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Shikata ga nai

por Relato finalista
Aunque duelan los motivos…
Nada que temer, nada que perder
cuando la espada está afilada y la mirada que acorrala es cruel,
cuando nada quiero y nada espero.
En el camino del guerrero sólo la palabra es fiel.

El camino del guerrero de Nach

Yokio y Kenji no son samuráis, ni señores, ni lucharon en una guerra, son dos hombres uniformados con ojos como platos y un peinado imposible sin fijador extrafuerte. Desde la cocina, en donde están leyendo, levantan el teléfono con gran predisposición pero poco carisma. Lejos de parecerse a sus ídolos, protagonistas sobrios y malhumorados, responden con destemplados y tibios monosílabos.

La lectura de aquellas líneas les produce una verdadera catarsis. Las peripecias heroicas los dejan purificados de compasión y admiración. Siempre es una mortífera trama de belicosos protagonistas. Unos se abrieron el vientre con una daga, otros murieron decapitados; los hubo que murieron en combate atravesados por una espada, una lanza o una bala, o quienes explotaron en mil pedazos como bombas. Casi siempre abandonaron el mundo a temprana edad con sufrimiento. Pero lo que enhebra esas vidas no es sólo la manifiesta crueldad de sus destinos, sino la inmensa satisfacción de enfrentar la muerte con la suficiente dignidad para elevarse a los divinos altares.

Están iluminados por el sentido trágico y melancólico de la existencia. Son dos jóvenes a la caza del sentido de la vida que es a fin de cuentas la mayor de las búsquedas. Se aproximan desde todos los ángulos para acabar concluyendo que, se mire por donde se mire, resulta indescifrable y perturbadora. Ese no llegar a entender nada del todo pero intuirlo todo refleja en sus semblantes toda la belleza y el terror, la angustia y la bendición de la ignorancia.

Saben de la naturaleza efímera del ser humano, de la desventura de lo terrenal, de la inherente y particular belleza de la fugacidad. Al otro lado de la línea, encuentran respuestas y salidas a sus terremotos mentales.

—La hora ha llegado, el deber nos llama.

Bajo el cielo de la infancia

Sus primeros recuerdos aparecen unidos por ese cordón transparente de la evocación, por el vínculo imperfecto de la memoria afectiva. Un viaje único, un viaje de un punto a otro, sin códigos, sin ambigüedades, un viaje que preludia el mórbido placer de lanzarse desnudo a una charca en un acto de valentía, de desprendimiento del temor y la ansiedad.

Éste es un viaje hacia atrás, hacia la imagen de un niño que sostiene una espada de madera, un niño que se abre paso a través de la oscuridad de la madrugada hasta la luz de la cocina, entre los sonidos cristalinos del alba y el deseo imperioso de llegar y servir al padre. Mientras, su madre prepara el desayuno.

Cuando eran pequeños en los bosques del norte, antes de aprender que el año tenía cuatro estaciones, creían que tenía varias docenas: el tiempo de las tormentas, el tiempo de los relámpagos, el tiempo de los árboles de hielo, de los árboles que lloran, de los árboles que sólo agitan las copas y el tiempo de los árboles que desprenden flores. Les encantaban las estaciones de la nieve que brilla como el cristal, de la que cruje e incluso de la nieve sucia, pues todas ellas anunciaban la llegada de la estación de las flores que brotaban en la orilla del río. Las estaciones eran como esos invitados importantes que envían a sus heraldos para anunciar su llegada: las piñas abiertas y las piñas cerradas, el olor de las hojas fermentadas o de la inminencia de la lluvia; su pelo, su piel y sus rodillas también tenía sus estaciones: crujiente, lacio, enmarañado, reseca, sudorosa, áspera, quemada por el sol, suave, limpias o desolladas.

De niños el mundo era pura metáfora materializada ante sus ojos, una oruga haciendo encajes con las hojas de una morera, las garzas perforando el mar para buscar a los ahogados, los melocotones madurando suavemente entre el zumbido de insectos dorados, el ocaso adquiriendo la oscura tintura del yodo, y una mujer sentada junto a un horno es una rosa ardiente… Cuando el mundo se transformaba así, parecían felices.

Todo esto guardaron en una caracola, el viaje de toda su infancia, en un empeño por recluir las aprensiones, los deseos, los sucesos furtivos que no tienen pretextos ni explicaciones. El amanecer de la servidumbre les atacó a traición, como si el sol naciente se aliase con los hombres para imponerles el uniforme de la responsabilidad. Aun así, los recuerdos emergen, cual tajos de una espada, tan cercanos aún en el tiempo.

Los hombres que son nacieron de los pliegues de un pasado legendario y un presente convulso. Hay un punto impreciso, un salto, una sorpresa, que invirtió ese orden: es el momento en el que sus historias liberan un nuevo argumento y se cristaliza en una visión desigual de la vida.

Ahora la repetición de las labores cotidianas —comer, leer, nadar, estudiar, trabajar— es minuciosa y obsesiva hasta adquirir cualidades irreales, descensos todas ellas a los anhelos del corazón y las inestabilidades emocionales de unos hombres urbanos y confusos, corrientes y sufrientes.

Bajo el cielo del Dokkōdō. De cuarteles y aulas

El camino de la soledad es una especie de viaje místico sin despedidas. Invirtieron mucho tiempo en reducir el peso que llevaban, y es ciertamente en el ascenso a la mística militante cuando ese peso parece aligerarse aún más. Aunque el camino conspirase su entrega era inalterable.

Sólo tenían un cuerpo y un alma a la intemperie. Su primer cuerpo, el de la infancia, era débil, estaba tan invadido por las imágenes que sólo deseaban hacerlas desaparecer. La elección de vivir en sacrificio emergió desafiante y solemne. Tienen la experiencia del sufrimiento como si se tratara de un lustre que les otorgara mayor firmeza. Pararse desnudo en la nieve o sentarse debajo de cascadas heladas o pasar horas consigo mismos, forjó otro cuerpo. Sí, se han vaciado de miedo, de inseguridad, de soledad, de muerte, por eso tienen que volverse a llenar con disciplina, honor, tradición, implacabilidad.

¿No es eso lo que se le pide a un guerrero? ¿Que se vacíe y se llene, que muera y renazca? Pero, ¿qué ocurre cuando, vaciado, emergen los monstruos desconocidos que moran en las profundidades? Entonces lo que sobreviene es un impulso incontenible. Y ese impulso tiene un color: el rojo. Es rojo el color de la lucha; es rojo el color de la excitación; es rojo el color de la sangre. No es el dios de la guerra quien se manifiesta a través del guerrero, sino las fuerzas primitivas, los demonios vengadores con serpientes como insignias y látigos y antorchas como símbolos, que en el fondo desprecian tanto a hombres como a dioses.

A un código de palabras, de encantadora ambigüedad, confiarán la expresión de las más brutales o sutiles emociones. Es el lenguaje de lo sagrado, siempre en busca de la resurrección, del anillo, de la espada o de la misión. El tiempo, la duda, la elección entre lo bueno y lo malo, entre lo injusto y lo justo deja de triturarlos.

Sólo la muerte para la propia muerte. Ante ese súbito golpe de certidumbre, la voz calla y palidece, resulta más fácil lanzarse a la batalla desde este paisaje, se impone aquí el presentimiento de que su vida está asentada en una realidad profunda y que su muerte no es un final.

La sentencia de la nieve y la lluvia les habían arrastrado hasta el día presente. Quizás la nieve no los reconociera, pero estaban allí. Uno defendiendo la torre del auditorio, el otro pronto a atacar. Ambos intensamente leales, fieramente fieles.

Bajo el cielo

En la desconchada fachada de la torre del auditorio alguien había escrito «Bajo el cielo» con pintura roja.

Cuando llegaron lo que más les sobrecogió fueron aquellos estudiantes suicidas, orgullosos y arrebatados por servir a sus ideales, capaces de lanzarse a novecientos cincuenta kilómetros por hora contra los escaparates occidentales de una armada enemiga, artefactos humanos cargados con una bomba de una tonelada de trinitroanisol de abnegación y renuncia de sí mismos. Con uniforme, una bufanda blanca y una cinta ceñida a la frente se dejarían desintegrar convencidos de alcanzar una muerte memorable.

A primera hora de la mañana de aquel dieciocho de enero, mil policías militares, mil éticas uniformadas, sellaron el campus y comenzaron a desalojar uno por uno los edificios tomados.

Estudiantes de todo el país habían acudido a la zona cercana, estableciendo un barrio «liberado», desde el que luchar. El diecinueve de enero habían ocupado varios pisos de la torre del auditorio, se defendieron durante todo el día con piedras, muebles y cócteles molotov mientras los policías iban derribando barricadas y desalojando el edificio; no alcanzaron a los últimos resistentes hasta bien entrado el anochecer.

Por lo menos trescientos agentes con casco, escudos de aluminio y largos palos estaban dispuestos en fila delante de la torre del auditorio. Sus caras no dejaban traslucir nada. Engorilados, herméticos, ausentes. Como las ventanas del edificio desalojado. El capitán aulló la orden.

—Adelante, carguen.

Los policías avanzaron en línea, armas al frente. Estaban acostumbrados a la muerte, incluso a la suya propia, avezados por generaciones pasadas.

Los estudiantes alzaron los ojos para mirarlos a la cara, para estar seguros de que eran hombres como ellos. Tenían un aspecto amenazador, pero… ¿era o no era ese el momento de la verdad para todos? Uno de los estudiantes se frotó el gemelo con un pie, gesto nervioso y maquinal para limpiarse la puntera del zapato manchada de polvo. En un momento dado, de la línea se destacó uno de los agentes, se acercó al joven y se detuvo justo enfrente.

En ese escenario de humanidad enfrentada, primeramente combaten con gestos. Cada uno se desliza hacia un espacio ceremonial diferente, donde despliega una coreografía de gestos medidos en ofrenda al otro. Esa secuencia alcanza su término cuando los contrincantes detienen sus movimientos. Es, en ese momento, cuando entra en juego la mirada cautiva por el otro, fascinada.

Los ojos del estudiante permanecieron fijos en él. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme de Kenji revelaba que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Foto fija de la tensión. Sin bajar la mirada, golpeó a Yokio, haciéndole tambalear. Pese al esfuerzo que realizó, Kenji tuvo la sensación de que había sido otro quien había herido el estómago de Yokio con su arma.

Durante algunos segundos la cabeza de Yokio giró vertiginosamente. Los cuarenta o cincuenta centímetros de roble rojo se habían sepultado completamente en su abdomen. El dolor se acercó a una velocidad vertiginosa, su respiración se dificultó, el pecho palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzó de forma avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar lava ardiente. Experimentaba una sensación de caos total, como si todo el universo implosionara en su vientre. Le asaltó la incómoda sensación de que tendría que avanzar unido a ese dolor, le pareció increíble que en medio de aquella agonía las cosas pudieran existir todavía.

El vuelo de la golondrina de Yokio sobrecogió a Kenji que notó algo húmedo y, bajando la mirada, vio que su mano estaba empapada en sangre. También el costado de su chaqueta estaba teñido de un rojo intenso. Luchó por no huir de la mortal palidez que invadía sus rasgos. Sucediera lo que sucediera, su misión era esa: observar la ley. La obligación jurada, más allá de la muerte.

La agonía que se desarrollaba en él le quemaba como el implacable sol del verano. La transpiración brillaba en su frente. Cerró los ojos para abrirlos luego, su mirada había perdido todo el brillo y el color, los suyos parecían los ojos vacíos de un animal disecado. El dolor crecía con regularidad, sentía que se había convertido en un ser de otro mundo, en un hombre totalmente disuelto en el dolor. Y mientras pensaba, comenzó a sentir como se levantaba una muralla de cristal ante él, en la que se estaba asfixiando.

Durante el combate la existencia de Yokio se había convertido en la no existencia de Kenji, y cada respiración de Yokio pertenecía a Kenji. Las entrañas, ignorantes del sufrimiento de sus dueños, se estremecieron con desagradable vitalidad, un vómito de roja saliva llenó sus bocas. Las insignias de sus uniformes brillaron a la luz.

La vida de ambos se enredaba en sus corazones. El volumen de la sangre no había dejado de aumentar con el latir de sus pulsos. El pavimento estaba empapado de sangre, que seguía renovándose, un olor acre inundaba el aire.

Una salpicadura, semejante a un pájaro, rubricó aquella pintada de la desconchada pared de la torre del auditorio. Bajo el cielo… sangre.

Los ojos estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color del moho, ya no eran hombres con vida. El temor es una sustancia que relaja el corazón y los esfínteres, no sé en qué momento la muerte calentó las perneras de sus pantalones y un grito agudo atrapó el silencio.

En esos dos días de enfrentamiento resultaron heridos quinientos cincuenta y tres policías, setecientos sesenta y nueve estudiantes y ciento dieciséis transeúntes. Un estudiante y un policía murieron.

Bajo el cielo… sangre

Baste pasar cinco minutos en el metro, sentarse en un bar repleto de doncellas y gatos y aliviarse después en un WC totalmente automatizado, para entender que el disco duro de estas personas opera con un software distinto.

La rigidez provoca fugas de pura chifladura e ideas peregrinas. Tras varias lecturas he recibido una tenue pátina de preceptos budistas, sintoístas y ética confuciana de la dura. Cualquiera que observe estas prácticas, tiene un aire de tensión dignificada de dentro hacia fuera, a la manera del sol que primero alumbra las cumbres y luego el resto del paisaje.

Jefes de la yakuza, prostitutas, esbirros, camareras, policías, carceleros, revolucionarios, militares, hijas de buena familia, asesinos de alma cándida, geishas, vendedores ambulantes, empleados de hotel, comerciantes ricos y pobres, estudiantes, informáticos, traficantes de droga, prestamistas, adivinos, violadores y violados… No sé si en ellos habita el espíritu del samurái. Supongo que pervive en sus relaciones de poder y sumisión, en la obediencia debida, en la cortesía protocolaria o en un huir de los conflictos envolviéndolos en un bello furoshiki de imágenes poéticas.

«Morir no es nuevo, pero seguir viviendo tampoco lo es. Tengo veintidós años: ni lloro, ni me quejo, ni imploro… Se fue el verano», escribieron Yokio y Kenji la tarde del diecisiete de enero antes de dirigirse a la torre del auditorio.

Una bella geisha levantó sus veinticinco años de existencia, la fría mañana del diecinueve de enero, se colocó su kimono de gala y se encerró en la cocina: abrió la espita del gas y recostó su cabeza en el horno. «Morir es un arte», escribió con una delicada caligrafía.

Un obediente empleado después de deambular por media ciudad, tras haber perdido su trabajo, se arrojó al río, el dieciocho de enero, desde la bellísima estructura metálica del puente colgante. «A mi empresa. Os dejo mi honor como hebra de sol de invierno.» Tenía treinta años.

Yo he comprado un cuchillo de artesanía, un auténtico tanto de la tierra para sentirme próximo al vértigo de la muerte. Tiene doble filo y su longitud es de treinta y tres centímetros, la empuñadura está fabricada en hueso, con grabados hechos a mano. Si perteneciera a esta cultura, más elaborada y sutil que a la tosquedad de la cultura en la que habito, tendría la posibilidad de disponer de un rito para el suicidio.

No me gusta hablar de suicidio porque es una palabra maldita entre nosotros, que lo que hacemos es empujar la vida hacia la muerte. Estoy hablando de la dulzura de la muerte que uno se administra, la muerte que uno decide en el momento que uno lo decide, como hizo Mishima o Hutchence y tantos y tantos otros, una muerte tranquila, deseada, querida. Pero yo soy bárbaro y cobarde y he pagado por ello. He dejado sobre la mesa de luz el tanto y le he dado las llaves de mi casa a un ninja para que, al amparo de las sombras, haga el trabajo que tiene que hacer.

Las dagas tienen escrito en su código genético el homicidio.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Este relato me ha llegado hasta el fondo, como si fuera el tanto de mi propio seppuku.

    Por si no lo han adivinado los lectores, habla de la caída del auditorio Yasuda, en la Universidad de Tokio, y el fin de la revuelta estudiantil en enero de 1969. Sólo hubo dos muertos: un policía y un estudiante.

    Pero también habla del significado del título: esa capacidad de los japoneses de mantener la diginidad ante una tragedia inevitable o una injusticia, históricamente aplicado a situaciones en las que todo el pueblo japonés ha sufrido en conjunto. Aunque también se puede ver desde el otro lado: la falta de reacción ante la adversidad, el conformismo, la complacencia.

    Y también habla de la tianxia china exportada a Japón en el período Kofun: «bajo el cielo», concepto que denota tanto el mundo entero (geográficamente hablando), como el reino metafísico de los mortales y más tarde asociado al poder imperial y político.

    Me gusta, especialmente, la estructura de las diferentes etapas de vida y muerte utilizando, como si fueran peldaños de una escalera, el subtítulo «Bajo el cielo».

    «Bajo el cielo de la infancia», que me leí escuchando el tema «Vida en la aldea» son los 7 párrafos (los 7 samuráis) más bellos, evocadores y emotivos que he leído en los últimos 25 años de mi vida. Gracias, Cati, por haberlos escrito 🙂

  2. Loken dice:

    Es muy bueno, por momentos, poesía pura.

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