Ir directamente al contenido de esta página

Siete uñas

por Relato ganador

—Hola cariño, ¿cómo estás?

Yo también hago unas preguntas estúpidas, supongo que es la fuerza de lo cotidiano. Estás muerta, cariño, hace unos años que el cáncer te comió, pero estás ahí, sentada en la hamaca. Hoy ha sido un día de trabajo duro, en la oficina está la cosa que arde. Por cierto, se ha interesado por ti aquel comercial de Elche, no se había enterado, no habíamos vuelto a coincidir.

No me acabo de acostumbrar a verte, ahí, en la hamaca, balanceándote. Si por lo menos te comunicaras… es una sensación extraña, este monólogo con un fantasma. No, no me acabo de acostumbrar.

Ahí, desnuda, con el pelo cayendo sobre tus hombros, con esos ojos verdes mirándome constantemente; es gracioso, con las uñas pintadas de rojo. Hiciste que te las pintara yo, el último día, querías estar guapa. Querías que te deseara hasta el último instante. Querías estar viva.

Te sigo queriendo, lo sabes. Si un espíritu puede ver el fondo de un alma, lo cual tiene su lógica inexplicable, sabes que es cierto.

Te echo de menos, y sin embargo estás ahí, no puedo añorarte. Todo esto es muy raro. Acepto mi delirio, pero tú también tienes que aceptar tu responsabilidad: estás muerta, es así de simple.

Ahí estás, lánguida, mi amor, tan bella, silenciosa, balanceándote en esa hamaca, real, densa, opaca, incluso se diría que respiras. Mirándome. No pareces triste, eso me consuela… en esa hamaca que, por otra parte, no tiene nada de poético, es de Ikea. Esta situación tendría más que ver con una mansión antigua en mitad de un bosque perdido que con un piso moderno.

Me acuerdo cuando volví del cementerio —mi hermano insistía en que me quedara con ellos, quizá debí hacerle caso— y te encuentro sentada en tu sitio preferido. ¿Cómo describir una sensación semejante? Me eché a llorar, claro, me senté en el sillón contemplándote. Pasaron las horas, según mi mente apenas unos pocos segundos, hasta que pude reaccionar, hasta que mi cerebro pudo recuperar el mando sobre mi cuerpo; ya se oscurecía la luz del sol por la ventana. Te hablé, te pregunté. Incluso, creo, que grité. Salí y entré mil veces del comedor, de la casa, seguías ahí; bajé al bar, seguías ahí; me di un paseo, seguías ahí; cogí el coche y recorrí doscientos kilómetros, seguías ahí. Me senté de nuevo ante ti, fui a tocarte, a abrazarte, y recuerdo ese gesto lento de negación tuyo que me congeló la sangre en las venas. Vale, nada de tocar, entendido, cada cual en su mundo. Vaya nochecita y vaya día siguiente, cariño, todavía me duele la espalda de estar tanto tiempo sin moverme del sofá dando tantas vueltas. No comí nada, pero me bebí el whisky de Escocia entera a chupitos.

Volví al trabajo enseguida, aunque me aconsejaban que me tomara unas vacaciones. Nunca había padecido esas ganas tremendas de trabajar, de evadirme interesándome absolutamente en lo que no me interesaba nada. Me daban palmaditas en la espalda. Y yo regresaba y estabas ahí, otra vez. Cada día, me asaltaba la esperanza de que no estuvieras. Es que, compréndeme, es insoportable el hecho de que cuando alguien ya no está, esté.

Es curiosa la rutina. Una situación extraordinaria se convierte en normal en cuanto acumula un poco de tiempo, y al cabo de unos meses ya es así lo que tiene que ser. La normalidad de lo anormal. He aquí nuestro planeta.

Me habitué a que estuvieras.

Recuerdo que comía contigo a mi lado, te ofrecía un bocado, juraría que sonreías. Entiendo también que los espíritus no pueden expresar emociones, se limitan a ser una presencia hierática. Por lo menos podrías hablarme, eso sí que me fastidia.

Fui a un psicólogo, lo invité a venir. Vino, le mirabas, le miraba, te miraba. Me reí. Me medicó. Fui a un psiquiatra, y me cambió la medicación. No obstante, no se atrevieron a diagnosticarme objetivamente una esquizofrenia, una depresión, una enfermedad neural que justificara que tú estás ahí. Vaya, resulta que estoy cuerdo y que mi melancolía te compacta en esa hamaca. Preferiría estar loco, por lo menos esto tendría un sentido. Dejé las pastillas.

Iba a llamar a un vidente, o a un brujo, pero en cuanto se me ocurrió la idea cerraste los ojos y no los abriste de nuevo hasta que la deseché. Me incomodaba más verte con los ojos cerrados, era más inquietante todavía, parecías más muerta. De cualquier modo, nunca he creído en las ánimas ni en lo sobrenatural; aunque ahora no necesito hacer un acto de fe, lo tengo delante. No quiero que venga nadie a incomodarte.

El caso es que no me acabo de acostumbrar, pero me he acostumbrado a no acostumbrarme.

Sé que pretendes decirme algo, que intentas significar algo importante, que soy yo quien debe entender. Me resultó difícil comprenderlo, y eso que ha estado muy claro desde el principio.

Me decidí, después de una buena temporada, e invité a comer a los amigos como terapia. Quizá desaparecieras con el bullicio, la música, el olor del asado. Fue un momento electrizante cuando Concha se sentó en la hamaca. Se me olvidó advertir que ese lugar estaba reservado a tu memoria. Y se mezcló contigo, sólidamente, como si fuerais un legendario ser de dos cabezas y cuatro brazos y cuatro piernas. Sólo yo lo percibía. Ella continuaba charlando alegremente y se movía contigo dentro, o dentro de ti, depende de la perspectiva. Y de repente dio un respingo y miró para atrás, escudriñando el aire, traspasada por un escalofrío. Se le borró la risa. Ninguno más se sentó en tu lugar. Juraría que tenías un rictus de enfado.

No le había contado a nadie que te veía, que estabas, no me apetecía dar un sinfín de explicaciones, ni ser juzgado ni compadecido. Y mucho menos ser tratado como un demente. Estás ahí, cariño, mirándome permanentemente, eso es todo. Que quede entre nosotros.

Se me amortiguó la tristeza extrema y quise hacer un experimento, no tanto por desesperación, sino para comprobar hasta qué punto eras capaz de seguir callada. Yo sólo quería que hablaras conmigo. Concha se mostraba muy cariñosa, y una noche se vino a casa. Nos sedujimos, quería que fuera allí, delante tuyo, quizá así se rompiera algo que debía romperse; hice un gran esfuerzo por besarla, porque tus ojos me estaban taladrando, le invité a que nos fuéramos a la habitación. Intentamos hacer el amor, pero no pudimos. Estábamos fríos, literalmente, sentíamos un frío espantoso que nos bloqueaba; el cuerpo no nos emitía calor, por más que nos abrazábamos, nos restregábamos y nos tapábamos. Era un frío helado que nos surgía desde el interior. Fue en julio, en la calle hacía un bochorno que te derretías. Concha se azoró, me pidió disculpas, aceptó las mías y se fue. No volvió a subir.

Y esa noche me hiciste pasar miedo de verdad, cariño, cuando estaba dormido y te metiste en la cama. Joder, sí, no sé cómo aún me palpita el mecanismo después de ese susto. Noté que el colchón se mullía a mi lado, me di la vuelta y estabas mirándome a un palmo de mi nariz con esos dos enormes ojos verdes abiertos. ¡Dios, qué susto! Llegué de un solo asalto al sofá del comedor. Y allí me pasé las tres noches siguientes pretendiendo conciliar el sueño porque tú no querías irte de la cama. Así que no tuve más remedio que hacer de tripas corazón y regresar al lecho. El cansancio a veces puede con lo que la voluntad no. Me costó dormir, era muy angustioso, cariño, ¿te haces cargo? ¿Y si nos rozábamos casualmente? ¿Qué podría suceder? El caso es que dormí y a la mañana siguiente te habías instalado de nuevo en la hamaca. Ni siquiera sentí alivio, de algún modo, me había familiarizado a convivir con tu espectro. Vale, a cada cual su territorio, entendido.

Y entonces empezó lo de las uñas. Noté que se te había caído una, la del meñique izquierdo. Cómo no percibirlo, lo que se veía en ese cuadradito descarnado de verdad daba grima, era una mezcolanza purulenta que parecía contener un líquido viscoso. Era un hueco pequeño pero profundo, estremecedor. Y en el ámbito flotaba un olor penetrante y persistente, ácido. Busqué la uña roja, no la hallé. Me mirabas con una intensidad abrumadora. Ahora sí parecías feliz.

Al día siguiente me ingresaron con un cólico nefrítico severo, estuve a punto de no contarlo. Anduve por el hospital hasta que me sanearon los cálculos. Y cuando entré en casa, seguías allí. Es curioso, me apetecía darte un beso. Conversaba animadamente, ¡oh, por favor, qué desvarío!, te echaba de menos…

Seguía sin comprender qué significaba tu presencia, el sentido de tu persistencia en este mundo de los vivos. Y, sin embargo, sabía que tenía que haberlo.

Intuí una explicación plausible cuando perdiste la siguiente uña, algunos meses después, y me atropelló un camión. Otra vez paseé por el borde de la muerte. La gente me decía que estaba pasando una mala racha, que me animara…

Pero mucho más tarde, cuando perdiste la tercera uña y me atacó un perro que por poco me devora, seccionándome la aorta —me salvaron de milagro— tuve la certeza. En el hospital las enfermeras ya se sabían mi número de DNI. Entendí por qué estabas ahí.

Necesito hablar de esto, cariño, contigo. ¿Con quién lo voy a hablar? Ya sé lo que haces aquí…

Me estás esperando. Me querías tanto, mi amor, mi cielo, que no puedes irte sin mí. Estás aguardándome para viajar juntos a ese espacio que se extiende más allá de los latidos. Y tus uñas rojas, el último legado mío que tuviste, se han convertido en el reloj que marca mi cuenta a atrás.

Vaya, es una sensación ciertamente perturbadora. Sé que cada uña tuya es un paso más que avanzo hacia la muerte, de una manera traumática: que me quedan siete uñas por padecer. No sé cuándo ni cómo ocurrirá. Parece ser que tanto la esfera del existir como la de no existir comparten el estigma del sufrimiento… qué universos más absurdos. ¿Qué sentiré cuando sólo te reste una?

Vale, espérame, me acostumbraré a lo inevitable. Estaremos juntos, es lo bueno. Lo que tú digas, aun sin decir nada, lo que tu presencia me dicte.

Otra vez ese potente olor, estoy notando una punzada que me atraviesa el hígado. Cariño… ¿y si me hicieras el favor de perderlas todas de una vez?

Te lo iba a agradecer, amor mío.

¿Te ha gustado? ¡Compártelo! Facebook Twitter

Comentarios

  1. Tate dice:

    No me ha disgustado. Está bastante bien, aunque quizá soltar alguna que otra pista más y no explicar tanto como mostrar el tema de las uñas estaría bien. Como detalle añadir una corrección en la frase final que es un error habitual que tenemos todos en castellano:
    «Te lo iba a agradecer, amor mío».
    No confundir el uso del pretérito imperfecto (pasado) con el del condicional, esa frase debería ir en condicional. Pero buen texto 😉

  2. MARCOSBLUE dice:

    Muchas gracias Tate por tus comentarios y tus críticas, siempre bienvenidas. Te comento que no considero un error lo que tu dices, puesto que la construcción iba a + infinitivo tiene un valor de futuro imperfecto, siendo que además le da un valor de inmediatez, podemos hablar de un «pasado futurible», con un matiz distinto al condicional. Puedes encontrar información al respecto en los siguientes links:

    http://www.mecd.gob.es/dctm/redele/Material-RedEle/Revista/2006_06/2006_redELE_6_09MatteBon.pdf?documentId=0901e72b80df9fc3

    http://spanish.stackexchange.com/questions/4984/iba-a-infinitivo-con-valor-de-condicional

    De todas formas, la lengua castellana, como todas, es un ente dinámico en el que ni siquiera los lingüistas se acaban de poner de acuerdo del todo sobre determinadas cuestiones, y yo creo que eso es lo bueno.

    Un saludo.

¿Algún comentario?

* Los campos con un asterisco son necesarios