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Un juego de niños (y de cómo la muerte vino a nosotros y lo cambió todo)

por

I. El ahorcado

Cuando miro al cielo, sólo veo estrellas. Estoy tumbada en el tejado de la casa, sola, tranquila y sin demasiada prisa por irme a dormir. Las estrellas brillan como si no tuvieran otra cosa mejor que hacer y de hecho no la tienen. Antes todo era diferente, vivíamos sin mirarlas, como si no existieran; sabíamos de ellas por la clase de ciencias en el colegio y por supuesto, nunca en mi vida les había prestado atención. Ahora, era lo más bello y quizás lo único por lo que vivir; era lo más parecido al arte que teníamos.

Hace cuatro años vinieron ellos, los caminantes, sin motivo aparente, y trajeron consigo la muerte y la locura. Todos huimos, muchos lucharon y la mayoría murieron, entre ellos mi madre y mis hermanos. Los demás acabamos aquí, en un pueblo perdido y pequeño de las montañas.

Hace tres años mi padre me hizo daño. Al principio no sabía qué estaba pasando, creía que era un juego, una broma de las suyas, pero cuando me arrancó la ropa supe que algo no estaba bien. Intenté luchar, zafarme de él sin hacerle daño. Cuando no lo conseguí, lo golpeé con todas mis fuerzas, pero se me echó encima y vino el dolor. Estalló en mi cabeza como un martillo golpeando un clavo, más fuerte y cada vez más profundamente. Creí que algo se rompía dentro de mí. Mientras, mi padre me decía cosas que no entendía al oído, pero que me hacían sentir sucia y avergonzada. Unos minutos después no sentía nada, ni el dolor, ni su rancia respiración sobre mí, ni cómo me penetraba salvajemente. Me evadí de allí. Mi mente flotaba por encima de nosotros, en un sitio mejor, donde las nubes me acunaban y mi madre me daba la mano para llevarme al parque de atracciones. Cuando cinco minutos después terminó, me pidió perdón entre sollozos, pero yo no veía, no escuchaba, me había quedado atrapada allí, en el parque de atracciones donde el olor de los bocadillos recién hechos lo inundaba todo, donde la sonrisa de mi madre lo era todo. Dos días después, lo colgaron de un pino al final del valle, donde el río se bifurcaba, y las pocas vacas que quedaban en libertad y vivas pastaban tranquilamente.

Todo volvió a la normalidad. Un tiempo después, comprendí lo que me había hecho y lo odié profundamente: era su hija y había destruido el respeto y el amor entre nosotros por un momento de locura y salvajismo.

Mi padre no murió aquel día colgado del pino, sino que pareció que dormía hasta que despertó siendo un caminante. Algunos de los niños, de vez en cuando, se acercan a él y le tiran piedras, lo insultan y se ríen de él. Sigue colgado a dos metros de altura, haga sol o llueva; allí sigue con las ropas echas jirones y balbuceando cosas ininteligibles. Sus ojos no transmiten nada salvo odio y hambre, mucha hambre. No sabemos si algún día morirá. La única forma que conocemos de terminar con su existencia destrozarle el cráneo; por supuesto no nos atrevemos a bajarlo. Es más fácil y seguro dejarlo allí, que se pudra lentamente.

Alguna vez lo he visto desde lejos, un cuerpo colgado y que se mueve, balanceándose, sin sentido. Creo que nunca le perdonaré lo que me hizo: hacerme daño y dejarme sola, todo en cinco minutos.

Hace dos años apareció un caminante en el pueblo. Lo decapitaron y enterraron en el improvisado cementerio a las afueras del pueblo. Un grupo de adultos creyó que lo mejor sería ir a explorar y buscar respuestas al pueblo más cercano que estaba a diez kilómetros. Nunca volvieron. Cuando el resto de los adultos comprendió que nunca volverían, la idea cayó en el olvido hasta unos meses después, hasta que otro grupo salió en busca del anterior, dejándonos a todos nosotros solos con la abuela María y Juan el cojo. Unas semanas después y sabiendo que el segundo grupo nunca volvería, Juan se suicidó despeñándose en una montaña cercana y el tiempo siguió su curso. La abuela María murió de una neumonía en el siguiente invierno y aquí estamos, cinco niños sobreviviendo pescando en el río, recogiendo las hierbas que la abuela nos enseñó que se podían comer y cazando de vez en cuando algún animalillo que se cruza delante de nosotros. No nos va mal, pero estamos solos.

Tengo diecisiete años y lo único que me reconforta son las sopas de setas y las estrellas que ahora contemplo en soledad. Quizás sea poco, pero es más que lo que nuestros mayores esperaban.

Carlos es el mayor, tiene mi edad. Algo no va bien en su cabeza. Tiene días normales y días no tan normales. Tortura a los animales que atrapa y en una ocasión lo pillamos comiéndose un conejo crudo. Discutimos mucho y grita cosas inconexas; otros días se tranquiliza y parece tan normal como nosotros, incluso podemos hablar de todo un poco sin que grite.

Pedro tiene catorce años, hace caso a todo lo que digo, me mira de manera muy rara, creo que está enamorado de mí o eso debe de pensar. Yo por mi parte no entiendo mucho de estas cosas. Desde que mi padre destrozó la parte más ingenua de mí he perdido la noción del amor, del cariño, y aun así acaricio a los niños pequeños para consolarlos de vez en cuando, pero es sólo un atisbo de lo que realmente debería ser.

Julián y Eva son hermanos mellizos. Tienen diez años; los más pequeños, los más débiles y los que más cariño necesitan. Les estoy enseñando a leer, porque libros tenemos muchos. Una pena que los mayores se llevaran todas las armas de fuego, sólo disponemos de una pistola y siempre está en el regazo de Carlos. Algún día eso nos traerá problemas.

Sé que bajan todos juntos a jugar con mi padre. Mientras están allí haciendo daño a un ser muerto no piensan en lo peor: que estamos solos y que en cualquier momento nuestro pequeño mundo puede venirse abajo en un segundo. A mí no me importa; todo lo que de bueno tenía mi padre murió mucho antes de convertirse en un caminante.

Vivimos en una casa de montaña, de las de tejados negros, dos plantas, cuatro dormitorios, cocina, salón y dos cuartos de baño. Tenemos barbacoa y piscina en el jardín; todavía no hemos probado ninguna de ellas, no sé si por falta de ganas o desconocimiento. El caso es que vivimos aquí.

Ocupamos la parte más alta del pueblo. Desde el tejado vemos el valle y la única carretera que nos comunica con el resto de aldeas. También tenemos acceso a la calle principal. Hay unas veinte casas más, todas revisadas y cerradas por nuestra seguridad. Las latas de comida se nos acabaron hace ya dos años y no tenemos valor para salir del pueblo a buscar más. Los mayores lo hicieron y nunca volvieron. Creo que somos más listos que ellos, porque nunca saldremos de aquí. Más allá de la carretera está la muerte o algo mucho peor.

Sabemos todo lo que necesitamos de los caminantes. La abuela María nos contó todo lo que sabía. A nosotros sólo nos interesa lo importante: están muertos y se comen a los vivos. De cómo llegaron y por qué nadie sabe nada, y tampoco importa. Mientras podamos continuar nuestra vida aquí y sin sobresaltos, estaré tranquila. He empezado a leer libros sobre agricultura. De raíces, hojas y conejos muertos no se vive para siempre. Necesitamos otro tipo de comida y ya. Los niños pequeños la necesitan.

II. Cinco balas

Hoy al levantarme me he duchado y he bajado con los chicos al salón. Carlos está haciendo rabiar a los demás y Eva llora detrás de un sofá, así que pongo fin a la pelea y los mando a jugar afuera. El día ha amanecido soleado y el mismo olor a naturaleza de todos los días entra por la ventana haciendo que sonría sin querer.

Oigo cómo los mellizos juegan fuera, Carlos limpia la cocina y Pedro está quitando rastrojos en el jardín, así que ayudo a Carlos en su tarea del día, así terminará antes y antes nos dejará en paz. Reviso los espárragos trigueros al vacío que nos quedan, las manzanas y naranjas que recogemos del jardín de tres casas más abajo y unas patatas que traemos de la casa que esta más allá. Si no fuera porque antes la gente de aquí tenía sus propios huertos, no sé qué habría pasado con nosotros después de acabar con todas las latas.

De repente escucho gritos fuera, miro por la ventana y media decena de caminantes se dirigen a la casa por la calle principal. Los niños aporrean la puerta de entrada. Carlos saca su arma y sale afuera, lo sigo y le grito que entre dentro, pero no me hace caso. El olor de los caminantes empieza a llegar hacia nosotros, nauseabundo y penetrante. Ya puedo ver cómo uno de ellos viene andando con las tripas arrastrando y cuatro detrás, todos tan muertos como las piedras y todos tan peligrosos como un león herido, lentos pero persistentes. Nos miran con esa mirada vacía pero fija.

Carlos se planta delante de ellos y levanta el arma. Es una locura pero no lo freno, no tengo ningún arma y no puedo ayudarlo, así que meto a los mellizos en la casa y ordeno a Pedro que entre también, pero no me hace caso y se queda a mi lado, en el quicio de la puerta.

Carlos dispara al primero en la cabeza que cae a plomo en el suelo. Aparece otro detrás que continúa avanzando. Apunta de nuevo y dispara al siguiente, falla y le vuela la mandíbula, pero el caminante sigue adelante. Dispara de nuevo y esta vez el cerebro salpica la carretera a su espalda.

Carlos vuelve a disparar y otro caminante cae delante de él. Al que viene detrás le mete la bocacha de la pistola en la boca y otro medio kilo de sesos saltan por los aires. La cara de Carlos está salpicada de sangre y materia gris.

Cuando tiene al último delante de él levanta su arma y le apunta justo en medio de la frente. Cuando dispara se oye un chasquido: el percutor ha golpeado acero, no hay más balas en la recámara, no hay más balas en el cargador.

El caminante se abalanza sobre él. Carlos no se puede mover. Su cerebro no ha dado ninguna orden y permanece paralizado. Comprende que ha sido un error no revisar las balas que le quedaban, y ese pensamiento tan banal es lo último que su memoria registra antes de que el caminante le arranque la tráquea de un mordisco.

Cierro la puerta y echo la cerradura. No tengo tiempo de llorar la pérdida de Carlos, hay más gente en la casa que depende de lo que haga en los siguientes minutos. Por la ventana veo cómo el asesino silencioso se acerca a la puerta, así que ordeno a los niños que suban arriba y echen los pestillos. Acto seguido me dirijo a la cocina y cojo el hacha que utilizamos para cortar la leña. Noto el peso que tiene y me pregunto si voy a ser capaz de levantarla y, sobre todo, acertar.

Sin dilación abro la puerta y me enfrento con mi enemigo. Abre los brazos y los estira todo lo que puede para intentar agarrarme. De su boca abierta sale un infierno de putrefacción, demencia y sangre fresca de Carlos. Levanto con todas mis fuerzas el hacha hacia atrás y descargo un simple y certero golpe en medio de su frente. La hoja se incrusta en el hueso y se queda atascada. El caminante ha caído de rodillas delante de mí. El hacha no sale hasta que apoyo un pie en su hombro y la extraigo dando un par de tirones. Entonces la levanto de nuevo: esta vez puede que sea la última, así que junto todas mis fuerzas para dar este golpe y la dejo caer abriendo mucho más la brecha de su frente. Un líquido espeso y gris sale de la herida a borbotones. El caminante me mira por última vez y sus ojos se apagan poco a poco para caer ante mí con un ruido sordo.

Sin pensármelo dos veces, me dirijo hacia Carlos y con tres hachazos destrozo su maltrecha cabeza. Tarde o temprano se habría levantado para buscarnos. Ahora quedamos cuatro, y aunque me entristece, de manera egoísta pienso que es lo mejor que nos podría haber pasado. Nuestro futuro será más tranquilo.

Antes de que los mellizos salgan de su escondite, Pedro y yo enterramos los cuerpos en el jardín de la casa contigua. Cuanto antes acabemos con esto, mucho mejor para todos.

III. Punto y final

Ha pasado un año desde el ataque sorpresa de los caminantes. No hemos vuelto a tener ningún problema y estamos como antes. Hemos recogido la primera cosecha de pimientos, tomates y patatas. Estamos felices por ello y nos sentimos mucho más independientes. Después de desayunar he recordado que es mi cumpleaños, mi mayoría de edad. He pensado mucho en ello mientras veía a los mellizos jugar con una pelota y mientras Pedro recoge los últimos tomates maduros.

Subo al tejado y me siento a admirar el valle. Pienso en toda la gente que se fue y que nunca volvió, intento imaginar dónde estarán y cómo acabaron, porque hay algo innegable: que están muertos o, mucho peor, están vagando por ahí como almas en pena, descomponiéndose en cualquier lugar sin que nadie los recuerde. Pienso en lo que ha debido de pasar en las grandes ciudades, imagino miles de caminantes sin rumbo, perdidos entre las calles y las casas ruinosas. Imagino, porque no quiero salir de aquí, no quiero comprobar si alguien ha sobrevivido. Creo que en este pequeño lugar del mundo podemos crear algo bonito y tranquilo. Creo que mientras sigamos vivos en algún momento olvidaremos todo el horror.

Y allá a lo lejos veo a mi padre, colgado del pino y mecido tranquilamente por la suave brisa. Pienso, mientras sonrío, que parece nuestra bandera ondeando al viento. Al final una carcajada de loca me sale por entre los labios. Hacía tiempo que no me reía de esta manera. He tomado una decisión y ni siquiera me han temblado las manos.

Bajo a la cocina y cojo el hacha que Pedro ha afilado esta misma mañana. Les digo a los chicos que voy a dar una vuelta. Con el hacha al hombro cruzo tranquilamente el jardín, salgo a la carretera y me dirijo al final del pueblo. Llego al fondo del valle donde el maldito pino tiene esa manzana podrida desde hace años.

—Hola, papá, vengo a por ti.

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Comentarios

  1. Tai y Chi dice:

    Bueno, por fin uno sin amor, ni bodas… aunque esperaba algo más gore y siniestro.

  2. SonderK dice:

    Como siempre nunca estás contenta 😛 La verdad es que la historia original que tenía en mente era más gore y siniestra, pero sin mentir a nadie, me pudo la vaguería y el bloc de notas que me dejó para el arrastre…

  3. laquintaelementa dice:

    Para los no asistentes a la ceremonia de entrega, dejo una breve reseña de lo que dije:

    «Relato chusco de nivel medio (de chusquez, se entiende) porque al final el autor se pierde en su moñería y le puede la esperanza.
    La protagonista es una suerte de líder de los niños perdidos de Peter Pan, pero más al estilo de los de Mad Max 3, por su creencia en un mundo del mañana-mañana libre de «caminantes» o zombis «Romero».
    El gran valor de este relato es mantener constante durante toda su extensión el tono de la narración, candoroso e inocente, en un entorno bucólico… cuando lo crudo es que lo pone en boca de una psicópata.
    El relato es algo corto, o al menos, se hace corto para la intensidad y la atrocidad de los acontecimientos que describe. Sacrifica el desarrollo de algunas situaciones y personajes y nos deja a los lectores la tarea de suponer causas, emociones, sentimientos… Recomiendo al autor que sea menos vago y revise el cuento, que dé a cada uno lo suyo, incluyendo a los zombis.»

  4. marcosblue dice:

    Me ha gustado mucho. No estoy de acuerdo que sea moñas, al revés, me gusta la dualidad que describes entre ese entorno tranquilo y un mundo terrible que, a veces, se deja caer por allí para reivindicar su existencia. El monólogo interior de la protagonista te acaba absorbiendo y te hace identificarte con ella, como una voz suave que cuenta pavorosas historias (el relato tiene momentos realmente duros). El maldito bloc de notas ha dado, además de pimientos, tomates y patatas, un buen fruto.

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