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Consagración

por Relato ganador

El semen se escurre, irriga las arrugas expresivas de mi cara, desciende desde los párpados hasta mi barbilla recorriendo los surcos que enmarcan mi sonrisa. Mi mirada se cruza fugazmente con la del hombre que se chupa el labio inferior y sostiene aquel pedazo de carne goteante, y en ese lapso de unos segundos lo amo intensamente, sin palabras le digo que le estoy agradecida e inmediatamente lo olvido. El hombre que ocupa el lugar del anterior lleva ya un rato masturbándose. Detrás de él puedo ver cómo otro pega el pósit que lleva en la mano sobre los de los anteriores, en el lateral de la cámara que me apunta. El papel tiene escrito el número tres. Más allá de la cámara veo una fila de más hombres desnudos que se deshilacha hacia el grupo cercano a la puerta, éste todavía vestido, junto a las mesas del cáterin. Sé que fuera hay más hombres, fumando, hablando por teléfono, estirando las piernas para relajarse. Sus edades oscilan entre los veinte y los cincuenta y tantos. Seguirán llegando más durante el día, según la hora a la que se les ha citado.

Hoy es 17 de octubre, y estoy arrodillada sobre una colchoneta en mitad del plató. Permaneceré aquí horas como el receptáculo de las eyaculaciones de todos esos hombres. Es 17 de octubre, y hoy es my cumpleaños. Miro a las otras actrices del estudio, fuera de cuadro, lamiendo los penes de los hombres en la fila para llevarlos lo más cerca posible del orgasmo antes de que les toque el turno. Es 17 de octubre, y hoy cumplo sesenta años. Y mientras me concentro en mantener la sonrisa pienso en cómo me he mantenido activa en esta industria cuarenta y un años. No soy famosa como Linda Lovelace, ni como Lolo Ferrari, ni como Tracy Lords, ni como Asia Carrera, ni como Jenna Jameson, ni como Penelope Black Diamond; pero he remapeado el horizonte de las fantasías sexuales de varias generaciones.

Estoy en 1972, cuando las actrices aún no nos depilamos el coño. Me llamo Alexxxa, voy a cumplir diecinueve años y ya he rodado una decena de películas y aparecido en varias revistas. Pero sé que, como tantas otras chicas, mi carrera será efímera: somos caras indiferenciadas y genitales anónimos, fantasías de consumo inmediato, sueños lúbricos de usar y tirar, seres que nos desvanecemos de la memoria en cuanto aparecen los títulos de crédito.

¿Recuerdas a Sarah Pears? No, no la recuerdas. Coincidimos por los estudios de California durante casi ocho años. Falleció en un hospital, en urgencias, desangrándose después de que había intentado abortar con una percha. Sus padres la repudiaron y, por lo que sé, sólo yo la recuerdo. Su muerte cambió algo en mí.

He explorado los límites de mi cuerpo como un escalador libre en una lucha contra el olvido.

Estoy en 1979 y cada vez son menos las películas para las que me llaman. Todas siguen una pauta predefinida: me chupan el clítoris, me penetran la vagina, eyaculan sobre mis pechos. Me hacen eso a mí y a otros cientos de mujeres; la única diferencia puede estar en el cuerpo, pero no soy especialmente hermosa, ni especialmente voluptuosa, ni especialmente nada. La sombra del pánico a ser descartada se cierne sobre mí igual que John Pole ahora, en ésta que quizá sea mi última cinta. Y entonces sé lo que tengo que hacer.

Pole dice una de esas frases que están en el guión y que dan vergüenza ajena, y como casi no lo he leído no estoy segura de si se supone que es el fontanero o el electricista. Pero en lugar de dar la réplica que me corresponde digo alguna gilipollez como «tranquilo, es hora de que yo te revise a ti» y me arrodillo frente a él. Mantiene su sonrisa pétrea mientras le bajo los pantalones, aunque como no se esperaba mi reacción parece un tanto desconcertado. Mira sobre su hombro, esperando que el director corte la escena, pero éste está demasiado drogado o demasiado aburrido para decir nada. Así que aferro su falo y comienzo a lamerlo, me introduzco el glande y trazo círculos con el cuello; de vez en cuando abro la boca para que se pueda apreciar cómo con la lengua describo esos mismos círculos dentro de la boca. Por supuesto, no soy la primera actriz que chupa una polla, ni siquiera la de John Pole, pero cuando me la saco de la boca y se la miro de frente, estoy dispuesta a que esta vez lo recuerde.

Dejo de trazar círculos, me meto en la boca de nuevo ese apéndice pero esta vez frontalmente, sin desviaciones. Retrocedo un poco y vuelvo a arremeter, una y otra vez, cada vez más adentro, cada vez un centímetro más desapareciendo dentro de mí. El director deja de recostarse sobre la silla y se inclina hacia delante. Literalmente me empiezo a tragar toda esa carne: la extraña sensación que siente Pole es primero mi paladar y después mi úvula, presionando contra su glande, haciendo cuña en su uretra. Y cuando empujo un poco más se me tensan las venas del cuello y de la frente. Pole intenta alejarse de mí, alarmado bajo esa sonrisa petrificada que mantiene desde el principio de la escena, pero lo sujeto de los testículos con los dedos curvados como garras, haciéndole sentir mis uñas esmaltadas, transmitiéndole el aviso de que estoy dispuesta a clavárselas. Mira al director, pero éste traza una y otra vez un círculo con su mano indicando que el espectáculo debe continuar. Pole vuelve a mirarme, a medio camino entre la fascinación y el horror cuando ve que me alejo un poco para inspirar profundamente y entonces arremeto con todas mis fuerzas. Y su pene avanza sobre mi lengua, bajo mi paladar, alcanza mi faringe; reprimo el reflejo de la arcada, hundo mi nariz en su vello púbico y mi barbilla en su escroto y me mantengo, me mantengo, me mantengo, tengo la cara congestionada y cianótica, y entonces John descarga un chorro de semen directamente en mi garganta mientras murmura una oración en la que pide por favor que no me muera, que no nos convirtamos en una leyenda urbana, que lo siguiente que vea no sea un cadáver asfixiado por su pene. Aguanto hasta exprimirlo, hasta secarlo, hasta el borde del síncope, y cuando me aparto de él realizo el acto de voluntad definitivo tragándome la flema de vómito que me ha llegado a la boca sin que nadie lo perciba.

Se hace un silencio en el estudio, antes de que muy despacio el director se ponga en pie y diga «corten» casi en un susurro. Y después Pole me abraza y todos aplauden.

Vuelvo al presente. Una primera capa de semen ya se ha secado y es como una máscara de cera. Noto el cuello un tanto rígido. Miro los papelitos amarillos pegados unos sobre otros, el último que indica que los grumos nacarados que caen sobre mi pelo pertenecen al número doscientos cincuenta y siete. Cambio ligeramente de postura y noto un tirón cervical, pero aprieto los dientes sin dejar de sonreír, sin dejar de agradecer.

Ahora atravieso los ochenta con el pelo cardado. Me llamo Alexis, y con la tecnología de vídeo ubicua y asequible la pornografía desborda los límites de las salas de cine triple X y el mercado se amplía. Y en mi pequeño mundo aparece una nueva amenaza que es la amenaza de toda mujer a lo largo de la historia: las mujeres más jóvenes. Surge de la nada una generación de actrices que no sólo me han imitado y dejan en evidencia a cualquier tragasables, sino que además se someten a operaciones de ampliación de pecho con la despreocupación con la que van a una revisión dental, implantes mamarios cada vez más extravagantes, definiendo nuevas medidas de copa cada vez más grotescas. ¿Recuerdas a Sabrina Lotus? Su marido la obligaba a someterse a cirugía cada seis meses. El error de un anestesista la mató. Por lo que sé, sólo yo la recuerdo.

He explorado los límites de mi cuerpo como un apneísta en una lucha contra la indiferencia.

Estoy en 1988 y yo también me he operado, aunque he comprendido que ese no es mi camino cuando mi cuerpo aún mantiene alguna proporción razonable. Para mantenerme a flote he hecho lo que todas: empalarme en penes agrandados con inyecciones de sebo hasta notarlos en el cuello del útero, estrujarlos después entre mis tetas artificiales para ordeñarlos sobre mi cuello. Pero ya he llegado a la mitad de la treintena, y con esta edad sólo las actrices que se mantienen estupendas muy por encima de la media pueden soñar con resistir el empuje de las recién llegadas. Y de nuevo el fantasma de la última llamada me ronda.

Estoy vestida con algo que es en parte licra, en parte tachuelas. El diseño del traje es ligeramente futurista, algo que lejanamente quiere recordar a un uniforme de Star Trek, salvo que me deja expuestos los senos, el pubis y las nalgas. Hace unos momentos he bajado de la nave que ha llegado a este planeta donde los extraterrestres nativos —tremendamente parecidos a seres humanos— nos han desarmado a mí y a mi intrépida compañera. En vista de cómo hemos vulnerado su espacio galáctico debemos recibir un serio correctivo.

Su líder mundial, una especie de Gran Hermano, mira desde una pantalla rodeada de neón púrpura cómo los dos carceleros nos sujetan a un mullido banco de tortura de cuero con unas cadenas que apenas nos impiden movimiento alguno. Me han orientado con las piernas al norte; a mi compañera con las piernas al sur, y oigo sus jadeos fingidos pegados a mi oído cuando la penetran, poco antes de que yo empiece a fingir los míos. Los cámaras se centran en las entrepiernas y en cómo ella y yo nos miramos a los ojos diciéndonos la una a la otra cuánto estamos sufriendo; si enfocaran la cara del actor que me está follando —Peter Hard, no sé el nombre del otro— verían que parece aburrido, que tiene la mirada perdida como si estuviese enumerando mentalmente los recados que debe realizar una vez que salga del estudio. El actor sin nombre deja de embestir maquinalmente a la otra actriz, se desacopla de su vagina y se acuclilla un poco más adelante, casi sentado sobre su vientre, colocando el pene entre las tetas de ella. Hard parece como recuperar la atención cuando el director le hace un gesto. Va a repetir los movimientos de su compañero, va a masturbarse con mis senos en una composición simétrica para poder cerrar ya la escena sin más y que ambos puedan ir a tomarse unas cervezas.

No puedo permitirlo. En cuanto Hard sale de mí me incorporo, me pongo en pie, le doy la espalda y me arrodillo. Veo la cara invertida de mi compañera, beso suavemente su barbilla a la vez que tiro del pene de Hard para atraerlo a mí. Lo imagino encogiéndose de hombros, como condescendiente a mi improvisación, mientras me separa las nalgas para facilitar que el cámara pueda grabar cómo me lo froto entre los labios. Reparto la vaselina con la que me los he untado sobre su glande y aprieto éste contra mi ano. Hard retrocede para reorientar la acción, como si pensara que es un error de ángulo o posición, pero no lo dejo escapar: me clavo ese pedazo de carne varios centímetros en el recto. Por unos instantes Hard no se mueve, como si contemplara una figura de perspectiva errónea que no acabase de asimilar. Así que soy yo quien se mueve, atrás y adelante, atrás y adelante, notando la tensión de mi esfínter, sintiendo sobre la pared rectal cada centímetro de esa masa carnosa, imaginando la presión que ejerzo sobre sus cuerpos cavernosos irrigados de sangre. El otro actor acaba de derramar una gargantilla lechosa sobre mi compañera, pero nadie le ha prestado atención. Hard parece revivir y empieza a jadear de verdad, noto cómo hace un ejercicio de respiración para intentar retrasar su orgasmo según las indicaciones del director pero sé que la excitación de romper un tabú y de follarse algo virgen lo superan. En cuanto oigo su primer grito me precipito hacia delante: liberado de mi ano su pene recupera el ángulo natural y en ese alzamiento el chorro de semen se convierte en un látigo líquido que cae a lo largo de mi espalda y sigue luego como una pequeña fuente que me bautizara, bendiciendo mi renovación.

De nuevo es hoy. Aquella humedad caliente que recuerdo, aquel olor acre y grasiento, ahora me empapa la cabeza y los hombros. No noto apenas las rodillas, y no quiero ni pensar qué estará haciendo esa posición prolongada en mis varices. Entre la bruma pegajosa que se escurre sobre mis párpados miro el contador de papel. Quinientos ochenta y dos.

Los noventa son un destello maniacodepresivo que se precipita hacia el fin de milenio. Me llamo Alexandra Hole, y las penetraciones anales son ahora tan comunes que nadie parece recordar que en la década anterior no se estilaban. Ahora son un requisito para todas, facilitadas por las cremas anestésicas o por el consumo de nitrito de amilo. En esta década es cuando los últimos restos de mi generación van desapareciendo. ¿Recuerdas a Lea More? Hace años que no la veo; en la última gala en la que coincidí con ella nadie la reconocía. En la última imagen suya que conservo la veo ya borracha, medio enajenada: recitaba los títulos en los que había participado y el resto de invitados la evitaban. Por lo que sé, sólo yo la recuerdo.

He explorado los límites de mi cuerpo como un contorsionista en una lucha contra la relegación.

Estamos a finales de 1999, cuando Internet ha modificado el horizonte de las comunicaciones y el efecto dos mil es una broma que repetimos aunque ninguno estamos seguros de si despreciar la amenaza o retirarnos del mundanal ruido como Paco Rabanne tras predecir la destrucción de París por la caída de la MIR. La producción de pornografía ha alcanzado cotas inauditas, y si hay algo que agradezco es que por fin parece que hemos prescindido de los guiones. Nunca olvidaré cómo, a pesar de estar exponiendo cada centímetro de mi cuerpo, era pronunciar algunas frases lo que me hacía enrojecer.

Tengo cuarenta y seis años y en mi cuerpo, salvo en mis pechos siliconados y tersos, ya son evidentes los signos de que el retiro me espera en el umbral del cambio de siglo. ¿Pero qué puedo hacer tras más de dos décadas y media? ¿Cameos en películas normales para algún directorucho que quiera parecer transgresor? ¿Escribir un libro de memorias que no le interese a nadie, o uno de confesiones de mierda, o uno de consejos para parejas que nada tengan que ver con el sexo real? ¿Gastar mis ahorros en lanzar una línea de ropa erótica? ¿Vender reproducciones en látex de mi vulva? A estas alturas he aparecido en más de trescientas películas pero aún no me he consagrado. Intento consolarme pensando que he aguantado mucho más de lo que se esperaba de mí, pero no puedo imaginarme alejada de todo esto, aceptando el envejecimiento, aceptando la muerte. Así que clavo los ojos en Alan Rod, el actor que me está penetrando vaginalmente, a la vez que noto en el cuello el aliento de Clark Steel, el actor que me está penetrando analmente, que me sujeta por las articulaciones de las rodillas como si sus manos fuesen los arneses de una mesa ginecológica. Es decir, reproducimos una escena que este año se habrá grabado, literalmente, miles de veces. Por eso echo el cuerpo hacia atrás para recostarme más, me extraigo el pene de Rod y lo presiono más abajo, aplastando su glande entre el balano de Steel y mi músculo anal. Pasan unos segundos en los que lentamente voy alojando ambas vergas en mi interior hasta que la repentina estrechez hace que Rod baje la vista. Arquea las cejas y sé que lo he logrado: creo que hace años que nada sorprendía a este actor. Al principio parece algo reticente a frotar su polla contra la de otro hombre, pero inmediatamente después debe de resultarle excitante frotar su polla contra la de otro hombre en el interior del culo de una mujer y vuelve a embestirme. Por mi parte, noto la tirantez de mi esfínter como si fuera a desgarrárseme. Una década en la que he recibido centenares de falos por el culo no me ha preparado para esto, pero tras tantas películas en las que apenas he reparado en lo que me metían, volver a sentir algo me excita. A medida que subo y bajo cada vez más profundamente, me siento como cuando sacrifiqué mi virginidad anal hace once años: viva de nuevo, renacida. Y cuando me clavo esos dos penes hasta el fondo, hasta que sólo son visibles los cuatro testículos amalgamados más allá de mi orificio, tengo un orgasmo que me sacude la espina dorsal. Mi esfínter es una banda de hierro que estruja ambos penes al unísono, y desencadena dos eyaculaciones síncronas: y por sus gemidos sé que no lo esperaban, que al menos hoy no han fingido.

Cuando salen de mi cuerpo el cámara enfoca mi ano: mantiene una dilatación de varios centímetros, una cavidad oscura de un rojo arterial, de la que poco después se escurre un hilo lechoso que comienza a gotear. Y la cadencia de ese goteo es un compás que hipnotiza a todo el equipo de rodaje que nos contempla.

Regreso a mi yo de ahora. Noto dos chorros sobre las mejillas que inmediatamente se deslizan hacia mi garganta y siguen descendiendo entre mis senos. El productor hace más de una hora que ha hecho pasar a los hombres por parejas para reducir el metraje. Lo agradezco, soy de repente consciente de los pinchazos lumbares que no mitigan ya ninguna de las posturas que adopto. El último ha dejado el pósit con el número setecientos diecinueve. Hace un momento un señor de casi mi misma edad me ha susurrado unas palabras que parecían una declaración de admiración; no las he podido oír bien, las pronunciaba mientras se corría en mi oído.

El nuevo milenio progresa dejando atrás la amenaza de un apocalipsis para avanzar decididamente hacia la siguiente catástrofe profetizada. Me llamo Alexandra Trench. Parecía que los primeros años de este siglo iban a recompensar por fin mi tenacidad: como si el inconsciente colectivo hubiese decidido ser indulgente con el complejo de Edipo en su plasmación más cruda, de repente la demanda de actrices de cincuenta años se dispara. Y cuando creo que voy a vivir una época dorada, de repente aparecen docenas de actrices, una plétora de amas de casa aburridas y bailarinas de barra americana en decadencia reconvertidas en felatrices y analtrices de la noche a la mañana, tantas que apenas se puede recopilar sus nombres. ¿Recuerdas a Patrizia Cummins? Murió de sobredosis en el hotel en el que vivía. Por lo que sé, sólo yo la recuerdo.

He explorado los límites de mi cuerpo como un faquir en una lucha contra el vacío.

Estoy en 2010. He llegado al estudio después de visitar a mi ginecólogo. Me ha indicado que un especialista debería revisarme el principio de prolapso; ha sudado intentando buscar una forma educada de preguntar si soy asidua a meterme cuerpos extraños por el ano. ¿Cómo explicarle que mi supervivencia depende de ello? Aún intento apartar ese pensamiento de mi cabeza mientras me acomodo en el sofá y una mujer a la que doblo la edad se unta las manos con lubricante. No dejo de sonreír cuando aloja su mano izquierda en el interior de mi vagina, su mano derecha en el interior de mi recto y cada terminación nerviosa en la carne que separa ambas cavidades se activa enviándome señales equívocas de las que hace mucho tiempo que no distingo las placenteras de las dolorosas. Y retuerce sus puños en mis entrañas durante el tiempo que el director considera oportuno, puesto que puedo fingir el orgasmo en cuanto me lo pida. Gimo, murmuro que he reventado de gusto, y la otra actriz me saca las manos y pasa la lengua suavemente sobre ambos orificios inflamados. La escena ha durado exactamente un cuarto de hora, las de las otras cinco actrices durarán lo mismo para que al final el resultado sea una película de hora y media de cavidades brutalizadas de manera similar, en la que el cuerpo que las alberga y las manos que las atraviesan no son más que elementos anecdóticos. Y pienso en el comentario de mi médico, y se me pasa una idea desesperada por la cabeza. Me introduzco varios dedos en el ano y me lo abro, ofreciéndolo a la boca de la actriz. Ella sonríe y extiende la lengua, me la introduce en el orificio. Lo que no espera es que yo siga tirando lateralmente y apretando todos mis músculos abdominales. Y entonces mi recto florece, se proyecta a través de mi ano como una rosa carmesí húmeda y venosa, se posa como una lombriz monstruosa buscando el beso de los labios de mi compañera. Ésta se aparta y vomita fuera de cuadro. El operador mira por el lado de la cámara, como si quisiera cerciorarse de que lo que ve no es un efecto de una tecnología enferma. El director no es capaz de cerrar la boca. Pero percibo claramente bajo la ropa que él, el cámara, los iluminadores y el chico del micrófono sufren una erección. Y dejo escapar una carcajada.

Vuelvo al presente, y mi nombre ya no tiene importancia.

Por supuesto, ya hay docenas de actrices que se sacan porciones de tripas. Pero hoy eso ya no me importa.

He explorado los límites de mi cuerpo como un penitente en una lucha contra el abandono.

Y así he terminado como estoy ahora, casi completamente cubierta de fluidos humanos: soy una figura escarchada de mármol licuado. El semen caliente me gotea desde el perineo, se escurre hasta ahí pasando por entre mis nalgas, sobre los labios de mi vulva, forma un charco en el que estoy arrodillada. El montón de papeles arrugados por la bruma del sudor condensado en el plató indica un total final de mil hombres. Tengo más de cuatro litros de semen encima, tengo casi más semen sobre el cuerpo que sangre dentro.

Y por fin, hoy, día de mi cumpleaños, en este preciso instante, me he consagrado. Y no porque se hayan corrido sobre mí tres generaciones de hombres, ni porque sea la mujer más vieja hasta este momento en recibir un bukkake, ni porque hayamos pulverizado el record de participación masculina. No, no es eso por lo que me he consagrado, no es eso por lo que lloro de felicidad aunque mis lágrimas pasan inadvertidas entre la capa de secreciones que ha arrastrado mi maquillaje hace horas. No, lloro de felicidad, porque todos estos hombres respondieron a la llamada publicada en la cuenta de Twitter de Alexxxa, y en la de Alexis, y en la de Alexandra Hole, y en la de Alexandra Trench. Y lloro de felicidad porque todos estos hombres, aunque no sepan mi verdadero nombre, no me han olvidado.

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