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Una isla para olvidarse de sí mismo

por Relato ganador

I. El accidente

Me he despertado con dolor de cabeza, un horrible dolor de cabeza. Cuando me he pasado la mano por la frente he tocado sangre reseca. Me duele la garganta y siento un sabor salado en la boca que hace que quiera vomitar.

Me levanto despacio y aún mareado; la playa está frente a mí y la mar permanece tranquila, como si nada hubiera pasado. Lo último que recuerdo es a mí mismo agarrándome las rodillas y rezando a todos los dioses habidos y por haber. Nunca he sido religioso, ni siquiera creo en nada que no tenga que ver con el color del dinero. Aun así recé. Lo hice como si fuera lo último que tenía que hacer en la vida y, de hecho, pensaba que era lo último que iba a hacer.

Después el golpe, el olor a quemado y el agua inundándolo todo, mucha gente gritando y el avión hundiéndose inevitablemente en el mar oscuro.

Salgo saltando por entre los muertos, piso algún vivo, alguien me agarra y consigo zafarme con un golpe seco, llego al hueco abierto por el golpe y salto al agua y nado, nado hasta que mis músculos agotados me piden descanso. No quiero parar pero mi cuerpo no me responde, siento el frío recorriendo mis piernas y brazos, consigo seguir durante unos minutos más y después todo se vuelve negro, trago agua que escupo todo lo rápido que puedo, pero me hundo.

Y ahora estoy aquí, mirando cómo trozos del aparato destrozado llegan poco a poco a la playa. Y cuerpos, destrozados, quemados, algunos intactos pero exangües y petrificados por el rigor mortis. Si pudiera levantarme lo haría, pero estoy tan cansado que prefiero reclinarme un momento más para recuperar el resuello, al momento estoy durmiendo.

Cuando despierto sé que ha pasado mucho tiempo, mi ropa con tanta sal y al sol se ha casi petrificado, la sensación me hace sonreír tontamente, casi no puedo moverme, como una momia embalsamada. Siento la piel de la cara tirante y me pica, me he debido de quemar con el sol, quiero reír a carcajadas pero los labios agrietados se abren y comienzan a sangrar, sólo un poco, pero lo suficiente para darme cuenta de que estoy vivo, solo, pero vivo. Me doy la vuelta como puedo y consigo dormirme de nuevo.

Al fin me he levantado y recorro la playa como en un sueño. Sé qué ha pasado, pero mi mente no quiere asimilarlo: más de ciento cincuenta personas han perecido en el accidente, pero quiero creer que alguien como yo ha sobrevivido, así que ando por la playa hasta que doy la vuelta a la isla, porque eso es lo que es, una isla desierta de humanos y pequeña, tan pequeña que sólo he necesitado veinte minutos para recorrerla entera. Miro hacia el interior y veo una pequeña selva de palmeras, un centenar a lo sumo, he visto algún pájaro y cosas que reptan por el suelo, claro que todo lo que se mueva se puede comer y comienzo a tener un hambre atroz y sed, tengo la boca seca y sueño con un trago de agua fresca recorriendo mi garganta.

Sé que va a ser difícil y me pongo a pensar frenéticamente, rompo mis pantalones a la altura de la rodillas y rasgo mi camisa por los hombros, así estaré mas cómodo, guardo los retales para más adelante, nunca se sabe cuándo los podré necesitar.

Recojo unas cuantas planchas pequeñas del fuselaje y escojo un par de ellas para recoger agua, en estas latitudes llueve todas las tardes unos minutos, si tengo suerte beberé algo esta noche, si no desfallezco antes.

He contado treinta y siete cuerpos, sé que tengo que enterrarlos, por caridad y sobre todo por el olor, nauseabundo y penetrante. Lo dejaré para cuando el sol empiece a desaparecer, hace demasiado calor y no me queda mucho que sudar. Lo que sí hago es abrir todas las maletas que encuentro por la orilla y recojo todo lo que creo que voy a necesitar: no tengo ni idea de dónde estoy ni cuánto tiempo estaré aquí hasta que me recojan, y eso si lo hacen.

Escojo ropa cómoda y de mi talla, algunas zapatillas de deporte, alguna gorra de béisbol, jabones, un par de navajas multiusos, gafas de sol, algunas latas de conserva que alguien llevaba por si naufragaba. Esto me hace sonreír. Abro una inmediatamente, berberechos en vinagre, pues hala de un trago, toso con fuerza, pero sólo cuando he conseguido tragármelo todo de una vez, no quiero vomitar, es como ambrosía recorriendo mi garganta y cuando llegan los jodidos berberechos al estómago siento su pesadez, su delicado y agrio sabor que me reconforta y me hace sentir vivo.

Sigo mirando maletas, para encontrar más de lo mismo, ropa, bikinis, pareos, gafas de sol, afortunadamente no me quemaré por el sol, creo haber apilado casi treinta botes de crema protectora. Si muero en esta isla de mierda no será quemado.

Hay algún vaso de plástico, cerillas mojadas y algún que otro mechero, esto sí que me puede salvar la vida, pienso mientras los tiro al montón de cosas útiles. Ningún móvil funciona, así que los desecho. Alguna barrita energética y un par de relojes que funcionan, genial porque el mío no era antichoques y está destrozado.

Cámaras digitales recién estrenadas, algunas todavía en sus envoltorios de fábrica; por lo menos no podré aburrirme, pienso hacer fotos de todo, hasta de la primera mierda que dejé en esta isla, un momento histórico para la humanidad, río como un loco.

Paradójicamente no encuentro mi maleta, estará en el fondo del mar pudriéndose junto a los cuerpos de mis compañeros de viaje.

La tarde ha llegado, y con ello el sol perdona mi piel durante unas cuantas horas hasta el próximo amanecer, así que empiezo a arrastrar cuerpos hacia las palmeras. Con un tronco desgastado y viejo del grosor de mi brazo empiezo a cavar un agujero, en media hora entierro al primero, un señor mayor de pelo canoso y bronceada piel, al cuarto cuerpo ya no me fijo en ellos, sólo carne muerta y sigo, al séptimo cuerpo me doy cuenta de que no voy a ser capaz de enterrarlos a todos.

Me duele el cuerpo desde la punta de los pies hasta la punta de mis crecientes canas. Dejo el trabajo para mañana y dejo que mi cuerpo descanse tirado en la arena, no pasan ni diez minutos cuando comienza a llover, así que me levanto corriendo hacia las planchas que había dejado colocadas por la mañana y veo con lágrimas en los ojos cómo los vasos de plástico empiezan a llenarse. En cuanto lo hace el primero me tiro a por él como si del elixir de la juventud se tratara, lleno mi boca de agua y la trago con tranquilidad, quiero llenarme el estómago, pero despacio, no puedo permitirme perder ni una sola gota. Cuando a los quince minutos termina de llover tengo seis vasos llenos que llevo a la espesura de las palmeras y tapo con cuidado, tendré para un par de días a lo sumo, pero puedo ir rellenándolos según vaya lloviendo, eso si lo hace todos los días, claro, es algo con lo que tengo que tener mucho cuidado.

II. Las cosas ocurren aunque no quieras

Han pasado diecinueve días, se me han acabado las latas de conserva, las barritas energéticas y cualquier resto de comida que había encontrado en las maletas varadas. Mañana será un día diferente, tendré que empezar a buscarme la vida para conseguir llevarme algo a la boca.

Desde el principio había mantenido una actitud relajada, creía en mí mismo, en mi inteligencia y saber estar, tenía comida y no iba tan mal. Pero ahora ha llegado el momento de la verdad, espero no tener que echar de menos los cuerpos putrefactos de los muertos que al final eché al agua por la imposibilidad de enterrarlos a todos, demasiado esfuerzo y, sobre todo, inútil.

Mis reservas de agua iban bien, también hasta aquel momento había llovido casi todos los días y eso no era ningún problema, de momento. Gracias a las cremas solares no me había quemado, pero de vez en cuando hordas de mosquitos campaban a sus anchas por la pequeña isla y mordían con ferocidad a todo ser viviente, o sea yo. Esos días los pasaba debajo de mantas y escuchando cómo cientos de zumbidos revoloteaban a mi alrededor sin que pudiera hacer nada, eso era mejor que hacerles frente, nunca podría.

La primera noche que me atacaron noté cómo mi cuerpo ardía impotente, al día siguiente tenía fiebre y casi no podía moverme, me picaba todo el cuerpo y al rascarme frenéticamente las picaduras se hacían más grandes y dolían más, hasta que sangraban y seguía rascándome, hasta que perdía la consciencia.

Con una camiseta a modo de red y muchísima paciencia he pescado en un pequeño charco, que la marea baja deja, unos cuantos peces, bueno, pececillos, son siete bocados, pero harán que no me vaya a dormir con el estómago vacío. Enciendo una pequeña hoguera con ramitas casi secas y los quemo un poco hasta que sus entrañas no están líquidas, los engullo con ferocidad y respiro con resignación. Mañana iré a buscar por la orilla a ver si encuentro algo para comer; y si no me adentraré entre las palmeras, seguro que encuentro algo, sólo es cuestión de buscar con ahínco y, sobre todo, con desesperación.

Como pensaba, no encuentro nada en la orilla, sólo conchas vacías, algún resto de plástico de vete a saber dónde y un boli Bic sin tinta, así que me adentro entre las palmeras y recojo dos cocos, unas lagartijas raquíticas, y lleno un vaso de escarabajos y otros insectos que encuentro por el suelo. Con todo ello hago una sopa, no sé si nutritiva, pero que engaña a mi estomago. Me como todo, chupo hasta el último rastro de comida, nada me da asco y si tuviera que comer granos de arena lo haría; espero no tener que llegar a esos extremos, de momento, tampoco va tan mal la cosa.

Noto que he adelgazado en que se me caen los pantalones y que cuando me siento me clavo mis propios huesos, así que rebusco entre el montón de cosas útiles y encuentro un cinturón de cuero de mi talla y lo aprieto sin compasión en mi cintura, sólo hace falta que pierda la compostura y vaya en pelotas por la isla, claro que tampoco iba a molestar a nadie.

III. Si algo tiene que ir mal, irá mal

Ha pasado ya más de un mes y por aquí no pasa ni el tato, ni aviones, ni barcos, ni la virgen santísima: estoy solo con algunos cangrejos, los mosquitos, la lluvia intermitente y mis pensamientos.

Hay veces que me evado, que pienso que no estoy aquí, que duermo en mi cama mientras escucho música y me relajo, siento la brisa del atardecer y los lejanos pitos de los coches en su atasco diario. Pero sé que no es real, alguna vez he saludado a alguien que me mira escondido detrás de una palmera, pero de nuevo sé que no es real, aun así levanto la mano y saludo como un idiota. ¿Y si de verdad hubiera alguien y yo fuera un desconsiderado no saludando?, en fin, que lo hago y sigo con mis miserias diarias.

La verdad es que no me preocupa, tampoco tengo un psicólogo a quien preguntar. Hay otros días que imagino la isla llena de mujeres desnudas y corriendo detrás de mí con la tierna intención de procrear sin juicio y lascivamente; claro que pienso en esas pechugas y esos muslos y no es precisamente excitación lo que siento, sino hambre.

Otras veces imagino un reino insular donde puedo morar, altivo, déspota, y como macho alfa en celo copulo con todas esas mujeres hasta la extenuación, para luego recogerme en un palacio de oro y sentarme en un trono de enormes dimensiones. Luego pido la cena y me traen una vaca, rellena de un cerdo, relleno de un pavo, relleno de una codorniz, rellena de queso, relleno de mermelada de frambuesa y, claro, eyaculo.

Hay días en que no me levanto y sigo tumbado hasta que me duele la espalda. Entonces me levanto y hago unas flexiones, como si tuviera que cuidar mi cuerpo en esta isla de mierda. Aun así lo hago, con la triste intención de hacer algo diferente, algo que me saque de la rutina diaria, de buscar comida, preparar los vasos para que se llenen de agua y echarme crema con protección solar: me pego unas carreritas por la playa y hago unos abdominales como si me preparara para una olimpiada.

IV. Una vida sin música no es vida

No sé qué ha pasado con mi discman, seguramente ahora está en el fondo del mar, un aparatejo que me ha acompañado desde siempre, a todas horas, con todas esas horas de música de los cuarenta hasta el siglo XXI que me relajan, que me hacen pensar en momentos mejores, me recuerdan mi infancia mientras jugaba con mis juguetes y mis padres pasaban horas leyendo, hablando y riendo con la banda sonora de la época.

Y ahora, aquí estoy solo, con el sonido de las olas, el ligero rumor del aire reverberando en las copas de las palmeras. De vez en cuando, algún cangrejo pasa a mi lado y cruje, abre y cierra las pinzas como queriendo decirme algo, comunicarse, decirme que está ahí, que no estoy solo y que podríamos ser amigos.

A veces pienso que me estoy volviendo loco, que la soledad no es para mí, que aquí en esta isla del demonio lo único que hay para hacer es morirse del asco o de hambre y sed, que mientras pasa el tiempo, poco a poco, algo dentro de mí se rompe, se diluye, hay veces que no me reconozco, que miro dentro de mí y sólo veo vacío.

Echo de menos la música, algo muy importante en mi vida: la canción que sonaba en mi cabeza cuando encontré el trabajo de mi vida, la canción que sonaba atronadora cuando hice el amor por primera vez, la canción que escuchaba cuando encontré aquel libro que llevaba años buscando, la canción que atronaba mis oídos cuando celebre mi treinta cumpleaños y sobre todo la canción que me envolvía cuando la conocí a ella. Todo a mi alrededor antes de llegar a esta isla estaba acompañado por música, de todos los colores, tempos y ritmos, la banda sonora de mi vida, y ahora sólo el rumor de las olas y la brisa del atardecer me acompañan diariamente.

Intento recordar canciones para cantar y cada vez recuerdo menos. A veces me sorprendo a mí mismo inventando estrofas de las canciones que voy olvidando, en unas ocasiones resulta divertido, en otras deprimente, pero en todas estoy entretenido. Algunas noches me arranco con flamenco y en otras me atrevo con hip-hop. La verdad es que poco a poco empiezo a no reconocer mi propia voz, no es la primera vez que me asusto de mí mismo.

Música, cómo te echo de menos, si por lo menos tuviera mi discman,  en algunos momentos podría recordar lo que alguna vez fue mi vida, que aunque monótona, tenía su gracia.

V. Tengo amigos hasta en el infierno

Hoy el hombre que vive detrás de las palmeras se ha acercado a saludarme. Es un hombre amable, alto, de cara espigada y muy delgado, con pantalones cochambrosos cortados a la altura de las rodillas y una camiseta descolorida y rota por los hombros. Me ha hablado de su amada, de su trabajo y de lo solo que se siente entre las palmeras día tras día. Yo le he comentado mi accidente, que llevo más de cuatro meses comiendo gusanos, pececillos y todo lo que encuentro por la isla, que echo de menos a la gente, echo de menos hablar con alguien y sobre todo un abrazo.

Hemos seguido hablando de fútbol, era fan de mi equipo favorito, hemos cantado juntos canciones roqueras y nos hemos reído de lo mal que lo hacemos. Me ha dicho que lleva mucho tiempo como yo, solo, que a veces me ha visto pero no se ha atrevido a acercarse por miedo, pero que al final tenía que hablar con alguien. Yo le he confesado que deseaba que se acercara, dos mejor que uno, he dicho, y nos hemos vuelto a reír.

Cuando le he hablado de ella se ha echado a llorar y yo tampoco he podido contener las lágrimas, así que nos hemos dejado en paz durante unos minutos mientras cada uno lloraba por sus miserias. Es la primera vez que lo hago desde que estoy aquí y para mi suerte ha sido lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, casi consigo poner en orden todas mis mierdas.

Durante horas hemos estado mirando la fogata, cómo crepitaba la madera al quemarse, los mosquitos zumbando a nuestro alrededor y cómo el agua de las olas hacia extraños dibujos en la arena. Me he acordado de un chiste y, cómo no, se lo he contado, casi vomitamos de la risa, así que él ha seguido, vaya hombre, conocía muchísimos chistes, así que durante un buen rato he tenido que sujetarme la mandíbula porque creía que en algún momento se me iba a caer.

Tiene la mirada perdida, pero a la vez con gran determinación, de un hombre que cuando empieza algo tiene que terminarlo cueste lo que cueste. Aun con los labios agrietados, tiene la imagen de un triunfador venido a menos, canas en las sienes pero la piel cuidada, aunque un poco quemada, barba de meses mal cuidada, las manos grandes, llenas de callos y enrojecidas por el sol y el trabajo al aire libre.

Todo iba genial hasta que he visto el anillo que lleva, igual al mío, en un dedo igual al mío, en una mano que conocía perfectamente, en un cuerpo que tantos momentos buenos y desgraciados me ha dado, un reflejo de mí mismo en una isla desierta de personas, me ha mirado con cariño, como se mira a un niño que ha cometido una falta pero que sabes que nada hará que no le sigas queriendo. Se ha levantado y con una sonrisa se ha despedido, ha regresado detrás de su palmera y yo me he quedado allí parado, sin saber qué decir, sin saber qué hacer, con las manos apoyadas en la arena y la cara entumecida, he recordado quién soy y dónde estoy, he recordado que estoy solo y que me muero poco a poco. Sin poder evitarlo las lágrimas de nuevo han caído por mis mejillas y esta vez he dejado que lo hagan sin quitarme ninguna. Tienen derecho a caer sobre la arena y desaparecer, ellas por lo menos saben su cometido, lo hacen y todo termina para ellas; yo en cambio continúo en mi propio infierno de pensamientos.

VI. Ella

Hoy es un día extraño, uno de tantos, me estoy acostumbrando a ellos pese a todo y estoy consiguiendo que no sean tan malos. Recojo lo bueno y lo malo lo desecho, aquí nadie me juzga y nadie me traza una línea blanca que no deba rebasar, aquí yo soy mi propio amo, un dios pagano que ruge y llora, que decide y lucha. Aquí soy mi propio jefe, escribo en mi mente el Nuevo Testamento, una nueva ley para vivir todos los momentos con intensidad, y con todo ello recuerdo, a mi pesar, los momentos que pasé con ella.

A veces la veo andar por la playa, con gracia, esbelta, esa piel blanca tan bella que parece nácar, el pelo negro suelto a lo largo de la espalda desnuda, caminando delicadamente por la arena virgen y húmeda y las pequeñas olas que llegan a tocar brevemente sus pies, el suave viento mece el pequeño pareo que hace juego con las verdes palmeras del fondo: es el que le regalé en una ocasión más optimista que ésta. Nunca la veo venir, sólo alejarse, una metáfora de lo que fue en vida, quiero creer eso y no lo que realmente era.

Recorre la playa hasta que pierdo de vista su imagen, pero sé que sigue ahí, esperando un momento que nunca llegó. Me consuelo pensando que la veré otro día, aquí los días son largos y no tengo mucho que hacer. En ocasiones sueño con sus ojos violetas, profundos e inescrutables, sueño con sus palabras, que aquí ya no tienen sentido.

A veces sé que no está y me pongo triste sin quererlo, otras veces la veo con tanta intensidad que mis manos casi llegan a tocarla, mis labios casi llegan a besarla, pero siempre es igual, huye despacio y no puedo seguirla, mis pies se detienen petrificados por el miedo y mi corazón palpita despacio, queriendo emular su ritmo al moverse levitando la arena.

Me aferro a esos pensamientos siempre que puedo, no la recuerdo con la intensidad que me gustaría, no siempre recuerdo su cara y eso me produce más dolor que los días de hambre y sed. Y éste no deja de ser otro día más en el paraíso.

VII. La desesperación es un arma poderosa

Creo que me voy a comer la gaviota muerta y podrida que recogí hace dos días. El estómago me ruge y empiezo a delirar con ir a beber el agua del mar y comerme los granos de arena de la playa. La gaviota me ha sonreído y con un extraño acento me ha dicho que quiere que la coma, que está buena, que no voy a enfermar, por un momento he dudado qué hacer.

La gaviota no tiene ojos, se le han secado, y pienso que a los míos no les queda mucho para que emulen al pájaro, así que la cojo con las dos manos y me la llevo a la boca: siento náuseas sólo con su olor, así que no quiero imaginarme su sabor. Le doy un mordisco con todas mis fuerzas y tiro, sabe a rayos y aun así me esfuerzo por tragar sin respirar.

Mastico y mastico, se me caen varias lágrimas por las mejillas, no sé si por su sabor o por la felicidad de saber que estaré vivo unos días más, eso si no me mata una disentería. Llegados a este punto estoy por encima del bien y del mal, si muero espero que sea rápido, no me gustaría que mi culo explotara con los desechos ponzoñosos de la gaviota podrida, qué dirían los que encontraran mi cuerpo, «mira este guarro, no pudo esperar a morirse y se cagó encima», no, no, una muerte digna ante todo.

No sé el tiempo que ha pasado desde que llegué a esta isla, creo que siete u ocho meses, últimamente no hago mucho caso al reloj, la mayoría de las veces lo miro sin ver y por supuesto nunca me entero de la hora.

Esta mañana he visto cómo se acercaba un barco a lo lejos, me he puesto de pie en medio de la playa y he cruzado los brazos, quizás sea el barco número un millón que veo que se acerca a la isla. Éste es como todos, pero esta vez alguien se acerca con una lancha motora, así que le recibo con una sonrisa y le doy la bienvenida con un vaso de insectos y medio coco relleno de agua del día anterior.

Seguro que el hombre tiene sed y hambre, en esta isla no podía ser de otro modo, no entiendo lo que dice, intento hablarle de mi odisea en este rincón del mundo, pero parece que él tampoco me entiende, así que le abrazo y durante unos segundos nos mantenemos en silencio, un silencio que se hace eterno, feliz, grandioso.

Me doy la vuelta y me dirijo a las palmeras, mi amigo me espera allí, escondido detrás, como siempre, me mira con miedo y se esconde aún más cuando ve el hombre que está en la playa y que ha venido a recogerme. Le explico que no lo voy a dejar solo, que me quedaré aquí con él para siempre, que en cuanto no le hagamos caso el hombre volverá por donde ha venido.

El hombre de las palmeras me dice que ha descubierto algo entre la maleza, que quiere enseñármelo, así que lo sigo, se para un momento y me hace un gesto para que no haga ruido y señala hacia el fondo, casi en el otro lado de la isla. Allí donde casi empieza de nuevo el mar, aparece un palacio blanco, el reflejo hace que cierre los ojos y me acerco, y en lo más alto de la torre central hay una ventana enorme con un amplio balcón, y allí en el centro está ella, mirándome, con una gran sonrisa en la cara y el pelo negro ondeando al viento. Me hace un señal para que me acerque y, claro, yo me acerco hacia la puerta, enorme, de madera de cedro. Alargo el brazo para tocar la puerta, cojo el pomo, y empujo hacia dentro.

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Comentarios

  1. xtobal dice:

    Estimado Isma la verdad es que me ha gustado, algún error de conjugación he visto, pero bien. A seguir.

  2. levast dice:

    Enhorabuena nene, te has salido con un pedazo de historia absorbente e hipnótica. Parece que va a arrancar con una situación convencional pero la narración crece y crece con ese ambiente turbio y onírico, tiene unos párrafos de auténtico lujo. Una sorpresa mayúscula.

  3. Juan Sanmartin dice:

    Muy buena la historia y su resolución final. Has plasmado muy bien la idea de naufragio, que no sólo es ser arrojado por los elementos a una tierra de nadie, sino, como aquí nos informas, esa otra deriva de la mente, entregada a poner en pie un mundo alternativo a la cruda realidad, mucho más habitable y placentero. La fuerza que posee el relato hace que ciertas sensibilidades exquisitas te perdonemos todas esas truculencias de gaviotas podridas y demás.

  4. Sr. Jurado dice:

    Es que si el señor SonderK no mete una nota escabrosa luego sus fans no se lo perdonan 😛

  5. laquintaelementa dice:

    Un verdadero náufrago, sin duda. Solo, hambriento y en un ambiente hostil. Eso sí, el inconfundible sello de SonderK: una anillo, una esposa 😛

  6. Tai y Chi dice:

    Muy bueno, la verdad que me ha gustado mucho. Ahora que no me queda más remedio que una vez más darle la razón a Laquintaelementa, tus relatos siempre tienen boda de por medio, chorrean amor verdadero.

  7. SonderK dice:

    Jodías, hay que dar una de cal y otra de arena, si hablo de una gaviota podrida tengo que hablar de amores perdidos, no todo va a ser bizarrismo 😛

  8. entodalaboca dice:

    ¡¡¡Brutaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaalllllllllllllll!!!

  9. MARCOSBLUE dice:

    Muy bueno, Isma, para mí (con el permiso del Spaghetti, ya sabes que estoy enamorado de ese relato) lo mejor que ha salido de tus maltrechas neuronas. Y coincido con el tío Levast en que tiene algunos párrafos que son para enmarcarlos y ponerlos por las paredes.

  10. dantonino dice:

    Quiero solo decir que es digno de un guion para cine surrealista. Te agarra desde el comienzo. Felicitaciones.

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