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La isla improbable

por

1519

El aire volvía a tener ese particular sabor rancio, oxidado. Tal vez «sabor» no era la palabra adecuada, pero Salai no podía expresar de otra forma mejor esa sensación de que el pecho empezaba a pesarle y que la saliva se volvía pegajosa y amarga en su boca a la vez que empezaba a transpirar. Olía a sudor, y los ojos de buey que se asomaban al mar, a través de los que esporádicamente se veía acercarse algún pez curioso, estaban cubiertos por un vaho. La condensación que exudaban marcaba manchas oscuras en la madera. También olía a las resinas y la goma arábiga que su maestro había empleado en las junturas de las cuadernas para impermeabilizarlas y sellarlas. También olía al carbón apilado junto al ingenio que propulsaba aquel extraño «barco» —tampoco estaba seguro de que se lo pudiera llamar así— bajo la superficie del mar. Se apartó los rizos que se le pegaban a los ojos, y se dirigió al artilugio central; se sentó en el sillín y comenzó a pedalear. Varios metros por encima de ellos flotaba un pequeño disco de madera poco mayor que un plato cubierto por una bóveda en miniatura, del que partía una larga tripa de buey curtida y encolada que desembocaba en la parte superior de la nave. Allí permanecía fijada a un sistema de tubos de latón que se repartía por el falso techo y conectaba con las diversas aberturas que podía ver repartidas por el perímetro de la sala, finamente disimuladas a lo largo del rodapié. Tras unos minutos pedaleando, oyendo como la serie de fuelles trabajaban a su alrededor con una respiración mecánica, Salai notó como el aire empezaba a limpiarse.

Siguió pedaleando. Necesitaría hacerlo aproximadamente una hora para reciclar todo el aire del interior, tendría que repetirlo tras otras dos o tres horas. Así había sido los cuatro últimos días, desde que habían abandonado la costa de Marsella al amanecer.

—Salai, atiende la caldera.

La voz provenía de la figura que sostenía el timón y miraba a través del cilindro provisto de lentes que le permitía observar la superficie. Permanecía absorto en la proa de la nave, frente a los dos ventanucos tras los que sólo se veía la oscuridad pelágica y bajo los arcos que reforzaban el interior de la estructura como el costillar de alguna bestia acuática que los hubiera engullido. Permanecía buscando una leyenda, una isla de la que sólo tenía veladas referencias por papeles polvorientos y rumores increíbles sonsacados con vino en las tabernas a hoscos marineros.

Salai se acercó a la caldera y comenzó a alimentarla con paladas de carbón. El calor hizo que sudara más aún, y sosteniendo la pala se recordó haciendo unos gestos similares bajo la luna llena, el día que su maestro fingió su muerte, la noche en la que tras sobornar al guarda del cementerio tuvo que excavar para desenterrarlo como le había ordenado. Su maestro salió del agujero por sus propios medios, con aquella vitalidad inagotable que a sus sesenta y siete años había disimulado mucho tiempo para poder excusarse de la aburrida vida social de la corte de Francisco I. Ahora, una vez se había afeitado las luengas barbas y recortado el cabello para no ser reconocido tan fácilmente en su trayecto hasta la costa, parecía más joven.

En los muelles marselleses había vuelto a sorprenderlo, cuando levantó la lona que cubría una especie de tarima que flotaba anudada a una argolla del espigón. Ésta mostraba sólo una pequeña columna de madera tallada como un hipocampo rematado en un cristal junto a una puerta redonda como la entrada a una bodega hundida en el agua. Descendieron dentro de aquel extraño vehículo, mientras Salai recordaba viejos dibujos a sanguina de una especie de barril sumergible.

Así había comenzado aquel viaje improbable. El carbón ardía y se oían los silbidos del vapor que impelía aquellos engranajes que hacían batir los remos exteriores que los impulsaban con brazadas incansables. Miraba danzar las llamas cuando las lengüetas de hierro que daban a los conductos por los que ascendía el calor se cerraron bruscamente, y una vaharada de la combustión le azotó el rostro y llenó sus ojos de hollín. Se giró, y entrevió a su maestro que le hacía señas con una mano, mientras con la otra mantenía sujeta la argolla de la que había tirado para detener aquel ingenio mecánico.

—Mira.

Con los ojos lagrimeándole, Salai se asomó al visor de cristal que le indicaba su maestro. Éste giró unas manivelas y en la superficie la cabeza de hipocampo se movió ligeramente y extendió un poco el morro hasta enfocar mejor la sombra azulada que se posaba sobre el mar, arropada por el anillo de una ligera neblina.

Salai contuvo la respiración.

—Mi señor Leonardo… ¿hemos llegado?

Su maestro lo miró con aquella intensa mirada suya.

—Sí, Salai, hemos llegado.

1859

Gustave abrió los ojos, y lo primero que notó fue el sabor de la sal en sus labios. Estaba empapado, y la sien derecha le palpitaba por la contusión reciente. Oía una especie de murmullo que lo rodeaba, pero su vista aún no podía fijarse en nada que no fuera la extensión de arena sobre la que estaba tumbado y los últimos rayos de sol del atardecer declinante. Intentó incorporarse a pesar del dolor de los hombros y la cadera, asaltado por unas imágenes confusas: una tormenta que apareció casi sin previo aviso y oscureció el cielo como si súbitamente hubiera anochecido, el sonido de una soga al partirse, el latigazo rematado en una polea que lo había arrojado al agua.

Cuando logró ponerse en pie comprobó que se encontraba en una playa, y en la línea del horizonte no había rastro alguno del barco del que había caído. No recordaba tampoco cuánto tiempo había estado a la deriva, ni cómo en su estado semiconsciente había logrado llegar a… ¿dónde?

La brisa marina sobre sus ropas mojadas le produjo un escalofrío y decidió recorrer aquella playa en busca de alguna luz que indicara la presencia de algún pueblo costero. Repasó mentalmente la ruta de su viaje: habían salido del puerto de Fumicino con la intención de llegar a Niza, y volver así a su país, el cual había dejado dos años atrás para ir a estudiar la pintura de los maestros italianos y mejorar así su propia técnica. Estaba bastante seguro de que ya habían dejado atrás Elba y Córcega. La tormenta debía de haberlos asaltado en algún punto del mar de Liguria, pero aún estaban lejos de cualquier costa. ¿Estaba en alguna isla? No recordaba que existiera ninguna isla con suficiente entidad en aquella zona que mereciera ser considerada como tal…

Habría caminado unas dos horas por la línea de la playa, y poco a poco una sensación de inquietud había ido creciendo en su interior. La luna había ascendido, pero aunque su luz era demasiado tenue, la arena de aquella playa interminable parecía brillar por sí misma. Pero había algo más, algo que no era capaz de identificar  que le hacía sentir como si se encontrara en la superficie de la luna. No era que no se viera luz alguna de casas, era más bien como si aquella franja plateada de tierra transmitiera su propia soledad.

La temperatura había descendido, y Gustave se encontraba demasiado cansado para seguir caminando, así que se adentró en la vegetación, de una frondosidad inesperada. Casi a tientas, buscó un árbol bajo el que cobijarse, y rebuscó en su chaqueta. Encontró su pipa, la bolsa de tabaco y su yesquero, pero todo estaba empapado. Temblando, cerró los ojos, pensando que lo mejor sería dormir unas horas y continuar su marcha bajo el sol de la mañana.

Su sensación de intranquilidad no hacía más que aumentar, más aún ahora que estaba rodeado por la maleza. Se encontraba ya en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia cuando descubrió a qué se debía: era el silencio, un silencio antinatural. Las olas eran un rumor constante y amortiguado, pero a su alrededor no se oía nada: era como si en la isla no hubiera un solo ser vivo.

En aquel momento su cuerpo exhausto se rindió y se quedó dormido.

***

Los días siguientes los vivió en un completo estado de irrealidad. Cuanto más exploraba la isla, más se hundía en la perplejidad. Ya había comprobado que su impresión de duermevela era correcta: no se había encontrado ningún mamífero, ave, reptil o insecto. Era imposible que un ecosistema sobreviviera sin animales de ninguna clase, pero era innegable su ausencia. Además, estaba la vegetación, el exuberante follaje esmeralda que parecía transpirar y cargar de humedad el ambiente, totalmente impropio de aquella zona del Mediterráneo. No reconocía aquellas plantas: no había encinas, ni coscoja, ni robles, ni ninguna especie propia de la zona. No, más bien se trataba de una jungla salpicada de pantanos.

Sin embargo, aquella no fue la mayor revelación.

Ésta se había producido el primer día, cuando decidió abandonar la línea de la costa y subir a una colina cercana con la esperanza de hacerse una idea de la extensión de aquel extraño lugar. Al ir flanqueándola por la ladera oeste en busca de alguna vereda que le facilitara la escalada descubrió que no se trataba de una colina: se trataba de un inmenso edificio al que hubieran arrancado las paredes, dejando sólo la estructura de columnas, arcos y arbotantes, un esqueleto que en las partes libres de vegetación parasitaria parecía brillar como si estuviera galvanizado. Sus capiteles desafiaban la imaginación de cualquier maestro gótico y su tamaño empequeñecía la catedral de la Asunción de Chartres. La colina que había visto no era más que una acumulación de roca y arena en la cara sur que parecía haberse sedimentado como traída por el viento hasta formar algo similar a una duna, y que ya había engullido el edificio hasta la mitad de la nave central.

Como aquella, la isla estaba plagada de ruinas arquitectónicas fabulosas, en algunos casos casi como si se hubieran acumulado maravillas superpuestas unas sobre otras. La arquitectura y la vegetación se entremezclaban de tal forma que en muchas ocasiones era difícil asegurar dónde acababa una y dónde comenzaba la otra, como si ambas hubieran germinado impulsadas por un mismo proceso natural. Vestigios de distintos estilos y épocas se mezclaban de forma poco ortodoxa, pero había otros elementos que a Gustave le resultaban totalmente desconocidos. Y no era sólo el estilo, eran también los materiales empleados en la construcción y la escala de aquellas obras monumentales. Aquí y allá encontraba trozos de columnas, arquitrabes y frontones, en muchos casos fabricados con metales preciosos, con unas filigranas tan trabajadas que parecían obra de un orfebre más que de un arquitecto, si no fuera porque por su monumentalidad era imposible que se hubiesen fundido. Los restos simplemente parecían desafiar a la propia física.

Los interrogantes asaltaban a Gustave, quien vagaba por aquella jungla entre la admiración por su belleza y el espanto por lo que implicaba. ¿Se trataba de los restos de alguna cultura perdida? Si era así, ¿cómo no había registro histórico alguno, situada en una de las zonas más transitadas del mundo desde la antigüedad? La ingeniería de aquella civilización hipotética debía de haber sido avanzadísima, pero los restos de piedra, cemento y metal estaban pulidos por los elementos hasta tener la suavidad de la madera barnizada, y el musgo y la vegetación de algunas zonas parecía haber descansado sobre ellos durante décadas. ¿Cómo se había mantenido en secreto? Y la cuestión más sobrecogedora: ¿qué podía haber ocurrido para que una sociedad así se colapsara?

Seducido por el misterio, Gustave casi había olvidado que había naufragado, como si la isla lo estuviera absorbiendo a él también.

***

Como tantas noches anteriores —no estaba seguro de cuántas—, la niebla que rodeaba la isla se adensaba, penetraba en su interior, y estaba fría. Agotado de su deambular, Gustave recogió ramas y hojas secas y buscó una cueva en la que guarecerse para pasar la noche. Divisó lo que parecía la entrada de una gruta entre la maleza, así que arrancando un jirón de la camisa y atándolo al extremo de un haz de tallos fabricó una rudimentaria antorcha que encendió con su yesquero.

Incluso después de tanto portento, lo que había dentro no había podido imaginarlo.

Con la iluminación de su antorcha los detalles eran confusos, pero la impresión es que había penetrado en una extraña amalgama de casa y cueva, como si la naturaleza de ambas se hubiera fundido de manera inextricable. En algunas zonas daba la sensación de que la roca había crecido sobre la pared, que las protuberancias, las estalactitas y las estalagmitas, hubieran sido posteriores a su construcción; en otras, parecía que las estancias se hubieran desarrollado dentro de la propia piedra como burbujas de gas atrapadas en magma solidificado.

Siguió adentrándose hasta lo que parecía un salón de considerables dimensiones, donde lo primero que atrapó su mirada fue una estufa de hierro. A su lado se apilaba una modesta cantidad de carbón, y Gustave se dio cuenta de que llevaba horas entumecido. Sin pensarlo, llenó el hogar de la estufa y lo encendió con su antorcha. Miraba las llamas crecer cuando una esfera situada en la sección vertical adosaba a la pared comenzó a moverse ligeramente, y poco después oyó una corriente de agua que cayera por detrás, en el interior del muro. En unos pocos minutos la estancia empezó a calentarse, como si la habitación estuviera recorrida por una gloria. Y en ese momento en una de las esquinas algo se movió.

No fue un movimiento brusco, pero sobresaltó a Gustave, que se quedó inmóvil, pendiente de qué —o quién— se acercara. No se oía paso alguno, pero al agudizar la vista le pareció percibir cuatro siluetas. El calor aumentaba, y sobre ellas se produjeron unas pequeñas chispas como minúsculas detonaciones de un pedernal. Acto seguido unos quinqués comenzaron a iluminarse, a la vez que podía empezar a oírse una música, tenue al principio. Para cuando las notas, una melodía que recordaba a Joseph Haydn, inundaron la cámara, Gustave casi no podía prestarles atención: permanecía absorto contemplando con la boca entreabierta y la respiración entrecortada a los intérpretes. Las cuatro figuras lucían el aspecto lustroso del bronce pulido, aunque las manchas de óxido verdoso moteaban su superficie, y jirones de líquenes pendían de sus miembros. Sus caras de rasgos meramente sugeridos concentraban sus miradas metálicas en un punto del infinito, mientras los brazos y los dedos articulados acariciaban delicadamente las cuerdas de los dos violines, la viola y el violonchelo. Junto a las notas se escuchaba un tintineo, tal vez el engranaje moldeado por el relojero fabuloso que hubiera creado aquellos autómatas.

Las ideas y los sentimientos tomaron por asalto la mente de Gustave, que sólo fue capaz de sentarse pesadamente en el suelo y escuchar la melodía. Aunque la interpretación carecía de la pasión que habría impreso un conjunto humano, no podía dejar de pensar en el amor que debía sentir por aquella música el fabricante de aquel artilugio: debía de haber tardado años en fabricar algo tan complejo y preciso, debía de haber pasado décadas puliendo y dando forma a todas y cada una de las piezas, debía de haber dedicado su vida a lograr conservar así aquella melodía.

Y también, pensó Gustave, volver a escuchar música le hacía sentir como si llevara solo casi una vida.

—A mi maestro le encantaba esa pieza.

Gustave había oído la voz, pero tardó en reaccionar. Se giró despacio, casi somnoliento, demasiado sobrepasado por todo lo que había visto.

La figura que lo observaba desde la puerta sostenía una lámpara de aceite. Había algo extraño en su fisonomía, algo que la hacía pronunciadamente andrógina: el contorno de la cintura y las caderas eran marcadamente femeninos, igual que los brazos y en especial las manos. Sin embargo, el pecho que se entreveía bajo la camisa abierta era plano como el de un atleta joven. Sus facciones, el rostro ovalado, enmarcado en unos suaves rizos castaños, los ojos almendrados, no decantaban el conjunto hacia ningún género.

Aquella cara… a Gustave le resultaba inquietantemente familiar, como si lo hubiera conocido recientemente. Su memoria se esforzaba por entresacar una imagen. ¿La había dibujado? ¿La había copiado en sus estudios sobre las obras de los maestros del Quinquecento? ¿Da Vinci? ¿El Bautista? Eso era. Y aunque fuera imposible, el parecido era asombroso.

—¿Salai?

La figura sonrió.

—Sí y no. El original creo que murió en un duelo. Pero tengo sus recuerdos. Mi maestro lo echaba de menos y por eso me creó así. Así que, en cierta forma, soy él.

—No entiendo…

—Acompáñame. Tengo una tarea que concluir, pero podemos charlar mientras tanto.

Gustave acompañó al doble de Salai a una sala contigua. Frente a la puerta había un extraño artilugio, que parecía algo a medio camino entre un telar y una imprenta. Su anfitrión dejó la lámpara sobre la mesa de escritorio en la que se apilaban decenas de páginas apergaminadas, y le ofreció asiento en un sillón situado frente a ella.

Gruesos volúmenes encuadernados en cuero llenaban las hileras de estanterías. Ninguno llevaba título alguno en el lomo, y había tomos cuyo aspecto sugería que tenían varios siglos de antigüedad.

—¿Dónde estamos?

Salai se acercó al artefacto e introdujo los dedos en diez anillos que remataban otras tantas varillas de latón. Comenzó a moverlos con gestos repetitivos, como codificados. Un pequeño barril giraba sobre su eje haciendo rotar seis plumas metálicas, rasgando la superficie de la hoja situada debajo, constantemente reaprovisionando cada pluma de tinta para permitir una escritura ininterrumpida. Sobre la superficie del papel iban apareciendo pulcras letras cursivas.

—Supongo que te refieres a la isla. Es difícil de determinar. Hace ya mucho tiempo, mi maestro comenzó a recopilar historias de una extraña isla en la que el deseo y la realidad parecían confundirse. La rastreó incansablemente en manuscritos antiquísimos, en cada mito, rumor o relato supersticioso de marino que llegaba a sus oídos. Me contaba los puntos en común que lograba entresacar de aquellas narraciones, me decía que si la encontrábamos, podríamos crear todo lo que imagináramos. Yo decía que aquello era imposible, y él me contestaba: «No, Salai, sólo es improbable. El mundo está lleno de demasiadas maravillas como para afirmar que es imposible». Y tenía razón.

Un mecanismo con forma de bandeja de aquella máquina retiró el pliego de papel mientras que de manera simultánea colocaba uno nuevo.

—Estamos en el punto donde la membrana que separa la realidad del mundo onírico es más endeble. Cuando por fin llegamos, comprobamos en seguida que las leyendas eran ciertas. Si mi maestro me hablaba de alguna estatua o cuadro que tenía en mente, éste se materializaba sin más. Duraba lo que duraba el relato, hasta que descubrimos que si lo escribíamos, permanecía.

»Entusiasmados por ello, comenzamos a crear una ciudad. Imaginábamos un edificio y comenzábamos a escribir versos ensalzándolo, a componer himnos en su honor, a enumerar las fases de su construcción. Cuantos más detalles añadíamos, más se modificaba el espacio para adecuarse a nuestras visiones.

»Llevábamos dos años creando el primer núcleo, cuando mi maestro decidió que había llegado el momento de invitar a otros artistas para que nos ayudaran en la creación. Viajamos a Italia, y no sé qué ocurrió pero abandoné —mi otro yo abandonó— a mi maestro. No sé por qué, porque Leonardo cuando me describió decidió no darme ese recuerdo… Disculpa, he divagado.

»Decía que fuimos a buscar a más artistas, y fueron muchos los que trajimos con el paso de las décadas de diversas partes del mundo. Éramos como dioses: podíamos describirnos con la edad que quisiéramos para ser inmortales, y teníamos todo el tiempo del mundo para crear. Durante más de dos siglos soñamos una ciudad magnífica, donde no había visión demasiado audaz o quimérica que fuera irrealizable.

»Pero después todo cambió, tal vez porque en la naturaleza del hombre está malograr un poder así.

La máquina se detuvo un momento, haciéndose eco de la pausa que Salai había introducido para darse el tiempo que necesitan las palabras para adecuarse a narrar un recuerdo triste.

—Tal vez llegó un momento en que éramos demasiados… no lo sé. Lo que sí sé es que en cuanto dejamos de imaginar de forma orquestada nuestra ciudad de ensueño se fue retorciendo.

»Las visiones de algunos artistas competían y se superponían sometiendo a la realidad a una tensión sin solución. Las envidias, las rivalidades, los egos heridos, llevaron a que unas obras devoraran otras.

»Recuerdo a Girard Laurent, quien describió minuciosamente el tapiz que siempre había querido tejer, una maravilla que representaba una naumaquia, un trabajo exquisito en el que sólo los millones de hilos que conformaban el agua habían sido teñidos con cristales microscópicos de turquesa, zafiro y aguamarina, de forma que cuando la luz pasaba sobre él parecía que se agitaba en ondas. Escribió sobre él durante semanas hasta que quedó definitivamente colgado en el anfiteatro. Apenas pude disfrutarlo: alguien escribió que había tenido que ser reemplazado por un fresco diez años atrás, después de que un incendio desafortunado hubiera consumido hasta la última hebra.

»Y así en todos los ámbitos, las reescrituras de la historia cada vez eran más vertiginosas. Has visto lo que queda, pero intenta imaginar un barrio de magníficos edificios de pórfido y plata fruto de una mecánica imposible hundidos hasta sus capiteles en fallas tectónicas inundadas que no existían horas antes.

»Indirectamente empezamos a atacarnos unos a otros, modificando incluso el hábitat natural. Por eso estamos rodeados por selva y pantanos que corroen hasta los cimientos de cualquier edificio, que mutilan cualquier escultura, que oxidan cualquier pieza de orfebrería.

»Poco a poco la realidad dejó de ser consistente, y fue reemplazada por los vestigios de obras embrionarias que quedaron inconclusas o por sus restos desvirtuados, envejecidos cientos de años sólo unos pocos días después de haber cobrado existencia. Y así pasaron décadas.

»Hace poco más de cien años, la visión de cuanto habíamos malogrado fue demasiado dolorosa para mi maestro. Así que me encomendó secretamente narrar la desaparición de todos los habitantes de la isla. Lo hice despacio, de manera cuidadosa, borrando su existencia y todo recuerdo de las mentes de los demás, para evitar una escalada de pánico y represalias.

»Se tarda mucho, más de cincuenta años, en acabar con la población que habíamos llegado a reunir. Y cuando ya sólo quedamos mi maestro y yo, se despidió de mí, encomendándome que hiciera desaparecer la isla. Había llegado a la conclusión de que no éramos merecedores de aquel regalo, y que si los brillantes artistas e intelectuales de casi tres siglos habíamos acabado así, ¿qué podría esperarse que hicieran con ese poder hombres más vulgares en un futuro?

Salai hizo otra pausa, movió ligeramente el pulgar izquierdo y la máquina trazó unos puntos suspensivos.

»Y lo traicioné, traicioné al gran Leonardo. No quería ser responsable de la desaparición  de algo tan excepcional… Pero tras el último medio siglo recapacitando, he llegado a comprenderlo.

»Hubo un invento que mi maestro nunca quiso compartir, y eso era algo que siempre me sorprendió sabiendo lo generoso que era compartiendo sus ideas. Se trataba del ingenio de vapor, que creó basándose en los trabajos de Herón de Alejandría. Cuando le pregunté por el motivo, me explicó que lo había ocultado porque temía cómo cambiaría nuestro mundo. Temía que cuando pudiéramos desplazarnos más rápido y acortar las distancias de la Tierra, cuando pudiéramos llegar a todas partes, perderíamos la maravilla de lo desconocido. Estaba convencido de que con la velocidad se acabarían los misterios.

»Como siempre, tenía razón. Desde mi maestro han sido muchos los que se han afanado en reinventar esa máquina, y sé que cuando se construyan naves impulsadas por ella en unos años el tráfico marino por esta zona me superará. Ya está pasando. No eres el primer náufrago arrastrado a la playa sobre el que tengo que escribir, y he perdido la cuenta de las historias que he tenido que narrar para que tripulaciones enteras hayan olvidado que han pisado estas costas.

»Así es, apenas soy capaz de escribir lo bastante deprisa para seguir manteniendo oculta esta isla. El tiempo de los misterios se acaba, y eso es lo que es esta isla: un misterio del que tengo que acabar de escribir la historia y al que debo hacer desaparecer.

Salai llevaba unos minutos en silencio, concentrado en la escritura. Gustave no podía articular palabra ante la enormidad de lo que había escuchado. Cuando por fin logró decir algo su voz le sonó frágil:

—Entonces, ¿todo se va a perder? ¿Cuándo?

—Ya está ocurriendo: es justo lo que estoy escribiendo. Pero no temas, he pensado un final distinto para ti…

Gustave quiso responder, pero repentinamente los párpados comenzaron a pesarle, y descubrió que no tenía fuerzas para levantarse del sillón. Sólo era capaz de ver el tambor de plumas desplazarse vertiginosamente sobre una última página.

***

Despertó cuando unos brazos lo rodearon y lo obligaron a ponerse en pié. Poco antes de que tirasen del cabo con el que el hombre lo había asegurado comprobó que ambos se encontraban sobre los restos de una plataforma de madera que flotaba a la deriva, de la que sobresalía la talla carcomida de algún extraño animal. ¿Un dragón marino? No, un caballito de mar…

Ya sobre la cubierta las voces lo asaltaron. Hacían preguntas, o eso le parecía. Pero no prestaba atención: su mente luchaba desesperadamente por aferrarse a las imágenes oníricas anteriores a que lo despertaran, algo… ¿una cueva?, ¿un edificio?… que empezaba a diluirse. Se esforzó por concentrarse en medio del mareo y la debilidad, mientras los colores y una figura se fueron haciendo más imprecisos, como en un ocaso acelerado.

—Gustave, hijo mío…

Aquella voz sí la reconocía. Alzó la vista, y vio a su padre, quien no había escatimado esfuerzos para encontrarlo.

—¿Estás bien? Hemos recorrido esta ruta decenas de veces y no dábamos contigo. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Gustave comenzó a sollozar. Sollozaba no por la alegría de que lo hubieran rescatado con vida de su naufragio, sino porque aquella voz lo había distraído de lo que debía recordar, algo que en su fuero interno sabía que era importante. Sollozaba por una pérdida que creía irreparable.

—No lo sé…

2011

Gustave Moreau, nació en París en 1826 y murió en la misma ciudad en 1898. Salvo dos viajes a Italia, uno en 1841, con sus padres, y otro entre 1857 y 1859, con un carácter más formativo, nunca dejó Francia. La Dra. Patricia Márquez repasaba mentalmente estos datos mientras contemplaba las láminas que tenía sobre su escritorio: Salomé, La aparición, Júpiter y Sémele, El triunfo de Alejandro Magno, La esfinge vencedora… Pretendía escribir un artículo sobre los aspectos psicológicos del pensamiento creativo y había decidido centrarse en la obras de aquel pintor.

Su obra le provocaba una reacción ambivalente. Por un lado, sentía cierto rechazo ante el simbolismo tan evidente de los temas, sentía por ello la misma antipatía que ante una película en la que el guionista hubiera sentido la necesidad de tamizar perfectamente la intriga para que el espectador no tuviera que hacer labor alguna de interpretación. También sentía cierta indiferencia ante los personajes, con aquella indefinición sexual y el tratamiento academicista de la anatomía.

Y sin embargo, le fascinaban los fondos. Aquella arquitectura parecía extraída de una fuente de inspiración más primordial. Era clara la mezcla de órdenes clásicos y cierta influencia asiática, al igual que la disposición a modo de escenario de teatro recordaba al primer Renacimiento. Pero había algo más, tal vez era esa profusión de detalles o ese aspecto fitomórfico que hacía parecer que las columnas, los capiteles, los frontones, habían florecido en lugar de haber sido esculpidos, como si su aspecto fuera el resultado de una germinación y no de una construcción real, casi como si hubieran sido moldeados como pura posibilidad mental. Tal vez había sido ese aspecto de su pintura lo que había seducido a Bretón, Ernst, Dalí y otros. Era como si aquellas construcciones no tuvieran sitio en la cronología de la historia de la arquitectura, sino que su origen se situase en una capa anterior y más profunda del pensamiento o la mente creativa, como si fueran, por su propia irrealidad, más cercanas al deseo de una arquitectura que a cualquiera de sus manifestaciones físicas, como si directamente nacieran del inconsciente. ¿De dónde había sacado la inspiración?

—Tal vez —reflexionó en voz alta, cediendo a un inesperado impulso poético— de un sueño…

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Comentarios

  1. Juan Sanmartin dice:

    Para empezar creo que la primera parte del relato es la mejor, algo que no es de extrañar dado que cuentas con unos personajes como Leonardo y Salaí. Bueno, tal vez no sea mejor, pero sí más atractiva. Tengo que reconocer, no obstante, que la trama que has levantado para «explicar» los fondos que aparecen en los cuadros de Gustave Moreau es realmente apabullante. Y, como siempre, la impresión de que la naturaleza humana, capaz de lo mejor y de lo peor, es de un egoísmo feroz, incapaz de mantener la armonía durante mucho tiempo.

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