Una sencilla historia china sobre el Guerrero del Día, el Guerrero de la Noche, el Hermano Samoano, una mujer y el monje shaolín que los enfrentó
por entodalabocaLa verdad inexorable que debe saber el buen luchador de kung fu es que el único contrincante al que no se puede ganar es a la Muerte. Pero no te creas superior por ello porque esa verdad la conoce hasta el insecto más insignificante.
Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Preceptos de la lucha encarnizada
Xiao y Kipu están disfrutando de su día libre. Es otoño y las hojas caídas cubren todo el suelo del jardín de su gimnasio. Una suave y fría brisa mueve las hojas de un lado para otro. No hay nada mejor para dos chicos de once años que tumbarse sobre el suelo y observar el movimiento de las nubes en un día un tanto nublado. El silencio del jardín se quiebra constantemente con el ruido del agua del riachuelo que atraviesa el lugar. Los dos chavales respiran orgullo. Están orgullosos de pertenecer a uno de los gimnasios más importantes de Hong Kong. El nombre del gimnasio Chiao Penn, también conocido como «La casa del crisantemo de la montaña helada», es escuchado con temor por sus enemigos. Nadie quiere enfrentarse a ellos. La dureza del entrenamiento y las técnicas secretas de sus maestros convierten a los discípulos en auténticas máquinas imparables. Xiao y Kipu saben que tienen suerte porque es muy difícil formar parte del gimnasio Chiao Penn.
Xiao y Kipu deciden dar un paseo por el patio sembrado de árboles de color rojizo.
—Vamos hasta el muro a encontrarnos con él —dice Xiao con una sonrisa malvada en la cara.
Kipu asiente porque la idea le gusta. Van a pasar un rato divertido metiéndose con el tipo raro del gimnasio.
Llegan hasta el final del patio y se topan con el muro de separación que da al mundo exterior. En una esquina y rodeado de pequeños setos hay una mesa con una silla en la que está sentado un personaje de lo más singular. El hombre en cuestión parece fatigado y envejecido. Es el tipo más raro que los chavales se han encontrado nunca. Viste de una manera sencilla, con la camisa y los pantalones tradicionales. En su cintura luce el cinturón negro de los graduados en el gimnasio Chiao Penn, y de él cuelga una vieja espada. Nunca se mueve de ahí salvo en contadas excepciones. Permanece sentado y sombrío con la mirada perdida dejando pasar el tiempo. Parece pensativo. Xiao y Kipu se acercan a escondidas hacia él. La cara del hombre está decorada con profundas cicatrices. Sus manos están agrietadas y sus nudillos inflamados. Xiao cree que es una víctima perfecta para sus bromas. El chico coge un poco de barro del suelo y hace una pequeña bola. La lanza hacia el hombre con todas sus fuerzas. Le da de pleno en la espalda. Como esperaban, no ha habido reacción alguna. El hombre permanece inmóvil ante la broma. A Kipu le parece de lo más gracioso y ríe hasta llorar. Xiao se envalentona y vuelve a lanzar más bolas de barro. Nada, ni se inmuta. Xiao hace una seña a Kipu y los dos se abalanzan sobre el pobre hombre sentado. Con un rápido y certero movimiento de sus piernas asestan dos golpes en los costados del hombre. Éste cae al suelo. No pronuncia ni un sonido de dolor. Kipu lanza un puñetazo llamado «golpe de estrella» en la cara del hombre. Xiao lo acompaña con el golpe de mano llamado «serpentina». El hombre se incorpora y vuelve a su sitio sin apenas inmutarse. Una vez sentado de su boca emana un poco de sangre. De repente los chavales sienten un enorme calor abrasador y doloroso en sus collejas. El impacto es tan grande que pierden el equilibrio. Una vez en el suelo reaccionan y se giran para buscar a la persona que los ha golpeado. Es el Gran Maestro Xuan.
El Gran Maestro permanece con una cara indolente delante de los chicos. Su enorme túnica blanca se agita con el viento, junto con su poblada, larga y puntiaguda barba blanca. La barba es un signo que muestra el nivel del maestro. Cuanto más larga, más nivel. Y la barba de Xuan es muy, muy larga.
—¿Qué hacéis? —pregunta el Gran Maestro.
—Sólo estábamos gastando una broma, mi Gran Maestro —contesta tembloroso Xiao.
—Así es, mi Gran Maestro —añade Kipu.
—Pelear con alguien que no os va a devolver el golpe es un acto cobarde. El kung fu es nobleza y vosotros no estáis respetándolo.
Los chavales se levantan del suelo y agachan sus cabezas en señal de arrepentimiento. Kipu abre la boca para intentar justificar la acción. Las palabras no llegan a salir de su boca. El Gran Maestro lanza dos bofetadas a cada uno de los chicos en una fracción de segundo.
—No tenéis derecho a hablar.
—Pero Maestro… —dice Kipu antes de que otras dos bofetadas acallen su voz.
Xiao lanza un leve suspiro aliviado de que esta vez no le haya tocado a él también. El Gran Maestro se da cuenta de que le falta alguien por pegar y Xiao recibe su ración de bofetadas.
—Sois muy valientes. Pero no lo seríais tanto si conocierais la historia de este hombre. Ahora parece un trapo viejo, pero la realidad es otra. Si vuestro cerebro diera más de sí, tal vez podríais comprender la magnitud de la épica vida que ha llevado este pobre hombre.
—Pues a mí me parece un débil vagabundo —suelta Xiao, que se arrepiente inmediatamente de haber abierto la boca.
El Gran Maestro vuelve a abofetear a los dos chavales. Sus mejillas están tan rojas que si una mosca se posara en ellas chillarían de dolor.
—Este hombre, pequeños sucios hijos de un cerdo vietnamita, es el gran Ming Lee. Es el Gran Guerrero de la Noche. Los reyes se mataban entre ellos para conseguir que él luchara entre sus filas. Su nombre era tan temido que algunos preferían quitarse la vida antes que someterse a sus técnicas de dolor infinito. Él solo se ha enfrentado a doscientos hombres armados con espadas. Podría llenarse un lago entero con la sangre derramada de sus enemigos y, probablemente, podría llenarse otro lago con la sangre que ha derramado su propio cuerpo durante las infinitas luchas en las que se ha batido. Poseía tanta fuerza que acabaría con vosotros con un leve soplido.
El Gran Maestro pronuncia estas palabras a la par que limpia la sangre de la boca de Ming Lee y le sacude el polvo de sus ropas. Ming Lee sigue con la mirada perdida. Después de la alabanza el Gran Maestro permanece en silencio mirando fijamente al hombre sentado. Los chicos jurarían después que el Gran Maestro dejó escapar una lágrima durante esa eterna y silenciosa mirada. Luego sigue hablando.
—Su maldición fue su grandeza. Solamente había una persona que podía derrotarlo… su hermano, el Gran Guerrero del Día. Es una historia demasiado dolorosa. Casi una vergüenza para el gimnasio Chiao Penn.
—¿El Gran Guerrero del Día? —preguntan a la vez Xiao y Kipu.
La mirada del Gran Maestro se vuelve sombría.
—Tao Lee, es el hermano de Ming, el Gran Guerrero del Día. Los reyes se mataban entre ellos para conseguir que él luchara entre sus filas. Su nombre era tan temido que algunos preferían quitarse la vida antes que someterse a sus técnicas de dolor infinito. Él solo se ha enfrentado a doscientos hombres armados con espadas. Podría llenarse un lago entero con la sangre derramada de sus enemigos y, probablemente, podría llenarse otro lago con la sangre que ha derramado su propio cuerpo durante las infinitas luchas en las que se ha batido. Poseía tanta fuerza que podría acabar con vosotros con un leve soplido.
Xiao y Kipu se miran el uno al otro. Xiao se atreve a hablar:
—Gran Maestro. Me parece que os estáis repitiendo.
En el momento en el que Xiao y Kipu creen que van a recibir otro par de golpes se percatan de que la mirada del Gran Maestro apunta al infinito. Una lágrima recorre su mejilla y se oculta entre la espesa barba blanca.
—No me repito. Sois más estúpidos que un camello con amnesia. Ming y Tao eran lo mismo. Lo que hacía uno el otro también. Eran casi la perfección. Se podían haber convertido en grandes maestros, pero su destino era otro.
—Gran Maestro cuéntenos la historia de esos grandes guerreros —ruega Kipu intentando dibujar una mueca de pena en su rostro, cosa bastante difícil debido a que sus mejillas están tan hinchadas por los golpes del maestro que parece que se ha metido dos globos en la boca.
El Gran Maestro suspira profundamente. Traga saliva con dureza. En su rostro se dibuja la culpa y el dolor del recuerdo amargo que supone para él la tragedia de los dos hermanos.
—Está bien. Os contaré su historia. Pero tenéis que prometer estar en silencio y luego debéis reflexionar sobre ella porque su mensaje puede ayudaros en los tiempos venideros. Empezaré diciendo que yo ya era viejo cuando conocí a los hermanos Lee por primera vez.
—¿Alguna vez fuisteis joven, Gran Maestro? —pregunta Xiao.
Dos golpes sonoros de bofetadas rompen el penetrante silencio del jardín del gimnasio Chiao Penn…
***
Sangra, sangra, sangra, sangra, y cuando creas que ya no puedes sangrar más, vuelve a sangrar porque esa será la única manera en la que el arte de la lucha quede grabado en tu mente. Y si te preguntas quién es el que te va a hacer sangrar, sólo tienes que dirigirte a tu maestro el primer día de enseñanza y él amablemente te responderá con su vara de bambú.
Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Guía de presentación para el iniciado en el arte del kung fu
El Maestro Chiao encontró a Ming y Tao escondidos entre las ruinas de una casa. Eran dos pequeños críos asustados que intentaron huir de la masacre que ocurrió a su alrededor. El Maestro Chaio por aquel entonces participaba en una guerra junto con el Rey Huao. Estaba a punto de conseguir el nivel de Gran Maestro. Su barba negra era muy larga y sus técnicas de lucha eran perfectas. Pero tuvo que acudir a la guerra para enfrentarse a los enemigos de nuestro rey. Los soldados del rey entraron a un pueblo y lo arrasaron hasta los cimientos, quemaron los campos de arroz y mataron a todos los animales del pueblo. El maestro Chiao estaba en contra de la barbarie y la brutalidad empleados por su señor, pero no podía hacer mucho dado que el deber de todo guerrero es seguir las órdenes de su superior. Mientras Chiao contemplaba la obra de destrucción de sus compañeros se percató de que unos soldados de su compañía se divertían atemorizando a unos niños. Los chicos no debían tener más de seis o siete años. Lo curioso es que, en lugar de echarse a temblar o llorar cuando fueron descubiertos entre las ruinas de una casa, intentaron luchar torpemente contra los soldados. Su rabia era tal que no dejaron de llorar y lanzar insultos a sus contrincantes. Los soldados encontraron muy divertido aquello e intentaron hostigarlos todo lo que pudieron para reírse de los niños enrabietados. El Maestro Chiao observó la mirada de los niños. Era la mirada del guerrero puro. Era la mirada del hambre de la lucha, de la confrontación. Era la mirada que todo buen luchador de kung fu tenía cuando se disponía a luchar.
Uno de los soldados levantó su espada dispuesto a acabar con el espectáculo. En el momento en el que iba a dejar caer su hoja sobre la cabeza de los niños, el Maestro Chiao detuvo la mano del soldado.
—¿Qué haces? —preguntó Chiao al soldado.
—Son enemigos y deben morir. Además me estoy aburriendo con estos críos —respondió el soldado muy enfadado con el maestro por detener su golpe.
—¿Qué clase de hombre mata a niños y pretende ser respetado?
—Soy un soldado, y deben morir o se harán mayores y luego buscarán venganza contra nosotros.
—La venganza es una opción en sus vidas. Tienen derecho a tener esa opción y tú no eres nadie para impedirlo. Si fueras hombre dejarías que ellos trazaran su destino en lugar de decidir por ellos.
El soldado bajó el brazo y se deshizo de la mano del maestro que lo sujetaba. Cuando Chaio bajó la guardia el soldado volvió a la carga e intentó matar a los niños. Chaio reaccionó y aplicó su golpe de tres puntos de presión sobre el soldado. Con su dedo índice ejerció una presión precisa sobre la frente, el corazón y el estómago de su enemigo. Acto seguido el soldado quedó inmovilizado, sus ojos explotaron en sus cuencas y murió antes de que su cuerpo inerte tocara el suelo. Los demás soldados se pusieron en guardia ante el ataque del maestro. En ese instante apareció el Rey Huao montado sobre su caballo negro y pertrechado con su magnífica armadura. El Maestro Chaio comprendió que había cometido un error al atacar a su compañero de armas y esperó un castigo del Rey.
—Rey mío, he decidido sobre la vida de este hombre y espero que tu justicia caiga sobre mí —dijo el Maestro Chiao.
—Conozco al hombre que has matado y te puedo asegurar que se merecía lo que le ha pasado. Sólo tengo que darte las gracias en nombre de mi reino por librarme del mayor imbécil que ha pisado mis tierras. Lo malo es que ahora tendré que buscar a un nuevo imbécil que lo sustituya.
Chiao quedó pasmado ante la compasión de su Rey. Reunió valor y pidió un favor a su majestad.
—Dadme a los niños, mi Señor. Quiero entrenarlos en mi gimnasio.
El Rey contestó con una frase llena de sabiduría:
—¡Bah! Haz lo que te dé la gana.
Ming y Tao observaron atentamente al maestro Chiao. Estaban temblorosos ante el espectáculo de lucha que había ofrecido. Tao fue quien se aventuró a hablar.
—¡Ten por seguro que te mataremos algún día!
El Maestro Chiao sonrió y le contestó:
—Te voy a decir algo más. Te aseguro que dentro de unos meses desearás matarme. Dentro de un año planearás matarme. Dentro de cinco años intentarás matarme. Dentro de diez años lamentarás no haberlo conseguido. Pero al final me amarás como amas a tu hermano y luego, tal vez, deje que me mates. Y ahora te voy a dar la primera razón para que quieras matarme que va unida a tu primera lección como alumno mío.
El Maestro Chiao lanzó una bofetada con el dorso de la mano a la cara de Tao. El chico cayó de culo en el suelo.
—Lección uno. No se habla hasta que yo lo diga.
***
Se debe evitar que el mensaje de paz de la paloma sea devorado por el mensaje de lucha del tigre. Aunque no se puede culpar al tigre, porque la paloma es un bicho repugnante, el autocontrol debe imperar en la mente del buen luchador.
Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Conflictos internos en la filosofía del guerrero
Pasaron los años y el aprendizaje de Ming y Tao empezó a dar sus frutos. Los dos chicos se convirtieron en dos jóvenes ávidos de conocer los secretos del kung fu. La perfección en la realización de sus técnicas dejaba pasmados a sus profesores. Movimientos reservados para alumnos mayores eran asimilados por los chicos con enorme facilidad. El Maestro Chiao supo que estaba ante dos máquinas de luchar. La particularidad era que a Ming le gustaba practicar por las noches. Se situaba en el centro del gran patio de entrenamiento para practicar los moviemientos. Cada uno de sus pasos era sincronizado y medido a la fuerza. Los gestos de las técnicas como el «combate del búho», «el mono insomne, borracho y loco», «la grulla asesina», «la anguila mortal»… eran repetidos una y otra vez hasta llegar al nivel de los maestros que crearon dichas técnicas. Por el contrario su hermano Tao prefería la luz del día para hacer sus prácticas. Realizaba las técnicas que anulaban a las de su hermano como «la defensa del ratón», «el chacal devorador de monos», «el asesino de grullas», «el tiburón desdentado»… todo ello con la misma precisión en la ejecución que los maestros que las habían diseñado. Pero la verdadera especialidad de los chicos era el manejo de armas. El encargado que les enseñó el manejo de la espada, la lanza y los cuchillos fue el monje shaolin Yin Yuan. Era un personaje gris y pequeño, con gafas y completamente rapado. Los maestros Chaio y Penn lo contrataron por su excelencia en todo tipo de armas. Los hacía entrenar con armas de verdad. Los cortes eran frecuentes y los golpes también. Cuanto más entrenaban más fuertes se hacían. Una vez llegaron a luchar entre ellos dando gigantescos saltos por todo el patio hasta llegar a los techos de los edificios de los gimnasios. Allí pelearon durante mucho tiempo entre ellos. Iban de edificio en edificio saltando y chocando sus espadas. Llegó la noche y la luz de la luna los iluminó lo suficiente como para continuar el combate. Al final los dos se derrumbaron desfallecidos de tanto luchar y hubo que subir a bajar sus cuerpos porque no fueron capaces de incorporarse debido a la fatiga. Una vez en el patio el monje Yin Yuan observó que a pesar de estar extenuados los chicos no habían soltado las espadas. También se percató de la sangre que empapaba las mismas. Ming y Tao se habían alcanzado en muchas ocasiones a lo largo del combate. Yuan preguntó:
—Tao, ¿por qué no has vencido a tu hermano?
—No lo sé, monje Yuan —contestó Tao entre jadeos.
—Ming, ¿por qué no has vencido a tu hermano?
—No lo sé, monje Yuan —contestó Ming casi sin poder respirar.
—Os diré por qué. Tenéis grabado en vuestras cabezas que sois hermanos. No os veis como contrincantes. Debéis salvar esa diferencia. Dejad que el odio emane de vuestro interior, canalizadlo y atacad. Vosotros dos sois vuestros verdaderos rivales. Nadie puede igualaros. Ninguno de los dos podrá saber nunca quién es el mejor hasta que no superéis la barrera de la sangre.
Un buen día el Maestro Penn volvió de su viaje por unas islas remotas. Junto a él llegó un chico un poco menor que Ming y Tao. Su aspecto era diferente al resto de los presentes en la recepción del Maestro Penn. Era un chico gordo, moreno, con algunos tatuajes extraños en su cara. Era un extranjero que pisaba el gimnasio. Eso estaba especialmente prohibido por las leyes del kung fu. Ninguna persona que no fuera china podía recibir las enseñanzas heredadas del gran Muai Lin Luan. Pero la cuestión estaba en que el Maestro Penn se había encaprichado del chico. Quería que fuera uno más. Según contó después el chico era un prisionero de unos piratas que asaltaron el barco en el que el maestro viajaba. Tras derrotar a los piratas el maestro encontró al chico gordo medio muerto en la bodega del barco. Penn y Chaio entablaron una discusión delante de los presentes. Eso no era habitual en ellos. Chaio, evidentemente, estaba a favor de la ley y no quería la presencia del chico. Penn defendió al extranjero y dijo que quería darle una oportunidad. Tras un largo tiempo de gritos, Chiao permitió que el chaval gordo se quedara en el gimnasio, e incluso accedió a entrenarlo. La única condición que puso fue que nunca le enseñaría técnicas secretas inventadas por él. Penn asintió y entregó al chaval a la custodia del maestro Chiao. La recepción terminó y todos volvieron a sus aposentos. Todos, excepto Ming, Tao, el Maestro Chiao y el chico gordo.
Ming y Tao examinaron al extranjero. Empezaron a burlarse de él. Ming le pegó en la cara y Tao lanzó una patada en el estómago del chico. El chaval gordo ni siquiera protestó. No lanzó ni un simple quejido, apenas pareció inmutarse. El Maestro Chaio golpeó a sus dos alumnos en el esternón con un movimiento parcial de la técnica llamada «aguijón de abeja». Ming y Tao se doblaron por culpa del dolor. El Maestro dijo:
—Lección trescientos cincuenta y uno: si no estamos entrenando, al extranjero sólo le pego yo. En vista de que dudo que haya aprendido nuestro idioma, os encargo de que le enseñéis el mandarín. Tenéis un mes para hacer que me entienda, de lo contrario os castigaré. Seguro que tiene un nombre salvaje. Intentad sonsacárselo y después ponendle un nombre más apropiado a nuestros gustos.
—Pero Maestro, ni siquiera sabemos de dónde es el chico —argumentó Tao.
—¡Me paso la vida educando a un par de cabras inútiles! Es un samoano. Un futuro guerrero como vosotros, pero es un ser inferior.
—Pues lo llamaremos «Gordo Samoano» —dijo Ming.
Tao asintió y el chico samoano se rascó la cabeza mientras miraba con cara de circunstancias a las tres personas que tenía delante.
***
La vida del hombre es tan corta como la vida de la flor del cerezo. De tus actos depende sentirte realizado antes de que el final llegue.
Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Vive, lucha, muere y otras consideraciones oportunas para el guerrero
Unos pocos años después Ming, Tao y Gordo Samoano se hicieron un trío inseparable. Gordo Samoano jamás les dijo su verdadero nombre. Prefería el que ellos le habían puesto. Ming y Tao eran ya una leyenda entre los demás alumnos del gimnasio y entre los alumnos de otros gimnasios cercanos. Gordo Samoano se hizo un lugar entre ellos gracias a su enorme fuerza, coraje y su facilidad de aprendizaje.
Pero no todo era felicidad. Entre los dos hermanos había ido naciendo una creciente rivalidad. Por separado ninguno de ellos había sido derrotado por adversarios de otros gimnasios en los entrenamientos conjuntos. Sólo eran superados por sus maestros o por los maestros de otros lugares. Pero cuando luchaban entre ellos los combates duraban horas. No se terminaban nunca. Era como si pudieran anticiparse a los pensamientos del otro.
Llegó la hora de lo que se conoce como «el camino solitario». Los alumnos del gimnasio debían peregrinar hasta la tumba del Gran Maestro que fue el primero en dominar el arte marcial del kung fu, Muai Lin Luan. Esa peregrinación servía a los alumnos para enfrentarse a los peligros del mundo más allá de las murallas de sus gimnasios. Los tres amigos estaban impacientes por salir de allí por primera vez en años. Recogieron sus cosas y se les dio un poco de dinero para el gran viaje. Los maestros Chiao y Penn estaban esperándolos en las enormes puertas de madera roja que conducían al exterior.
—Volved como hombres o no volváis —dijeron al unísono los maestros.
Antes de partir comprobaron el estado de sus armas. Ming y Tao con sus espadas relucientes y nuevas se sentían seguros. Gordo Samoano comprobó la firmeza de su inseparable maza.
Aquel viaje estuvo lleno de peligros para los tres. La anécdota más comentada fue el día en el que pasaron por un pueblo y se detuvieron a comer. Ming y Tao querían darse un pequeño festín tras enfrentarse a unos asaltantes de caminos. No habían sido rivales para los tres discípulos del gimnasio Chiao Penn. Entraron en el establecimiento de un posadero. Pidieron mucha comida y llenaron sus estómagos hasta reventar. Una vez terminaron de comer se dirigieron hacia la sombra de un árbol para echarse una pequeña siesta. Gordo Samoano no quería dormir y se fue a dar una vuelta por el pueblo. Al cabo de un buen rato Gordo Samoano volvió al encuentro de sus amigos. Ming y Tao estaban donde los había dejado pero cuando fue a despertarlos estos no respondían. Los llamó y llamó pero no se despertaron. Echó un vistazo a su alrededor y sus pertenencias habían desparecido. Comprendió que les habían puesto una trampa para robarles todo lo que tenían. «Tal vez usaron veneno en la comida», pensó Gordo Samoano. Una risa chillona lo sacó de sus pensamientos. Levantó la vista y vio que estaba rodeado por siete hombres. Eran los mismos asaltantes del camino. Humillados por la anterior derrota se habían curado sus heridas y se habían adelantado por un camino más corto para seguir a los chicos. Debieron echar el extracto de una planta del sueño en la comida y, por alguna razón, no había afectado a Gordo Samoano. El que reía era un hombre muy grande y alto que no estaba entre los anteriores asaltantes. Parecía mucho más preparado que el resto de sus compañeros, y debía ser el líder del grupo. Después de reír habló:
—¡Malditos! Ésta es nuestra venganza y ahora te toca a ti también, sucio gordo extranjero. Soy un experto luchador y debes decidir cómo quieres ser derrotado. Puedes rendirte ante la técnica de la «garra asesina» —acto seguido realizó los movimientos de la técnica al aire—. Puedes morir con el golpe del «pulgar machacador» —otra vez realizó la técnica al aire—. Tal vez prefieras sufrir el «ataque definitivo de la chinchilla» —una vez más realizó la técnica—. Bien, gordo, ¿qué tienes que decir?
Gordo Samoano se rascó la cabeza y dijo:
—¿Qué es una chinchilla?
El jefe de los bandidos enrojeció del enfado. Dos gruesas venas hinchadas atravesaban su cuello. Se sentía humillado. Se adelantó y se situó delante de Gordo Samoano.
—Voy a disfrutar matándote y luego mataré a tus amigos —acto seguido agitó sus brazos y elevó un canto gutural como parte del inicio de una técnica de lucha no mostrada entre las anteriores—. Vas a sufrir el ataque de la «ira del rey» —continuó gritando.
Sus compañeros retrocedieron unos pasos porque ya sabían de la violencia de esa técnica. El jefe hacía más aspavientos con sus brazos mientras la fuerza acumulada en sus piernas provocaba dos pequeños cráteres bajo sus pies. Elevó los brazos al cielo y los bajó hasta situarlos en posición de lanzar puñetazos. Justo en ese momento de la boca de Gordo Samoano emanó un grito de guerra y soltó un cabezazo en la cara del jefe de los bandidos. Un segundo de tensión y silencio. El viento sopló ligeramente. Los golpes de los juncos entrechocando presagiaban una futura ventisca. Los bandidos se miraron unos a otros. Gordo Samoano se rascó la cabeza. Y el inmóvil cuerpo del jefe de los bandidos en su postura de ataque cayó de espaldas muerto. El resto de los bandidos se colocaron en posición de ataque. Todos gritaron a la vez «ataque en masa» y se lanzaron a por Gordo Samoano.
—Nunca he entendido esa estúpida costumbre china de gritar el nombre de las técnicas antes de atacar —pronunció Gordo Samoano.
Acto seguido empezó la batalla. Los bandidos eran rápidos y superiores en número, pero Gordo Samoano había entrenado con los mejores. Lanzó un par de golpes con sus poderosos brazos que barrieron a tres de sus adversarios. Luego cogió de su espalda la maza y asestó un certero ataque sobre la cabeza de otro, que cayó fulminado. A pesar de su gran envergadura, se movía con ligereza. Con una patada voladora reventó la mandíbula y el cráneo a otro, y al último de sus adversarios le aplicó el golpe definitivo en el estómago con su rodilla. Este vomitó sus propias entrañas y murió al instante.
Poco después Ming y Tao despertaron de su letargo. Delante de ellos estaba Gordo Samoano haciendo guardia para cuidar su sueño con su maza en la manos. Los jóvenes espadachines vieron la masacre que había provocado Gordo Samoano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Tao.
—Querían mataros —contestó Gordo Samoano.
Ming miró a su hermano y comprendieron que estaban vivos gracias a la ayuda de Gordo Samoano.
—Sabes, Gordo, creo que va siendo hora de cambiarte el nombre —dijo Tao.
—Exacto. A partir de ahora serás «Hermano Samoano» —continuó Ming.
Hermano Samoano sonrió mientras desincrustaba un diente clavado de uno de sus enemigos del extremo de su maza.
***
A veces duele más una palabra que un puñetazo.
Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Misterios de la guerra
Continuaron con su viaje hasta la tumba del Gran Maestro Muai Lin Luan. Llegaron ante ella y presentaron sus respetos depositando flores de loto. Los tres jóvenes estaban llenos de orgullo tras su visita a la tumba del Gran Maestro
De regreso al gimnasio pasaron por el templo shaolín. Poco antes de partir el monje Yin Yuan les dijo que estaría en ese templo meditando y que se pasaran a descansar. El monje Yuan los recibió con un humilde festín y pidió a los chicos que relataran sus aventuras llenas de peligros. Los tres no pudieron evitar fijarse en la joven sirvienta que les traía los platos de comida. Era bella y esbelta, de largo cabello negro y labios gruesos. Tenía una mirada capaz de romper la coraza más gruesa. Las risas y los comentarios siguieron hasta que los jóvenes se fueron a sus aposentos individuales para descansar y dormir.
Esa noche el monje Yuan fue a visitar a Tao. Hablaron durante horas del significado del kung fu y el zen. El Monje Yuan insistía en que Tao era mejor que su hermano y que debía demostrarlo en un combate singular entre ellos. Como regalo por su visita al templo, el monje Yuan hizo venir a la joven sirvienta para que pasara la noche con Tao. Era hora de convertirse en un hombre de verdad. Después de su encuentro con la chica, Tao no le dio importancia a las palabras del monje pero se quedó dormido mientras esa idea rondaba de puntillas por su cabeza. Estaba más centrado en la chica con la que había estado. Lin Yao, decía llamarse esa flor de invierno.
Al día siguiente el monje Yuan convenció a los chicos para que alargaran su estancia unos días más. Ming y Hermano Samoano se percataron de la extraña hostilidad que había crecido dentro de Tao. Estuvo esquivo todo el día. Esa noche el monje fue a visitar a Ming. La cosa fue igual que en el caso de Tao. Hablaron y el monje dejó caer que Ming era mejor que su hermano, y que debía demostrarse en un combate singular. Hizo pasar a Lin Yao y estuvieron juntos toda la noche. Ming también se enamoró de ella.
A la mañana siguiente era Hermano Samoano el que comprendió que algo estaba pasando. La actitud de los hermanos era fría y distante. Apenas hablaban entre ellos. Durante un entrenamiento con los monjes vieron que Lin Yao era una alumna más. Su destreza con los cuchillos era única.
Poco después los chicos partieron de vuelta al gimnasio. Todo era distinto, todo había cambiado. Cuando los jóvenes desaparecieron por el horizonte Lin Yao fue a hablar con su maestro shaolín.
—¿Por qué los enfrentas, maestro Yuan?
—Porque dentro de poco no habrá nadie que pueda vencerlos sobre la faz de la tierra. Porque no soportarán quedarse con la duda de si serán capaces de vencerse uno al otro. Pero sobre todo lo hago porque intentaré convencer al vencedor para que se una a nosotros para propagar las enseñanzas shaolín por todo el mundo, sometiendo a nuestros enemigos.
—Maestro, me he dejado utilizar porque creía que estaba ayudando a mis hermanos, pero creo que me he enamorado de los dos.
—Pues tienes que hacerte a la idea de que uno de los dos morirá.
De vuelta al gimnasio la vida prosiguió. Los años pasaban y Ming y Tao intentaban evitarse. Su único nexo en común era Hermano Samoano. Ming entrenaba por el día. Su técnica avanzaba y estaba a un paso de la perfección absoluta. Tao hacía lo mismo por las noches y no se quedaba atrás. De vez en cuando, acompañando al monje Yuan, los visitaba Lin Yao. Era discreta e intentaba estar con los jóvenes por separado. Los sentimientos confusos de la chica la llevaban a la ansiedad de tener que decidirse por uno de los jóvenes, pero ella se veía incapaz. Hermano Samoano hacía ya tiempo que sabía de la existencia de este amor imposible, pero no había contado nada a sus amigos.
Un día el gimnasio fue atacado por el ejército de un rey rival de su señor de la guerra. La lucha fue encarnizada. La sangre corría a raudales. Ming y Tao lucharon juntos por primera vez desde que volvieron de su viaje de peregrinación. Junto a Hermano Samoano y Lin Yao lograron detener el avance de los enemigos. Usaron sus mejores tácticas de guerra. Las espadas de los hermanos cortaban la carne como si fuera mantequilla. La contundencia de los golpes de la maza de Hermano Samoano paraban los pies a muchos enemigos. Las heridas que provocaban los cuchillos de la mujer hacían que sus víctimas se desangraran hasta la muerte. Nadie se lo esperaba, pero los del ejército enemigo habían traído arqueros. Se situaron desde el exterior de los muros y lanzaron una lluvia incesante de flechas cubriendo el patio y los edificios. Caían tanto amigos como enemigos. Ming y Tao se elevaron por encima de los muros con un gran salto y se lanzaron en una carrera hacia los arqueros. Esquivaban los ataques de otros espadachines que esperaban fuera y evitaban el alcance de las flechas que les lanzaban. Corrieron y corrieron como el viento más veloz hasta llegar a la posición de los arqueros. Allí sus espadas hablaron por ellos. Acabaron con decenas. Golpe tras golpe, los enemigos caían a sus pies. Después de la batalla los dos hermanos volvieron a su gimnasio andando y en silencio. Habían vencido pero ni siquiera se miraban para darse la enhorabuena por la victoria. Desde la puerta de la entrada Hermano Samoano soltó una lágrima. Algo en su interior le dijo que la suerte estaba echada y que Ming y Tao no volverían a hablarse jamás en la vida. A su lado estaba Lin Yao que también lloraba.
—Es culpa mía, ¿verdad?
—No, no lo es. Están destinados a enfrentarse. No hay más que hablar —dijo Hermano Samoano mientras la consolaba.
Unas semanas después los maestros Chiao y Penn junto con todos los profesores del gimnasio convocaron a los hermanos Lee. Ese fue el día de su graduación en el gimnasio. Estaban presentes todos los alumnos, incluido Hermano Samoano, y también Lin Yao. Los maestros dieron a Ming el nombre de Guerrero del Día, y a Tao el nombre de Guerrero de la Noche. Los dos iban a ser enviados con distintos señores de la guerra aliados para entrar a formar parte de sus ejércitos. Tao interrumpió la ceremonia.
—Primero debemos dejar claro quién es el mejor de los dos.
—Estoy de acuerdo —declaró Ming.
Los dos desenvainaron sus espadas y se pusieron en posición de ataque.
—¡Alto! —ordenó el Maestro Chiao—. Dejad que vuestras hazañas hablen primero por vosotros. No habrá enfrentamiento dentro de este gimnasio. Luchad contra vuestros enemigos y que sean ellos quienes decidan.
Los dos hermanos tomaron de mala gana esa decisión. Se marcharon a servir a sus señores y empezó su gran leyenda. Lucharon, sangraron, mataron. No había rival igual entre sus enemigos. Más de mil batallas libraron por separado. Lucharon contra ejércitos o contra rivales que individualmente se presentaban ante ellos para intentar vencerlos. Sembraron la muerte allá por donde pasaron.
De vez en cuando ambos acudían a visitar por separado a Lin Yao. La mujer había vuelto al templo shaolín para ayudar a sus hermanos contra los numerosos enemigos que entendían esa filosofía como una secta peligrosa. Cuando ella estaba ante uno evitaba hablar del otro. Estaba segura que cada uno de ellos conocía la existencia de este romance imposible. En más de una ocasión Lin Yao pensó en quitarse la vida y desaparecer, pero siempre se decía a sí misma que quería verlos una última vez antes de morir.
Después de mucho luchar los dos hermanos de manera voluntaria, y tras hablar por mediación de Hermano Samoano, se presentaron ante sus maestros Chiao y Penn. Estaban hartos de luchar y luchar. Sus enemigos eran incapaces de ponerse de acuerdo sobre cuál era el mejor. El Maestro Penn, hastiado por esta estúpida rivalidad, les propuso algo:
—Si queréis mataros entre vosotros es vuestra decisión. Pero para saber quién es el mejor se debe actuar con la mente y el cuerpo. Os propongo que antes de que iniciéis una lucha se resuelva una adivinanza. Yo elaboraré un poema que esconderá una. La resolución de ese acertijo quedará en manos de Hermano Samoano. Cuando los dos seáis capaces de demostrar que hay un cerebro debajo de vuestro pelo resolviendo la adivinanza se os convocará para que luchéis entre vosotros. Si el resultado es el empate, el juego volverá a empezar. Si uno de los dos no acierta la adivinanza, pierde. Y si uno de los dos muere en el combate pierde.
Hermano Samoano, presente en esa reunión se levantó y dijo:
—Queridos maestros, no puedo participar en esto. No soporto verlos pelear entre ellos para matarse. Son mis amigos, es más, diré que son como mis hermanos. No me dejéis esta responsabilidad.
—Hermano Samoano se ha convertido en un hombre noble. Eres digno de este gimnasio y entendemos tu dolor. Pero sabes tan bien como nosotros que se matarán igual estando tú o no —le contestó el Maestro Chiao.
—En ese caso acepto. Pero anuncio que dejo las armas con todo el honor y respeto que puedo conceder a mis maestros. Me gustaría enseñar a leer y escribir a los alumnos como hicieron mis amigos conmigo. Pero no levantaré mi maza nunca más.
—Es tu dolor el que habla por ti. Pero si eso es lo que deseas para realizar tu función dentro de este circo, que así sea. Permanecerás aquí enseñando esperando que ellos traigan la respuesta a la adivinanza.
El Maestro Penn lanzó la adivinanza en voz alta a los cuatro vientos. Los hermanos Lee escucharon con atención y escribieron sobre papel el poema de su maestro. Ambos volvieron con sus señores mientras intentaban encontrar la solución. Como estaba dicho, el Maestro Penn le dijo la solución a Hermano Samoano.
***
En el fin de mis días me doy cuenta de cuánto he luchado. Por honor, por venganza, por defender lo que creo. Pero, después de todo eso, llego a la conclusión de que gran parte de esas disputas se hubieran solucionado hablando delante de un buen té.
Muai Lin Luan, Sumo Maestro de kung fu,
sentencia del libro Disposiciones de un anciano luchador
Esperaron durante meses y los hermanos volvieron con la solución. En ambos casos era correcta. Inmediatamente después desenvainaron sus espadas y lucharon entre ellos. Cada uno de sus movimientos era contrarrestado por el otro. Lucharon y lucharon. Luego soltaron las espadas y lucharon con sus manos. Lucharon y lucharon. Pasaron horas y no daban muestras de rendirse. Lucharon y lucharon. Todas sus técnicas viejas y nuevas fueron puestas en práctica. Su carne sangraba. Sus ropas y corazas estaban destrozadas. Lucharon y lucharon. Al final los dos cayeron rendidos. Ming miró a Tao y le dijo:
—Luchamos por ser el mejor. Y el mejor se quedará con Lin Yao.
—Quédate con Lin. Yo lucho porque estoy harto de que se me compare contigo —replicó Tao casi sin convicción.
Como se esperaba, el Maestro Penn preparó otro poema adivinanza. Lo escribió en dos papeles y los dejó al lado de los dos cuerpos extenuados. Luego le dijo la solución a Hermano Samoano.
La historia se repitió en multitud de ocasiones. Pronunciaban la solución de la adivinanza y luchaban. Siempre empataban.
Pasaron los años. Y siempre lo mismo. Ellos aprendían nuevas técnicas y desarrollaban las suyas propias intentando sorprenderse. Pero de alguna forma el otro entendía cómo defenderse y contraatacar. Otra de las constantes que se repetía en los combates eran las lágrimas de Hermano Samoano observando aquella lucha fratricida.
Durante una de esas peleas se presentó Lin Yao. Antes de que empezaran a luchar sacó un cuchillo y se lo clavó en el estómago. Estaba cansada de verlos luchar. Estaba harta de ese sinsentido. Hermano Samoano intentó evitarlo pero no llegó a tiempo para curar sus heridas. Los hermanos Lee se arrodillaron a su lado mientras ella moría. Lloraron los tres junto al cadáver de la mujer. Una vez que las lágrimas se secaron comenzó la lucha entre Ming y Tao.
***
Así fue durante años y el resultado es éste. Han peleado tanto entre ellos que se ha convertido en su única obsesión. Por eso Ming permanece aquí sentado. Ha abandonado todo y está pensando en resolver el último acertijo que se le planteó. Ha sido capaz de abandonar el mundo que lo rodea para concentrarse sólo en esta lucha. Su hermano creo que no está lejos, también en el mismo estado. Por eso os digo que debéis respetar a este hombre. Su maldición está muy por encima de nosotros. No pararán hasta que se maten, y tal vez dentro de poco vuelvan a enfrentarse…
Xiao y Kipu miran al hombre sentado. Ahora lo respetan más que nunca. Xiao se aventura a hablar.
—Pero maestro, nosotros nunca lo hemos visto luchar. Y los maestros Chiao y Penn hace años que murieron. ¿Y dónde está Hermano Samoano?
—No lo habéis visto luchar porque la última adivinanza tiene una solución imposible. Y para vuestra sorpresa os diré que no fue un poema del Maestro Penn. Esta última adivinanza la creó Hermano Samoano antes de iniciar el viaje de vuelta a sus tierras. No pudo soportar la muerte de Lin Yao y por eso se esforzó en encontrar un poema adivinanza de casi imposible resolución. Es el legado del hermano extranjero que ha traído cierta paz a ésta su querida casa. La solución obra ahora en mi poder y espero a que los dos me la digan.
Xiao y Kipu escuchan la llamada para la cena. Se ha hecho tarde. El maestro los acompaña hasta el salón.
Una mosca se posa sobre la mano de Ming. No se inmuta. Ahora la mosca traza un vuelo errático hacia su nariz, y luego vuelve a echar a volar. Acto seguido Ming desenvaina su espada como un rayo y corta en dos a la mosca en pleno vuelo. Vuelve a envainar.
—No necesito más distracciones. Piensa, piensa, piensa…
Comentarios
Un cuento chino en toda su extensión… y porque hay un límite de páginas 😈
Me encantan las sentencias de los Maestros al comienzo de cada parte, creo que son más que un genial toque. Y, cómo no, el Hermano Samoano, una extravagancia que finalmente se convierte en lo mejor del relato, a mi parecer. Siempre sin olvidarse del planteamiento de la historia: esa idea de contraposición de dos hermanos y de esa forma tan «poética» es insuperable.
Plas, plas, plas una vez más 😀
Un relato espectacular en su contenido, su redaccion y sobre todo su originalidad, lo mejor como siempre, los personajes y ese increible final agridulce e inesperado, Chapó.
Una gran enseñanza: No juzguéis a las personas por su aspecto, pueden guardar profundidades insondables bajo su apariencia mundana… ¡Lo veis, lo veis, aunque Fran parezca un tirado de la vida escribe muy bien! Que sea la última vez que se le critica en mi presencia. Yo también haré un esfuerzo por no criticarle. Tus finales (sí, ésos de «no llego» y lo termino) mejoran en cada relato, enhorabuena.
Joé con la sencilla historia. Contiene los personajes más carismáticos de esta edición (con el permiso de Charles Bronson que siempre es el hombre más carismático en todas sus encarnaciones) y desarrolla una trama tan intelegente como arriesgada.
Pues yo creo que eres capaz de escribir infinitamente mejor y que no está a tu altura. Comienza genial pero abandonas el toque manga y ya no es lo mismo. He leído otros relatos tuyos y este es el más flojo (obviamente, para mí). En cualquier caso, enhorabuena. Besos
Me ha gustado bastante, pero como casi siempre precipitas el final.