Un puñadito de siglos
por Marcos Tizón DamiánLos delfines no siempre han sido delfines. Primero fueron peces, luego animales terrestres, más tarde —y esto no lo sabe todo el mundo— fueron personas y, por último, se convirtieron en delfines tal y como ahora los conocemos. Ésta es su historia.
Eran peces, vivían en la profundidad del mar, sometidos a peligrosos depredadores que evolucionaban de un siglo para otro y se volvían más y más voraces intentando ser los amos y señores del océano. El tiempo de la Tierra es tan gigantesco que antes un siglo era como un segundo, la vida se transformaba sin cesar añadiendo a la generación siguiente cuanto le faltaba a la anterior, creando seres con formas imposibles, con un aspecto tan extraño que ni siquiera nuestra imaginación podría concebir. Algunos de ellos aún habitan los fondos abismales, testigos de un pasado que continúa sucediendo, y otros los tenemos delante de los ojos: por ejemplo, un pulpo.
Así que aquellos peces decidieron irse a la tierra, en busca de un alimento menos arriesgado, pues la mayoría de las veces acababan siendo ellos mismos el alimento en cuestión. Poco a poco, en un puñadito de siglos, fueron asomando la cabeza por las playas, aventurándose en aquel elemento virgen, donde hacía apenas diez millones de años que los dinosaurios habían poblado por completo antes de extinguirse, y un día descubrieron que sus aletas ya no eran aletas, sino patas, y que caminaban a trompicones balanceándose de un lado para otro por un lugar inhóspito, sólido, donde el peso de su cuerpo ya no era sostenido por el agua, donde cada paso dejaba un rastro que perduraba en la arena. Allí vivieron comiendo hojas, moluscos y, de vez en cuando, unos pequeños, pintorescos y escurridizos animalillos llamados insectos.
El tiempo nació en el seno del viento y como el viento pasa sin parar. Aunque le pongas una pared el viento sigue su curso, buscando un camino por las rendijas. Y con el tiempo, aquellos animales que fueron peces se irguieron y caminaron a dos patas, así podían llegar a los frutos más altos. Y en lugar de tomar los frutos con la boca, los agarraron con sus manos. En ese momento algo se despertó dentro de su cerebro, quizá una esencia muy antigua que ya existía cuando el universo entero estaba concentrado en un punto no mayor que una mota de polvo. Se contemplaron unos a otros y comprendieron que se estaban mirando mutuamente. Su cerebro recorrió, en un segundo, toda la profundidad de su mente y descubrieron que su mente era tan inmensa como el universo lleno de estrellas que observaban asombrados. De esta manera surgió la primera criatura inteligente que hubo en nuestro planeta.
Aquellos que llegaron a convertirse en torpes animales terrestres con forma humana habían entendido que era más ventajoso ser mamíferos, sentir el calor de una madre les hacía fuertes. Y aquellos que antaño fueron peces crearon herramientas y con ellas construyeron casas, levantaron puentes sobre los ríos y cavaron acequias. Aprendieron a defenderse, entre otras amenazas de largos dientes, de esos pintorescos animalillos que ahora eran más grandes y resultaban temibles armados con aguijones y venenosos apéndices. Sus edificios apuntaron al cielo, elevándose con la sinfonía de su esfuerzo y su sabiduría. Crearon ciudades y lenguajes, música, maquinarias, ciencia, dando lugar a una poderosa civilización. Todavía retumban los ecos de su nombre envuelto en suposiciones y misterios. Nosotros nos referimos a ese lugar como la Atlántida y, aún hoy, nadie sabe dónde se hallan sus restos. Su esplendor les llevó a poder tocar las nubes con la yema de los dedos, asomados a un balcón. Ahí comenzó su desgracia; justo ahí, empezó su ruina.
La ambición y el rencor, la incomprensión, los convirtió en extraños a su propia naturaleza. Entablaron luchas por ideas que se mezclaban con la locura, obligando a otros a ser tan locos como ellos, quisieron parecerse a esos primitivos depredadores que pretendían erigirse en los amos y señores del mundo, llegaron a matar y esclavizar a sus semejantes. Pervirtieron sus necesidades, lo que antes podían tomar sencillamente con sus manos, forjando armas capaces de arrebatar un trozo de pan a quien tenía hambre, a costa de su vida. Crearon órdenes y normas para sofocar su propia crueldad, complicados sistemas financieros que permitían hacer grandes fortunas sin trabajar siquiera, olvidando que todos habían puesto, de una manera o de otra, una pequeña parte de su esfuerzo en cada ladrillo de las altísimas y bellas torres que los observaban: desde allí, desde un balcón en el ombligo de las nubes, parecían simples hormigas apresuradas correteando por un hormiguero.
Se autoproclamaron hijos de una entidad suprema, con la soberbia creencia de que se les antojaba pequeño el universo infinito como para haber surgido de él unos seres tan perfectos como ellos. Tan perfectos que algunos se atrevían a asesinar incluso a niños, o a dejarlos morir, como las más fieras de las más feroces alimañas. Su maravillosa civilización consintió que sucedieran atrocidades innombrables. Y pagaron un precio: el tiempo comenzó a colarse por sus poros, y se hicieron viejos nada más haber nacido.
Aquellos que fueron peces, que fueron animales de la tierra, que fueron humanos, se reunieron un día en una gran plaza. Se volvieron a contemplar, tristes, cansados, llenos de ira y de dolor. Las estrellas habían huido de su mente y estaban tan lejos que sólo eran minúsculos destellos de luz. Los días sucedían entre el aburrimiento, la culpa, la enfermedad y las preocupaciones: lo tenían todo para intentar ser felices, y se obstinaban en ser unos desgraciados. La vida les oprimía, la muerte ocupó el lugar del firmamento dentro de sus sueños. Los relojes atronaban con su ritmo quejumbroso en el ámbito de los muros que les rodeaban y que ellos mismos habían construido.
Se volvieron a mirar en silencio, durante unos segundos tan largos que semejaban siglos, y entonces, sin decir nada, se vieron otra vez unos a otros. Las lágrimas brotaban de sus ojos arrugados, en sus pechos palpitaba un antiguo afecto mutuo. Comprendieron que habían perdido lo que más amaban, lo que le otorgaba el más ínfimo sentido a su existencia: La libertad.
Y no hallaron otra razón para seguir viviendo. Abandonaron su lenguaje, porque quien usa palabras puede mentir, y se comunicaron con sonidos puros, como los niños pequeños, a los que todos entienden aunque nadie sepa lo que están diciendo. Derribaron esas madrigueras en las que se habían encerrado, socavaron los cimientos de sus torres colosales, hundieron su mundo en las entrañas de los abismos y se lanzaron de nuevo al mar.
Les daba miedo regresar al océano oscuro y frío, plagado de peligros, bello y salvaje a partes iguales. Pero en un puñadito de siglos sus piernas y sus brazos se transformaron en potentes aletas, su cuerpo se adaptó para no ofrecer resistencia al agua y encontraron el mayor placer y la mejor defensa en la velocidad, volando por debajo y por encima de las olas. Salpicaron la superficie del mar inmenso a lo largo y ancho del planeta con sus cabriolas, sonriendo, libres, respirando el dulce oxígeno que tanto les había gustado en su breve aventura por la tierra firme, amamantando a sus hijos para conservar la fuerza del amor. Y se inventaron un lenguaje sin palabras a salvo de las mentiras, capaz de llegar a mil kilómetros de distancia.
Algunos de ellos, poseídos por el temor, se quedaron y huyeron por otros parajes, tierra adentro, y se acabaron convirtiendo en bestias de dos patas que andan aún por este mundo.
Los delfines nos contemplan a nosotros, nos acompañan en nuestros viajes por el mar, comprenden lo que nos sucede. Estamos empeñados en tratar de entenderlos y quizá deberíamos pensar que para eso es necesario que primero nos entendamos a nosotros mismos. Ellos esperan, saben que algún día cuando pase un puñadito de siglos no tendremos, sobre todas las cosas que podamos poseer, un deseo más grande que ser libres.
Y que, quizá, siendo criaturas inteligentes, hagamos como ellos.
Comentarios
Normalmente, empiezo a leer los relatos por el principio, pero esta vez lo he hecho al revés y ¡oh, sorpresa!, el primero es el fuera de concurso de mi camarero favorito.
Y… ejem… Vamos, tío, tú lo sabes hacer mejor. Me he he puesto mi traje de la primera comunión para leerte y me he quedado demasiado ploff. La historia no digo que no sea bonita, interesante, alegórica y tal y tal, pero ¿atraería la atención de un niño durante todo el relato?
No creas que el anonimato refuerza mi opinión. Créeme que si te tuviera delante, te lo diría igual.
¡Loado seas, Walkirio! Te echábamos de menos. Pues sí, tienes toda la razón, no es un cuento para niños. Como ya sabía, por ser jurado, que no iba a llevarme los 130 euracos para cambiar las ruedas del coche, me he permitido escribir una cosa que me apetecía mucho escribir. No obstante, estoy ultimando una historia que le va a encantar a ese traje tuyo de la primera comunión. Por cierto, para ser tu camarero favorito… o es que sales poco por los bares, o es que eres el clon del Isma. Gracias por tus comentarios (no te olvides de dejar propina).
Jejeje, veo que se nos dan bien los cuentos para explicar algunas realidades de la vida 🙂
Ansiosa espero esa historia «ultimanda» 😉
Soberbio, supremo, superior…y cualquier otro calificativo que empiece con S. No, no me refiero al relato, que está muy bien. Me refiero al juez. Qué brillantez, qué sabiduria… qué, qué… ¿puedo levantarme ya? Es que me duelen las rodillas. Y tengo que adorar a los nuevos dioses… Sonderk empieza con S… igual que sublime, soberano… 😉
Lévanteseme ya, Sr. Levast, que se va a descubrir el tinglao y luego la gente es muy chismosa. Este Juez nuevo tiene pinta de ser incorruptible, a lo mejor hay que saltarse el peloteo y pasar directamente a las amenazas…
Una ayudita nunca viene mal, así que os lo pongo fácil, una botella de ballantines blue y un jamón de jabugo haría que todo fuera mas suave, ¿comprendéis?
Y no, las amenazas sabéis por dónde me las paso… 😛
Toma ya Marcos, me encanta aunque no sea un cuentecito para niños que no se merecen los cuentos sino el exterminio total!!!! Me ha gustado mucho, me hipnotizas con tus frases así de bien elaboraditas ellas… ainsuqe envidia insana me da que escribas tan bien joder!! jaja Besotes mil!!!
Gracias Nadia por tus, siempre, sensibles comentarios. Yo también estoy a favor de canonizar a Herodes, conste. Besos.