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Tiananmen

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La puerta de la celda se abrió. Condujeron a Chen por el laberinto de pasillos de hormigón hasta el patio. Lo alinearon con los demás frente al muro, le ataron las manos a la espalda pero no le vendaron los ojos.

Miró al hombre que tenía a su lado. Lo conocía. Se habían encontrado una única vez antes, semanas atrás, durante las revueltas.

Chen recordaba el ruido de la maquinaria a su alrededor, el sonido de las orugas del tanque sobre el asfalto. Una figura solitaria se había interpuesto en su avance. Chen había ordenado el alto, paralizando el avance de la columna blindada, en medio de la confusión de su tripulación y la voz que crepitaba en la radio, ordenándolo que lo arrollara. Aquel hombre trepó después al tanque y habló con él unos minutos, sólo para darle las gracias, sólo para decirle que había esperanza.

Chen perdió su rango de teniente y fue acusado de traición.

En ese momento aquel hombre sonrió, y le habló:

—Quizá ninguno dispare. Quizá les enseñaste algo.

Chen sonrió también. Lamentó no poder darle la mano.

Apenas oyeron el estruendo de la descarga, porque las balas los alcanzaron antes.

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