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Will «Cuarenta y siete pulgadas» Eleksson

por

Sólo había pasado un día desde que había llegado al pueblo, y al entrar en el bar, las miradas ya estaban puestas en él: miedo en los ojos de la tranquila gente que lo moraba, miedo por estar en un momento y lugar equivocados. Nadie esperaba una visita así, pero todos la intuían desde hacía mucho tiempo. Hasta ese instante, las fuerzas vivas de la localidad habían presentido la llegada de un cambio de aires y eso no era bueno, no señor, nada bueno, las tranquilas vidas que llevaban no merecían malas palabras y menos actos impuros. Solamente una persona de las de allí reunidas podía hacer algo para remediarlo, y ese era su sheriff.

Se acercó lentamente a él con las manos apoyadas en las fundas de sus pistolas y se sentó a su lado, subiendo cansinamente los peldaños y mirándolo de reojo como cuando reconoces a alguien pero no te atreves a saludarlo, quizás por vergüenza, quizás por miedo o simplemente porque no encuentras las palabras.

—No deberías estar aquí.

—¿Quién lo dice? —dijo Cienfuegos mientras seguía mirando al camarero extraño.

—El sheriff de la ciudad lo dice y eso aquí es ley, forastero.

—Nadie ha echado de un bar a Enrique Cienfuegos y tú no vas a ser el primero.

—Sólo digo que no deberías estar aquí. Provocas miedo en la gente y sería mejor que te fueras por donde has venido. Tómate otra copa y vete, invito yo, a las dos cosas —dijo Will.

Cienfuegos se levantó y sacó unas monedas.

—A mí nadie me invita, a no ser que esté ya muerto… y si mañana no has desaparecido del pueblo, te meteré en la linda cabecita que tienes un par de balas de mi revolver. Espero no verte por aquí. Pónmelo fácil, sheriff —dijo Enrique Cienfuegos.

Con esa frase había salido del pueblo el pistolero y famoso bandido. Con su cara apergaminada por los vientos del norte, un par de cicatrices de antiguas rencillas y su eterno cigarrillo de liar en las comisuras de los labios, sudado y oliendo como si nunca su piel hubiera tocado agua limpia y jabón de lagarto.

Ahora Will se hallaba sentado solo en el bar mientras tomaba un whisky tras otro: había llegado el momento que no deseaba, había llegado el día que tanto había temido. Y empezó a recordar cómo había llegado hasta ese punto de su vida.

***

El olor a tierra mojada era nuevo para él. Pocas veces en su corta existencia había tenido esa sensación tan dulce y extraña a la vez, en un lugar como el suyo donde sólo se veía el agua cada mucho tiempo. Ese día era especial.

Salió de la tienda y miró hacia el cielo, dejando que su cara se empapara de ese manto mágico y caduco; quería tener los ojos abiertos, pero las gruesas gotas que caían del cielo impedían su disfrute final. Notaba cómo su ropa se iba pegando poco a poco a su cuerpo y como su alma parecía limpia de nuevo.

—Cariño, ¿qué haces ahí fuera? Entra dentro que tengo que maquillarte —dijeron a su espalda.

—Ya voy, sólo quería saber lo que era la verdadera lluvia.

—Tendremos que cambiarte de nuevo la ropa, qué travieso eres.

Así que entró de nuevo a la tienda y se sentó en el cojín azul del suelo, cerca de Pam, que ya tenía su atuendo limpio entre las manos. Se vistió lentamente, su momento no llegaría hasta pasada la medianoche, más de una hora de tranquilidad y meditación ante los estímulos que le esperaban como siempre.

Cuando sus ojos ya estaban pintados, guiñó un ojo imperceptiblemente a su tutora, lo más parecido que tenia por madre, su fiel Pam. Ella rió como una tonta y siguió con su trabajo, un poco de carmín en los labios y maquillaje para sus pómulos; la gente que lo viera de lejos no podría atisbar sus rasgos, y así sus emociones se verían desde cualquier lugar de los palcos.

Tres años llevaba en el camino, polvoriento y marchito, de esa parte del país sucio y mezquino, hermoso y vibrante. Quizás hubiese querido hacer otra cosa en la vida, pero su cara y su cuerpo le habían llevado hasta allí y no echaba de menos su anterior vida, siempre sentado en el oscuro rincón de una casa de campo medio derruida, días de no comer, días de palizas, noches de angustia y nulo sueño; no, no lo echaba de menos ni una pizca.

—Cariño es tu momento, ¿estás preparado?

—Siempre, ya lo sabes.

Se dirigió hacia la entrada de artistas y se cruzó con sus amigos, hermanos y familia del camino. Se quedó quieto detrás de unas cortinas. Entre ellas, varios haces de luz mortecina provenían desde el pequeño escenario.

Su momento llegó, caminó despacio, sin prisa: no la necesitaba, se sabía ganador ahí arriba.

Las caras de asombro de las mujeres de la primera fila era lo que más le gustaba: podía descubrir sueños y pesadillas en sus ojos, inquietud, soberbia, codicia, lujuria y una pertinaz y morbosa curiosidad. Se sabía el enano más bello en quinientas millas a la redonda, y eso no era moco de pavo.

Los más agradables le tiraban flores y vítores, palabras amables y sonrisas pícaras, los menos agradables le obsequiaban con sonrisas burlonas, tomates podridos y palabras malsonantes, que gracias a Pam, que permanecía siempre detrás de una de las cortinas, ni siquiera escuchaba. Su mente cribaba lo malo de lo bueno y se quedaba con lo que le hacía ser mejor persona.

Sacó un libro de su casaca y empezó a leer en voz alta, un poco de Washington Irving para amedrentar a los más duros siempre le venía bien: hacia que esos modales tan burdos palidecieran ante lo sombrío de sus palabras. Las mujeres solían cerrar los ojos y apretarse las manos como si quisieran romper algo que no existía en ese mundo.

Continuaba con algo de Poe: sólo unas frases, no quería que la gente vilipendiara esas bellas historias que no sabían o no querían comprender. Y por último y para que el murmullo acabara en lágrimas de pasión y amor entregado, siempre regalaba al público varios sonetos de Ralph Waldo Emerson.

Al final, lo normal eran los vítores, los gritos ahogados de las jovencitas y las muecas de placer de las más mayores.

Una noche más ya eran suyos.

Cuántas cartas de amor había quemado después de sus actuaciones, cuántas palabras entregadas, perdidas en la hoguera de su tienda… No había sitio para las mujeres cerca de él: solo era medio hombre y lo sabía, ni siquiera su vasta cultura, ni su cara de ángel veneciano podían borrar esas piernas tan cortas que impedían que pudiera montar a caballo o que pudiera subir a la silla de un bar. Tenía dieciséis años y la única mujer desnuda que había visto había sido en un camino del este, una mujer tirada en el suelo, violada y asesinada por los salvajes.

Volvió a su tienda y allí estaba Pam, que lo ayudó a quitarse la ropa y lavarse la cara con el agua, ahora fresca, de la lluvia. Guardó los libros que tanto atesoraba en el baúl del viejo Ben, aquel otro enano famoso por su retórica. Le había dicho que leyera, que leyera hasta que le dolieran los ojos, que su futuro dependía de ello. Y allí estaba él, en una tienda en el desierto, actuando para la gente embebida de pobreza y malas artes. Y no es que su antiguo hogar hubiese sido un palacio, sino más bien una mazmorra, pero ahora se le antojaba que vivía en una celda de oro de la cual ni quería ni podía escapar.

«Mejor aquí», le había dicho Pam en muchas ocasiones. Y en desafortunadas noches lo había consolado mientras lloraba calladamente a su lado.

Pocas cosas eran tan vívidas como sus momentos en el escenario: eso no acabaría nunca y él moriría seguramente leyendo algún libro del viejo baúl delante de sus escuálidas e incultas musas de pueblo. Sonrió cuando descubrió que lloraba.

Pam lo besó en los labios, y sólo cuando se miraron a los ojos, él lo supo: su vida iba a cambiar a mejor, no podía ser de otra manera. Aquella noche hizo el amor por primera vez en su vida.

Pasaron los años y siguió embelesando a la gente con la que se cruzaba. Tan bello y tan extraño, tan culto y tan inaccesible, como un niño que se niega a crecer. Salvo que él no podía crecer: ya hacía tiempo que sus cuarenta y siete pulgadas eran su techo, su finito mar de nubes.

Siguió llenando los corazones de bonitas palabras e ideas blasfemas. Aun cuando Pam murió de tuberculosis, siguió haciendo lo que mejor se le daba: enamorar.

Un día supo que tenía que escapar. No correr atolondrado por el desierto, sino buscar su sitio en el mundo. Se estaba quedando calvo y todo el mundo sabía que un guapo sin pelo no era ni guapo ni personaje a secundar, así que cogió su baúl y salió al camino a buscar un lugar donde vivir y descansar, donde pudiera ser útil a alguien o a sí mismo. Así es como cuatro meses después llegó a Henton Town.

***

Henton Town había surgido de la nada, del sueño de unos perdedores allá por 1857, hacía ya veinte años, cuando cuatro caravanas de feriantes se habían unido para construir en medio del desierto tres casas de reunión y descanso. Unos pocos años más tarde y el pueblo de los feriantes era ya una realidad. Durante años habían vagado por multitud de estados, pueblos y lugares de mala muerte, siempre buscando aceptación y dinero; sin dinero no se podía vivir, sin aceptación se podía intentar.

Pasar por allí era como entrar en la dimensión desconocida: mujeres barbudas, gigantes, enanos, hombres con dos cabezas, niños con seis dedos, traga sables, magos venidos a menos, meretrices con algún seno de más, negros albinos y personas deformes de cualquier tipo y raza. La persona que creó ese nuevo pueblo de gente extraña y a la vez tan normal había sido Malakias Henton, malabarista manco y con grandes y oscuros mostachos puntiagudos, así todo fue más fácil a la hora de elegir el nombre del pueblo: él era y seguiría siendo una leyenda entre sus parroquianos.

Vivían en paz y trabajaban como el que más, la mayoría de ellos en oficios que nada tenían que ver con sus vidas anteriores. Uno de ellos era Will «Cuarenta y siete pulgadas» Eleksson, antes más conocido como Will «el enano más guapo al oeste del río Remann». Sí, era el enano más guapo que había conocido madre alguna: rubio, ojos profundamente azules y un risueño hoyuelo en su mentón cuadrado. Lástima sus cuarenta y siete pulgadas de estatura: hubiese sido un galán en cualquier ciudad del este. Se había ganado la vida exhibiéndose durante quince años, todo el mundo quería ver un enano guapo. Joder.

Se le había empezado a caer el pelo a la edad de treinta y un años y su masculinidad y belleza enana empezaban a no gustar tanto como antaño, así que dejó su caravana de monstruos de feria y recaló en el único sitio donde realmente se había sentido querido, nunca humillado. Cinco meses después de llegar al pueblo y de un par de peleas con algún ladrón de reses, el alcalde John Nothing —antes conocido como John «Tres ojos»— le ofreció el puesto de sheriff del pueblo: una gran responsabilidad y un sueldo escueto, pero con el respeto unánime de todos sus vecinos, así que lo aceptó de buena gana. Se colgó al cinto dos revólveres del calibre veintidós, las únicas armas que podía llevar un enano al cinto y no parecer una broma, además de ser de un peso y tamaño apropiadas para sus pequeñas manos. Eran mejor dos pequeñas armas que ninguna, y era rápido disparando y mejor apuntando. Pero sabía que sus armas no eran efectivas a más de quince pasos, así que arreglaba todos los problemas conversando con las personas implicadas y normalmente con un par de horas y unos whiskys tenia el embrollo arreglado, el alcalde contento y la población tranquila.

De las setenta y seis casas del pueblo, solamente una albergaba gente «normal» y esa era el prostíbulo de Miss Laroux, señora francesa de la costa este, de familia antiguamente adinerada y rancio abolengo. Tenía a más de veinte jóvenes chicas a su cargo, les daba de comer, las vestía y les enseñaba modales de señoritas de alta sociedad. Todas eran atentas y guapas, o por lo menos todo lo guapas que pueden ser en un lugar de extraños seres humanos: rollizas y de risa fácil, lo que un pueblo como ese necesitaba para las pobres almas atormentadas y rechazadas por la sociedad. Entre todas había una que reclamaba las miradas de Will siempre que se pasaba a tomarse un trago después de un caluroso día, Daisy McCormick: ojos verdes, largas piernas y pelo castaño ensortijado.

Le cobraba lo estipulado y siempre terminaba con él diciéndole que lo quería. Él sabía que sólo eran negocios, pero era su mejor momento del día, y por eso sólo tenía ojos para ella. No era su único cliente, pero el mundo no era perfecto y él tampoco lo era, así que se lo tomaba como venía, nada podía hacer para remediarlo y ganas tampoco le sobraban.

Recordó todas las noches que habían compartido, las friegas con esponjas suaves en su menudo cuerpo, las caricias y las largas conversaciones a la luz de la luna del desierto, cómo se habían reído cuando él intentaba satisfacerla y unas veces lo conseguía y otras ella lo fingía. Era una relación de dinero y mentiras, pero qué mentiras…

Así, en su pequeño y caluroso mundo, Will era respetado por todos e invitado a numerosas bodas y bautizos de sus vecinos. Más de una vez el alcalde le había dejado caer que quizás se sintiera más a gusto siendo su sucesor, pero él siempre había declinado la idea con sonrisas a medias y buenas palabras: el mejor alcalde era John Nothing y ambos lo sabían. «Cada uno en su casa y cada uno con su culo», le había espetado en una ocasión entre risas y vapores de alcohol.

***

En el pueblo existían dos colmados, el Green House y el Butterfly 42. El primero lo regentaba un escupefuegos de ya setenta años, ayudado por sus dos hijos albinos, adoptados pero igual queridos. El segundo —el que más le interesaba a Will— era propiedad de Benjamín Hill, un antiguo curandero cajún, ciego y con unas manos prodigiosas para los masajes; se decía que había sido asesino a sueldo en algún país de oriente próximo… habladurías, aunque a veces le había sorprendido hablando consigo mismo en un extraño idioma. Era su amigo y benefactor, siempre tenía unas palabras amables y cena caliente para él.

Después de marcharse el bandido, Ben le había comentado que si conseguía acercarse a su cuello él se lo partiría con sus fuertes manos en mil pedazos. Will le había respondido con una sonrisa y le había dicho que era su problema y además era su trabajo, así que en esos momentos estaba solo y su pobre y anciano amigo no podría más que rezar por él.

Ben había continuado hablando de cómo podían acabar con ese mequetrefe entre los dos mientras meneaba los rescoldos de la chimenea. Tantas palabras y tan inútiles, hasta que su mujer lo llamó a la cama y se despidieron en la puerta hasta el día siguiente.

Si moría lo iba a sentir por su gente, por el respeto ganado en esos años de duro trabajo, por Ben y por Daisy, sus dos pilares inamovibles del pueblo y de su vida.

Y allí, solo en el bar, acompañado por el camarero hindú con las orejas que le llegaban hasta los hombros —antiguo vestigio de su anterior trabajo— y de dos parroquianos más al fondo sentados y hablando entre susurros, comenzó a pensar.

Algo debía hacer, sabía que no podía ganar a Enrique en un encuentro de fuego y balas: ni era más rápido, ni más fuerte, ni más alto. Pero quizás sí más listo, por lo cual empezó a remover todas sus pequeñas neuronas entre whiskys y cigarros. Podía sentir la humedad de la cerveza en la barra del bar, la dureza de la silla de fresno y el ambiente cargado de suciedad y humo.

Un par de whiskys más tarde entró en el bar el señor Saluni, el sepulturero más extraño que había conocido Will en su vida. Siempre con su sonrisa de oreja a oreja, cavaba las tumbas cantando alegres canciones de su país de origen, más allá del estrecho de Ormuz. Hacía que el momento más triste pareciera la fiesta de la llegada de la primavera en los campos Elíseos. Al principio a las gentes del pueblo, acostumbradas a las cosas extrañas, esto les parecía un poco chocante, pero una vez terminada su canción siempre tenía unas palabras amables con los ya fallecidos, contaba sus andanzas y menesteres fuera y dentro del pueblo, cosas que nadie sabía, pero él las conocía todas. La gente terminó por respetarlo: nadie en el pueblo sabía cómo recordar a los muertos como él.

Will sospechaba que el ahora sepulturero había sido un famoso mentalista de la costa este que había huido cansado de la mediocridad de la burguesía que lo adoraba.

—Will, ¿cómo va todo? Parece que tenemos algún problema, ¿verdad? —dijo en su tono siempre amable.

—No, sólo yo tengo el problema, y por una vez en la vida no sé cómo solucionarlo.

—Utiliza lo que mejor sabes hacer, querido amigo.

—¿Las palabras? ¿Cómo puedo utilizar las palabras contra alguien que ni siquiera las conoce, contra alguien que odia a la gente que sabe entenderlas?

—Todos tenemos un don Will, y el tuyo nunca te ha fallado. ¿Por qué ahora sí tendría que hacerlo?

—No lo entiendes, ¿verdad? Mañana ese hombre vendrá y me matará. Ni siquiera sabe mi nombre, ni le importa, sólo vendrá, sacará su pistola y me reventará los sesos en menos de una décima de segundo. Todo acabará sin darme cuenta. No soy rival y lo sabes —dijo Will con la voz tomada por el whisky.

—Sólo sé que tu vida se ha guiado por las letras, las palabras, las frases hiladas unas detrás de otras, por todas las cosas escritas por gente que creía en ellas, sólo tienes que dominarlas en tu beneficio.

—Hubo un tiempo en que sabía manejarlas, pero era por otras razones: embelesaba, ironizaba, mentía con ellas y mantenía la mirada de la gente en mí. Parecía que me rozaban con su pasión. Pero todo eso era bueno, no malsano e hiriente, amigo mentalista.

El señor Saluni sonrió con esa muestra de sinceridad hacia él y puso su mano encima de las de Will.

—Señor sheriff, tú mejor que nadie sabes cómo hacer tu trabajo. Confío en ti y mañana enterraré a alguien que no serás tú, créeme.

Se levantó, y tal y como había venido salió del bar arrastrando débilmente sus pies por el suelo mugriento. Así que él, unos minutos más tarde, también salió del antro, no sin antes pagar todas sus copas: no quería morir debiendo algo a alguien.

Se dirigió hacia el salón de Miss Laroux. Si tenía que ver la cara del Señor al día siguiente sería con una sonrisa en los labios, así que se entregó a la lujuria de la mirada de su amante más apasionada. No quería pasar página por su vida, pero sí terminarla de una manera honrada y cabal, disfrutar de sus últimas horas como un hombre.

Cuando al día siguiente se levantó de la cama, ya sabía lo que tenía que hacer.

Se dirigió a su casa, cogió su cartera de cuero y la llenó, se miró en el espejo y una leve sonrisa iluminó su cara: si tenía que ser su última actuación, sería memorable. Se enfundó sus pequeñas pistolas y se fue hacia la calle principal del pueblo.

Allí sería el duelo, siempre era en ese lugar, donde el viento te daba de cara y el sol ya resplandecía en lo alto. Un par de plantas corredoras pasaron por su derecha siguiendo su camino imperturbable. Sin nadie en la calle para ver el momento, se quedó allí plantado durante más de media hora, esperando lo inevitable.

—Veo que al final te quedaste, medio sheriff. Mejor, así será más divertida mi estancia en este pueblucho de mierda.

Acababa de llegar Cienfuegos, bajando de su caballo negro y pestilente, subiéndose los pantalones y colocándose las cinchas de sus pistolas ennegrecidas por los años de uso.

—¿Estás preparado para subir al cielo ese de mojigatos con el que sueñas todos los días?

—Sí —contesto Will—. ¿Estás preparado tú para morir? —y lentamente abrió su cartera para sacar un libro pequeño, con pocas y manoseadas páginas.

—¿Qué coño haces?, ¿me vas a leer un cuento? —dijo Cienfuegos con cara de sorpresa.

Will empezó a leer tranquilamente, como cuando subía al escenario de su vida, empezó con Las flores de mal de Baudelaire, una estrofa tras otra, siempre con una mano en el libro y otra apoyada en su pistola de quince pasos. Subía y bajaba el tono de voz, implorando el alma marchita de su autor esquivo, se deleitaba en las palabras más mundanas y retorcía con parsimonia los giros inesperados de la poesía allí contenida.

Su oponente lo miraba con asombro, ¿cómo podía un enano ponerse a leer un libro cuando su vida dependía de un gatillo fácil? Era una locura y no entendía nada.

—¡Deja de leer, maldita cucaracha, hemos venido a dispararnos el uno al otro! —gritó con un vozarrón.

Will dejó el libro en el suelo y tranquilamente sacó otro de su cartera, El paraíso perdido de John Milton. Despacio y con la voz del que sabe que le están escuchando, siguió su lectura. Leyó sus pasajes favoritos, sus ideas a veces extravagantes y sus palabras atrayentes, siempre con una mano en el libro y otra apoyada en su pistola.

No más de diez páginas después, Cienfuegos se acercó tres pasos y gritó:

—Malnacido, ¿nadie te ha dicho que las palabras no matan? Sólo mis balas en tu cabeza decidirán este duelo de mierda. Tira esa porquería al suelo y lucha como un hombre.

El sudor le recorría la cara profusamente, tenía el sol de cara, un error que no había cometido nunca, pero el jodido enano había llegado antes que él y había elegido el terreno. Quizás no era tan bobo como parecía el pequeñajo ese.

Sintiéndose cada vez más a gusto en su papel didáctico, Will se mojó los labios resecos y volvió a dejar ese libro en el suelo, sólo para coger otro y otro y otro…

Cienfuegos veía cómo la calle empezaba a llenarse de gente curiosa. La llamada de la muerte no era tan ansiosa como hacia quince minutos. La gente notaba un cambio en el aire, imperceptible pero patente. Las judías que había comido para desayunar ahora le subían por la garganta y se deshacían con sus ácidos malolientes. Dio un par de pasos más, tenía que hacer que el enano encarara su muerte, pero el idiota sólo tenía tiempo para leer todas esas mierdas que ni siquiera entendía. Le hacía sentir un odio visceral, la vena de la frente le temblaba como cuando se emborrachaba y perdía el sentido en los casinos flotantes del río.

Will continuó durante media hora más y cada vez su voz se alzaba más fuerte entre el viento y la polvareda que traía el desierto. Notaba cómo su enemigo temblaba de rabia, sudaba como un cerdo y no paraba de gritarle que dejara lo que estaba haciendo. Cinco minutos más serían suficientes…

Dejó el libro en el suelo y cogió el último que había en su cartera de cuero, su última adquisición, un libro que había devorado en dos días y releído en multitud de ocasiones en los tranquilos atardeceres mientras permanecía sentado en su porche, fumando un cigarrillo.

Empezó a leer Así habló Zaratustra de Nietzsche, palabra por palabra, como si de ideas celestiales se trataran. Compuso su mejor voz, su mejor imagen, su sonrisa más abyecta, clamó al cielo y al viento que le golpeaba la espalda: se sentía renacer con esas nuevas palabras venidas de la vieja Europa. No creía en todas ellas, pero la belleza de la verdad humana tratada por el autor inventaba nuevas salidas, nuevos caminos a seguir.

Cienfuegos dio dos pasos más hacia Will. Nunca había estado tan enfadado con alguien, sólo si lo callaba podría de nuevo dominarse. El viento le había llevado pequeñas motas de arena a los ojos y ahora parpadeaba más rápido de lo normal para quitarse esa molestia. Sus manos temblaban de rabia contenida y no sabía cómo actuar ante ese momento tan absurdo. Había bebido whisky con pólvora con los indígenas del sur, comido el extraño animal maloliente que los franceses guisaban con mierda de castor, se había emborrachado hasta vomitar sangre, había matado, mutilado y violado más de una docena de veces… pero lo que sus ojos estaban viendo ahora se salía de sus experiencias anteriores. ¿Qué demonios pretendía aquel enano loco?

Reaccionó de la única manera que sabía. Sacó sus pistolas en un rápido movimiento, para ver cómo una de ellas se le resbalaba por el sudor que empapaba su mano derecha y caía al suelo inofensiva. De la de la izquierda salió un sonido atronador que escupió fuego mucho más adelante, impactando contra el brazo con el que mantenía sujeto Will el libro, a quien el balazo sólo lo hizo pestañear una vez. Una bala de su pequeña pistola de quince pasos salió y penetró como por arte de magia en la frente de Cienfuegos quien, incrédulo, se tocó el pequeño agujero recién nacido para un segundo más tarde caer de bruces contra el suelo.

Nunca retes en duelo a alguien que tiene el sol y el viento a la espalda, nunca retes en duelo a alguien que te distrae con palabras, nunca retes a un enano con pistolas que son mortales a menos de quince pasos. Eso y un poco de mala suerte y tu cuerpo será devorado por los gusanos.

Will nunca había participado en un duelo al sol, pero había leído. Y solo ahora comprendía las palabras de Saluni. Él sabía cómo cambiar el estado de ánimo de una persona; en el caso de Cienfuegos, ponerlo nervioso como nunca había estado, hacerle permanecer bajo el sol durante unos minutos vitales para él hasta notar cómo el sudor lo iba empapando lentamente, ver como la arena del desierto le cegaba poco a poco hasta hacerle perder agudeza visual. Quizás si hubiese sabido leer ahora no estaría en el suelo despatarrado y su cabeza en un charco de sangre que poco a poco se cubría de fino polvo.

Nadie escribió su nombre en la lápida. Sólo Saluni tuvo unas palabras para con su vida y su muerte. Obtuvo su rincón en el cementerio del pueblo como cualquier hijo de dios, aunque nadie llorara su muerte ni le fuera a visitar nunca en los años que vinieron. Allí quedó su lápida.

Will se vio inesperadamente entre los brazos de la señorita Daisy McCormick. Quizás ahora su suerte cambiaría por fin. Los labios de ella rozaban los suyos en un susurro. Seguramente le iban a tener que amputar un brazo, pero para alguien a quien siempre le había faltado algo, eso no suponía nada.

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Comentarios

  1. levast dice:

    Gran historia 🙂

  2. laquintaelementa dice:

    «Se había ganado la vida exhibiéndose durante quince años, todo el mundo quería ver un enano guapo. Joder.

    Se le había empezado a caer el pelo a la edad de treinta y un años y su masculinidad y belleza enana empezaban a no gustar tanto como antaño, así que dejó su caravana de «monstruos de feria» y recaló en el único sitio donde realmente se había sentido querido y nunca humillado.»

    El «joder» mejor empleado de toda la historia de RB 😉

  3. Duncan Campbell dice:

    Magnífico relato. Aunque si yo hubiera sido el cienfuegos, me habría meado en el enano mientras leía, je,je,je.

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