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El guerrero más fuerte del mundo

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El Emperador miraba desde las puertas de su palacio los millares de soldados que se desplegaban ante él en la gran plaza, engranajes precisos de la imparable maquinaria bélica de su reino. Fuera de las murallas, la multitud se extendía como un manto de hierro y madera, un arrozal de lanzas, un futuro lago de sangre. Un potencial destructivo semejante no se había visto jamás en toda la historia, y ninguno de sus enemigos se atrevería a alzarse en contra de su voluntad. Y sin embargo, el Emperador estaba preocupado, porque no tenía a quién encomendarle el mando de su ejército.

Después de mucho meditar, el Emperador entró en la sala de escribanos y ordenó que se transmitiera un bando a cada rincón de sus dominios.

—Entregaré el mando de mi ejército al guerrero más fuerte del mundo, aquel que me muestre lo que es la fuerza.

Mil plumas caligrafiaron sus palabras, diez mil más luego las copiaron y cien mil mensajeros partieron en todas direcciones hasta las fronteras del imperio.

***

Un año había pasado cuando cuatro hombres se encontraron en el camino que llevaba a la capital: Zhu Fo, el guerrero de un solo ojo, con su jian al hombro; Chen Quian, con un dan dao al cinto y las cicatrices de los brazos como testigos de sus luchas pasadas; Long Kuan, el monje de túnica azafrán, que no portaba armas, aunque la concentración de su mirada destilaba muerte a pesar de su avanzada edad; y, por último, Yeoung Sung, un extranjero venido de las tierras del sur que superaba a todos los anteriores en tamaño, con un aura de ferocidad a su alrededor que se reflejaba en la coraza de su armadura donde, en la madera labrada, tigres y dragones se enfrentaban en remolinos como olas de un mar bestial. Reconociéndose, se saludaron, midiéndose secretamente unos a otros, cada uno confiado en que al atardecer comandaría a miles de soldados.

Apenas quedaban unos pocos kilómetros para llegar a palacio cuando se encontraron con una campesina que llevaba una cesta de huevos colgada del brazo.

—Es peligroso que una campesina viaje sola —dijo Chen Quian—, ¿a dónde vais?

—Me llamo Liu Wen, y me dirijo a palacio.

—Entonces os acompañaremos, porque nos dirigimos también allí. Mi nombre es Chen Quian, y ellos son Yeoung Sung, Long Kuan y Zhu Fo, y hoy el Emperador decidirá cuál de nosotros es el guerrero más fuerte del mundo.

Así, siguieron caminando, hasta que llegaron a las puertas de palacio. Los soldados allí apostados cruzaron sus lanzas, hasta que los cuatro hombres mostraron los pergaminos firmados por los gobernadores de sus respectivas provincias, que probaban sus hazañas. Y se sorprendieron cuando Liu Wen, la campesina, también extrajo de su manga un pergamino. Pero antes de que pudieran preguntarle, un consejero apareció y los guió hasta el patio de armas.

Tras las enormes puertas se extendían en filas perfectas cien mil arqueros, diez mil soldados con escudos y lanzas, mil capitanes y cien consejeros, a los pies de los escalones que ascendían unos metros hasta una tarima en la que, sentado sobre unos cojines, aguardaba el Emperador, vestido de seda verde, como una estatua de mármol ataviada con un río de jade.

El Emperador miró a los cinco y dijo:

—Bien, mostradme lo que es la fuerza.

—Yo seré el primero —dijo Zhu Fo, y se dirigió a los sirvientes—: traedme aquella estatua de Zhongli Quan.

Frente a él colocaron la estatua de madera de níspero que había estado reposando cien años junto a la puerta del patio. Tras observarla unos instantes como un cíclope absorto, Zhu Fo desenvainó lentamente su jian. La hoja se balanceó como una caña de bambú cuando la alzó por encima de su cabeza, y cuando descendió ni siquiera hizo ruido al cortar el aire. El guerrero volvió a envainar, y con un ligero toque en la frente del inmortal de madera la cabeza cayó, deslizándose sobre la diagonal mortífera que había trazado en su cuello.

—No está mal —sonrió Chen Quian mientras desenvainaba su dan dao y lo hacía danzar en círculos para desentumecer los hombros—, pero no va a ser suficiente.

Chen se acercó a la estatua decapitada y apoyó el filo de su arma sobre el cuello cercenado. Comenzó a respirar pausadamente, cada vez de manera más profunda, como si se acompasara con la respiración del universo, y con la última exhalación empujó el dan dao hasta el suelo, seccionando los restos de la estatua en dos mitades, que se separaron como las alas de una mariposa.

Entonces fue Long Kuan quien se acercó al centro del patio:

—La madera es fácil de astillar. Traedme una estatua de piedra.

Los sirvientes entonces bajaron de su peana un dragón que decoraba una de las balaustradas de la escalinata, y lo colocaron frente al monje; su cuerpo moldeaba eses de más de un pie de grosor. Long Kuan lo miró, juntó las manos y cerró los ojos, giró la cadera atrasando el pie derecho, y lanzó una patada al costado de la figura. La piedra, como si hubiera sido golpeada por un ariete, se resquebrajó en mitad de una nube de polvo y esquirlas, y quedó repartida por el suelo en varios pedazos.

Los soldados y consejeros se mostraban sorprendidos, aunque el Emperador parecía ausente, como atendiendo a un espectáculo que no era de su agrado.

Entonces Yeoung Sung se acercó a lo que había quedado del dragón.

—Aparta, anciano —dijo a Long Kuan.

Seguidamente recogió del suelo la cabeza del dragón y la sostuvo entre sus palmas. Sus brazos comenzaron a temblar por el esfuerzo de comprimirla, una fina gota de sudor se deslizó por su cuello, y entonces una grieta comenzó a dibujarse en la frente de piedra, seguida de un sonido de fractura, y por último, como rendida por el esfuerzo de oponerse a una marea, la figura se convirtió en una lluvia de grava.

Todos los presentes abrieron la boca ante la proeza.

—Sólo quedas tú, campesina —dijo Yeoung Sung.

—Necesito una tabla de madera, que no sea muy grande —pidió a los sirvientes—; y un poco de tu ayuda —dijo Liu Wen al hombretón.

Los sirvientes le trajeron una sencilla tabla de las que los escribanos inferiores empleaban para apoyar sobre sus rodillas. Liu Wen pidió a Yeoung Sung que sostuviese aquella delgada tabla, de apenas dos dedos de grosor. Sung miró de reojo a los guerreros allí reunidos con una sonrisa de complicidad, mientras estos se reían:

—Hasta un niño podría partir un trozo de madera así —dijo Chen Quian.

A pesar de ello, Sung cogió la tabla y la sostuvo con ambas manos frente a sí.

Liu Wen entonces dejó en el suelo su cesta, y sacó uno de los huevos. Lo agitó junto a su oído, lo devolvió a su lugar, cogió otro, lo agitó y entonces se colocó frente a Sung y la tabla. Rodeando el huevo con sus dedos, respiró profundamente, y lanzó el puño con la velocidad de un parpadeo. La tabla se partió en dos, la armadura de Yeoung Sung con sus tigres y dragones se partió en dos, y el propio Yeoung Sung cayó al suelo.

Los espectadores aún estaban sorprendidos cuando Liu Wen abrió la mano. El cascarón del huevo estaba primero intacto, luego pareció agitarse, y unos segundos después se resquebrajó y se oyó el piar de la criatura que acababa de nacer.

Entonces Liu Wen se dirigió al Emperador:

—Romper una madera o derribar a un guerrero no es más que brutalidad. Proteger algo tan frágil como esto —dijo mostrando el polluelo que sostenía en la palma de su mano—: eso es la fuerza.

Y el Emperador entonces sonrió, y nombró a Liu Wen general de los ejércitos.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Se nota que algo se te ha pegado del espíritu jedi, jjajajajaajajaja. Mi imagen favorita:
    «Mil plumas caligrafiaron sus palabras, diez mil más luego las copiaron y cien mil mensajeros partieron en todas direcciones hasta las fronteras del imperio».

    No se ve mucho kung-fu, pero es un bellísimo cuento chino 🙂

  2. levast dice:

    Cierto, es una pequeña bella historia.

  3. SonderK dice:

    Microrrelato a la altura de los mejores, con final filosófico y eterno, bonita historia.

  4. YO dice:

    OMFG epic… cómo decirlo… genial… bella historia china…

  5. marcosblue dice:

    Pero si es que eres un poeta. Me ha encantado. Nuestos emperadores deberían leer este relato para elegir bien a quien dirige nuestras fuerzas, no sólo las armadas, sino también las de dejarse el lomo cada día en los madrugones. Me siento identificado plenamente con el pollo.

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