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Una aventura más en un holocausto, con los personajes clásicos que intentarán salvar la situación dramática propia de una crisis zombi

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Cae la noche en la ciudad, el hábitat natural del zombi. El silencio habitual del día se rompe con los cánticos, bramidos o sonidos guturales que realiza nuestro objeto de estudio. Estos sonidos los reproducen para avisar de su presencia a otros como él. Vagar por las calles es su destino. No parece que tenga una ruta fija. Algunos de su especie recorren las distancias entre su antiguo trabajo y sus hogares. Otros, en cambio, dan vueltas alrededor de los centros comerciales. Y tenemos constancia de algunos que recorren enormes distancias buscando a su próxima víctima. Los expertos creen que estos últimos son los campeones entre los zombis, unos privilegiados con un instinto más agresivo de conservación, unos líderes de la manada entre una especie por otra parte nada gregaria.

Fijándonos en el amigo que venimos siguiendo desde hace días hemos descubierto algo poco visto hasta ahora. Por fin, y a pesar del riesgo que corremos para conseguir estas imágenes, hemos podido filmar su ritual de apareamiento. El macho exhibe sus habilidades delante de la hembra. Nuestro amigo zombi es fuerte y quiere demostrárselo. Golpea su pecho y levanta sin cesar objetos pesados para atraer las miradas de la futura pareja de apareamiento. Como en la vida misma del ser humano es ignorado en un principio por la hembra que tenía en mente. Por otro lado ha conseguido atraer a otra fémina que es más receptiva, pero menos atractiva a sus ojos, y comienza el apareamiento tosco y sin sentido. Probablemente esto no sea más que otro acto reflejo de vidas pasadas, pero no deja de ser impresionante, y nos ayuda a entender su modo de vida ante su nueva condición. Mi equipo y yo estamos muy orgullosos de nuestra labor para acercar estas imágenes a los espectadores. Es asombroso.

Nuestra labor de seguimiento iniciada hace días tiene sus recompensas. Esto hará historia. Las ciudades abandonadas hace meses están dominadas ahora por este magnífico ser al que llegaremos a apreciar sin duda. El gallardo zombi posee la belleza de lo grotesco. Admiramos su condición y su instinto de supervivencia. Todos los humanos que quedamos deberíamos aprender muchos de esta nueva forma de vida. Su simplicidad y sus instintos han conquistado el mundo, relegando a la humanidad a pequeños reductos de supervivencia. Desde aquí, a través de este micrófono, esta presentadora llora ante la grandeza de estos seres. Por eso digo que intentemos preservarlos y admirarlos. Dejemos de invadir su espacio natural poniéndolos al borde de la extinción. Su forma de vida se ve amenazada por la constante invasión de su territorio. Como siempre, el ser humano intenta destruir todo a su paso para poder restaurar su civilización. Rindámonos por primera vez ante un ser que nos supera… Un momento, ¿qué es eso? Vemos que hay luces al fondo de la calle. Se trata de un coche que se acerca a gran velocidad hasta donde están los zombis. Tocan el claxon para llamar su atención. Antonio, agarra la cámara, vamos a acercarnos por la calle de al lado. ¡Vamos, vamos!

Corremos para saber qué está ocurriendo. Deben a ser algunos locos o algo así. Esta ciudad lleva mucho vacía, de hecho nosotros somos los primeros que entramos en un largo tiempo. Corre, rápido. ¡Corre, joder, Antonio! ¡Asqueroso gordo fumador! ¿Quieres moverte más rápido, cojones?

Parece que se trata de una furgoneta. Una pick-up. En su parte posterior transporta algo tapado con una lona. Ahora la furgoneta ha derrapado y ha colocado su parte posterior mirando en dirección a los zombis.

Como pueden ver se han bajado un par de individuos y se han subido a la parte posterior de la furgoneta. Apartan la lona y dejan al descubierto algo que no alcanzo a ver. No parecen militares ni nada parecido. De hecho juraría que uno de ellos lleva una especie de sombrero o gorro típicamente rural.

¡Es un arma! Llevan un arma pesada en el automóvil. Apuntan hacia los desarmados zombis con intenciones claramente hostiles. Estas imágenes demostrarán la agresividad innata en la condición humana. Son una denuncia del genocidio que sufre el indefenso pueblo zombi. Una agresión más consentida por las autoridades internacionales. ¡Oh, Dios mío! ¡Han empezado a disparar sobre ellos! Es un arma de gran potencia. También están arrojando dinamita sobre la masa zombi. No huyen, se sienten atraídos por la carne fresca y avanzan en manada hacia la furgoneta, hacia su trampa mortal. ¡Esto es una masacre! Vamos a intentar acercarnos a ellos para hacer que entren en razón. Mi compañero Antonio y yo misma entablaremos una comunicación con estos asesinos para que cesen el fuego sobre la población zombi. ¡Vamos, Antonio!

***

¡Joder, qué mierda más grande! Si hace diez meses me llegan a decir que acabaría en la parte trasera de una furgoneta disparando a cientos de zombis con una Gatling, me hubiera partido el culo de risa del tipo que lo dijera. Pues aquí estoy, disparando, y no le encuentro la puta gracia. Y la verdad es que es para reírse porque esto parece un chiste en plan «¿Qué hacen un gordo vendedor de cómics y un paleto obsesionado con la dinamita disparando a un puñado de seres venidos desde la muerte?». Sí, realmente es para troncharse. ¿Pero qué jodida probabilidad había de sobrevivir a la primera oleada zombi? Cuando todo esto explotó cayeron millones de personas. Antes pasaba las horas imaginando como sería un holocausto zombi, ya sabes, en plan «pues yo haría esto y esto otro para sobrevivir». Pero la realidad es que fue casi imposible sobrevivir y era más probable que uno estuviera entre los no muertos que entre los vivos. También es curioso que nos imagináramos cómo iba a ser una cosa así. Todo el mundo esperaba la siguiente película que diera un nuevo giro al tema de los zombis, para disfrutar al lado de tus palomitas metiendo mano a tu chica en el cine. Y va y ocurre. No sé si es una ironía, masoquismo social o que nos lo estábamos buscando. No tengo ni puta idea de cómo pasó. Bueno, la verdad es que ahora se rumorea que fue un medicamento experimental y toda esa mierda. Es lo que tiene. Las farmacéuticas se van a tomar por el culo, al fin del mundo, para probar sus mierdas sin control ninguno. Una mezcla rara y se desencadena la extinción de la humanidad. Pues muy bien, aplaudo eso del fin de la humanidad pero me toca las narices estar en el lado de los que han sobrevivido. Me he llevado muchas sorpresas desde el día que se declaró la emergencia nacional. La primera es que parece que no pero nuestros gobiernos supieron reaccionar a tiempo. El control fue casi imposible, pero se organizaron bien para los supervivientes. La última sorpresa ha sido que uno puede conseguir un arma como ésta que estoy disparando en los arsenales abandonados del ejército. Eso en realidad me asusta porque hay mucho pirado por ahí y estas cosas no deberían estar disponibles para el primero que las coja, joder, que esto es o era España, y sobrados de lucidez no estamos. Mierda, yo era feliz con mi tienda y mi dieta rica en comida basura. Y mi compañero también era feliz. Felipe ha sido cabrero, conductor de camiones, minero y, lo que más le gustaba, artificiero. Manejar dinamita y demás explosivos era su sueño. Se formó y entró a trabajar para una empresa de demoliciones. Su sueño hecho realidad. Es un hombre ciertamente bruto, simple pero eficaz. Juraría que no se quita la boina ni para ducharse, y juraría también que tiene un cargamento infinito de Ducados porque lo veo fumar como un carretero y siempre tiene un pitillo calado entre su boina y su oreja. Los Ducados los coge de las máquinas abandonadas en los bares, pero la dinamita y demás mierda no me atrevo a preguntar de dónde las saca.  El tío es un genio. Se ha fabricado una especie de honda para lanzar las bombas. No falla una. Las hace aterrizar donde él quiere.

A decir verdad también me sorprende la facilidad con la que mato estas cosas. No tengo remordimientos ni nada parecido. Sé que una vez fueron personas y yo soy un pacifista convencido, pero no siento nada. Me imagino que son todo lo que siempre he odiado y aprieto el gatillo. Son un político, un presentador de televisión, un banquero, un ejecutivo, la novia que me dejó, mi profesor de matemáticas, Justin Bieber, Mecano, los de Gran Hermano, mi vecino de arriba, los protagonistas de Crepúsculo, el gilipollas que tocaba los bongos en el parque a las tres de la madrugada… no sé, cosas por el estilo. Y todo resulta más fácil. No creo que nadie merezca morir, pero no se puede razonar con ellos así que es lo que hay. Sólo hay que apuntar alto, a la cabeza, y disparar para que dejen de ser un problema.

Pero por mucho que nos esforcemos este plan es un asco, me rindo, me quiero ir a lo que queda de mi hogar y esperar la muerte de una vez. ¿Pero cómo se nos ha ocurrido? ¿De verdad pensamos que podemos salvar a la humanidad? ¡Y un huevo! Esto es una misión para los ganadores, los elegidos, los líderes, no para un puñado de tipos con menos cerebro que estos zombis. Felipe y yo por un lado, y las gemelas con el doctor por otro lado. Seguro que ya se los han comido, coño. A ellos y a ese jodido adolescente tétrico.

El ruido de la Gatling no me deja escuchar nada. Felipe golpea mi hombro y me señala dos figuras solitarias a mi izquierda, en la calle de al lado. Juraría que el tipo lleva una cámara de televisión y ella un micrófono. No tengo tiempo para extrañarme porque hasta he visto zombis con el condón colgando. Dejo que la ametralladora escupa fuego y dos menos de los que preocuparme.  Este plan es una mierda, te lo digo yo, que he leído el Manual de supervivencia zombi.

Hace unos quince días estaba haciendo mis labores de adaptación. Esto es que, como no sabes hacer una puta mierda útil para la sociedad, el gobierno te coloca en puestos variados para que aprendas a hacer algo más provechoso. Todo está pensado para la supervivencia. Se salvan algunas ciudades y se meten ahí a los supervivientes. Se les enseña lo básico para que todos podamos vivir. Es una idea cojonuda. Mientras tanto lo que queda del ejército va haciendo razzias para conseguir materiales y equipos de primera necesidad. También hacen limpieza de otros lugares para asentar a más gente. La idea es ir ganando terreno, pero en este momento las cosas no marchan nada bien. Las prisas son malas consejeras y está claro que se ha perdido casi todo el país.

Yo estaba en mi turno de radio buscando transmisiones de posibles supervivientes cuando escuché algo. Era una transmisión que se repetía constantemente cada poco tiempo. Era un mensaje en inglés y en español. Decía: «Soy el doctor Arturo Sanz y creo que he descubierto cómo acabar con ellos. Lo explico en YouTube». Me precipité a un ordenador para comprobarlo. Busqué por su nombre y allí estaba. Era un vídeo grabado con un móvil en el que el tipo indicaba que había descubierto no sé qué toxina que entraba en contacto con una proteína especial que segregan los zombis. El caso es que había creado una especie de gas contenido en unas ampollas. Hacía una demostración con un zombi capturado. Abría una ampolla delante de la nariz del zombi y se alejaba de él. En cuestión de segundos el zombi dejaba de moverse mientras un líquido amarillo le supuraba de la boca.

Me temblaron las manos cuando agarré el teléfono para informar a mis superiores. Acudieron raudos a mi encuentro. Vieron el vídeo con atención. Se giraron hacia mí y sonrieron. Creía que había descubierto algo interesante y útil. Me miraron fijamente y con la habitual delicadeza de los altos mandos mostraron su parecer al respecto:

—¡LOS ZOMBIS NO RESPIRAN, IMBÉCIL! ¡RECLUTA JIMENO, USE EL CEREBRO! —me gritaron para zanjar el asunto.

Pensaron que era un montaje. Un charlatán que intentó hacer dinero o ganar fama al principio de la oleada.

Me descargué el vídeo de todas formas. Salí de mi trabajo y me dirigí a casa. Compartía el piso con otros dos realojados. La verdad es que no eran malos tipos. Me metí en mi cuarto y examiné el vídeo a conciencia. No parecía trucado. No vi indicios de manipulación. Soy un experto viendo vídeos del YouTube y películas baratas. Sé cuándo me toman el pelo, o eso creo. La verdad es que todo era muy real, crudo, sencillo, sin adornos. Según la página el vídeo había sido subido hacía menos de una semana. Todo encajaba y mis superiores no entraban en razón.

Me dio igual. Seguí investigando todo lo que puede. Miré páginas de internet y consulté cualquier dato sobre el doctor Arturo Sanz. Parece ser que trabajaba en un laboratorio universitario no muy lejos de la ciudad refugio de Torrejón de Ardoz, el lugar que ahora llamo hogar.

El caso es que miré los registros y pude encontrar a un familiar del dicho doctor Sanz refugiado entre nosotros. Tuve mucha suerte porque según parecía se trataba de su hijo. Lo busqué y busqué y por fin di con él en el único instituto de la ciudad que aún funcionaba. Se llamaba Alberto.

El chaval no debía tener más de 17 años. Vestía con ropas negras y un jersey de rayas azules, mitones en las manos y un peinado muy elaborado. Lucía una pose retraída y alejada de los demás. Vamos, que era un emo en toda regla. Me acerqué a él y lo saludé. Pegó un brinco que casi llega al techo. No debía estar acostumbrado al contacto humano. Desconfió de mí desde el primer momento.

Me miraba con sus ojos azules y hablaba muy despacio, pesadamente:

—La vida es un sufrimiento horrible, tío. La mera existencia nos pesa como una losa. Comunicarse con los demás es una pérdida de tiempo.

—Mira, chaval, yo sólo quiero preguntar por tu padre, el científico. Ya sabes, Arturo Sanz.

—Mi padre tiene suerte. Seguro que ya ha sido devorado hasta los huesos por esos seres infernales. Lo envidio, ahora está yaciendo en su propio cuerpo.

—Alberto, mantengamos la compostura. Mira, simplemente dime si crees que puede seguir en su laboratorio. Creo que intenta comunicarse con el mundo.

—¿Para qué? Su muerte es su mejor refugio. Yo la espero con ganas.

—Chico, focaliza, concéntrate. A ver, por lo que sé tú padre estudiaba biología y su laboratorio estaba en la facultad. Dime si se ha puesto en contacto contigo de alguna forma, o si has sabido algo de él.

—La vida es un sufrimiento horrible.

—¡Cállate! Voy a encontrarlo, ¿vale?

—La vida es un sufrimiento horrible, tío.

—¡Cállate!

Miré el vídeo como cien veces más y por fin me convencí de su veracidad. Tenía que encontrar a ese hombre. Seguro que estaba solo en ese laboratorio y seguro que necesitaba ayuda. Y nosotros también necesitábamos ayuda. Un arma como esa pondría fin a este horror. Así que, tomando la decisión más importante de mi vida, decidí ir en su busca. Tenía que prepararme lo suficiente como para pasar unos días fuera, y necesitaba armas y munición, comida, y todo eso que hemos leído y visto en las películas para ir en busca del doctor. Pero sabía que no podía ir solo.

Hablé con mis compañeros de piso y ellos pasaron de mí completamente. Hablé con militares, amigos y otros conocidos y todos tenían un «no» por respuesta. Así que volví a por Alberto. Él estaba realojado en un piso junto con un tipo llamado Felipe. Nos presentamos mutuamente y los dos tuvimos una grata impresión el uno del otro. Él vio en mí al tipo obeso, con granos en la cara, mal afeitado y algo salido que soy. Y yo vi en él al auténtico paleto rural del pueblo, más bruto que un animal de carga y con menos luces que la noche en el campo. Les expliqué mi plan para salir a buscar al doctor. Evidentemente Alberto no me hizo ni caso, pero en cambio Felipe parecía muy interesado.

—¿Y dice usted que el padre del muchacho puede tener una solución?

—Eso parece, Felipe, eso parece.

—Pues yo creo que voy a ir con usted, amigo. Los dos iremos, junto con el muchacho. Le vendrá bien un poco de aventura para forjar ese carácter tan cansino que tiene.

No pareció agradar la idea a Alberto. Felipe sacó un palillo del bolsillo de su camisa y empezó a darle vueltas con la boca y la lengua.

—La vida es un sufrimiento, mi padre está mejor muerto —aseguró Alberto.

Felipe tuvo una clara contestación para el chaval:

—¡Cállate, coño!

Reunimos rápidamente el equipo necesario. Las armas se complicaron un poco pero Felipe convenció a un sargento chusquero del regimiento acampado en la ciudad y nos las llevamos sin demasiados problemas. No es que fuéramos grandes tiradores. Todos habíamos hecho las prácticas obligatorias de entrenamiento con armas de fuego, pero en cuanto a mí mejor no hablar de los resultados. Aun así es mejor un fusil de asalto en las manos que pelear a puñetazos contra esas cosas.

Salir de la ciudad no era ningún problema. Las autoridades permiten las salidas a los lugareños con tal de que encuentren algo útil o a algún superviviente. La única norma está clara: si te muerden te quedas fuera o te pegan un tiro. Para entrar hay que desnudarse completamente y pasar un examen médico y una cuarentena de dos días. Si se te ocurre siquiera toser delante de un guardia te pegan un tiro y punto. Todos sabemos que los primeros síntomas son como tener una gripe en cuestión de minutos, luego te mueres y después revives en forma de extra del Thriller de Michael Jackson.

Emprendimos nuestra marcha con cierto aire de inquietud. Parecíamos Frodo y sus colegas caminando por Mordor. A cada paso teníamos que vigilar constantemente nuestras espaldas. La zona estaba bastante limpia porque los militares se habían empleado a fondo para crear un espacio de seguridad, pero nunca está de más desconfiar de los zombis sueltos que quedan por aquí. Estábamos bastante motivados y el entrenamiento recibido nos ayudó a avanzar con rapidez; con cautela, pero con rapidez.

Llegados al final del primer día decidimos acampar en una nave industrial cercana a Madrid. Estaba cerrada a cal y canto. Forzamos una cerradura —bueno, Felipe forzó una cerradura—, y entramos. Luego tapiamos la entrada y decidimos descansar haciendo turnos de guardia. La noche pasó sin mayores problemas. Sabíamos que cuanto más nos acercáramos a la antigua capital más de esos seres nos íbamos a encontrar. Tal vez miles.

El segundo día emprendimos la marcha. Nos vimos obligados a adentrarnos en una urbanización. Evitar los núcleos urbanos es lo primero que te enseñan. Si no los conoces como la palma de tu mano se pueden convertir en ratoneras. Anduvimos despacio y atentos a cualquier ruido. De repente escuchamos el ruido de un motor. El ruido se aproximaba más y más desde el final de una calle. Corrimos hacia el sonido del coche. Calle arriba había un flamante todoterreno con su motor rugiendo. Nos paramos delante de él con los brazos levantados y gritando. Vimos una figura pequeña que estaba en el asiento del conductor. Gritamos más y no dejábamos de mostrarnos para que el conductor no dudara de que éramos humanos. De repente una segunda figura nos adelantó corriendo. También era menuda, con el pelo largo, era una mujer. Al pasarnos nos miró y nos dijo algo tal que:

—¡Quitáos de en medio, capullos! ¡Están viniendo!

Me giré allí y los vi. Eran docenas de zombis avanzando con el paso pesado hacia nosotros. Corrimos en dirección al coche. Nos abrieron la puerta trasera y entramos de cabeza. Cuando levanté la vista me aseguré de que mis compañeros también estuvieran dentro del vehículo. Acto seguido lo que observé fue una pistola apuntándome en la nariz y escuché a una voz femenina que pertenecía a la conductora.

—¿Os han mordido?

—No, venimos de Torrejón —contesté rápidamente sin dejar de fijar mi mirada en el cañón de la pistola.

—Bien. Ahora relajáos y disfrutad de la bola de carne.

—¿Qué es la bola de carne?

—Esto.

Acto seguido pisó el acelerador del coche y se lanzó contra la masa zombi. Comenzó a llevarse a unos cuantos por delante hasta que el coche se vio ligeramente frenado por la multitud de cadáveres amontonados en los bajos. Luego activó el sistema 4✕4 y continuó la marcha. Cada vez atropellaba más cuerpos. Las ventanillas comenzaron a mancharse de sangre y vísceras. Las ruedas patinaban por la sangre y los cuerpos. Pero ella no dejaba de avanzar. Mientras tanto su compañera no dejaba de reírse más y más. Era evidente que eran gemelas por su gran parecido físico. De vez en cuando la copiloto les hacía burlas y les sacaba la lengua a modo de mofa. Cuando llegamos al final de la calle el todoterreno había abierto un pasillo tapizado por una alfombra de cadáveres. La conductora dio la vuelta al vehículo y volvió a lanzarlo a toda velocidad contra los zombis. Esta vez hizo un derrape que se prolongó en varios giros de 360 grados por culpa del asfalto resbaladizo de sangre. A la par ellas gritaban «¡bola de carne!» con todas sus ganas. Felipe también se echó a reír, y yo bastante tuve con llorar junto a Alberto era el que más asustado estaba y apenas hizo un solo ruido salvo cuando se vomitó encima. Luego salimos de allí como alma que lleva el diablo.

Al cabo de unas calles decidieron parar. Nos bajamos del coche todos y nos quedamos mirándonos fijamente. Dijeron llamarse Clarisa y Laura. Tenían 16 años como mucho, y tuve la impresión de que habían estado solas desde que el mundo se fue al garete. Había sido duro para ellas pero habían sabido adaptarse a la perfección. Después de la bola de carne supe que no iba a tratar con personas demasiado equilibradas, pero algo tenía que decir:

—¡Vaya, ha sido impresionante!

—Caraculo, ¿a dónde coño vais? Torrejón está por allí. Llegaréis en seguida.

—En realidad venimos de allí. Vamos a la facultad de Biología en Madrid. Creemos que hay un doctor, el padre del chico, que ha inventado una forma de acabar con los zombis.

—La única forma de acabar de los zombis somos Clarisa y yo. Somos armas de destrucción masiva.

Ella y su hermana chocaron las manos en cuanto se pronunciaron esas palabras.

Estaba claro que eran unas bestias salvajes.

Después de las presentaciones les expliqué mi plan maestro para rescatar al doctor Sanz. Ellas se miraron a una a la otra y se partieron de risa. Clarisa nos explicó la situación:

—Mira, caraculo, está claro que no sabes lo que hay en Madrid. Está todo plagado por millones de zombis. Van por ahí, vagando por la ciudad. Nadie sabe por qué lo hacen pero vagan constantemente por la ciudad sin salir de los límites. Sitios como Torrejón están a salvo de momento porque estos seres aún no saben de su existencia. Las calles están infestadas, los edificios, el Metro. Tal vez haya sitios por los que podamos pasar sin ser vistos ni oídos, pero no va a ser nada fácil. O pasamos al plan B: nos agarramos un montón de armas, un coche enorme y potente y nos lanzamos contra ellos hasta llegar a toda pastilla a la Facultad.

Felipe sacó su pitillo de Ducados habitual y dejó el palillo en el bolsillo de su camisa.

—Me gusta el plan B. Pero, ¿y las armas?

—Hay un arsenal abandonado no muy lejos de la base aérea. Es de los americanos que habitaban el lugar. Podemos coger lo que queramos. De hecho, es nuestra base de operaciones —nos indicó Laura—. Mi hermana y yo hemos limpiado todas las armas siguiendo los manuales de uso.

—La vida es una lucha inútil. Vamos a morir todos y me alegro —nos interrumpió Alberto.

—¡Cállate, coño! ¡Nos lo vamos a pasar de puta madre! —lo cortó Felipe—. Y tengo algo que va a ayudar.

Abrió su mochila y dentro había suficientes granadas y dinamita como para hacer volar por los aires medio planeta. Nos contó la historia de su vida y su afición a hacer explotar cosas.

—Esto no los matará, pero las risas que me echo son cojonudas.

Ya tenía ante mí a un auténtico grupo de operaciones armadas. Siempre quise uno, desde que jugué por primera vez al Call of Duty.

Visto con perspectiva no sé la razón por la cual toda esta gente me siguió. Tal vez fuera la desesperación reinante, o las ganas de hacer algo por los demás, o simplemente porque nos habíamos vuelto locos. El caso es que queríamos hacerlo, queríamos ayudar, colaborar y acabar con esta situación para poder vivir tranquilos. Queríamos volver a nuestras anodinas vidas asquerosas. La verdad es que todos ahora teníamos una motivación y algo que hacer verdaderamente provechoso, pero necesitábamos volver a lo de antes. Tal vez es ingenuo pensar que todo puede cambiar para mejor. Lo de antes nos gustaba porque nos daba seguridad. Lo de ahora lo odiamos porque se nos pueden merendar una panda de zombis, y eso nos da miedo. No echo de menos mi vida anterior, es simplemente que quiero que hagamos algo todos juntos porque queramos hacerlo, no porque tengamos miedo de acabar siendo unos zombis. Nos hemos adaptado a la situación y hemos aprendido. La cuestión es si vamos a poder soportar lo que pasará mañana. Nos aterra la situación que vivimos y tal vez el mañana sea peor. ¿Aprenderemos algo de todo esto? No lo sé, pero yo me siento motivado para enfrentarme a lo que sea y mañana será otro día.

El refugio de las gemelas era como un orgasmo de Rambo. Tenían de todo y a lo grande. Cogimos lo normal: granadas, lanzacohetes, fusiles de asalto, la Gatling, pistolas, munición. Y lo cargamos todo en dos todoterreno enormes. Eran coches manchados de sangre usados por ellas para las bolas de carne. Uno de ellos me llamó la atención porque tenía cuchillas en las ruedas, en plan Ben Hur, y en el morro dos planchas de acero a modo de proa de barco. Nos comentaron que servía para abrirse camino entre grandes multitudes zombificadas sin perder demasiada velocidad. La inventiva de estas chicas me dejaba asombrado. Junto a los vehículos había una pequeña construcción de madera y hierro. Me fijé en ella y pregunté por su utilidad. Laura me contestó con una enorme sonrisa.

—Es nuestro nuevo invento. Se llama la «nube rosa putrefacta». Ponemos a uno de esos seres en la cesta y lo lanzamos a tomar por culo con una granada atada al cuerpo y esperamos a que explote en el aire, formando una gran nube rosa. Es genial, coño.

Ya estábamos listos para repartir cera. Como a mí me gustaba. Se iban a enterar esas cosas. No me planteé hasta ese momento si el doctor seguiría vivo, pero ya casi me daba igual. Iba a aportar mi granito de arena en esta trágica situación. Mis compañeros y yo íbamos a hacer historia o a morir en el intento. No nos importaba el resultado final. Lo que sabíamos era que podía ser una oportunidad única de pasarlo en grande.

Arrancamos los vehículos y nos lanzamos a la aventura. Fuimos a toda pastilla arrasando todo lo que nos encontramos por delante. Cruzamos Avenida de América, María de Molina, la Castellana… un largo camino en el que no frenamos ni una vez. Lo mejor era que no teníamos que seguir ni una sola indicación de tráfico. En el primer coche, el de morro de acero, iban las gemelas. Yo iba en el otro, el pick-up, de pasajero al lado de Felipe. El tío estaba entusiasmado conduciendo como un loco. De vez en cuando sacaba la pistola y disparaba un par de veces contra lo que se moviera y gimiera. No dejaba de dar vueltas a su palillo en la boca. Me hizo agarrar el volante en un par de ocasiones porque él asomaba su cuerpo por la ventanilla e intentaba atizar a los zombis con un bate de béisbol que se había encontrado en el interior del coche.

En menos de una hora nos situamos delante de la facultad del doctor Sanz.

El campus estaba vacío. La verdad es que el sitio estaba bastante bien conservado a pesar de las circunstancias. El lugar estaba casi libre de zombis o eso parecía. Algo de resistencia nos encontramos. También tuvimos que lidiar con puertas y ventanas tapiadas. Eso sí, lo que abríamos lo volvíamos a cerrar tras nuestro paso. Lo último que necesitábamos eran un montón de bichos persiguiéndonos por pasillos estrechos.

Alberto nos indicó el camino. Había visitado a su padre muchas veces y se conocía el lugar como la palma de su mano. Llegamos a una puerta que nos adentró en un gran laboratorio. El olor era fuerte, muy penetrante. Nos lloraban un poco los ojos a todos. Había un montón de probetas y demás parafernalia química hirviendo para producir lo que fuera. Al fondo, tendido sobre un escritorio, estaba el cuerpo de un hombre mayor. Nos acercamos con cautela y lo miramos. Alberto reconoció a su padre en seguida. Se tiró a sus brazos llorando. Pensábamos que estaba muerto hasta que…

—Alberto, hijo mío, no sabía que tenías tanta fuerza, no me dejas respirar.

Todos nos sentimos aliviados al ver que el viejo estaba vivo. Le contamos nuestra historia y cómo habíamos llegado hasta allí. Él respiró aliviado de que alguien le creyera. Nos dijo que había escrito la fórmula en unos folios y que los había colgado en foros de internet y en YouTube para que el mundo pudiera verla y reproducirla. Nos habló de la efectividad de su producto, y de lo fácil que era fabricarlo en grandes cantidades. Él había sobrevivido a base de comida de las cafeterías de los alrededores y de lo que había rapiñado en algunas casas. Se le veía cansado, más bien agotado, pero con la sensación de victoria propia del que cree haber encontrado a unos fieles seguidores con fe en la veracidad de sus palabras. Según nos continuó había fabricado una ingente cantidad de gas, pero necesitaba algo para rociarlo por la atmósfera. Quería probarlo a gran escala y pensó que hacerlo en Madrid podría ser una buena muestra al mundo. Nos rompimos los sesos pensando en cómo conseguir algo que nos fuera de utilidad para los propósitos del doctor, hasta que Felipe dijo las palabras mágicas:

—Joder, doctor, si tuviéramos una fumigadora industrial de esas tal vez podríamos ayudarle.

Eso era, una bien grande, como las que usan para fumigar la ciudad. Suelen ser enormes y van montadas en camiones. Sería suficiente para dejar grandes espacios abiertos hasta Torrejón. Según el doctor, el gas perduraría en la atmósfera durante unos minutos y podría causar multitud de bajas en los zombis incluso si no estaban cerca de la zona de rociado. Lo mejor era que no provocaba efecto alguno en los humanos porque nosotros no producíamos no sé qué leches de proteína.

Me imaginé que una fumigadora como aquella se guardaría donde la empresa municipal de limpieza tuviera el material pesado. Consultamos el Google Maps. Sí, esto también seguía funcionando durante la crisis zombi. Lo divertido será cuando busques la calle de tu casa, por ejemplo; probablemente la última imagen tomada por satélite mostrará dicha calle infestada de zombis devorando gente.

Lo encontramos en seguida.

De repente escuchamos unos ruidos en el exterior. Miramos por las ventanas y comprobamos que eran muchos zombis agolpándose alrededor de nuestros vehículos. Nos habían estado siguiendo. Lo malo de pasar por la ciudad como si fuéramos el Love Parade es que eso atrae las miradas de todos los habitantes del maldito lugar, aunque estos estén semimuertos. El doctor recogió lo que pudo de su laboratorio y nos encargó que transportáramos las grandes bombonas de gas letal antizombi.

Las gemelas abrieron camino disparando sus armas para neutralizar la amenaza. Teníamos que llegar a los coches como fuera. Sus armas rugieron y vimos que no fallaban ni un solo disparo. Todos eran a la cabeza, certeros y sin contemplaciones. Conseguimos limpiar la zona, subimos el equipo a los automóviles. Pero seguían viniendo. Decidimos largarnos e ir en busca del almacén de la empresa municipal de limpieza. Disparamos más y más. Felipe se subió en el techo de uno de los coches y sacó su honda lanzadora de bombas. Vi, entre disparo y disparo de mi arma, un montón de trozos de cuerpos saltando por los aires allí donde caían las granadas de Felipe.

Tardamos bastante en llegar porque dimos un gran rodeo para evitar las zonas más céntricas de la ciudad, que eran las más pobladas de zombis. Como era de esperar, el almacén estaba cerrado con cadenas. Forzamos el cierre y conseguimos abrir las puertas. Yo estaba reventado por el esfuerzo que habíamos hecho hasta ahora, pero no había tiempo para flaquear. Encontramos la flota de camiones y comenzamos a buscar una fumigadora. Yo intentaba recordar cómo coño eran, hasta que por fin dimos con lo que buscábamos. Allí estaba, grande, hermosa, montada sobre un camión del Pleistoceno, imponente. En realidad era el trasto más feo que había visto en mi vida pero lo miraba como si se tratara de la Piedad de Miguel Ángel.

Sólo había un problema: estaba en otro recinto cerrado con una verja, al lado de un muro roto, y varios zombis habían entrado en el lugar. No queríamos disparar por si dañábamos el tanque que contendría el gas. Y entonces Felipe nos volvió a sorprender a todos.

—Yo me encargaré de ellos.

Se echó un pitillo mientras hacía unos extraños ejercicios. Todos lo mirábamos con atención y con el gesto torcido sin entender muy bien qué era lo que estaba haciendo. Apagó el cigarrillo y se colocó el palillo en la boca. Se quitó la camisa y dejó al descubierto su cuerpo velludo pero severamente trabajado. Era una mezcla entre el cuerpo de Chewacca y Brad Pitt. Buscó en su mochila, cuya capacidad infinita para guardar cosas hacía que me planteara las leyes del espacio, y sacó dos martillos enormes. Enseñó la cara a Laura dando a entender que quería que le sujetaran el palillo de la boca. Laura lo hizo.

—Guárdamelo hasta que vuelva, chata.

Acto seguido trepó la verja que nos separaba de la fumigadora y una vez en lo alto miró al suelo y pronunció una de esas frases reservadas para los héroes:

—¡Me cago en Dios! ¡Sus voy a crujir a todos!

Se lanzó contra ellos. Lo único que veíamos eran unos brazos terminados en martillos abalanzándose sobre las cabezas de los zombis. Los golpes eran terribles. Sus movimientos eran rápidos. Creíamos que iban a acabar con él. Nuestros nervios estaban a flor de piel, y lo pasamos francamente mal. Pero no se rindió. Siguió y siguió. Cada vez había más zombis, pero le daba igual. No flaqueó ni un momento. Y venga más golpes, y más golpes, y lo mejor es que era efectivo. Les fracturaba el cráneo con uno y con el otro hundía el hueso hasta llegar al cerebro. Para ayudarlo, las gemelas y yo trepamos al muro y nos acercamos hasta el lugar por el que entraban los zombis. Había muchos y más que venían. Nos pusimos a disparar y disparar sin cesar, siendo lo más precisos posibles. Al cabo de un rato se hizo el silencio. Nos giramos los tres y buscamos a Felipe en el recinto. Él estaba en lo alto de una pila de cadáveres zombis, jadeando, pero sonriendo. Las gemelas soltaron un largo suspiro.

—Es un macho —dijo Laura.

—Es el macho —dijo Clarisa.

Abrimos la verja y le hicimos un puente al camión que llevaba la fumigadora para sacarlo de allí. Tuvimos mucha suerte y arrancó a la primera. Cerramos la verja para evitar la entrada de más zombis. El buen doctor nos informó de que tardaría bastante en llenar los tanques de la fumigadora y que debíamos ir ideando un plan para  atraer al mayor número de zombis posible hasta un lugar para poder gasearlos a todos.

Y de ahí surgió esta puta mierda de plan. La cosa es simple. Felipe y yo nos dedicamos a darles caña para que nos sigan hasta el punto de encuentro. Vamos por las calles arreándoles cera con la Gatling y los llevamos hasta la Castellana. Evidentemente, con nuestros pocos recursos no podemos hacerlo a una escala grande. Debemos tener cuidado y ser rápidos para evitar que nos cierren el paso. Una vez en la Castellana lanzaremos la fumigadora y les arrearemos una buena dosis. Mientras la fumigadora hace su trabajo nosotros nos subiremos a los coches y desfilaremos hasta Torrejón sin parar.

Deseo que funcione. Quiero que funcione. Espero que funcione. No sé qué va a pasar, tal vez la muerte nos espera, pero una cosa es segura: ¡me lo estoy pasando de puta madre!

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Para los no asistentes a la ceremonia de entrega, dejo una breve reseña de lo que dije:

    «Relato cómico de nivel delirante y densidad 8.000 caracteres/párrafo y sin márgenes.
    El argumento queda casi resumido en el título 😛
    Tras un soberbio comienzo a lo Félix Rodríguez de la Fuente metamorfoseándose en Frank de la Jungla, encontramos a nuestro estrafalario grupo de personajes: dos gemelas que asustarían a Chuck Norris, un paleto de manual con parientes en Alcafrán, un doctor perdido y al que encontrar, su hijo emo y el protagonista: un vendedor de cómics obeso y con el ánimo voluble (algo que ver con el flujo de glucosa o las transaminasas, fijo). Pierde en algunos momentos la coherencia, aunque la distancia entre esos momentos es suficiente como para pasarla por alto (yo no, que soy la Sra. Jurada).
    Hilarante desde la primera palabra hasta la exclamación final. No hay tiempo para el amor, todo va a ritmo trepidante, de superviviente de apocalipsis zombi. Los personajes se describen por sus acciones, y son brutales (en ambos sentidos). Múltiples referencias y guiños a la cultura audiovisual de los últimos 30 años.
    Se merece un repaso a fondo para eliminar la abundancia de repeticiones, alguna contradicción y cacofonías que oscurecen un relato tan brillante.»

  2. marcosblue dice:

    Grandioso, Fran, grandioso. Me lo he pasado igual que el protagonista. Te juro que si te cascas veinte páginas más me las leo con gusto. En Torrejón deben ir pensando en darnos una medalla o algo porque no ha aparecido en toda la historia de la literatura universal más veces que en los Relatosbluetales y… ¡mola!

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