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Un día en el Olimpo

por

Zeus se levantó de la cama e intentó sentarse en el borde. Era domingo, no había que trabajar y la noche anterior había tomado demasiada ambrosía con whisky. Al desperezarse levantó los brazos mientras bostezaba con una mueca que le hacía torcer la boca en ángulos imposibles, se vistió con una túnica y se puso en pie. Calzado con sus pantuflos de cuadros fue hacia el baño. El dolor de su divina cabeza le aturdía y después de orinar depositó una aspirina efervescente en un vaso que sacó del pequeño armarito que colgaba al lado del espejo. Abrió el grifo para llenarlo de agua y bebió hasta no dejar nada. Puso cara de asco y dijo alguna expresión malsonante. Su reflejo le mostraba las tremendas ojeras que asomaban debajo de sus ojos. Realmente no parecía un ser radiante como bien indicaba su nombre. Se prometió no volver a beber alcohol… como todos los domingos.

Bajó a la cocina donde, desde hacía rato, estaba su mujer preparando el desayuno. Hera había hecho unas tortitas, beicon frito y zumo de naranja.

—Siéntate. Te he dejado dormir porque menuda toña que llevabas ayer.

—¿Qué hora es? No me apetece comer. Me voy a tomar un café y no quiero nada más. ¿Dónde están los niños?

—En el jardín. Les he dejado salir para que no hicieran demasiado ruido, ¿qué tal has pasado la noche?

—Fatal.

—Te está bien empleado. Cada vez que te juntas con tu hijo Dionisos terminas mal.

En ese momento entraron Ares y Hebe con el perro que se acercó a la mesa donde humeaba el bacón.

—Ares, ¿le has puesto el pienso a Cerbero? —preguntó Hera.

—Ahora se lo pongo mamá.

—Ahora no, ¡ya! Recuerda ponerle tres comederos, no quiero que se vuelvan a pelear las cabezas, que nos vamos a dejar el sueldo en betadine.

Zeus le dio un último trago al café y volvió a desperezarse echándose hacia atrás en la silla

—Bueno… me voy a dar una vuelta.

—¿Adónde vas?

—Voy a ver si encuentro a mi hermano en el puerto.

—Pues dile que te dé medio kilo de mejillones. Hoy quiero hacer paella. ¡Ah! y otro medio de calamares pero que esta vez sean un poco más frescos.

Zeus arrancó su coche. El puerto estaba a unos diez minutos del Olimpo. Cuando llegó no encontró sitio donde aparcar, pero él no tenía demasiado problema, por algo era el Dios supremo. Poseidón siempre andaba por allí, no le agradaba alejarse demasiado de su elemento natural, le gustaba el mar y trabajaba en él como pescador, no como su otro hermano Hades, que se había hecho minero, siempre bajo tierra.

—Hola Poseidón.

—Hola hermanito ¿Qué tal? Coge una cerveza.

—Bien… lo cierto es que estoy un poco jodido. Ayer me pasé dos pueblos con la bebida —respondió Zeus mientras agarraba una botella.

—No me digas más. Quedaste con tu hijo Dionisos.

—Este chaval no tiene fin. Es capaz de tumbarme bebiendo. No veas como traga el muy cabrón.

—¡A mí me lo vas a decir! La última vez que quedé con él estuve tres días sin poder faenar de la resaca. De todos tus hijos prefiero quedar con Apolo. Cada vez que salimos se las lleva de calle el mariconazo. No sé que les da, pero al final pillo hasta yo.

—Habrá salido al padre —dijo Zeus con una medio sonrisa.

—¡Qué más quisieras! —le contestó Poseidón.

—Oye, antes de que se me olvide, Hera me ha encargado medio kilo de mejillones y medio de calamares, pero dámelos buenos que la última vez estaban un poco pasados.

—¿Qué dices? ¿Mis calamares pasados? ¡Imposible!

—Eso me ha dicho. A mí no me digas nada.

Poseidón se acercó a unos cajones y con una balanza pesó el encargo.

—Toma, dale éstos… de lo bueno, lo mejor y de lo mejor, lo superior. ¿Qué tal lleva el embarazo?

—Bueno, ya sabes, a ratos mal y a ratos peor.

—¿Ya habéis decidido el nombre? —preguntó Poseidón.

—Si es niña Ilitia; si es niño Hefesto.

—¡Joder! ¡Qué nombres más horrorosos!

Estuvieron hablando y bebiendo durante algo más de una hora hasta que Zeus se despidió y volvió a casa.

Cuando entró por la puerta Ares le estaba pegando a Hebe. Hera había salido a comprar arroz.

—¡Quietos, no os peguéis más! ¿Qué está pasando aquí? —increpó Zeus.

Hebe estaba llorando y Ares le daba con su escudo en la cabeza.

—¡Para ya, animal! —dijo mientras los separaba.

—Me ha pegado —protestó Hebe entre sollozos.

—Ella me ha insultado antes —gritó Ares.

—Hebe, a tu habitación. Y tú, me vas a quitar la vida. Quieto aquí. No quiero que vuelvas a pegar a tu hermana.

—Pero ella me ha provocado —intentó excusarse Ares.

—¡Pues te jodes! —exclamó su padre con vehemencia.

—Pero papá…

—¡Que te calles te digo! La próxima vez que te vea pegar a tu hermana te castigo sin salir durante un mes.

—No es justo, ¿por qué no puedo defenderme si me ataca?

—Porque lo digo yo que soy un dios más fuerte que tú, soy tu padre y soy omnipotente que viene de potente, que lo soy, y de omni que significa «objeto molesto no identificado». ¿Queda claro? Ahora a tu habitación que no quiero verte.

Ares subió las escaleras refunfuñando. En ese momento volvía Hera.

—¿Qué ha pasado?

—Lo de siempre. No sé lo que voy hacer con este niño. Me tiene hasta los divinos cojones. Le vamos a mandar interno y ya verás como se le quitan las ganas de pegar a la gente.

Hera cogió el paquete de mejillones y calamares y se dirigió a la cocina para hacer la paella. Zeus se sentó un rato a ver la tele.

—¿Te ayudo? —preguntó desde el salón.

—Ya me apaño yo —contestó su mujer.

El Dios supremo puso los pies sobre la mesa mientras pasaba de canal con el mando a distancia. No había nada interesante en ninguna cadena hasta que en el Divinity Channel creyó ver una cara conocida, una cara que era muy difícil de olvidar. Allí estaba. Presentaba un concurso y la verdad es que lo hacía bastante bien. Aún recordaba cuando en una fiesta de disfraces le presentaron a Europa. Él y su hermano Hades se habían disfrazado de vaca lechera. Zeus en la parte delantera y Hades en la trasera, siempre le gustaron los lugares oscuros. Ella, para hacer la gracia, se montó en el lomo derribando al Dios del infierno y Zeus aprovechó para llevársela fuera con la excusa de tomar el aire. Lo que sucedió después nunca se lo contó a Hera y esto era porque Hera era demasiado celosa.

Ahora Europa estaba allí en la tele. Había triunfado. En parte, gracias a él que le había dado un empujoncito, en ambos sentidos.

El olor de la paella llegaba hasta el salón avisando de que faltaba muy poco para la hora de la comida. En pocos minutos Hera llamó a comer.

Zeus descorchó una botella de vino y se sirvió un gran vaso.

Durante la comida no se comentó gran cosa: el tiempo, los estudios de los niños, la cuenta del teléfono, el llenado de la piscina en el ya próximo verano… Después de que recogieran la mesa, los chicos salieron al jardín a seguir peleándose y Zeus le comentó a Hera el problema de los estudios de Artemisa.

—Oye, ¿qué vamos a hacer con lo de la universidad de mi hija? Me ha dicho que necesita bastante dinero para la matrícula.

—Que se lo dé su madre. No pienso soltar un duro a esa niña malcriada para su carrera de veterinaria —respondió Hera con cierto tonillo desagradable.

—Sabes que Leto no tiene un puto duro. Yo quiero que Artemisa siga estudiando, que se labre un futuro.

—Que se deje de zarandajas con que quiere ser virgen y que se case de una puta vez. Si quiere dinero, que se lo dé Leto ¿No se cree tan «madre coraje»? Pues que se busque la vida. Tiene un morro que se lo pisa y no me gusta que se siga aprovechando de ti a estas alturas. El otro día, en la peluquería, Atenea me dijo que está saliendo con otro tipo… un tal Ticio que por lo visto es un hombretón de los que hay que mirar dos veces. No, si se los busca canijos la muy zorra. Pues bien, por lo visto le está sacando el dinero a espuertas con la excusita de que es una pobre desvalida a la que su ex marido no le pasa la pensión ¡Tendrá poca vergüenza!

Zeus dejó a su mujer farfullando y adornando a Leto con una serie de adjetivos que no es cuestión de repetir aquí por respeto a los lectores. Ya la conocía cuando se ponía así, cuando hablaba de sus aventurillas, la mayoría sin casi trascendencia; sólo con Leda había tenido más hijos que con ella. Además prefirió no presionarla demasiado en su avanzado embarazo.

Se acercó a tomar café al bar de Ganimedes, a la vuelta de la esquina, y allí se encontró con Heracles que le empezó a contar batallitas: que si había matado a un toro, que si había matado a un león… Qué imaginación tenía este chico. Le preguntó por su madre Alcmena, otro de sus ligues de juventud, y el joven héroe le dijo que últimamente estaba un poco fastidiada con la ciática.

Después de tomar varios cafés con un pelín de brandy para rebajar la jaqueca, un par de whiskys con ambrosía y tres cervezas, dejó unas monedas sobre el mostrador y se volvió a casa. Eran las ocho de la tarde y se había tirado más de tres horas charlando sin darse cuenta de la hora. ¡Ufff! Estaba agotado y un tanto mareado. Cuando entró en la casa su mujer estaba haciendo la cena.

—Cariño, no voy a cenar —dijo al asomarse por la puerta de la cocina.

—¿Por qué? —preguntó Hera— ¿Me he tirado media tarde aquí cocinando para que el señorito no quiera cenar ahora? ¿Dónde has estado? ¿Has comido algo por ahí?

—He estado donde Ganimedes y me ha puesto unas aceitunas y unos torreznos y no me apetece nada más. Me voy a la cama.

Zeus, tambaleándose, subió la escalera del dormitorio. Su mujer le seguía reprochando su desconsideración y el murmullo se fue alejando según ascendía, con pie cansado, apoyándose en la barandilla. No tenía que haber tomado tanto whisky. Después de todo mañana era un día de trabajo. Otro maldito lunes de ésos en los que la oficina está llena de papeles para firmar. ¡Qué duro era ser el Dios supremo! A veces le daban ganas de liarse a rayazos con todo dios. En cierta parte envidiaba a sus hijos viviendo sin preocupaciones: unos cazando todo el puto día, otros bebiendo o de fiesta, otros follando… Y él, padre de todos ellos (alrededor de cuarenta y otro más que estaba por venir), jodido porque tenía que ir al curro.

Se puso el pijama azul que Hera le había regalado por su nosécuantos cumpleaños, imposible recordar cuántos tenía. Se echó en la cama y se puso las gafas de leer. La habitación le daba vueltas. Cogió el libro de la mesilla y lo abrió por la página que tenía doblada la esquina. Empezó a leer:

Canto XV
Despertar y cólera de Zeus

Una vez la estacada y el foso cruzaron huyendo y muriendo muchos bajo el poder de los danáos, detuviéronse donde los carros tenían vencidos de miedo. Y entonces, en lo alto del Ida, despertó Zeus en brazos de Hera, la del trono de oro…

—Zzzzzzzzzz…

La cabeza cayó sobre el libro descolocándole las gafas. El sueño y los cubatas habían vencido a la lectura. Mañana sería otro día.

Cuando sonó el despertador a las seis, Hera no lo abrazaba. Había dormido más de nueve horas y la pudo oír en la cocina. El olor del beicon que llegaba hasta el dormitorio le dio nauseas. Se prometió no volver a beber alcohol… como todos los lunes.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Por mucho que los griegos intentaron humanizar a sus dioses, hasta que este relato no fue escrito, el propósito no fue cumplido con creces. Maravilloso. 🙂

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