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Vida, milagros y desgracias de los hermanos de Klomh

por

Andreas mira a su hijo con benevolencia, sabe que tiene que castigarlo para que nunca vuelva a repetir lo que ha hecho. Tiene que aprender y lo tiene que hacer a la manera de la familia. Tal y como lo hizo su padre con él cuando cruzó levemente la fina línea que separa el bien del mal, y se desviaba hacia la oscuridad.

—Neal, ¿sabes que lo que hiciste está mal?

—Sí, Papá, no volveré a hacerlo nunca.

—¿Sabes lo que has hecho?

Neal agarra con fuerza su oso de peluche y lo estruja contra su pecho, como un tesoro perdido y ahora encontrado.

—No, pero si tú dices que está mal, nunca lo volveré a hacer, papá.

Andreas lo mira con cariño. Es de su sangre y nunca ha querido a nadie tanto en su vida, pero cuando las cosas se tuercen hay que enderezarlas.

—Neal, ¿conoces la historia de Jewel y Sam?, ¿la historia de los hermanos de Klomh?

—No. ¿Es un cuento para dormir?

—Es una historia de nuestra familia, muy antigua y sí, podría decirse que es un cuento para niños, pero para dormir…

—¿Me la contarás Papá? Hace mucho que no me cuentas una historia antes de dormir.

—De acuerdo, pero antes guarda a Trondheim en su cama y corre a la tuya antes de que se te congelen los pies. Hoy hace una noche tan fría que nadie en su sano juicio debería retar en duelo, y menos con los pies desnudos.

Neal corre descalzo por el suelo de piedra hacia el baúl de madera de roble del rincón y guarda su oso con delicadeza, le pone una mantita por encima y le da un beso de buenas noches con los ojos entreabiertos.

Cuando vuelve corriendo a la cama, su padre permanece sentado en ella con la cara muy seria, le arropa y enciende otra vela. La noche va a ser larga, tanto como la historia que tiene que contarle.

—Papá, ¿es una historia de guerreros?

—No.

—¿Es una historia de damas en apuros?

—No hijo.

—Papá, ¿es una historia de miedo?

—No Neal, sólo para los que lo tengan.

Andreas pone una mano en el pecho de su hijo. Lo mira durante unos segundos y, cuando sus ojos se encuentran, empieza a contar la historia de los hermanos de Klomh.

Sam

Klomh es un pueblo pequeño en un valle estrecho rodeado de altas montañas verdes. Es verano y los sonidos de la naturaleza se disgregan como el sonido de una flauta bien afinada. Sus habitantes son orgullosos pastores de ovejas y, antaño, fieros y nobles guerreros avezados en mil batallas contra sus enemigos, contra los dragones de Skandia y contra cualquiera que quisiera hacer enmudecer sus roncas voces.

La vida en el valle es tranquila en la mayor parte del año. Sólo cuando desaparece alguien en el bosque de Horst se ve trastocada la delicada línea de paz en el pueblo. Ocurre de vez en cuando, una o dos veces cada lustro. Todos se encaminan hacia el oscuro bosque para encontrar a sus hijos, nietos, hermanos, pero nadie aparece, sólo escuchan el ulular de aves escondidas, sienten la humedad de la niebla de medianoche y después de unos días infructuosos vuelven a sus casas. Lloran en su silencio la triste pérdida, y cuando el dolor se disipa apenas, vuelven a sus quehaceres mundanos, no sin antes jurar ante sus dioses que algún día encontrarán esas almas perdidas en el transcurso de su vida.

Y ahí está Sam, con su espada de madera. Ha salido corriendo de la casa de sus padres como alma que lleva el diablo. Está enfadado y la adrenalina, después de haber golpeado a su hermana en la espalda, le recorre el cuerpo como una marea alta, que ahoga y atrapa.

Anda por el camino del sur. Hace más de media hora que se adentró en el bosque de Horst y sabe que se ha perdido. Conoce las historias que de él se cuentan. Que poca gente sale viva de allí para contarlo. Pero es que se enfadó tanto con su hermana cuando la vio blandiendo su espada de madera… Le había dicho un millón de veces que no podía tocarla, que era suya, pero aun así no le hizo caso. La ira se apoderó de él sin darse cuenta y cuando abrió los ojos tan fuerte que podían haber salido disparados por la vereda, allí estaba su hermana Jewel caída en el suelo y llorando. No pudo soportarlo y salió corriendo dando un portazo.

Está atardeciendo, pronto empezarán a buscarlo. Empieza a sentir algo de frío, pero ya es mayor para quejarse. Hace dos lunas que cumplió doce años y ya es un hombre, o por lo menos empieza a serlo, según su padre. Los árboles se ciernen sobre él con su sombra promiscua. A ambos lados del camino, helechos dos veces más altos que él guardan a los animales de su mirada, tiene respeto a la soledad, a la oscuridad en ciernes y sobre a todo a los sonidos que no entiende, que no ha escuchado nunca. Agarra con fuerza su espada que permanece bien atada a su cinturón, eso le da el valor que ahora necesita.

Jewel

Se siente sola, desvalida, insultada, sólo quería jugar con Sam un rato más antes de cenar. ¿Por qué se había enfadado tanto cuando ella había cogido la espada? Ni siquiera era de verdad. No sabia por qué su hermano le había dado tanta importancia. Sólo sabía que le había golpeado y le había hecho mucho daño, no físicamente. La gente del valle aguantaba estoicamente el dolor del trabajo, de la batalla, de la lluvia cayendo sobre ellos. Había sido algo más. La impotencia, la mirada de odio de su hermano, la iracunda reacción de él contra ella. Sintió cómo su odio teñía la tarde de oscura y opaca forma.

Sale de la casa mirando hacia todos los lados porque no sabe dónde está Sam. Cuando sus padres se enteran de lo acontecido llaman a sus vecinos para buscarle. Nadie le encuentra en el pueblo así que se dirigen hacia los tres bosques más cercanos. El de Horst lo dejan para el final, no creen que haya sido tan tonto como para dirigirse hacia allí.

Pasan las horas y su hermano no aparece. De sus ojos pesadas lágrimas caen por la desesperación, por la pérdida del ser más querido, el más amado y el más cercano.

Ahora todos los hombres fornidos del pueblo se dirigen al más oscuro de los bosques. Cogen sus armas de acero y suben a sus caballos, se adentran allí para desaparecer en unos minutos uno tras otro.

Ella se dirige a las piedras que señalan la entrada del pueblo y llora desconsoladamente. Golpea sin fuerza las piedras y se abraza a ellas temiendo lo peor, que nunca más pueda ver a su hermano.

—¡Eh, oye! Deja de llorar ya.

Jewel calla y levanta su cara. Mira hacia ambos lados pero no ve a nadie, así que sigue llorando con las manos tapando sus ojos.

—¡Oye, te he dicho que te calles, vas a despertar a mi mujer!

Vuelve a abrir los ojos y se quita las lágrimas que empañan su vista. Mira de nuevo hacia todas direcciones, pero no encuentra a la persona que le habla.

—Aquí niña, mas abajo, leñe. ¿Acaso no me ves? Ni que fuera una rana…

Jewel mira hacia sus pies y allí está. Una pequeña personilla vestida de verde y con orejas puntiagudas. No le llega ni a las rodillas pero tiene una voz que hace que le tiemblen las manos.

—Hija mía, deja de lloriquear que mi mujer duerme y como se despierte lo lamentaremos los dos.

Ella sigue llorando sin parar. Su hermano desaparecido… y aparece un leprechaun ante sus ojos, vaya día raro.

—Venga, dime qué te pasa, a ver si te puedo echar una mano.

—Mi hermano ha desaparecido y no sabemos dónde está —dice ella gimoteando y con lágrimas corriendo por sus mejillas.

—Tranquila niña, eso no es problema. Prométeme que dejarás de llorar y sobre todo aquí, en mi casa —dice el leprechaun señalando las piedras.

—Si dejas este escándalo te llevo donde está él y todo solucionado.

Ella se vuelve a secar las lágrimas y dice:

—Te lo prometo, por favor llévame hasta mi hermano.

El hombrecillo verde mueve las manos haciendo círculos alrededor de su cabeza y tira unas monedas de oro a su espalda mientras susurra unas ininteligibles palabras.

—Adiós niña.

Jewel sufre un vértigo como nunca ha experimentado. Creyó caer en un fondo oscuro y sin fin. Lleva las manos adelantadas protegiéndose de la que parece su caída más dañina y cuando abre los ojos se encuentra en el bosque, perdida y sin saber qué camino seguir. Así que se levanta del suelo y anda por el camino más despejado. La noche empieza a cerrarse sobre ella y el frío del miedo se apodera de ella por momentos.

De cómo Sam se enfrenta al aciago destino por primera vez

Sam se acerca a la laguna que tiene frente a él. El agua está quieta y silenciosa. Cree haber visto algún movimiento al fondo, pero está nervioso y todo parece que se mueva y haga ruidos a su alrededor. Se va acercando poco a poco e instintivamente saca su espada de madera y la interpone entre su miedo y él.

El hombre de negro está sentado en una rama de enebro retorcido. Sus pies cuelgan sin peso aparente y los mueve alternativamente. Silba una sintonía que sólo los lobos pueden escuchar. Se quita despacio la podredumbre que tiene adherida en las uñas. Ha visto pasar al niño por debajo de él y sabe hacia dónde se dirige. La laguna de las bestias. Si tiene suerte estarán dormidas, pero su más intrínseca razón de existir es para que las cosas malas ocurran y, sobre todo, despierten…

Mira hacia la laguna y pone su mirada en un punto infinito de ella. Se rasca la nariz tres veces y hace que despierten bajo las aguas las terribles pesadillas que la moran.

Se va acercando con las manos temblando ligeramente. Se quita unas gotas de sudor frío que le recorren la frente. Nunca una noche tan fría había sido tan calurosa…

La laguna se abre delante de él como un espejo oscuro y brillante, sin miradas que le devuelvan la suya propia, se acerca poco a poco al borde de la orilla y siente cómo sus pies se hunden un poco en el barrizal viscoso, se agacha a tocar el agua, está helada, quizás pueda beber de ella, pero algo le dice que debe contener un poco más su sed, solo su inquietud le conmina a reparar en los sibilantes movimientos que ha notado en el agua.

Mientras continúa acariciando el espejo que tiene delante de él, algo se mueve rápidamente en su dirección, haciendo que profundas ondas recorran toda la laguna. No puede moverse. Ahora está solo, con su miedo, su espada de madera y esas rodillas peladas de tantas caídas, que no le responden. Quiere huir, correr rápido y veloz como un caballo de Eternya, pero sólo puede mirar dentro de las fauces de la bestia que tiene delante de él. Una cabeza enorme, alargada, la boca llena de dientes y una lengua que podría ser utilizada como almohada. Siente cómo la respiración de la bestia congela sus pestañas y carboniza sus pupilas. El animal le mira con unos ojos pequeños, amarillos, la suciedad le resbala por la comisura de la boca y ese olor pestilente que le acompaña hace que Sam tenga ganas de vomitar hasta la primera papilla que le dio su madre, tiempo ha.

La bestia le embiste justo cuando ha encontrado las fuerzas para moverse y sólo una décima de segundo le ha separado de una muerte segura. Se cae de bruces hacia atrás y su espada cae lejos de él. La bestia le ha mordido en la pernera del pantalón y tira de él despacio, paladeando su victoria. Ahora su boca supura saliva, que cae en la orilla de la laguna como muestra de su poder, como prueba de su próxima comida. Todo está perdido, piensa Sam, se ve arrastrado lentamente hacia la laguna y no sabe si morirá antes ahogado o engullido por el salvaje animal que le ha prendido.

—Sam, ¡dame la mano!

Sam consigue retorcer su anquilosado cuello por el miedo, para ver a su hermana Jewel detrás de él y con su espada de madera en la mano.

—¡Inconsciente, escapa mientras puedas o morirás conmigo en esta sucia laguna! —consigue gritar con los ojos muy abiertos.

—¡Dame la mano, hermano!

Sam se estira todo lo que puede mientras la bestia sigue desapareciendo en las aguas, con su pernera entre los dientes y todo su cuerpo detrás en un cúmulo de despropósitos. Alarga su mano y consigue tocar con la punta de los dedos los de su hermana, cálidos y a la vez petrificados por el terror. No va a conseguirlo. Es inútil, pero Jewel avanza dos pasos y desprecia la mano titubeante de su hermano. Coge con las dos manos la espada de marras y en un rápido movimiento descendente la clava certeramente en uno de los ojos malignos que le miran con odio, con hambre, y ahora, con temor reverencial.

El ojo de la bestia sale despedido hacia la orilla, la sangre viscosa resbala por su cara y comienza a amontonarse en un pequeño charco. Jewel saca la espada con fuerza y la bestia huye entre las aguas para llorar por sus heridas. Subestimó a su presa y ahora le falta un ojo, que le escuece, y donde ahora le entran pequeños insectos para hacer su guarida de invierno.

—¡Levanta botarate!

Sam se pone de pie y acto seguido abraza a su hermana con fuerza. Está temblando y puede notar cómo ella también tiembla de pies a cabeza sin poder decir ni una palabra. Lloran desconsoladamente uno junto al otro sin poder parar, hasta que la brisa que viene del bosque más profundo los saca de su burbuja de intimidad fraternal. Se miran, se reconcilian, y la espada cambia de manos.

El hombre de negro sonríe. La bestia llora sus heridas en la impenetrable laguna y él mira pensativo a los hermanos. Odia esas miradas tiernas y esas palabras tan dulces que todo lo empalagan y hacen que huela a asquerosa fresa batida.

Sonríe y salta de árbol en árbol. Ni siquiera las ardillas adivinan dónde posa los pies. Sólo la madera quemada que deja tras de él advierte de su presencia a los seres que saben leer entre líneas, y él continúa adelante.

—Papá, papá, ¿ahora los hermanos vuelven a sus casas, verdad?

—No, Neal, nunca la vida es tan sencilla, ahora los hermanos continuarán vagando en la noche del bosque.

—Pero, ¿los encuentra su padre?

—Anda toma este vaso de leche caliente y tápate con la colcha, que cogerás frío. La historia debe continuar…

De cómo Sam descubre la diferencia entre lo material y lo inmaterial y se enfrenta al aciago destino por segunda vez

Siguen cogidos de la mano, andando por el camino que cada vez se estrecha más delante de ellos. Sam se pregunta por qué está allí su hermana y, sobre todo, cómo ha podido sacar fuerzas para clavar a la bestia la espada en el ojo. Ha logrado salvarle con un acto heroico, que él no se cree capaz de emular, y por eso la vergüenza le inunda de pies a cabeza.

Su hermana le mira de soslayo con la cabeza medio caída y con una pregunta que le quema la lengua. Pero sabe que no es el momento, todavía tienen la desagradable sensación del olor a podredumbre de la bestia, del temblor producido por el miedo y por el sabor de la adrenalina en su boca, que va desapareciendo poco a poco de su paladar.

Más adelante, dos bifurcaciones del camino hacen que los hermanos se detengan. Delante de ellos dos carteles, el de la izquierda pone en letras casi desaparecidas:

—Muerte.

En el cartel de la derecha, con la letra aún más ininteligible:

—Dolor y muerte.

Ambos se miran y una carcajada sale de sus bocas al unísono. Entre malo y menos malo, todos elegiríamos menos malo y los hermanos no son una excepción. Así que, sin intercambiar palabra, prosiguen su camino por la izquierda. Las luciérnagas cruzan el aire delante de ellos sin inmiscuirse en su devenir. Un par de ardillas recién despertadas por sus pasos por el camino les miran curiosas desde sus atalayas, mientras roen sin pensar algún fruto recogido el día anterior. Una ligera niebla les cobija durante el trayecto y ninguno de los dos dice nada. Las palabras son vanas, es mejor callar y observar, ya no están en su granja y tampoco están sus padres para oír sus quejidos tontos.

Una hora más tarde Jewel para un momento.

—Me duelen los pies de andar, no tenía que haber venido con los mocasines de piel, ay.

—Tranquila, ninguno de los dos pensaba que iba a acabar en este bosque maldito, si pudiera hacer algo para remediarlo…

—Sam, lo hecho, hecho está y ya nadie puede cambiarlo, sigamos por el camino e intentemos salir de aquí cuanto antes. Si salimos con vida del bosque ya se encargarán nuestros padres de terminar con nosotros.

—No digas eso, saldremos de aquí en seguida y todo esto no será nada más que una pesadilla, y nuestros padres se alegrarán de encontrarnos.

Sam quería pensar que todo pasaría como decía, pero las circunstancias indicaban que no sería tan fácil como salir corriendo de allí y estirarse descaradamente en sus camas mullidas. Todavía no.

—¿Oyes eso Sam? Parece una cascada o algo parecido.

Siguen caminando hasta llegar a un claro del bosque. Allí una casita antigua y medio comida por los árboles permanece inalterable al tiempo y a la noche cerrada. Delante, en el porche, una fuente pequeña hace graciosas cabriolas con el agua. Despide hacia arriba y hacia los lados un sonido peculiar y atrayente de las gotas que rebotan en la piedra de la fuente. Hace que recuerden una fuente similar ubicada en la plaza de la aldea. Parece agua fresca, limpia y fría, y es ahora cuando notan un chillido dentro de su estómago. Llevan horas andando desde que salieron de su casa y no han bebido ni una gota. Sienten la sed, la pesada losa de la desesperación y allí, a pocos metros está su maná, su meta. La lengua se siente pesada y áspera, se relamen sin dilación y notan cómo sus labios agrietados gritan por el agua que allí delante les llama sin concesiones.

—Tengo sed, Sam —dice su hermana con los ojos perdidos entre las gotas que saltan y bailan. Ve cómo la poca luz de la luna se refleja en ellas y lanza breves destellos conminándolos a beber.

—Pero no podemos fiarnos de nada de este bosque, hermana. Aquí todo es oscuro y denso. Aquí todo es maligno y espera nuestra muerte.

—No seas tan quisquilloso, Sam, sólo es agua, pura y fresca.

Jewel se suelta de la mano de su hermano y corre como quien lleva al diablo hacia la fuente. Él no es capaz de frenarla. Tiene los mismos sentimientos que ella y quiere beber, hartarse hasta que le duela el estómago y, por fin, desfallecer de plenitud.

Ahueca las manos para hacerse su propio cuenco y bebe. Bebe como nunca lo ha hecho. Ella degusta cada gota que resbala por su garganta, como miel recién recogida del panal más dulce, y continúa hasta que no puede más. Pero se siente rara. A su alrededor todo parece desvanecerse y moverse. Algo crece y disminuye al mismo tiempo. Se siente mareada. La vista fija en la fuente, que a veces desaparece y otras está allí, esperándola de nuevo.

El hombre de negro se acuclilla entre dos arbustos cerca de la casita. Esa que lleva más tiempo que él en el mundo de la noche. Siente la excitación que le recorre por las venas. Coge un escarabajo, que ha intentado esquivarlo entre las piernas, y se lo echa a la boca, donde lo mastica lentamente, degustando el ocre sabor de las tripas del insecto. Cuando escupe los restos del bicho, mira hacia la puerta y se rasca la nariz tres veces. No hace falta decir que algo despierta dentro de la casa…

Sam ve todo desde un poco atrás. Ha estado a punto de seguir a su hermana corriendo para beber y saciarse. Y ahora unos barrotes de hierro fundido se han ido creando de la nada, apareciendo alrededor de Jewel, para por fin, y sin poder hacer nada, encerrarla en una jaula oscura, oxidada y de un grosor que nunca había visto.

De la casita sale una vieja menuda, arrastrando una pierna apoyada en un bastón de roble largo y fuerte. Tiene una capucha tapándole la cabeza. Su cara está parcialmente descubierta y lo que ve de ella no le ha gustado nada.

Nariz grande, aguileña, gran mentón huesudo, venas azules que surcan toda su cara, boca torcida y unos horribles dientes putrefactos y puntiagudos. La mano que sostiene el bastón parece roída por el tiempo y trozos de hueso asoman por entre la carne seca y dura. Sus pies son pequeños y parece, a veces, que flota por encima de la tierra del porche.

Se dirige hacia la jaula y acaricia lentamente los barrotes recién creados. Jewel se acurruca en un rincón y mira a su hermano implorando ayuda sin que salga ninguna palabra de su boca. Sus miradas se cruzan y en ambas el miedo de nuevo aparece, más fuerte que nunca.

—Si a tu hermana quieres, algo deberás hacer pequeño granjero. Sólo tendrás una hora de su tiempo para abrir la cerradura, si no, su carne será mía y sus huesos roeré durante el desayuno. Y, ay de ti, si te encuentro aquí cuando venga a por ella, porque seguirás sus pasos como otros lo han hecho ya en multitud de ocasiones. Y si crees que miento, observa de qué está hecha mi casita. La anciana deja en el suelo un reloj de arena y lo gira con descuido. La arena empieza a caer implacablemente…

La vieja decrépita se da la vuelta y vuelve por donde ha venido, dirigiéndose hacia la puerta, y en un instante desaparece dentro sin hacer ni un solo ruido.

Sam mira la casa más detenidamente y horrorizado da dos pasos hacia atrás. Lo que parecía una casa antigua y maleada por el tiempo, no es más que montones de huesos y cráneos pequeñitos amontonados para hacer una morada.

Así que, sin perder tiempo, se acerca a la jaula donde su hermana gimotea de miedo.

—Jewel, tranquila, te sacaré de aquí cueste lo que cueste. ¡Sólo tengo que encontrar el modo!

Empieza a recorrer con la mirada la cerradura de la jaula. No parece que tenga una abertura para una llave, ni siquiera una muesca, sólo hierro fundido con una forma grotesca. Acaricia con la mano toda la superficie buscando algo que le ilumine, algo que le diga qué hacer. Hasta que un tacto áspero le recuerda sus tardes pasadas con su madre y el libro de los arcanos. Hay una línea de letras en uno de los barrotes, tan ásperas como las letras de la tapa del libro de su madre.

Empieza a leer con dificultad. Las letras parecen antiguas, muy antiguas, y es difícil escudriñar su sentido. Pasa un tiempo sin que pueda leer bien lo que dice. Su hermana ha parado de llorar y ahora le mira con inquietud.

—Sam, si no me sacas de aquí, la bruja me comerá y tendrás que correr por tu vida.

—Nunca te abandonaré, así que calla y déjame que piense.

Vuelve a pasar su mano por las letras mientras, una a una, intenta recomponer lo que dice: «Si quemas… tu… vanidad y… codicia, quemarás la cerradura… y… seguirás tu… camino».

Bien, ahora sabe lo que pone la escritura, pero ¿qué diantres significa y cómo se supone que debe hacerlo? ¿Vanidad?, ¿codicia?, ¿Qué es este juego de malabares del que pende el hilo de la vida de su hermana y de la suya propia? Debe tranquilizarse y darse un tiempo para pensar. Pero el tiempo pasa y es su enemigo. Debe olvidarse del tiempo, de la bruja, del bosque, de las bestias que lo moran y que seguro quieren su carne para calentar sus tripas. Debe olvidarse de todo, de su familia, de su aldea, de los días pasados corriendo por las montañas y de las ovejas que cuida junto con su padre, de las cariñosas palabras de su madre, de los bellos ojos de su hermana, de su espada de madera y de su pony gris con las orejas gachas…

Pero, ¡espera!, no puede ser tan fácil… vanidad. Codicia. Quemar. Sólo puede hacer una cosa, pero es una locura que ni siquiera su padre podría inventarse en las noches cerradas, cuando les relata sus historias de joven en las estepas de Lyundur. No, no puede ser, pero es lo único que se le ocurre. Así que saca su pedernal y recoge rápidamente musgo seco que tiene a sus pies. Siente la mirada de la bruja, que le recorre todo el cuerpo, desde la pequeña ventana de la casita y su cara no le gusta. Quizá, y solo quizá, esté cerca de resolver el acertijo y así poder salvar a su hermana.

Prende el musgo y una pequeña llama lo devora lentamente. Saca su espada de madera y la pone encima. Tiene que quemarla. Sólo la espada tiene ese hálito de vanidad y codicia. Toda la culpa la tiene ella. No estaría allí si no se hubiera enfadado con su hermana por ella. Pero al fin se da cuenta de todo. El problema es él y la espada es el símbolo, tiene que ceder ante lo que tiene delante de sus ojos, él y sólo él es el culpable de todo.

Suspira durante un breve momento y ve cómo su espada de madera comienza a arder lentamente, y con ellas sus malos sentimientos, su maldad infantil, sus pesadillas más insanas y ve como la amistad, la belleza y el amor hacía su hermana tienen que prevalecer ante todo. Y hace lo único que debía haber hecho hacia mucho tiempo, quema el símbolo de sus disputas y desgracias mientras pasa las llamas por la cerradura, una y otra vez. La arena del reloj sigue su camino descendente y es poco el tiempo que le queda.

Su hermana le mira con orgullo, Sabe lo que quería a su espada y por fin está haciendo algo memorable, algo que les unirá de por vida. Por fin sus anhelos han sido escuchados, ya no hay maldad, sólo sinceridad, amor y complicidad entre ellos.

La cerradura se abre por arte de magia, porque era eso, sólo magia. La jaula desaparece y los hermanos por fin pueden abrazarse. Jewel permite a su hermano que llore en su hombro, nunca le ha visto tan cansado y a la vez tan feliz y agradecido. Sólo cuando la bruja abre la puerta y sale despacio gritando cosas que no entienden, se levantan del suelo y salen corriendo por el camino, cogidos de la mano y allí se queda en la sucia tierra, la espada, quemándose y emitiendo crujidos de desaprobación y poco a poco desapareciendo…

Cuando sus piernas ya no les mantienen de pie, se acurrucan uno al lado de otro y se sientan en el camino, esperando que pase la noche o que alguna bestia les despierte de esa pesadilla que nunca quisieron vivir y comienza a llover.

Detrás del árbol caído, sentado con las rodillas apretadas, espera el hombre de negro. Sonriendo plácidamente, paladeando la fina lluvia que cae sobre él y que resbala por su cara blanca, como la de un muerto en vida y con una chispa incrustada en sus pupilas que le dan ese pequeño momento de quietud.

Se levanta despacio. No tiene prisa, nunca tiene prisa. Todo pasa a su lado y él analiza los sublimes movimientos de los seres humanos, nacidos de la divina creación y juzga.

Levanta los brazos al cielo y mira a través de la oscuridad que todo lo ciega.

—Que se haga la luz.

—Papa, ¿los hermanos se salvaron entonces?

—Claro hijo. La luz del día hizo su aparición y sus padres unas horas más tarde los encontraron abrazados en el suelo.

—Menos mal papá. Creía que se los iba a comer la bruja. Papá, ¿quieres esperarme un momento aquí en la cama? Tengo que hacer una cosa antes de dormir.

—Ve y haz lo que tengas que hacer.

Neal sale corriendo de la cama, coge su oso de peluche y sale tan rápido de la habitación que su padre se ríe por dentro. Corre por el frío pasillo de losas húmedas hasta el cuarto de su hermana pequeña y antes de que nadie pueda decir algo, salta sin esfuerzo sobre su cama y la despierta con cuidado.

—Anna despierta, tengo que darte una cosa.

Su hermana se despierta y con ojos aún medio cerrados le mira condescendiente y creyendo que es un sueño.

—Toma mi oso, ya no lo quiero. Ahora es tuyo y para siempre. Quiero pedirte perdón por pelearme contigo por él, realmente es sólo un oso y tú mi hermana, ¿podrás perdonarme?

—Claro hermano mayor, siempre y cuando me hagas también el desayuno todos los días —dice ella con una sonrisa picarona.

Por un momento Neal cambia sus facciones, parece molesto, incluso enfadado, pero es solo un espejismo. Sonríe a la vez que su hermana. La da un beso en la frente y la arropa hasta el cuello. Cuando sale de la habitación mira hacia atrás y su hermana se ha dormido abrazada al oso. Ya nada les separará, y eso es algo que aún con su tierna edad ya sabe y entiende.

Desde el quicio de la puerta su padre lo ha visto todo y ahora, hinchado de orgullo y satisfecho de sí mismo y de su hijo, lo lleva en volandas por el pasillo hasta su cuarto.

—Mañana te contaré la historia de cuando Jewel le regaló su primera espada a Sam, ¿quieres?

—Siiiiií…

Andreas mira al final del pasillo y recorre con su mirada hacia donde está la espada de la familia, que permanece colgada y expuesta con todo el honor que se merece. La espada que ha pertenecido a su familia desde hace generaciones, y sabe que ahora, estará de nuevo segura con su próximo dueño.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Un cuento completito, con sus duendes, brujas, bosque encantado… muy chulo, Sonderk; me ha molado un huevo la ambientación y el misterioso hombre de negro rascándose la nariz 😉

  2. marcosblue dice:

    La espada de madera… esto te lo van a copiar los de Hollywood, ya lo verás. Un cuento muy elaborado, complejo, interesante. Estás muy cerca de escribir un relato extraordinario. Porque a mí, éste, me ha impresionado. Por la forma y por el fondo.

  3. levast dice:

    El relato tiene ese espíritu de las viejas historias que se narraban para dar miedo a los niños pero con su dosis de aventura para llevarte a un final feliz. Se asoma un poco ese maestrillo del terror que nos acogerá en la próxima edición. 😉

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