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Cómo meterse en un lío y disfrutarlo

Y aquí estoy, tumbado en la cama, desnudo, con las manos y los pies encadenados a la cama, con un pene de goma metido en el culo y una erección de caballo. Y así llevo seis horas. Intento reflexionar sobre cómo he llegado a esta situación, pero el ojete me duele horrores y la polla ni la siento: debe de ser por las tres viagras que me han obligado a tragar esta mañana.

Quizás la culpa sea mía, quizás las tres guarras que me han secuestrado esta mañana se vieran obligadas por mi atracción sexual inigualable. Sea como fuera aquí estoy: me duele la polla y seguramente mañana se me caerá a pedazos. He perdido la cuenta de las veces que el trio calavera me ha montado. Tengo que decir que las cuatro primeras veces que me he corrido me ha gustado. Las demás ni las he sentido.

Y vaya grupito.

Una sesentona con canas en el coño, fea, gorda e hija de puta: la típica vecina del primero cotilla y que se masturba pensando en el kiosquero de la esquina, malhablada y con una fijación por los consoladores y los culos más allá de lo concebible. Suya fue la idea de empalarme sin compasión, que mi próstata lo iba a agradecer, dijo. Cuando se bajó las bragas para sentarse encima de mi polla se me vino a la cabeza lo que decía mi tío abuelo Fernando: «lo que hoy es costra mañana será pus». Os podéis imaginar a qué se refería. Comprobé en mis carnes lo que quería decir: asqueroso y repugnante. Pero aun así tuvo su punto y sólo de ver la cara de zorra que ponía mientras se rozaba con mi entrepierna hizo que mi cabeza divagara y disfruté, porque al final soy un macarra de mierda.

También estaba la cuarentona, de pasta, una señora con clase, vestida de marca, con bolso, perlas y coche a juego, un marido consentidor y cornudo en casa. Una señora aburrida de la vida, sin visión de futuro, que paga los fines de semana a un puto para que la dé su ración de rabo. Aburrida también de eso y buscando la perversión, lo nuevo, lo sucio. Ni siquiera me miró a los ojos cuando me montó, gritaba de placer y arañaba mi pecho con uñas largas y cuidadas, mordía mis pezones con fuerza y me insultaba como si yo le hubiera hecho algo. Aun así me corrí, porque al final soy un macarra de mierda.

Y por último la gran sorpresa, una veinteañera de metro ochenta, rubia, unas tetas como balones y un culo pétreo, con acento del este de Europa, vestida de pin-up con zapatos de tacón altos como el Empire State y con tatuajes old school en los brazos, voz sensual que no dejaba de decir guarradas en mi oídos. Animaba a sus compañeras de violación a perseguir sus más voraces deseos conmigo. Ni que decir tiene que cuando se subió encima de mí y empezó a mover su cuerpo como valkiria celebrando la victoria en la batalla y terminando en una felación bestial, me corrí como un mirlo y lo disfruté, porque al final soy un macarra de mierda.

En el fondo sé que es culpa mía, que mis vicios me han encaminado hacia este final. Aunque lo más fácil sería decidir que la culpa es de la sociedad que me ha hecho así.

Verano caliente

Con once años me escondía detrás de las dunas de la playa y espiaba a las chicas que hacían topless. Cuando la emoción se apoderaba de mí me masturbaba violentamente mientras las gritaba: «¡Putas! ¡Guarras!». Y me escondía al momento para que no me pillaran. Luego acababa eyaculando en la arena suspirando de satisfacción. Durante tres años lo hice gozando de cada momento, hasta que una mañana del 15 de agosto mientras me tocaba a dos manos y espiaba a la enésima extranjera en pelotas que veía ese día, alguien me puso la mano en el hombro.

Un sudor frio se apoderó de mi cuerpo e inexplicablemente mi polla se puso más dura de lo que nunca había estado. Muerto de vergüenza me di la vuelta y allí estaba Valle, la hermana de mi mejor amigo en la playa, con cuatro años más que yo, morena de tetas pequeñas pero turgentes. Sonreía maliciosamente y se mordía el labio mientras me miraba la polla. Por supuesto me preguntó qué hacía y como no contestaba, se arrodillo a mi lado. Sus manos se posaron en mi cuello para poco a poco ir bajando por los hombros, mi pecho y mi vientre. Cuando quise darme cuenta, me agarraba con una mano las pelotas y con la otra la polla, con movimientos lentos pero seguros empezó a masturbarme mientras me miraba a los ojos. Tenía unos bellos ojos almendrados, el pelo negro, largo y liso hasta el culo, ¡y qué culo! Cuando se agachó para chupármela, los ojos creía que se me iban a salir de las orbitas. Quería explotar pero por otro lado quería aguantar, quería ver hasta dónde podía llegar yo, pero sobre todo quería saber hasta dónde iba a llegar ella. Durante muchas noches con el sonido de las olas al fondo había soñado cómo seria tocar su cuerpo, penetrarla y besar esos labios carnosos y juveniles.

Aguanté todo lo que pude, pero al final fue inevitable, me corrí dentro de su boca, un manantial inacabable. Sentí ese calor que sólo se siente en su boca, me deleité de cada milésima de segundo que estuve allí dentro, quería parar pero una sacudida detrás de otra de mi pene me tenía atado al placer, a la suciedad del sexo oral, a la conexión tan íntima de dos personas.

Casi al momento y después de un sonoro trago vi como su nuez bajaba y su lengua se relamía alrededor de sus labios mojados y calientes. Un segundo después cayó como una araña asesina sobre mí y me susurró que se la metiera hasta el fondo, cosa que hice al instante, sin más preámbulos, sin limpiarme el sable, con fuerza y con movimientos no muy rítmicos: la embestía contra la arena y ella gemía, cada vez más fuerte, se agarraba a mí como si se fuera a caer de un precipicio y decía mi nombre con el aliento entrecortado. Tras un rato y varios orgasmos que la hicieron temblar entre mis brazos se incorporó y se puso a cuatro patas sobre la arena caliente.

—Métemela por el culo ya.

Y allí estaba yo, imberbe, sin un puto pelo en el pecho, con la polla gorda, dura y enrojecida por el esfuerzo y la arena, y creí sentirme Dios o algo parecido. No sabía cómo se hacía eso pero no pensaba que fuera difícil, apunté hacia ese agujero del culo sonrosado, limpio, sin pelo y sentí que todo estaba bien, que era mi día de suerte. Y tenía razón.

Empujé con fuerza y sin ninguna delicadeza; Valle gritó sin contener su dolor. Quise sacarla pero ella rápida con las manos me mantuvo allí, dentro, caliente y apretado. Se dio la vuelta y me miró.

—Ni se te ocurra sacarla, mamarracho. Termina lo que has empezado.

Así que seguí empujando, cada vez más fuerte. Agarré su pelo y estiré sin contemplaciones. Me dolían los brazos, las abdominales, los riñones: apretaba los dientes bajo el esfuerzo de mis embestidas. Y ella sonreía.

Cuando mi semen empezó a caer despacio por su culo y se derramó por su muslo mi cabeza estaba ya a miles de kilómetros de allí: vacío, de alguna manera limpio. Y en estado orgásmico, como flotando.

Cuando se puso de nuevo el bikini y se fue sin decirme nada, algo dentro de mí había cambiado. Al día siguiente cuando me buscó para paladear de nuevo mis huevos le dije que no, que sólo le dejaría chupármela cuando yo quisiera. Por supuesto se fue ofendida como una mona, pero unas horas después volvía a buscarme con unos helados y una sonrisa. Entonces recibió su premio.

Aquel verano aprendí muchas cosas con Valle, pero la más importante fue que aprendí a ser un macarra de mierda. Por las mañanas me iba a la playa con su hermano a bucear, beber cerveza y escuchar a Iron Maiden. Por la tarde practicaba con Valle todas las formas posibles que se nos ocurrían de sexo sucio, sin contemplaciones, sin preguntarnos si estaba mal o bien lo que hacíamos. Su hermano nunca sospechó nada; sólo al final del verano me dijo que sabía que nos habíamos enrollado, pero nunca supo hasta qué punto.

Miro atrás y descubro en aquel verano mi nacimiento a la vida, el verdadero.

Internet y sus infinitos recovecos

Cuando salía por la noche no pagaba las cervezas. Más de una vez desaparecía como los ninjas y dejaba tirados a los amigos. Cuando salía de casa de alguna mujer lo mínimo que hacía era dejar mi marca: coño escocido y manchas de semen en las cortinas.

Tengo que decir que en el fondo no era mala persona, sino un pasota, un dejado, un canalla diurno y nocturno. Me dedicaba por las noches a beber, fumar y follar; si había drogas pues también, que la vida son dos días. No soy un tío guapo, ni siquiera con buen cuerpo. Mi polla es como la muchos de los hombres de este país, pero algo hay cuando no paro de quitarme a las mujeres de encima. Y después de unos cuantos años sé lo que es: que soy un macarra de mierda.

Y me explico.

Después de unos años danzando de un bar a otro y pillando de todo un poco, me metí en internet, rebuscando de lo bueno lo mejor y de lo malo lo peor. Empecé a moverme por el Badoo y después de unos meses y multitud de chonis, poligoneras, mascachapas y comebolsas, acabé hasta los huevos de tanta niñata; no buscaba catedráticas, pero tampoco tantas cabezas rellenas de H&M, Berska y Pull&Bear. Tías que no saben poner un condón, que se apartan las bragas a un lado para que se la metas, que las estás empujando y no se han quitado los calcetines, que mientras te la chupan mascan chicle y que cuando quieres dormir te empiezan a contar los últimos cotilleos de Sálvame. Ni que decir tiene que en los siguiente minutos ya estaba pidiéndoles un taxi y comentándoles entre dientes que tenía que levantarme pronto a trabajar, que me costaba mucho dormir acompañado… en fin, excusas varias. Que las aguanten sus padres o, en su defecto, sus novios.

De ahí pase al Meetic, que se suponía que era un poco más serio y donde, sobre todo, encontraría a mujeres, no a niñatas. Craso error. Encontré mujeres, sí, pero de vuelta de todo, con la mochila llena de mierdas, separadas, divorciadas, rebotadas y sobre todo —y lo peor de todo—, buscando a su príncipe azul. ¡Vamos, coño!

Ahí me tiré unos meses rompiendo culos y eyaculando facialmente todo lo que pude. Pues aunque me comportaba como un cabronazo, como un macarra, un pasota y un aprovechado, las mujeres repetían. Parecía que buscaban la pelea, la discusión, la excusa para ponerme a parir delante de sus amigas. Se sentían con la obligación de intentar cambiarme y yo, por supuesto, me reía para mis adentros mientras me las follaba.

Pero todo se acaba. Y como soy un cerdo redomado, quedé un día con un tío. Me busque uno muy afeminado, no quería empezar con un hombretón de pelo en pecho, me parecía un poco de maricones y a mí me gustaban las mujeres.

Quede con él en la puerta de un bar del centro, nos presentamos y como tíos que somos nos tomamos unas birras. Era un tío delgado, con pluma, reconozco que guapo y estilizado, inteligente y divertido. Después de tres cervezas le dije:

—Te quiero romper el culo, joder.

A lo que me contesto:

—Ya era hora majo.

Y como tíos que somos fuimos al grano. Una vez más reconozco que no estuvo mal, pero lo de correrse en mi cara no lo tuve muy claro. Fue una sensación extraña dar por el culo a un tío, porque era igual que hacerlo con una mujer, sólo que tenía algo grande y duro colgando; porque el tío calzaba, y de qué manera.

Y ahí acabo mi primera y última relación homosexual. Y no por falta de ganas, pero eso de tener que pelearme para ver quien encula a quien es un rollo.

El principio del fin fue cuando encontré una página en internet, follamemacarrademierda.com. Como es normal lo primero que pensé es que era una página hecha para mí: por fin había encontrado mi sitio. Me apunté y esperé; no demasiado, dos días después tenía varios mensajes.

Sexo cerdo, guarro, con mujeres que buscaban follarse un macarra. Y como yo, ninguno. A unas les va el sexo duro: fustas, látigos y, de vez en cuando, algún palo que otro. Agradecidas y contentas, así se iban de mi casa. Otras veces follaba en un parque con gente alrededor. Otras veces el apaleado era yo; siempre hasta cierto punto, claro. En ascensores con pijas, con las bragas en los tobillos, en cuartos de baño de discotecas de moda, en la parte de atrás de coches, y todas, gritando:

—¡Fóllame, macarra de mierda!

Conclusiones y sobredosis de viagra

Sigo atado, con la polla inhiesta y el culo ensartado. Estoy pensando que a partir de este día, si salgo de esta, voy a tener que comerme los garbanzos atados por que se me van a caer. Y éstas que acaban de llegar. Dicen que de comer, pero ya están acercándose con ojos golosos, porque yo soy el postre.

Tengo el culo de la vieja en mi boca e intento respirar para no ahogarme. Diréis que me la quite de encima y le pegue cuatro ostias. Pero os recuerdo que estoy atado y tengo las extremidades de igual color que mi polla, de color morado.

La señora pijales y el pivón definitivo se pelean para ver quien se come mi rabo de mejor manera. En cualquier otra ocasión lo hubiera disfrutado, pero tengo hambre y no creo que me quede nada ya por soltar, estoy seco.

Todo cambia cuando se empiezan a besar entre ellas y la vieja quita su culo de mi cara para trastear con el pene de goma que tengo incrustado. Quizás tenga razón y ha encontrado el puntito exacto en la próstata; es eso o que estoy viendo como las otras se comen el coño con hambre de sexo, relamiendo cada rincón, cada centímetro de piel, de carne sonrosada, y orgasmizan a la vez como acróbatas bien sincronizadas.

Como no podía ser de otra manera, y de forma inexplicable, diez minutos después eyaculo como un cerdo, o sea, profusamente y hacia todos los lados. Pero sobre todo en las caras de las secuestradoras, estilo manguerazo de bombero. Entre ellas se besan, y lamen el semen derramado y se van, así sin más. No sé sus nombres ni los motivos reales del secuestro; no puede ser sólo por el sexo, ¿o sí?

En definitiva, que sigo aquí y mi mayor miedo es que se me caiga la polla. Si por lo menos tuviera una miserable cerveza que llevarme al gaznate… Es mi sino.

Bueno, es lo que tiene ser un macarra de mierda.

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Comentarios

  1. levast dice:

    Grandísimo relato y enorme el enlace. Todos a registrarse ya.

  2. SonderK dice:

    gracias!! estamos en ello jajaja

Los comentarios están cerrados.