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Yo, orco

por Relato finalistaRelato Bluetal

Mi nombre es Saulurk, y soy un orco. En estas breves páginas, lector, quiero compartir contigo un sueño que una vez tuve y al que he dedicado la práctica totalidad de mi vida. Te contaré mis humildes orígenes, los trabajos que tuve que soportar en pos de mi ideal, y los hechos que posteriormente acontecieron.

Mi historia es ciertamente singular. Mis primeros recuerdos son de mi padre adoptivo, Yorgus el Magnífico, hechicero sin par, que para cuando me acogió hacía ya muchos años que su magnificencia estaba en un franco ocaso. Los motivos por los cuales me adoptó nunca los supe, aunque tal vez había llegado un momento en que su soledad se le había hecho insoportable. El caso es que tuve una infancia de la que ningún orco había disfrutado nunca antes, y mi padre me enseñó a leer y escribir. Vivíamos solos en una vieja torre cercana a una cascada, y los días pasaban mientras Yorgus hablaba de materias, épocas y personas que para mí eran totalmente desconocidas y que para él poco a poco iban siéndolo también. Mi mundo, por tanto, era reducido, pero conocí el afecto de otro ser inteligente. Mas aquellos años de felicidad fueron breves, y al llegar a la edad de seis, una tarde cuando volví de recoger agua en el río lo encontré tumbado en su camastro, rígido y frío, y por más que esperé, nunca despertó. A los pocos días, acepté que me había quedado solo: recogí los pocos libros de mi padre que era capaz de entender, mis escasas ropas y abandoné nuestra torre en busca de otros seres humanos que también me dieran cobijo y comprensión.

Pero los demás humanos no eran como Yorgus, y los siguientes dos largos años tuve que vivir agazapado en las cercanías de las aldeas en las que transcurrían sus vidas. Apenas me descubrían, me perseguían como a un animal furioso, y tenía que buscar otra aldea en la que refugiarme. Por más que indagué en los libros de historia que tenía conmigo, por más conversaciones que escuché oculto en establos, herrerías, tabernas y templos, no llegué a comprender el origen de ese odio: nuestras razas parecían haber estado siempre en guerra. Dolido y despreciado, durante un tiempo pensé que tal vez debía ser así, hasta que un día cambié de opinión.

Una tarde de verano, cuando el sol comenzaba a declinar, había llegado a una granja a las afueras de la aldea vecina a aquella de la que acababa de huir. En la entrada del bosque, me encontré con una niña de apenas cuatro años, que recogía delgadas ramas para llevar algo de leña a su hogar. Pensé que, siendo tan pequeña, inconsciente aún del mal y los peligros del mundo, tal vez no se asustaría de mí. Salí poco a poco del arbusto en el que me ocultaba, hasta que la niña pudo verme. Cuando lo hizo, abrió los ojos como platos y dejó caer las ramas, pero no corrió ni gritó. Muy despacio me acerqué a ella, imaginando que tal vez pudiera hacerme amigo suyo y, con el tiempo, demostrar que no estábamos condenados a un destino que nos empujaba hacia la destrucción mutua. Tal vez sólo era necesario un gesto de buena voluntad para enseñarle al mundo que no teníamos que ser esclavos de los errores de generaciones anteriores, y el candor de aquella chiquilla podía ser el primer escalón que nos liberase a todos de aquella carga.

De dónde sacó la fuerza suficiente para levantar la enorme piedra con la que me golpeó en la cabeza no lo supe nunca. No obstante, la conmoción posterior aclaró mi mente: incluso la visión de un ser tan inocente estaba ya deformada por siglos de un odio ancestral. Desde que tenemos memoria, humanos y orcos nos hemos despellejado mutuamente y ¿por qué? Recapacito sobre ello y comprendo que en igualdad de condiciones de edad y sexo un orco cuenta con casi veinte kilos más de robusta musculatura, nuestra piel es coriácea, olivácea y verrugosa, poseemos una ancha mandíbula inferior babeante de la que surgen dos recios colmillos y nuestros dedos están rematados por duras garras óseas, con lo que nuestro aspecto puede resultar un tanto amenazador. Y sin embargo, no somos tan distintos: los orcos nacemos, crecemos, nos apareamos, envejecemos y morimos de la misma forma que los humanos, la sangre recorre nuestros cuerpos de la misma manera, en nuestros pechos late un corazón similar y, quiero pensar, también tenemos un alma. Sentía pena por aquella niña, y era claro para mí que había llegado el momento de romper el círculo de violencia en el que hombres y orcos estábamos atrapados. Valientemente, estaba dispuesto a dar el primer paso.

Primer paso que, he de decir, no fue nada sencillo. Pretendía ni más ni menos que enseñar a mis congéneres las cosas buenas que había aprendido de mi padre, esperando al día en que pudiéramos presentarnos ante alguno de los señores de aquellas tierras y firmar un pacto con el que acabar con las luchas futuras.

Pero para eso necesitaba una tribu orca a la que educar, y fueron otros tantos años los que pasé intentando que me aceptaran en alguna. No era fácil, dado que carecía de los conocimientos con los que integrarme en la sociedad de mis hermanos, y tardé un tiempo en aprender su lengua. Además, en un sistema caciquista gobernado por el más fuerte, mis ideas no echaban raíces en la mente de ningún jefe orco: los más benévolos me toleraban sin hacerme demasiado caso, y los demás me daban palizas. Pero no cejé en mi empeño, hasta que di con la tribu de Marcurk, un jefe orco que tenía fama de sabio, al menos para los patrones orcos. Se decía que se rodeaba de un consejo de ancianos con los que discutía los intereses de su pueblo. Bien es cierto que por su talante colérico a muchos de tales consejeros acababa rompiéndoles la cabeza, pero al menos era un comienzo.

El día en que llegué a las cuevas donde su tribu vivía me recibió con una maza de roble en la mano, pero no parecía dispuesto a usarla inmediatamente. En su mirada vi que no se trataba de un jefe orco como los que había conocido hasta entonces, así que decidí entregarle lo más valioso que poseía: saqué de mi saco los libros de mi padre y se los mostré. Intrigado, Marcurk dejó en el suelo su maza y con un cuidado inaudito en un orco, sostuvo uno entre sus manos y lo abrió: aspiró el aroma del papel envejecido y la tinta largo tiempo seca, y el polvo de las décadas que hacían de aquel volumen un objeto único. Y enormemente satisfecho, devoró tres o cuatro páginas y me admitió en su consejo.

Los meses se sucedían mientras cada vez que me pedía consejo exponía mis puntos de vista. Le hablaba de las maravillas de la sociedad humana, de cómo tenían historia y literatura y ciencia, de cómo generación tras generación sus conocimientos se acumulaban y enriquecían a sus hijos y a los hijos de sus hijos, y de cómo habían levantado ciudades que los sobrevivirían para siempre. No obstante, cada día que pasaba contemplaba entristecido cómo mis palabras no llegaban a calar demasiado hondo, y cómo la despensa de libros de Marcurk era cada vez más exigua. Sabía que en cuanto se comiera el último tomo olvidaría el motivo por el cual me tenía a su lado y perdería su favor. Así que no me quedó más remedio que retarlo a un combate de sucesión.

La idea de prevalecer por la fuerza cuando lo que quería era cambiar los hábitos de nuestra raza no me satisfacía en absoluto. Sabía que entre los humanos civilizados los regentes surgen de los genitales de los regentes anteriores. Pero no podía esperar cambiar nuestro sistema político sólo con palabras. Así, una tarde de tormenta, me encontré en mitad de un claro, armado con una piedra atada a un palo, frente a la mole que era Marcurk, más de ciento cincuenta kilos de potencia orca homicida. El chamán de la tribu bailaba a nuestro alrededor agitando sus amuletos, invocando a los espíritus de los jefes muertos, mientras las nubes se cerraban y tronaban sobre nuestras cabezas. Lo miré, y sí, él tenía la fuerza, pero yo tenía la inteligencia que había hecho brotar en mi mente Yorgus. A los cinco minutos, ni uno más, de empezar el combate, fue mi inteligencia la que me llevó a comprender que no tenía posibilidad alguna: me encontraba medio muerto en el suelo embarrado, esperando el golpe de gracia. Y entonces ocurrió un milagro. Marcurk se irguió sobre mí y levantó su maza de roble para descargar el mamporrazo definitivo, cuando un rayo le cayó encima y lo fulminó en el acto. Ensordecido y procurando que los fragmentos de mis costillas no rozaran demasiado entre sí, logré ponerme en pie, lo suficiente para que el chamán me aporreara la cabeza con una calavera llena de huesecillos. Volví a caer al suelo, pero mientras me hundía en la inconsciencia me sentía gozoso, porque con ese acto aquel viejo brujo medio loco legitimaba mi puesto como nuevo jefe de la tribu.

***

Las estaciones transcurrían una tras otra. Desde el momento en que había logrado ponerme en pie por mis propios medios, como dos meses más o menos después de la paliza de mi investidura, me había dedicado a reorganizar la vida de mi tribu.

Para empezar, seleccioné a los más aventajados de mis hermanos para formar mi nuevo consejo y que me ayudaran en la ardua tarea de educar a los demás orcos.

Así, a mi lado se encontraba Roburk, quien tenía una habilidad innata para fabricar todo aquello que yo le explicaba que existía en el mundo humano. En apenas unas semanas fue capaz de levantar cabañas que no se desplomaban sobre sus ocupantes, lo que ocurrió en cuanto abandonó la idea de cargar de piedras el techo de ramas para que no se lo llevara el viento. Además, fue capaz de producir platos, cubiertos, mesas, banquetas y muchos objetos más, siempre que fueran de madera y cuadrados.

Luego estaba Ismurk, el único orco que fue capaz de aprender una palabra en el idioma humano. Ese fue siempre un problema que no logré comprender: yo había podido aprender a hablarlo, leerlo y escribirlo, por lo que la incapacidad de mis hermanos para pronunciar hasta las palabras más simples no podía deberse a ninguna traba anatómica. Pero el caso es que tras meses de esfuerzos sólo Ismurk era capaz de decir algo. No obstante, estaba muy orgulloso de sí mismo, y a aquella palabra le otorgó un poder casi místico. La repetía una y otra vez, probando distintas entonaciones, y según el ritmo, la espiración, el alargamiento de las vocales y el intervalo entre sílabas era capaz de expresar una gama de emociones que antes había sido incapaz de transmitir con nuestro idioma gutural; y gracias a eso, se hacía un poco más humano. Aunque me había rendido en ese aspecto y decidí confiar en que en un futuro nuestros hijos pudieran aprender el idioma humano a través de la convivencia, de la misma manera que yo lo había aprendido de forma natural, no podía menos que sentirme parcialmente realizado cuando Ismurk, para dejar constancia de la importancia de lo que iba a contar, respiraba profundamente y nos decía:

—Culo.

Y, por último, estaba Franurk. No poseía ninguna habilidad especial, pero tenía algo mucho más valioso para mí: lealtad. Cuando expliqué a mi nuevo pueblo mis ideas sobre el futuro, se retiró dos días a una cueva, porque pensar le suponía un esfuerzo prolongado. Pero cuando volvió me dijo:

Vrag grungsmir, saasz tul draag krm.

Traducido pierde parte de su profundidad, pero sería algo así como «eres un pobre imbécil, pero estaré a tu lado». Lo importante de aquello era que, incluso sin poder comprender lo que yo pretendía hacer, estaba dispuesto a intentarlo, y eso me llenaba de esperanza.

También había organizado grupos de exploradores, para complementar mis escasas lecturas y mi pobre experiencia con los humanos. En las cercanías de nuestro bosque se asentaba el pueblo de Varan, con su señor marqués, y con las noticias que nos traían diariamente nuestros vigías de lo que observaban habíamos desarrollado poco a poco una cultura rudimentaria.

Así, había pasado casi un año desde que comencé a educar a mis hermanos, y aunque admiraba sus progresos, no podía por menos que sentir ansiedad frente a la idea de que tal vez no lo estaba haciendo correctamente. Necesitaba ponerlos a prueba antes del día en el que hiciéramos nuestra entrada en el pueblo vecino. Y entonces recordé que en el corazón del bosque vivía desde hacía años un ermitaño, un ser humano que, de manera incomprensible para mí, había renunciado a los lazos con los suyos. Pensé que sería bueno invitarlo a cenar una noche, y que posiblemente de aquella experiencia sacaríamos alguna lección de provecho. Así, al día siguiente hicimos los preparativos para la velada y fui a buscarlo acompañado de Franurk y Roburk.

Ciertamente, el viejo eremita se debatió cuanto pudo antes de aceptar nuestra invitación, pero comprendí que debía ser tremendamente inesperada para él. Por fortuna, sólo tuvimos que dejarlo inconsciente una vez de camino a nuestra aldea, y lo despertamos con un cubo de agua sentado ya a nuestra mesa. Habíamos desbrozado una zona del bosque y conseguido alumbrar el claro resultante con antorchas; tuvimos que luchar contra dos incendios antes de dominar la técnica de la iluminación, pero sabíamos que ese era un precio pequeño que pagar por un bien mayor.

Todo estaba dispuesto de la mejor manera posible. Habíamos colocado en círculo las mesas que Roburk había construido, y logramos que no cojearan enterrando en la tierra las patas más largas. En el centro hacíamos girar espetones en los que había ensartados ciervos y comadrejas, y el olor de la carne quemada, que meses atrás hacía resoplar a mis hermanos, flotaba en el ambiente. Sobre nuestras cabezas, la luna inundaba el cielo de luz serena y buenos augurios.

Aun así, el anciano parecía tenso. Intentaba conversar con él para romper su silencio, pero cuando lo hacía me miraba como si resultase más monstruoso que mis congéneres. Aquellos de nosotros que habíamos elegido para hacer de sirvientes ya habían colocado las viandas semicarbonizadas en las mesas, pero les había advertido a los míos que, por educación, no debíamos probar bocado antes que nuestro invitado. Entonces éste miró el plato frente a él, y suspirando cogió su cuchara y el cuchillo de madera que le habíamos proporcionado. En cuanto lo hizo, todos cogimos nuestros cubiertos al unísono y él, sobresaltado, volvió a dejar los suyos sobre la mesa. Por supuesto, lo imitamos, y mientras la carne se enfriaba y la grasa se solidificaba, los minutos pasaban y mis hermanos me miraban confundidos y con ojos tristes, como preguntándome qué habían hecho mal.

Ismurk jugueteaba con una manzana de las que habíamos apilado en la mesa, visiblemente nervioso al lado del ermitaño. Quizá porque necesitaba hacer algo que rompiese aquel momento tan incómodo, quizá simplemente porque no le gustaba la fruta, después de mirar la pieza un momento se la lanzó a uno de los sirvientes que daban vueltas a la comida sobre el fuego. Tales fueron su fuerza y su puntería que la manzana reventó en la cabeza de su objetivo, el cual derribó el espetón y cayó sobre las llamas. Por fortuna para él, en el último momento se giró lo suficiente para abrasarse sólo las posaderas.

Algo le ocurrió entonces al ermitaño: entrecerró los ojos, y sus hombros comenzaron a sacudirse, a la vez que emitía un sonido entrecortado por su boca que parecía indicar su aprobación. Ismurk, intrigado, arrojó otra manzana al orco que se arrastraba por el suelo para apagar las llamas y miró a nuestro invitado:

—¡Culo!

El volumen de los ruidos del ermitaño aumentó aún más y, como si de una enfermedad se tratase, vi que varios de mis orcos lo estaban imitando, casi sin darse cuenta. Otro de ellos se animó y lanzó otra manzana. Y más comenzaron a repetir esos ruidos. Yo mismo me vi afectado: era como si mi pecho saltara y mi respiración luchara por salirse de mis pulmones, y una sensación de dicha me embargaba. Y entonces entendí qué era lo que habíamos hecho: en aquel hermoso momento habíamos aprendido a reír.

—¡Culoooooooo!

Más manzanas llovían sobre el desdichado mientras las carcajadas me sacudían junto al eremita, quien me miró con los ojos húmedos como si comprendiera, igual que yo, que nos encontrábamos en un punto crucial en el que dos especies que habían luchado durante siglos, por primera vez en su historia, reían juntas.

Contagiados por ese sentimiento de euforia, mis hermanos continuaron lanzando manzanas. Y cuando éstas se acabaron, regocijándose como niños, arrojaron cucharas. Y platos. Y banquetas. Y las piedras que encontraron a mano. Y para cuando quise darme cuenta nuestro sirviente había muerto descalabrado, y nuestro invitado había dejado de reír y su tez parecía ligeramente pálida mientras contemplaba el cuerpo postrado sin vida.

—¡Culoooooooo! —volvió a gritar Ismurk, y levantando su manaza dio un golpe amistoso al anciano en los hombros.

Por desgracia, el golpe fue fatal. La débil complexión del ermitaño y los años de privaciones a los que se había sometido hicieron que su cuello no fuera capaz de absorber el impacto, y se desplomó muerto sobre su ración de comadreja.

***

El incidente del ermitaño, si bien triste, me había dado nuevas fuerzas y me había reafirmado en mi propósito. Seguimos trabajando día a día, un ciclo completo de estaciones, hasta que por fin decidí escribir una carta al señor de la marca de Varan. En ella me presentaba como el caudillo de los orcos del bosque y le pedía una audiencia para ofrecerle unos presentes como muestra de buena voluntad y para establecer los términos de un tratado de paz. Me llevó semanas curtir un pergamino y había tenido que escribir aquella misiva con mi propia sangre, pues había sido incapaz de lograr nada similar a la tinta. Pero eso no solventaba los dos obstáculos más arduos: de dónde sacar los regalos con los que agasajar al señor y cómo hacerle llegar la carta.

Sabíamos por nuestros exploradores que los humanos gustaban de intercambiar discos de metales brillantes por otros bienes, aunque no comprendíamos muy bien cómo funcionaba ese trueque. Lo que sí sabíamos era dónde encontrar muchos de esos discos: en la cueva del dragón. Sí, había un dragón en las montañas, incluso mi padre me había hablado de él años atrás. Y partimos en su búsqueda sin dudarlo ni un instante.

Afortunadamente para mí y mis cincuenta orcos, el dragón había muerto de viejo. Encontramos sus huesos tras dos semanas de búsqueda, y su cueva rebosaba de discos de metal, piedras de colores que parecían de cristal pero eran mucho más duras, espadas y armaduras decoradas y demás cosas brillantes. Muy contentos, llenamos cuantos sacos habíamos traído y volvimos a nuestra aldea.

Después de aquello, nuestra relación con las gentes de Varan cambió. Cuando acompañado de Franurk me acerqué a una familia de labradores, estos estaban aterrados, y el padre me amenazó con una horca. Pero cuando le expliqué razonadamente que sólo quería de él que entregara al marqués una carta y que como obsequio le dejaría unos cuantos discos dorados, su actitud se suavizó. Cogió uno de los discos y lo mordisqueó, y temblando aceptó el resto junto al pergamino. Así nos despedimos. De vuelta al bosque Franurk masticó algunos de los discos como había visto a hacer al aldeano, pero no los encontró de su gusto.

Pasaron varias semanas más sin recibir respuesta del señor de Varan, pero poco a poco los aldeanos se fueron acostumbrando a vernos aparecer por sus tierras. Los necesitábamos, puesto que era consciente de nuestras carencias. Habíamos aprendido mucho en aquel tiempo, pero sabía que para presentarnos ante el señor y causar buena impresión, no podíamos aparecer en su castillo sin más. Necesitábamos más atuendo que los simples taparrabos que empleábamos, y sabía también que los auténticos señores no caminan, sino que se desplazan de castillo en castillo sobre monturas, pero no sabíamos nada de doma, ni siquiera los animales que había que montar. Afortunadamente, los aldeanos estuvieron dispuestos a ayudarnos a cambio de unos cuantos puñados de discos. En aquel momento pensé que la sociedad humana era maravillosa, pues con algo tan simple como redondear pedazos de metal habían creado un medio que facilitaba de aquella manera nuestra comunicación, y aprendimos que aquel invento se llamaba «moneda».

No dejaba de resultarnos extraño que se pudiera cambiar unas cosas tan pequeñas por otras mucho mayores, como ropas y caballos. De hecho, habíamos adquirido suficientes de ambos para el día en que tuviésemos que presentarnos ante el señor, en realidad más de los que necesitábamos, pero veía tan felices a mis hermanos repartiendo monedas y tan solícitos a los aldeanos, que aquello no me importaba.

Las relaciones entre nuestras dos comunidades se estrechaban, y llegó el momento en que los humanos se atrevieron a adentrarse en nuestro bosque. Incluso un grupo de bardos se asentó en las inmediaciones de nuestra aldea, gentes ruidosas y dicharacheras que permitieron a mis hermanos escuchar música por primera vez en su vida. Con uno de ellos, al que llamaban Davius el Ingenioso, trabé amistad, y le conté esta misma historia. Después de escucharme atentamente, sobre todo tras la parte de nuestra búsqueda de la cueva del dragón y el descubrimiento de los montones de monedas, me dijo:

—Mi buen Saulurk, sin duda sois un visionario y vuestras acciones cambiarán el rumbo de la historia. Pero mucho me temo que, como no conocéis bien el valor del dinero, los aldeanos estén abusando de vuestra confianza.

Aquello me sorprendió bastante. Era cierto que yo había sufrido en mis propias carnes la violencia de los hombres, pero siempre lo había atribuido a la ignorancia y no a la maldad.

—No digo que os estén engañando, pero debéis entenderlo: sus vidas son duras teniendo que pagar impuestos y diezmos, y es posible que hayan estirado las condiciones de vuestros tratos para obtener el mayor beneficio de vuestra generosidad. Decidme, ¿de verdad necesitáis todos los caballos que habéis comprado? ¿Sabéis si de verdad las prendas que os han vendido son las más apropiadas para una recepción en el castillo? ¿Podéis siquiera saber si la carta que escribisteis llegó a su destino?

—No puedo responderos sin duda a lo que me preguntáis —dije después de un momento de reflexión—, pero si hemos de cambiar el rumbo de lo que ha sido hasta ahora nuestra relación he de confiar en ello.

—Y esa confianza es algo que os honra, pero permitidme asesoraros de aquí en adelante, pues, no os ofendáis, en algunos aspectos aún tenéis la inocencia de unos niños. Si me lo permitís, mañana mismo iré a ver al señor de Varan como emisario vuestro.

Y así lo hizo.

Cuando regresó al atardecer traía una buena nueva:

—He estado todo el día comiendo con el marqués, y el señor os ha concedido una audiencia dentro de tres días para tratar el tema de una alianza. Habrá una celebración, y lo hemos preparado todo para que vuestra entrada en el castillo sea un espectáculo digno de ser recordado.

Tras aquello, los días siguientes fueron de un enorme ajetreo. Davius nos explicó que los caballos, si bien en algunas ocasiones se empleaban como montura, su principal función era servir como alimento, y que los seres humanos empleaban mucha de su comida para desplazarse sobre ella. Gracias a su diligencia y al saco de monedas que le proporcioné, cambió nuestros caballos, de los que teníamos en exceso, por los mejores bueyes y cochinos de monta que pudo encontrar en Varan. De la misma manera, nos asesoró en materia de vestimenta:

—Las ropas que habéis comprado no están mal, pero son, como podéis imaginar, propias de campesinos y de gentes de un pueblo no demasiado importante. No obstante, vos y vuestro séquito representaréis a toda vuestra gente. Yo he viajado mucho y sé lo que las personas elegantes visten en tales ocasiones, así que confiad en mí: nadie en Varan podrá olvidar la imagen que ofreceréis.

Agradeciéndole su atención, dejé en sus manos otra bolsa de monedas y tales asuntos, y en aquel plazo me dediqué a preparar a mis hermanos para el recibimiento que nos esperaba.

***

Y llegó el día de nuestra entrada en Varan.

Desperté al alba, inquieto, consciente de la jornada trascendente que me aguardaba, aquella en que mis aspiraciones tal vez comenzaran a convertirse en realidad. Mi ansiedad aumentó cuando no encontré a Davius ni a su grupo de bardos: su campamento había sido abandonado por la noche. Mas no tenía tiempo de pensar en aquello, pues tenía que dedicar las horas de la mañana a organizar a mi grupo.

Aquello me supuso más trabajo del que esperaba, pues aunque el día anterior nos habíamos probado los ropajes que nos había traído el bardo, vestirlos sin su ayuda nos resultaba enormemente complicado. La serie de encajes, corsés, faldas, faldones, capas, capuchas, gorros, plumas, guantes, tabardos, sobrevestes, bonetes, camisas, mantos más o menos acabó encajando, aunque Roburk respiraba pesadamente debido al cierre de la gorguera. Cuando por fin nos compusimos lo más decentemente que pudimos, subimos a nuestras monturas y enfilamos por el camino que llevaba al castillo.

Desde que salimos del bosque los aldeanos no dejaron de acompañarnos en procesión, riéndose con nosotros. Mis veinte orcos adultos y otros tantos niños que nos acompañaban íbamos repartiendo monedas, agradecidos por tan cálido recibimiento.

Fue duro, ya que no estábamos acostumbrados a montar. Mi buey era especialmente tozudo, y no parecía muy cómodo con las bridas que Davius le había colocado. Por su parte, Franurk tenía que luchar por mantener el equilibrio y volver al camino cada vez que su sombrero se le deslizaba y le cubría los ojos. Roburk no podía dejar de prestar atención ni un momento a su asustadiza vaca. E Ismurk, a los cinco kilómetros de marcha, había tenido que echarse a los hombros su mulo, desfallecido por el esfuerzo de cargarlo. Pero al final del camino allí estaban: el propio marqués, su consejero y sus caballeros nos esperaban a las puertas de su fortaleza, engalanada con pendones, banderas y cintas.

En cuanto nos acercamos, los pajes hicieron sonar las trompetas con toda la fuerza de sus pulmones, como correspondía a una importante embajada. Lástima que los gorrinos en los que iban montados nuestros niños se asustaran y salieran huyendo, derribando a casi la totalidad de los pequeños. Sin embargo, los aldeanos y algunos de los caballeros los ayudaron a ponerse en pie, y los azotaron para sacudirles el polvo que había manchado sus vestidos. Además, el incidente provocó una fuerte carcajada del marqués, lo que mostró su talante jovial y distendió la formalidad del acto con el que nos había recibido.

—Vos debéis de ser Saulurk —saludó el marqués.

—¡Culo! —respondió Ismurk.

Entonces fue cuando renuncié a dominar mi buey y desmontando me acerqué al marqués.

—Disculpadme, mi señor, pero la monta es aún algo muy nuevo para mí —dije ofreciendo mi mano.

—No os preocupéis, vuestra entrada nos ha divertido, y estoy seguro de que aún nos haréis reír más a lo largo del día.

—Así lo deseo, mi señor.

Pasamos pues al castillo, donde decenas de caras expectantes nos miraban desde galerías y balcones: los caballeros y soldados sonreían, las damas se tapaban pudorosas las caras hasta las mejillas y los niños abrían los ojos todo lo que daban de sí. Saludamos a todos ellos, procurando no movernos en exceso para que las costuras de nuestras ropas aguantaran, aunque en algunos casos éstas ya habían saltado por el camino.

—Vuestro emisario, Davius, ya nos puso al corriente de vuestra historia, ¿es cierto que derrotasteis a un dragón y que os quedasteis con su cuantioso tesoro?

—Bueno, en honor a la verdad, el dragón ya estaba muerto. Pero sí nos quedamos con sus pertenencias.

—Magnífico.

—Ahora, mi señor, si pudiéramos hablar de nuestro futuro…

—Tranquilo, Saulurk, tranquilo. Primero comeremos y beberemos para sellar nuestra amistad y luego nos dedicaremos a esos aburridos trámites.

Y en esta charla llegamos al salón del banquete. En cuanto nos sentamos los sirvientes se apresuraron a traer jarras y viandas, los músicos comenzaron a tocar y los presentes no dejaban de mirarnos y hablar entre ellos. A mí me sentaron en la mesa del señor con sus hombres de confianza y sus hijos, y a mis hermanos los repartieron por el resto de las mesas.

Al principio todos estábamos un tanto rígidos, sobre todo mis hermanos, pues hasta entonces habíamos tratado con grupos pequeños de humanos y ahora estábamos rodeados y cohibidos. Me encontraba a la vez tenso y orgulloso. Tenso porque sabía que en tales situaciones era muy fácil que los instintos de nuestra especie nos traicionasen, pero orgulloso al ver cómo se estaban controlando.

Poco a poco nos fuimos calmando, a medida que bebíamos de las jarras que nos ofrecían. En algunos de mis libros había leído sobre la cerveza y el vino, aunque hasta ese momento no los había probado en mi vida. Y a medida que los bebía y que mis hermanos y los humanos también lo hacían, notaba una sensación de bienestar y de calor que parecía hacer más fácil mi conversación con el marqués. Y vi que muchos de los presentes se dirigían a mis orcos. Los pobres no entendían nada, pero sonreían apaciblemente. Y pensé que aquellas bebidas eran sin duda otro ejemplo del ingenio humano.

Pasaron las horas, y la fiesta proseguía. En un momento tuve la sensación de haber estado un tanto ausente. Algunos de mis orcos se habían quedado dormidos en las mesas, aunque en justicia comprobé que más de un tercio de los humanos se encontraban en la misma situación, y que otros parecían tambalearse somnolientos. Nuestros pequeños correteaban por los recovecos de la sala jugando con los canes de los caballeros. Roburk y otros estaban en el centro de la sala aprendiendo a bailar. Ismurk gritaba «culo» acompañando los recitados de los bardos. Y Franurk bebía frente a mí sonriente, con las calzas medio caídas que se escurrían de su cintura.

Creo que en ese momento éramos felices.

Salí a respirar aire en una de las balconadas, pues me sentía un tanto desorientado y con la cabeza pesada. El ruido de la música y las voces era ensordecedor, y ya empezaba a caer la noche. Si bien consideraba que el banquete había sido un éxito y que nos había acercado a nuestro anfitrión y su gente, aún no habíamos hablado del tema más importante: el tratado de paz. Y entonces fui plenamente consciente de todo lo que había luchado aquellos años, y cómo mi sueño florecía frente a mí como una posibilidad real.

Respirando profundamente, regresé al salón.

—Mi señor, creo que ha llegado el momento de establecer las condiciones de nuestra alianza.

—Por supuesto, mi buen Saulurk, por supuesto —dijo el marqués limpiándose las manos en los faldones de su consejero.

Hice entonces una seña a mi séquito para que trajeran los regalos de buena voluntad que traíamos con nosotros. Frente a la mesa depositamos varios cofres llenos de las monedas doradas que habíamos recogido en la cueva del dragón, así como cotas de malla de delicados anillos plateados, suaves telas recamadas y armas y armaduras de finísima factura: su brillo sólo podía compararse al de los ojos de nuestro anfitrión cuando vio el contenido de los mismos.

—Espléndido, Saulurk, espléndido.

—Gracias, mi señor.

—Sois tan generoso que no podemos menos que corresponder a vuestro obsequio con otro de igual valía.

Dicho lo cual, con dos palmadas se hizo el silencio en el salón y los pajes se retiraron. Volvieron momentos después cargados con todo lo que nos ofrecieron: un cofre de vajilla desportillada, varios sacos de vidrios fragmentados, cinco canastas de huesos modos, un arcón de trapos y los cadáveres de tres mulos viejos.

Me sentía un tanto confuso.

—Mi señor… —dije mientras golpeaba en el dorso de la mano de Franurk, quien echaba mano a los cristales rotos.

—No, no digáis nada, mi buen amigo, eso no es todo.

En ese momento el consejero sacó un pergamino de la manga y se lo entregó a su señor, quien lo extendió ante mí, intentando, sin demasiado éxito, ocultar su risa.

—Por la presente carta sellada, os concedo a todos vosotros el título de Bufones de la marca de Varan a cambio de vuestro sometimiento. Y a vos, Saulurk, os concedo los derechos hereditarios del cargo de Bufón Primero y Señor de los Tontos del Pueblo y Bobos de la Corte de cuantos dominios pertenecen a mi casa.

En ese momento, caballeros, damas, escuderos, coperos, escribanos, pajes y consejeros rompieron a reír. Mis pobres hermanos, que no habían entendido una palabra de cuanto se había dicho, al creer que aquello era una expresión honesta de alegría, rieron con ellos y la celebración se reanudó.

Yo no podía articular palabra, sentía la boca reseca y la garganta atenazada, y luchaba por contener las lágrimas. ¿Bufones? Y entonces miré a mi alrededor más atentamente de lo que lo había hecho desde que había empezado el banquete. Y vi a mi buen Ismurk rodeado de los maestres e hijos del señor, que se reían cada vez que él decía «culo»; y vi a Roburk, a quien hombres y mujeres zarandeaban en mitad del baile mientras él intentaba mantener el equilibrio y no pisarse los bajos de la falda con la que se había ataviado; y en un rincón, vi a los caballeros dando palmas, tirando restos de cordero mordisqueado para que nuestros niños compitieran por ellos con los perros a los que azuzaban en pro de su diversión.

Miré al marqués a los ojos mientras mi imagen de la humanidad se desbarataba y el sueño de mi vida se convertía en polvo.

—Sí, lo sé, no necesitáis decirme nada —dijo—: es el comienzo de una alianza que sacará a la luz lo mejor de cada una de nuestras respectivas razas, y que nos dará a cada cual lo que en justicia merecemos.

Los caballeros congregados a nuestro alrededor parecían cada vez más divertidos.

—Eso es cierto, mi señor —dije.

Mi respuesta provocó su sonrisa de dientes picados, apenas un segundo antes de que se los golpeara con todas mis fuerzas: incrusté mi puño en su boca, extendí mis garras y las clavé en su lengua mentirosa, y tirando con todo el poder de mi decepción le arranqué la mandíbula.

Los músicos dejaron de tocar, la mitad de las mujeres se desmayaron y de nuevo se hizo un silencio, mucho más ominoso que el último. Mientras el señor de Varan caía al suelo ensangrentado, intentando aferrar el pedazo de cara que le había desaparecido, pasé la vista por todos los presentes, conmocionados y expectantes. Crucé una mirada cegada por las lágrimas con Franurk, Roburk e Ismurk, y eso bastó para que supieran lo que estaba ocurriendo. Y entonces la ira surgió de nuestras gargantas como lava convertida en un rugido gutural, el rugido que dio paso a la matanza.

***

Han pasado varias semanas, y ya casi estamos totalmente repuestos de las heridas sufridas en la lucha en la que nos vimos envueltos en nuestra huida del castillo. Estoy seguro de que los huérfanos del señor de Varan habrán enviado un emisario al rey y que sus fuerzas avanzan hacia nosotros en este preciso momento. También nosotros nos preparamos, y mataremos y moriremos como los orcos que somos.

Así, éstas son las últimas palabras que pongo por escrito en esta lengua que ahora considero infecta. Seréis pocos los humanos no analfabetos que sabréis leer estas líneas, y muchos menos aún los que seáis capaces de comprender el sentido de mis acciones. Pero lector, si eres uno de esos pocos, te digo: éste es el registro de vuestra ignominia, pues os ofrecí comprensión, fraternidad y esperanza, y me habéis devuelto avaricia, crueldad y estrechez de miras.

Se despide pues Saulurk, el orco que intentó cambiar la historia de dos razas, quien sólo tiene una cosa que añadir: ¡CULOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!

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Comentarios

  1. Helena Draven dice:

    Madre mía!!! No envidio el trabajo del jurado. Menudo nivel hay en todos y cada uno de los relatos de esta página.

    Sólo decir que a mi, particularmente, este orco, Saulurk me ha hecho pasar un rato impagable. Gracias.

  2. levast dice:

    Una historia redonda desde el título (cojonudo) hasta el final. Más que una aventura, es una ingeniosa fábula, un cuento bestial y muy humano (o muy orco). Todo un honor ser parte del consejo más delirante y esperpentico de la historia, somos más brutos que un arao pero nos gusta, jejeje.

  3. SonderK dice:

    Un relato excelente, una fabula sobre la moralidad y la miseria del ser humano visto desde los prodigiosos ojos de un ogro «culto», una original y divertida idea, solo puedo decir una palabra:

    ¡¡culooooooooooooooooooooooooooo!! (ismurk&isma)

  4. Nadia dice:

    Vaya toalla, me ha encantado el relato, he de dcir que me ha hecho muchísima gracia, detalles como que clavaban las mesas en el suelo para igualar las patas o que el orquito dijera siempre culo… jajaja súpergracioso, bien escrito, imaginativo, qué más puedo decir? ah si! gracias por compartir!!!.

  5. entodalaboca dice:

    Brutal, me ha encantado. ¡Quiero ser orco ya!

  6. marcosblue dice:

    Realmente, un relato magnífico. No le cambiaba yo ni una coma. A través de la psicología de un orco («psicología de un orco», deberías ir dejando de beber esas pócimas bosnias, tío) profundizas en un conflicto que nos atañe más allá de lo que aparenta. Me ha fascinado el sorprendente sentido del humor que destilas y esos personajes a los que, inevitablemente, los que nos encogorzamos en el Blue les ponemos cara y milagros. Un aire sencillo, un pulso auténtico, ni una frase accesoria… Tienes mi voto para Relato Bluetal. Se lo merece.

  7. juan sanmartin dice:

    Hasta el día de hoy no he podido leer tu relato y, aunque como en el caso de la Justicia, hacer las cosas a tiempo es importante, no quiero dejar de pasar la oportunidad para decirte (deciros a todos) dos cosas:
    Primero: al margen de que vuestra iniciativa me parezca maravillosa (cualquiera de vosotros podría estar haciendo el burro de mil maneras distintas en vez de estujarse las meninges para presentar un relato digno), ésta ha servido, entre otras cosas, para que un relato tan redondo, tan profundo y tan bien escrito haya salido a la luz. Me pregunto si eso hubiese sido posible de no existir vuestro concurso. Por experiencia propia, estoy convencido de que no.
    Segundo: este cuento no hace sino confirmar algo que ya sabía: las extraordinarias dotes de narrador que posees. Por favor, continúa.

  8. laquintaelementa dice:

    Creo que esas dotes de narrador las ha herededado de su padre, que espero continúe también 😉

  9. marcosblue dice:

    Eres sabio, Juan, muy sabio. (En lo único que discrepo contigo es en que no estaríamos haciendo el burro, somos más de hacer el idiota). Tu comentario es muy valioso, muy valioso, te doy las gracias. De corazón.

  10. Ilustramar dice:

    Me ha encantado. De hecho, renuncio desde ahora mismo a mi condición humana… Culoooooooooo!!!!

  11. Sr. Jurado dice:

    Muchas gracias 🙂 ¿Cabe alguna posibilidad de que ilustres la entrada en Varan?

  12. Ilustramar dice:

    Sería un trabajo titánico… quizá cuando sea mayor 😀

  13. Asturix dice:

    Muy original y divertida.. He pasado un buen rato leyendo esta visión diferente de un orco.

  14. dot dice:

    la humanidad arruina todo lo que toca….

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