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Homo Regentis

por Relato ganador

El periodista enseña su pase de prensa al llegar a la última puerta. El circunspecto soldado deja colgando de su hombro el fusil de asalto M16, comprueba la acreditación, asiente ligeramente contestando con un murmullo por el comunicador que pende de su oído derecho, y saca una tarjeta que pasa por el lector situado junto al marco de acero reforzado. Con un pitido y una luz verde, la puerta a la última pieza del puzzle que configura un posible Pulitzer se abre ante John Teller. Al cruzar el umbral le parece sentir una corriente de aire que pasa a su lado, como una señal del destino impulsándolo.

La última pieza es el anciano sentado a la mesa del escritorio, frente al ventanal de cristales tintados en el que consiste toda la pared posterior. Intercambian unas fórmulas de cortesía mientras Teller saca la grabadora y el notebook y se prepara para la entrevista.

Ha pasado casi un año de duro trabajo desde que comenzó su investigación, desde el día en que encontró en su mesa de la redacción un documento que sugería la existencia de un proyecto secreto en los años 50 y 60, uno prácticamente increíble. Pero la investigación le ha demostrado a Teller que, como en tantas otras ocasiones, la realidad supera a la ficción.

Superhombres. El sueño secreto de todo ser humano: ser más, ser perfecto.

—Hábleme del proyecto Homo Regentis.

En realidad no es necesario, ya tiene toda la información que necesita. Además de sus dotes de investigación, Teller ha contado con la ayuda de una fuente anónima, algo así como un Garganta Profunda oculto con el que no ha tenido contacto personal. Alguien, por algún motivo, lo está utilizando. Pero, piensa Teller, si está sirviendo a los propósitos de otro simultáneamente que a los suyos propios, es un trato justo. También el actual gabinete de la Casa Blanca ha dado su visto bueno e incluso ha facilitado su investigación. ¿Por qué? Teller, que se considera un intérprete muy agudo de su momento social, piensa que porque así es como funciona cualquier organismo complejo, con el sistema de las tres «des»: la culpa y la responsabilidad se delegan, se diluyen y al final desaparecen. La decisión de revelar los datos de un proyecto secreto y de una ética… dudosa es una farsa que conviene al nuevo gobierno. Le permite entonar un mea culpa y presentarse como un modelo de transparencia, algo tremendamente apropiado cuando en realidad no va a sufrir consecuencia alguna. Al contrario, se ganará la confianza del pueblo americano apoyándose en la inmundicia de un gobierno anterior y el engaño a las generaciones pasadas. Hacer pública la información es suficiente para que la Administración pueda simular cierta honestidad, fingir humanidad: una humanidad que ningún gobierno posee.

Pero queda un individuo que participó en los experimentos, y Teller sabe que las noticias como la que está preparando son más efectivas si se da al público un cabeza de turco al que señalar. Y así, Teller ha llegado hasta el doctor Cantrip, quien no es más que un octogenario al que se mantiene en un laboratorio perdido en mitad de Nebraska en calidad de consultor. En virtud de su edad, no sufrirá ninguna condena legal; otra cosa es la condena moral de la opinión pública, pero Teller piensa que igual la merece, y así adicionalmente se siente justificado. Además, necesita una narración, una imagen que mostrar, un relato personal: para redondear, necesita el testimonio humano directo.

El doctor Cantrip fue un prodigio. Con apenas veinte años se le dio la dirección del proyecto y carta blanca. Ahora es un anciano calvo y consumido, encorvado y arrugado, claramente molesto por la presencia de Teller. La manga izquierda de su bata blanca está enrollada y plegada, sujeta con un alfiler, como un certificado del brazo ausente. Pero lo más llamativo son sus ojos, unos ojos duros agazapados tras las gruesas lentes de las gafas, enmarcados por una miríada de finas y profundas arrugas, que junto a los surcos que custodian la boca y el ceño fruncido revelan un núcleo de rencor que se ha alimentado durante décadas. Si al doctor Cantrip, piensa Teller, un genio le concediese un deseo, no pediría un brazo nuevo: pediría seis mil millones de mancos.

El doctor Cantrip se toma su tiempo antes de empezar a hablar con un irritante tono de condescendencia. Teller sabe que han sido sus superiores los que lo han obligado a conceder la entrevista.

—Muchacho, estuvimos trabajando veinte años en ese proyecto, y al final se canceló.

—Entonces, ¿considera que fue un fracaso?

—No, muchacho, no: fue un éxito. Logramos que los seres humanos pudiesen hacer cosas increíbles.

Teller ya tenía esta información. Los miles de papeles polvorientos y mecanografiados, las carpetas y ficheros que ha revisado, indican gastos sin conceptos claros, informes en clave, resultados de experimentos sin descripción de las pruebas a las que hacen referencia, alusiones veladas. Pero el cuadro general era claro para Teller. Superhombres. Y fue real.

—¿Experimentaron con seres humanos? —Teller sabe que esta pregunta sólo es carnaza para el lector, pero la hace de todas formas.

Sujetos voluntarios, muchacho, sujetos voluntarios.

—¿Y el Gobierno lo aprobó?

—Muchacho, eran los años duros del bloque soviético. Tener de enemigo a la URSS era genial. Sólo entrábamos en «modo pánico» diciendo que los rusos habían logrado cualquier cosa y ya teníamos un cheque en blanco, tanto moral como literal.

—¿Y las familias no protestaron?

—A los soldados que se presentaban voluntarios se les declaraba oficialmente muertos en alguna guerra. Después les poníamos nombres clave: el de un superhéroe y un número. Perdían su identidad en aras del deber a su país, del amor a su patria. Pero no sufras, la mitad eran paletos del medio oeste, no perdimos ningún premio Nobel. Así, además de evitarnos la molestia de las familias, cumplíamos con una finalidad práctica: no nos valía de nada tener superhombres si luego el enemigo podía secuestrar a sus seres queridos y chantajearlos. Eso sí lo pensaron bien Bob Kane y Stan Lee.

—¿Y en qué basaron sus experimentos?

—En lo que fuera. Teníamos de todo: a las mentes más peligrosas importadas de la Europa postnazi, científicos fringes, chamanes… era casi como un circo ambulante.

—¿Experimentaron con radiactividad?

—No, eso son gilipolleces de los de la Marvel, que parece que no saben que las consecuencias más inmediatas de la radiación, aparte de la muerte, son el cáncer y la leucemia.

Teller asiente, sintiéndose un poco necio por haber hecho la pregunta. Pero se prepara para la más crucial de toda la entrevista.

—Cuando antes ha mencionado que lograron «cosas increíbles», ¿se refiere a superpoderes? ¿Como superfuerza?

El doctor Cantrip casi esboza una sonrisa, pero es una sonrisa teñida de amargura.

—Exacto. Aunque la superfuerza es una estupidez en la guerra moderna. ¿No sabes que las bayonetas que sigue llevando la infantería no están afiladas? Son un mero símbolo fálico, uno de esos arreos innecesarios a los que es tan aficionada la mentalidad infantil militar. ¿Para qué te sirve montar un cuchillo en un arma pensada para matar a tu enemigo a doscientos metros? El combate cuerpo a cuerpo ha quedado obsoleto. Además, no era muy útil por sí misma. Los Hulk podían levantar toneladas, sólo para darse cuenta de que sus ligamentos se desgarraban y sus huesos se dislocaban. Pero necesitábamos la superfuerza para otro proyecto: los Flash.

Modelo teórico de hiperfuncionalidad motriz individual, concretamente, recuerda Teller, el primer informe que le llegó de su misterioso colaborador.

—Uno de nuestros primero éxitos. Sí, muchacho, logramos hacer que un hombre pudiese correr a varias veces la velocidad del sonido. Pero el proyecto fue como una prueba de ciento diez metros vallas: superar un obstáculo sólo suponía enfrentarnos al siguiente. Hacer que los sujetos alcanzaran esa velocidad fue relativamente fácil, lo difícil era hacer que sobrevivieran.

»El primer problema vino con la velocidad de reacción cerebral a los estímulos. El primer sujeto apto murió cuando en la pista en la que estábamos midiendo su rendimiento se cruzó con un gorrión. El pájaro se incrustó en su cabeza como un puto obús. Para que te hagas una idea, el tabique nasal sobresalía por la nuca. Cuando lo enterramos, con todos los honores, tuvimos que ponerle un pasamontañas porque los restos del gorrión se habían fundido y soldado a su cráneo. Así que inventados catalizadores para acelerar en rendimiento neuronal, y en un par de meses los Flash incluso fueron capaces de esquivar y  girar, porque hasta entonces sólo podían correr en línea recta, y como imaginarás, eso no es muy eficiente, sobre todo cuando había que desincrustarlos de muros de hormigón. Pero ocurrió que sus sentidos y su percepción funcionaban a tal velocidad que las órdenes había que grabarlas y transmitírselas a mayor velocidad. Mira, vas a escuchar un ejemplo.

El doctor Cantrip se acerca a una de las estanterías y activa un magnetófono que es casi una reliquia del pasado. Suena un pitido agudo, casi en el umbral liminar del oído.

—Son las órdenes, reproducidas a una velocidad adaptada a los Flash.

Teller sonríe: son esos detalles los que necesita para su artículo… o tal vez para un libro.

—Continúe, por favor. ¿Y qué ocurrió cuando lograron acelerar su capacidad de reacción?

—Entonces chocamos con el segundo problema: la fricción. A esas velocidades, el roce con las moléculas de aire los convertía en antorchas vivientes. Así que tuvimos que crear unos trajes que los protegiesen. Como curiosidad, te diré que el material ignífugo que desarrollamos lo emplearon años después los de la NASA para forrar los Apolo. Para eso necesitamos desarrollar la superfuerza como te comentaba antes, para que pudiesen correr con el traje a cuestas.

»Y entonces llegó el tercer problema, la inercia al detenerse. A más de 25G, los órganos internos del ser humano se licuan y, literalmente, rezuman por cada poro de su organismo. Eso sin mencionar que los globos oculares se salen de las órbitas y estallan al volver a su sitio y golpear con las cuencas oculares, o que el cerebro choca con el cráneo y sufre lesiones en el lóbulo frontal. Tuvimos que crear inhibidores artificiales de la inercia. Como obra de ingeniería, eso es casi un milagro. Pero lo hicimos. Doblegamos una de las leyes de Newton. Muchacho, no puedes ni comprender la grandeza de lo que hicimos.

—Entonces, ¿los Flash existen? —una nota de ansiedad tiembla en la voz de Teller. ¿Podría llegar a conocer a alguno de los superhombres?

—No. Con el consumo de energía que suponía para su metabolismo su organismo se depredaba un poco más a sí mismo con cada carrera. El ritmo al que envejecían se incrementaba exponencialmente. En apenas ocho meses, hombres de veinte años se volvían seniles o sufrían el catálogo completo de achaques. Pero con tiempo, incluso eso lo podríamos haber superado…

»Lo que no pudimos comprender nunca fue un comportamiento que se repitió en todos de los casos de éxito. Los que llegaban a viejos sin haber sido devorados por el Alzheimer pero que sabían que no les quedaba mucho se preparaban para una última carrera: sin traje y con la mirada perdida en el horizonte, corrían hasta volverse teas ultrasónicas, como si intentaran dejar atrás su conciencia, como si quisieran adelantar a su propia identidad. Y corrían y corrían hasta que ardía toda la masa muscular, hasta que al final sólo dejaban tras de sí un esqueleto carbonizado.

»Esa limitación, la irracionalidad de la mente humana en ciertas situaciones, fue la única que no pudimos superar con los Flash, y esa línea de investigación se cerró.

—Pero hubo más experimentos, ¿verdad? Otras líneas de investigación…

—Sí, por supuesto. Por ejemplo los hombres invisibles.

Modelo teórico de ocultación biológica indefinida, rezaba el segundo legajo que Teller encontró en su buzón sin sello ni remitente.

—Los llamamos los Wells, por razones evidentes. Podríamos haberles puesto de nombre clave Sue, como la Sue Storm de Los 4 fantásticos, pero comprende que en aquella época no teníamos mujeres en el ejército, y los soldados se quejaban de que era un nombre maricón. Y no nos valía dejarlo en Storm, porque ese estaba reservado para los psíquicos que esperábamos que pudiesen crear microclimas a su alrededor. Por cierto, a casi todos esos no les fue muy bien, acababan electrocutados, congelados, deshidratados… pero me estoy desviando.

»En total, logramos que sobrevivieran seis individuos al proceso, pero sus finales fueron casi más trágicos que los de los que se quedaron en el laboratorio, a medio camino entre la existencia y la no existencia, como el gato de Schrödinger. Imagínate: logramos que sus átomos se mantuviesen en un estado de inestabilidad tal que la luz los atravesaba, pero con suficiente coherencia como para que no se desintegrasen. Pensábamos que teníamos al espía definitivo.

»El problema era precisamente lo que los hacía invisibles: que la luz los atravesaba. Como no se reflejaba en sus retinas, eran totalmente ciegos. Y ya me dirás para qué coño queríamos unos espías ciegos.

—¿Qué fue de los seis que sobrevivieron?

—Wells 12 se cayó por unas escaleras y se partió el cuello. Los Wells 8, 23 y 51 se volvieron locos y se pegaron un tiro. A Wells 34 lo atropelló un autobús. Pero Wells 47 tenía unos cojonazos que no te puedes imaginar. El tío tomó clases de braille, siguió un duro entrenamiento de artes marciales para desarrollar el sexto sentido, soportó varias operaciones de oído para percibir ultrasonidos y tener así una especie de radar rudimentario… Total, que lo enviamos a Afganistán para ver qué hacían por allí los comunistas.

—Pero la invasión no sería hasta años después, en el 73…

—Muchacho, en el siglo XX ha habido más guerras encubiertas de las que imaginas.

—Entiendo. ¿Y entonces? ¿Cómo fue tener un espía invisible?

—Joder, una puta mierda. No estamos seguros de si en medio del desierto se nos achicharró de día o se nos congeló de noche porque, claro, para ser invisible tenía que ir en pelota picada. Y como no podía llevar nada encima sin que lo delatase, ni siquiera podía llevar una radio para pedir apoyo.

»Nos comunicábamos con él en persona cada dos días en un punto establecido, donde nos informaba de lo que había oído en la base de los tovarich. Un día no se presentó, ni al día siguiente, ni al otro. Diez días después se lo dio por desaparecido.

—¿No intentaron buscarlo o recuperar su cadáver?

El doctor Cantrip mira a Teller como si fuera un retrasado.

—Tú eres tonto, muchacho. ¿Cómo cojones buscas en el desierto a un hombre invisible?

Teller vuelve a morderse el labio inferior, furioso por segunda vez consigo mismo pero más aún con el doctor Cantrip por el desprecio que le transmite. Sin poder evitar devolver el golpe, la ironía resuena en su siguiente pregunta.

—¿Algún otro «éxito» que desee contarme?

Pero el doctor Cantrip parece no captar el tono, concentrado en hablar de algo que nadie quería escuchar desde hace cuarenta años.

—Los Xavier… telépatas capaces de leer la mente, o, dicho con más precisión, capaces de escuchar pensamientos de otros.

Modelo teórico de desencriptación mente-mente. Sí, todos los informes presentaban meras posibilidades teóricas; salvo que bajo su superficie se hallaban todos los infelices sometidos a la voluntad, el genio y la locura de Cantrip. Esa es una buena frase, piensa Teller, y decide apuntarla.

—Eran como esponjas, no había secreto alguno que se les pudiera ocultar, idea demasiado profunda o demasiado superficial que no pudieran percibir. El problema…

—No me lo diga: con todas esas voces en su cabeza se volvieron locos.

—No. Es cierto que uno de cada diez desarrollaba un claro cuadro de esquizofrenia, pero con neurodepresores y psicotrópicos conseguimos proporcionarles un filtro adecuado para su labor. No, muchacho, no.

»Lo que ocurre es que en los cincuenta, como ahora, las agencias de inteligencia de cualquier país no existen tanto para descubrir los secretos de otros países como para encubrir los suyos propios. Un agente de inteligencia nunca debe saber demasiado, y sobre todo no puede saber nunca más que sus superiores. No se podía sesgar la información que se entregaba a los Xavier, no se les podía engañar, no se les podía manipular, y tenían acceso a una información demasiado privilegiada. En resumen, logramos el agente de inteligencia definitivo, y por ello también era definitivamente peligroso. Las autoridades militares cancelaron los experimentos. Y no me preguntes que ocurrió con los Xavier, porque no lo sé.

Se hace un silencio en la habitación en el que Teller mira al doctor Cantrip y se da cuenta del error que él y la cúpula militar cometieron hace años. El sueño del superhombre, como tantos otros sueños, al convertirse en realidad se había vuelto ineficaz, un reflejo disfuncional de las esperanzas depositadas en él. Tal vez Cantrip, con toda su genialidad, debería haber pensado que en este mundo el ser humano ya era todo lo perfecto que podía llegar a ser. Un pensamiento reconfortante, a la par que triste. Sí, piensa Teller, es un buen final para el libro. Entonces echa la cabeza hacia atrás y golpea la cara violentamente contra la mesa una, dos, tres, cuatro veces, hasta que suena un hueso que se fractura y se desploma a un lado, con la nariz y los oídos goteando sangre.

—Hola Cantrip… ha pasado mucho tiempo. Cuarenta años, nada menos.

La voz que llega de ninguna parte hace que Cantrip se ponga en pie y retroceda hasta la pared de cristal. Su cerebro comienza a funcionar con la velocidad vertiginosa que imprime el pánico.

—¿Wells?

—¡Bob, me llamo Bob!

John Teller escucha el grito entre las brumas que parecen empantanar cada vez más su cerebro, la neblina rojiza que empaña su vista. Y en un segundo lo comprende todo. Ahí está, sin estar, su Garganta Profunda, su informador, al que ha abierto camino hasta su venganza. Y comprende que tenía razón, que lo estaban utilizando, y que no ha resultado tan justo como pensaba. Pero Teller no puede articular palabra, y poco a poco siente que todo se funde en un negro como de muerte.

—Cuarenta años, Cantrip, cuarenta años. Es lo que tarda un hombre invisible y ciego en recorrer medio mundo desde Afganistán hasta aquí, lo que tarda en localizar a quien le hizo esto…

Un sudor frío recorre la espalda de Cantrip.

—Intentamos localizarte… Escucha un momento, Wells…

—¡Bob! ¡Bob Paxton! ¡He hecho lo inimaginable para mantenerme vivo y encontrarte! ¿Sabes lo que es no existir durante cuarenta años? ¿Sabes lo que es no recordar tu propia cara? ¡Ni sé cómo soy ahora que soy viejo! ¿Y ni siquiera me llamas por mi nombre? ¡Joder, eso es lo único que no puedes quitarme!

En la estancia resuena lo que casi es un rugido inarticulado, y el doctor Cantrip oye las pisadas del hombre al que no puede ver abalanzarse sobre él. Sabe que puede destrozarlo con las manos desnudas, hacer estallar su cráneo en un confeti de hueso con una rodilla, arrancarle la tráquea con el índice y el pulgar, incrustarle el hueso nasal en el cerebro con un codo. El doctor Cantrip aprieta los dientes, preparándose para su final a medida que el grito aumenta y casi puede sentir el aliento de su asesino. Pero para Paxton, Cantrip es invisible también. Y de repente el ventanal revienta a un metro a la derecha del doctor, y el grito de rabia se convierte en un alarido de pánico y frustración antes de cesar bruscamente con un ruido roto que asciende desde el suelo de cemento cinco pisos más abajo.

Cantrip sale de su parálisis lentamente, se sienta en un sofá de cuero en el momento en el que el soldado de la puerta irrumpe en el cuarto y mira al cuerpo de Teller. Cantrip hace un gesto con la mano y el soldado vuelve al pasillo. De un bote que hay en su mesa saca una pastilla que se coloca debajo de la lengua. Espera a que su respiración se calme, y marca un número de teléfono. Cuando al otro lado descuelgan sólo oye un silencio expectante. Se humedece los labios antes de hablar.

—Aquí Peón Ámbar. Hemos localizado a Wells 47. Filtrar la información al periodista ha dado el resultado esperado.

—Buen trabajo, Peón Ámbar. El equipo Delta procederá a limpiar las evidencias. El proyecto Homo Regentis queda oficialmente clausurado.

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Comentarios

  1. SonderK dice:

    »Lo que no pudimos comprender nunca fue un comportamiento que se repitió en todos de los casos de éxito. Los que llegaban a viejos sin haber sido devorados por el Alzheimer pero sabían que no les quedaba mucho se preparaban para una última carrera: sin traje y con la mirada perdida en el horizonte, corrían hasta volverse teas ultrasónicas, como si intentaran dejar atrás su conciencia, como si quisieran adelantar a su propia identidad. Y corrían y corrían hasta que ardía toda la masa muscular, hasta que al final sólo dejaban tras de sí un esqueleto carbonizado.

    ¡Buenisimo!

  2. Nadia dice:

    Me ha encantado!! qué divertido, Saulete you are the best this time!!!

  3. marcosblue dice:

    El relato ganador, para mí, sin duda. El Sr. Jurado cuando se pone a escribir… Tiene algunas frases que son joyas («No estamos seguros de si en medio del desierto se nos achicharró de día o se nos congeló de noche porque, claro, para ser invisible tenía que ir en pelota picada», o la que hace constar el tío Sonderk, por poner dos someros ejemplos). La historia es redonda y rotundamente coherente, sin fisuras. Se nota que has leído unos cuantos miles de cómics, jodío, así no tienes tiempo luego para ir a la peluquería… ¡Enhorabuena!

  4. laquintaelementa dice:

    :*, tú sí que eres mi superhéroe 😀

  5. levast dice:

    Bueno, a petición del Sr Jurado, precisamente el campeón de esta edición, paso recordar esa especie de menciones especiales que hicimos en los relatos presentados, imaginando que eran comics y creando categorias propias de tebeos.
    Este relato se llevó los siguientes premios:
    – Mejor viñeta: premiando a la escena más brillante o mejor compuesta. Se lo llevó, como están de acuerdo Sonderk y Marcos, por las líneas de la «última carrera de los Flash».
    – Mejor guión: a la mejor historia, coincidente con el premio de la edición. Poco más que añadir a los argumentos comentados, quizá por su ritmo y estructura es el que más se ajustaría a un comics de supes de 24 páginas de toda la vida.

  6. Duncan Campbell dice:

    ¡Buenísimo! ¡Genial! me ha encantado la propuesta de superhéroes ANÓNIMOS sin recurrir a la microfibra de colores. En cualquier caso ya sé porqué Wells, perdón, el Sr. Paxton tardó tanto en volver: se fué metiendo en todos los vestuarios femeninos que iba encontrando (ya sé que se había quedado ciego, pero hay otras formas de disfrutar de unas señoritas enjabonadas…). Sigue así muchacho, muy bien.

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