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Yi, el cazador de soles

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El mundo ya estaba terminado cuando el Dios del Este decidió iluminarlo. Forjó siete soles de oro que pulió hasta convertirlos en espejos, para que durante el día reflejasen con luz amarilla el brillo blanquecino de las estrellas. Después les dio vida y la orden de que girasen alrededor de la tierra.

Cada sol empezaba a caminar unas pocas horas después que uno de sus hermanos. En poco tiempo, apenas un sol empezaba a declinar, otro estaba ya en su cénit y otro estaba amaneciendo. Pronto rodeaban el mundo, que vivía en un día continuo.

La tierra no podía soportar tantas horas de luz, y se extendía abrasada bajo ese movimiento imperturbable. Entonces el emperador de los hombres se dirigió al Dios del Este para rogarle que apagase alguno de los soles.

El dios se entristeció, pues consideraba que todos los soles eran muy hermosos, y no quería hacer desaparecer a ninguno. Estuvo pensando, y encontró una mejor solución: ordenaría a los soles que viviesen en el Yuang, un árbol milenario de varios cientos de kilómetros de altura, y que se repartiesen los días de la semana para que nunca coincidiesen dos en el cielo.

Pero los soles, que habían contemplado la belleza de una tierra apenas desgastada por el paso del tiempo, se negaron a tener que aguardar seis días entre viaje y viaje. Desobedecían al Dios del Este, sin darse cuenta de que estaban acabando poco a poco con el mundo que admiraban.

Desolado, el dios comprendió que no podía permitir que existiesen varios soles; pero su compasión no le permitía acabar con ellos. Por eso decidió ir a buscar a Yi, el arquero inmortal. Cuando lo encontró le entregó un arco y una aljaba llena de flechas y le dijo:

—Haz lo que debes, pero que no sufran más de lo necesario.

Yi comprendió, y salió a cazar a los soles.

El primer sol cayó la primera tarde.

Aunque era un buen cazador Yi tardó mucho en derribar a los soles, pues tensaba el arco con tanta fuerza para alcanzar la bóveda del cielo que cada vez que disparaba una flecha la cuerda se rompía, y para trenzar otra como la que había trenzado el dios tardaba todo un año.

Así llegó mediados del sexto otoño, y sólo quedaba un sol, atemorizado por el destino de sus hermanos.

El Dios del Este fue a ver a Yi, que descansaba junto a una cascada mientras trenzaba la séptima cuerda, para pedirle que le devolviese el arco y el resto de las flechas. Le explicó que debía quedar un sol que alimentase los campos de arroz y que contuviera a los seres que acechaban en las grietas de la montaña. Pero Yi, ebrio de su propio poder y enajenado por la soledad de los años pasados en la cacería, se negó a entregárselos y perdonar al último de los soles. Recogió sus armas y se adentró en el bosque, dando la espalda al dios.

El Dios del Este también había cambiado en aquellos años, y supo que si se mostraba débil de nuevo podía hacer mucho daño al mundo. Quería castigar a Yi, por su desobediencia y la soberbia con la que se había comportado; a la vez sabía que no podía dejar de recompensarlo por haber salvado el mundo de los hombres. No pudiendo decidir el destino del arquero, el dios fue a pedir consejo a Ho Shiangu, la mujer que poseía el don de la profecía y vivía en un estanque dentro de una flor de loto. El Dios del Este la llamó, ella se asomó, y le dijo:

—Convierte a Yi en un búho.

Aunque el dios no comprendía las razones de Shiangu, decidió confiar en ella.

Yi había encordado el arco una vez más, pero ya el último sol se había escondido por el oeste. Buscó una roca pulida para usarla de almohada y se quedó dormido. Cuando despertó era un búho con la mitad del plumaje blanco y casi ningún recuerdo de su vida anterior como arquero inmortal. Batió las alas y se alejó.

Pasaron los años, y el Dios del Este estaba contento por no haber tenido que acabar con la vida de Yi.

Yi, como otros pájaros de su especie, se despertaba poco después de anochecer y se dormía poco antes del amanecer. Y la pequeña chispa del antiguo arquero que vivía en el búho se alegraba, pues creía que había acabado con todos los soles del cielo.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    ¿Un cuento chino? 🙂

    Bellísimo y evocador; ¿así que puede que el ministro de mi cuento sea el primo occidental de Yi? jejejejejejejejeje.

    Muy bueno, Señor Jurado, como siempre.

  2. marcosblue dice:

    Me reitero en lo dicho: Una belleza. Para mí es un placer deleitarme en el juego que me ofreces con tus palabras. Este cuento, no sé por qué, me produce una sensación reconfortante. Como el búho.

  3. levast dice:

    PLAS, PLAS, PLAS, yo quiero escribir así de mayor. Tenías razón, un gran final de historia. 😉

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