí vi a un hombre que parecía tener buen aspecto a pesar de estar en coma. Me acerqué hasta él. Era un hombre mayor, con una plateada barba. Miré su ficha. Accidente de coche, cinco años en coma, sin familiares cercanos, un juez decretó que no se podía desconectar. Me llamó la atención la frase con la que el médico concluía su informe: «Todo fluye en él pero nada se mueve». Tal vez fuera la paz que transmitía o porque yo estaba desesperado pero de una manera espontánea me senté a su lado y comencé a hablarle como si de un psiquiatra se tratara. Todos mis temores se evaporaron al instante de hablar con él. Era fantástico. Desde ese momento se convirtió en mi mejor amigo. Desde entonces solía visitarle con cierta frecuencia para soltarle todo lo que hacía, decía y demás. Era perfecto. La purificación de mi vida venía de la mano de un hombre que caminaba por la delgada línea de la muerte.

La sesión con James me aclaró las ideas.

Un par de días después quedé con Mark y decidí que ya era hora de ir en busca de Durand y Keller. Antes pasamos por la casa de Yvette y Bolstein para buscar el dinero que estaba allí guardado. De la casa salía Rog. Nos siguió con su mirada de pocos amigos hasta que llegó a su coche. Entramos en el interior y vimos a Yvette delante de un grueso bloque de papeles con el sello del juzgado en la portada. Mi mente automáticamente se dijo que era la tramitación de divorcio aprobada por el juez. Nada más vernos su cara se cubrió de lágrimas. El viejo me había dicho dónde estaba el dinero y mandé a Mark a por él. Me quedé al lado de la chica consolándola. No sabía que pasaba. Me dijo que deseaba huir conmigo a algún lugar lejos de aquí. Esto pintaba interesante. Me deseaba y necesitaba empezar una nueva vida a mi lado. Sonreí y la besé. Esos labios eran puro néctar de los dioses. Mark llegó con dos bolsas grandes. Me dijo que había por lo menos medio millón de dólares en cada una. Di instrucciones para que cogiera doscientos mil dólares y que los pusiera en una sola de las bolsas y lo envié en busca de Durand y Keller. Me fiaba del chaval. Al instante de marcharse me abalancé sobre Yvette y nos lo montamos a lo grande. Lo hicimos durante unas horas mientras regábamos nuestras gargantas con bourbon. Nuestros cuerpos rezumaban pasión, deseo y sudor. Fue maravilloso.

Al cabo de las horas, justo antes de reanudar mi labor, volvió Rog. Portaba varios maletines que dejó encima de una mesa. Volvió a mirarme con todo el asco que pudo mientras yo abandonaba la casa. Me hice a mí mismo una nota mental para que no se me olvidara matar a esa mala bestia antes de marcharme con Yvette hasta el fin del mundo.

Contacté con Mark. Estaba en el centro de la ciudad. Había encontrado a Durand y Keller. Lo dicho, era un gran chico. Fui en su busca. El bullicio del centro es como una especie de oasis para todos. Las luces y la música invadían el ambiente. Cientos de bares rebosaban gente por los cuatro costados. Era tradicional entre todos venir a aquí a liberar tensiones entre litros de alcohol y kilos de drogas. Risas, amigos, peleas, sexo… Todo era posible en este lugar. Vimos a los dos policías sentados en su coche. Un tipo se acercó y metió una bolsa grande en la parte trasera del vehículo y les entregó un sobre a cada uno. Se pusieron en marcha y los seguimos en el coche de Mark. Recorrieron unas siete manzanas y se bajaron del coche. Nosotros aparcamos cerca pero seguros de que no nos localizarían. Llevaron la bolsa con ellos hasta un coche patrulla estacionado muy cerca de allí. Sacaron un sobre y se lo entregaron a los patrulleros junto con la bolsa. La chispa saltó en nuestras cabezas. ¡Serán cabrones! Se rumoreaba que en la ciudad había otro servicio postal a parte del tradicional. Era el correo de la mafia. Utilizaban a varios policías para mover su dinero o material de un lugar a otro sin el temor a ser descubiertos. Rápido y seguro. Mark había hecho fotos de todo y yo empecé a partirme de risa. ¡Vaya jodida suerte que teníamos!

Cogí mi móvil y los llamé. Fue divertido ver cómo contestaban al teléfono justo delante de mí. Los muy vagos quedaron conmigo justo en la calle en la que se encontraban. Esperamos un rato y bajé del coche. Caminé portando la bolsa del dinero de Bolstein hasta ponerme a su altura. Me senté en el asiento trasero del coche. Me sentí valiente para jugármela. Tras varios insultos gratuitos intenté sonsacarles cómo iban a hacer el trabajo. Quería los detalles porque era mucha pasta y no quería chapuzas. Los muy cabrones me contestaron con evasivas y más insultos. Noté que algo no iba bien. Uno de ellos desenfundó su arma y me apuntó. El otro comenzó a reír. Los muy bastardos intentaban robarme. No tenían intención de ayudarme y yo había caído como un tonto. Estallé en una risa histérica. Les conté lo que había visto y fotografiado. Intenté convencerles de que hicieran el trabajo por la mitad del dinero y la garantía de que esas fotografías no iban a llegar hasta el amado departamento de asuntos internos. Los dejé perplejos. Fue justo en ese instante cuando los golpeé con la bolsa del dinero y salí corriendo del coche. Corrí hasta que me quemó el pecho. Ellos me siguieron un rato disparándome. Demasiado café y comida basura me dieron mucha ventaja y pude desaparecer de su vista. Una vez a salvo llamé a Mark por móvil y le pedí que mandara las fotos de manera anónima al departamento de asuntos internos. Supongo que el resto ya los saben ustedes. Dos cerdos menos.

Otra bofetada. Empiezan a gustarme.

—El agente Sullivan ha vuelto a tirar su teléfono móvil al suelo. Debe de estar algo nervioso por el relato del acusado.

Mark y yo nos juntamos en el centro al día siguiente. Bebimos durante gran parte de la noche. Estaba tan contento que hasta volví a fumar después de dos años sin hacerlo. Mark hablaba sin parar. Yo reía, bebía y fumaba. Todo estaba saliendo como debía. La suerte nos sonreía. Entre copa y copa me telefoneó Yvette. Me confesó que se había estado viendo con Anderson. Que no deseaba secretos entre nosotros y que había puesto fin a su relación con él porque era a mí a quien quería. Tuve una erección como la de un chico de dieciocho años. Que fuera a ver a Paul porque no se había tomado demasiado bien la ruptura. Yo, con mi bonita borrachera, le dije que sí. Que nos veíamos al día siguiente en el juzgado para que se presentara ante el juez para los inicios del divorcio. Deseaba estar cerca cuando ella viera que todo marchaba como debía marchar. Era un polvo casi garantizado.

Me despedí de Mark y conduje hasta el motel de Anderson. Subí las escaleras como puede y me planté ante su habitación. Llamé a la puerta y nadie contestó. Giré el pomo de la puerta y se abrió con suavidad. El pedo que llevaba cuando entré en la habitación del motel se esfumó de mi sangre. El cuerpo de Anderson estaba tendido bocabajo en el suelo. Lucía un enorme agujero de bala en su espalda y la habitación estaba llena de sangre. Comprendí que cualquier esfuerzo por reanimarlo sería inútil. El amigo Anderson vivía rodeado de DVD y de cámara de vídeo y equipo de montaje. Cerré la puerta de la habitación. En el ordenador se reproducía lo que parecía la escena de una película porno. Me intenté serenar un poco. Fijándome un poco más en la escena del ordenador reparé en que parecía una de las típicas grabaciones de Blostein con la salvedad de que en esta también aparecía Anderson. Puede que el viejo, cansado y tullido, tuviera que echar mano del director de películas para ayudarle a grabar a cambio de dinero. Exploré un poco más en el ordenador. Encontré un par de carpetas que me llamaron la atención. Eran más archivos con películas rodadas en los pases privados de Blostein con sus amigos. Reconocí a un par de senadores y a un gobernador masturbándose mientras veían alguna de las películas de mi cliente. Todos los hombres parecemos iguales cuando agarramos a nuestro amigo solitario, pero ésos eran demasiado reconocibles.

Joder, el amigo Anderson, aprovechándose de su tecnología y su acceso a las fiestas de Blostein, había intentado sacarse un dinero extra grabando a personajes influyentes machacársela delante de una película porno casera. Miré su cadáver tirado y saqué una conclusión dolorosa… no recordaba cuándo fue la última vez que conocí a alguien bueno en esta ciudad. Dadas las circunstancias su muerte era cuestión de tiempo. Joder a los poderosos es lo que tiene. Debes planear muy bien tus pasos para poder salir entero de la situación.

Echando otro vistazo a la habitación me percaté de un DVD singular. Tenía un post-it pegado en la portada con una cara sonriente dibujada. Me picó la curiosidad y lo introduje en el ordenador. El mundo se me vino encima. Sentí un dolor en el pecho y la angustia salió a flote. Yvette y yo follando en su casa como animales. El muy hijo de puta había grabado el momento más delicioso de mi vida. Los nervios pudieron conmigo. Saqué el DVD y lo guardé en mi chaqueta. Acto seguido la situación se volvía más tensa porque escuché el sonido de las sirenas de policía acercarse hasta aquí. Salí corriendo de la habitación mientras cogía mi teléfono y llamaba a Yvette. Corrí y corrí. Ella no contestaba. No paré hasta que llegué a mi casa. Tenía la situación controlada. No me habían pillado en la habitación con el cadáver y conseguí llevarme el DVD conmigo. Todo iba a salir bien. Mandé un mensaje a Mark para que fuera a casa de Yvette por la mañana y que se asegurara de que estuviera bien.

Al día siguiente fui a las escaleras del Palacio de Justicia donde había quedado con Yvette. Mi cabeza no paraba de dar vueltas. No había contestado a mis llamadas y empezaba a pensar cosas raras. Tal vez hubiera alguien detrás de todo esto. Alguien que no quería que yo fuera feliz con ella. Alguien que no había entrado en juego hasta ahora y que tenía mucha información. Me estaba poniendo nervioso por momentos. El tiempo pasaba y ella no aparecía.

Recibí la llamada de Mark. Estaba incluso más alterado que yo. Me dijo que había ido a vigilar a Yvette y que no había nadie en su casa. Me contó que lo único que había en la casa era la copia de una orden judicial por la que ella se quedaba con el imperio legal de Blostein firmada por un juez y por el abogado que la había tramitado llamado Bertrand Ross. Colgué. Lágrimas llenaron mis ojos y me golpeé con el puño cerrado en la cabeza por la rabia. Esto iba de mal en peor. Un segundo después me llamó mi mujer. Lloraba desconsolada. Había recibido un sobre con un DVD en el que se me veía haciendo el amor con otra como nunca se lo había hecho a ella. Decía que me odiaba y que iba a acabar conmigo.

Me senté en las escaleras del Palacio de Justicia. ¡Hay días que es mejor no levantarse, viejo! Luego aparecieron los policías. Un chivatazo les había dicho dónde iba a estar en ese momento. Me lo dijeron después de contarme que me detenían por el presunto homicidio de Paul Anderson. Parece ser que se encontró una nota, debajo de su cadáver, escrita por el puño moribundo del propio Anderson señalándome a mí como autor del disparo. Eso junto con otra llamada anónima describiéndome detalladamente como el último tipo que se vio salir de la habitación del motel.

—¿Algo más? —me pregunta herr policía.

—¿Algo más? —grito yo—. Ella es la que debería estar aquí. Me folló por una tramitación de divorcio. Folló con su marido por la pasta. Folló con Anderson por los vídeos y luego mandó a Rog para acabar con él. Estoy seguro que luego cobró el dinero de los chantajes de Anderson a políticos. Folló con Bertand Ross para conseguir la orden que le daba poderes sobre las empresas de Bolstein. ¿No lo ven? Esa mujer es el diablo.

—¿Algo más? —me pregunta otra vez el policía que ni se ha inmutado.

—Sí. Todo fluye nada se mueve. Soy hombre muerto. A la mierda todo, a la mierda vosotros.

Una bofetada me calla.

—He pedido al agente Sullivan que guarde su móvil porque ya es la tercera vez que se le cae.

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Cuz Gas

por Relato finalista

Estábamos a punto de hacer algo importante, ocultos en un hueco de un rincón de la galería norte, bajo una tosca tienda de campaña improvisada con una vieja manta, tres palos y unos ladrillos. Teresa me miraba con sus intensos ojos azules, concentrada, palpitante. Yo la miraba directamente a las pupilas. Teresa era muchísimo más joven que yo y aquello la excitaba sobremanera. Yo ya lo había vivido, innumerables veces. Era algo muy simple, y pensar que a otra persona eso pudiera resultarle tan maravilloso me hacía sentir, por una parte, viejo; por otra, francamente idiota. No por mí, sino por todos nosotros.

Y ahora que estoy a punto de cometer lo que, sin duda, voy a cometer —¡qué tontería!—, me da por pensar.

La verdad es que a nadie se le hubiera ocurrido. Tuvieron que pasar unos cuantos años desde la Nueva Guerra para que a alguien se le ocurriese la idea. Luego hubo un después. Un largo después. Y aquí estamos. Mirándonos a los ojos como dos imbéciles. Si no fuera porque Teresa está para comérsela, no lo haría. Pero, aún en esta galería asquerosa, seguimos siendo humanos. Por lo menos yo.

Fue en el 2027, si no recuerdo mal. Puede que recuerde mal. La revolución llegó de donde vienen todas las revoluciones: del hambre y del cansancio. De tomar conciencia de una esclavitud asumida. De pretender la parte de tu vida que te corresponde a ti mismo. Hicieron un buen trabajo con lo de ocultar la Historia, de tergiversarla; no sirvió, porque la Historia se hace día a día. No sirve olvidarla, ni hacerla olvidar, la cuestión es que no se puede aprender. Y para una vez que quienes ostentan el poder, junto a todos aquellos que hacían ostentárselo, estuvimos dispuestos a hacer de este planeta un mundo querido, usando esa poderosa herramienta de la inteligencia, apenas usada, que se define simplemente como sentido común, para una vez en toda la historia de la humanidad que pudimos dedicarnos tranquilamente a nacer, crecer, reproducirnos y morir, y disfrutar lo más posible entre tanto, nos vino la desgracia del mayor don que hayamos tenido nunca en este mundo, nuestro querido e implacable planeta. También es mala suerte. (En este espacio que cada uno ponga su improperio, por lo que a mí respecta, constará.) Pero también conste, por lo que a mí respecta, que nos lo tenemos merecido.

—Me resulta extraño que esto no lo hayas experimentado. En serio, Tere, no es para tanto…

—Hazlo —dijo.

Lo haré. Tampoco me dan miedo esos cuatro tipos que van con garrotes intentando mantener el orden. No hay orden que mantener. En realidad, son ellos los que más conflictos provocan. Algún día de estos les vamos a meter la garrota por donde les quepa. Se habla de ello. Algo sí hemos aprendido. No se va a hundir la civilización por nuestro pecado. Ya está hundida…. es gracioso, nunca mejor dicho. Lo mismo voy y me río.

—¿En qué piensas? ¡Hazlo!

Pienso en lo crueles que fuimos capaces de llegar a ser. Sentados en nuestros sillones contemplando la muerte de otros millones de personas. Para nosotros resultó algo cotidiano. Incluso monótono. Pero para ellos, no. Y, es curioso, el problema empezó cuando a ellos les importó más tener sillones que morirse a destajo. Ahí, en estar cómodo, es donde estalló la chispa de aquella revolución. La última.

—Quiero que me des un beso. Si no me das un beso, se acabó.

—Vale —me besó—. Sigue.

Sus ojos azules eran capaces de absorber el aire. Claro que sigo, Teresa, Yo no he nacido en estos túneles, me rompo en dos el alma si hace falta por acariciarte los pechos. Y si encima tenemos descendencia, cosa que dudo por los sesenta años que cumplo el mes que viene, nos dan un premio. Quién me lo iba a decir a mí.

Quién nos lo iba a decir a nosotros, los de esta parcelita de la Tierra. En Occidente vivíamos bien. De tan bien que vivíamos, vivíamos fatal, sometidos a una forma económica que nos llevaba del trabajo al aburrimiento, y del aburrimiento a una forma de ocio basada en gastarse el dinero que cerraba el círculo consumista con una perfección admirable. Nadie nos lo impuso; el poder, esa cosa indefinible que consiste en que tú te jodas para que no me tenga que joder yo, descubrió asombrado que la democracia es su elemento natural: Eres libre para ser un esclavo. Por lo demás, la sociedad se polarizaba en un tropel de jubilados expertos en política y fútbol, ellos, y expertas en política y famosos, ellas, una juventud aislada de su propia edad y del resto del universo merced a las tecnologías de la comunicación, un núcleo de inmigrantes que nos miraban como diciendo «Hola, aquí estamos, y estamos formados por billones de células que necesitan su energía y su injundia, en eso nos parecemos a vosotros», una marea creciente de parados y desocupados, una élite manipuladora de políticos, empresarios, militares, intelectuales y estrellas diversas y, por fin, una masa manipulada para mantener con sus madrugones todo el tinglado. Alguno quedaba que era distinto. Que era consciente. Yo no lo fui.

—Enséñamela.

—Mira. De verdad, Tere, esto es absurdo…

—¡Qué pequeña! —dijo ella fascinada, contemplándola.

Pero esta parcelita de la Tierra linda con otras parcelitas. Las parcelitas tienen sus asuntillos entre ellas, pero también tienen los suyos propios. El primer aviso llegó de África. De una cooperativa minúscula de campesinos en Somalia que decidió liarse a guantazos con los militares, los paramilitares, las etnias, los iluminados de dios y las facciones para que no les quemaran vivos y violasen a sus hijas. Se ve que a los militares, los paramilitares y los etcétera no les gustó mucho que les incrustaran un machete en el cráneo y se echaron para atrás, un paso. Llegaron los refuerzos. Pero aquellos cuatro campesinos de ojos penetrantes, aún colgando boca abajo de un palo con los intestinos a la intemperie, habían demostrado a otros cinco campesinos que los etcétera también tienen huevos, y se les pueden cortar. Esto fue en el 2014. En el 2018 quien llevara un uniforme en todo el continente negro, quien hablara de dios y no de cultivar la tierra, quien tuviera tres diamantes metidos en el bolsillo, corría un serio peligro. No hubo forma de hacerle entender a gente tan ignorante que se dejara matar. O que siguiera muriéndose de hambre, como habían hecho siempre. En Sudamérica, prohibieron la cooperativa como figura jurídica.

—¿Has oído eso? —la magia se rompió en pedazos en un instante.

—No es nada —dije, mientras oprimía la culata del arma que llevaba oculta bajo el capote—, alguna cañería que anda estreñida por ahí… ¿Ves?, no hay nadie. ¿Lo hago?

—¡Sí, sí! —respondió ella con entusiasmo. La magia se recompuso en un instante. Había que aprovechar, la magia es voluble.

Y, como nos gusta observar, hubo unos que mirando, mirando, vieron de qué iba esto. Aunque se lo intentaron tapar decididamente, siempre queda alguna rendija por la que asomar los hocicos. Estos tipos eran los chinos. Hubo un visionario al que no acertaron a meterle un plomo en la sien a tiempo, y para cuando se lo quisieron meter, ya era tarde: este individuo no era, ni más ni menos, que un comunista, del partido de toda la vida, hijo de miembro, y nadie se explica cómo pudo hacer prender la apasionada llama del comunismo en la China comunista. Prendió, ardió y combustionó. Visto y no visto. Como si Jesucristo se hubiera vestido de rojo, vivir para ver. Y se lió la de dios es Buda. En el 2021 los hijos de Mao eran 1 400 000 000 almas, chino arriba, chino abajo, y 1 399 000 000 de tales almas decidieron cruzarse de brazos reclamando una pequeña parte más de su parte. Los chinos no son partidarios de pasar a cuchillo, prefieren fusilar. En seis meses gastaron cuatro millones de balas, bala arriba, bala abajo, en poner cerebros al fresco. Algunos adinerados receptores de órganos sonreían bonachonamente. Y cuando aquellos valientes revolucionarios empezaban a pensar que con los sesos desparramados no se puede pensar, con el visionario ya repartido en filetes por las mejores clínicas de transplantes de lo más exquisito de la sociedad, Europa, primero, y Estados Unidos, después, se hundieron en los procelosos abismos del capitalismo. De pronto, se hizo evidente que la mayor parte de la economía occidental se sustentaba en oriente. Mirábamos consternados cómo los made in China se multiplicaban por todas nuestras cosas, mirásemos por donde mirásemos. Ni los espárragos se salvaban. Y, a punto de doblegarse, por una rendijita ellos lo vieron y cruzaron los brazos con más fuerza aún, con la cabeza bien arriba, unos, bien abajo, a la altura de la fosa más o menos, otros.

—Allá voy, Tere. Te aviso que esto dura poco. A lo mejor te decepcionas.

—No —su pecho palpitaba.

Pakistán y la India entraron en un bucle donde se mezclaban los dioses, las tradiciones y las reivindicaciones. Y la gente muy enfadada y muy revuelta con los dioses, las tradiciones y las reivindicaciones, o a favor o en contra, o quizá con ellas o puede ser que sin ellas, el caso era estar muy enfadado contra quien sea que fuere, y aprovechar para dirimir ciertos asuntos fronterizos y de paso purgar algunos asuntos de fronteras para adentro. Una masacre. Rusia aglutinó su mosaico a base de cañonazos y el nuevo zar democrático dio su discurso al pueblo vestido de Armani y con veinte gorilas de tomo y lomo flanqueándole con las manos semiocultas bajo la chaqueta. Y un Ferrari colorado aparcado en la mismísima puerta del Politburó. Con los árabes sucedió lo que tanto se temía: dejaron de pegarse unos con otros y apuntaron todos hacia la Meca, por una vez, a la vez, como decía la canción. Y en Israel se acabaron los atentados suicidas; el que no supiera hablar un hebreo ortodoxo fluido era ametrallado inmediatamente sin pedir, ni dar, más explicaciones.

—¿De qué te ríes?

—De nada… Me estaba acordando de una canción de un grupo musical de hace mucho que se llamaba Mecano. Eres demasiado joven. Y yo demasiado viejo, pensé.

—¿Un grupo musical? ¿Qué es eso?

Nos habían vendido el coche eléctrico como la solución a los grandes problemas cósmicos. En el 2022 prácticamente todos los vehículos utilizaban la electricidad como combustible, que es una energía de uso limpio. Pero no de producción limpia. Ni los molinitos de viento, ni el solecillo, ni las olitas de la mar, fueron capaces de cubrir la demanda desorbitada. Así que hacía tiempo que las centrales nucleares, súper contaminantes, florecían como champiñones. Pero como en Occidente no las queríamos, se las habíamos encasquetado a las repúblicas ex soviéticas y el norte de África. Y ahora que el asunto estaba tomando un matiz tan peliagudo, nos encontramos bien agarrados por los… vehículos. Solamente tenían que cortar unos cuantos cables para dejarnos detenidos. Como dato pintoresco, Japón pasó a ser la vigésimo quinta potencia económica mundial. Allí la gente no daba abasto a suicidarse.

Por aquí el personal se echó a la calle. Nos urgía manifestarnos, teníamos demasiada tensión acumulada. Lo de la crisis del 2009 fue el cuento de Caperucita. Una barra de pan llegó a costar seis euros, la cosa se puso fea. En Estados Unidos los grupos neonazis, bueno, los mismos nazis de siempre que se hacían llamar neo lo que fuera, mataban a diestro y siniestro a todo aquél que no tuviera pinta de haber combatido en el Álamo. En Sudamérica se votó, en referéndum constitucional, a favor de las dictaduras. Abundaban allá los malos vecindarios. En una manifestación en Burgos fue cuando le robé la pistola al policía. Pobre chico, tieso como una vela. No sé por qué lo hice, me sentía en peligro, supongo. Yo sólo le robé la pistola. Matarlo, lo matamos entre todos, supongo, tampoco sé si sin querer o no queriendo no querer. Ellos también sacudían lo suyo, qué hostias. Y en 2027 China decidió invadir Taiwan para descruzar sus mil y pico de millones de brazos, brazo arriba, brazo abajo, que aún conservaban el cerebro dentro de la cabeza. Aquí empezó lo que llamaron la Nueva Guerra, que en realidad era muy vieja. Más que yo. La misma guerra de siempre, la de andar cargándose al prójimo. Son las excusas las que cambian.

—O lo haces o me voy. He vuelto a oír un ruido. Y no son las cañerías.

—Espera. Te quiero cantar una canción. Luego lo hago. Son las cañerías —me estaba poniendo nervioso, menuda gilipollez.

Ahí entramos todos al trapo. Los unos y los otros. Que si me alío yo, que si te alías tú. Que le doy al botón, que le doy, que le doy, que le doy al botón. Ay, que le doy, que le doy, que le doy al botón.

—No me gusta esa canción.

—Tiene ritmo, mujer.

Ni los australianos se quedaron al margen. Resulta que ellos también tenían la bomba atómica, los de los canguros, menuda tropa. Dignos súbditos de la Corona. De la corona, de la corona, dig-dig-nos súb-súb-ditos, de la corona…

—Ésa menos.

—Ya.

Estábamos al borde de la aniquilación mutua. Y tuvo que ser un español el que tuviera aquella idea. Teodoro Martínez, éste fue el alguien al que se le ocurrió el invento que, salvando a la Humanidad, acabó con ella. En medio del colapso a este hombre le dio por investigar y, partiendo de un compuesto de quitina mezclado con hidrógeno como combustible, desarrolló un motor simple que, ante su sorpresa, rindió 700cv de potencia con sólo un miligramo de dicha mezcla. El motor estuvo funcionando más de seis horas seguidas hasta que hubo que recargarlo. Y la base principal de semejante maravilla no era otra que insectos espachurrados y puestos en remojo con hidrógeno licuado. Cero emisiones contaminantes, apenas unas gotas de vapor de agua y pedacitos microscópicos de cáscaras orgánicas. Inmediatamente, creó una cooperativa para promocionar su descubrimiento. Las grandes compañías y los gobiernos, inmersos en sacarle brillo a los misiles mientras aporreaban los cráneos de sus propios conciudadanos, no le prestaron la más mínima atención. Lo cual no resultaba extraño siendo un genio y habiendo nacido en España.

—Deja ya de mirarme los pechos, me estás incomodando. Haz lo que tienes que hacer. No te lo digo más.

—¿Qué prisa tienes?

—Creo que me estás tomando el pelo.

Te voy a tomar hasta los hígados, en cuanto se me presente la ocasión. No lo tomaron en serio hasta que ya un nutrido grupo de cuatro mil cooperativistas disponían de una energía prácticamente ilimitada, limpia y sin otro mantenimiento que un depósito lleno de bichos a los que se iba descuajaringando, amasando con hidrógeno y embotellando en tubitos poco más grandes que una vela. Se insertaba el tubo en un compartimento del novedoso y pequeño motor y a correr. Vas, rellenas tu tubo y hasta dentro de ocho meses que te veamos por aquí. El insecto elegido fueron las cucarachas, por su magnífica capacidad de reproducción y la alta concentración de quitina de sus caparazones. Además, se alimentaban de despojos, un reciclaje absoluto y sin coste añadido. Maldita la hora, con los saltamontes, esto no hubiera pasado. Teodoro Martínez decidió llamar a su descubrimiento Cuca Gas, y liberó la patente, del combustible y del motor, para que cualquiera pudiese disponer de un asombroso generador de Cuca Gas, en su comunidad de vecinos, en su negocio, en su casa, no deje de adquirirlo, los gastos de la compra del equipo y de la instalación se verán compensados en unos pocos meses, si no semanas, si no días, ¡no espere más! Y aquello corrió como la pólvora. En el 2027 estábamos a punto de saltar todos por los aires y en el 2030 disponíamos, con total efectividad, de una energía como no ha habido otra en este planeta: ridículamente barata y tremendamente eficiente. El mundo cambió.

—¡A la una…!

El colapso se detuvo. La inercia de la violencia, de la invasión y de la hoguera perdió fuerza. Ahora no necesitábamos machacar a nadie para poder tener nuestras cuatro cosas. Bastaba machacar un puñado de cucarachas para que se hiciera la luz, el calor, el movimiento, el bienestar. Nos dimos cuenta de que la raíz de aquel conflicto era la energía. Seguía siendo la misma raíz del mismo conflicto repetido hasta la saciedad a lo largo y ancho de la Historia, desde que fuimos capaces de clavarle una saeta de sílex a un mamut y ponerlo a dar vueltas sobre una lumbre. Se le cambió el nombre al Cuca Gas, porque seguía sonando a cucaracha y cucaracha es un nombre que nos cruje en las neuronas. Ahora más que nunca. Un locutor tuvo la ocurrencia de decir Cuz Gas, equivocándose de pura emoción, el muchacho, y cuajó. La nominación se impuso inclusive al Beetle Oil que defendían los angloparlantes, quizá porque los hispano parlantes ya casi éramos mayoría, con el permiso de los chinos que, al no tener erres, no se sentían demasiado incómodos al pronunciarlo: ¡Cú Gá! ¡Cú Gá!

—¡A las dos…!

En realidad no nos gusta sufrir, no nos gusta que nos maten y, descontando algún psicópata recalcitrante, que suele tener cargo, no disfrutamos matando. Ni haciendo sufrir. Las calderas de Cuz Gas se multiplicaron por los países. La producción de cualquier objeto, bien o alimento se abarató tanto que el dinero tomó un valor relativo, casi como un juguete. Una barra de pan pasó a costar un céntimo de moneda, es decir, lo que pasó a convertirse en la moneda única y universal para todos, de aquí y de allá. Las grandes corporaciones se vieron desposeídas de su inmenso poder, en cualquier ámbito, y con ellas sus núcleos de influencia. El petróleo era cosa de risa, y las armas, innecesarias. Podíamos sacar agua a seis kilómetros bajo tierra, quédate con el río, no nos cuesta prácticamente nada hacerlo. ¿Que quieres ese pedazo de territorio? Que lo disfrutes. Ese puerto para ti y esa montaña para mí. Ahí planto yo una caldera de Cuz y un teleférico. La tecnología supo aprovechar el Cuz Gas y su motor sencillo para que unas zapatillas no le costaran a un individuo doce horas de estar reventándose las cervicales cosiendo, para que otro se fuera a dar un paseíto con el objetivo de aliviar sus dolores de espalda. Hubo intentos de concentrar semejante vara de mando en unas pocas manos. Pero la sociedad ya no estaba dispuesta a que nos frotaran el lomo con una lija, ni por dios, ni por la libertad, ni por los malos, ni por los padres de la patria, ni por los enemigos, ni por los visionarios. Vivíamos bien, trabajando lo justo y poseyendo mucho más de lo necesario. Y sin el riesgo de que nadie nos obsequiara con una bomba a la vuelta de la esquina. En el 2037 vivíamos muy bien. Después de tanta convulsión de sangre nos apetecía un lento vaso de vino. Hasta los políticos dejaron de tener ojeras. Pero no habíamos contado con las cucarachas.

—¡A las dos y media…!

—¿Eres tonto? ¡Venga!

Elegimos mal. Teodoro Martínez eligió mal, eligió un insecto omnívoro, de los únicos tres que hay: las hormigas, las avispas y las cucarachas. Quizá haya cuatro. Habiendo setenta mil especies de insectos, qué puntería. Calderas inmensas de cucarachas y calderas de andar por casa, se repartían por la Tierra entera. Cualquiera podía tener en el tejado un depósito, adosado al mecanismo, conectado al motor y a la batería de hidrógeno, de producción de Cuz Gas. Bastaba con levantar la tapa, echar los restos de la comida, agua tratada, y hacerlas pasar por una tubería hacia un pistón para que fueran convertidas en argamasa energética. Y resulta que no valoramos lo suficiente la capacidad de mutación de estos bichos. Y empezaron a mutar. Ni nos dimos cuenta, ¡éramos tan felices y las cucarachas tan insignificantes…! Empezaron a comerse unas a otras, le cogieron el gusto a la quitina. Amontonadas en su mismo espacio, derivaron en caníbales de su propia especie. La naturaleza pretende hacerse más fuerte, mejorar, que el que garantice la existencia futura sea el dominante. Y las cucarachas de esto saben un rato. Gracias a nosotros se habían convertido en el insecto con mayor número de participantes al concurso de la vida. Por ende, al verse en la obligación de zamparse mutuamente, su impulso de reproducción se disparó. Y como ya no cabían en sus recipientes una buena parte de ellas evolucionó para horadar cualquier muro con sus recién estrenados quelíceros taladradores, por duro e impenetrable que fuera. Tampoco tomamos muchas precauciones a este respecto. En el fondo, las cucarachas no eran seres agresivos, no picaban ni envenenaban a nadie. Daban asco, eso es todo. Y empezaron a salir, incontenibles. Y empezaron a devorar todo lo que oliera a insecto, a quitina, conscientes en su primitiva inteligencia de que era preferible alimentarse primero con la competencia. Y nosotros empezamos a temblar.

—¡A las dos y tres cuartos…!

Fue en el 2050 más o menos. Me ahorraré los detalles. No hubo dios, ni producto químico, ni biológico, ni tecnología que pudiera contenerlas. Se nos echaron encima como un tsunami oscuro y denso, y crujiente. Por algún incomprensible mecanismo genético, sucedió en todo el planeta simultáneamente. En todo el planeta sembrado profusamente de gigantescas calderas de Cuz Gas. No dejaron vivo ni un bicho que tuviera más de cuatro patas. Y los bichos de menos de cuatro patas se encontraron sin nada que echarse al estómago. Y las plantas se quedaron sin mensajeros de sus semillas. Y nosotros no supimos dónde meternos porque de la quitina a la queratina hay unas pocas moléculas de diferencia. Hacia lo alto nos alcanzaban. Aprendieron a perfeccionar el vuelo, también a nadar, extinguieron el plancton, los animales marinos, colonizaron los elementos. El cielo se convirtió en una hirviente sartén azul que sólo ellas soportaban, mientras todos los demás nos asfixiábamos y buscábamos desesperadamente una bocanada de oxígeno que no se nos incrustara en los pulmones, o la savia, a cincuenta y cinco grados. Ni las ratas, otras de esa calaña, acertaron a adaptarse. La existencia, no siendo cucaracha, se convirtió en algo muy difícil. Así que nos refugiamos abajo, entre muros de tres metros de ancho y con alarmas. Cualquier cosa que se moviera y que midiera menos de seis centímetros era abrasada por lanzallamas automáticos y si te pillaba en medio, allá tú. Llevamos las conservas, la ciencia, y los recursos que pudimos rescatar. Construimos estas galerías a fuerza de hacer guardias de cuarenta hombres o mujeres empuñando chanclas frente a un hueco diminuto. Se crearon leyes restrictivas, injustas, inmorales, sostenidas por un par de energúmenos a los que hacen caso una tropa de bestiajos con cachiporra. Obtenemos la energía de unas pocas calderas de Cuz Gas que vigilamos, literalmente, como si nos fuera la vida en ello. Y aquí estamos, ahora somos nosotros los que habitamos lo subterráneo. Vivir para ver. Y el acontecimiento maravilloso es que le he prometido a Teresa que voy a encender una cerilla delante de ella. Yo espero algún acontecimiento más, claro está. Pero poseo la única caja de cerillas que le queda a la civilización humana, y esto se cotiza. Aún me restan siete cerillas más. Me siento tan importante como infinitamente imbécil.

—Mira, se hace así.

Sus ojos echaban chispas. No podía sustraer su mirada de aquella pequeña llama. Y la llama se apagó en unos segundos. Teresa lloraba, las lágrimas desbordaban sus mejillas. Era cuestión de consolarla. Con precaución. Era ilegal la interacción entre un hombre caduco y una joven fértil. Pero yo conservaba una pistola y tres cargadores que obtuve de una antigua revolución. Que tuvieran cuidado. A lo mejor aquella no había sido la última.

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