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La puerta

por Relato ganador

Sara, acurrucada en un extremo del sofá, escucha a Juan, que está sentado en la otra punta con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas. La anaranjada luz de una lámpara de mesa rompe levemente la penumbra del salón. Hace frío, es invierno.

—Lo que te voy a contar me pasó poco después de casarnos, cuando tuviste que marcharte a ese viaje de empresa. Te fuiste de madrugada y volviste al día siguiente por la tarde, ¿te acuerdas? Pues te juro que ésa fue la peor noche de mi vida. A veces la mente, ¿cómo lo diría? entra en barrena, se sumerge en un mundo muy extraño… no sé, a veces la mente crea su propia realidad, que no tiene nada que ver con lo que tienes delante. Tiene que ver con lo que guardas dentro de la cabeza.

Juan mira a Sara.

—Sí, es cierto que me había tomado un par de copas en el Blue Moon… bueno, ponle que fueran dos pares de copas, tampoco es tanto. Te va a parecer una tontería, pero ya te echaba de menos y te acababas de ir esa misma mañana, apenas hacía un rato que habíamos estado hablando por teléfono. Pero te echaba mucho de menos. Vale, me tomé cinco copas, se me hizo tarde, sí. Las calles parecían páramos, me sentía inquieto, es de risa, en el ascensor, entre esas cuatro paredes de aluminio, me dio por pensar que si se paraba a tales horas amanecería muerto. Este barrio es demasiado tranquilo, me da la impresión de que a partir de las doce de la noche las personas se convierten en fantasmas. Pensaba que nadie me ayudaría, que nadie abriría la puerta para socorrerme. Y más aquella noche de enero, que helaba. Al móvil se le había agotado la batería. Quien no ha padecido claustrofobia no puede hacerse la más remota idea de lo que se siente. Cuando el ascensor se paró en el quinto, y se abrieron las puertas, suspiré aliviado. Entonces pensé que podía haber subido por las escaleras, es que es de risa, supongo que ese retardo respecto a la lógica es un efecto secundario del alcohol. Al entrar aquí percibí la soledad de la casa, el vacío sin ti. Comí algo en la cocina. Me llamó la atención que los sonidos parecían amplificarse, aunque fuera el envoltorio del pan de molde al arrugarse, resonaba como un gran crujido. Podía oír mi propio bolo alimenticio mezclándose en mi boca con la saliva… era una sensación curiosa. Me hizo gracia. Probé a remover los cubiertos en el cajón, asombrándome y divirtiéndome con ese estruendo metálico. Me notaba raro, estuve a punto de llamarte de nuevo, pero no quería despertarte, importunarte… contagiarte mi inquietud. No me pasaba nada, estaba bien, sólo que me sentía raro. Vale, me habían echado de la compañía dos semanas antes, tú no pudiste aplazar el viaje y todo estaba en orden: hacía unos meses que nos casamos y con mi currículum no tardaría en encontrar un nuevo empleo, un nuevo cargo de sales manager. Eso no me preocupaba, seguía siendo feliz. No estaba mal, Sara, estaba raro. Quizá por aquella época estábamos raros los dos… justo desde la boda. Supongo que es lo normal, que le ocurre a mucha gente. Es complicado adaptarse a la vida con otra persona; en ocasiones la echas de más cuando está, y siempre echas de menos su presencia cuando está ausente.

Sara intenta evitar la persistente mirada de Juan.

—Bueno, el caso es dejé el móvil cargando ahí, encima de la mesilla, y me fui a dormir. Apagué todo, cerré la puerta de la habitación y me metí en la cama. También fue casualidad que se hubiera estropeado la caldera esa misma mañana, hacía un frío insoportable. Me propuse ir a comprar un calefactor eléctrico al día siguiente, sin falta, por una vez en mi vida el tiempo era precisamente lo que me sobraba. La verdad es que no tenía sueño. Procuraba no moverme mucho para conservar el calor en mi ámbito del colchón. Quería soñar con cosas bonitas, quería soñar contigo y una playa azul… Entonces percibí la oscuridad. Las persianas estaban bajadas por completo, la puerta cerrada, no entraba ni un átomo de luz por ningún sitio. Me di cuenta de que me fascinaba la sensación de no hallar ninguna diferencia entre tener los ojos abiertos o cerrados, la oscuridad absoluta. Una frialdad lenta penetraba la tela del edredón, imaginaba estar dentro del vientre de una ballena, en la profundidad de un mar tormentoso. Pero poco a poco mis ojos se habituaron y comencé a ver los bultos de los muebles de la habitación, la forma de la puerta y, a través de la rendija de abajo, distinguí la débil claridad de las farolas de la calle que entraba desde aquí, desde el ventanal de la terraza del comedor.

Juan se retuerce las manos sin quitar su vista de Sara.

—No sé qué me ocurrió. Algo muy simple: empecé a sentir miedo. Un miedo infantil, ridículo. Sé que es absurdo, a veces la mente juega consigo misma, a pesar de nosotros mismos. Me dio por pensar en Drácula, ya ves qué estupidez… ¡Drácula! Me ceñí el edredón en torno al cuello. Sonreía, contemplándome, como un crío de cinco años, aunque no dejaba de apretar el edredón alrededor de mi garganta. Qué tontería. Me reí… ¡como si un simple trozo de tela fuera un obstáculo para los dientes de Drácula! Sentía mucho frío, cada vez me encontraba más inquieto y esa imagen del vampiro en blanco y negro, un recuerdo tan lejano que ni me acordaba de él, Nosferatu, fíjate Sara, Nosferatu, con los largos colmillos juntos en el centro de sus labios, encorvado, no se me iba de la cabeza. No me atrevía ni a moverme, de miedo, de un miedo que me daba risa, y me empecé a agobiar bajo el peso del edredón. Estaba sudando, y había decidido levantarme para romper ese ciclo rocambolesco cuando mi imaginación me inyectó un veneno en la razón, una idea estúpida: ¿Y si al abrir la puerta hay alguien?

Sara se hace un ovillo en el extremo del sillón, juntando las rodillas a su pecho y rodeándolas con sus brazos. Juan la mira fijamente.

—Entonces sí que sentí miedo de verdad, créeme, se me aceleró el pulso. ¡Ya sé que no va a haber nadie en el otro lado de la puerta, ya lo sé…! ¿Pero, y si abro la puerta y hay… alguien? Sé que es mi imaginación. Ahora me percato de que el silencio está plagado de ruidos. Cañerías, pasos lejanos, pequeños roces que resuenan… Sé que es mi imaginación. No puedo quitar mi vista de la puerta, no pestañeo ¿y si abro la puerta y me encuentro a alguien, a un extraño ahí plantado, esperándome? No va a suceder, no puede suceder, pero ¿y si sucede…? ¿Y si sucede dentro de mi cabeza, y si me vuelvo loco durante un segundo, justo cuando abro la puerta? ¿Y si mis sentidos me engañan un instante, arrastrados por mi obsesión? Se me pararía el corazón del susto, te lo aseguro. La quietud de la cruda noche y de la oscura penumbra me pone nervioso. La quietud de la puerta me enerva. ¿Y si abro la puerta y me encuentro a un extraño? Y de pronto pienso que puede ser peor. Sí, puede ser peor, ¿y si se abre la puerta? Sólo me faltaba eso, que se abriera la puerta. ¿Y si se abre ahora mismo? La miraba, no podía dejar de mirarla, luchando contra la absurda idea de que se abriera de repente, o de que se abriera lentamente y por el quicio apareciese un ojo mirándome. Sentía la impresión de que en cualquier momento el tirador iba a moverse, incluso tenía la sensación de que se estaba moviendo muy despacio. Cuando no parpadeas y miras fijamente a algo, parece que se mueve, también lo pensaba, es porque los globos oculares no son capaces de estarse parados del todo, o algo así. ¿Eres tonto o qué te pasa, Juan? Eso no puede suceder, no es la realidad, es tu mente cansada y alterada. Decidí salir de la cama, encender la luz y dar una vuelta por la casa, me estaba obcecando con la maldita puerta. Y, te juro que esto es verdad, justo cuando iba a poner un pie en el suelo atronó un golpe en ella. Me quedé petrificado, con la boca abierta. Era como si hubieran plantado en ella firmemente la palma de una mano. Permanecí inmóvil, luchando contra mis sentidos. Era mi imaginación perturbada por el alcohol, tenía que serlo. Escuché atentamente, no se oía nada, traté de calmarme, terminé de incorporarme en la cama, me froté los ojos. Me serené. Debía de ser el vecino de arriba, o el de abajo, que había tirado algo al suelo sin querer, que se había tropezado, que se había dado un cabezazo contra la pared. Me iba a levantar y entonces otro golpe retumbó en la puerta, seco, duro, el corazón se me salió del pecho. Era aún más fuerte que el anterior. El terror se apoderó de mí. Ya no consistía en Drácula, ni en el vecino, alguien estaba aporreando la puerta de nuestra habitación, al otro lado. Y tampoco eran las cañerías, desde luego. Y sonó otro estampido. ¡No puede ser! No era capaz de respirar, los ojos no me cabían en las órbitas, intentaba agudizar la vista y mi vista fue a caer en la rendija de la puerta. Vi una sombra que se movía, que perturbaba la tenue luz que se colaba por debajo. Mi cerebro se colapsó y reaccionó al mismo tiempo: entendí que unos ladrones se habían introducido en la casa, y que me estaban machacando las neuronas para que les resultara una presa débil, un guiñapo fácil de someter, un imbécil al que acojonar con su propio miedo antes de despojarle de su bienes y, quizá, de su vida. Pero yo estaba desquiciado, sentía una presión nerviosa que me superaba. No pensaba ser expoliado, torturado o asesinado sin luchar. Él, o ellos, me estaban dando un tiempo para acobardarme y anular la mayor defensa que nadie puede poseer, su determinación; y lo que consiguieron fue fortalecerme en mi locura. No me reconocía, jamás hice uso de la violencia. Nunca me encontré tan desesperado. Me acordé de respirar, y respiré hondo, apreté el puño izquierdo, las uñas se me clavaban en la carne, me acerqué a la puerta despacio, sin hacer ruido, me mordí los labios, tomé el tirador y abrí de súbito, echándome hacia atrás y enarbolando mis nudillos dispuesto a descargarlos sobre lo primero que me encontrara. Pero toda mi tensión se me quedó detenida en el brazo: ahí no había nadie. No había nada. No había nada en toda la casa, que recorrí habitación por habitación, rincón por rincón, después de armarme con un cuchillo en la cocina. Miré debajo de las camas, en la bañera, dentro de los armarios… ¿Entiendes, Sara? No había nada, la llave seguía puesta en la cerradura de la entrada, ¿lo entiendes? Sara, mírame, ¿lo entiendes?

A Sara le resbala una lágrima por un ojo.

—No llores, al final te vas a reír, ya verás. Procuré tranquilizarme, me limpié los labios, me había hecho sangre, qué idiota, también me dolía la mano, me senté aquí, en este sillón, con todas las luces dadas. Incluso llegué a pensar que me estabas gastando una broma. A fin de cuentas, era mi cumpleaños, las tres de la mañana ya eran el veinticinco de enero. Me decía: «verás, ahora aparece Sara con unos ligueros y un látigo». Esperé, no apareciste, estaba solo. Celebrando mi cumpleaños con mis paranoias. Me calmé. Intenté olvidar que realmente había oído esos golpes, y que esos golpes los habían dado sobre esa puerta. Conseguí creer que mi imaginación y el alcohol me habían regalado una noche estupenda. Recorrí otra vez la casa entera empuñando el cuchillo entre divertido y cauto, lo reconozco, y apagué las bombillas, excepto la del pasillo, necesitaba ver. Y volví a la cama tiritando de frío, aunque estaba ardiendo. El marco de la puerta de nuestro dormitorio, que dejé abierta, claro, se recortaba contra esa luz ambigua. Un ligero sopor me inundaba, cerré los ojos. De vez en cuando los abría escudriñando hacia la dichosa puerta, como comprobando que seguía vacía. Me sentía aliviado, me sumí en el cansancio. No sé si es cierto lo que me pasó después, quizá fuera el producto de un sueño. Para mí no lo fue.

Juan se acerca a Sara, a quien las lágrimas le empiezan a correr por las mejillas.

—Es gracioso, otra vez mi cabecita me hizo de las suyas. Estaba casi dormido y me dio por pensar que si abría los ojos me encontraría a alguien en el cerco de la puerta. Apreté los dientes, mascullé unas palabras malsonantes, ¡otra vez no! Otra vez no… ¿Y si abro los ojos y hay alguien en la puerta, mirándome? No puede ser, eso no puede ser. Pero ¿y si abro los ojos y hay un extraño en la puerta? No hay nadie en la puerta, ¡no puede haberlo!, me decía, ¡ya está bien, pareces un niño pequeño! ¿Y si abro los ojos y hay alguien en la puerta? Me resistía a abrir los ojos, tenía sueño, quería dormir, me encontraba muy cansado. ¡Oh, Dios, abrí los ojos! No había nadie en la puerta. No, Juan, me dije, no vuelvas a esto, cierra los ojos de una puta vez y duérmete. Los cerré. Me negué a abrirlos de nuevo. Quería dominar mi mente, y no podía. No quería abrir los ojos, no quería mirar hacia la puerta, no quería pensar que ahí hubiese alguien, que ahí hubiera una sombra recortándose contra el pasillo. Me propuse no abrir más los ojos hasta que llegara el amanecer. De verdad que estaba deseando que llegara, esa noche se me estaba atravesando, estaba deseando que saliera el sol y bajarme a tomar un café en cuanto abrieran el primer bar. Debían de ser las cuatro de la mañana, creo, ya no quedaba tanto para que los primeros rayos despuntasen por la ventana. Pero quedaba mucho. Estaba agotado, oía el amortiguado tic-tac del reloj de la cocina, una profunda somnolencia me inundaba, me abotargaba, me metía más y más dentro de mí mismo. Y yo tenía la sensación de que había alguien en la puerta, notaba como una respiración que no era la mía. La estaba escuchando, ¿o la estaba soñando? ¿Y si había alguien? Me negaba a abrir los ojos, sería reconocer una debilidad tan inmensa que me costaría demasiado superarla. Pero en la perversión de mis sentidos, en la oscuridad que limitaba con mis párpados, sentía una presencia. Ahí había alguien. Me eché a llorar, de rabia, no quería ser tan idiota, no quería mantener esa lucha contra el simple acto de abrir los ojos, mirar y comprobar que allí no había nadie. Y dormir de una vez por todas y dejarme de fantasías disparatadas. No hay ninguna presencia, no oyes ninguna respiración, me decía, es todo producto de tu mente, estás alterado, no pasa nada… Pero ¿y si abro los ojos y hay alguien? ¿Y si los abro y hay alguien? ¡No hay nadie, Juan, no hay nadie, mira, por favor, mira! Abrí los ojos.

Sara gime, Juan se acerca aun más.

—Y… le vi, Sara, ¡le vi con mis propios ojos recortado contra el marco de la puerta! Sus ojos me miraban. Era algo parecido a un hombre, algo parecido a un ser humano. Era una sombra extraña, amenazante, con sus ojos amarillentos mirándome con fijeza. Apenas me llegaba aire a los pulmones, no podía moverme. Ya no eran ladrones, ni dráculas, no sé qué era, era el miedo. Las babas me resbalaban por la comisura de los labios, sentía que era incapaz de levantar un brazo. Mi corazón no palpitaba. No sé cuánto tiempo pasó, quizá un segundo, dos, un minuto, no lo sé. No podía sustraerme a su mirada, ahí estaba esa imagen espectral, erguida en la puerta de nuestra habitación. Y se acercó a mí, sentí un impulso en el pecho. No lo recuerdo muy bien, cerré los ojos con la esperanza de que desapareciera, los abrí y de pronto él ya no estaba en la puerta, estaba a un palmo de mi cara, su aliento se mezclaba con mi aliento, sus ojos… No te lo puedo describir. No hace falta, lo vas a ver tú misma dentro de poco. Me lancé hacia la puerta, era como si la puerta estuviera tremendamente lejos, como si huyera de mí, la alcancé, volví la vista, lo tenía encima, fui dando tumbos desesperado por el comedor, él parecía no moverse, pero cada vez estaba más cerca, me acorraló contra el ventanal. Pude verle tal y como era, vi su rostro espantoso, me quedé sin fuerzas, me convertí en un pelele, y justo en ese momento sonó el móvil ahí, en la mesilla…

Sara llora y se comprime en sí misma.

—¡Juan, Juan, era yo! ¡Era yo…! ¡Te llamé! ¡Te llamé, tuve un presentimiento!

Gime.

—¡Tuve un presentimiento…!

Juan se acerca aun más a Sara, que solloza desconsoladamente.

—¡Juan, Juan…! ¡No te acerques más! ¡Juan, no deberías estar aquí…!

—Lo sé.

Sara se hace un nudo entre sus propios brazos. Su cara está empapada, tiembla.

—¡No deberías estar aquí…! ¡Por Dios… hoy hace un año que te tiraste por esa terraza, no deberías estar aquí, Juan…!

—Lo sé, Sara. He venido a avisarte.

Juan intenta tocar a Sara, no lo consigue, le susurra al oído:

—Hay un extraño en la puerta.

Sara mira hacia la puerta, sus lágrimas se congelan. Un chillido hiere la soledad del barrio. Pero los fantasmas permanecen en sus guaridas, ocultos, temerosos, afilando su silencio en el frío de la noche. Se oye un ruido sordo en la calle, un bulto que se estampa contra el suelo.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Bueno, ya te dije que ibas a ganar porque el tuyo es, sin duda, el mejor relato de terror (si no, nos habríamos hecho unas fundas para el móvil con la piel del Juez).

    Me gusta este «director’s cut»; nos lo merecíamos 😉

  2. SonderK dice:

    indiscutiblemente el mejor, una historia sencilla, sin pretensiones, carente de complicacion argumental, pero tratada de manera directa, y como una flecha da en la diana, el lector se descubre con la sensacion de piel de pollo y mirando a su espalda, gracias Marcos por esta historia 😀

  3. levast dice:

    Gran relato de miedo, perfectamente narrado y muy efectivo. La conclusión es clara: cuidado con lo que te echan en las copas en el Blue Moon. Enhorabuena campeón, cuando quieras hacemos sesión de grupo con tu psiquiatra. 😉

  4. Duncan Campbell dice:

    Eres un capullo, ahora cuando salga del Blue a las tres y mire para los dos lados como siempre, y como siempre no habrá ¿nadie? Como me entre el acojone te llamo para que vengas a cerrar conmigo.

  5. marcosblue dice:

    No voy a ir, no vaya a ser que haya «alguien» a tu espalda…

  6. xtobal dice:

    Interesante relato. Bien narrado. Técnicamente perfecto. Vocabulario excelente. Prosa sin concesiones, pero para mi donde estén los zombis mutantes judios (es que tengo un mal perder) que se quiten paranoias de borrachines que no saben beber -.-)

  7. Walkirio dice:

    Me duele la bisagra de la cintura de tanto reverenciar este relato. Cualquier cosa que se pueda expresar con palabras es insuficiente para… en fin, no sigo.

    Joder… ¿quién se mete ahora en la cama? Sí, ya sé que no hay nadie, pero…

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