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Ye Olde Wilcer

por Relato finalista

El anillo de oro con el sello de la casa Montvert se deslizó como un travieso duende entre las plumas de la elegante alfombra púrpura. A los pies de la cama, a la joven Violet le temblaban las manos mientras trataba de recuperar la valiosa sortija. Encima del lecho seguía yaciendo el cadáver del conde de Montvert, su cara pálida descompuesta en un gesto de asfixia, con una mano agarrándose el pecho, y con la otra sosteniendo su flácido pene. Breves instantes antes, la joven había despertado a su opulento amante fogosamente con sus manos, una entre las piernas de ella y la otra acariciando los genitales de él; el ardor y el éxtasis fueron demasiado para la resistencia del anciano conde. Un ahogo repentino en el pecho le cortó la respiración, y los nervios de Violet, que no tuvo más ocurrencia que derramar una jarra de vino sobre la boca de Guillaume de Montvert, prácticamente terminaron por fulminarlo. El conde, un hombre mayor, orondo y calvo, se derrumbó mientras se arrancaba la camisa intentando liberar su pecho de la obstrucción que le oprimía, y escupiendo el vino que inesperada e infructuosamente le caía en la cara. La joven reprimió un grito de horror y apenas pudo sollozar.

—Es imposible, es la cuarta vez que me sucede —se lamentó la muchacha.

Acercó el rostro a la cara sin notar aliento. Abofeteó sus mejillas pero no logró despertarlo. Los saltones ojos del cadáver parecían posarse en ella. Y no pensó en otra cosa que huir pero llevando consigo algún objeto de valor. Encontró un cuchillo con una empuñadura de marfil y pasó el filo por el cuello del conde para arrancar un colgante con un crucifijo ornamentado con zafiros. Se fijó en su dedo meñique, adornado con un anillo dorado con el sello de su casa señorial. Tiró de él para arrancarlo de sus dedos grasientos, pero tuvo que lamerlo con asco para lubricar su extracción. Y del impulso se le cayó en la alfombra, y mientras tentaba para recuperarlo, oyó sonidos fuera de la habitación. Los nervios le hicieron resbalar, se derramó el resto de vino sobre su piel y, en el traspié, salió rodando el anillo por debajo de la puerta. Se vistió, y guardó el colgante entre las costuras de su corpiño. Su cuerpo desprendía un intenso olor a vino y perfume parisino. Al abrir la puerta se encontró al jefe de los mayordomos, el señor Quinn.

—¿Os vais ya, querida niña? Acaba de amanecer y estábamos preparando un frugal desayuno —le comentó el mayordomo con una inquisitiva sonrisa.

—Vuestro señor duerme plácidamente, prefiero abandonar discretamente sus aposentos. Además, lady Margerie puede…

—No os preocupéis por lady Margerie, está pasando unos días en la campiña con sus tíos. El señor quizá quiera seguir disfrutando de vuestra compañía al despertar. Además, sin querer desmerecer vuestro aspecto, quizá os agrade perfumaros y vestir…

—Sois muy amable, pero no deseo abusar de la hospitalidad de vuestro señor.

La joven se cogió las puntas de la falda e hizo una elegante y forzada reverencia. Mientras tocaba el suelo, recogió con presteza el valioso anillo que le había sido tan esquivo. No podía adivinar cuánto tiempo le duraría el ardid, por lo que nada más abandonar el pequeño palacio, aceleró el paso en las calles de Norwich; sus tacones resonaban en el silencio del soleado amanecer. Echó un momento la vista atrás y se percató de se estaban abriendo las puertas de las caballerizas, y tres jinetes salieron al galope. Violet se conocía las callejuelas pero a esas horas era difícil encontrar gente entre la que camuflarse. Los nervios la atenazaban y al torcer una esquina tropezó con una figura menuda y ambos cayeron al suelo.

—¿Os habéis hecho daño, milady? —preguntó el joven.

—Apártate, si me atrapan me arrancarán la piel.

El chico se percató del sonido de los cascos de los caballos. Se retiró su capa y cubrió a Violet desde la cabeza y la encorvó.

—Guardad silencio y seguidme la corriente.

Los jinetes llegaron a su altura y se encontraron a un muchacho llevando de la mano a una figura inclinada y encapotada.

—Abuela, ¡os habéis emborrachado otra vez! ¿Cómo voy a subiros al camastro? —exclamaba a gritos el muchacho a la figura encorvada.

Uno de los jinetes acercó su montura blandiendo una espada.

—¿Habéis visto a una furcia correr en esta callejuela?

—Nos empujó y saltó la verja de aquella casa —contestó el muchacho.

El jinete acercó la punta de la espada hacia la cara cubierta de Violet. Sostuvo la espada unos segundos en esa posición hasta que alzó la hoja y exclamó:

—Rodeemos esta casa por cada lateral. No se nos puede escapar.

Tras esperar a que se alejaran, Violet se incorporó y se sorprendió al comprobar que la persona que la había rescatado era apenas un mozo de unos trece años. El mozalbete, obnubilado por la profundidad del escote que se formaba en el corpiño de Violet, una joven voluptuosa de poco más de veinte años, empezó a notar en un instante la fuerza de su incipiente adolescencia entre sus pantalones.

—Te agradezco la ayuda, pero ¿por qué no me quitáis la vista de encima? —le preguntó ella mientras se tapaba su silueta con la capa.

—No me tenéis que agradecer nada, mi dama —balbució el muchacho—. ¿Puedo hacer algo más por vos?

—Olvidarme —sentenció la sensual joven mientras se giraba en dirección a la plaza.

—¡Qué belleza! —Exclamó para sí el muchacho mientras observaba alejarse su formidable figura—. Ojala existieran mujeres así en mi Escocia.

***

Cuando Clifford Wilcer despertó, el trovador seguía contemplándolo. En los calabozos del viejo presidio de Norwich, la luz del amanecer se filtraba en las rejas de las ventanas y la encorvada figura del trovador sonreía mientras miraba la figura deslavazada y descuidada de Wilcer, un hombre de unos sesenta años cuyo orgulloso gesto de hombre de mundo se había transmutado en otro de profundo cansancio.

—Bienvenido de nuevo al mundo de los vivos —comentó el trovador—. Se echaba de menos en estas calles una noche tan entretenida como la que nos ha brindado.

—Dadme dos horas y algo de pan y podré recomponerme, aunque creo que tenemos todo el tiempo que queramos.

—En estos calabozos no lo sé, pero por lo que me habéis contado en los delirios de vuestros sueños, vuestro tiempo ahí fuera no es muy halagüeño. Ser víctima de la Cofradía es una condena insuperable.

El señor Wilcer intentó incorporarse y reflexionó por unos momentos.

—Así es que os confesé…, bueno, no es una sorpresa, cuando la bebida se cruza en mi camino, mi lengua se tropieza con facilidad.

—Cierto, más que una confesión fue un deshago. En realidad, lo más increíble de anoche fue la explicación de vuestros planes para proteger vuestra vida. La borrachera en la taberna de Attica, los cánticos a voces, el ingenioso brindis, el provocar una pelea de docenas de personas, insultar a la guardia, terminar en estos calabozos. Ha sido una proeza divertidísima y un plan muy retorcido. Sobre todo ese brindis, fue… legendario, es la única palabra que se me ocurre. Lo único que lamento profundamente es que, en el afán por defenderos, yo también haya acabado encerrado.

—Pues mis desgracias ya no son un secreto para vos. Sólo lo puede explicar la mala suerte. No había pisado Norwich en mucho tiempo y mis enemigos han debido tener conocimiento de mi presencia y han comenzado una cacería contra mí.

—Os compadezco, nadie ha logrado sobrevivir a la condena de la Cofradía de los Pétalos Sangrientos. Enemigos poderosos os acechan, pues. Muy astuto el haberos hecho encerrar en estos calabozos.

—Pero mi tiempo se agota.

—El de todos, querido amigo, el de todos.

La conversación se interrumpió por la apertura por parte del carcelero del portón de la celda. Le acompañaba el alguacil de la prisión.

—¡Clifford Wilcer! Acompañadme, habéis tenido suerte, sois libre.

—¿Por qué?

—Alguien os debe querer mucho.

Subieron los resbaladizos peldaños mientras el carcelero abría con las llaves los grilletes de las muñecas. En el puesto de guardia, el muchacho que había salvado al amanecer a la joven Violet, esperaba sonriente.

—Este joven ha pagado una buena cantidad por vuestra libertad. No obstante, el tribunal de Norwich revisará vuestro caso en unos días. No faltéis a la vista —le comentó el alguacil.

El muchacho desplegó una amplia sonrisa y una torpe reverencia. Extendió su mano hacia maese Wilcer.

—Me llamo Bartholomew McMurray. Soy vuestro hijo.

***

La joven Violet no abandonó la capa sobre la cabeza en todo el trayecto hasta las callejuelas del barrio de Stockton. Su silueta se camuflaba entre el gentío que se acumulaba en la Feria de las Maravillas. En la taberna de Saint’s Corner, la esperaba el capitán Drew, su amo, su dueño.

—Llegas temprano, querida. No sueles ser precisamente madrugadora.

—Ha vuelto a suceder, mi señor. El corazón del conde de Montvert se le reventó en las primeras acometidas matutinas.

—Es imposible —respondió él, mirándola con furia—. ¿El embajador Guillaume de Montvert? Me pregunto cómo todavía sostienes la cabeza sobre los hombros. ¿Qué te pasa con los hombres de cierta edad? ¿Les sorbéis la vida? El magistrado Connerbourgh, el brigadier Manderly, el obispo…

—No lo puedo explicar, maese Drew. Pero, por Cristo, os ruego que me ayudéis a escapar.

—Me conmueves, nunca te he visto rogar nada, mi dulce flor. Esta vez, tus encantos parecen marchitos. Me has servido bien, pero también me has hecho perder una fortuna. El precio puede ser caro.

—No intentéis engañarme ni amenazarme. He sido vuestra ramera el suficiente tiempo para saber cuáles son vuestras debilidades. Si mis piernas se abrieran ante ciertos ojos, vuestro cuello colgaría del palo más alto de Norwich.

—No te inquietes, florecita. A pesar de tu ímpetu, no puedes evitar que tus hojas tiemblen a la menor brisa. En cuanto sea avisada, lady Margerie desatará un infierno para limpiar la infamia que has causado. Y no es una mujer a la que se tenga que tomar a la ligera. Pagadme bien y os conseguiré esta misma mañana un salvoconducto para abandonar Norwich sin peligro.

La joven revolvió con su mano entre las enaguas e introdujo en un bolsillo del chaleco del señor Drew  el precioso crucifijo enjoyado del conde de Montvert.

—Quiero más —exigió Drew mientras observaba la mano derecha de ella. Violet tuvo que extraer el anillo dorado con el sello ducal de su dedo pulgar y, con un gesto de rabia introdujo la mano en el bolsillo del chaleco.

—A las doce un carromato atravesará la feria vendiendo pescado. Subíos a él y en pocos días estaréis en Londres. Y, por favor, quitaos esa capa, estáis horrible. Conducíos con normalidad, perdeos entre las gentes de la feria. En el carromato sólo dejan subir a chicas bellas.

Mientras Violet paseaba en la entrada del mercado, un malabarista le ofreció una manzana con la que estaba haciendo acrobacias y un mercader italiano le lanzó un ingenioso piropo. A pesar de su mal día, sonrió coquetamente.

***

—¡Absurdo, absurdo, absurdo! —exclamaba Clifford Wilcer a un aturdido Bartholomew.

—Creí que os alegraríais de haberos liberado de la cárcel, padre.

—No me confundas, niño —balbució nervioso—. ¿Sabes lo que has hecho? ¿Cómo se te ocurre anunciar mi nombre en todas las ciudades del Reino? Todo el norte de la isla sabe ahora mismo de mi existencia. Y, por todos los demonios, ¿a qué viene eso de que soy tu padre?

—Mi señor, siento la temeridad, no tenía la intención de poneros en peligro. Durante años le había insistido a mi madre en conoceros.

—¿Tu madre? No sé quién es tu madre

—Sí, lo debéis recordar. Hortense McMurray, de los McMurray de los prados cerca de la abadía de Saint Andrews. Hace unas semanas la convencí de que quería conoceros en persona y me envió a Inglaterra a buscaros.

—Ahora recuerdo. Hace años, sí, cuando me desterraron, pasé un tiempo en las montañas escocesas. No puedo decir que respetase como se debiera a sus mujeres, las traté a veces con cierto desdén.

—Pues aquí me tenéis, a vuestra disposición para serviros, milord, como escudero o para ayudaros en las labores de vuestras tierras o posesiones. Aprendo rápido…

—¿Qué dices, insensato? No necesito a nadie, ni mucho menos a ningún hijo repentino. Estoy en problemas y lo primero es ocultar mi presencia en Norwich.

—No tenéis de qué preocuparos, vuestra reputación sigue en pie. En todas las ciudades en las que he parado y he preguntado por vos, siempre me han dado efusivos recuerdos y, de hecho, esperaban vuestra pronta visita. El duque de Cambridge, la viuda del capitán de la guardia de Glasgow, el obispo McThorn, el doctor Matthews, un matasanos muy gentil…

—No, no, no —se lamentó Clifford.

—Incluso alguno me ha escrito alguna carta para que os la entregue.

Clifford repasó los escritos que le entregó el muchacho y leyó lo que esperaba. Reclamaciones de deudas, amenazas de muerte, maldiciones a sus antepasados. No podía afirmar que le sorprendiera. Suspiró profundamente.

—Parece que la gente importante os recuerda y os tiene en alta estima. Mi madre me ha contado que sois un importante lord y que en la época en que os conocisteis, os encontrabais en Escocia para adquirir un castillo. Vuestras hazañas, por lo que he oído, son incalculables.

—Muchacho, me siento halagado por tu admiración. Tu madre quizá exageraba y no puedo afirmar que sea auténtico todo lo que te ha contado. He tenido problemas que arrastro desde hace años, y no puedo cargar con otro más. Sobre todo si me echas encima a todos los enemigos que me han acosado durante mi existencia.

—Bien…, eh —empezó a titubear el joven McMurray—. Entonces, no sois sir Wilcer.

—Desde hace lustros me desposeyeron de todo cargo nobiliario.

—No poseéis un castillo en cada esquina de Inglaterra.

—Jamás me ha pertenecido casa más grande que el cobertizo de mi tío Bradley.

—Vuestra fortuna….

—Por los suelos.

El muchacho se quedó pensativo.

—Seguís conservando una mirada orgullosa. Seguro que me podéis enseñar lecciones de gran valor.

—Sigue soñando, incrédulo muchacho.

Bartholomew se quedó cabizbajo, mirando el suelo.

—Si no me aceptáis a vuestro lado, al menos os entrego esto. Algo que le ofrecisteis a mi madre para que lo custodiara. Esta cajita.

Clifford volvió a observar la pequeña caja, de madera escrupulosamente pulida, brillante como el primer día que lo tuvo en sus manos. De formas lisas y perfectas, en apariencia la caja no tenía aperturas visibles.

—El Secreto Arcano. Cuanto tiempo…

—Me advirtió mi madre que lo protegiera con mi vida.

—Esto es demasiado importante para que lo hayas traído y sacado a la luz, niño.

—Hablé con algunas personas en mi viaje de este objeto. Algunos parecieron extrañados, otros interesados, pero a nadie se lo ofrecí ni enseñé. Le prometisteis a mi madre que volveríais a por él. Por eso me lo ha dado, para entregároslo.

—Eres tan cándido como ignorante, pequeño. Has cometido una insensatez que nos va a costar la cabeza. ¿Has oído alguna vez de la Cofradía de los Pétalos Sangrientos? —el joven Bartholomew negó con la cabeza—. Pues es una alianza de asesinos que extiende sus mortíferas manos desde los campos de boñigas de Irlanda hasta las nevadas calles de los zares rusos. Tan silenciosos y letales como la peste. Desde hace dos noches, según me ha confesado un antiguo amigo, han olido mi rastro. Los rumores que has hecho surgir han despertado a viejos enemigos míos. Hijo mío, si es que lo eres, me has traído una sentencia de muerte a los pies.

El chico contestó con una media sonrisa.

—Si necesitamos escapar con vida de Norwich, creo que acabo de encontrar una preciosa salida.

***

Era la segunda jornada de las diez en la que la Feria de las Maravillas se volvía a desplegar en Norwich. Pocos podían afirmar con seguridad en qué año se empezó a celebrar y, por qué razón mercaderes y feriantes de todas las latitudes y de la mayoría de los continentes conocidos, se daban cita en esa época en Norwich. Pero de lo que estaban seguros era que cualquier cosa que imaginasen la podrían encontrar allí. Herreros escandinavos forjando obras maestras de acero. Mercaderes italianos discutiendo por los precios y las mujeres. Acróbatas de circo que entretenían a los niños y a sus padres y facilitaban la labor de los vaciabolsillos. Comerciantes persas cuyas especias y telas eran codiciadas por los enviados de la aristocracia. Brujas gitanas que eran reverenciadas como santas. Dátiles frescos de las costas africanas. Esclavos nubios que mostraban su pecho con orgullo. Mascotas exóticas de más allá de la India. Mujeres del valle del Nilo cuya belleza evocaba lejanos oasis. Y también ciudadanos corrientes de Norwich y de los alrededores que se sentían por unos días transportados a las tierras de sus sueños. Y, como no, tres figuras cuyo encuentro hubiera sido improbable en otro sitio que no fuera la Feria de las Maravillas.

milady, es un placer volveros a encontrar —le dijo un exhausto Bartholomew que se cruzó ante la bella Violet tras una rápida carrera.

—¿Quién eres? —dijo ella mientras le intentaba esquivar.

—Esta mañana, os perseguían unos jinetes…

—¿Y qué quieres de mí?

—Ayuda. Tenemos que salir discretamente de las murallas de Norwich, nos persiguen.

—No me molestes. A mí también me persiguen y no me afano en llamar la atención.

Clifford Wilcer llegó a la altura de la pareja y se sorprendió al encontrarse a la joven.

—Violet, eres la pequeña Violet —sólo acertó a decir sorprendido.

La joven lo miró con extrañeza y enseguida torció el gesto.

—Vaya, quien menos me esperaba encontrar hoy aquí, a mi encantador abuelo.

—No seas insolente niña. Además, ¿qué haces vestida como una ramera?

—Os concedo que no os equivocáis. Qué perspicaz sois a pesar de la edad.

—Si supiera tu madre a lo que te dedicas.

—Bajo tierra no puede verme, ya lo sabéis, viejo. Algunas personas tienen que ganarse la vida cuando se quedan solas. Por cierto, ¿qué hacéis con un cachorro a cuestas?

—Dice que es mi hijo, pero lo único que ha hecho ha sido traerme problemas.

—Hacía años que no se sabía nada de ti por esta comarca, ¿qué demonios queréis de mí?

—No puedo confiar en nadie. La guardia tiene orden de no dejarme salir de la ciudad y una cofradía de asesinos me busca.

—¿Otro embuste de los tuyos? —a continuación, Violet se dirigió a Bartholomew—. Mozo, ¿qué te ha contado el viejo Wilcer para andar detrás de él como un sabueso?

—Mi padre es un gran hombre. Ha luchado contra la tiranía y contra los enemigos del reino de Gran Bretaña. Es sir Wilcer, caballero de la Guardia Real, almirante…

—Señor de la comarca de Pennyworth, consejero de la Orden de Cornualles, maestro del cuerpo de lanceros, miembro del consejo secreto de la reina… me sé de memoria todos los falsos títulos y honores de este rufián. Y sus falsas hazañas para engañar a bobos. «El caballero que escribía poesía con la espada», «el hombre más peligroso de Inglaterra». El más embaucador, diría yo. No te creas nada de él, ingenuo mozo, y deja de mirarme los pechos como un ternero ante las ubres de una vaca.

—Perdón, milady. Para mí, mi padre sigue siendo un sir con todos los honores. Sus infames enemigos le han desposeído de todo lo que tenía. Pero yo voy a ayudarle a recuperar su honor. He traído conmigo el secreto arcano que le pertenecía.

—Otro embuste. ¿Crees que a un viejo sapo como él le ofrecerían custodiar algún tipo de valioso artilugio de la Corona? No voy a derramar ni una lágrima si esta sabandija fallece en estas calles. Abandonó a su familia y, para mí, eso es suficiente. No quiero que me salpique su sangre.

—¡Basta! —Interrumpió Wilcer—. Estamos en una situación de vida o muerte. Por lo que dice Bartholomew, tampoco estás en una situación cómoda, Violet, y no quiero ni saber en qué problemas te has metido, pero necesitas que te protejamos.

—No me vais a engañar, anciano. Me valgo muy bien sola desde hace tiempo. Hombres poderosos han pasado a probar mi cuerpo y muchos se han arrodillado ante mí. No le tengo miedo a nada.

—Si la Cofradía me encuentra, asesinará a cualquiera tenga sangre Wilcer por sus venas. Ya conoces su reputación.

—Pues no me encontrarán cerca de ti.

Violet intentó alejarse con presura y se mezcló entre el gentío de la feria.

—Qué carácter, y qué caderas —comentó Bartholomew mientras ella se alejaba.

El viejo Wilcer le lanzó una mirada furibunda al joven McMurray e intentó abrirse paso entre los paseantes que abarrotaban la feria. La joven Violet podía ser muy escurridiza si se lo proponía. Clifford se sentía mareado por el bullicio. Dos artesanos se empujaban mientras discutían por su puesto en la feria, y un herrero miraba de forma sospechosa a unos niños que se lanzaban entre ellos los huevos que se le habían caído a un comerciante jorobado. Tras esquivarlos, al fin, a unos pasos, Wilcer contempló a Violet mientras un juglar bailarín le regalaba una rosa. Ella le obsequió con un beso en la mejilla. De repente, Wilcer se dio cuenta de que le empezaban a llover sobre la cabeza pétalos de flores. Al instante, se puso en guardia.

—Atrás, hijo —le advirtió a Bartholomew, colocándolo a su espalda en posición de defensa.

Wilcer alzó la vista y observó que los pétalos los estaba dejando caer de sus manos el equilibrista que estaba caminando sobre una cuerda de circo por encima de él. Lo vio sonreírse grotescamente bajo su pálida pintura circense. A continuación, de la larga vara que sostenía para equilibrarse, hizo que sobresaliera una punta afilada de acero para usarla como una lanza. El equilibrista intentó ensartar a Wilcer y éste, a duras penas, lo esquivó tirándose al suelo. En cuanto pudo ponerse en pie, giró su cabeza y observó la escena que le estaba esperando. Sobre su cabeza estaba el equilibrista sosteniéndose en la cuerda y a punto de clavarle la vara; enfrente suyo, un siniestro juglar sujetaba a Violet y la amenazaba la garganta con una daga; acercándose a lo lejos un acróbata dando volteretas y cabriolas con un puñal entre sus dientes; y todavía no había logrado localizar al malabarista pero intuía que estaba a su espalda. Observó a sus pies decenas de pétalos escarlata esperando mancharse de sangre. Rodeado y sin armas, a Clifford Wilcer se le presentaba un panorama oscuro. El equilibrista alcanzó a golpearlo en el pecho con una mortífera curva. El acróbata realizó una cabriola haciendo el efecto de una rueda y golpeó con una patada en el mentón a Wilcer. Con el rabillo del ojo, distinguió al malabarista haciendo juegos de equilibrios con dos sables. Su nieta seguía forcejeando con el grotesco juglar. El viejo cerró los ojos. Reflexionó durante el único segundo que le podía quedar de diferencia. Por su mente pasaron fugazmente los combates contra conspiradores de la Corona, los rescates de prisioneros en las cárceles españolas, la huidas completando una misión a vida o muerte o el último sacrificio que le costó el destierro de Inglaterra. Clifford abrió los ojos y miró en derredor.

—Venid a por mí con todo lo que tengáis, ¡bastardos! —exclamó haciéndose oír.

Esperó a que el acróbata saltase hacia él y aprovechó el impulso para ponerse sobre sus hombros y, en una flexión de sus rodillas, volar hacia la cuerda del equilibrista. Se agarró y lo desequilibró hasta hacerlo caer al suelo. Se balanceó y saltó cerca del puesto donde trabajaba un herrero. Al caer, las rodillas le hicieron un doloroso chasquido. Apretó los dientes y notó que el musculoso herrero lo observaba mientras sostenía una gruesa hoja sobre la que estaba trabajando en el yunque. Clifford lo miró expectante y el herrero parecía pensar qué hacer con la hoja que sostenía. Inesperadamente, desechó la tosca hoja a un lado, cogió un estoque recién afilado que tenía colgado, lo desenvainó y se lo lanzó a las manos al viejo Wilcer. Éste lo agarró al vuelo y sonrió. El equilibrista se estaba incorporando en el suelo pero el malabarista se estaba acercando volteando velozmente los sables. El acróbata estaba de nuevo cogiendo carrerilla a varios pasos. Clifford se giró y obstruyó un golpe que le llegaba a la izquierda con la vara, dio un salto para esquivar el lance de un sable del malabarista, se giró en el aire, alcanzó con un estoque la espalda de éste y lo derribó. Al caer, realizó un prodigioso arco para desarmar al equilibrista, agarró la vara en el aire y, al revolverse para cubrir su espalda, empaló el pecho del acróbata que se estaba lanzando para acuchillarle. Al virar su cuerpo, trabó las piernas del equilibrista que intentaba huir y clavó en su vientre el puñal que le acababa de arrebatar al acróbata. A la vez, se agachó para esquivar un golpe del malabarista que casi le corta la cabeza con un sable, lo apartó con el brazo, y con una fulminante floritura con el estoque, clavó la hoja en el pecho de su atacante.

—«Poesía con la espada» —comentó con asombro Bartholomew.

Clifford Wilcer se concentró entonces en el juglar que estaba amenazando a su nieta. Seguía sosteniendo la punta de la daga bajo el gaznate de ella.

—Entregadme la caja de madera y nadie saldrá herido —reclamó el siniestro juglar.

A continuación, en un gesto perverso, se pasó el filo la hoja de la daga de forma grotesca por la lengua. Inesperadamente, mientras hacía esta burla, Violet movió rotundamente su codo con tal fuerza que incrustó la daga en el paladar del juglar. El asesino cayó fulminado salpicando de rojo el suelo y los pétalos caídos.

***

Enseguida se formó un alboroto en la feria y los curiosos abarrotaron la escena. Sin embargo, muchos de los testigos ayudaron a los Wilcer con un pasillo para que abandonaran con seguridad el lugar. Los tres se pudieron reunir a los pies de la catedral.

—No sé lo que contiene esa maldita caja —se quejó Violet—, pero casi me hace perder el cuello. Puede que me arrepienta de oíros, abuelo, pero al menos me entretendrá el cuento que inventes.

—No sé lo que contiene, si os puedo ser sincero. Un secreto, eso seguro. Hace años, al servicio de nuestra majestad, me encomendaron robar unos manuscritos del Vaticano. Eran épocas turbulentas, los enemigos de Inglaterra nos acechaban y el astrólogo de la reina, el maestro John Dee, creía que en esos textos se contenía «el secreto para cambiar el destino». Cumplí mi parte y completé mi misión, no sin cierto peligro. Incluso me invitaron a presenciar el ritual en Stonehenge para invocar lo que contuvieran esos textos, los cuales estaban escritos en un idioma ignoto para mí. Los agentes del Vaticano supieron del robo y exigieron cuentas a nuestras autoridades. Y para proteger a la reina, cumplí una promesa y asumí toda la culpa, el destierro y el deshonor. Como último servicio, me pidieron que custodiara esos manuscritos y los introdujeron en esta caja sellada. ¿Tiene valor lo que contiene, hay que temer su poder? No lo sé, no creo en supersticiones, pero si nuestra nación ha sobrevivido al asedio de la más poderosa armada naval de la historia y nuestra reina ha prevalecido sobre todas las conspiraciones contra ella, por lo menos no voy a dejar que caiga en manos siniestras.

En la catedral empezaron a sonar las campanadas de las doce. Violet se incorporó y buscó con la vista el carromato de pescado que se dirigía a Londres.

—Un embuste fantástico, abuelo. Como todos los que le contabas a mi madre.

—Ayer iba a dejar unas flores en el cementerio para ella, por eso me encontraba en Norwich. Cuídate allá donde vayas, pequeña.

—No os preocupéis, tengo mis propios recursos.

Violet les enseñó el valioso anillo del conde de Montvert que había conseguido recuperar del chaleco del señor Drew y le dio un beso en la mejilla a Bartholomew, que se quedó embelesado. Subió rauda al carromato y no volvió la mirada a Norwich.

—Padre, una gesta memorable, has derrotado a la Cofradía de los Pétalos Sangrientos —comentó el joven—. Si devolvéis el Secreto Arcano a la reina quizá volváis a recuperar vuestros títulos. Ella está moribunda, se podría revertir su destino.

—Creo que este artilugio ya nos ha causado bastantes embrollos y eso que soy un experto en atraer problemas. Déjamelo, hijo, no deberíamos tentar más al destino.

Recogió la caja y la arrojó a una hoguera cercana. Mientras paseaban, pensando en su futuro en las cercanías de la feria, a varios pasos, un pintoresco caballero otomano empezó a llamar a Clifford Wilcer a gritos, amenazándole con una gran cimitarra.

—¿Quién es padre, un antiguo enemigo?

—No, hijo, uno nuevo. Si sigues a mi lado, te vas a tener que acostumbrar a este tipo de percances.

—¿Creéis que es peligroso?

—No más que cualquiera, hijo —contestó con una radiante sonrisa—. La culpa la tuvo un brindis que anoche hice en su nombre. Un brindis que le causó un profundo malestar a su hombría. No temas hijo, esto se acabará rápido, y si termina mal hay un trovador que compondrá canciones legendarias sobre este inevitable duelo.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Hmmmm ¿y ya está? No Levast, díme que esto sólo ha sido la introducción de la historia. No nos puedes dejar así, rufián!!! Haz el favor de seguir con las andanzas de Wilcer y familia ya!! 😉

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