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La vida muere, deja que ellos acudan a ti

por

La noche es demasiado fría incluso para esta época del año. Parte de la ciudad está a oscuras por culpa de un apagón. El viaje en el taxi es lento. Un manto negro cae sobre nosotros sólo cortado por el paso de las luces de los coches. Algo flota en el ambiente. Está claro que nada va a salir bien. El taxista se vuelve loco buscando alguna emisora que le llame la atención. De vez en cuando un ruido de interferencias nos sobresalta a los dos. La oscuridad impone un respeto demasiado grande como para ser evitada. Cruzamos una calle solitaria y a oscuras. No se ve nada detrás de los cristales del coche. Apenas puedo ver el rostro del taxista, salvo por el recorte de la silueta de su cara ligeramente iluminada por las luces del salpicadero. El conductor apaga la radio. Silencio y oscuridad.

Llegamos a la comisaría. En esta parte de la ciudad sí tienen luz. Allí me recibe un tipo alto, entrado en carnes con cara de perro. Me invita a pasar a su oficina y comienza a interrogarme.

Sus preguntas son directas. Quiere saber si conozco a Max.

—Claro que lo conozco, somos amigos desde la infancia —le respondo.

Sus preguntas resultan inquietantes y un poco extrañas. Que si mi amigo se droga. Que si mi amigo sufre trastornos mentales… una serie de estupideces desde mi punto de vista.

—Max es una persona normal, completamente cabal e integrada en la sociedad —termino sentenciando. Luego me pide que me levante y lo acompañe.

Cruzamos la comisaría. Es un lugar en el que la tensión se respira. Incómodo, abrasador, denso, cruel y deprimente. Llegamos a la morgue y allí nos espera un doctor bajito con el pelo gris y grandes gafas que viste una bata verde manchada de sangre. El tipo desprende un olor a formol que tira para atrás. Me llevan ante un cuerpo tapado con una sábana. Sin paños calientes retiran la sábana y me dicen que si ese cuerpo es el de Max. La primera impresión me rompe por dentro. Me flaquean las piernas y por un momento creo que voy a caer al suelo. Es Max, o lo que queda de él. No es fácil asimilar la visión del cadáver de un conocido, pero si a esto le añadimos que su cuerpo está completamente cubierto de inscripciones extrañas, los párpados de sus ojos están quemados y le faltan mechones enteros de pelo, pues todo ello nos deja una sola vía de escape… vomitar en el suelo.

Una vez recuperado el doctor tiene a bien informarme de todo. Las inscripciones se las ha hecho él, probablemente con un cuchillo. Grabadas a sangre y carne en su cuerpo. Los párpados también se los ha quemado rociándose ácido o algún tipo de agente abrasivo. Y, por supuesto, el pelo también se lo ha arrancado él. Lo han encontrado desnudo y tendido en el suelo de su apartamento. Una vecina avisó a la policía por los alaridos que se escuchaban desde la casa de Max. Según el doctor ha fallecido de un ataque cardíaco.

La policía me despacha y me mandan a casa advirtiéndome que no salga de la ciudad por si tienen más preguntas que hacerme. Cojo otro taxi y vuelvo a cruzar la oscuridad de la ciudad. Algunos barrios sí tienen luz y se convierten en casi un refugio. La noche está entrando dentro de mi cuerpo. Max es como mi hermano y algo ha muerto dentro de mí junto con él. Quiero volver a vomitar. Hace tiempo sufrimos un grave accidente de coche del que salimos vivos de milagro. Aquello nos unió mucho. Después de eso nos creíamos casi inmortales. Ahora él no está. Decididamente voy a vomitar.

Llego a casa. No sé cuanto tiempo me he quedado sentado en el sillón. Las dudas están serrando mi cabeza. ¿Cómo puede hacerse eso a sí mismo? ¿Qué le ha pasado? Algo no debe de ir bien. Respiro profundamente. El aire de mi apartamento me llena los pulmones. Cuando exhalo algo de pena mezclada con el aire sale por mi boca. Me duele mucho.

Pasan los días y sigo dándole vueltas a lo sucedido. Cada poco tiempo llamo a la policía pidiendo información sobre lo ocurrido. Todo son evasivas. Cansado de esperar tomo la iniciativa y me marcho hasta la casa de Max. Tengo una copia de sus llaves. Mientras camino hacia su casa el miedo empieza a aparecer. No sé si estoy preparado para enfrentarme a ver su apartamento, el lugar donde todo ocurrió. Las piernas me pesan. El aire frío corta mi cara como si fuera un cuchillo afilado. Los ojos se me llenan de lágrimas. Está nublado, como mi mente y mi alma. Aparece el efecto túnel en mi vista e inconscientemente voy chocando contra el resto de peatones.

El apartamento está precintado. Corto los precintos y entro con mis llaves. Es un sitio pequeño pero acogedor, o por lo menos lo era antes de parecer que ha pasado un huracán por su interior. Muebles rotos, estanterías derribadas, persianas descolgadas. Un temblor recorre mi cuerpo.

Está iluminado con la luz gris que entra por las ventanas. Sobre la moqueta veo una gran cantidad de sangre seca y mechones de pelo. Una de las paredes del salón está cubierta por la escritura de Max. Reconozco su letra pequeña y redondeada. Hay una única frase escrita, pero repetida hasta casi el infinito. La frase dice «La vida muere. Deja que ellos acudan a ti». Esa sentencia me es familiar. Max no dejaba de repetirla desde hacía tiempo. Me pierdo en mis pensamientos hasta que el olor ferroso de la sangre seca me devuelve a la realidad. Miro a mi alrededor y junto al charco de sangre encuentro un gran libro abierto. En él hay fotografías de lo que parecen ser runas antiguas. Ojeo el libro y parece que las fotografías están incluidas en un capítulo titulado «Runas de protección vikingas». Nada tiene sentido. Empiezo a pensar que a Max de verdad se le había ido la cabeza. Vuelvo a mirar las fotografías y una me llama la atención. Es una especie de espiral de piedra. He visto antes esa forma y creo que fue en la morgue, dibujada sobre el estómago de Max a base de cortes en la piel.

Dejo el apartamento y vuelvo a la calle. La noche ha llegado de nuevo y las calles se vacían. Camino solo hacia mi casa. Otro apagón ameniza la jornada. Me quedo a oscuras, no veo absolutamente nada. No tengo ningún punto de referencia para poder caminar. Estoy envuelto en negro. Hay un silencio avasallador. De repente siento algo detrás de mí. Es una respiración. Noto el calor del aliento sobre mi cabeza. El pánico me ha inmovilizado. Es como estar en una pesadilla. Tengo ganas de salir corriendo, pero estoy paralizado. Reúno unas pocas fuerzas y me giro súbitamente para golpear a lo que tengo detrás. No hay nada, y con la inercia de la violencia del golpe caigo al suelo. He tocado una pared al caer. Recuesto mi espalda sobre ella. Ahora un susurro entra por mis oídos y llena mi interior. Es una voz chirriante que repite una letanía… «La vida muere. Deja que ellos acudan a ti». Me levanto, comienzo a correr. Voy golpeándome con las farolas, los bancos y todo lo que hay a mi paso. Por fin veo luz al fondo. Corro y corro, cierro los ojos, y corro más. Aparezco en medio de una calle muy transitada. La luz ha vuelto. La gente me mira extrañada. Estoy dolorido y sangrando por culpa de los golpes. Mi respiración es jadeante, me falta el aire por el esfuerzo. Me alegro de escuchar el sonido de la calle.

Cuando llego a mi apartamento tengo suerte y la luz funciona. Me meto en la bañera. El dolor de los golpes me está reventando. Me meto en la cama y me quedo dormido. Por supuesto, lo hago con la luz encendida.

Al día siguiente no voy a trabajar. Me quedo en casa. Mi cabeza es un tormento que no para de funcionar. Cuanto más pienso, más ganas tengo de atizarme con la plancha en la cara para focalizar mi atención en otra cosa. Navego un rato por internet para intentar evadirme. Mi mano temblorosa maneja el ratón con dificultad. Tres calmantes y un relajante muscular consiguen dejarme un pulso firme, una cabeza vacía y una sonrisa dibujada en la cara. Vuelvo al ordenador y se me ocurre la idea más estúpida de todas. Entro en un buscador y tecleo las palabras de la maldita frase para encontrar alguna referencia. No hay nada en absoluto. Me tomo otro relajante muscular. Sigo tecleando en el ordenador. Me percato de que algo no está bien. Miro mis dedos sobre las teclas y observo que se me han caído las uñas sobre el teclado. Mis dedos están sangrando. El teclado se convierte en una especie de líquido denso negro y mis manos empiezan a hundirse en él. En la pantalla del ordenador aparece una enorme sonrisa dibujada. Intento sacar las manos, pero es imposible. La webcam se activa. Aparezco en la ventana. Mi cara está desencajada. No puedo moverme. A través de la ventana de la cámara puedo ver que algo se mueve a mi espalda. Es una figura grande. No puedo ver los detalles. Su silueta se recorta. Me estoy agobiando. La figura se acerca más y más, lentamente. Estira un brazo y casi puede tocarme. La veo a través de la cámara y puedo sentir el calor que emanan sus dedos por mi espalda. De repente eleva su brazo y una enorme cuchilla surge del interior de la manga de lo que lleva puesto. Deja caer violentamente su brazo sobre mí.

Me despierto. Me he quedado dormido sobre el ordenador. Ha sido una pesadilla horrible. Supongo que necesito más pastillas.

Transcurre el día y parece que la medicación me está ayudando. Doy las primeras cabezadas en el sillón de lo que parece ser un futuro sueño profundo. Mi cuerpo se está rindiendo y la solución es dormir. Justo en el momento de dar una cabezada llaman a la puerta. Me sobresalto. Me espabilo rápidamente y me levanto a abrir.

Ante mí, en el umbral de mi casa, hay un tipo alto, con un excelente corte de pelo y una sonrisa tan grande que se puede caminar sobre ella. Lleva puesto un traje azul marino de raya diplomática y porta un maletín negro enorme. Desprende un penetrante aroma dulzón un tanto mareante. Se presenta como Randall, «el Banquero».

—Tenemos que hablar, amigo mío —me dice.

—No me interesa nada de lo que venda.

—No vendo nada, amigo mío. Es algo relacionado con su colega Max.

Su mirada es impactante. Sus pupilas son tan negras que te dan ganas de tirar una moneda dentro de ellas para saber qué profundidad tienen. Me pone los pelos de punta y juro que habla sin dejar de sonreír. Descubro de dónde proviene el aroma dulzón. Tiene un caramelo en la boca.

—Su amigo Max estaba bien relacionado con los clientes que represento. Parece ser que Max y mis clientes llegaron a un acuerdo peculiar.

El maldito caramelo no deja de golpear sus dientes, sacándome de quicio. Dejo que entre en casa. Se sienta en el sillón. Yo me siento en la butaca que hay justo al lado.

—¿Le importa si fumo? —me pregunta.

—Sí, me importa.

—Mejor, no me gusta dejar indiferente a nadie.

Mete la mano en el bolsillo de su chaqueta y saca un puro. Se lo enciende disfrutando de cada chupada. Continúa hablando.

—Su amigo llegó a un trato, como le iba contando. Inmortalidad infinita mientras pagara las cuotas necesarias. Estoy orgulloso de decir que esas cuotas no incluyen ningún tipo de interés.

—¿De qué está hablando? ¡Lárguese de mi casa!

—En cuanto me acabe el puro me marcho. Verá, el caso es que su amigo se retrasó con los pagos y mis clientes exigieron una compensación. No voy a entrar en detalles. La cuestión está en que su amigo hizo el trato también en su nombre, pero era él quien pagaba las cuotas en nombre de los dos.

—¡Está usted tarado! ¡Lárguese, mi amigo está muerto!

—Ese es el problema. Ahora es usted quien debe pagar.

—¿Pero de qué diablos me habla?

—Los términos son sencillos. La inmortalidad es un bien preciado y por ello para que unos vivan para siempre, otros deben entregar sus vidas. El pago es el siguiente: una vida cada seis meses a cambio de sus privilegios. Por supuesto no somos salvajes. Deberá secuestrar a alguien y llevar esa vida a un punto determinado. Dejar allí el cuerpo y marcharse sin hacer preguntas.

Pierdo los nervios y le grito mil insultos en la cara. El tipo sigue sonriendo y fumando su puro.

—Créame que uno se acostumbra a este tipo de reacciones. Le explicaré que, si no accede, usted perderá su condición de privilegiado y deberá pagar un elevado precio. Estamos hablando de su vida. ¿Cuántas vidas humanas vale la suya?

—¿De verdad quiere que crea que soy inmortal y que lo soy gracias a Max? ¿Cuándo hizo eso posible?

—Pues cuándo va a ser. En su accidente de coche. Digamos que mis clientes estaban cerca cuando ocurrió y decidieron tomar cartas en el asunto. Max firmó por los dos y mis clientes cumplieron con el contrato establecido. Esto no es negociable. Tiene que darme una respuesta ahora.

—Me niego.

—En ese caso va a tener que explicárselo a uno de mis clientes.

Agarra el enorme maletín negro y lo coloca encima de la mesa que nos separa. Lo abre. De su interior aparece una figura que se erige lentamente ante mí. Parece un niño calvo de ojos rojos. Viste una especie de gabardina blanca llena de cinchas de cuero. Me quedo petrificado ante la visión. El crío lleva su dedo índice hacia su boca haciendo el gesto universal de silencio. No puedo ni gritar. Sale completamente del maletín y avanza por encima de la mesa hacia mí. Se sube en mi regazo. Estoy inmovilizado. Una fuerza superior me está inmovilizando los brazos. Es como una fuerza que empuja de mí hacia abajo y no puedo combatirla. El chico me sube la camiseta e incomprensiblemente introduce su mano por mi ombligo. Lo que siento son punzadas profundas y dolorosas. Percibo la mano moviéndose en mi interior. Las lágrimas recorren mis mejillas. Mis ojos se quedan en blanco. La habitación da vueltas. El Banquero se levanta del sillón.

—Aún no es tarde, amigo mío. Puede echarse para atrás.

Mi butaca empieza a calentarse desde dentro. Comienzo a sudar. Me estoy abrasando. No sé cómo pero logro gemir un «por favor» y un «de acuerdo». El crío saca la mano de mi interior y vuelve al maletín. El Banquero lo cierra y me mira sonriente.

—Creo que hemos llegado a un trato. Necesitamos que cumpla con la última cuota de su amigo. Queremos a una persona en menos de dos días. Deberá depositarla en el muelle 58 del puerto. Si no lo hace, volveré y esa vez no habrá otra oportunidad. Aquí le dejo una copia del contrato para que se lo lea. No quiero que piense que nos lo estamos inventando todo. Y recuerde que la vida muere y gracias por acudir a nosotros.

Randall el Banquero sale por la puerta y yo me quedo mirando los folios que ha dejado sobre la mesa. Me he meado en los pantalones. Antes de cambiarme me pongo a leer el maldito contrato. Efectivamente aparece mi nombre, y está firmado por Max. Vuelvo a mearme en los pantalones.

¿Cómo diablos es posible que sea inmortal? Es verdad que Max y yo hemos hecho un montón de cosas peligrosas hasta el exceso. Se supone que teníamos cuidado y ya está. ¿Quiere decir eso que si me hubiera tirado de un avión en vuelo caería y me levantaría como si nada? ¿En qué lío nos has metido, Max? ¿Cuántas vidas te has llevado por delante?

Tengo que encontrar una manera de evitar lo del secuestro y deshacerme de estos locos.

Me visto rápidamente y cojo un poco de ropa. La meto en una mochila y salgo corriendo. Bajo las escaleras mientras marco el número de la compañía de taxis. No hay cobertura. En cuanto abro la puerta que da a la calle me detengo. Docenas de seres del mismo aspecto que el crío del maletín me están esperando en la calle. No hay nadie más que ellos. Sus ojos rojos me miran fijamente. Me doy la vuelta y vuelvo a mi apartamento. No tengo salida y me echo a llorar.

***

He ideado un plan para secuestrar a alguien. Me tiembla el cuerpo sólo con pensar en hacer algo parecido. Está claro que no sirvo para esto. Alquilo un coche al que le tapo las matrículas y conduzco hasta las afueras de la ciudad. Mi idea es secuestrar a un vagabundo. Alguien por el que no se hagan preguntas. Vierto una dosis generosa de somníferos en el interior de una botella de whisky. Me bajo del coche, al primero que veo me acerco con el rollo de ser de los servicios sociales y le ofrezco compartir la botella. Es un hombre mayor, con barba poblada y blanca, desaliñado y con un aspecto decrépito. Nos alejamos un poco de miradas indiscretas y comenzamos a hablar. Al principio es un poco desconfiado, pero con un par de buenas palabras entra al trapo y comienza a beber. Me cuenta un poco su vida. Parece que no ha tenido suerte. Me siento peor tras escuchar sus palabras. Diez minutos después queda noqueado en el suelo. Compruebo que no nos haya visto nadie. Acerco el coche hasta donde está su cuerpo y lo meto en el maletero. Otra nueva mirada para evitar ser visto y me meto en el coche. Conduzco hasta el muelle 58 del puerto.

El muelle es una nave enorme con aspecto de estar abandonada. No hay nadie en kilómetros a la redonda. Bajo del coche y saco el cuerpo del pobre diablo. Le miro a la cara y me pongo a llorar desconsoladamente mientras le digo que lo siento.

Por la puerta del almacén aparece Randall el Banquero con su perpetua sonrisa. Saca un puro y se lo enciende.

—Veo que ha sido rápido. Le agradecemos su entrega y esperamos verle dentro de seis meses.

Lo odio con todas mis ganas. Me odio a mí mismo con todas mis fuerzas. Con un poco de valor le dirijo la palabra:

—Supongo que Max se cansó de esto y por eso no pagó, ¿verdad? Por eso lo matasteis.

La cara de Randall no se mueve.

—La verdad es que no fue así. Cierto que no pagó, pero se acogió a cierta cláusula del contrato. Lea la letra pequeña, es el consejo de un banquero.

En cuanto el Banquero entra en el edificio salgo corriendo hacia uno de los laterales. Allí me subo en unas cajas amontonadas para poder alcanzar una ventana. Busco alguna pista de qué es lo que traman. Tras limpiar uno de los cristales con la manga diviso el interior. En el centro de la nave hay un estanque en forma circular con el agua más negra que haya visto en mi vida. Un montón de cuerpos están suspendidos en el aire a lo largo del diámetro del estanque, a pocos centímetros del agua. Parece que están vivos porque algunos tienen ligeras convulsiones. Unos cuantos seres calvos se sitúan justo detrás de cada uno de los cuerpos. Parecen en trance. El agua se vuelve cristalina y los cuerpos quedan delante de sus propios reflejos. De repente esos reflejos se elevan desde el agua y toman una forma ligeramente corpórea y abrazan a las pobres víctimas. Esas masas espectrales se diluyen como humo y entran por los orificios de los cuerpos suspendidos. Los pobres diablos se retuercen de dolor y angustia. Cuando todo acaba son incorporados. Algunos son desvestidos y les afeitan la cabeza. Los visten con gabardinas, pantalones y botas blancas. Parece que ahora forman parte de la secta. A los otros les indican el camino de vuelta a la calle. Obedecen como si fueran zombies. Ya no lo soporto más y vuelvo corriendo al coche. Salgo a toda velocidad de allí.

En casa de nuevo. No quiero volver a tener que pasar otra vez por lo mismo. No deseo volver a secuestrar a nadie. La miseria de mis actos está emponzoñando mi alma. No aguanto la presión y vomito en el cuarto de baño. Llorar no me alivia. Mi camino es el de quitarme de en medio. Me trago dos frascos de barbitúricos, me corto las venas de las muñecas. Cinco horas después lo único que he conseguido es un dolor de estómago terrible y un cierto hormigueo en mis manos. Abro la ventana de mi salón y salto al vacío. Deben de ser diez metros de altura. Me aseguro de caer de cabeza. Siento el impacto. Abro los ojos y estoy tirado en el suelo. Me incorporo. Nadie se ha enterado de nada. Mi cabeza está cubierta de sangre al igual que la acera. Frustrado vuelvo a mi hogar. La puñetera inmortalidad parece que funciona. Ahora sí que no soporto ni mirarme al espejo.

***

Pasan seis meses y se acerca el momento de cumplir con mi deuda. He leído el contrato de arriba a abajo y creo saber qué es lo que hizo Max. Hay un cláusula que estipula que si quieres renunciar a la inmortalidad debes superar una prueba de fuego. Esa prueba es pasar veinticuatro horas enfrentándote a todos tus miedos hechos realidad. Creo que estoy preparado para ello. Hago una lista con todo aquello que me aterroriza y me inquieta. La lista es larga, pero quiero estar seguro de poder afrontarlo. Max debió de acogerse a esa cláusula. Intentó protegerse, de ahí las runas de protección. Pero seguro que se le fue la cabeza por el camino.

Un día antes de que se cumpla la fecha límite Randall el Banquero aparece en mi casa para recordarme mis obligaciones. Saco el contrato y le explico que quiero poner en práctica la cláusula. El muy cerdo no deja de sonreír, fumar y remover su puñetero caramelo por toda su boca. Antes de marcharse me enseña un reloj de bolsillo.

—Mañana a esta hora veremos qué tal le ha ido.

Cierra la puerta al salir y respiro profundamente. Tengo que mentalizarme. Esta gente es capaz de jugar con la mente, como me han demostrado anteriormente. Seguro que van a hacérmelo pasar mal. No dejo de repetirme una y otra vez que los miedos se superan. Miro mi lista. Reflexiono y llego a la conclusión de que hay cosas a las que me puedo enfrentar. Pero las tres primeras fobias son otro cantar. Me aterran tanto que hasta las he escrito con pulso tembloroso.

Recojo y escondo cualquier cosa contundente o afilada que hay en el apartamento. Voy a evitar automutilarme como hiciera Max.

La cosa empieza pronto. De repente mi apartamento desaparece y me quedo solo en una habitación blanca. No hay ni un ruido. De hecho el silencio es tan agobiante que me oprime la cabeza. Intento hablar, pero de mi boca no sale ni un sonido. No oigo nada. Me falta el aire. Me revuelvo por las paredes intentando buscar algún tipo de salida. El tiempo parece eterno. Ni siquiera escucho mis pensamientos. Golpeo desesperado todas las paredes en busca de un sonido. No hay éxito.

Tras lo que me parecen horas la habitación blanca desaparece. Ahora estoy delante de un arlequín de dientes afilados y sin ojos. Odio el color amarillento destacando sobre la cara pintada de blanco. Los cuadros blancos y negros de su traje no dejan de moverse. Me habla. Escupe una especie de saliva verdosa por sus labios. No entiendo nada de lo que me dice. Me recuerda a mi infancia. Odio los putos payasos y los arlequines. Instintivamente comienzo a buscar un lugar donde esconderme. El arlequín ahora maneja un cortador de puros. Introduce uno de sus dedos en el agujero donde debe ir el puro y se lo corta. No sangra. Luego prosigue con el resto de dedos de su mano. De los muñones de sus dedos salen serpientes que se van haciendo más grandes a la par que tocan el suelo y reptan hacia mí. Una de ellas se introduce en la pernera de mi pantalón. Estoy muerto de miedo, inmóvil, paralizado. Mi mente se niega a pensar que esto no es real. Es todo demasiado crudo y realista. Un momento de lucidez y recupero el control de mi cuerpo. Echo a correr hacia ningún lado. Me detengo. Ahora estoy situado al borde del alféizar de un edificio, a punto de caer al vacío. Soporto las grandes alturas, pero me da pánico la idea de que alguien venga por detrás para empujarme. Me giro y justo detrás de mí está Randall el Banquero. Sopla levemente y mi cuerpo se abalanza hacia la nada. Caigo y caigo. No sé cuánto dura pero quiero que llegue el suelo para ponerle fin. No caigo en ningún sitio. Estoy tumbado en el suelo de mi habitación. Resulta que mi ropa está clavada al suelo y no puedo levantarme. Hago un tremendo esfuerzo para conseguir incorporarme y cuando tiro de mí hacia arriba mi torso se levanta pero mis brazos se han desprendido de mi cuerpo. Los dientes se me caen. Noto el tacto de las raíces ensangrentadas con la lengua. Los escupo. Lloro como un niño pequeño perdido en un centro comercial. Grito y grito hasta que las cuerdas vocales dejan de funcionar. No puedo superar nada de esto. Ahora estoy desnudo en medio de la calle. Luego estoy conduciendo un coche que se cae a un río. El agua cubre los cristales y está empezando a entrar en el interior. Me cubre y comienzo a ahogarme. Lucho por buscar un poco de aire. No hay manera. La desesperación y la locura están haciendo de las suyas en mi cabeza. Luego veo a Max sentado en un escritorio delante de Randall el Banquero. Está firmando unos papeles. Lucho y lucho por salir adelante. Más y más dolor ruge en mi interior y atraviesa todos mis sentidos. Queda muy poco de cordura en mi alma.

Despierto en mi apartamento. Parece real. Sigo vivo. Me duele todo el cuerpo. Algo no va demasiado bien, lo puedo notar. Miro a mi alrededor y todo está revuelto o roto. Sigo vestido, pero con la ropa hecha jirones. Sangro por varias partes de mi cuerpo. Voy al baño y me observo ante el espejo. Parte de mi pelo se ha vuelto de color blanco, al igual que el pelo de mis cejas. El color de mi piel es pálido. Me he debido de golpear repetidamente con algo duro en la frente porque tengo una enorme herida de lado a lado.

Llaman a la puerta. Abro y es Randall con su asquerosa sonrisa.

—Enhorabuena, amigo. Ha sido un placer hacer negocios con usted. Ya nos veremos.

Le mando a la mierda. Estoy tan eufórico que me olvido de las heridas y mi pelo. Ya vuelvo a ser normal y podré alejarme de Randall y sus clientes.

***

Dos semanas después estoy delante de un escaparate en plena calle. Es tarde y la gente se ha ido a dormir. Noto un dolor fuerte en mi nuca y caigo al suelo.

Me despierto y estoy tumbado mirando el agua más negra que se pueda imaginar. Miro a los lados y estoy acompañado de más personas que están en la misma postura que yo. De repente el agua se vuelve cristalina y puedo ver mi reflejo. Una voz reconocible habla desde atrás. Es Randall.

—Si usted no es un cliente, se puede convertir en una moneda de cambio. ¡Qué bella casualidad que desee unirse a nuestra causa! Le veré luego.

Mi reflejo sale del agua y el resto os lo imagináis.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Me encanta Randall el Banquero. No puedo dejar de imaginármelo como un Groucho Marx del infierno, y esos niños calvos como los duedes de la ONCE, jojojojojojo… y esos momentos «exorcista»… joer sólo falta el Padre Karras!

  2. marcosblue dice:

    ¿Niños calvos de ojos rojos? ¿Qué lúgrubes laberintos guarda tu mente, querido? El final, sublime.

  3. SonderK dice:

    Personajes malsanos y con un punto ironico, que es lo que mas me gusta de las historias de fran, lo mejor: El final, el más original, y con un giro de guion digno de los mejores del genero. Sensacional relato, sigue haciéndomelo pasar bien, amigo.

  4. levast dice:

    Me gusta. Retorcido, morboso, urbano al estilo Clive Barker y con un humor negrísimo. El título es genial y la historia es de película. Relato de culto. 😉

  5. Walkirio dice:

    Esta frase me encanta: «Sus pupilas son tan negras que te dan ganas de tirar una moneda dentro de ellas para saber qué profundidad tienen. «

  6. laquintaelementa dice:

    Es su especialidad: frases geniales… el día que no cambie los tiempos verbales, no tendrá rival 😉

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