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Un hombre cualquiera

por Relato finalista

Os presento a Juan N., nuestro protagonista. Ahora lo vemos durmiendo en su pequeña cama de su apartamento alquilado. Es un hombre corriente, soltero, de mediana edad, ni guapo ni feo, que trabaja en la sección de droguería de un supermercado. ¿Queréis más detalles? Es de altura normal, peso medio, pelo corto y su voz es… digamos que descubriréis que es de pocas palabras. Estamos en una ciudad cualquiera y hoy es un típico lunes de trabajo para sus habitantes, así es que vamos a bajar la voz porque todavía queda un ratito para las ocho de la mañana y que suene el despertador. Pero pronto vamos a descubrir que su meticulosa rutina se va a ver alterada desde muy temprano, de hecho en su salón ya oímos unos estridentes y extraños ruidos.

La cabeza de nuestro protagonista se encuentra algo desorientada porque se ha despertado antes de tiempo. No ha saltado aún la alarma de las ocho sino que lo han levantado unos horrendos sonidos procedentes del salón. Se incorpora de un salto y se topa en el pasillo con la grotesca mascota de su vecina gruñendo rabiosamente. El día anterior, la inquilina del piso de arriba, una amable anciana viuda, bajó a pedirle el favor de que cuidase a su cachorrito porque iba a participar en una excursión. Juan N. no se atrevió a darle una excusa y la anciana le plantó en los brazos al animal y un pequeño plato de comida. A nuestro protagonista le resulta imposible distinguir si ese animal es un gato o un perro o algún tipo de roedor pero ahora mismo es incapaz de controlar a esa enmarañada mata de pelo oscuro e interminables colmillos que se mueve de un lado a otro de la casa rugiendo con un chillido agudo.

El día está empezando extraño y lo único que le importa ahora mismo es que no le llamen la atención los vecinos. De la nevera saca toda la comida preparada que tiene y la deja en el salón para calmar al animal. Obviamente deja el suelo hecho unos zorros. La pequeña bola de pelo empieza a devorar con ansiedad la comida mientras en el dormitorio suena la alarma de las ocho. Piensa que ahora se puede concentrar en su rutina. En la cocina prepara un termo con leche templada para el desayuno y un sándwich de jamón y queso para la comida. En el baño hace sus necesidades, siempre ha sido muy regular en este asunto, se ducha rápidamente y se afeita frente al espejo mientras se seca, sin perder un segundo. Antes de salir rellena un frasco del hospital con orina. No os he comentado que el pobre Juan N. tiene úlceras en el estómago y que hoy tiene analítica en el centro de salud. En el salón, la agitada mascota ha engullido toda la comida y gruñe salvajemente mostrando sus afilados colmillos. Juan N. vacía la nevera de carne congelada frente al animal y enciende la televisión para ver el parte meteorológico. Algo raro pasa porque solamente sintoniza el canal de los realities. Hoy es la gran final de Danger Boys, el programa que emite durante veinticuatro horas al día las andanzas de un grupo de skaters que rivalizan por ser los más votados en lograr la automutilación más divertida. Ahora emiten imágenes del juego de la semana pasada, «la pesca»: los concursantes nadaban en una pequeña piscina y sobre ellos se lanzaban anzuelos con cañas de pescar. Cuando un concursante mordía el anzuelo, tiraban de la caña con fuerza y sobre el agua saltaban los restos arrancados de los labios y las mejillas, de los dientes e incluso de todo un paladar. La mejor sonrisa era la más votada. Juan N. se encoge de hombros resignado por no poder conocer el tiempo, mira el reloj, coge las llaves y se dispone a salir. En el salón deja al animal mordisqueando un trozo de chuleta congelada y rascando con sus pezuñas una de las paredes. Pero, con las prisas, no se ha dado cuenta de que se ha olvidado algo.

Juan N. sale de su casa y cuando está cerrando con llave se percata de que hay alguien a su espalda. Se gira y se encuentra dos hombres mirándole, dos perfectas sonrisas, dos perfectos trajes limpios y planchados con sus dos pajaritas perfectamente anudadas y, en fin, dos caras idénticas. Son sus dos vecinos de enfrente, hermanos gemelos, miembros de una pequeña iglesia o congregación conocida como el Sagrado Ángel Nacido Gran Redentor Eterno. Nuestro protagonista tiene la costumbre de esperar un minuto en la puerta a que abandonen el piso para no coincidir con ellos. Los trajeados hermanos lo abordan y le ofrecen panfletos, libros de conferencias y salmos de su iglesia. Lo invitan a una de sus charlas para celebrar una de sus reuniones de «comunión y revelación». Juan N. asiente a todo lo que le dicen, siempre le han enseñado a ser amable y a responder con una sonrisa resignada. Cuando los dos hermanos gemelos se despiden, Juan N. mira su reloj y, cargado de folletos y libros, se dirige apresurado al Metro.

Siempre acude puntualmente a los trenes pero hoy lo cotidiano no está funcionando. Al detenerse en el primer semáforo se encuentra un torrente de cláxones y gritos que recorren la avenida principal debido a un monumental atasco de tráfico provocado por unas inesperadas obras en la calzada. Conductores furiosos braman y gritan desesperados, peleando entre ellos y abriéndose paso con choques y atropellos. El único carril abierto es el del taxi y los peatones se lanzan enloquecidos a tomar el primero que se les cruce libre. Uno salta las barreras de las obras y cae sobre el ardiente alquitrán. Juan N., que está intentando cruzar paralelamente por el paso de peatones, observa que el imprudente peatón se agarra angustiado las abrasadas piernas. Podría ayudarlo pero piensa que hay tantas personas cruzando que otra persona más capaz se podría parar a socorrerle. Además, es conveniente respetar las señales de peligro. Mientras se aleja, observa que el tipo accidentado sigue bregando con el alquitrán fundido y consigue con tremendo esfuerzo liberarse arrancando de cuajo su pierna derecha, dejando media pierna en el asfalto. Cojeando, con el muñón de su pierna derecha sangrando, consigue llegar frenéticamente a la altura de un taxi. Por la otra puerta se cuela otro peatón y el taxista arranca, dejando al tullido dándose de bruces contra el suelo.

Juan N. sigue caminando hasta la boca del Metro, hoy abarrotada de pasajeros ya que muchos conductores han abandonado sus vehículos y han optado por el transporte público. Los tornos de entrada están colapsados y varias personas empiezan a arrancarlos y los estrellan sobre los cuerpos de los vigilantes jurados. Como una estampida, la gente se dirige a las escaleras mecánicas, empujándose y pisoteándose. Nuestro protagonista saca su billete y lo valida, en solitario, en el único torno que quedaba en pie. Por las escaleras mecánicas, cuesta abajo caen decenas de personas, aplastadas por las prisas, mientras que Juan N., bajando sin agobios por las escaleras normales, llega al andén, ahora regado de sangre de los cuerpos reventados en los pasillos de acceso. Conociendo el sitio exacto donde mejor tomar el vagón, a salvo de empujones y de la marabunta que se acumula, se sitúa en el andén justo en el momento en que el tren para y se abren las puertas. Como siempre, se aparta a un lado para que los de dentro desalojen. Esta vez, los viajeros del tren salen del vagón como una exhalación arrollando a los que esperan.

Primera parada, nada más entrar, una mujer pálida y delgada vomita a los pies de nuestra protagonista. Juan N. no se mueve ni dice nada, no quiere parecer grosero. La falta de aire y el olor de los vómitos provocan una sensación nauseabunda y angustiosa pero consigue abstraerse lo suficiente para no caer desvanecido. La úlcera de su estómago empieza a despertar. Segunda parada, el vagón acumula más pasajeros y olores y el aire escasea. Dos tipos gordos se sientan, uno a cada lado, junto a la mujer pálida. Juan N., de pie, los tiene delante, viendo como forman un abigarrado bocadillo. La cara de la mujer empieza a adquirir una tonalidad entre amarilla y violeta. Tercera parada, entran más pasajeros mientras los dos gordos se mueven nerviosamente tratando de acomodarse mientras el débil cuerpo de la mujer es aplastado poco a poco por sus rollizas carnes. Por la mente de Juan N. se cruza la idea de que podría advertir a los orondos caballeros de que se levantaran porque la mujer se está ahogando pero prefiere no molestarlos, se lo podrían tomar como un reproche y están en su perfecto derecho de tomar asiento como cualquier otra persona. Cuarta parada, los ojos de la mujer se han desprendido de sus órbitas, su cuerpo está inmóvil y por su nariz corre abundante sangre. Los dos gordos bajan en la estación y el cadáver de la mujer se desploma sobre su propio vómito. Por fin, Juan N. puede terminar el trayecto sentado, coge los folletos religiosos que le han regalado y los ojea por encima. Parecen de inspiración cristina, su símbolo es una cruz rodeada de puntiagudas espinas. Quinta parada, es una pena pero ha llegado a su destino y no puede seguir leyendo, abandona el Metro y enfila hacia su trabajo.

Nuestro protagonista trabaja en unos grandes almacenes como encargado de la sección de droguería. Nunca ha trabajado en otro departamento, nunca ha tenido un compañero, nunca ha pretendido ascender o promocionar. Piensa que está bien donde está, que es mejor no arriesgarse y tener un puesto seguro y no pretender romper la rutina que le ha permitido vivir con normalidad. No necesita complicaciones, está conforme con su ordenada vida. Ha llegado, como siempre, igual de puntual que todos los días pero comprobará que también en el trabajo lo esperan asuntos poco corrientes.

Saluda con la mano al guarda de seguridad y entra en la sección de personal. Se pone su bata blanca con su chapita de identificación, Juan N. Sección de Droguería. Siendo lunes le corresponde acudir a un curso de riesgos laborales. En la sala de formación, Juan N. y el responsable de personal hacen tiempo hasta que lleguen sus compañeros. Mientras esperan, Juan N. saca su termo y prepara un vaso de leche mientras ven la televisión. Las noticias hablan casi exclusivamente de los últimos asesinatos de un psicópata conocido como «el Mutilador». Muestran recreaciones dramatizadas de sus crímenes con un realismo francamente atroz. Un actor arranca de un tirón el brazo de la persona torturada y, aún chorreando sangre, se lo hace tragar a la víctima hasta atravesarle el esófago. Nuestro protagonista, estupefacto por lo que contempla, confunde lo que está vertiendo sobre un tazón. Sin percatarse, ha mezclado la leche templada del termo con la orina que había guardado para el hospital. De un trago ingiere el amargo contenido y el líquido templado recorre su paladar. La sensación le provoca una arcada inmediata y la bilis se le empieza a acumular en la garganta. Al momento, se unen al curso Jonás, el carnicero, y Carol, de papelería. Los dos compañeros miran con extrañeza la cara descompuesta de nuestro protagonista y los folletos religiosos que conserva bajo su brazo. Juan N. desearía ir al baño pero prefiere evitar llamar la atención y no hacerse notar interrumpiendo el curso. Con gran esfuerzo, acumula saliva y traga los jugos gástricos.

En la pantalla les proyectan un vídeo sobre las consecuencias de las imprudencias en un trabajo común de supermercado. Las secuencias que visionan son imágenes reales de accidentes laborales y fotografías médicas de trabajadores muertos o heridos. Maquinaria pesada: un operario maneja un toro hidráulico y deja caer una enorme caja sobre un compañero. Su cuerpo es aplastado en una mitad perfecta y nos muestran a los familiares intentando reconocer el cadáver con un primer plano de su cara partida. Primeros auxilios: unos empleados tratan de desprender una bolsa de alimento congelado a un compañero que se le había pegado en la cabeza. La bolsa es arrancada de cuajo junto con su cuero cabelludo, dejando en carne viva la piel de todo su cráneo. Manipulación inapropiada: en un aparato de tonificación muscular, el empleado le aplica la máxima potencia mientras un anciano prueba el artilugio. La potencia excesiva provoca que los codos del anciano se doblen con un fuerte crujido. Los brazos del hombre cuelgan, con los huesos desprendidos, sangrando sobre el Ultimate-Vibro-System-Max-Power. Con cada vídeo, el carnicero ríe ostensiblemente mientras bebe un batido y come una enorme hamburguesa, muy cruda, chorreando leche y carne por la comisura de los labios. La úlcera se retuerce sobre el estómago de Juan N. A su lado, Carol tiene la cara pálida y se tapa los ojos y la boca con las manos. El director de personal, sin embargo, parece una estatua fría e inerte.

La verdadera rutina de trabajo empieza en el almacén. Repasar el inventario y reponer todos los productos que falten. Aquí también se va a encontrar otra sorpresa. Un estallido de las tuberías ha generado una pequeña inundación el fin de semana que ha provocado que todas las puertas de las cámaras frigoríficas quedaran abiertas y se averiase el motor de frío. El almacén es un pequeño océano de productos perecederos en estado lamentable. El olor a pescado y carne podrida es nauseabundo. Mientras recorre las naves, Juan N. camina sobre inmensos charcos de sangre en los que flotan restos de casquería, lombrices y cartílagos de pescado. Unos responsables le impiden acceder al depósito de droguería y le indican a nuestro protagonista que debe dirigirse al antiguo almacén. Sin embargo, observa que Jonás, el carnicero, carga disimuladamente con algunas cajas de carne y cree sospechar de qué estaría hecha la hamburguesa que estaba engullendo durante el curso. No dice nada y se dirige hacia el antiguo almacén donde se apilan cajas y cajas de productos abandonados. En ese recinto, con poca luz y aire denso, tiene que rebuscar entre pilas y pilas de productos de droguería, entre latas oxidadas, envases corroídos y botellas disparadas en su fecha de caducidad. El pobre Juan N. se siente mareado por el polvo y el revoloteo de moscas pero se dice a sí mismo que tiene que cumplir con su trabajo. Apila en un sucio contenedor los recipientes que parecen menos degradados y hace un pequeño inventario. Jabón Lagarto, lejía Conejo, salfumán Arco Iris, insecticida Raid, amoniaco Alpes, desatascadores de baño, desinfectantes… todo en un estado lamentable. En sus manos se está formando una costra por la corrosión de los productos pero prefiere no molestar a ningún encargado para hacer una reclamación. Está tan acostumbrado a estos productos que no necesita guantes ni mascarilla. Ya en su sección del mercado, Juan N. se puede por fin dedicar a su auténtica rutina: colocar los productos, limpiar los estantes y vigilar sin contratiempos. Es una labor sencilla y sin complicaciones, pocos clientes tienen preguntas acerca de los típicos productos de limpieza. El resto de la jornada simplemente es permanecer de pie, esperar y dejar pasar el tiempo. Pero a lo lejos alguien se acerca a su sección para interrumpir su tranquila rutina. Frente a él se plantan el jefe de personal y un hombre enorme de figura encorvada. Es el nuevo empleado de limpieza del programa de integración de minusválidos.

—Me-me-me-me lla-lla-lla-lla-mo A-a-a-ar-tu-tu-ttt….

—Arturo Joaquín —interrumpe el jefe de personal dándole una palmadita en la prominente chepa al discapacitado.

El nuevo empleado se limpia la boca con la palma y le da la mano a nuestro protagonista. Juan N. sonríe resignadamente mientras piensa en lo que le va a pasar al pobre hombre. Es una tradición de los empleados el someter a una cruel novatada a los nuevos empleados minusválidos. Ya aparecen por el final del pasillo los arrogantes chicos de informática, las malolientes chicas de la pescadería y los brutales vigilantes, todo el grupo encabezado por Jonás, el carnicero. El estirado jefe de personal sortea al grupo y corre a encerrarse en su despacho. Sólo le resta conocer cuánto tiempo va a tardar el novato en despedirse de su puesto. Los empleados no tardan en burlarse del tullido, preguntándole una y otra vez su nombre y estallando a carcajadas con su tartamudeo. Hacen un círculo alrededor de él y se lo pasan entre ellos como una pelota. A pesar de ser alguien corpulento y malencarado, el tipo se siente intimidado y asustado. Cuando el hombre cae en los brazos de Jonás, el sonriente carnicero alarga una mano a una balda y coge un bote de insecticida.

—Vamos a desinfectar esta boca, a ver si puedes encadenar dos palabras seguidas.

El carnicero abre las mandíbulas del inválido y vacía el bote de insecticida en su boca. Los chillidos del pobre hombre son sobrecogedores y contrastan con las potentes carcajadas de Jonás. El novato se tira al suelo tosiendo con tremendas arcadas mientras sus compañeros se retiran a sus diferentes puestos. El discapacitado, con la cara roja e hinchada y la boca llena de espuma, no tarda en expulsar de un potente vómito todo lo que tiene en el estómago. Juan N. ha visto toda la escena a cierta distancia, tratando de parecer invisible y no hacerse notar. Piensa que, para no buscarse problemas, es mejor no destacar en ningún aspecto. Mira su reloj y se da cuenta de que se acerca la hora de la comida. Pasa al lado del novato, que se retuerce dolorosamente entre espasmos, recoge el bote de insecticida y se dirige a la zona de descanso. Mientras tira el bote a una papelera, por megafonía se oye: «Señor Arturo Joaquín, señor Arturo Joaquín, diríjase a Droguería a retirar unos desperdicios del suelo». Mal día para el novato.

Dejamos al novato y seguimos a nuestro protagonista a tomarse su sándwich. Pasa al lado de la sección de Imagen donde se proyectan en todas las televisiones, ininterrumpidamente, los programas de los Danger Boys. Los concursantes se enfrentan a la prueba final: se han estado sometiendo la última semana a unas agresivas sesiones de radioterapia en un hospital. Los jóvenes concursantes tienen un aspecto demacrado y moribundo pero siguen haciendo sus habituales travesuras. Se divierten vomitando sobre otros pacientes del hospital y dejan caer sobre la comida de los compañeros el pelo que se les cae de la cabeza. Juan N. piensa escandalizado que ya no puede ni adivinar qué más se les podrá ocurrir, pero no puede evitar despegar los ojos de las pantallas. A lo lejos, el novato corre cojeando mientras sus compañeros intentan derribarle lanzándole viejos carritos con pinchos oxidados. Juan N. se encoge de hombros y piensa que no es asunto suyo, mejor que sea otro a que sea a él mismo,  por eso está convencido de que es mejor pasar desapercibido. En su puesto de carnicería, Jonás está contento y entusiasmado. Todo el mundo sabe que es su cumpleaños y él no lo oculta. En contraste, el pobre empleado minusválido acude a quejarse al jefe de personal pero éste se hace el despistado aparentando hablar por teléfono. Mientras observaba esto, nuestro protagonista no repara en que Jonás y su grupo están a su espalda cantando en voz alta. Se ha distraído y no se ha podido retirar a tiempo para no coincidir con sus compañeros. El carnicero pasa su enorme brazo sobre su hombro, toma a nuestro protagonista como un camarada más y marchan a celebrar su cumpleaños.

Todos acompañan al grupo del carnicero y se dirigen a una hamburguesería cercana. A Juan N. le cuesta recordar la última vez que ha comido algo que no haya preparado en casa. El local está hasta arriba de gente y los camareros se mueven frenéticamente de una mesa a otra. Nada más entrar, el carnicero Jonás, con su habitual brusquedad, discute acaloradamente exigiendo una mesa libre y atención inmediata. Nuestro protagonista intenta no incordiar y agacha la cabeza para no tener que intervenir en ninguna conversación. Aún así, está sentado al lado del carnicero y no puede evitar soportar sus irritantes cánticos y su pestilente aliento. Los camareros sirven al grupo unas abultadas hamburguesas. Juan N. observa a Jonás y no puede evitar reparar en la masa de carne poco preparada, supurante de grasa y sangre, con un fuerte olor a vísceras, que su compañero se va a echar a la boca. Del pan parecen sobresalir unos duros pelos que se mezclan con la purulenta superficie de la carne picada. La grasa, la salsa y algo que parece espuma chorrean por el brazo del carnicero. El hombre degusta con placer lo que está devorando mientras el resto de compañeros mordisquean con asco los enmarañados bocadillos que les acaban de servir. Juan N. observa que en el otro costado del carnicero se sienta su compañera Carol y nota que por debajo de la mesa empieza a toquetear su muslo con su grasienta mano. La pobre Carol  regurgita lo que tiene en la boca y Jonás empieza a reír a carcajadas. La mujer se empieza a atragantar, incapaz de expulsar el trozo de carne atravesado en su garganta. Jonás la agarra por la espalda y aplica brutalmente la maniobra Heimlich a Carol, quien escupe un enorme trozo de carne cruda con un afilado hueso incrustado. Pero el carnicero también ha aplastado las costillas de la mujer sobre los pulmones y cae desmayada mientras por su boca empieza a expulsar sangre. El resto de compañeros sudan y se marean y vomitan sin control sobre la mesa. Mientras todos estaban distraídos, Juan N. se ha levantado discretamente de la mesa.  Mejor no decir nada ni poner excusas porque cree que nadie va a reparar en él ni le van a echar de menos. Como la entrada está bloqueada por otros clientes que quieren entrar, nuestro protagonista busca otra puerta secundaria por la que salir. Sin embargo, sus compañeros están saliendo disparados hacia el baño y él se tiene que apartar para no ser atropellado. Entra involuntariamente en otra puerta y nota que avanza por un recinto con humo y un fuerte olor.

Detrás de una cortina observa que está accediendo a la cocina de la hamburguesería donde están atareados los cocineros y los camareros. Están nerviosos y frenéticos, chillan como desesperados en un recinto donde confunde el humo, el chisporroteo del aceite, unos horribles ladridos y un pestilente hedor. Al fondo de la cocina observa que están incrustadas varias filas de jaulas en las que están encerrados unos rabiosos perros. Nuestro protagonista se da cuenta de que cada vez que llega un pedido de un cliente, uno de los camareros carga una escopeta de caza y dispara unas postas sobre una jaula. Abatido cada perro, esté muerto o malherido, echan al animal en el aceite hirviendo y de su carne preparan las hamburguesas. Nuestro protagonista deduce que posiblemente la avería en las cámaras frigoríficas del supermercado haya desabastecido a la hamburguesería y estén usando este retorcido método. Otro de los disparos alcanza a otra jaula pero salta un pestillo y los dos animales encerrados saltan sobre los cocineros y atacan con rabia la cara de los incautos empleados. Desprevenidos, la carne de sus cuerpos es arrancada por las mandíbulas de los animales mientras otros caen en el aceite hirviendo y su piel se derrite hasta el hueso. Aprovechando ese caos, Juan N. atraviesa la cocina y toma la puerta que da a la salida trasera. Por lo menos tomará su habitual paseo antes de volver al trabajo. Aprovecha este momento de relajación, Juan N., aún te esperan algunos sobresaltos.

En el supermercado, la cosa parecía tranquila, por su sección pasaban pocos clientes y nadie se había percatado de los productos en mal estado. Sus compañeros volvían con caras aturdidas y asustadas, menos Jonás, dicharachero y satisfecho con la comida que había disfrutado. Repasando de nuevo el inventario de los estantes, comprueba que faltan algunos productos. En uno de los pasillos, Arturo Joaquín, inseguro y temblando, está pasando la fregona por el suelo. A lo lejos se oye a gente toser de forma ruidosa. El minusválido se trastabilla y tropieza con el cubo, dando una patada que hace que el líquido se derrame sobre el cuerpo de unos jóvenes que pasaban a su lado. Los chicos se estremecen con gritos de dolor y se retuercen por el suelo agonizando. Juan N. y otros compañeros se acercan a la escena. La cara de uno de los muchachos más afectados se está abrasando y corroyendo prácticamente hasta el hueso. La piel carbonizada se le desprende a capas entre un extraño y penetrante olor químico. Sus amigos se retuercen en violentos espasmos y se arrancan la ropa, también abrasados por una irritante urticaria que les recorre el cuerpo. Aunque les intenten ayudar, los muchachos repelen cualquier contacto violentamente ya que no pueden resistir la rabia y el dolor que se extiende por toda su piel. La gente que se acerca también parece  intoxicada ya que, por donde ha pasado la fregona, se ha incrustado un olor indescriptible que provoca ahogo, asma y picores. El suelo tiene un aspecto sucio, negruzco y pegajoso. Juan N. concluye que el minusválido ha usado los productos de limpieza en mal estado de su sección y los ha mezclado con resultados catastróficos. Un empleado decide echar un barreño de agua sobre los jóvenes para aliviar su dolor pero lo que consigue es otro efecto diabólico, la carne se empieza a disolver en una masa purulenta de color entre amarillo y verduzco mientras se consumen entre agónicos chillidos. El jefe de personal aparece por fin, al final de la interminable pesadilla, protegido con una mascarilla y señala al pobre minusválido a su despacho. Nuestro protagonista piensa que es preferible no confesar que ha tenido algo que ver, que es mejor dejarlo pasar, que nadie va a darse cuenta, que nadie se acordará de él y que cualquier otro se encargará de arreglarlo. Se mete las manos en los bolsillos y  recuerda la autorización firmada para hacerse la analítica en el hospital y tomarse de permiso la tarde del trabajo. Abandona la agobiante escena del accidente, deja su bata y su chapita en su armario, se dirige tranquilamente a la sección de personal y deja silenciosamente la autorización en la mesa del jefe mientras éste abronca y despide al pobre empleado minusválido.

En la calle empiezan a caer unas gotas y Juan N. se lamenta de no haber podido ver el parte meteorológico. Corre rápidamente hacia la marquesina del autobús mientras los truenos suenan furiosamente. Allí, protegido de la lluvia, observa como el cielo se oscurece, destellan unos relámpagos, el agua cae en abundancia y suenan los golpes del granizo sobre la chapa. La gente se intenta proteger pero el granizo está cayendo como afilados y precisos proyectiles sobre los peatones, atravesando su carne como si fuera queso fundido. El caos más absoluto se despliega ante los ojos de nuestro protagonista: las bolas de granizo cortan de cuajo las piernas y los brazos de los acelerados peatones, los cráneos son machacados cuando impactan sobre cualquier cabeza, los dedos se desprenden de las personas que intentan parar los pedriscos sobre su cuerpo y, en pocos momentos, el asfalto se convierte en una alfombra rosácea compuesta de sangre, vísceras, pequeños trozos de huesos y dientes, sesos machacados y rostros desfigurados por los golpes. Las lunas de los coches son atravesadas por el granizo y provocan accidentes y atropellos de la gente que deambula por la calzada. Un hombre intenta gritar ayuda con la mandíbula desencajada por las pedradas y Juan N., a cubierto en la marquesina, se impacienta con el retraso del autobús. Cuando aparece, nuestro protagonista esquiva los cuerpos que han sucumbido delante de él y sube al vehículo. El trayecto hasta el hospital es muy lento e incómodo por el continuo martilleo del granizo sobre el chasis. En una pantalla, las últimas noticias vuelven a hablar del Mutilador. Otra patética dramatización de sus asesinatos muestra al psicópata agarrando a una víctima y cepillando de forma agresiva sus dientes con un cepillo de afiladas púas. A continuación, repasa las encías con un hilo dental de forma tan profunda que genera unos enormes y sangrantes surcos entre los dientes. Al final, obliga a la supuesta víctima a enjuagarse la boca con un potente disolvente. Vaya, nos ha salido una rima. La úlcera se revuelve para avisarle de que han llegado a la parada del hospital.

Nuestro protagonista lleva en su cartera todo lo necesario para que le atiendan, su identificación, su tarjeta sanitaria y el volante con la cita de análisis. Pero hoy no lo va a tener nada fácil. Nada más llegar, se encuentra un tumulto de ambulancias, enfermos y médicos obstruyendo la entrada. La mayoría son víctimas de las violentas precipitaciones que acaba de sufrir la ciudad. Los enfermeros tratan de contener el caos ordenando filas pero la organización es similar a la de un rebaño de ovejas. Juan N. es asignado aleatoriamente, sin consultar su dolencia, a una fila cualquiera y nuestro pobre protagonista se tiene que conformar con esperar rodeado de mutilados. Por falta de espacio, las consultas se hacen prácticamente  en los pasillos, en una fila interminable y en la que Juan N. parece advertir que los enfermos son despachados con una prisa inaudita. A cada paciente un médico le pregunta por los síntomas, un enfermero le agarra y amputa el miembro dolorido y a continuación el médico anota algo y firma un parte. Así ocurre con cada enfermo: si le han alcanzado un brazo, se amputa y se sutura, si cojea, se amputa y se sutura la pierna, si le duele la cabeza, se amputa y se sutura, si es una angina de pecho, pues… se arranca la dolencia y se sutura, no hay excepciones, es un tratamiento de choque. Al lado de los médicos se va acumulando  toda una pila de extremidades de los lisiados, órganos extraídos y cuerpos inertes. Juan N. se toca su estómago y piensa que sólo había venido a un análisis para que le receten unos calmantes. Quizá debería pedir explicaciones a alguien del hospital pero no quiere interrumpir ni molestar a nadie, no cree que se vayan a equivocar con él. Simplemente va a esperar a que llegue su turno para ver qué pasa.

La cola avanza rápidamente y, algo más cerca, ya distingue al médico, un indiferente burócrata, y al inaudito enfermero. Es Jonás, el carnicero, divirtiéndose de lo lindo a carcajadas en su gran especialidad: cortar, sajar, seccionar, tajar, extirpar, trocear, rebanar y tronchar. Prácticamente sólo le falta una balanza para servir los filetes. Cuarto y mitad para mí, por favor. Está a punto de llegarle el turno a Juan N. y al paciente delante de él le diagnostican una infección en las muelas. Jonás le agarra de la cabeza, se la estampa en la mesa y le machaca la mandíbula inferior con una maza. El doctor retira al aturdido paciente de un empujón, le informa de que está curado y ordena que pase el siguiente. Juan N. se planta delante de la mesa de consulta y enseña su volante. Jonás, el enfermero, sonríe siniestramente cuando le señalan el estómago de nuestro protagonista, a quien parece que no ha reconocido. Delicadamente elige un cuchillo de trinchar y le saca filo. Pero, de forma inesperada, el doctor le interrumpe y  le anuncia que ya han llegado al cupo y que ya no es necesario hacer más tratamientos. Se felicitan por el trabajo tan intenso que han acometido esa tarde y se marchan. Nuestro sorprendido protagonista se queda de pie resignado, sabiendo que se iba a quedar sin la receta de los calmantes. Al menos se consuela pensando que no ha sido al único al que no han atendido esta jornada. Decenas de moribundos siguen agonizando a su espalda. Juan N. abandona el hospital y coge de nuevo el autobús de vuelta a casa.

Por todas las calles se perciben pequeños riachuelos de sangre fruto de la crisis del granizo. Al pasar cerca del supermercado, distingue que algunas ambulancias están paradas cerca de la repugnante hamburguesería. Varios enfermeros descargan en su almacén algunos contenedores que parecen estar chorreando sangre. Juan N. sólo piensa en llegar a casa y descansar. Al bajar del autobús, distingue en la calzada de la gran avenida un cuerpo familiar que sobresale fundido con el alquitrán. Entra en el portal, sube a su piso, saca las llaves y abre la puerta de su apartamento. Al fin ha llegado a casa, a la seguridad del hogar. Pero tranquilos, la jornada no ha terminado aún para nuestro protagonista.

Un primer vistazo, nada más abrir, le anuncia el desastre en que se ha transformado su casa. Muebles roídos y arañados, paredes desconchadas, electrodomésticos destruidos,  tuberías rotas, el colchón de la cama mordido y arrasado,  comida desperdigada por los suelos. Parece inconcebible pero, ¿es posible que todo lo haya provocado el cachorro de su vecina? Nuestro protagonista no tiene más que entrar en el salón para comprobarlo. Allí, aparte de la esperada desolación, comprueba que hay un gran agujero en la pared que se comunica con la casa de sus vecinos. Oye unos inconfundibles gruñidos  al otro lado y se asoma para inspeccionar. Distingue una habitación oscura, sólo iluminada por unas extrañas velas de color rojo intenso. En el suelo distingue los cuerpos de dos personas muertas. Con dificultad cree reconocer a sus dos vecinos predicadores ya que sus rostros están completamente desfigurados. No visten sus elegantes trajes sino unas siniestras túnicas negras con runas bordadas en rojo. El torso de sus cuerpos está abierto a mordiscos y sus vísceras arrancadas. La boca del animal aún mastica el hígado de uno de ellos. En el otro extremo de la habitación hay un ominoso altar de piedra decorado con vasijas rebosantes de sangre y largos cuchillos ceremoniales. Esculpidas en la piedra y resaltadas en rojo, se aprecian las siglas del nombre de la iglesia a la que pertenecen los hermanos. El peludo animal se aleja de los religiosos y se acerca detrás del altar. Está gritando a algo, o alguien, que está colgado en la pared del fondo. Juan N. acerca una vela y observa que una figura está clavada en una gran cruz. Es un hombre que, por todo su cuerpo bajo la piel, tiene cosido un oxidado alambre de espino. El suelo está pegajoso por la mezcla de sangre reciente y algo que parecen unas grandes plumas blancas. El individuo crucificado pide ayuda en un agónico susurro mientras el animal salta y gruñe intentando alcanzarle. Pero Juan N. piensa que no se debería involucrar, no es asunto suyo lo que cada persona haga en su casa. Prefiere dejarlo todo como está y no hacer nada, además es de mala educación entrar en casa ajena sin estar invitado. El pequeño animal desiste de alcanzar al hombre crucificado y se aleja velozmente por el agujero. Juan N. sale corriendo detrás del asqueroso bicho, descubriendo que ha huido por la puerta. Baja las escaleras de forma vertiginosa y alcanza la calle sin lograr atraparlo. Ha oscurecido y la noche presenta un ambiente pesado y cargante debido a la condensación de la lluvia y el granizo. Tiene que encontrar al animal, no desea que su vecina le reproche que haya perdido a su cachorrito. Los agudos gruñidos y el rastro de destrucción son su única pista y lo sigue por las infestadas calles de la ciudad. Lo encuentra husmeando junto a unos rebosantes contenedores y nuestro protagonista, de forma sigilosa, le intenta dar alcance. Pero, repentinamente, un sonoro golpe sobre su cabeza hace que se desmaye.

Aturdido, Juan N. se despierta maniatado a unas cadenas que cuelgan de un techo. El lugar apesta a deshechos humanos y es fácil deducir que se encuentra bajo unas cloacas. Una pequeña corriente de aguas fecales arrastra desperdicios, excrementos, mascotas muertas y algún feto humano. Distingue vagamente a otras personas colgadas justo a tiempo de oír unos agónicos gritos de una mujer. Su vista se aclara y fija la mirada en un hombre que está suspendido delante de él. Su frente está clavada a la pared como el marco de un cuadro y parece que su dentadura haya sido arrancada, volteada y de nuevo incrustada en su cara. A su izquierda apenas distingue otro cuerpo que pende del techo, que se mueve de forma espasmódica. De su cuerpo caen pequeños trozos de carne, abrasados por algún tipo de  líquido corrosivo que va penetrando poco a poco por su piel y que hace que gotee como un grifo mal cerrado. Los cuerpos que Juan N. puede distinguir los reconoce como compañeros del trabajo del supermercado. Y entre las filas de víctimas se pasea cojeando una voluminosa figura encorvada. Es Arturo Joaquín, el empleado novato del día. Lo habrás adivinado igual que yo, es el asesino psicópata conocido como el Mutilador preparando una gran venganza. Ya sólo le quedan, contando a nuestro protagonista, tres víctimas vivas. Se acerca a una mujer desnuda que grita como una posesa, que se balancea a la derecha de Juan N. Es la encargada de Pescadería y patalea angustiada mientras se acerca el trastornado psicópata con una bolsa del supermercado. El hombre extrae un puñado de compresas y tampones, agarra con un brazo las piernas de la mujer, y con la otra mano se las introduce violentamente en la vagina. Empuja con fuerza con el puño y obstruye macabramente los genitales de la mujer que queda sin fuerzas y a punto de desmayarse.  A continuación, agarra un cuchillo para despiezar pescado y abre el vientre de la mujer desde el ombligo. Un chorro de sangre y tripas se desprende y recorre como un torrente las piernas de la joven.

—POBRECITA, TENÍA LA MENSTRUACIÓN —exclama de forma segura y severa el asesino.

Frente a Juan N., se encuentra también encadenado Jonás, el carnicero-enfermero quien no puede dejar pasar la oportunidad de burlarse del minusválido.

—Vaya, el jorobado ha dejado de tartamudear.

—NO, CABRÓN,  ÉSTA ES MI VERDADERA PERSONALIDAD.

Furioso, Arturo Joaquín saca de la bolsa aquel famoso bote de insecticida y lo acerca a la boca de Jonás. Éste respira aliviado porque agotó el contenido pero el cruel jorobado tiene otra idea muy diferente. Se lo introduce en la boca y lo incrusta con fuerza en la garganta. Lo hace con tal violencia que destroza el paladar, atraviesa la nuez, alcanza los pulmones y revienta el esternón de su víctima. El psicópata se gira, con la cara empapada en sangre y se fija en nuestro protagonista.

—TÚ NO HICISTE NADA POR MÍ. VAS A RECIBIR EL MISMO CASTIGO.

Indefenso, Juan N. prefiere no decir nada. Recuerda que en boca cerrada no entran moscas y que es preferible callarse a decir una palabra más alta que otra. El hombre le suelta las cadenas, lo obliga a arrodillarse y blande una estaca sobre su cabeza.

—PUEDES DECIR TUS ÚLTIMAS PALABRAS, COBARDE.

Inesperadamente, nuestro protagonista levanta la cabeza y abre la boca para decir, paradójicamente, sus primeras palabras del día:

—A veces…

El psicópata levanta la estaca y apunta cerca del centro de la cabeza de Juan N.

—…las cosas…

De la estaca caen unas gotas de sangre que se escurren por su nuca.

—…se solucionan solas.

De entre las fétidas aguas fecales surge una enmarañada y nerviosa mata de pelo con colmillos. Ataca al psicópata, mordiendo su desprotegido trasero, triturando su cuerpo, engullendo sus vísceras y huesos, desde la espalda hasta la cabeza. El feroz cachorro de la vecina le ha salvado el día a nuestro protagonista. Juan N. recoge al saciado animal entre sus brazos, atraviesan la carnicería en que se ha convertido la alcantarilla, pensando que alguna otra persona lo limpiará y vuelven tranquilamente al apartamento.

En casa, sentado en su ahora destartalado sofá, se vuelve a sentir tranquilo y seguro de cualquier contratiempo. Una luz en el teléfono le avisa que hay un mensaje en el contestador. Es su anciana vecina. «La excursión se va a alargar varios días más y no sé cuándo volveré. Espero que Dodi se esté portando bien, es muy cariñoso. Cuida bien de mi cachorrito, hasta pronto.» Un sabor agrio y ardiente le sube del estómago. Sin calmantes, la úlcera va a acabar con él. En la tele sólo se emite el final de Danger Boys. Los últimos concursantes, prácticamente cadáveres debido a la radiación que han soportado durante una semana, son desalojados de una ambulancia en marcha. Caen aplastados sobre la luna del vehículo que les sigue. La cámara del coche graba en primer plano los cuerpos estrellados sobre el cristal. La pantalla de la televisión se llena con sangre y cuerpos espachurrados. Gana la foto final del inefable Esteban O. Sin embargo, Juan N. ya está agotado y le empieza a entrar sueño. Con el peludo cachorro en su regazo, inclina la cabeza hacia atrás y sus ojos se cierran pesadamente cuando, de repente…

¡Suena el despertador! Son las ocho de la mañana y vuelve a ser un día cualquiera, en una ciudad cualquiera para una persona cualquiera como Juan N. Quizá el mundo ha variado su tranquila órbita pero no le debe importar a nuestro protagonista. Si la rutina ha cambiado, sólo hay que conformarse, adaptarse a la nueva dinámica y repetir los hábitos para que no te vuelvan a coger desprevenido. Hoy es un nuevo día Juan N., hay que empezar a acostumbrarse.

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Comentarios

  1. SonderK dice:

    inquietante, muy inquietante, me lo guardo como uno de mis favos 😀

  2. marcosblue dice:

    A mí me parece que te has superado, Rober, el relato te mantiene la atención constantemente y además tiene un trasfondo social muy duro, muy real. Mi más sincera enhorabuena… ¡con esa pinta de tirao de la vida que tienes, hay que ver qué talento guardas!

  3. laquintaelementa dice:

    En tu próximo cumpleaños voy a regalarte una mascotita peluda y cachorril.

    Bien, Levast, bien, ahora te ha quedado como debía 😉

  4. Sr. Jurado dice:

    Sí señor, esta versión corregida podría haber ganado perfectamente…

  5. levast dice:

    Gracias por los comentarios psychoboys. Si me regaláis un cachorrillo como Dodi por supuesto lo cuidaré y alimentaré con cariño y paciencia. Y sí, soy un tirao, pero he encontrado una nueva vocación: evangelizar a los no creyentes en las escrituras de la santa iglesia de S.A.N.G.R.E. Venid, lo pasaréis bien en el templo… 😉

  6. Marisa dice:

    Cuidadito con «los ladrillos» de Levast, nada de bromas, que son de calidad.
    Me ha gustado mucho este relato. Una buena historia pero sobre todo… los personjes.

  7. Walkirio dice:

    La verdad es que suena a germen de guion de peli underground. Sí, me gusta. Felicidades.

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