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Víctimas y monstruos

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Es como un licor de cobre denso que me deja un regusto metálico en el paladar, que me calienta la garganta y que noto descender por mi cuerpo hasta el estómago, desde el que comienza a emanar ese calor tan especial. Percibo el rubor en mis mejillas y la euforia acompañada de un ligero mareo al sentir algo de nuevo, poco antes de lo que parece una bruma carmesí desatada recorriendo cada recoveco de mi organismo, ese momento en el que de una manera totalmente arcana la sangre parece convertirse en vapor e impregnar todas y cada una de mis células, curándome, renovándome.

Aparto mis labios de la herida en tu cuello, aparto mi cuerpo de tu cuerpo roto sobre la mesa del sótano en el que te escondías. La luz de la única bombilla desnuda que cuelga del techo deja ver una habitación de hormigón muy similar a los cientos de habitaciones en los que yo mismo me he escondido alguna vez. Quizá eso debería hacerme sentir cierta afinidad contigo, ver que compartimos una historia paralela. Pero en ciento dieciocho años he perdido muchas cosas. Sobre todo, he perdido la compasión; ahora la sufro lejanamente como el dolor fantasma de un miembro amputado: lo bastante intensa para recordar lo que era, pero no tanto como para permitir que escapes.

Pienso en cómo hemos llegado hasta aquí. Pienso en la guerra. Aunque en realidad, a pesar de que nos referimos así a los eventos de principios de la segunda década del siglo XXI, la imposición del nuevo orden se llevó a cabo en menos de tres meses. ¿Quién iba a pensar que la corrupción generalizada de los sistemas políticos iba a ser distinta del resto de la historia salvo por su magnitud? Y sin embargo, era cualitativamente distinta. Fue muy fácil susurrar promesas en los oídos de los poderosos desde las sombras, hacerles comprender que todo el poder, todo el lujo, toda la admiración del mundo, irremediablemente se acababan. Y en un mundo donde para muchos el alma no es más que una superstición, una moneda de cambio o un estandarte con fines publicitarios, ¿por qué no venderla al diablo? ¿Qué hay mejor que el poder? El poder para siempre. Prometiendo la inmortalidad, sedujisteis a los poderosos.

¿Y los demás? Pues muchos vieron el ascenso de los poderes nocturnos a través de Facebook e intentaron luchar desde sus cuentas de Twitter. Y sí, hubo respuesta cuando la existencia de los vampiros se convirtió en un hecho innegable. Y sí, muchos grupos de civiles y desertores del ejército y de las fuerzas del orden se levantaron en armas para defenderse de aquellos parásitos. Pero no luchaban contra sus enemigos, sino frente a los mitos pop de aquellas criaturas. Luchaban contra una amalgama de Drácula, Jerry Dandrige, David, Lestat… hasta contra el gilipollas de Edward Cullen. Y cuando luchas contra una imagen superpuesta a tu enemigo real, el enemigo real te hace pedazos.

Así, tres meses dieron lugar al régimen mundial que se mantuvo durante casi un siglo. Recuerdo los sistemas de etiquetado para identificar a todo ser humano vivo. Recuerdo la organización de las ciudades sobre los modelos de guetos de la II Guerra Mundial. Recuerdo también los campos de concentración. Sólo que en este caso no eran campos de exterminio, porque no contenían enemigos a los que erradicar. No. Eran granjas, porque lo que contenían era comida, lista para sacrificar.

Por supuesto, otro paralelismo con la Alemania nazi era que los vampiros no podían mantener un control completo por sí mismos. Así, como en el caso de los judenräte, la administración de los guetos y las listas de individuos a deportar a los campos era decidida por humanos. Ese fue el golpe maestro vampírico: con una mezcla de promesas y amenazas, hacer que parte de la humanidad se volviera contra sus hermanos. Porque, como siempre, existía una parte de la humanidad masoquista dispuesta a besar el látigo a cambio de seguridad y la descarga de su responsabilidad.

Desenvaino el sable que llevo colgado de la cintura mientras paso la lengua por mis labios y saboreo los restos de tu sangre. Prácticamente no puedes moverte, prácticamente te he drenado por completo.

Lo que vino después de la imposición fue la lucha, la resistencia. Décadas y décadas de combates de una guerrilla global donde las etnias y las nacionalidades se disolvieron frente a la brutalidad de los monstruos inhumanos. Al final el enfrentamiento no tenía sentido: era una lucha perdida de antemano, una sin esperanza para uno de los bandos.

Al final los humanos tenían que ganar. Al final los humanos teníamos que ganar.

Descargo el primer golpe, el que te cercena el brazo derecho a la altura del hombro, hundiendo casi un centímetro la hoja en la madera de la mesa después de haber seccionado carne, cartílago y hueso. Noto la fuerza que me recorre los músculos y que me ha permitido ejecutar un tajo tan potente. Y saboreo la ironía: la de que sea tu sangre la que me ha concedido esa fuerza.

¿De verdad pensasteis que podríais mantener el poder de manera abierta, que podríais crear un mundo vampírico? ¿No se os ocurrió que si llevabais cinco mil años arrastrándoos sobre la Tierra era precisamente porque no erais más que un cuento repetido? ¿No comprendisteis que vuestro secreto era vuestra supervivencia?

Poco a poco, recuperamos el terreno perdido. Era lógico. Primero, y es otra ironía, porque éramos mortales. Acorralados, los pocos humanos que quedaban libres, como mis padres —que escaparon del campo de concentración en el que pasé mi infancia—, adoptaron la técnica de la presa. Yo tuve cinco hermanos, una hazaña para mi madre, quien antes de la huída y la lucha era una mujer obsesionada con su atractivo físico y la liberación del rol tradicional impuesto a su sexo. Aquellos cien años, para vosotros, inmortales, apenas fueron un suspiro, porque vuestra psicología estaba adaptada a plazos de tiempo que se contabilizaban por siglos. Para nosotros, la lucha se prolongó durante cinco generaciones, cinco iteraciones de nosotros mismos cada vez más inteligentes, cada vez más fuertes, acumulando el conocimiento de las generaciones anteriores y con la flexibilidad mental suficiente para tener una nueva perspectiva del mundo.

Y los desprendimos de los mitos. Ellos crecieron temiéndoos y odiándoos por vuestro poder real, no por el imaginario. Ellos sabían que todas esas tonterías del ajo y el agua bendita no funcionaban. Que no podíais imponer vuestra voluntad por el mero deseo, que no os convertíais en murciélagos ni en lobos, que no os recuperabais tan rápido de las heridas. Sabían que erais más fuertes porque la adrenalina no se degradaba en vuestro organismo, porque no os cansabais al realizar ninguna actividad física. Sabían que una estaca —o cualquier objeto que os atravesara el corazón— no os inmovilizaba en absoluto; por eso te he roto el cuello para dejarte tetrapléjico, para anularte como amenaza.

Además, nosotros podíamos luchar de día y de noche, vosotros sólo la mitad de ese periodo. Oh, sí, teníais vuestras escoltas humanas, pero a la larga se demostraron ineficaces, porque poco a poco, a medida que lográbamos acumular victorias, aunque no fueran más que simbólicas, los colaboracionistas eran menos. Y aprendisteis por las malas que ni siquiera la más férrea tiranía pervive si no es con la aquiescencia de la masa: que superado el miedo a la represalia, nada puede detener una ola de millones de personas.

¿Pero la siguiente ironía sabes cuál es? Vuestra dependencia. Nos necesitabais, como todo parásito necesita a su huésped.

Dejo escapar una carcajada a la vez que te corto el otro brazo.

Sí. Nosotros podíamos huir del enemigo retirándonos a las zonas inhóspitas, sobre todo al norte, donde vuestra falta de circulación sanguínea no os permitía soportar las bajas temperaturas. Pero vosotros, ¿qué ibais a hacer? No podáis alejaros de nosotros. Es lo que pasa cuando intentas luchar contra tu comida. Mientras que nosotros nos podíamos reagrupar lejos en nuestros refugios, vosotros estabais obligados a rodearos de los mismos seres que soñaban con decapitaros a cada segundo.

¿Pero sabes cuál es la ironía definitiva? Cuando nos enseñasteis que bebiendo vuestra sangre podíamos adquirir algunos de vuestros poderes. Sí, ya te lo he dicho antes: en ciento dieciocho años he perdido muchas cosas. Pero no es casual que siga aparentando la treintena.

Hay algo sorprendente de la tortura y es que, a veces, el torturado no dice lo que quieres oír sino la verdad. Recuerdo la vez en la que mis hermanos y yo capturamos a un oficial de la administración, un colaboracionista de la peor clase. Por supuesto, con alguien que le había dado la espalda a su propia especie no tuvimos piedad. Lo que quedaba de él al final nos enseñó mucho. Aprendimos que si nos convertíamos en los depredadores, tendríamos vuestras ventajas sin ninguno de los inconvenientes. ¿Imaginabas que pudiera ser que el huésped se convirtiera en el parásito? Va en contra de todas las leyes naturales. Aunque, quizá, tal vez por eso deberíais haberlo sabido.

En cuanto os vimos como presas, todo acabó para vosotros.

Pero imagina por un momento, ahora que te golpeo por segunda vez a la altura de la ingle para cortar tu pierna derecha, que no hubiéramos contado con nuestra adaptabilidad generacional, ni con nuestra flexibilidad ambiental, ni con vuestra necesidad, ni con el efecto inesperado de vuestra sangre en nuestro organismo… Aun así, ¿de verdad pensasteis que podíais vencernos? ¿A nosotros, que fuimos el atroz siglo XX? ¿A nosotros, que sistemáticamente, edad tras edad, hemos demostrado nuestra capacidad para la crueldad?

Si me paro a pensarlo de verdad, es este último factor, más que cien años de historia, el que nos han llevado a este momento.

Con el tiempo llegó el contraataque final. Con el tiempo llegó la euforia repetida después en infinidad de películas: la escena de un ser humano, rodeado de la luz del sol como un aura divina, acabando con un vampiro, restituyendo el orden natural. Por supuesto, esas idealizaciones están muy lejos de la realidad.

Lo primero, antes incluso que decidir el destino de los vampiros supervivientes del régimen derrocado, fue ajustar cuentas entre nosotros. Lo primero fue la purga, en la que nos deshicimos sin contemplaciones de los colaboracionistas conocidos… y de los supuestos. Por seguir con los paralelismos, no sé si lo viviste —ahora que te secciono la otra pierna y te miro no sé si tienes los veinte años que aparentas—, el circo de los juicios de Núremberg fue un anuncio publicitario en comparación. En la purga demostramos que la cantidad de odio que podíamos verter sobre un enemigo no es ni lejanamente cercana a la que podemos desencadenar contra nosotros mismos.

Y luego, también como siempre, alguien convirtió lo que había aprendido en la guerra en un negocio.

Por eso es por lo que de verdad estamos aquí, por eso es por lo que aseguro el torso sin extremidades en el que te he convertido con las correas del contenedor que he traído conmigo.

Tendrás que reconocerme que ni en vuestros sueños más surrealistas habríais podido imaginar el resultado final. Ya sabes lo que pasó cuando las empresas farmacéuticas y cosméticas supervivientes se dieron cuenta de que tenían al alcance de la mano la fuente de la eterna juventud. Granjas, como las vuestras años antes, como las que recuerdo de mi infancia. Alimentados con plasma para poder extraeros la sangre procesada que me ha permitido perseguiros durante más de un siglo, que me ha permitido ser testigo de vuestro auge y caída.

Y sin embargo, no siento la liberación de la victoria. No siento la euforia de la venganza.

A pesar de que supuestamente hemos ganado, paso cada día en una existencia absurda. Os cazo para seguir vivo y para subastaros al mejor postor. Pero sólo siento odio. Día tras día. Nada más.

Porque pienso. Y soy consciente de que, a pesar de todo, la humanidad os envidiaba por ser los depredadores definitivos: fuertes, inmortales y, lo más importante, más allá de toda moral por una imposición biológica que os eximía de toda restricción ética. Suma eso a que nos distéis aquello con lo que la humanidad siempre ha soñado: un enemigo inhumano que justificara sin concesiones toda nuestra violencia, toda nuestra crueldad.

Y aquí estamos.

Por eso nos convertimos en vosotros.

Por eso ahora nosotros somos los monstruos.

Y yo no soy distinto. Sabiendo que puedo hacer contigo cualquier cosa, me planteo si violarte, como un ritual mágico en el que simbólicamente reafirme la victoria de la pulsión sexual, que es la fuerza del ámbito vital, sobre la muerte que representas. Si no fuera porque hace tiempo ya que el sexo no me sabe más que a cenizas, lo haría. ¿Ves? Dale a un hombre no ya poder, sino inmunidad, y dejará de ser un hombre.

Hemos dejado de ser hombres, y a pesar del eco de la culpa que siento, no soy capaz de escapar a la inercia de la que soy presa. Quizá en el siguiente giro de la rueda de la historia vuelva a ser una víctima y pueda expiar mi culpa. Quizá entonces pueda redimirme.

Pero ahora, en el momento en el que cierro la tapa del contenedor de metalón y dejo de ver tus ojos, en el momento en el que aseguro los cierres, noto el lastre del odio que me hace apretar los dientes.

Te odio, porque desde niño he luchado contra tu especie.

Te odio, porque recuerdo las atrocidades que cometisteis.

Te odio, porque recuerdo las atrocidades que cometimos.

Te odio, porque me has convertido en un monstruo.

Pero, sobre todo, te odio porque me has enseñado que, con la suficiente distancia, no hay diferencia entre víctimas y monstruos.

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