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Viejos propósitos para Año Nuevo

por

Se despierta con un escalofrío en el cuerpo. Ha dormido destapada, con la ventana abierta dejando entrar el fuerte viento de octubre. Es temprano y se sienta en el borde del colchón mientras se frota los ojos con los nudillos. Aún temblando, se dirige descalza a toda prisa al despacho contiguo. Corre las cortinas, sube la persiana y se sienta en el escritorio delante de su Olivetti. Introduce un folio limpio en los rodillos. Se lleva a la boca la taza que hay a su derecha pero comprueba que el café se ha evaporado. Toma aire y cierra los ojos. Trata de recordar. Cruza los dedos y hace crujir las falanges. Empieza a escribir el último sueño que ha tenido.

Unas irregulares pisadas en el suelo trazan el rastro del hombre huido. Asustado, ha iniciado una desesperada carrera para ocultarse de los que consideraba sus hermanos. Han descubierto su secreto. Gira la cabeza. Cada vez están más cerca, con sus armas, con sus puños enfurecidos, con sus gritos. Y él está cada vez más cansado. Algo ha cambiado, algo se ha marchitado. La noche la siente más opresiva, el suelo que pisa más inestable y los colores de la vida se han tornado sucios e inertes. Bordea la orilla del lago del bosque y percibe una tonalidad densa en el agua, como si estuviera cubierta por una sábana blanca. Siente y percibe la podredumbre del mundo como nunca la ha conocido. Los olores se le retuercen en la nariz con náuseas y los sonidos se transforman agudos en sus tímpanos. Cada soplo de aire que respira es venenoso. La bendición sigue recorriendo su piel. Pero la protección se ha disipado. Los hombres ansían cazarlo. Las piernas se le rinden. Se desploma en la orilla del río, abatido, sin resuello. El mundo no es el mismo. Algo ha desaparecido. El aura se ha evaporado. Incluso su propio nombre, Az’Grnzty, con el que su dios lo bautizó, le resulta difícil retenerlo en su mente. Quieren abatirle para entregar su vida a las entrañas de la muerte. Sólo le queda levantarse de nuevo y huir. Porque nunca entregará su vida, por nada ni por nadie. Es el gran don que su dios le otorgó. Pero implora ayuda y no encuentra respuesta. Está acorralado. Pero en el bosque… hay una salida. Le superan pero no se atreverán a perseguirlo en el pozo. Cojeando y sin aliento alcanza los riscos donde se encuentran las cuevas y los refugios. Y el pozo maldito abandonado por los temerosos mortales. Se juró que no regresaría hasta que no cumpliera su cometido. Ser el profeta de una nueva era, el primero de un nuevo linaje que expandiera la nueva palabra. Pero tiene que descubrir qué ha pasado. Abajo, en el fondo del pozo, donde se refugian los ancestros. Los que primero horadaron la tierra. Acorralado por los cazadores, toma una cuerda y desciende por el primitivo agujero. Sus pies resbalan en las húmedas y musgosas piedras. Los sonidos y los insanos golpes retumban en la oscuridad. Cuando sus manos ya no resisten se deja caer al fondo. Su corazón recuerda la primera vez que descendió. Vuelve a recorrer las tétricas galerías de un mundo subterráneo y olvidado. No se pierde por los retorcidos y angostos pasadizos que se enredan en ese asfixiante laberinto. Y por fin alcanza el corazón del culto. Donde viven, desde siempre y para siempre los ancestros. Las criaturas que precedieron a los humanos. Los encuentra desperdigados en los túneles, frotando sus cuerpos con lascivas posturas. Sus figuras recuerdan a humanos, pero su piel es purulenta, sus extremidades tienen formas afiladas y grotescas y sus movimientos son frenéticos y salvajes. Reptan sobre paredes y techos y gimen, no se sabe si de dolor o placer, en un idioma incomprensible. El primero que lo reconoce susurra «Az’Grnzty» con siniestra reverencia. Enseguida todos se detienen y lo observan con sus diminutos globos negros. En silencio. El hombre y las criaturas se dan cuenta de que están solos. Saben que el tiempo, que iba a ser su eterno esclavo, se convertirá en su implacable enemigo. Están huérfanos. Su creador ya no existe.

Cuando aprieta la última tecla se mira la mano derecha y arranca la hoja de un tirón. Busca entre los papeles un sobre, escribe en él una dirección e introduce el texto mecanografiado. A toda prisa se dirige a la puerta de salida. Apenas va vestida con unas bragas y una camiseta. Aunque coge una gabardina, ni siquiera se molesta en calzarse. Ni en llevarse las llaves. Sale disparada por las escaleras sin esperar el ascensor. En la calle mira a ambos lados. Observa sus manos y se las nota algo entumecidas. Echa a correr por la acera donde cree recordar que había un buzón en la esquina. Sus piernas le pesan pero consigue alcanzar su objetivo algo tambaleante. Saca el sobre de la gabardina y lo deposita en la rendija del buzón. Sus manos tiemblan durante esa última acción. Mira al cielo. Cae desplomada de forma fulminante en el suelo, con el cuerpo totalmente rígido y helado.

***

Fabrizio se muerde el labio inferior por el dolor mientras desciende la escalera. La cera de la vela que sujeta con ambas manos le empieza a resbalar por las manos. Con siete años es un niño que preferiría estar en cualquier otro sitio que en las catacumbas del antiguo templo. Pero su padre le ha explicado que hoy era un día muy importante. Apenas le ha adelantado que va a ser la ceremonia en la que cambiará todo. Y que será absolutamente secreta, por lo que solamente él le puede ayudar. Pero con gusto apagaría la vela de un soplido. Visitó las catacumbas por primera vez cuando le otorgaron el título de Aprendiz. La última, cuando completó un sacrificio de muerte para honrar su nivel de Iniciado. Ahora recorre el oscuro pasillo central con los bancos totalmente vacíos, sin las intimidantes voces y cánticos del culto. Antes de entrar, han limpiado a conciencia sus cuerpos de cualquier impureza. Visten túnicas ceremoniales y caminan descalzos por el frío suelo. Para su padre, un hombre contundente y arrogante, la disciplina y el detalle en la ceremonia son fundamentales.

—¿Puedo depositar la vela en el altar, padre…? —el hombre gira la cabeza y le lanza una mirada fulminante a su hijo cuando oye las últimas palabras—. Perdón, quise decir «Maestro Soberano».

—Habrás de mantener la luz de la vela con la mano derecha lo que dure el ritual. Con la izquierda me acercarás el instrumental que te ordene.

Para su padre, el respeto a la liturgia lo era todo. En el templo no permitía que se dirigieran a él por otro nombre que no fuese su grado, convencido de que el culto no podría funcionar sin disciplina y respeto a las artes antiguas. En las ceremonias, la hora y la fecha debían ser exactas, el instrumental sagrado y la entonación de las palabras sublime. Todo debía sugerir la fuerza de lo arcano y lo tradicional. En ese solemne escenario sólo desentonaba la pesada maleta Samsonite gris que dejó caer sobre el altar. Con cuidado, el hombre introduce la combinación y abre la maleta. Fabrizio se asoma despacio y alumbra con la vela para ver el contenido secreto. Una acumulación de reliquias, viejos pergaminos acartonados, frascos con elaboradas esencias y los antiguos instrumentos. Para él, prohibido totalmente tocarlos. Mientras su padre despliega el instrumental en el altar, Fabrizio se entretiene haciendo dibujos con la uña sobre la cera de la vela. Bosteza pero no se atreve a preguntar quién será la víctima del sacrificio de la noche. Normalmente el cuerpo ya estaría preparado, purificado, desnudo y encadenado en el altar. Esta vez debía de ser alguien excepcionalmente importante. Su padre se percata de la inquietud del pequeño. Cuando termina de ordenar los preparativos, se acerca al mural detrás de ellos y acciona una palanca. Del duro suelo de mármol se eleva una trampilla que descubre un sarcófago, un vetusto ataúd de piedra blanca, sin ningún elemento tallado y completamente sellado. El Maestro levanta las manos y susurra una suave letanía. Parte de la piedra que recubre el féretro se desintegra en una aparatosa nube de polvo. Un olor insoportable y nauseabundo, debido a una putrefacción condensada desde tiempos inmemoriales, provoca una potente arcada al niño. Dentro del sarcófago, una criatura se retuerce cubierta de arena blanca. Enseguida, el Maestro toma unas gruesas cuerdas y ata el cuerpo de la criatura. Los inhumanos gritos del ser estallan en los oídos de Fabrizio. Aún con miedo, se asoma para distinguir el cuerpo aprisionado. Es una figura remotamente humana, cuyo cuerpo lo recubre una masa de carne purulenta y piel membranosa de aspecto enfermizamente pálido. Sus huesos no son firmes y por eso las posturas que dibuja son insanas y espantosas. Su rostro es turbadoramente deforme y su boca no tiene dientes, pero da la impresión de que se enroscan en ella varias lenguas cada vez que emite un sonido. Fabrizio, que ha leído suficientes libros del culto, reconoce en la figura a una de las leyendas que adoran sus seguidores.

—¡Es uno de los ancestros! —exclama sorprendido el niño.

—Baja la voz. No te equivocas, he localizado y capturado al último de ellos.

Fabrizio asume desconcertado la respuesta.

—Pero quitarle la vida sería un sacrilegio.

—El bien mayor exige dolorosos sacrificios. Lo que vamos a acometer me duele a mí más que a nadie. Ninguno de los nuestros lo podría aceptar. Es una apuesta que debo jugar yo solo.

—No lo entiendo. Nos habéis enseñado que los ancestros son las criaturas más sagradas que existen. Son todo a lo que debemos aspirar, nuestro deber es protegerlos y ocultarlos, ¿por qué lo vamos a matar?

—Silencio, Iniciado, basta de explicaciones. ¿Quieres resignarte a vivir en un mundo limitado? Concéntrate, discípulo, es la hora.

El reloj de arena sobre el altar consume sus últimos granos. El Maestro le vuelve a dar la vuelta. A continuación, recoge una piedra jaspeada de la maleta y la frota entre sus manos con fuerza. Los restos pulverizados los esparce sobre su víctima. La luz de la vela parpadea y dibuja siniestras sombras sobre las paredes. El Maestro eleva el tono de su voz e inicia una oración. A partir de entonces, cada gesto de su padre es una orden. Le acerca unos viejos pergaminos que el Maestro lanza al fuego del altar. Del crepitar de las llamas se distingue la voz espiritual de una mujer entonando los versos de unos poemas ahora olvidados. La criatura gime de forma insoportable y a Fabrizio le parece que implora clemencia. En un acto de atrevimiento, el niño se gira hacia su padre.

—¿Por qué no lo matáis sin más, Maestro?

—¿Crees que es fácil sacrificar a un inmortal? Ni siquiera las antiguas artes osan describir un ritual para aniquilar a un ancestro. A partir de este momento, sólo nuestra voluntad nos guiará.

El Maestro solicita una de las viejas y oxidadas dagas. La más antigua, la más mellada, prácticamente sin punta ni filo. La que más rituales ha ejecutado. Pero los movimientos del Maestro no parecen los del golpe final. Con el cuidado y la precisión de un cirujano, aplica un corte limpio sobre lo que parece el rostro de la criatura. De la herida surge un pequeño chorro de una especie de viscosa sangre negra, tan abrasiva que una pequeña salpicadura le escuece en el antebrazo a Fabrizio. La textura de la carne que ha extraído su padre parece cancerosa y supurante. El Maestro toma la carne palpitante y ordena a su hijo que derrame el contenido de un vial en un cuenco. El líquido es corrosivo, irrita los ojos y ennegrece la madera. El Maestro reposa la carne en el recipiente y observa cómo se desintegra. Una papilla densa de color amarillento borbotea en el cuenco.

—Sigue sosteniendo la vela, Iniciado —ordena severamente el Maestro—. Recita la oración sin pausa ni errores y cierra los ojos. Voy a emprender el último acto.

Fabrizio observa a su padre alzar el cuenco por encima de su cabeza y dejar caer la esencia líquida sobre la boca. Al principio se atraganta y se dobla sobre sí mismo, pero se repone. Tambaleándose se acerca al altar a recoger la sagrada piedra, afilada y surcada por viejas runas, el símbolo más antiguo del culto. La voz del Maestro se transforma en un sonido gutural, cavernoso, inhumano, que retumba en sus tímpanos. Antes de cerrar los ojos como le ha ordenado, observa que su padre se desprende de la túnica y permanece desnudo delante del sarcófago. El niño intenta mantener la concentración en la oración mientras a su alrededor el calor y la tensión aumentan. Horribles gritos emanan de la criatura. La voz de su padre recita palabras desconocidas e imposibles con una entonación ahogada. Ha iniciado la invocación de los espíritus de los ancestros muertos, un ritual que haría enloquecer a cualquier mortal. El suelo arde a sus pies y uno de los espíritus invocados intenta turbar su concentración arañando el suelo y chillando en un orgasmo de dolor. Un chorro de la sangre abrasiva de la criatura cae sobre la cara del niño. Fabrizio no aguanta más el dolor y abre los ojos. Se encuentra al Maestro, implorando en éxtasis, poseído por una fuerza sobrenatural, dejando caer la sagrada piedra al suelo tras abrir un profundo corte en el torso de la criatura. Su piel ha enrojecido y sus arcanos tatuajes brillan de forma diabólica. El hombre se agacha e introduce una mano por el corte que ha abierto. Aunque sean incomprensibles, atroces maldiciones parecen brotar de la boca de la criatura. Los dedos del Maestro parecen deslizarse entre vísceras purulentas que se retuercen dentro de ella. Las manos desnudas se detienen en algún momento y arrancan con fuerza del torso un órgano esencial del ancestro. El cuerpo de la criatura detiene sus temblores y consume su figura poco a poco, transformándose en una reseca mortaja de piel pálida. El agotado Maestro ordena agua y se limpia sus magulladas manos, las cuales parecen haber sido mordidas por un centenar de dientes. Ordena a su hijo abandonar el altar, cambiarse de ropa y esperarlo en la calle.

Afuera, la espera no se le hace nada larga a Fabrizio. El pequeño se siente aliviado por el frescor del aire nocturno de Roma y los sonidos corrientes de los transeúntes y de los coches. Tiene hambre y también muchas preguntas que hacer a su padre. Cuando él aparece, distante y ausente, no parece reparar en su hijo.

—Perdonad, Maestro, pero no comprendo por qué hemos hecho lo de esta noche. Nos condenarán si nos descubren.

—Porque recibimos una señal inequívoca. Y teníamos que aprovecharla, aunque hayamos cometido un acto prohibido.

—¿Esa señal es la famosa carta de nuestra hermana discípula? Pero sólo es un texto en un papel.

—En ese texto se describe el último sueño que tuvo nuestro dios antes de desaparecer. Y ese sueño lo ha vuelto a soñar un humano. Los últimos ecos de su existencia que han vuelto a resonar en nuestros días. Cada letra mecanografiada es un grito de auxilio. Nuestro dios nos implora ayuda para recuperar su poder.

—¿Ha vuelto, está entre nosotros?

—No, para nada. Lo único que hemos hecho esta noche ha sido lubricar su regreso. El destino de lo que habrá de ser ya sólo depende de una persona —el hombre saca un billete—. Venga, no te preocupes hijo, muy pronto lo comprenderás todo. De camino a casa podemos parar en una pizzería, ¿te apetece?

El niño sonríe. Durante el trayecto en coche hasta el restaurante su mente se distrae pensando en qué pizza elegir.

***

Al abrir la puerta del estudio descubre que se olvidó encendidas las luces la noche anterior. Cuelga la gabardina en el perchero y atraviesa la galería abarrotada de lienzos, esculturas y bocetos. Obras insulsas y decadentes que ha creado con sus propias manos pero que no significan nada para él, tan solo un mero pasatiempo. Sus pasos le dirigen sin pausa hacia la puerta de acero del fondo, la que da acceso a la bodega. Junto al marco, abre el cajetín de seguridad y desactiva la alarma mientras abre dos cerrojos en la puerta. Desciende unos veinte peldaños de una húmeda escalera sin iluminación. A tientas, pero perfectamente consciente de dónde se sitúa, abre las cerraduras de una puerta camuflada que se encuentra a su izquierda. Accede a una tosca cámara que se ilumina con una diminuta bombilla en el techo. Un lugar completamente diáfano que le permite ocultar el auténtico recinto que protege. El hombre extrae de su cartera una diminuta llave dorada que introduce en un pequeño agujero camuflado por el cemento. Salta un resorte y descubre el acceso a su estancia más secreta. Su verdadero estudio, su despacho, su taller. Donde se encuentra el corazón de su obra. Se detiene en las viejas estanterías de madera, repletas de libros, apuntes y diarios, todos escritos de su puño y letra. Centenares de bocetos plasmando diferentes versiones de un mismo dibujo. Viejos documentos carcomidos por el tiempo. La fuente de inspiración que ha nutrido todo su trabajo. Toda su vida. Una vida que ocuparía miles de vidas. Se sienta unos minutos delante de su mesa de dibujo donde repasa los últimos esquemas que ha abocetado a carboncillo. Cree que ha dado con la clave. Se siente triste y ansioso a la vez. Sabe que está a punto de cumplir su misión. Se levanta y se dirige al baño adyacente. Se limpia la cara con agua y contempla su rostro. Su aspecto joven y saludable no puede disimular un semblante y una mirada profunda como el abismo. Sabe que pronto tendrá que abandonar todo y que la bendición se marchitará para siempre.

En un cajón del escritorio retira una antorcha, la enciende y se dirige a la última puerta. A resolver el gran enigma. En su sancta sanctorum, las oscuras y opresivas paredes descubren a la luz serpenteantes filas de símbolos de significado oculto para el común de los hombres. En el centro de la decorada sala reposa, imponente y colosal, el oscuro monolito de piedra. La culminación del trabajo de toda una vida. Una escultura incomparable de más de cinco metros de altura y una base de algo más de tres metros de diámetro. Un monumento a su llegada, a su resurrección. Un bloque heterogéneo, de un mineral negrísimo desconocido por la mayoría de los hombres. Atravesado por imposibles surcos, decorado por ominosas runas que intentan descifrar el secreto más oculto. El nombre, la forma de un dios. Por eso su descripción supera los límites de la razón. Observarlo con detenimiento es imposible, inabarcable, la vista se pierde y se nubla admirando su detalle durante horas, anulándose todo el sentido del tiempo y el espacio. Al tacto parece orgánico y legamoso, su superficie fluye y a veces parece derramarse y otras contraerse. Parece querer atraparte. Ha sido esculpida sólo por sus manos. Pulida golpe a golpe durante siglos. Derramando sudor, locura, sangre y desesperación. Perfilando todo el odio por una humanidad que lo desterró. Destilando todo el mal y toda la oscuridad que se puede volcar en un objeto físico. Relamiéndose con cada acierto, martirizándose con cada error. Una obra obsesiva que empezó en la noche de los tiempos. Desde que cayó su dios y olvidó sus formas. Ahora él, su hijo, su única creación humana inmortal tiene la clave. En sus manos, con el punzón que ha tejido el alambicado laberinto de sus relieves se dispone a conjurar la mística definitiva. Pasa las manos por la piedra, buscando un resquicio olvidado. Sus dedos acarician por última vez el rugoso y áspero contorno de la escultura, deleitándose con cada palmo. Aplica un golpe que hace desprender una pequeña pieza. Ahora todo encaja. La piedra vibra, las demenciales curvas se retuercen. Es el momento. Introduce la mano en el bolsillo de su pantalón y activa un teléfono móvil. Marca un número grabado.

—He terminado. Voy a cumplir la misión.

El hombre apaga y deja caer el móvil al suelo. A continuación, se desprende de toda su ropa y, emocionado, abraza y acaricia con obscenos movimientos el monolito.

—Regresa, vuelve a mostrarte ante mis ojos por última vez —susurra como si hablase al oído a alguien—. Recuerda mi nombre y vuelve a soñar conmigo.

Una luz, o quizá lo más parecido a una luz que puede surgir del abismo inunda la sala. La escultura se agita, vibra con un sonido impío, irresistible. El hombre cae al suelo retorciéndose. La creación a la que ha dado forma durante siglos consume su vida inmortal, sorbo a sorbo, gota a gota. Cuando el sonido cesa, cuando las formas blasfemas y profanas se disipan, el escultor, al que sólo unos elegidos conocían como Az’Grnzty, yace en el suelo. Ahora es todo piel y huesos. Todos sus órganos, todo su interior se ha podrido y descompuesto en una fugaz agonía.

***

El joven Fabrizio descuelga el móvil y escucha atentamente las palabras de su interlocutor. Algo desconcertado, responde con timidez:

—No sé qué decir. Gracias. Adiós.

Fabrizio, ahora un adolescente de dieciséis años, cierra la tapa del aparato. Su padre, el Maestro Soberano, reaparece unos segundos después abandonando el baño del camerino.

—¿Quién era? —pregunta curioso.

—El inmortal. Dice que ha cumplido su misión.

—Excelente, el momento no podría ser más adecuado. Qué glorioso. Un sacrificio como el suyo no sería capaz de afrontarlo ni el más santo de los mortales.

—¿Va a morir? —pregunta extrañado Fabrizio.

—Así es. Ha culminado un trabajo que inició hace una eternidad. Ha logrado capturar la forma esencial de su creador, de aquél que cayó derrotado por los rancios poderes que han negado la inmortalidad al hombre. Nuestro dios va a regresar. Ya no hay marcha atrás.

—Entonces lo que hemos logrado…

—Ha sido resucitar a un dios muerto. La cruel realidad es que nuestro culto ha adorado a una deidad vacía, sin vida. Las antiguas artes sólo nos agraciaban con migajas del verdadero poder. Pero ahora podemos capturar el tiempo. El inmortal fue el primero y el último en recibir la bendición. Ha penado toda su existencia, una eternidad, derrochando sus fuerzas para que el resto de los hombres contemplemos de nuevo la resurrección de nuestro dios. Él ha regalado su vida para que nosotros disfrutemos de la vida eterna.

—Entonces, todo cambiará.

—Por supuesto. Aplastaremos las infectas religiones que han divulgado el credo de la vida después de la muerte, de la reencarnación y de la inmortalidad del alma. Esos son los verdaderos cultos diabólicos. Nosotros, los que recibiremos la inmortalidad de la carne, arrasaremos a esos auténticos adoradores de la muerte. Reinaremos sobre una tierra que verá sucumbir a los nauseabundos hijos del útero. Estoy deseando arrancar con mis propias manos sus entrañas y gritarles: «¡Aquí están vuestras almas, arrastraos y enterraos en vuestras tumbas!».

—Debería estar alegre pero nada me demuestra que hemos triunfado.

—Nunca has sido nada ingenuo, hijo mío. Yo sí siento que nuestro dios está impregnando todas las cosas. El aire, los olores, la luz. Todo lo percibo de forma diferente. Pero no tengo nada para demostrarte que lo que digo es cierto. Sólo puedes hacer una cosa, precisamente algo que nos han enseñado los viejos y rancios credos. Tener fe.

El joven se acerca a su padre y le ayuda a abrocharse la pajarita del frac. Quedan poco más de treinta minutos para que empiece el concierto. Está nevando fuera y el frío se filtra por las ventanas del Musikverein de Viena en este primer día del año.

—Algo en el ambiente está transformándose. Apúrate y no tardes en vestirte y unirte a tu coro. Y alégrate, hoy debes cantar con todas tus fuerzas. La bienvenida debe ser apoteósica.

El joven abandona el camerino pensativo. Está algo incómodo, embutido en el traje de gala. Cuando termina de prepararse sube al anfiteatro y en el coro reflexiona sobre las palabras de su padre mientras calienta la voz. Intenta percibir los cambios, sentir lo que siente el Maestro Soberano. Pero está más nervioso por el evento que comienza en unos minutos. Es su estreno en el concierto de Año Nuevo, ante la sociedad más elitista de Viena. Cuando el telón se levanta, el público se pone en pie para aplaudir. Segundos después sale a escena su padre, el director de la Orquesta Filarmónica, saludando respetuosamente al público con varias reverencias. Vestido con un elegante frac, parece más deslumbrante que nunca. Da unos toques con la batuta a la partitura del atril y manda silencio. Por debajo de Fabrizio los músicos de cuerda relajan los brazos, su amigo Paul le hace un guiño con el trombón y la chica del arpa ensaya con los dedos sus movimientos en el aire. El director levanta las manos y contiene la ejecución de la apertura durante unos eternos segundos. Todos los instrumentos están afinados y las voces dispuestas para componer la melodía de una clásica partitura. El Maestro se impulsa y baja las manos con ímpetu.

La sinfonía de un nuevo mundo ha empezado.

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Comentarios

  1. marcosblue dice:

    Reconócelo, Rober, te encantaría haber inventado el napalm. Conozco un psicólogo muy bueno que puede conseguir que te deje de dar vueltas la cabeza sobre el eje del cuello… en fin, ya hablaremos. Me encanta el párrafo final, potente e inquietante.

  2. laquintaelementa dice:

    Señor Levast, yo quiero que me pases un poco de eso que bebes, o que fumas, o que te insertas en la vena… no sé… pero es una flipada este relato tuyo.

    Eso sí, miraré con lupa la director de la orquesta cuando retransmitan el concierto de año nuevo… 😉

  3. SonderK dice:

    una vez mas, este amigo que tenemos en común, el vanagloriado Rober, se deja la piel para recrear una atmosfera inquietante y a veces axfisiante, personajes logrados y final para recordar. Grande de nuevo.

  4. Walkirio dice:

    Lo reconozco: he tenido que buscar «legamoso» en el diccionario.

    Me desconcertó un poco el principio, pero el relato va ganando consistencia según avanzas. No da miedo, al menos a mí, y deja regustillo a película setentera de tendencias satánicas y tal.

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