Yu Dao
por laquintaelementaEscrito está en la Gruta del Sol Antiguo, en la Puerta del Dragón, que en la era de la felicidad perpetua, en el centro del cielo y de la tierra, serán hallados los dos perdidos que vienen de uno que ha de ser encontrado. Y emprenderán la Senda de Jade durante la edad infinitamente brillante para reunir a los cinco. Cuando el cuarto hijo del cielo dé nombre a su templo, habrá terminado el tiempo del retorno para tres.
Esta es la historia del Camino de Jade que un día emprendieron los dos perdidos y que concluye con el encuentro del verdadero origen del kung-fu.
La Grulla
Hace mil años llegó del oeste a Guyang —la Gruta del Sol Antiguo— en Longmen —la Puerta del Dragón— un bárbaro de ojos azules que grabó esta profecía en la roca viva. Se dice que usó una piedra azul nunca vista en este mundo y que fue un regalo del propio Emperador de Jade. El bárbaro adoptó el nombre chino de Da Mo y cuando encontró la montaña Songshan, el centro del cielo y de la tierra, se sentó a esperar a los dos perdidos. Da Mo permaneció nueve años en estado de contemplación, hasta que un día se levantó y construyó el templo de Shaolin en el que enseñó a los monjes el estilo de kung-fu que él mismo había aprendido, nadie sabía dónde. A su muerte encomendó a su discípulo predilecto que siguiera con la misión que había emprendido. Y así su sucesor, y los que a él le sucedieron, continuaron enseñando y esperando. Hace treinta años subió al trono Su Majestad Imperial Yonglé, felicidad eterna, y el maestro Huang-Li, abad del monasterio en esa época, supo que él hallaría a los dos perdidos. Recorrió la montaña sagrada a diario durante once años hasta que, una mañana neblinosa en la que el sol no terminaba de disipar el vaporoso manto, se perdió en un paraje inexplorado hasta aquel día. Sofocado y con la humedad filtrándose hasta los poros de sus huesos descubrió un árbol extraño y desconocido. Su tronco viejo, como lo era él entonces, ascendía retorciéndose como el humo del incienso y enredaba jirones de niebla en la maraña de sus ramas y hojas. Y allí, a sus pies, cobijados por raíces rebeldes que, escapando de la tierra, formaban una suerte de refugio, sobre un improvisado lecho de hojarasca yacían, casi recién nacidos, los dos perdidos: una niña, Moon Yin, con la cabeza hacia el norte y dormida abrazando los pies de su hermano Sun Yang, que miraba hacia el sur, despierto, y que sostenía, como un pincel, un dedo del pie de su hermana. El maestro Huang-Li se acercó cauteloso cuando, de pronto, se abrió un hueco en la espesura de la bruma, como una claraboya celestial por la que entró un rayo de sol que iluminó a las dos criaturas. Pero algo más brillaba en el suelo, algo que el maestro entregó a los jóvenes cuando cumplieron diecinueve años. La pieza era un anillo de metal con muescas señalando los puntos cardinales en el que se engarzaba un ave zancuda de jade azul y que emitía destellos hipnóticos. Moon Yin, hábil con las manos y ágil resolviendo rompecabezas, se dio cuenta de que el brillo procedía del interior de la piedra, no de la luz reflejada en ella. La joven sólo tuvo que sujetar la joya por el aro metálico y girar el ave hasta que su pico apuntó a la muesca que indicaba el oeste. Tras un chasquido, la gema se abrió como un cofre. El haz de luz liberado proyectó en el techo elaborados caracteres en una extraña caligrafía. Esta vez Sun Yang, dotado para las artes y las lenguas, fue quien reconoció los pictogramas de la «escritura hierba», agitándose como juncos mecidos por el viento: —La serpiente del norte duerme enroscada a los pies del que es eternamente puro hasta que llegue el tiempo del retorno. En aquel entonces, el emperador Yonglé falleció y subió al trono su hijo Hongxi, quien dio a su era el nombre de «Infinitamente brillante». Llegó, pues, el momento de emprender la Senda de Jade. Pero aquel reinado tan esperadamente luminoso de Hongxi se veía oscurecido por las luchas interinas que jamás abandonaban el vasto imperio. Y así, el templo Shaolin fue asaltado por los monjes de la Mantis Religiosa del Norte. Mientras los discípulos de Huang-Li practicaban sus ejercicios matinales, una veintena de monjes luciendo vistosas jiāshās de color verde irrumpieron en el patio del monasterio. Provistos de cuchillos Mariposa y espadas Lengua de Cobra Mordedora trazaban los característicos movimientos circulares de su mortífera coreografía y asestaban rapidísimos golpes que los monjes de Shaolin, vestidos de azafrán, contrarrestaban con idéntica velocidad. Viendo el peligro, el maestro obligó a los hermanos a huir, mas éstos se quedaron escondidos detrás de una celosía. El maestro caminó hacia el centro de la lucha con los brazos extendidos, como las alas de una elegante grulla blanca de Songshan. Avanzó entre los invasores dando saltos cortos en zig-zag y asestando golpes rápidos y precisos a su paso. Derribó a varios atacantes con su Puño de Ojo de Fénix. Esquivó con precisión sendas Pinzas en Torno al Tallo. Recogió una espada Cola de Golondrina en el momento justo de interceptar una estocada Mantis en la Hoja que buscaba su cabeza. Sun Yang y Moon Yin observaban la escena ocultos. El maestro sabía que estaban allí y tuvo que obligarlos a escapar. Entonces, el último sucesor de Da Mo tomó una decisión por la que fue digno de su predecesor y, como él, alcanzó el momento sublime de la iluminación. Fue apenas un instante pero tuvo la duración de toda su vida. Huang-Li estaba rodeado por cuatro mantis con los brazos en postura de ataque Gancho Mortal de la Cazadora Nocturna. Los filos de los cuchillos brillaban como estrellas en una noche sin luna. A su alrededor, los choques de las armas componían una melodía metálica tan mística como la llamada del gong al amanecer. Las túnicas verdes y azafrán agitándose en la batalla desplegaban, junto al azul intenso del cielo y al rojo de la sangre vertida, una sinfonía cromática que le llenaba los ojos con todas sus notas… Dejó caer la Cola de Golondrina y elevó el rostro para recibir la luz del sol del mediodía. Huang-Li sintió cómo se iban cortando sus ataduras mortales mientras su espíritu, igual que un río apresado cuando se rompe el muro que lo retiene, escapaba a chorros de aquella existencia encerrada en aquel cuerpo del que ya no recordaba el nombre. Al mismo tiempo, Moon Yin y Sun Yang vieron cómo cuatro monjes de la Mantis Religiosa del Norte cercenaban los brazos de su maestro. La sangre brotaba en chorros que se extendían como las alas de una grulla e iban formando un charco escarlata de líquido estancado alrededor de los miembros amputados. El silbido de una espada sesgando el silencio que envolvía a los hermanos precedió el ruido hueco y húmedo de la cabeza de Huang-Li cayendo en el suelo encharcado.
La Serpiente
Interminables días lluviosos recibieron a los dos hermanos en la bulliciosa capital del imperio, Beiping. Moon Yin ocultó su esbelta feminidad bajo una jiāshā azul como la que vestía su hermano y así ambos entraron como sirvientes en palacio. Sun Yang se puso al servicio del maestro calígrafo en la biblioteca de la Sala de la Armonía Suprema de la Ciudad Prohibida, y su hermana se convirtió en el ayudante del maestro del Reloj del Tiempo Eterno, que marcaba la hora oficial en el dominio de Su Majestad Imperial. Durante el día, Moon Yin mantenía limpio y engrasado el complejo mecanismo de ruedas y esferas celestiales del reloj de agua del emperador, mientras Sun Yang dirigía con destreza el pincel sobre el papel de seda, haciendo que los pictogramas de la peculiar escritura hierba que tanto gustaba al Señor de los Diez Mil Años cayeran por el lienzo como las gotas de aquel otoño tan húmedo. Cuando la ciudad dormía, los dos hermanos recordaban las enseñanzas de Huang-Li, y mientras practicaban las técnicas del kung-fu de su añorado maestro, el sudor y las lágrimas de ambos se fundían con la lluvia que Shenlong, el Dragón de la Tormenta, no dejaba de arrojar sobre la tierra. Sucedió que Hongxi falleció repentinamente y el cuarto Hijo del Cielo ascendió al trono con el nombre de Xuande. Los hermanos debían apresurarse en recorrer su camino pues había comenzado la cuenta atrás del tiempo del retorno. Quiso Budai sonreírles con su buena fortuna, pues Su Majestad Imperial Actual ordenó al más intrépido de sus almirantes, Zheng He, una nueva expedición hacia el oeste. La Flota del Tesoro zarpó por séptima vez hacia la gloria llevando en uno de sus barcos de caballos a Sun Yang y a Moon Yin, enrolados para cuidar de los animales. Ante ellos, el vasto mar se abría tan azul y misterioso como la Senda de Jade que habían emprendido. La brisa y el sol fueron curtiendo la piel de sus rostros hasta alcanzar la dureza de sus cuerpos y reflejar la de sus almas. Pero no basta la vasta inmensidad de un mar para mantener la armonía, y la flota fue asaltada por tamiles cerca de Serendib. Vestidos con mugrientos harapos mordidos por el salitre, una veintena de piratas armados con cimitarras abordaron el barco en que viajaban los hermanos. Sun Yang empuñaba un martillo Dientes de Lobo con el que clavó a sus propias espadas las cabezas de tres atacantes. Moon Yin, con las manos abiertas en Palmas de Mariposa Buda, atrapó el filo de un talwar y catapultándose desde el propio acero, desplegó una Patada de la Grulla Voladora que terminó con la vida de su oponente al chasquido de su cuello. Como cobras siamesas, los dos hermanos atacaron con movimientos serpenteantes al resto de sus adversarios. Espalda contra espalda, desplegaron su mortífero y venenoso kung-fu de la Serpiente, hasta aniquilar a la mayoría de sus enemigos. El último se rindió y fue llevado ante Zheng He quien, impresionado por la hazaña de los jóvenes ofreció, como un gesto de honor, su propia espada, Qian Kun Ri Yue Dao, la legendaria Espada del Cielo y la Tierra, el Sol y la Luna, a los hermanos para que ajusticiaran al prisionero. Sin embargo, ellos rechazaron el ofrecimiento. Su kung-fu les fue enseñado para defenderse, no para matar a un ser indefenso como aquel pirata arrodillado que imploraba por su vida y encomendaba su alma al Eternamente Puro. Sun Yang se lanzó al suelo y preguntó al bandido quién era el Eternamente Puro: —Es Jambukeswara, el dios Shiva sentado bajo el jambul, en Trichy. La Flota del Tesoro llegó a Calicut y los dos hermanos desembarcaron allí. Se dirigieron al norte, a la ciudad llamada Trichy, acompañados por el pirata al que perdonaron la vida. Allí encontraron cinco templos, uno por cada elemento sagrado de los saivitas, pero el que ellos buscaban era el Thiruvanaikaval, el del agua. En el interior del templo se abría un inmenso jardín perfumado por decenas de árboles en flor, en una perpetua primavera fragante y divina. Un riachuelo lo atravesaba de parte a parte y en su centro se abría un estanque salpicado de lotos. Emergiendo del agua, a la sombra de un jambul, una estatua de Shiva sonreía desde su pétrea eternidad. En su cuello se enroscaba una cobra con un brillante ojo azul. Moon Yin sacó el ojo. Era un trozo de jade azul, con forma de serpiente enroscada y unas muescas recorriendo la longitud espiral de su cuerpo. —La serpiente del norte duerme enroscada a los pies del que es eternamente puro hasta que llegue el tiempo del retorno —recitó la joven mientras depositaba la piedra entre los pies de la estatua, dentro del estanque. Los poderes de la luz y el agua se combinaron para aumentar las muescas, que aparecían ahora como unos signos desconocidos para los hermanos, pero que el pirata reconoció al instante como su propia lengua. Y así tradujo del sánscrito para los dos perdidos el siguiente paso que debían recorrer en la Senda de Jade: —Vino del este con la luz del amanecer, y dejó su huella en la aldea de los ciruelos silvestres para cuando llegue el tiempo del retorno.
El Leopardo
La Flota del Tesoro seguía anclada en Calicut cuando Sun Yang y Moon Yin regresaron. El almirante de la frente de tigre, el glorioso Zheng He, dejó de rugir tras perder su última batalla contra unas fiebres. Cuando las bodegas estuvieron repletas, el propio Shenlong, apenado por la muerte del ilustre marino, suspiró sobre las naves, hinchando sus velas, haciendo crujir sus costillas de caoba y teca. Y así zarparon hacia el este, hacia la luz del amanecer; y así entregaron al océano aquel cuerpo marchito y consumido para que aquella infinita madre azul lo acunara entre sus espumosos brazos por el resto del tiempo. Bordearon las costas de Xian donde el turquesa del mar se ocultaba en mil recovecos salpicados de grandes rocas redondeadas que emergían silenciosas y semejaban manadas de elefantes pastando en aquella pradera de agua. Arrinconado en un hueco de la travesía, el pueblo de Bang Makok recibía a bordo de pequeños esquifes a cualquier viajero que aceptara intercambiar su pescado y frutas; entre ellas, un puñado de lichis silvestres recogidos aquella mañana. Sun Yang aceptó las ciruelas que le ofrecían los tímidos ojos de una muchacha escondida tras el brillo madreperla de su sonrisa. Aspiró el aroma dulzón de la fruta en el hueco de sus manos sin apartar su mirada de la de la joven. Le entregó a cambio la preciada caja de sándalo en la que dormían sus pinceles. Fue entonces ella quién se dejó embriagar por la olorosa madera exótica. Puede que fuera sólo el pulso acelerado, pero a Moon Yin le pareció escuchar que dos corazones estallaban en carcajadas. La Flota permanecería anclada en la paradisíaca bahía mientras se abastecían y mercadeaban con los lugareños. Aquella noche, los dos hermanos aceptaron la hospitalidad de la muchacha. Ella los despertó antes del alba para acompañarlos al lugar donde recogía las ciruelas. En la impenetrable espesura de la selva, oscura y húmeda incluso en mitad del día, la joven de la incansable sonrisa se orientaba como un animal. Sun Yang y Moon Yin seguían su paso veloz, leve, felino. Así también su cabello salvaje se camuflaba entre las hojas lanceoladas y los troncos serpenteantes de la maleza. De pronto, se abrió un claro en la maraña inextricable. Cientos de ciruelos crecían silvestres en aquel respiro que la jungla concedía. Sobre sus copas achatadas sobresalía, a poca distancia, como la cima de una montaña, un prang, una torre jemer. —Wat Makok —pronunció la muchacha—. Templo de la Ciruela —tradujo con dificultad. Los primeros rayos de sol rozaron el prang haciéndolo brillar con una suave iridiscencia en tonos perla, la luz mágica que también brotaba de su sonrisa en forma de media luna. La joven tomó a Sun Yang de la mano y, seguidos por Moon Yin, se internaron en el bosque de frutales, dejando sus huellas en la alfombra de flores marchitas. De cuando en cuando el sonido sordo de una ciruela madura cayendo al suelo o un suspiro apagado salpicaban el dulce paseo hacia el templo abandonado. Mas no hay dulzura que dure tanto como un paseo, sólo felicidad efímera que se esfuma con el chasquido de un arco. Y así, surgida de entre las hojas y los frutos, una flecha con la punta impregnada de muerte atravesó el sonriente corazón de la joven de ojos tímidos, atrapando en su eterno silencio la mirada desorbitada de Sun Yang. Con la velocidad de un leopardo, Moon Yin arrastró a su hermano tras uno de los árboles. Ataviados con llamativas corazas rojas, una veintena de soldados jemeres del caído reino de Angkor atacaron el templo para reconquistar el dominio perdido. Unos empuñaban largas lanzas de madera de teca coronadas por puntas Colmillo de Cobra Siamesa y otros arcos Trenza de Shiva de los que salían las mortíferas flechas Sangre de Kali. Moon Yin combatió a los arqueros. Sus ataques angulares evitaban las saetas al tiempo que la increíble rapidez de sus movimientos la propulsaba ante el tirador antes de que extrajera un nuevo proyectil de su carcaj. En ese instante descargaba el mortal Puño del Leopardo Surgiendo Entre La Hierba. Un crujido seco, como el de quien pisa una rama, precedía el desplome de un cadáver con la nariz hundida en el cerebro. Su hermano buscó a los lanceros. Sus patadas Garra de Hierro convertían en astillas los mástiles de madera, y los golpes y torsiones de su Zarpa Hambrienta en el Amanecer Sangriento inutilizaban los filos. El Puño Ojo de Fénix ponía fin al pulso: el oponente caía derribado con la barbilla a la altura de la frente. Carne y sangre de jemeres alimentarían el bosque. Las ciruelas de la siguiente cosecha serían amargas y caerían al suelo, envenenando nuevamente la tierra, hasta que los árboles murieran y ni siquiera la hierba volviera a crecer en aquel lugar, por el resto del tiempo. Los dos hermanos entraron en el templo con el sol en lo más alto del cielo. El prang dominaba el conjunto. Profusamente decorado con conchas marinas, mostraba escenas mitológicas y personajes variopintos. Lo rodeaba una galería de madera tallada con figuras de animales y héroes legendarios e incrustaciones de trozos de porcelana. La curiosidad de un gato despertó la de Moon Yin. Asomó detrás de una de las vigas de la galería y los observó en la distancia. Era un felino esbelto de pelaje marfileño y patas y cola marrones, del mismo tono que una mancha en su cara que lo hacía parecer enmascarado. Unos inquisitivos ojos azules se asomaban detrás del antifaz. Sin demasiada preocupación por los intrusos se giró graciosamente y se estiró sobre la viga para afilar sus uñas. Moon Yin se acercó lo suficiente para asustarlo y darse cuenta que bajo los recientes arañazos se veían huellas de unos mucho más antiguos que se extendían casi hasta el techo de la galería. Eran profundas cicatrices dejadas en la madera por algún otro felino mucho más grande… «que vino del este con la luz del amanecer y dejó su huella en la aldea de los ciruelos silvestres», recitó para sí. Y allí, tallado en el techo, un leopardo miraba hacia el este, hacia un sol azul incrustado que asomaba por el horizonte. Moon Yin extrajo la piedra de jade. Tenía forma de leopardo enroscado, durmiendo; cada mancha era un signo que todavía no podía descifrar. Los dos hermanos regresaron al poblado con el cadáver de la joven y las armas de los soldados aniquilados. Se quedaron durante los ritos funerarios por la muchacha y uno de los mercaderes de Bang Makok leyó para ellos la escritura thai de la piel del leopardo: —Ruge bajo el guerrero rojo que asoma por el sur; reposan sus cenizas en la pequeña cheda hasta que llegue el tiempo del retorno. La Flota del Tesoro partió de nuevo, rumbo a Surabaja.
El Tigre
Fue Sun Yang quien descubrió el planeta rojo asomándose por el sur. Presa del insomnio pasaba las noches en cubierta, llorando sin lágrimas la pérdida de aquella joven de la que nunca le importó el nombre. Uno de los navegantes, con la vista ya cansada por los años y los años de viajes, le pidió que sujetara un extraño artefacto. Lo utilizaban para encontrar las estrellas-guía y fijar así los rumbos. Aquel marinero de ojos cansados y cuerpo exhausto le habló de Xin, Mao, Zi y otras constelaciones. Sun Yang escudriñó aquel cielo misterioso en busca de sus secretos y encontró un punto rojizo, una bola de fuego en el horizonte. —Es Wu Zin, el Guerrero Rojo. En esta época del año asoma por el sur, indicándonos el camino a Cipango. Al llegar a Palembang se despidieron de la Flota del Tesoro y embarcaron en un enorme junco mercante con destino Naniwa, en la costa sur del imperio del Sol Naciente. El puerto era un hervidero de comerciantes, compradores y sirvientes, mercaderías entrando y saliendo de los barcos, barcos entrando y saliendo del puerto… y la omnipresencia de samuráis y soldados portando los estandartes de sus daimios. Un gran esquife parecía sucumbir a las llamas, tan orlado aparecía de banderolas rojas. Por su pasarela de babor descargaban inmensos troncos de árboles traídos de remotas tierras. Pertenecían a Fujiwara-san, daimio de Nara. Como moscas sobre el pescado, los rumores zumbaban por el puerto. Fujiwara-san estaba dilapidando su fortuna en restaurar templos arruinados por el tiempo o las calamidades. Aquella madera tan exótica reemplazaría los carbonizados troncos de Gangō-ji, al norte de la ciudad de los ciervos. Fujiwara-san había perdido la razón, concluía el enjambre de murmullos. Sun Yang y Moon Yin decidieron seguir la pista y la caravana que conduciría aquella valiosa madera hacia un lugar que reposaba entre cenizas. Una vez más, la envidia que anida en el corazón humano encendió el fuego de la codicia, un fuego que consume la dignidad y el honor de un noble. Y así la comitiva fue asaltada por guerreros de Isumi-san, el daimio de Naniwa. Vestidos con armaduras espectrales, una veintena de samuráis a caballo y armados con katanas surgieron de entre los centenarios árboles del bosque de Isuien y talaron las extremidades y las vidas de los miembros de la mayoría de la escolta. Los hermanos, siempre alerta, no se dejaron impresionar por la estremecedora aparición de los agresores y se apresuraron a defender sus posiciones. Como dos tigres, treparon a los preciados troncos en los que quedaron atrapados los sables de los guerreros que quisieron cercenar sus piernas, mientras con estas asestaban temibles patadas de Tigre Danzante sobre Ascuas. Los golpes se amplificaban dentro de los yelmos y los samuráis caían desplomados mientras la sangre y la vida se les escurrían por las orejas. Sólo quedaban dos enemigos cuando Sun Yang desvió el filo asesino que buscaba a su hermana por la espalda, mientras ésta terminaba con el penúltimo atacante. Con la destreza con la que manejaba el pincel y dibujando con el pie el pictograma que representaba la paz, desarmó al perplejo soldado. Con el otro pie, sin embargo, escribió la muerte con un golpe Garra Abridora de la Oscuridad Perpetua. En ese instante, un shuriken salido tras una esquina de la nada se clavó en el costado de Moon Yin, que cayó fulminada como por un rayo. Su hermano rastreó el origen del ataque y descubrió un ninja oculto tras un espino. El reflejo traidor de otra estrella mortífera delató su escondite. Sun Yang se movió como un tigre en plena cacería. Sigiloso, camuflándose en las sombras de los arbustos y matorrales, sorprendió al asesino y el cazador fue cazado. Con un movimiento fulgurante, el proyectil salió de entre los dedos enguantados del ninja. Siguiendo la rotación del arma, Sun Yang se hizo uno con el movimiento y en el instante en que la hoja mortal impactaría entre sus ojos silenciosos, rasgó en el aire, con la levedad de un susurro, el último trazo del nombre de su hermana. El shuriken se detuvo en seco y reinició el giro en sentido contrario. En una fracción de gemido, el ninja cayó muerto con su propia arma clavada en el entrecejo. Sun Yang recogió el cuerpo inconsciente de Moon Yin y caminó durante varias horas a través del bosque. En una colina cercana divisó los restos carbonizados de unas vigas que se alzaban como los dedos de unas manos mutiladas en plegaria a los dioses. Al aproximarse, un extraño y diminuto monje, con la descolorida túnica roja tan raída como la piel de su cuerpo, apareció entre las ruinas y le hizo señas para que lo acompañara a su refugio. Al amor de una pequeña hoguera, el anciano ermitaño extrajo la estrella de acero incrustada en el costado de Moon Yin y cauterizó la herida con un hierro candente. La joven gimió y volvió a caer en un sueño sin sueños. Su hermano y el monje velaron su descanso día y noche hasta que la luna comenzó a crecer y Moon Yin despertó. Fue entonces cuando las primeras palabras rompieron el silencio. El hombrecillo había sido el abad del monasterio de Gangō-ji, el templo fundado hacía mil años por Daruma, el enviado de Amaterasu, pues sus ojos eran del color del cielo. Nadie sabía de dónde vino realmente, sólo que construyó aquel templo y encargó a sus sucesores que custodiaran una pequeña pagoda hasta el regreso del Tigre. Les enseñó unas técnicas de defensa para protegerse. Después quemó el templo y se marchó. Los monjes que allí quedaron, entre los escombros, continuaron guardando la cheda como su misión sagrada. Habían sido varios los intentos por reconstruir el templo, pero siempre acababa sucumbiendo a las llamas. Unas veces por los rayos de las tormentas, otras por las luchas entre daimios y shogunes rivales, aquel paraje estaba condenado a ser una montaña de cenizas. Pero el Tigre había regresado. Aquel amanecer, los ojillos del monje brillaron como tizones cuando retiró el emplasto del costado de Moon Yin para descubrir la cicatriz en forma de garra en la que se había regenerado la piel de la joven. Un poco más tarde, el diminuto personaje apareció con una pequeña pagoda, réplica de la original levantada por Daruma hacía un milenio. Abrió el último tejadillo para extraer una hermosa piedra azul con forma de tigre enroscado. En su piel rayada, los kanjis revelaron la última pista que el monje tradujo a los dos hermanos: —Para llegar al centro de la tierra, sigue la Senda de Jade hasta el amanecer del sol antiguo. El aliento del guardián brota en mitad del camino que lleva al Señor de Pakal. Abre la puerta del dragón y el círculo será cerrado. Moon Yin tomó la piedra y la metió en la bolsa con las demás. El pequeño monje sonrió con satisfacción. Se sentó junto al fuego, cerró los ojos y musitó: —Una gema blanca desconocida por los hombres… lo es si nadie lo sabe… ya que sólo yo mismo conozco su valor, nadie más… lo es si nadie lo sabe… El hombrecillo de túnica descolorida y piel raída quedó en silencio con la sonrisa dibujada en su rostro. Sun Yang le rozó el hombro en señal de agradecimiento y despedida, y la figura se desintegró ante sus ojos, dejando como único rastro un montón de ceniza que la brisa de la mañana arrastró sobre aquella colina carbonizada que rezaba a los dioses.
El Dragón
Los dos hermanos se dirigieron al este, hacia el amanecer. Alcanzaron la costa y trabajaron en lo que pudieron hasta conseguir un junco y aprovisionarse para la última etapa de su viaje. Gracias a las estrellas-guía, Sun Yang rectificaba el rumbo cada noche. Tras dos lunas surcando el pacífico océano, divisaron una larga columna de humo en el horizonte. Entre las luces del ocaso, distinguieron un brillo como de ascuas ardientes: —El aliento del guardián brota en mitad del camino —murmuró Moon Yin. Al atardecer del día siguiente arribaron a una playa de arena tan blanca y brillante como de perlas pulverizadas. Por detrás de la línea de vegetación se alzaba la humeante montaña. De su boca sin labios brotaba una baba ardiente que se deslizaba viscosamente por el cono de tierra hasta precipitarse al mar por un cortado. Tras descansar y reabastecerse, reanudaron la travesía por aquel mar del color del jade, calculando que en otras dos lunas alcanzarían su destino. Siempre hacia el amanecer. Antes de lo previsto, Sun Yang avistó tierra. Vararon el junco en aquella playa de arena fina y brillante, ribeteada de cocoteros, tan semejante a la que les sirvió de descanso y guía una luna y media antes. De pronto, de detrás de la línea de palmeras, surgieron una veintena de nativos. Sus rasgos eran similares a los de los dos hermanos, aunque su piel tenía el color más rojizo, broncíneo por aquel sol intenso y aquella brisa marina. Vestían taparrabos y tocados hechos con hojas de palma… y multitud de adornos de jade. Jade de todas las variedades imaginables: jade negro, jade arco iris, jade con incrustaciones naturales de oro y plata, jade verde esmeralda… También portaban distintas armas: lanzas, arcos y espadas cortas. Con cautela, Moon Yin mostró las cuatro piedras de jade azul y pronunció: —Pakal. La reacción fue inmediata. Los veinte guerreros se inclinaron en señal de respeto y señalaron una montaña. —Ya’ax chich hun beh Pakal. —El camino de jade que lleva a Pakal —tradujeron al unísono los dos hermanos, asombrados de su entendimiento. Se apresuraron en la dirección indicada. Pronto se internaron en el inextricable tejido de la jungla. Utilizaron sus espadas para desbrozar la vegetación y abrirse paso a través de la selva. Mientras ascendían hacia la montaña, los arbustos, los árboles, la maleza, se cerraban a su alrededor como una trampa. Sólo podían seguir adelante, siempre adelante y hacia arriba, hacia el centro de la tierra. Mientras, en Beiping, el cuarto Hijo del Cielo yacía en su lecho de muerte. El tiempo del retorno estaba a punto de cumplirse. Exhaustos, desorientados y perdidos, los dos hermanos notaron que el terreno había dejado de ser ascendente. Habían alcanzado, pues, la cima de la montaña. Hacía un calor sofocante y la humedad se filtraba hasta por los poros de sus huesos. Descubrieron entonces un árbol extraño, pero no desconocido del todo. Su tronco viejo ascendía retorciéndose como el humo del incienso, y enredaba jirones de niebla en la maraña de sus ramas y hojas. Y allí, a sus pies, cobijada por las raíces rebeldes que, escapando de la tierra, formaban una suerte de refugio, había una piedra semienterrada. Asomaba la cabeza emplumada de una serpiente. Moon Yin y Sun Yang descubrieron el resto de la losa. En ella podía leerse:
Escrito está en la Gruta del Sol Antiguo, en la Puerta del Dragón, que en la era de la felicidad perpetua, en el centro del cielo y de la tierra, serán hallados los dos perdidos que vienen de uno que ha de ser encontrado. Y emprenderán la Senda de Jade durante la edad infinitamente brillante para reunir a los cinco. Cuando el cuarto hijo del cielo dé nombre a su templo, habrá terminado el tiempo del retorno para tres.
Encontraron la última pieza de jade azul incrustada en su centro. Cuando Moon Yin la retiró, la puerta se abrió y los dos hermanos se aventuraron en el centro de la Tierra.
Descendieron por unas escaleras milenarias hasta una cámara. Prendieron las antorchas dispuestas desde hacía mil años para aquel momento. En el suelo, una enorme piedra con forma de sol exhibía cinco agujeros en su centro. Moon Yin, diestra en rompecabezas, colocó cada talismán de jade azul en el lugar correcto. El círculo se cerró. Unos segundos después aquel sol antiguo comenzó a girar y girar hasta desenroscarse como una tapadera y abrir el paso hacia otra cámara subterránea. Los dos hermanos penetraron en la estancia. De nuevo, encendieron teas que se apagaron un milenio antes, esperando dormidas el momento de la resurrección. Las paredes estaban repletas de grabados de animales similares a una grulla, un leopardo, un tigre, una serpiente y un dragón, idénticos a los de las piedras de jade azul y que ahora los dos hermanos reconocían como una garza, un puma, un jaguar, una pitón y una serpiente emplumada, Kukulkán, el supremo dios de los mayas… los veinte guerreros de la playa… Las ideas aparecían en las mentes de Sun Yang y Moon Yin como recuerdos olvidados, dormidos hacía un milenio esperando el momento de resurgir en su memoria. Sun Yang, diestro en las artes, observó que los animales de los grabados peleaban entre ellos y mostraban las posturas y técnicas que habían aprendido del maestro Huang-Li, y él del maestro Da Mo… que no podía ser otro que Daruma. En el centro de la cámara, tumbado sobre un altar, el Señor de Pakal despertaba de su letargo de mil años. Con el último suspiro de Xuande, el cuarto Hijo del Cielo, que moría en Beiping, Daruma retornaba de la Nada. Sun Yang, diestro en las lenguas, examinó los grabados del altar en que el Señor de Pakal abría los ojos. Y leyó la historia de Daruma, el legendario guerrero maya que aprendió a luchar como los cinco animales sagrados, la garza, el puma, la pitón, el jaguar y la serpiente emplumada, y enseñó a los suyos las técnicas para defenderse de los aztecas, olmecas y toltecas que los amenazaban. Así protegía su tierra, que era la tierra de Kukulkán, el gran dios. Agradecido, Kukulkán le concedió la categoría de semidiós, y así la diosa Ixchel pudo amar a aquel humano dignificado. Pero Hunahpú, señor de Xibalbá, amo del Inframundo, celoso de los favores que Ixchel concedía a Daruma, lo retó a un combate. Daruma se defendió de los ataques del malvado dios, que al verse rechazado una y otra vez, usó sus negros poderes contra el valiente guerrero. A punto de morir, Kukulkán le concedió la inmortalidad, pero Hunahpú lo atrapó y lo arrojó a la Nada. Allí permanecería por mil años, hasta que los descendientes de Daruma lo recuperasen, sentenció el dios infernal. Creyendo que había vencido, se retiró a su reino de oscuridad. Pero Ixchel había guardado la semilla de Daruma. Creó un avatar del guerrero al que dio vida con jade azul y lo envió lejos del alcance de Hunahpú. Y fue dejando las pistas que mil años más tarde necesitarían los dos hijos que Ixchel concibió para que encontraran a su verdadero padre y le restituyeran la inmortalidad. Daruma despertó y se incorporó. A su lado, Ixchel se manifestó como una hermosa mujer de cabellos negros tejidos con fibras de noche. Sonrió y abrió los brazos para acoger a los tres que habían retornado.
Comentarios
¡Genial! ¡me ha encantado!
Irene: ¡Qué pedazo de relato has escrito…! Me has impresionado, no me podía creer lo que estaba leyendo. Absolutamente genial, en el pleno sentido de la palabra. Una joya, qué belleza. Te has atrevido a escribir algo muy grande, que se lee sencillamente y que guarda una complejidad asombrosa, y lo has conseguido. Te juro que me cortaba la coleta ahora mismo en tu honor, pero ya sabes que, ejem… eso va a ser complicado. Valga mi más rendida admiración.
En fin, que me sigue pareciendo que algo tiene que ver con el jurado… Jajaja.
Para nada, es precioso Irene. Simple y llanamente precioso.
Bueno, las malas lenguas dirán lo que quieran; el mejor argumento a favor de mi decisión es el propio relato.
Una historia dentro de una historia y así hasta el infinito, increible la fusión de ideas, religiones y personajes. Todo ello la hace una historia llena de matices y pensamientos alternativos muy sugerentes, ladrillaco de nivel 33 en la escala masónica, ¡he dicho!
Enhorabuena elementa, poco más puedo añadir a los elogios. La historia destila épica, violencia poética, ambientación mágica y milenaria y un final… perfecto, redondo y sublime. Un «ladrillazo» que vale su peso en oro.
Sinceramente, es muy bueno, pero kung-fu lo que se dice kung-fu tiene poco. Es un relato de corte oriental, pero que no se ajusta a lo tratado en las bases de la concatoria, a mi parecer. No obstante como está tan bien escrito se lo perdonamos (eso y que es la novia del Jefe).
Don Xtóbal, puede usted decir abiertamente que no le ha gustado, pero, por favor, no me diga que de kung-fu tiene poco porque precisamente habla de la historia de cómo el kung-fu llegó a China; yo me he inventado el origen y el camino de Da Mo, pero todo el relato está lleno de huevos de pascua con referencias constantes al universo del kung-fu, desde los animales principales y sus estilos hasta los elementos relacionados con ellos e incluso los lugares… hay que ser un verdadero experto en kung-fu para poder encontrarlos.
Sé que es un ladrillo, que no tiene el toque de humor que se esperaba en la propuesta, que no se parece a una película de Bruce Lee y sucedáneos… pero créame, es el más purista y el que habla genuinamente del kung-fu como arte marcial.
¡Polémica, polémica! Ya empieza a crecer la página, que no decaiga. Cuando veamos que la cosa se pone fea, hacemos otra guerra de surikens de posavasos en el Blue y al último que quede en pie le damos la razón por unanimidad.