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Dos dólares con veinte

por Relato ganador

El sheriff no decía nada, tenía la garganta reseca y notaba la humedad que le empapaba el cuello y las axilas. Hacía calor, pero no era eso lo que lo hacía sudar, sino el hombre que tenía frente a él, sentado indolentemente a su mesa. El vaso de whisky parecía una miniatura en sus manos, y la silla crujía bajo su enorme masa. La obesidad de aquel hombre tenía algo de antinatural. Con cada movimiento, capas y capas de tejido adiposo temblaban, cada gesto hacía vibrar su manta de carne con el potencial de violencia que encerraba, con los kilos de dolor que podía liberar. La ropa se tensaba sobre su cuerpo como una piel de tambor, y el sombrero parecía ridículamente pequeño. Aquella bestia abotargada, con su cara rubicunda de carrillos hinchados y recorridos por finas varices no dejaba de sonreírle. Y aquello era lo peor, aquella sonrisa con todos los dientes simétricos y enfundados en oro, una mancha metálica en medio de los labios que humedecía constantemente con la lengua. La maldad se filtraba a través de sus ojos, unas pequeñas rendijas aplastadas bajos los gruesos pliegues de aquellos párpados.

Nadie se atrevía a enfrentarse a él. El sheriff sabía que esporádicamente en sus ataques de furia había matado a palos o incluso con sus propias manos a alguno de los mejicanos que trabajaban de jornaleros en su hacienda. Los demás ganaderos y el resto del pueblo lo temían, y tenían motivos para ello. Y ahora él debía temerlo, pues había venido a traerle una advertencia. Al atardecer tendría lugar un duelo, uno que no debía impedir. La bestia lo acababa de decir, con una voz suave y pausada que recordaba el crepitar de hojas secas pisoteadas, la bestia que ahora parecía reírse para sus adentros con un jadeo sibilante. El sheriff miró a su ayudante.

Nadie se atrevía a enfrentarse a él. El ayudante del sheriff estaba pálido, la presencia de aquella mole le traía a la memoria un altercado ocurrido dos meses atrás. No había sido otro mejicano muerto, porque los mejicanos andrajosos no le importaban a nadie. No, el ayudante había ido a su rancho para recoger al hijo mayor de los McCormac. El gordo le había dado un pequeño escarmiento; al parecer lo había confundido con un cuatrero. Y para el gordo un pequeño escarmiento había sido emplumarlo después de untarlo con brea hirviendo. El ayudante se había encontrado en el suelo una figura ennegrecida que gimoteaba como un niño asustado. Al intentar ayudarlo a ponerse en pie, Jules McCormac se había desplomado, y el ayudante se había quedado en la mano con un pedazo de la manga de su camisa. Sólo que no era la manga de su camisa, sino una larga tira de piel que se había desgajado como si se tratara de papel pintado arrancado de una pared. El brazo se había convertido en una mancha escarlata engastada entre el blanco de las plumas y el negro de todo lo demás. Habían pasado dos meses, y la imagen de aquel brazo se aferraba insidiosamente a su cabeza. Devolvió la mirada al sheriff, sin atreverse a pronunciar una sola palabra.

Nadie se atrevía a enfrentarse a él, y la conciencia del terror que exudaba regocijaba al gordo, que cuando se levantó ocultó la luz que entraba por la puerta de la oficina del sheriff. Su olor había invadido la pequeña habitación y, como una fiera, gruñó de satisfacción al olfatearse a sí mismo. Abandonó allí a los dos hombres, sabiendo que no se inmiscuirían en su plan. Con unos pesados pasos se encaminó a la calle polvorienta, donde ni siquiera el viento parecía atreverse a tocarlo.

Nadie se atrevía a enfrentarse a él. Nadie, excepto Nathaniel. Pero esa tarde iba a pagar por ello.

***

Iba a pagar por ello, pensaba el hombre que veía cómo el sol, implacable, se había ido moviendo hasta traer consigo la hora inevitable. No sabía qué iba a pagar, pero estaba convencido de que el otro tendría un motivo justo. Algo se lo decía, algo que le recordaba las cosas horribles que había hecho mucho tiempo atrás.

Una vez había sido conocido como Nathaniel «el Guapo», aunque ahora nadie lo diría. Habían pasado veinte años. Ahora, el lustre aceitoso de su pelo y la barba que incluso a su edad pocas cuchillas podían doblegar le conferían un aspecto feral. Su cuerpo enjuto sintió un escalofrío que partía de la rótula tarada. Apenas podía doblar la rodilla izquierda, por lo que caminaba arrastrando el pie, y el brazo del mismo lado hacía tiempo que permanecía rígido como un hierro de marcar reses. La enfermedad lo había golpeado muchos años atrás, y cuando las fiebres desaparecieron aquellos dos miembros se habían quedado paralizados, como ignorantes de que el dolor había cesado. No era un hombre religioso, pero pensaba que aquello había sido el precio de la redención. No había vuelto a matar, no quería volver a hacerlo, se avergonzaba de haberlo hecho. Había guardado las armas bajo llave, había abandonado su antigua vida, y había trabajado muy duramente desde entonces. Y ahora tenía un rancho, y tenía una esposa, y tenía un hijo. Y ahora tenía también una deuda que había olvidado.

Nathaniel repasaba todo lo que sabía en ese momento, mientras liaba el cigarrillo con una sola mano. Sabía que no existe la inocencia, sólo los diversos grados de la culpa. Sabía que llegaría el día en que un yo anterior lo obligaría a ajustar cuentas con un hombre de su pasado, que el joven que una vez fue lo traicionaría poniendo en peligro todo lo que ahora era su vida. Sabía que aquella tarde un forastero lo esperaría en la calle principal. No recordaba por qué el hombre con el que iba a enfrentarse lo odiaba, pero sabía que los motivos eran irrelevantes. Había conocido muy bien el odio en su juventud, y sabía que el odio es como una mancha de tinta, que una vez cae en un vaso de agua lo oscurece todo e imposibilita ver su origen.

Cuando terminó de fumar se acercó renqueando a la cómoda. Giró una llave y abrió el primer cajón. Sacó la cartuchera, el viejo Colt del 45. Miró las muescas de su empuñadura, cada una de ellas un alma, muchas de ellas ahora un remordimiento. Como pudo, se ajustó la canana a la cintura. Desentumeció los dedos de su única mano útil, y desenfundó. Una vez, dos, tres veces. Demasiado lento para lo que recordaba. Por primera vez desde que supo que un hombre venía a buscarlo, tuvo miedo; se sintió frágil, desamparado y viejo. Y aun así, tenía que hacer lo que tenía que hacer.

Su mujer ya no lloraba. Sólo trataba de mantenerse ocupada, con los ojos enrojecidos. Había intentado explicárselo, explicarle cómo tenía que enfrentarse a un hombre que no lograba recordar, explicarle que, sin embargo, algo en su interior le decía que aquello no podía ser de otra manera y que de verdad debía al forastero la posibilidad de meterle una bala en el cuerpo, de quebrar en un instante todos sus sueños. Y ella no podía entenderlo, y él no esperaba que pudiera. La abrazó en silencio, olió la piel de su nuca, pensó que quizás aquella noche ya no la abrazaría en la cama. Y salió, arrastrando la pierna que ahora le parecía más rígida y pesada.

Miró el camino que llevaba al pueblo. Subió trabajosamente a su caballo, y escudriñó la línea del horizonte, como si la respuesta a lo que pasaría estuviera allí escrita. Nervioso, acarició la empuñadura de su revólver. Desde la última vez que había disparado habían pasado veinte años.

***

Habían pasado veinte años. Y sólo hacía unos días que un jinete polvoriento le había entregado la carta sin firmar que le había desvelado el paradero del último de los hombres a los que debía cazar. La venganza había sido larga, y esa tarde acabaría, de una forma u otra.

El hombre que se acercaba al pueblo era un cazarrecompensas, y como todo cazarrecompensas tenía el signo distintivo de sus métodos como apodo. Eso servía para extender su reputación, y facilitaba la caza. Cuanto más conocido era el cazador, más miedo tenía su presa, más errores cometía, antes se rendía. De ahí la marca, el sello. La historia recordaría al siniestro Jack «el Cuchillo», al desquiciado «Dinamita» Thompson… y a él. «Dosveinte», lo llamaban, y su auténtico nombre se había perdido a comienzos de su carrera.

Ya desde muy joven su vista no había sido muy buena. No podía acertarle a una botella a treinta pasos con un revólver ni con un rifle. Por ello desde que se convirtió en cazarrecompensas lo que pendía de su cadera era una escopeta con los dos cañones recortados, ideal para lograr impactar a algo a lo que sólo se apunta aproximadamente. Su firma consistía en la munición que empleaba. Sustituía los perdigones de los cartuchos por monedas de diez centavos de plata. En cada cartucho cabían exactamente once monedas; en total, cada disparo le costaba dos dólares con veinte. Pero era un precio pequeño cuando se corría la voz de que llegaba a un pueblo y muchos se entregaban sin necesidad de que pegara un solo tiro.

Dosveinte tenía la impresión de que había pasado la mitad de su vida disparando a las sombras, y la otra mitad persiguiéndolas. Sobre todo a la última, que parecía haberse evaporado mucho tiempo atrás. Había cazado uno a uno a sus antiguos compañeros, pero ninguno de ellos sabía qué había sido del Guapo. Podría haber muerto incluso, pero el tic nervioso de su ojo izquierdo le decía que en alguna parte, escondido, seguía arrastrando su miserable vida. Estaban conectados, lo sentía como un hilo de acero que se tensaba cada vez más a medida que se acercaba a aquel árido pueblucho. Se detuvo un momento a las afueras, para saborear el último momento de la vida que había llevado hasta ese día; esa tarde terminaría su última cacería, y por un momento sintió vértigo ante la idea de acabar algo que le había llevado veinte años completar. Cerró los ojos, respiró profundamente, y espoleó a su caballo hacia el brumoso contorno de casas en el que le esperaba su destino mientras intentaba dejar la mente en blanco.

***

Intentaba dejar la mente en blanco, y de esta forma dominar un miedo irracional. Pero no era capaz. El padre Jacobo era un sacerdote sin fe, pastor de una parroquia de pecadores. El alzacuellos le apretó la garganta cuando tragó lo que quedaba de su whisky. Era muy probable que ya no creyera en Dios, pero sí en el Enemigo. No podía negarlo, lo tenía frente a sus ojos, materializado en la figura que dejó atrás las puertas batientes y que hizo crujir las maderas del suelo al acercarse a la barra del bar. El padre Jacobo pensaba que lo acompañaba un manto de oscuridad, que hacía destacar aún más su palidez. Y rectificó su pensamiento: no, su miedo no era nada irracional. Todos lo sintieron cuando su presencia lo invadió todo. Al verlo, dos mejicanos y un mestizo pagaron sus bebidas y se fueron.

El saloon era un lugar oscuro y sofocante. El pianista charlaba con una de las putas, tan empolvada que a cierta distancia no se podía asegurar si tenía quince años o cuarenta. La chica sintió un escalofrío, y cuando se giró se quedó pálida al ver al gordo que acababa de entrar. Aquel hombre pagaba bien, pero la última vez había perdido un pedazo de la nalga derecha bajo una dentellada. Sintió náuseas y huyó por las escaleras hacia el piso de arriba. El gordo sonrió con su sonrisa metálica brillante de saliva, de esa forma en que su cara se contrajo con el rictus de un depredador.

El camarero vio salir a los mejicanos por el rabillo del ojo mientras intentaba que las manos no le temblasen al llenar el vaso del gordo. Se lo veía ufano, como siempre que el aroma de la sangre prometía flotar en el ambiente. Todo el mundo sabía que aquella tarde iba a haber un duelo, uno propiciado por el gordo. Nathaniel se había atrevido a enfrentarse a él, no de una forma directa, sino simplemente por no tenerle miedo. Y el gordo esta vez no quería mancharse las manos. No hacía falta, había localizado a alguien que quería ver a Nathaniel muerto. Cómo no lo sabía nadie, pero el gordo sí lo sabía, el gordo siempre sabía cómo hacerse con tus secretos. Aquella tarde dos hombres iban a intercambiar disparos frente a él, que había dispuesto para uno o ambos un destino cruel. Alguien moriría, y el gordo se regocijaría como un ave carroñera.

Jeremías, el sepulturero, tenía sus propias preferencias con respecto al resultado. Sentía cierta simpatía por Nathaniel, pero si era el forastero el que ganaba, la viuda pagaría un buen ataúd de roble; si no, el condado sufragaría los gastos de una simple caja de pino. No era nada personal, meditaba mientras apuraba su vaso y veía al gordo sacar con sus dedos rechonchos el reloj que pendía de la cadena de su chaqueta: era una simple cuestión de negocios.

El gordo sacó su reloj de bolsillo, se apartó de la barra sin pagar. No paraba de sonreír y relamerse. Salió a la calle, y vio cómo Nathaniel renqueaba hasta pararse en medio de la misma. Un escalofrío de satisfacción lo recorrió de abajo a arriba. Se acercaba la hora.

***

Se acercaba la hora. Nathaniel había caminado desde que había llegado al pueblo; necesitaba el dolor de su pierna al caminar para calmar los nervios. Se detuvo frente al saloon. Tras de sí no había dejado más que un ligero surco junto a las huellas de un pie derecho, y tuvo la sensación de que había empezado a trazar ese surco media vida atrás, y que sus intentos por romper su trayectoria habían culminado en un triste fracaso. Moriría, o mataría otra vez, y no estaba seguro de qué sería más amargo. Apenas podía creer que estuviera a punto de batirse en duelo una vez más, y todo a su alrededor pareció teñirse con una pátina de irrealidad: el final de la calle que palpitaba acorchándose con las corrientes de aire cálido, el brillante color de la arena. Y el gordo que surgía del saloon, más monstruoso que nunca.

Nathaniel pensaba en lo que ocurriría después. Había protagonizado y presenciado suficientes duelos como para saber bien que no eran algo tan estilizado como aparecía en las columnas de algunos periodicuchos. Pocos se ganaban de un solo disparo a las cinco de la tarde y daban lugar a una leyenda en alguna ciudad sin nombre. No, la mayor parte de ellos se ganaban días después cuando un disparo en el estómago por fin agotaba a la víctima. O semanas después, cuando la gangrena y la fiebre consumían el cuerpo si el serrucho de un cirujano no extirpaba a tiempo un miembro infectado. Intentaba no pensar en todo aquello, pero algo lo obligaba: eran los ojos de aquella bestia. No necesitaba mirarlo para notar cómo aquellas oscuras rendijas lo recorrían de arriba a abajo. Y seguro que sonreía, aquel malnacido siempre sonreía. Bajo aquella mirada lo que lo rodeaba parecía disolverse aún más, y ya la notaba como unos dedos fríos lacerando su pecho, ahogándolo de miedo. La presencia del gordo, que no hacía más que esperar aplastando con su peso la balaustrada junto al abrevadero, se volvía cada vez más opresiva, como si fuese una infección que partiera de su cuerpo y se tragase todo lo que encontraba a su paso. Y Nathaniel se consumía, se consumía de miedo. Sentía miedo ante una agonía de días. Antes cuando había estado a punto de matar o morir nunca lo había sentido, pero eso era cuando era un hombre desesperado, viviendo a la sombra de los días empapados del olor a cordita. Ahora no quería morir, no todavía. ¿Por qué ahora? Quería volver a ver a su hijo, del que no había tenido fuerzas para despedirse. Por un momento se vio a sí mismo arrodillado, babeando y orinándose encima mientras intentaba de manera desesperada tapar los futuros agujeros de su cuerpo. Bajo aquellos ojos y aquella sonrisa le pareció que moría una y otra vez como en una pesadilla. La mano sana le temblaba. Se vio ahogándose en su propia sangre con los pulmones llenos de plomo. Se vio dando tumbos hacía una sombra con parte del cráneo ausente. Se vio tiñendo de rojo la arena cada vez más brillante y desenfocada, y comprendió que estaba desenfocada porque se le estaban escapando las lágrimas. En ese momento tuvo la impresión de que el gordo sabía lo que ocurría en su cabeza, de que se estaba alimentando de su terror. Tenía al gordo dentro de su cabeza, y quería gritarle, pero tenía la garganta totalmente seca.

***

Tenía la garganta totalmente seca. No había bebido casi desde que había recibido la carta, para recordar. Recordaba las llagas que reventaban en sus labios y donde la piel rozaba con la ropa y ya no tenía sudor con el que lubricarse. Y el escozor del paladar, que parecía de lija cuando lo rozaba con la lengua hinchada. Y su tráquea que hervía, mientras escuchaba el retumbar de sus propios latidos en los oídos por el esfuerzo que hacía su corazón al empujar la sangre que había adquirido una consistencia gomosa; la notaba arrastrándose por sus venas. Habían pasado cuatro días desde que lo habían abandonado en el desierto, maniatado de espaldas a la grupa de su caballo. El caballo daba vueltas por el interminable paisaje de arena: le habían volado las fosas nasales de un disparo, y el animal no podía olisquear el camino a casa. Dosveinte, que por entonces no se llamaba Dosveinte, sabía que él moriría antes, que el caballo aún aguantaría unos días más deambulando montado por un jinete cadáver. Creía que iba a volverse loco, sus ideas se fragmentaban y los párpados parecían haberse soldado dejándolo por fin completamente ciego. Fue en medio del delirio en el que imaginó todas las muertes que daría al Guapo y a sus cómplices, cuando la venganza se le grabó a fuego con la misma intensidad que la del sol que le abrasaba el cráneo. Aunque los atrapara, su hermana no quedaría indemne de la violación que sufrió, no resucitaría; pero por Dios que aunque no pudiera ni limpiarla ni devolverle la vida iban a sudar sangre cuando los encontrara.

El secreto de cómo logró sobrevivir se lo llevó el hombre que desapareció en el desierto. Porque el hombre que volvió a los restos calcinados de su casa era otro, el que se cambió el nombre y se convirtió en cazador de hombres. Y con los años la caza lo había convertido a él, y se había vuelto también cruel. La venganza no había sido nada limpia. Al contrario, resumía toda la suciedad de aquel mundo despiadado en el que tenía lugar su infortunio.

A Curtis, el primero de ellos, en el torpe enfrentamiento que habían tenido le había desaparecido la mandíbula bajo el estruendo de su escopeta. Sin boca, y sin saber leer ni escribir, no había podido decirle mucho del paradero de los demás. Había tenido suerte entonces, pensaba Dosveinte, porque si Curtis no hubiera estado tan borracho podría haberlo matado.

Con Sancho fue distinto. Desde que lo localizó tuvo que perseguirlo por sierras desoladas tres días. Aquello fue una prueba de paciencia, pero él era paciente, un hostigador metódico. Para Dosveinte la rocosa superficie de las laderas que reflejaba el sol le parecía la misma mancha continua, una sola vibración borrosa carente de matices. Había tenido que rastrearlo en los atardeceres y las noches, puesto que durante el día era una trampa: sabía que acabaría con una bala de Sancho en la cabeza antes incluso de poder percibir su sombra. Al final se lo había encontrado un día pocos minutos antes del amanecer. Estaba en cuclillas, sujeto a sus propias rodillas, cagando. Dosveinte disparó bajo para no repetir el error que había cometido con Curtis. Las monedas volaron convertidas en candentes discos cortantes: le partieron el húmero, le seccionaron una femoral. Prometió dejarlo con vida si le decía dónde estaba el Guapo. Pero Sancho no lo sabía, así que esperaron. Se desangró sobre sus propias heces.

Por su parte, a Chico no había esperado sacarle pista alguna. Apenas tenía quince años cuando violó a su hermana. Tendría diez más cuando lo encontró, y Dosveinte sabía que no era rival para un pistolero el doble de rápido y la mitad de viejo. Así que lo siguió una noche a un burdel, y esperó a que subiera a una habitación. Él hizo lo mismo, eligió la habitación contigua, y le indicó a la puta que se sentara en silencio y que apagara el quinqué de la mesilla. Después se acercó despacio a la pared tras la que oía jadeos. Por entre las rendijas de las maderas distinguió la cara de su presa, la abertura de su boca de la que pendía un hilo de baba al borde de la comisura, apenas separada unos centímetros de su propia boca. Apoyó su escopeta sobre la superficie del fino tabique que los separaba, y la detonación se confundió con los gritos de las dos prostitutas: la que se cubría la boca con las manos en su cuarto y la que aún estaba siendo penetrada por un hombre prácticamente decapitado.

Por último, recordaba los gritos de James. Lo había encontrado tres años atrás, y para entonces ya había cazado a decenas de criminales: el cortejo de muertos que acompañaba en la sombra a Dosveinte lo había hecho famoso, así que esperaba que James estuviese sobre aviso y ofreciera resistencia. No fue así. Se lo encontró medio loco, trastornado por el ruido de los cañonazos confederados y las infecciones que lo consumieron cuando lo fusilaron por desertor. No murió, su cuerpo era el de un superviviente. Pero su mente se había quedado prendida en la venda blanca con la que le habían tapado los ojos. Por entonces vivía en una cabaña junto a la cueva en la que perseguía el oro enquistado en su imaginación. Dosveinte se hizo pasar por veterano. Comieron juntos, bebieron juntos alcohol mal destilado. Y luego lo torturó, intentando arrancar algo coherente de su delirio: no le quedaba compasión. James decía que el Guapo había desaparecido, que había dejado las armas, que se había asentado en algún lugar en Kansas. Por más veces que lo golpeó con el pico no consiguió que le dijera la verdad. Dosveinte estaba convencido de que una serpiente de cascabel no puede dejar de ser una serpiente de cascabel.

Sí, había sido un camino sucio, pero aquella tarde terminaría como debía terminar, de manera triunfal. Saborearía el enfrentamiento, cara a cara, sin tretas. El tic en el ojo se disparaba a cada minuto, era un reloj de precisión que le indicaba el tiempo que restaba al cobro de la sangre. Se erguiría frente al violador, frente al asesino, le haría comprender que la infinidad de días que los habían llevado a reencontrarse pesaba como la losa que lo cubriría. Y cuando se mirasen y sus ojos se cruzaran, él apenas lo distinguiría, pero el Guapo vería en los suyos que aquello era justo. Cuando desmontó de su caballo y vio la figura que permanecía aislada en mitad de la calle, le parecía percibir que su miedo palpitaba.

***

Su miedo palpitaba, el miedo de Nathaniel, el pistolero medio tullido. El gordo, a unos escasos diez pasos de él lo devoraba como si tuviese la consistencia de la carne cruda. Saboreaba cada uno de sus matices, desde el pánico a la desesperación. Necesitaba estar cerca: verlo caer, escuchar el último latido de su corazón, oler su sangre mezclada con la arena, la misma sangre en la que después untaría los dedos antes de llevárselos a la boca. Mirándolo le preguntaba mentalmente dónde estaban ahora su soberbia, el desafío de sus ojos de antiguo asesino. Sí, el gordo sabía quién era, las muertes que atestiguaban su crueldad. Podía engañar al sheriff, podía engañar a su mujer, a su hijo, al pueblo entero. Pero los depredadores tienen una afinidad entre ellos, algo oscuro dentro de cada uno se eriza frente a otro, los hace reconocerse. Nathaniel podría parecer un hombre pacífico, pero el gordo había visto en sus manos la sangre antigua tan claramente como si hubieran sido las cicatrices de una quemadura. Oh, no había podido doblegar la voluntad de aquel hombre como había hecho con la del resto, pero sí había podido olisquear su pasado, y lo había encontrado sellado con ristras de huesos. No era tan necio como para enfrentarse a él, pero había encontrado a quien lo hiciera en su lugar. Y ahora un jinete descabalgaba, entrecerraba los ojos enfocando el contorno de su objetivo, daba unos pasos hacia él, se detenía observándolo. Sí, siente su odio, lo ve creciendo segundo a segundo, ese poderoso motor que puede consumir a cualquiera. Sí, lo siente refulgir cuando inesperadamente el forastero comienza a andar decididamente hacia Nathaniel, poseído, como inconsciente del peligro que encierra cada paso. Tal vez el forastero también muriese, pero al gordo no le importaba. El gordo prevalecería, al final sería quien se riese entre las tumbas. Oh, aún más dulce ahora, los dos viejos estaban frente a frente y observó cómo a Nathaniel las lágrimas se le escurrían por las mejillas, cómo la mano derecha le temblaba junto al revólver bloqueada por la duda. El gordo abría y cerraba los dedos por la anticipación a la fatalidad, por la humillación del oponente, y notó que también a él algo húmedo se le escurría por el muslo: un largo hilo de semen. El sol declinaba, y las sombras parecían también cargadas de hostilidad.

***

Las sombras parecían también cargadas de hostilidad. ¿Qué hago aquí? Equilibrar un déficit, permitir que se salde un adeudo impagable. A través del velo de las lágrimas, Nathaniel intentaba reconocer a su contrincante, que se había detenido tras atar las riendas de su caballo a un poste y dar unos pocos pasos vacilantes, como si comprobase la firmeza del suelo que pisaba. ¿Quién eres? Era un hombre viejo, como él, uno que lo miraba entrecerrando los ojos con la intensidad con que miran los miopes. Desde fuera la escena estaba dotada de una singularidad cómica, un hombre medio ciego y otro medio paralítico que iban a trocar disparos. Era tan cómica como de una profunda tristeza manifiesta. Tengo que recordarte, al menos te debo eso. Pero no lo lograba: los fantasmas se sucedían sin que ninguno de ellos se ajustara a la fisonomía de aquel hombre. Maldita sea, tengo que recordarte. El temblor de la mano de Nathaniel se volvió más violento.

El hombre se había detenido, con cierta expresión de estupor en el rostro. Nathaniel deseó que el tiempo también se detuviese, que todo se cristalizase, que no tuvieran que buscar un final a la confrontación inminente. ¿Por qué estoy aquí? Porque el camino que has recorrido te ha llevado hasta aquí, aunque como un eco que llega con dos décadas de retraso; por eso, y porque aunque no lo sepas alguien ha movido los hilos que ahora te atenazan. Podría haber esperado indefinidamente. Sin embargo, el viejo miope apretó los labios, su cara se oscureció congestionada por la cólera, su respiración se hizo pesada e irregular. Y como enajenado, comenzó a avanzar hacia él, como si hubiese olvidado que cada paso reducía su probabilidad de supervivencia. O quizá no, porque cada metro que se acortaba la distancia entre ambos Nathaniel se sentía un poco más paralizado, se estremecía como preso de la fiebre. No quiero, no quiero matarte… Y el hombre no se detenía, y Nathaniel era consciente de que si no se decidía, el otro decidiría por él. ¿Voy a morir? Posiblemente. En un punto de su visión periférica el gordo seguía acechando, gozando, sus dientes brillaban más que nunca, y lo sentía casi más cerca, más a flor de piel que al otro. ¿Por qué yo, por qué no él? Porque el gordo prevalecerá, porque en el engranaje recóndito del mundo habita una injusticia inagotable.

En ese instante a los duelistas apenas los separaban diez pasos. Aunque todo ocurrió muy deprisa, a Nathaniel le pareció que desenfundaba agónicamente despacio. No, por favor… Su brazo parecía moverse con voluntad propia, la memoria imbricada en los músculos, los tendones y la carne buscaba el punto óptimo de daño masivo, el centímetro exacto de aniquilación: a esa distancia apuntó hacia la cabeza del viejo. No… La conciencia de lo inaplazable lo inundaba de pavor: volvería a mancharse, perdería la salvación, o moriría. No, no había opción intermedia, no podía pedir perdón, en los ojos del viejo que se cernía sobre él veía que el dolor que lo alimentaba no podía ser evaluado ni juzgado ni compensado. Y aun así lo pidió. Perdóname. Apretó el gatillo en lo que le pareció un gesto infinito. La mecánica impasible tensó el percutor, perdóname, giró el tambor y colocó frente al cañón dieciséis con veinte gramos de muerte potencial, perdóname, y con una breve detonación la bala salió despedida a doscientos sesenta metros por segundo de movimiento inapelable y letal energía cinética. Cerró los ojos, no quería ver el impacto.

Eso fue un segundo antes de oír el disparo que contestó al suyo. El aire parecía haberse detenido.

***

El aire parecía haberse detenido. Salvo por tres figuras, la calle estaba desierta, la atención se ocultaba tras las contraventanas, donde caras expectantes miraban por las rendijas, observando el ritual que les entregaría como tributo un homicidio. Dosveinte dedicó una rápida ojeada al hombre —o más bien a la caricatura de hombre— que apoyaba su mole frente a la puerta del saloon, el inmenso borrón que era para él sólo destacaba por sus dimensiones y por una salpicadura dorada en mitad de la cara, como un corte sinuoso tachonado de dientes. La impresión apenas duró un segundo, toda su atención fue absorbida por la otra silueta reverberante. El tic de su ojo se hizo más intenso, como un metrónomo enloquecido.

No había duda, no podía ser otro más que el Guapo quien estaba parado en medio de la calle. Y sin embargo, Dosveinte tuvo que entrecerrar los ojos para intentar forzar a su vista a que enfocara de una manera que no era capaz, porque algo no acababa de encajar del todo. Había empezado a caminar hacia él, pero se detuvo. La figura enturbiada parecía ligeramente encorvada, como si cargase todo su peso hacia el lado derecho. Le parecía apreciar algo erróneo en ella, la tensión del brazo izquierdo pegado al cuerpo con el codo en un ángulo forzado, como si le estuviera mostrando un corte en la muñeca. Todo en aquella figura transmitía un sentimiento de desamparo. Y lo peor: aunque no podía distinguirlo, estaba seguro de que aquel hombre frente a él se encogía, sollozando quedamente. Sabía que era él, al que había perseguido veinte años, cada fibra de su cuerpo se lo decía, cada célula de su ser bramaba clamando un resarcimiento. Era él, pero a la vez no lo era. Dosveinte apretó los dientes, y notó el chasquido de una muela al agrietarse. ¿Quién era aquella ruina patética, aquel ser deshilachado y gimiente? Recordaba un hombre despiadado, su olor a sudor rancio, un aura que lo envolvía como una bruma terrible. En su memoria de aquello, en la historia que se había contado a sí mismo cada día para no olvidar, cada vez se había vuelto más maligno, más tremendo; esperaba batirse poco menos que con un gigante de ojos rojos, una lucha sanguinaria que terminara con una victoria inclemente. Y lo que tenía era aquello, aquel remedo de duelo, aquella parodia de reyerta. ¿Se trataba de una broma? Hacía veinte años aquel hombre le había quitado todo, de la forma más brutal había arrancado su pasado, había condenado su futuro, había quemado hasta los cimientos todo lo que hubieran podido llegar a ser su hermana y él. Y ahora, después de todo ese tiempo, ¿le arrebataba también la lucha final, el instante por el que se había convertido en lo que era, aquello que lo había empujado a aferrarse a la vida todos y cada uno de aquellos días? ¿Ni siquiera tendría una gloria agridulce al final de un camino de casi media vida? No, no era justo, cuando menos le debía eso: un final digno a su tragedia. Se volvió a sentir como cuando el sol le hervía el cerebro y sus pensamientos se fragmentaban, no podía apenas pensar, la cólera lo impulsó y haciendo caso omiso del arma que el otro parecía dudar en empuñar anduvo hacia él, sin hacer caso de la sorpresa en su oponente, de los gruñidos de gozo y la serie de jadeos entrecortados como en una cópula precipitada que le parecía que provenían del descomunal testigo solitario que seguía contemplándolos frente a la puerta.

Lo tenía casi encima cuando notó que el hombre desenfundaba. Automáticamente volvió en sí y repitió el movimiento como un espejo tardío, un segundo demasiado tarde. Una bala arrancó esquirlas de hueso de su cabeza y perdió la noción de lo que lo rodeaba. No vio pasar a su hermana frente a sus ojos, no vio ningún túnel con una luz al fondo, sólo una neblina rojiza en la que se hacía patente el fracaso: veinte años, y le había faltado un segundo. La rabia lo empapaba, lo ahogaba, lo mataba en su interior una y otra vez mientras moría realmente, mientras perdía el equilibrio, mientras se desvanecía su blanco y su cuerpo daba tumbos intentando mantenerse erguido sin lograrlo y sus rodillas se doblaban, su voluntad se colapsaba. Cuando en su caída apretó el gatillo, su disparo resonó en el aire. Pero con sus últimas fuerzas suspiró aliviado y su cuerpo se desprendió de la pesada carga de la conciencia y de la retribución. Sintió un instante de serenidad y luego júbilo porque, aunque no podía verlo, oyó el sonido de otro cuerpo al desplomarse.

Cuando el tic de su ojo desapareció, fuera todo estaba oscuro.

***

Fuera todo estaba oscuro. El ataúd de roble permanecía abierto en mitad del cobertizo. Jeremías miraba el cadáver de su interior. Lo había enterrado esa misma tarde, lo había desenterrado esa misma noche. Lo había vestido para la ocasión, pero aunque las ropas estaban limpias de sangre, apenas disimulaban las heridas en el cuello que después se extendían por todo el pecho.

Tras arrancar el último diente de oro, Jeremías cayó en la cuenta del borde brillante que sobresalía de la gruesa capa de grasa que envolvía la garganta. Le abrió la camisa, haciendo saltar los botones, y hurgando en los agujeros de la carne sus tenazas arrancaron un pequeño montón de monedas de plata ligeramente derretidas. Dos dólares con veinte.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    «La mecánica impasible tensó el percutor, perdóname, giró el tambor y colocó frente al cañón dieciséis con veinte gramos de muerte potencial, perdóname, y con una breve detonación la bala salió despedida a doscientos sesenta metros por segundo de movimiento inapelable y letal energía cinética.»

    Con párrafos así se ganan los duelos, pistolero 😉

  2. Duncan Campbell dice:

    Maravilloso, simplemente maravilloso. Si mi amigo Clint lo leyera también tendría una eyaculación espontánea. ¡Bravo!

  3. marcosblue dice:

    Ya que el Duncan anda de cacería por relatos pasados, yo también me pondré al día con todos empezando por éste. Lo he vuelto a disfrutar como la primera vez, amigo Saúl, tu relato es puro ritmo, como una buena canción: la puedes escuchar mil veces y cuanto más la escuchas, más te gusta.

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