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Un día con mis adorables inquilinos

por

¿Y por qué no hago caso a mi mujer? Tiene razón. Me dejo impresionar fácilmente. He aceptado este trabajo porque sé que me puede llevar a lo más alto de mi carrera pero puede convertirse en una empresa demasiado complicada. Sentado en mi coche en el aparcamiento puedo decir que el aspecto de este lugar impresiona demasiado. ¿Y si rechazo el puesto y me vuelvo a casa con mi mujer? No. Voy a ser decidido y voy a entrar. Sólo es un edifico y nada más. Tal vez en su interior se encuentre lo peor de la especie humana, pero estoy seguro de que todo va a salir bien.

Salgo de mi coche y me dirijo hacia el puesto de guardia que da acceso al recinto. El guardia me saluda. Extraigo de mi maletín los papeles de mi nuevo puesto. Mientras revisa la documentación puedo echar un vistazo al interior desde un gran ventanal de la garita. Es impresionante. Un edificio de estilo victoriano importado y posteriormente reformado en los años veinte con toques modernistas. Para unos una obra de arte, para la mayoría una aberración de aspecto gótico cada vez más lúgubre debido a las inclemencias del clima de la bahía sobre la que se sitúa. A decir verdad los gruesos muros del edificio atemorizan a cualquiera. El ambiente está cargado. Se aproxima una tormenta y el cielo encapotado tiñe de gris la poca luz del día. El guardia termina y me devuelve la documentación. Otro guardia me indica que le siga hasta el edificio. Caminamos sobre un suelo de piedra roja. A ambos lados del camino un pequeño jardín con césped y flores intenta dar algo de belleza a la entrada. El resto del suelo está cubierto por grava y guijarros minúsculos de piedra. El olor de las flores se mezcla con aire húmedo de la tormenta que se avecina. A medida que avanzamos el edifico se yergue ante nosotros como un rascacielos. Es una construcción gigantesca. Yo intento contemplarlo en toda su magnitud mientras el guardia que me acompaña aprovecha el camino para fumarse casi tres cigarrillos durante el trayecto. Un rápido vistazo a su aspecto es todo lo que necesito para saber que vive en un estado perpetuo de estrés. Un bigote amarillo y unos dedos cubiertos de nicotina denotan su tabaquismo. Es robusto pero no cuida su alimentación y tiene una prominente barriga. Sus ojeras casi le cubren por completo el rostro. Y tiene el rasgo más característico de todos los que trabajan y viven en sitios como este, una constante tensión sobre los hombros. Si ahora mismo gritara este tipo reaccionaría automáticamente echándose la mano a la porra y los guardias de las torres de control pondrían mi cuerpo ante los visores de sus rifles. Llegamos ante una gran puerta verde de madera y cristal. Sobre ella hay colgado un cartel escrito en latín. Eram quod es, erid quod sum. Luego tendré que buscar lo que significa. Entramos y después de otros dos controles de seguridad más llegamos a un largo pasillo cálido de paredes blancas con una gruesa franja roja en horizontal que recorre la pared de un extremo a otro. He empezado a notar que los guardias me observan con cierto recelo. Nos detenemos en un ascensor. El guardia lo activa con una llave. El ruido del mecanismo rompe el silencio que ha imperado hasta ese momento. Los fluorescentes que iluminan el pasillo emiten un luz que se me clava en las pupilas. Nos metemos en el ascensor y pulsa el marcador de la cuarta planta. Subimos en silencio. Ni una palabra. Llegamos a nuestra planta y me acompaña una puerta de madera de roble muy gruesa. Abre y pasamos a una estancia forrada en madera con un estilo tradicional. Hay varios cuadros colocados por la sala. Hay un escritorio con un hombre con traje negro y gafas redondas y gruesas sentado detrás. Se levanta al vernos avanzar hacia él. Nos indica que sigamos adelante hacia otra puerta. El guardia me abre. Se despide de mí estrechándome la mano. Otro despacho aparece ante mí. Es enorme. Tiene la misma decoración que la sala anterior. Está lleno de luz porque en ambos extremos hay dos ventanales. En uno de los extremos se encuentra el escritorio más grande que he visto en mi vida. Me dirijo hacia él. Me siento en la silla forrada de cuero. Sobre la mesa hay un ramo de rosas rojas con una tarjeta. Dejo mi maletín en el suelo y me quito el abrigo. Miro la tarjeta de las flores y la leo. Son unas breves palabras de bienvenida: «El Gobernador del Estado quiere dar la bienvenida al nuevo alcaide de la prisión sanatorio de Arkham y desearle la mejor de las suertes en su puesto». Hago girar mi silla para mirar por el ventanal de mi espalda. Se divisa el patio interior. He visto a los guardias, a lo que creo que es mi secretario y ahora a ellos. A mis presos, los más peligrosos y locos del mundo.

Mi primer día fue de papeleo constante y de presentaciones con el personal. Hoy quiero dedicarlo a entender el funcionamiento de este lugar. Ya he sido alcaide en otras cárceles y tengo suficiente experiencia, pero esta es muy especial. He acabado aquí gracias a mis distintos estudios sobre psiquiatría en presos de máxima seguridad.

Le he pedido al jefe de la guardia que me explique todo lo mejor posible. Quiero hacer cambios para mejorar la vida de los presos. Me tomo un café mientras le espero en mi despacho. También coloco todas las vitaminas y pastillas para la tensión y la úlcera que ingiero al día en un cajón del monumental escritorio de mi oficina.

El jefe Chiburn entra en el despacho como un rayo. Está enfundado en su uniforme negro perfectamente planchado. Es un hombre muy grande, de cincuenta y cinco años, de pelo blanco y bigote espeso hasta la barbilla. Según su expediente lleva tres matrimonios, tiene un hijo, y trabaja desde hace diecisiete años en Arkham

Le estrecho la mano y le pido que se siente. Soy directo y le voy al grano para que me hable del funcionamiento diario de la cárcel. Él carraspea y no puede evitar poner una mueca de impaciencia conmigo. Me ve como el típico alcaide que viene aquí a revolucionarlo todo y que va a durar menos de un año en el cargo. Sus palabras son escogidas. Intenta ser amable pero con una falsa sonrisa.

—Verá alcaide. El funcionamiento es complicado. Es una cárcel particular. Compartimos el modelo típicamente presidiario con un sanatorio mental clásico. Una parte de las instalaciones están destinadas al tratamiento de enfermos mentales. El nivel de seguridad allí oscila en función del paciente. Están desde los que se internan voluntariamente para superar ciertos problemas, y dicho sea de paso, son una fuente estupenda de ingresos. Y también están los presos comunes enviados por el estado y la ciudad que han sido declarados enfermos mentales. Luego, por otra parte, tenemos algunos presos comunes de alta seguridad enviados por la saturación de la cárcel de la ciudad. Y por supuesto luego están los VIP.

—¿Los VIP?

—Sí. Los de máxima seguridad tarados. Los que van disfrazados… ya sabe a lo que me refiero… —las palabras de Chiburn se cortan cuando su radio estalla por el sonido de una llamada.

Una voz opaca se escucha. Apenas entiendo lo que dice. Chiburn tiene muy claro lo que contestar:

—¡Malditos bastardos!, ¿es que tengo que hacerlo yo todo? ¡Dile que vaya al puesto 5 y si tiene algún problema que me lo diga a la cara! Perdón por la brusquedad, señor alcaide.

—Me estaba hablando de los VIP.

—Sí, esos malditos tarados travestidos. Están aquí porque la Justicia piensa que son enfermos mentales peligrosos.

—Veo que se intenta sensibilizar con los problemas de nuestros presos.

—No me tome a mal. Son muchos años aquí. Uno intenta llevarlo lo mejor posible. Son los más problemáticos de la cárcel.

—Veo en los informes que hay demasiadas fugas.

Ese comentario hace que se le tuerza el rostro y note cierto aire de furia en su mirada.

—Mi personal hace lo que puede con lo que tiene. Como le he dicho, es una cárcel especial y antigua. Esos tipos en su mayoría tienen muchos medios tanto dentro como fuera. ¿Cómo piensa el Estado que podemos custodiarlos si tengo que hacer planes de visitas guiadas para los turistas? No se pueden compaginar los grados de seguridad mínima y máxima en una misma cárcel. El gobernador debería entender eso… —otra vez interrumpido por la radio. Chiburn entra en cólera—. Dile que aún no me he limpiado la porra de la última vez que se la metí en lo más profundo de su alma, y que, si no quiere volver a probarla, no venga con las gilipolleces de las horas establecidas por el sindicato. Me da igual que su puto cuñado sea sindicalista o el puto Supermán. O va al puesto 5 o le mando al limpiar los retretes con la señora Peres y la señora Domingues. Perdone de nuevo alcaide.

—No se preocupe. Verá, tenemos que reducir estas fugas y voy a hablar con el Gobernador para que deje lo de las visitas guiadas. Esto no es el circo.

—Todo es cuestión de dinero. Una prisión cuesta mucho, pero esta mucho más. Tenemos que acondicionar celdas para retener a tipos especiales. Cada vez que sus celdas son limpiadas hay que desplegar una docena de guardias y varios equipos de contención para anular sus habilidades. Esto sí es un circo, señor alcaide. Y el Gobernador lo sabe, por eso lo de las visitas guiadas. La gente paga un buen dinero por visitar la mítica Arkham.

—Ya veo.

En este instante entra mi secretario Joseph para que le firme unos papeles. Es un hombre eficiente e impecablemente vestido con un traje negro. Creo que las relaciones entre el jefe y él no son muy buenas. Se miran con mucho recelo, casi diría asco. Cuando termino de firmar, Joseph recoge los papeles y mira al jefe. Éste dice algo muy bajito entre dientes con la consiguiente réplica de mi secretario.

—Marica.

—Nazi.

Pongo una cara de espanto. Joseph me sonríe y vuelve a su puesto. El jefe sigue sus comentarios como si no hubiera pasado nada.

—Esta cárcel es un infierno. Tengo que controlar a cien guardias en tres turnos, setenta miembros del personal sanitario y celadores, cinco psiquiatras, ciento veinticinco presos comunes, ciento ochenta presos enfermos mentales y lidiar con la chusma VIP —se pone rojo de ira cuando piensa en sus funciones—. Y menos mal que su antecesor en el cargo puso el cartel de completo porque de lo contrario estaríamos desbordados.

—Bueno está bien. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Hay algún conflicto entre los diferentes estamentos del personal? Ahora va a venir el jefe de psiquiatría.

—No hay ningún problema con el personal civil. Se atienen a las normas y todos tan contentos, pero sí podría…

La radio suena nuevamente. Sigo sin entender absolutamente nada de lo que dice el tipo del otro extremo de la línea.

—¡Voy para allá! Y rezad a cualquiera de vuestros dioses porque os juro que os voy a empapelar hasta que me aburra. Vais a hacer turnos dobles hasta que a vuestros nietos les crezca la barba.

El jefe se disculpa y sale disparado de la sala. Justo en ese instante entra el doctor Mosley, el jefe de psiquiatría. Según su expediente tiene cuarenta años, pero aparenta ciento veinte. Ojeras, escuálido, pelo canoso, bata blanca sin planchar. Le estrecho la mano y hago que se siente en el mismo sitio en el que ha estado el jefe. Me da los buenos días. Su voz ya denota cinismo puro. Me pide permiso para fumar. Se lo concedo. Empieza a hablar.

—Bueno supongo que quiere hacer una visita por este sito. Mire, aceleremos las cosas. Vayamos a ver a los tipos importantes del lugar y el resto se lo imagina. No quiero faltarle al respeto pero el verdadero problema son ellos.

—Aquí hay que tratar a todo el mundo lo mejor posible dentro de nuestras posibilidades, señor Mosley.

—Por supuesto que así es. No hay quejas de ningún paciente o preso. Eso seguro. Pero los VIP son especiales.

—Ya veo. Según el archivo tenemos a varias celebridades como por ejemplo el Pingüino, Mr. Freeze…

—No señor alcaide. Aquí no se llaman así. Intentamos disociar sus identidades externas con las que les damos aquí. Primero reconocen que son presos y luego intentamos que reasimilen sus nombres reales, los que les pusieron sus padres, si es que los tienen. Aquí se llaman A-10275, A-10801, A-…

—¿A-10042?

Mosley se revuelve en la silla al escuchar el número.

—Sí, él… vuelve a estar aquí.

—Está bien. Si quiere lo acompaño hasta la zona de los más peligrosos y allí me explica qué es lo que tenemos.

El doctor y yo nos dirigimos hacia la zona de máxima seguridad. Se accede a ella a través de los sótanos del edificio. El aire se enrarece a medida que descendemos en el ascensor. En la última planta del sótano se encuentra la llamada zona VIP. Debemos estar a unos quince o veinte metros de profundidad. Me esperaba algo sórdido y lúgubre. Y en cierta forma lo es. Las paredes de los pasillos de acceso son de un blanco nuclear cegador. Las luces que los iluminan son tan potentes que los ojos tardan varios minutos en acostumbrarse. Muchos de los que trabajan aquí abajo llevan puestas gafas de sol. Se escucha un ligero ruido. Es el hilo musical. Música clásica para amansarlos, me imagino. Y esto sólo en la sala de acceso. Nada más avanzar por el pasillo se cruza un celador con bata blanca empujando un carrito transportando una máquina de electroshocks. Me giro hacia el doctor Mosley.

—Creía que ese tipo de instrumental ya no se utilizaba, doctor.

—A veces hay que recurrir a viejas técnicas con estos pacientes.

La verdad es que desde que hemos llegado el doctor no ha dejado de sonreír. Parece satisfecho y contento. Es como si estuviera contemplando su gran obra maestra. Ahora estoy seguro de que todo lo que hay en este lugar es idea suya. Mosley me da unas gafas de protección contra la luz. Él se coloca las suyas.

En la puerta de acceso y control a las celdas nos espera un tipo bajo, achaparrado y regordete de gran sonrisa. Lleva puesto un uniforme como el jefe de seguridad pero en blanco. Hasta la porra y el paralizador eléctrico son de color blanco. También lleva puestas unas gafas de sol. Me saluda marcialmente y Mosley nos presenta. Dice que se llama McMud. Es uno de los guardias más antiguos de la prisión. La verdad es que empiezo a pensar que hace falta un relevo generacional entre el personal. Justo detrás de nosotros siento la presencia de alguien. Doy un respingo y me giro. Ante mí aparece la mujer más grande que he visto en mi vida. Su cara parece esculpida en granito. Lleva una cofia blanca y un pijama blanco de manga corta. Sus enormes brazos parecen curtidos por horas de gimnasio. El doctor Mosley se ríe y me presenta a la mujer.

—Alcaide, ella es Gertrud Wolfsheim. Nuestra enfermera jefe. Lleva bastante tiempo con nosotros. Vino desde Austria con excelentes referencias. Se encarga del bienestar de los pacientes.

—Buenosss días, Herr Alcaide —su voz parece salida de una caverna profunda; yo me quedo petrificado ante su tamaño.

—Buenos días, señora Wolfsheim.

—Porrr favorrr, llámeme Gertrud.

—Será un placer, Gertrud.

El doctor y Gertrud se quedan a la entrada de las celdas. Va a ser McMud el que me guíe a través del lugar. Su sonrisa es lo que más me perturba. Abre la puerta y entramos. Seguidamente cierra la puerta con llave. Se gira hacia mí y deja de sonreír. De hecho su cara se torna enfadada. Empieza a hablar.

—Lo siento alcaide, pero no puedo más. El doctor nos obliga a sonreír. Dice que es parte de la terapia para los presos o pacientes, como prefiera. Pero yo estoy hasta los cojones, usted me perdone la expresión.

—¿Sonreír?

—Sí, dice que así los pacientes notan un refuerzo positivo externo hacia sus personalidades y por lo tanto aparcan su negatividad y violencia en lo más profundo de su psiiiquee.

—Es psique

—Pues eso. Maldita sea. Antes de la llegada de Mosley yo no sabía lo que era el refuerzo positivo externo, ni la psiiquee esa. Ahora nos lo explica mil veces al día para que entendamos mejor nuestra labor y la suya.

—¿No cree que funcione el refuerzo positivo externo? Es interesante el planteamiento del doctor.

—Creo que funciona una buena porra y una descarga eléctrica. Si un preso se pone tonto 20 000 voltios lo ponen en su sitio, pero yo soy de la vieja escuela. Si quieren que sonría mientras pego a un preso, por mí bien. Pero me parece poco profesional.

—¿Profesional?

—Un preso espera que se le pegue como Dios manda. Con seriedad, contundencia y precisión. La sonrisa no es una variable. Es poco ético.

—Lo poco ético es pegar a un preso.

—Sip… eso también lo dice el doctor. Pero hay casos en los que hay que usar un poco de mano dura.

—Ya veo. Pero hay que proteger a los reos lo mejor que podamos, McMud. Esas prácticas deben acabar. Hay que ser civilizados. Continuemos.

—Bueno, pues éste es el área VIP. Aquí acceden muy pocas personas. Yo mismo, el resto de oficiales de guardia de la zona, la enfermera Gertrud y sus ayudantes y las señoras de la limpieza una vez por semana.

—El nombre de esas señoras de la limpieza no serán Peres y Domingues, ¿verdad?

—Sí, señor. ¿Las conoce ya? Son auténticas leyendas en Arkham.

—¿Cómo?

—Llevan muchísimos años aquí. En su día fueron las únicas en aceptar el puesto para la limpieza de las zonas de máxima seguridad. No tenían dónde elegir. Eran inmigrantes ilegales y había que aceptar lo que fuera. Obtuvieron la nacionalidad poco después. Pero es que además con los años, cuando empezaron a llegar estos tipos disfrazados gracias al «murciélago», aceptaron limpiar la zona VIP. He visto guardias con la mitad de años y diez veces más fuertes que ellas rechazar este puesto por puro miedo. Son tan famosas que hasta tienen fotos con dos gobernadores del estado. Y encima los presos VIP las respetan. Recuerdo que una vez el Enigma, perdón A-1236, intentó pegar a una de ellas. Se defendieron hasta que llegaron los guardias. Ellas en señal de protesta le atascaron el retrete y se negaron a limpiarle la celda durante un mes. Cuando el preso empezó a enfermar y a tener vómitos convulsivos debido a la acumulación de sus propias heces el tipo les pidió perdón de rodillas. Ellas entraron en su celda, limpiaron durante horas, y cuando estuvo todo limpio agarraron los palos de sus escobas y le dieron una paliza de muerte al pobre animal. Tuvimos que entrar para detenerlas.

—¡Por supuesto, unos civiles no deben maltratar a los presos!

—¡Eso digo yo! Si querían pegarles que nos lo hubieran dicho a nosotros y les arreamos… Quiero decir, sí está muy mal. Hay que proteger a los reos lo mejor que podamos. Hay que ser civilizados.

Miro al guardia con recelo y estupor. Él intenta esquivar mi mirada y poner cara de bueno. Intento obviar estos comentarios y prosigo con lo que he venido a hacer aquí.

—Y dígame ¿a quién vamos a ver primero?

—Bueno veamos. El primero de la lista es A-10801, el señor Victor Fries o Mr. Freeze, como a él le gusta que lo llamen. Su celda está aclimatada a veinte grados bajo cero para que pueda sobrevivir. Un gasto considerable.

McMud me señala al ventanal blindado que hay en todas las puertas de las celdas para que mire al interior. Es cierto, todo está congelado. Es una celda de hielo. El guardia activa el intercomunicador para hablar con el preso.

—A-10801 acércate a la puerta. El alcaide está aquí.

Un hombre de piel azul se acerca hasta el ventanal. No tiene cara de muchos amigos. Está extremadamente delgado y me parece extraño. Aún recuerdo cuando salía por la televisión congelando coches patrulla y policías. Era grande, vigoroso, una figura poderosa. No como ahora que parece enfermo. De hecho el característico mono naranja de todos los presos de esta sección parece tres tallas más grande que la suya. Pido a McMud que desconecte el comunicador para poder hablar sin que nos oiga Mr. Freeze.

—McMud, ¿está seguro que éste es Victor Fries? Porque este parece una sombra de él…

—Oh, verá alcaide, ha tenido ciertos problemillas de salud el pobre bastardo.

—¿Qué problemas?

—Pues verá, parece ser que cuando uno es un hombre sometido a la criogénesis a perpetuidad, pues ciertas funciones corporales se ven dañadas.

—¿A qué se refiere?

—Esto es delicado. Verá, cuando tu orina está casi congelada expulsarla resulta ciertamente doloroso. Y no hablemos de las aguas mayores. Sacar bloques de hielo por el culo debe ser…

—Suficiente, creo que me hago a la idea.

—El tipo come lo justo para no morir.

Aprieto el botón del comunicador y me presento, soy amable y le doy las gracias por su atención. Le pido a McMud que continuemos con la visita.

Avanzamos hacia otra de las celdas. McMud pide al preso que se acerque como ha hecho con Víctor Fries. Un hombre bastante delgado, rubio y de ojos tristes se aproxima al cristal de la puerta. Me llama la atención que lleva una gorra mal calada y la parte superior del mono naranja quitado y atado en la cintura. McMud habla.

—A-13137 se te ha informado que debes llevar el traje bien puesto.

Le observo con atención. Se detiene ante el ventanal con los brazos cruzados y actitud chulesca. Miro a McMud.

—¿Él es el Espantapájaros? ¿Jonathan Crane?

—Exacto, señor alcaide.

—Mi nombre es Al Rashida Muhamad. Crane es un nombre de esclavo —sentencia el Espantapájaros—. Aceptaré que me llamen por mi número de preso, pero no por mi antiguo nombre.

McMud se aguanta la risa.

—Verá, alcaide, A-13137 es una auténtica celebridad. Está produciendo su segundo disco de hip-hop. Ha encontrado un gran calado entre la comunidad afroamericana y los jóvenes que disfrutan con esa música.

—El hombre blanco esclaviza. Yo quiero liberar a mis hermanos de las cadenas de la opresión capitalista blanca —exclama el Espantapájaros mientras hace un gesto extraño cruzando los dedos de su mano—. Arkham es el símbolo de toda esa opresión. EspantapájarosMC está aquí para contar la verdad a sus seguidores y su verdadera arma es su micrófono. ¡Temblad ante mi voz!

McMud sigue aguantándose la carcajada. Se muerde el labio. Casi parece que va a explotar. Apenas puede hablar.

—Venga, dile al alcaide cómo se llama tu nuevo disco.

—¡Paredes blancas, Corazón negro, el Ghetto contra el Capital! —proclama el Espantapájaros mientras levanta los brazos con los puños cerrados.

McMud estalla en risas cuando escucha el título del disco. A-13137 lo mira como si quisiera asesinarlo. De hecho, estoy seguro de que desea hacerlo. McMud ríe y ríe. Tras un rato recupera el resuello.

—«El ghetto contra el capital»… ¡pero si la última vez te pillaron por empotrar tu Rolls Royce contra una joyería cuando estabas ciego de absenta!

—Al verdugo McMud le jode que los oprimidos alcancen lo que desean. Algún día haré que te enfrentes a tus peores miedos, tirano —protesta Crane.

McMud corta la comunicación con la celda. Se limpia las lágrimas que le han producido las risas.

—¿Qué sería de mí sin estos buenos momentos? Bueno, prosigamos señor alcaide.

En ese momento se abre la puerta de acceso al módulo. Entra la enfermera Wolfsheim empujando un carrito. Parece que transporta medicinas para los presos.

—Es la horrra de las pastillas —dice después de presionar el botón de lo que debe ser un comunicador común para todas las celdas.

Algunos de ellos golpean las puertas de sus habitaciones. Otros gritan de alegría. La enfermera se acerca hasta los portones pequeños de los que disponen las puertas de acceso a las celdas. Entrega las dosis a cada uno de ellos. Un impaciente toma su dosis y estira el brazo por el portón agarrando el pijama a la enfermera. Grita que quiere más y más. Berrea que las pastillas rojas no le gustan, que quiere más azules. Tira con mucha fuerza de la ropa de Gertrud. McMud saca su porra. Ella, hierática, mantiene la calma. Realiza un gesto de calma con su mano dirigido al guardia. Con su gigantesca mano agarra la muñeca del preso y la retuerce. Los alaridos rebotan por las paredes de los pasillos. Ella parece como si apenas ejerciera fuerza. Comienza a hablar al reo.

—A-11118 errres un drrogadicto. Se te ha dicho muchas vesses que debes limitarrte a las dossiss recomendadas por Herr doctor Mosley.

McMud intenta darme una explicación.

—Ese es el Sombrerero Loco, Jervis Tetch. El del control mental. Las dosis de Mosley lo tienen bajo control absoluto, pero le crean cierto grado de dependencia. El tipo a veces lo pasa fatal con el mono. A veces pasa horas llamando a un perro que debió tener en su infancia. Pero es la única forma de tenerlo quieto. Tenemos permiso de sus familiares y el juez para mantenerlo perpetuamente sedado porque es imposible reformarlo.

La enfermera se deshace de su captor y reanuda su tarea. Termina con su ronda y vuelve a salir por donde ha entrado.

McMud me dirige hacia otra de las celdas. Nos situamos delante.

—Ella es A-17458. Hiedra Venenosa o Pamela Isley. No voy a pedirle que se acerque porque no lo hará. Está en una de sus frecuentes crisis, señor alcaide.

—¿Crisis?

—La última vez que estuvo en libertad se le fue la mano. Ella, gracias a sus conocimientos botánicos, ha conseguido fusionar su ADN con diversas plantas. Vamos, que lo de hiedra venenosa le viene al pelo. Es inmune a muchas cosas. La cuestión está en que su piel produce un cierto veneno letal en contacto con otros seres. Desde hace mucho tiempo tomamos medidas de protección como guantes y equipo aislante. Esto hace que no haya tenido contacto con nadie desde hace por lo menos dos años. Contacto físico me refiero.

—Y eso le acarrea un problema, claro.

—Sí, porque ha desarrollado una especie de empatía hacia aquello que más odia, el ser humano. A veces se abalanza sobre los celadores y las enfermeras buscando que la abracen desnuda. Quiere y desea tocar otra piel humana.

—Y eso es peligroso, claro.

—Un enfermero la rozó con la mano. No llevaba guantes. Estuvo dos días llorando sangre, señor. Sus crisis hacen que solloce y gimotee. Se abraza a la almohada de su cama y no se levanta en varios días. Si le soy sincero, a veces siento un poco de pena. Estos tipos están muy enfermos y no conocen sus límites. Pero luego recuerdo sus fechorías y se me pasa la pena.

—Pero a muchos no los reconozco en sus actitudes, McMud. Quiero decir, en el exterior parecen otra cosa.

—Claaaro. Yo pienso que muchos de ellos han terminado por creerse sus propios personajes. Hacen lo que hacen porque se espera que lo hagan. La realidad es que luego muestran otras degeneraciones de sus personalidades porque no se puede ser uno mismo todo el tiempo. Sobre todo cuando tienes una mente tan extremista como la de estas alimañas, señor. No crea que pienso que se les debe dar una oportunidad. Yo no pasaría ni cinco segundos con ellos en una misma habitación. Son psicópatas genocidas en la mayor parte de los casos. Pero lo que la gente no sabe es que estos tipos deben vivir consigo mismos las veinticuatro horas del día. ¡Y eso debe ser todo un esfuerzo! Al final explotan de una forma o de otra. Pero luego superan estas fases y vuelven a conspirar contra la humanidad, sobre todo contra el «tipo de negro», el que duerme bocabajo.

—Ya es la segunda vez que se refiere a él y no ha pronunciado su nombre.

—¡Ni se me ocurriría! Si lo oyeran los presos tendría un futuro motín entre manos. Es un acuerdo al que hemos llegado con ellos. Ese nombre, aquí, no se pronuncia. Los ánimos se caldean en cuanto se hacen referencias a él. Una vez un guardia novato trajo un móvil y de protector de pantalla se puso el símbolo de este señor tan especial. Se lo había bajado de internet y para hacer la gracia empezó a enseñárselo a los presos durante uno de los recuentos. Se lo habíamos advertido, se lo dijimos por activa y por pasiva. «No les provoques con eso», le dijimos. «No se te ocurra, que no lo van a tolerar.» Ni caso. El tío gallito se pasea ante estos bestias con el símbolo en el móvil encendido.

—¿Y qué pasó?

—Lo inevitable, me temo. Lo presos se lo hicieron tragar a base de patadas. El jefe Chiburn tuvo que entrar con diez hombres para poder rescatar al desgraciado ese. ¡Capullo!

—¡Vaya por dios!

—¡Bah! Él se lo buscó.

—Si le soy sincero estoy deseando que lleguemos a ver al preso A-10042, el llamado J…

—¡NO! —me corta muy serio el guardia McMud.

—¿Perdón?

—No se ofenda, alcaide, pero preferiría evitar esa celda y ese nombre. Casi mejor cuando estemos más acompañados y con el doctor Mosley presente.

—Pero si seguro que las señoras Peres y Domingues pasan sin problemas a su celda para limpiarla.

—¡Oh, sí! Sí lo hacen. Pero porque él lo permite, señor. Es muy quisquilloso con la limpieza de su celda.

—Pero si ni siquiera vamos a entrar, simplemente deseo verlo.

—Mire, si quiere nos ponemos delante de su puerta pero prefiero que no lo molestemos. Reconozco que es de los pocos de aquí que me acojonan de verdad. Es el peor de todos.

—¿De verdad?

—Lo sacamos al patio completamente encadenado, señor, para su hora de recreo. Y para encadenarlo empleamos a cinco tíos armados hasta los dientes apuntándole a la cabeza, porque de lo contrario los celadores no se acercarían para ponerle la camisa de fuerza. Sinceramente, es el preso que más veces se ha fugado de aquí. Empiezo a pensar que si lo retenemos es porque él quiere. Como si necesitara unas vacaciones de sus actividades y Arkham fuera un hotel «todo incluido».

—Entiendo. Bueno, está bien. Si quiere continuamos mañana. Voy a volver al despacho. Muchas gracias por su tiempo.

Salimos y veo que la enfermera Wolfsheim y Mosley están charlando animadamente. Les saludo con la cabeza y subo al ascensor. De vuelta a mi planta. Se abren las puertas del ascensor y cuando accedo a la antesala de mi despacho veo que Chiburn y mi ayudante Joseph están practicando sexo encima del escritorio. Chiburn está empujando todo su peso contra mi ayudante.

—Llámame nazi, llámame nazi… —le grita al oído.

—¡Dame más, campeón! —replica Joseph.

Los interrumpo bruscamente. No pienso pedirles explicaciones pero les abronco todo lo que puedo. No tolero estos desmanes en la oficina. Todo tiene su tiempo y lugar. Ellos me miran muy avergonzados por haber descubierto su «asunto». Les obligo a volver a sus funciones y que no me molesten en un buen rato. Me adentro en mi despacho. Ha sido una mañana larga. Me pongo un vaso con un poco de coñac. Me dirijo hacia mi maletín y saco mi ropa especial para ponerme cómodo. Me quito mi traje y me pongo las telas que me hacen sentirme tan bien conmigo mismo. Cojo el espejo de mano que llevo en el maletín y le hablo con todo el cariño del mundo.

—Tenías razón, cariño. Me dejo impresionar fácilmente, pero todo va a salir bien. Ya lo verás —le digo al espejo mientras me acaricio el sujetador negro de seda que tanto me gusta.

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Comentarios

  1. levast dice:

    Me lo he pasao como un enano con esta reinvención del asilo Arkham, juro que me ha gustado más que la novela gráfica. Me he descojonado con las movidas de Mr. Freeze y es muy ingenioso el tratamiento de mitos «innombrables» para Bat.. digo para el murcielago y el comodín. Secuela ya.

  2. laquintaelementa dice:

    Jojojojojojo, cómo tira la cabra al monteeeeeee… Tu estilo ya es inconfundible, y creo que deberíamos empezar a producir películas con tus guiones. Estamos perdiendo dinero contigo. Te siguen matando los tiempos verbales pero casi se olvida con los personajes tan redondos que creas, bribón. 😉

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