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Shota-kun

por Relato ganador

7 de diciembre de 1941

El pincel se deslizaba suavemente sobre el papel impregnándolo de un tono bermellón, el mismo color que el plumaje del pájaro que se acurrucaba en la jaula, un i’iwi que su padre había traído de Hawai meses atrás, cuando regresó de un viaje en el que había acompañado como escolta al falso vicecónsul Morimura Tadashi. Kobayashi Shota miraba fijamente al ave, acariciando la idea de sacarla de su jaula y verla desplegar sus alas. Siempre lo había impresionado cómo unos apéndices de aspecto tan quebradizo eran capaces de elevar los cuerpos de aquellos seres a los que envidiaba: se imaginaba surcando las nubes entre el ruido del viento, desprendido de su propio peso, elevándose en los cielos.

La puerta se abrió y apareció el semblante solemne de su padre. Como de costumbre, llevaba puesto su uniforme, sin una sola arruga, terso sobre su cuerpo como una segunda piel. Tras él, como atenuada por la magnificencia del guerrero condecorado con el que se había casado, su madre entró silenciosa. Sus ojos estaban enrojecidos, pero Shota lo atribuyó a su delicada salud.

Su padre se acercó a él, y se mantuvo a su espalda en posición de descanso, silencioso. Su madre también se colocó a su lado, ojeando las pulcras carpetas en las que decenas de acuarelas se apilaban.

Las palabras que no podía pronunciar le quemaban el estómago y la garganta mientras luchaba por no llorar: no podía decirle a su hijo que el tácito acuerdo entre su padre y ella había desaparecido, que la fantasía de que podría conservar a su hijo pequeño —el frágil y desestimado por el soldado con el que lo había concebido— tras haber entregado al hermano mayor, había acabado. No podía decirle que su padre había recordado que tenía otro hijo sólo después de que el primero hubiera muerto en Indochina hacía poco más de un año, luchando por arrebatar la península de las manos de Francia, lo que para ella resultaba tan absurdamente distante como si lo hubieran enviado a pelear contra unos invasores de Marte. No podía decirle que no poseía la voluntad para arrebatarlo de las manos del hombre que lo miraba impasible, como sopesando su potencial de combate, que ni siquiera había malgastado aliento discutiendo la situación con ella, que simplemente le había hablado del futuro de su hijo con la misma voz monótona con la que habría presentado un informe logístico: en los ojos del capitán Kobayashi Daichi se apreciaba la ausencia del mero concepto de drama personal, la carencia de compasión frente a una tragedia individual. No podía decirle que quería que la perdonase por dejarlo a merced de un mundo que exigiría su vida como se la había exigido a su hermano.

Había tanto que no podía decirle que sólo pudo hacer una observación sobre los dibujos que apenas miraba:

—Siempre dibujas pájaros…

Shota la miró, incapaz de percibir el dolor ahogado:

—Sí. Me gustaría volar como ellos.

Su padre le puso una mano en el hombro, un gesto que habría podido parecer afectuoso en cualquier otro.

—Volarás, hijo.

Su madre cogió el pincel con la delicadeza con la que no podía abrazarlo, lo aclaró en el cuenco de agua y lo secó con un trapo. Después lo guardó en una caja de madera lacada con una fina flor de cerezo taraceada en una esquina de la tapa. Años más tarde Shota no recordaría con claridad la cara de aquella mujer, pero sí sus manos pálidas junto a la flor. Su padre lo acompañó fuera de la habitación, mientras ella seguía con la mirada perdida en el agua en la que había lavado el pincel, donde los pigmentos carmesíes la habían teñido dándole el aspecto de un símbolo ominoso: un cuenco de sangre.

Shota tenía trece años la última noche que pasó en la casa paterna antes de partir hacia la escuela militar. Aquella madrugada en Japón fue la mañana de muerte que seis mil quinientos kilómetros más al este dejaba más de dos mil cuatrocientos cadáveres en el puerto de Pearl Harbor, ideogramas de carne rota con los que se rubricaba el sueño de un imperio delirante.

4 de junio de 1942

Había pasado medio año. Kobayashi era el cadete más joven de la Academia Aérea Naval de Kasumigaura. Su padre había pedido como favor especial que lo aceptaran tan pronto. Su padre había nacido el 1 de agosto de 1894, el mismo día que se declaró la primera guerra chino-japonesa, como si las estrellas manifestaran de esa manera que había sido creado para luchar. Su historial lo corroboraba. Había sido héroe en la batalla de Tsingtao contra el conde Maximilian von Spee, donde Japón había derrotado a Alemania. Había servido en el Hosho, el primer portaaviones del mundo, cuando los pilotos aún se enfrentaban como perros del aire en frágiles biplanos y podían verse las caras en medio de maniobras mortales. En 1931 había luchado en Manchuria hasta que ésta se convirtió en Manchukuo. Había vuelto a enfrentarse a China en el 37. Por último había luchado junto a su hijo fallecido en Indochina. No pudieron negarle el favor, igual que no pudieron negar su petición de que se tratara a su hijo como a un adulto.

En su afán imperialista, el sistema educativo parecía tener como objetivo la psicopatía inducida. Entre 1867 y 1912 el Meiji había decidido convertir un país medieval en una nación industrializada. Pero una sociedad que se ha forjado sobre el predominio de una casta guerrera no puede desprenderse del ansia de sangre como de un trapo viejo. Uno de los principios del samurái había sido el ai uchi, la destrucción mutua: filosóficamente representaba la capacidad de un guerrero para despreciar su propia vida y con ese vacío interior ser capaz de entregarse a la muerte propia y de su oponente. Esa entrega enfermiza se había idealizado, y el sacrificio era considerado un honor. En el santuario Yasukuni se deificaba a hombres comunes, soldados caídos en aras del deber que se convertían en eirei, espíritus guardianes del país. Para grabarlo en las mentes de las nuevas generaciones, los monumentos a los caídos tras la victoria contra Rusia en 1905 no se edificaron en los templos, sino en las escuelas. Se trataba del teatro perfecto para cualquier guerra: una nación educada para la muerte.

Toda esa obsesión se multiplicaba en la academia. Cada día era exactamente igual al anterior: el estudio agotador de matemáticas, historia, logística, estrategia, los entrenamientos físicos, el adoctrinamiento. Cada mañana, a primera hora, un profesor les repetía un párrafo del manual de instrucción como si fuese un sutra: «Ten en cuenta que al ser capturado no sólo deshonras al Ejército, sino que tu familia y tus padres jamás podrán levantar la cabeza de nuevo. Siempre guarda la última bala para ti».

Las paredes de las aulas estaban cubiertas con mapas del Pacífico Sur, con pequeñas banderas blancas marcadas con el círculo rojo clavadas en los territorios que en los meses anteriores había ido ocupando el Imperio: Sumatra, Singapur, Timor, Borneo, Java… Ese era el otro puntal de la propaganda, exaltar el orgullo del conjunto, no del individuo, grabar a fuego la noción de que cada hombre era una débil vara impotente, pero que el haz era irrompible. La grandeza era del país, lo que sólo dejaba al individuo las miserias, y la debilidad no era más que una imperfección personal. El sacrificio en mayo del portaaviones Shoho había permitido a los pilotos navales hundir el USS Lexington en el Mar de Coral, inflamando los sentimientos belicistas, olvidando a la tripulación muerta.

Aquel 4 de junio, poco antes de la hora del almuerzo, Shota practicaba por primera vez con un arma, un fusil de cerrojo. Salvo para la pintura, nunca antes había destacado en ninguna actividad manual. Su torpeza hizo que el mecanismo que expulsaba la vaina de la bala le atrapara la mano, haciéndole un profundo corte entre el índice y el pulgar. Como el niño que era lloró mientras lo llevaban a la enfermería. Horas más tarde sus compañeros lo insultaban y lo golpeaban por ello. Tras aquello, ahogó parte de sí mismo en su interior, no por miedo a futuras agresiones, sino avergonzado de su incapacidad para soportar el dolor. El sistema demostraba que era eficiente y brutal.

Muchas cosas cambiarían esa mañana, en la batalla de Midway. Desde la madrugada un centenar de aviones japoneses se preparaban para atacar el puerto: cazas Mitsubishi A6M Zero, torpederos Nakajima B5N, bombarderos de picado Aichi D3A. Para la defensa el almirante Chester Nimitz contaba con todo lo que había podido reunir, Grumman TBF Avenger, Martin B-26 Marauder, Douglas SBD Dauntless, SB2U Vindicator, Douglas TBD Devastator, Grumman F4F Wildcat. Durante más de trece horas en el cielo los combatientes trazaron veloces líneas de acero bruñido y plomo ardiente, precisas y letales como los cortes de un cirujano furioso. Los errores del almirante Nagumo Chuichi sembraron el lecho marino con cuatro de sus portaaviones, un crucero pesado, doscientos sesenta aviones y más de tres mil hombres.

El Imperio no lo sabía aún, pero esa había sido una herida que no pararía de desangrarlo hasta el final de la contienda.

13 de abril de 1943

Desde hacía un tiempo la censura no permitía que la imagen de la guerra fuese clara. De manera inexorable, la pérdida de terreno del Imperio había tenido la cadencia de un goteo. Hasta ese momento la superioridad de los Zero había sido evidente, pero con la llegada del Grumman F6F Hellcat y el Chance Vought F4U Corsair, las deficiencias estructurales de los cazas japoneses y la pérdida de pilotos experimentados eran cada vez más patentes.

Shota conocía todos esos aviones de sus clases, un catálogo de nombres exóticos que parecían las designaciones de míticas entidades vengativas. Eran los aviones contra los que seguramente combatiría cuando tuviera edad suficiente. Lo estaban entrenando para conocer a su enemigo, no sólo sus máquinas, sino su manera de luchar. Acababa de recibir una clase sobre la «Onda Tasch», la formación con la que los americanos habían conseguido hasta ahora equilibrar con los Zero sus aviones inferiores.

Shota comía todo lo rápido que podía. Gracias a la intervención de su padre sus compañeros cadetes eran mayores que él, y lo trataban con una condescendencia que lo obligó a alejarse de ellos. Así, el resto de la hora del rancho lo pasaba vagabundeando por las pistas de aterrizaje, viendo a los aviones realizar las maniobras de despegue y aproximación. Ese día, caminando sin un destino concreto, entró en el hangar número siete. Un avión, un Nakajima A4N, permanecía a la espera de ser reparado, con parte de las alas y la cabina marcadas por huellas de impactos. Se trataba de un modelo ligeramente obsoleto, pero Shota sentía curiosidad. Se acercó a él y se subió a una de las escalerillas que se erguían hasta el motor, expuesto como al principio de una delicada operación de cirugía. Pasó la mano para notar el contacto del metal. En un momento la detuvo junto a un corte en el nacimiento del ala. La coincidencia de la cicatriz de su mano y la del fuselaje, como si una fuese continuación de la otra, parecía poner de manifiesto su destino. Se sintió atemorizado, pero reconfortado a la vez, como quien logra por fin desprenderse de la ansiedad de una profecía.

Unas horas antes, el almirante Yamamoto Isoroku, la mente que planeó el ataque de Pearl Harbor, se encontraba en el Mitsubishi G4M Hamaki que caía en picado después de que lo derribara una escuadra de Lockheed P-38 Lightning junto a su escolta. Era la culminación de la Operación Vengeance, surgida de la captura fortuita de una comunicación por el personal de Guadalcanal. Cuando el ejército japonés recuperó los restos del almirante de la isla de Bouganville, no encontraron ni sus condecoraciones ni su espada.

20 de junio de 1944

Al comprobar cómo de manera casi intuitiva aquel chico dirigía el avión, el teniente Yukio Seki, instructor de vuelo, se sintió orgulloso. Se trataba de un cadete de diecisiete años que se enfrentaba a su primer vuelo de entrenamiento. Y en aquel Mitsubishi K3M Pine, parecía que había sido concebido con el aire como su medio natural.

Esa era la nueva generación que necesitaban, individuos capaces de enlazarse con el aparato como un simbionte: un ave biomecánica de guerra, el hombre y la máquina fundidos en una unidad letal, una entidad en la que la distinción entre piel y fuselaje era irrelevante. Sólo una pequeña parte de sí mismo se entristeció: incluso el mejor piloto, en una guerra como la que estaban luchando, tenía muchas probabilidades de ser el mejor piloto muerto.

Shota había encontrado por fin su sitio: surcando el cielo, sin saber que una vez fue una fantasía recurrente para él, se imaginaba trazando arriesgadas maniobras contra sus enemigos, esquivando fuego antiaéreo. Notar la potencia de aquel aparato bajo su control lo hacía sentirse invulnerable. Imaginó las cotas de destreza que alcanzaría, el respeto que haría ganar a su futura unidad, el reconocimiento de sus oponentes, cómo se convertiría en una pieza esencial y precisa de la maquinaria imperial.

Shota estudiaría con Yukio aquel verano, hasta que en septiembre al instructor lo trasladaron a Tainán, y poco después a la flotilla 201 de Filipinas.

Aquel día de su primer vuelo fue también el día de la derrota en la Batalla de Filipinas, otra oda a la catástrofe: había durado dos días, y se había perdido casi la totalidad de los seiscientos ochenta aviones que habían salido a combatir, así como varios portaaviones. La propaganda lo ensalzó como una demostración de voluntad de un pueblo que no se doblega ante los enemigos cada vez más cercanos a sus puertas. Esos mismos enemigos emplearon una expresión menos honorable para el enfrentamiento: lo llamaron «el tiro al pato de las Marianas».

25 de octubre de 1944

Shota había recibido un paquete. Lo acompañaba una carta de su padre:

Te escribo para informarte de que tu madre murió el día 19 de octubre a las 17:52 horas. El funeral tuvo lugar al día siguiente. He preferido no enviarte antes esta carta para no distraerte de tus obligaciones.

Tu padre.

P.D.: En el paquete adjunto hay algo que tu madre me pidió que te enviara.

Shota deshizo el nudo del cordel que rodeaba el papel de embalar. Dentro había una caja de madera, con una flor de cerezo en su tapa. La miró como si aquel objeto le hubiese llegado por error, como si estuviese destinado a otra persona. Sin abrirla, la depositó en el baúl en el que guardaba sus escasas pertenencias, y arrastró éste debajo de su camastro.

No supo por qué, pero pensó en un pájaro rojo enjaulado. Agitó la cabeza para apartar la imagen.

En otro lugar del mundo, Yukio Seki llevaba a cabo las últimas comprobaciones antes del despegue hacia el golfo de Leyte, en el marco de la Operación Sho. Seis días antes el vicealmirante Onishi Takijiro planteaba en la isla de Luzón una nueva táctica de ataque: cargar los Mitsubishi A6M2 con bombas de doscientos cincuenta kilogramos y hacer que sus pilotos se estrellaran deliberadamente contra los portaaviones enemigos. La cúpula militar de la Primera Flota Aeronaval deliberó durante dos días antes de dar luz verde al plan del vicealmirante. Enviarían a sus pilotos a la muerte, pero ¿acaso no era aquello lo que todas las naciones civilizadas hacían con sus soldados? La lógica de Onishi sólo era de una honestidad despiadada. Así nació la Unidad Especial de Ataque Shinpu, conocida en Japón como tokkotai, y en el resto del mundo, por un error de traducción de la inteligencia americana, kamikaze. A Yukio el propio comandante Asaiki Tamai le había pedido que encabezara el grupo Shikishima.

Cerca de la isla de Suluán encontró su objetivo, la unidad del vicealmirante Clifton Sprague. El fuego antiaéreo y los disparos de los cazas enemigos que partían de los seis portaaviones formaban una nube de insectos ardientes a su alrededor. Yukio no pensaba en nada, ni siquiera era consciente de si los cuatro A6M5 que acompañaban a su grupo seguían a su lado. Aceleró su avión en picado, embriagado por la velocidad, soñando despierto que, en el momento del impacto, renacería de nuevo de los restos de un útero de acero retorcido y queroseno ardiente.

Cuando chocó contra la cubierta del USS St. Lo, Yukio Seki tenía veintitrés años y apenas llevaba casado seis meses.

26 marzo de 1945

La «Gran Manta Azul» había sido otro de los desarrollos tácticos de John Thach, y estaba reduciendo drásticamente la efectividad del tokkotai. Los americanos esperaban que eso disuadiera a su enemigo, pero no eran capaces de comprender el poder de negación de la realidad de toda una nación.

Shota y sus compañeros eran aleccionados sobre las nuevas tácticas de combate. El gyokusai, la carga de infantería que luego sería conocida en el mundo como «carga banzai»; el kikusui, la combinación de ataque naval desesperado y el tokkotai. El joven cadete se preguntó a qué se debían los nombres. Gyokusai, literalmente «jade hecho pedazos». Kikusui, «crisantemo flotante». Aquellos nombres no podían ocultar lo que designaban: ataques suicidas, cargas sanguinolentas y desesperadas, el hedor de los cuerpos muertos desparramados en los charcos de sus propias heces bautizados con delicadas imágenes poéticas. La negación alcanzaba ya un nivel de eufemismo ridículo. Años atrás se habría sentido asqueado.

Aquel día era su cumpleaños, pero Shota lo había olvidado.

Aquel día, además, caía Iwo-Jima. Los North American P-51 Mustang habían masacrado la aviación, las superfortalezas B-29 habían hecho temblar la isla durante dos meses. El teniente general Tadamichi Kuribayashi, defensor de la isla, no se vio obligado a suicidarse: un destino más benigno había decidido matarlo tres días antes. Su cuerpo nunca fue recuperado.

7 de abril de 1945

«¿Qué hace la Marina?» Esas habían sido las palabras del emperador Showa. Ito Seiichi aún creía escucharlas. No había esperanzas, las posiciones japonesas se desmigajaban día tras día. Pero si el emperador podía albergar la más mínima sospecha de que sus comandantes habían actuado con negligencia, estaba en su mano despejar las dudas sobre su honor y el de sus hombres. Y así, el día anterior había comenzado la operación Ten-Go. El Yamato, un juggernaut marino, el acorazado más grande jamás construido por la marina japonesa, partió en dirección al frente de Okinawa, acompañado por otras nueve naves. Desde el Estado Mayor hasta el último marinero, todos sabían que aquella era una misión sin retorno. En eso consistía aquel estamento militar psicótico: un alto mando de sádicos y un ejército de masoquistas.

Setenta y dos mil toneladas, ciento cincuenta mil caballos de potencia, un leviatán tripulado por dos mil setecientas cincuenta personas fruto de una ingeniería alucinatoria y megalómana. Sobre él se precipitaron como aves de presa metálicas ciento ochenta cazas, setenta y cinco bombarderos y ciento treintaiún torpederos, como mortales enfrentados a un titán rescatado de una mitología olvidada. Herido, escorándose a babor, sus sistemas de contrainundación sorbieron agua marina hacia los compartimentos de estribor para compensar el peso y mantenerse erguido; el agua ahogó cientos de marineros cuyos cadáveres permanecieron flotando en sus entrañas el resto del combate, como un sacrificio propiciatorio para un dios de la guerra, hasta que los depósitos de munición fueron alcanzados por un torpedo y literalmente se partió por la mitad.

Shota cerró su cuaderno. Salió del aula y se dirigió hacia los barracones. Al salir, frente a la pista de aterrizaje, lo esperaba el capitán Mishima.

—Kobayashi, concédeme un momento —Shota se detuvo—. Tengo una mala noticia que darte: tu padre ha sido derribado.

Mishima le entregó una bandera plegada, la bandera del sol naciente.

—Hay algo dentro, algo que tu padre quería que tuvieses cuando él muriera.

Shota no sabía qué decir.

—Fue un hombre valiente. Mis respetos.

El silencio del cadete incomodaba al capitán, así que lo saludó y se dirigió a los hangares.

Shota desenvolvió lentamente la bandera que era el símbolo de la Armada Imperial. En su interior había un tanto, un cuchillo que era una obra de artesanía de una época anterior a la era Meiji, una reliquia casi. No podía ser de otra manera: lo único que su padre había podido regalar al único hijo que le quedaba había sido un arma.

Shota volvió a guardar el cuchillo entre los pliegues de tela. No podía sentir nada.

El 21 del mes siguiente los aliados declararon segura la zona de Okinawa.

31 de julio de 1945

No había hangares, eso fue lo primero que llamó la atención de Shota. Los aviones en las pistas estaban cubiertos con lonas. La Base Aérea Naval de Usa se había convertido en febrero en una base de entrenamiento del tokkotai. El 21 de abril treinta B-29 la habían reducido a escombros. Luego había sido reconstruida. Luego volvería a ser bombardeada. Luego volvería a ser reconstruida. Este escenario se repetiría a intervalos regulares. Por eso no había hangares: era la primera vez que se reconocía que volver a edificarlos sería un esfuerzo absurdo.

Sus instructores lo habían enviado a aquella base para un entrenamiento especial. El capitán Takada, antiguo compañero de su padre y el máximo responsable de la base, lo había saludado personalmente.

Su adiestramiento correría a cargo del teniente Hideyoshi, quien había recibido a los cadetes a las puertas de la sala de operaciones, un simple edificio de madera pegado a los barracones, junto a cuya puerta había colgada una tabla caligrafiada. Su texto recogía una sentencia del Hagakure de Yamamoto Tsunetomo: «El camino del samurái es la desesperación».

Era el cuarto día de su entrenamiento, donde le estaban enseñando a hacer despegues en pistas imposiblemente pequeñas y descensos en picados terribles. Le estaban enseñando a pilotar a pocos metros por encima del nivel del mar. Estaba aprendiendo a aproximarse a la superficie de aterrizaje acelerando en lugar de reduciendo la velocidad, y no era capaz de comprender la utilidad de aquellas técnicas.

Sólo por la tarde lo comprendió, cuando le explicaron con detenimiento la estructura de un portaaviones. Pero no se trataba de un portaaviones como los que los llevaría a la zona de combate, sino uno de los enemigos: la posición de los elevadores principales, los de popa y proa, los punto óptimos de impacto. «Impacto», había dicho el teniente Hideyoshi. No habría lucha, no habría nada de la liberación que para Shota significaba ser un piloto de combate, no habría más gloria que la póstuma: Shota asistió a la segunda traición de sus sueños. Pero no pudo preguntarse a sí mismo cómo había sido posible que su fantasía infantil, una vez cumplida, se hubiera desvirtuado de una manera tan grotesca.

Shota había llegado a la base el día 28, en el momento en que Suzuki Kantaro daba por terminada la conferencia de prensa en la que rechazaba la Declaración de Postdam firmada dos días antes por Churchill, Truman y Stalin.

6 de agosto de 1945

La ciudad de Kasumigaura recibía su nombre del lago junto al que se asentaba. A pocos kilómetros existía un pequeño templo budista en el que vivía Ryuichi, el tío de Kobayashi. Shota no se había parado a pensarlo, pero la elección de la Academia Aérea Naval de Kasumigaura por parte de su padre como la institución en la que debía formarse había estado definida por ese hecho: Kobayashi Daichi delegaba de esa manera sus inoportunos deberes familiares en su cuñado.

Shota iba a visitar a su tío para despedirse. Como en las otras escasas ocasiones en las que lo había hecho, aquella acción no era más que un quehacer programado.

Ryuichi estaba junto a un estanque, recitando los sutras, con las carpas doradas como único público. Shota era sintoísta, por el mero hecho de que se le había asignado la religión oficial de la misma forma que habían elegido su nombre. Cuando el monje terminó sus rezos y vio a su sobrino, sonrió:

—Shota-kun, me alegra verte. ¿Quieres un poco de té?

—No, gracias, tío, no tengo mucho tiempo. He venido a despedirme.

No había ninguna inflexión emocional en la voz de Shota, pero Ryuichi sabía que la impregnaba algo ominoso.

—¿Te han encomendado una misión?

—Sí, mi primera misión. Y la última.

Ryuichi había oído hablar del tokkotai. Para un hombre que consideraba sagrada incluso la vida de un insecto, aquello le parecía algo horrible. Pero la manera en la que su sobrino simplemente le indicaba su propio destino atroz, como si no fuese más que una pequeña digresión, le pareció algo monstruoso. Notó que los ojos se le humedecían, e inmediatamente vio que su sobrino apartaba la mirada, incómodo por aquella reacción emocional. Ryuichi se contuvo:

—¿Cuándo? —como si aquello importase en realidad.

—Dentro de diez días.

Hablaron algunos minutos más, pero ambos tenían la desagradable impresión de estar intercambiando frases huecas como autómatas. Cuando se despidieron, su tío se sintió invadido por la impotencia, ni siquiera sabía qué decir al joven que se alejaba por el camino que llevaba a la puerta del templo.

Ryuichi sintió que había perdido a su sobrino, pero no aquel día, o cuando se estrellase días después contra la cubierta de un portaaviones, sino que aquel niño sensible al que había visto crecer se había ido deshaciendo como el hielo bajo el sol. Intentó aferrarse a la idea de que en este mundo ni siquiera un copo de nieve cae donde no tiene que caer, pero su convicción parecía haber sido puesta a prueba.

Shota se alejó del templo. Siguiendo las instrucciones del teniente Hideyoshi había considerado que era su deber informar de su situación a la única familia que le quedaba. Pero en su fuero interno no lograba encontrarle un sentido más profundo a la visita a su tío.

La visita había tenido lugar la misma mañana en que en Hiroshima todas las agujas se fundieron en las esferas de sus relojes a las 8:15, deteniendo el tiempo en el minuto exacto en que se grabaron en los edificios siluetas de fantasmas confusos: hombres, mujeres y niños habían desaparecido, pero la fisión descontrolada del uranio irradió suficiente energía como para congelar sobre las paredes sus sombras, como si estas no hubieran podido asimilar que las personas que las proyectaban se habían evaporado.

16 de agosto de 1945

El teniente Hideyoshi estaba pálido. A su lado el capitán Takada permanecía firme. El día anterior Korechika Anami, ministro de guerra, realizaba el seppuku, incapaz de sobrellevar su vergüenza, y el pueblo japonés oía por primera vez en su historia la voz de su emperador. Hirohito radió por todo el país el texto de la rendición oficial, en la que instaba a civiles y militares a acatar las órdenes de la fuerzas de ocupación del general MacArthur. Esa misma tarde Matome Ugaki, el vicealmirante de la Quinta Flota, traicionaba la orden enviando a los cielos una última escuadra de tokkotai. Matome era uno de esos hombres incapaz de aceptar una derrota.

El teniente Hideyoshi era otro. Lucía su uniforme de gala, y una mancha de humedad le oscurecía el vientre y se extendía poco a poco por sus ingles. El estómago de sombra, el kanshi, el suicidio de protesta contra la decisión de un superior. Shota, firme junto a sus compañeros en la sala de operaciones del Grupo Especial, podía imaginar la palpitación de sus intestinos, retenidos sólo por la presión del vendaje aplicado inmediatamente después de la sección horizontal del estómago.

—Hemos recibido la orden de rendirnos, hemos sido humillados. Pero no creáis que hemos sido derrotados. El enemigo no puede atomizar nuestro espíritu, no puede volatilizar nuestra voluntad.

Hideyoshi se interrumpió por una violenta arcada que retuvo apretando las mandíbulas. Cuando se tragó la sangre continuó:

—El capitán Takada nos informa de que nuestras órdenes son que hoy no despegaréis. Se os niega el honor de combatir. He levantado una queja formal, pero no he sido escuchado.

El sudor le recorría la frente y las axilas, y en ese estado febril acariciaba la quimera de un país convertido en una tumba, un fin apoteósico con decenas de millares de cadáveres tapizando el horizonte, una sinfonía de miles de hecatombes. Dos millones de muertos no parecían ser suficientes para su disparatada contabilidad de gloria y defunción. Se desabotonó la guerrera con dedos temblorosos, dejando al descubierto los vendajes empapados. Introdujo la mano entre los pliegues de la tela, y extrajo de su interior una magnolia monstruosa, un racimo de tubos carmesíes que mostró a los cadetes. Las piernas renunciaron a sostenerlo, y se arrodilló pesadamente.

—Cumplid con vuestro deber.

Shota y sus compañeros salieron de la sala de mapas en silencio. Caminaron por la pista de aterrizaje donde los aviones permanecían inertes, piezas innecesarias de un futuro inesperado. Habían recibido órdenes del capitán Takada de que debían esperar nuevas instrucciones fuera del cuartel. Sus superiores los dispersaban por los hoteles del pueblo en previsión de otro ataque no autorizado.

Cuando el camión de la policía militar los dejó en la plaza los cadetes se miraron unos a otros. Sus intimidades mutiladas carecían de la empatía necesaria para darse palabras de ánimo, y se despidieron de manera torpe y tímida. Mientras se alejaba de camino a la dirección de su hotel asignado Shota se preguntó cuántos de ellos seguirían vivos a la mañana siguiente.

Subió a la habitación y dejó el baúl en el suelo. Con la mente en blanco depositó sus pertenencias sobre el futón. Se dio una ducha, y salió vestido con una simple yukata. Abrió su cuaderno de apuntes, pero no fue capaz de escribir una sola línea. Inspirando profundamente, apartó la idea de dejar una nota, ¿qué tenía que decir? Había sido un niño convertido de la noche a la mañana en soldado, y su cuerpo desnudo de cintura para arriba atestiguaba esa síntesis contradictoria: la uniformidad infantil de la epidermis de una piel sin historia personal relevante, la musculatura reafirmada por el ejercicio físico y la dieta controlada. No recordaba más vida que la monótona disciplina militar; sus pensamientos propios, si es que los tenía, no interesaban a nadie. Así que desenvainó el tanto que le había entregado el capitán Mishima, y envolvió cuidadosamente parte de la hoja con un pañuelo blanco. Era importante seguir el ritual, aunque a Shota le resultaba un poco absurdo preocuparse por los cortes en los dedos cuando iba a rajarse el estómago. Sostuvo el cuchillo apoyando la punta en su costado izquierdo y se quedó mirando fijamente al frente. Simplemente estaba reuniendo fuerza de voluntad, pero no pudo evitar que sus ojos se demoraran en uno de los objetos que reposaban frente a él, una caja de madera lacada con una flor de cerezo en la tapa. Aquello era casi como un objeto de otro mundo, un fragmento que no encajaba en su actual contexto, aunque tuvo una leve sensación de recuerdo: un pincel deslizándose sobre una hoja de papel. Cerró los ojos para concentrarse de nuevo, y comenzó a sudar levemente. Se sentía extraño, como si aquel pedazo de madera hueca reactivara sinapsis en su cerebro largo tiempo aletargadas. Sentía que las manos también se le humedecían, y agradeció el pañuelo del que hacía unos minutos había dudado de su utilidad. Recordó como un sueño los dedos que habían acariciado la tapa junto a la flor de cerezo, y sintió una ligera náusea. Las manos le empezaron a temblar. Recordó lo que había guardado en la caja. Y apretó los dientes, arrojando el cuchillo lejos de su cuerpo, frustrado al no comprender por qué no podía matarse.

Se levantó y abrió la ventana, dejando que la brisa entrase, y cerró los ojos, imaginando que surcaba el aire libre de su propio peso.

Eran las 6 de la noche, el mismo momento en el que el vicealmirante Onishi moría: como tantos otros se había abierto el vientre, pero había fallado al intentar cortarse la garganta y después había rechazado toda atención médica. Su agonía había durado dieciséis horas.

20 de agosto de 1945

El emperador Showa ya no era descendiente de Amaterasu, tal como había recogido la Constitución de 1889. Shota caminaba junto al lago Kasumigaura, y entró en el templo en busca de su tío. Lo encontró como la última vez, junto al estanque de las carpas. Esperó a que terminase sus rezos junto al agua.

Cuando su tío lo miró comprendió inmediatamente el conflicto que asolaba a su sobrino. Shota también supo que no necesitaba explicar todo desde el principio.

—Intenté suicidarme, pero no pude. Y no sé por qué no lo hice. Soy un cobarde.

Kobayashi miró a su tío con la intensidad dolorosa de un hombre que necesita respuestas.

—Durante estos años lo único que he aprendido es a morir. Ahora que la guerra ha terminado, ¿qué me queda?

Su pregunta quedó flotando en el aire, y el eco de esas tres palabras pareció ampliarse hasta inundarlo. Resonó en el interior de Shota y algo ahí se fracturó: en la intimidad ahogada por el soldado en que lo habían convertido, el niño que soñaba con volar pareció alzar la mirada, y una lágrima recorrió su mejilla.

—¿Qué me queda?

Un poeta dijo una vez que las lágrimas son como la luz, y que como ésta, una vez que inician un movimiento no se las puede hacer regresar nunca al punto de partida. A pesar de su vergüenza, Shota no podía retenerlas, lloraba los cinco últimos años de su vida.

—Shota-kun…

—¿Qué me queda?

El monje permaneció unos momentos en silencio, antes de mirarlo con unos ojos llenos de compasión y afecto, porque comprendió que aunque estaba desolado, había recuperado a su sobrino.

Le puso una mano sobre el hombro y le habló muy despacio:

—Lo que te queda, Shota-kun, es lo que le queda a todo el mundo: toda una vida.

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Comentarios

  1. levast dice:

    Perfecta mezcla de historia bélica y drama humano. Una gran combinación de personaje anónimo viviendo en una descarnada encrucijada histórica. Y la locura de la guerra en toda su crudeza. Enhorabuena.

  2. laquintaelementa dice:

    Me encanta, pero me sobran modelos de aviones y me falta algo más de los sentimientos de un adolescente japonés. De hecho, no necesito saber el nombre de ningún avión con escenas como la del 7 de diciembre de 1941. (K)

  3. SonderK dice:

    grande, muy grande historia, genialmente escrita, con la crudeza de la guerra absurda y la poesia que solo consiguen estos locos japoneses, digno relato ganador, mi enhorabuena.

  4. Juan Sanmartin dice:

    Tratando de ser lo más objetivo posible, cosa que contigo, por razones que no es difícil imaginar, no siempre consigo, te diré uno de los logros de tu relato ha sido la maestría en crear, mediante unas pocas pinceladas, esa asfixiante atmósfera de locura colectiva que a veces asalta a los pueblos a lo largo de su historia. Hay algo obsceno en esa obedicencia ciega, esa represión total de los sentimientos. He tenido la misma sensación que cuando leí un cuento de Mishima titulado «El patriota». En cuanto al final era, sinceramente, el más lógico. Y lo digo como un elogio. Lo que realmente nos emociona de cualquier autor es que nos haga ver algo que ya sabíamos de antemano pero que no encontrábamos la manera de expresarlo.

  5. xtobal dice:

    Estooo digo yooo que si en la escuela esa el Sota-Jun no coincidió con el maestro Chete y el maestro Mino que por aquella época estaban dando clases de Taichi-Kun-Cho. Algo me da que se encontraron y por eso se retiraron al monasterio para que no les tiraran como pollos tomateros sin paracaidas. Un saludo.

  6. marcosblue dice:

    Mi querido Saúl: Me resulta increíble la capacidad de documentación que tienes, es admirable. Pero lo mejor es que sepas unir toda esa información a una historia que a mí me ha hecho reflexionar; ahondas de lleno, y en eso coincido con Juan, en un hueso que siempre vamos a tener que roer, lo estamos royendo en nuestros días: ¿Cómo es posible que algo así haya sucedido? Pues sucede. Y sigue sucediendo. Es importante que alguien nos haga ver, de vez en cuando, el núcleo de la locura. Como crítica, como piloto frustrado que soy (vivan los juegos de ordenador) te diré que los aviones no se nombran con la nomenclatura del fabricante: un «Mitsubishi A6M2» es un Zero, y un «Chance Vought F4U Corsair» es un Corsair a secas, una mole de avión que jamás pensaron que pudiera ser tan ágil en el aire (y además había que meterle mucha cantidad de plomo para echarlo abajo). Pero esto queda como anécdota, has hilado un grandísimo relato.

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