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Servidores de Ramsia

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La puerta de la habitación retumbó tres veces. Era la señal que Samic Goddy había indicado al tabernero para despertarlo pero sus preocupaciones le habían impedido conciliar el sueño. Se levantó con pereza, comprobó por la ventana que era mediodía y se vistió y aseó sin especial cuidado. Al recoger el amuleto sagrado de Ramsia se estremeció y prefirió no iniciar las oraciones y rituales rutinarios. «Hoy no —pensó—, y quizá nunca más». Salió con rapidez de la habitación, indicó al tabernero que no la alquilaría de nuevo y en la calle se dirigió a un callejón apartado. Se aseguró de que nadie estaba cerca, sacó un pergamino de su chaleco y empezó a recitar en voz baja la letanía de sus arcanas runas. Se tapó el rostro mientras se iniciaba la transformación y comprobó el resultado al reflejarse en un espejo que sacó de su bolsa de piel: ahora tenía el aspecto de un humano de raza oscura que se podía confundir fácilmente con un extranjero o un comerciante. Esta imagen le permitiría cruzar la ciudad con cierta seguridad aunque el riesgo a ser descubierto le aterraba y bloqueaba su mente.

El trayecto se le hizo eterno pero por fin pudo llegar a la casa de Luvix o, como se la conoce popularmente, «La pocilga de oro»: un pequeño comercio lleno de objetos y artefactos variados con los que el irritante elfo Luvix negocia como tasador y por el que han pasado más bolsas de oro que en muchos palacios de los nobles de la región. Aunque la casa no tenía puerta de entrada siempre había para los servidores del templo de Ramsia algún acceso oculto pero en esta ocasión ningún resorte secreto funcionaba. Se extrañó, pero pocos segundos tardó en detectar una trampilla que le permitió descender unas escaleras que se dirigían al sótano del comercio y descubrir al mezquino elfo haciendo recuento de sus artilugios entre viejas estanterías. Se acercó sigilosamente a su espalda pero le sorprendió la fulminante reacción de Luvix quien, sin darse la vuelta, alargó su brazo y le apuntó con un artefacto percutor de proyectiles de pólvora. Se miraron a la cara y el astuto elfo le habló con actitud arrogante.

—No mováis ni un músculo, joven Samic —dijo amenazante— y, por favor, despojaos de vuestro disfraz.

En unos segundos, Samic Goddy hizo desaparecer el conjuro de alteración y mostró su verdadero aspecto. Joven, hijo de humano y elfa, Samic poseía la belleza de un rostro juvenil y pícaro que además cuidaba y realzaba con detalles de vestimenta y aseo impropias para alguien de su condición humilde y sus actividades delictivas. Alguien cautivador, seguro de sí mismo, pero en esos momentos con un semblante preocupado y vulnerable.

—No temáis, venerable Luvix —contestó Samic—, sólo vengo a hacer un trato.

—Oh, no, por favor, no tengo nada que temer, aunque quizá vos sí tengáis miedo, y no precisamente de este arma que os apunta. ¿Quiere vuestro templo algo de mí o, como intuyo, es un asunto personal?

—Sólo vengo a ofreceros un trato justo, necesito tres bolsas de oro inmediatamente. A cambio de algo valioso, por supuesto.

Samic sacó de su bolsa un pañuelo del que desenvolvió una daga larga, curvada, con grabados y runas brillantes en la empuñadura e insertada en una funda en la que se podía reconocer el inconfundible escudo heráldico del dueño.

—Asombroso —reconoció Luvix mientras lo sostenía en una mano—, un objeto excepcional y percibo que con cualidades extraordinarias que me gustaría descubrir. Pero no os puedo ofrecer tres bolsas, es una cantidad justa pero que ahora no puedo afrontar.

—Imposible, necesito ese oro con urgencia —reclamó Samic, recuperando una actitud más desafiante—. Debes muchos favores al templo y es momento de que demuestres un sacrificio por Ramsia. Sigues siendo un fiel servidor de nuestra diosa, ¿verdad?

—¡Oh, sí!, soy un temeroso sirviente de vuestra diosa —respondió con ironía—, aunque creo que no se puede decir lo mismo de vos, ¿o me equivoco? Estoy harto de vuestro templo de parásitos y sanguijuelas, he sido la persona de la que más os habéis aprovechado pero algún día me tomaré la revancha. Escupo sobre nuestro pacto y sobre vuestros rituales de sacrificios. Os daré vuestro oro, pero sólo porque esta daga lo merece. Además, por lo que sé, es muy probable que no os vuelva a ver.

—No os puedo confiar mis intenciones, Luvix, pero por vuestra seguridad os sugiero que no reveléis este encuentro.

—Claro, joven Samic, claro, pero vuestra cabeza tiene un precio y si yo comerciase con personas y no con objetos ya estaríais muerto. Subamos a mi despacho y acabemos con este asunto.

Tras cerrar el trato con Luvix, Samic empezó a recorrer la calle con precaución. Necesitaba provisiones, ropa y una ruta de escape para salir lo antes posible de la ciudad. Tras haberlo perdido todo y no poder volver a su casa, con ese dinero podría huir y vivir con cierta tranquilidad lejos de allí. Desconfiaba de todas las personas con las que se cruzaba ya que los servidores del templo de Ramsia eran poderosos y tenían buenos contactos, por eso debía extremar las precauciones mientras estuviese en la calle.

Mientras estaba comprando provisiones de viaje en el mercado desvió su mirada hacia una muchacha que deambulaba cerca, una joven atractiva, sonriente, vestida para atraer a cualquier hombre que pudiera pagar unas horas en una habitación. Había tratado a la mayoría de las prostitutas de la ciudad y estaba cansado de ellas pero el aspecto exótico de esta desconocida le hizo aventurarse a conocerla. Era agradable en el trato, algo ingenua y no le supuso ningún esfuerzo convencerla para acompañarlo a una habitación en una posada, daba la impresión de que estaba tan embelesada que no le cobraría ni un oro. Un pequeño riesgo, pero al menos tendría unas horas de placer para olvidarse de sus problemas y poder huir mucho más relajado. Al llegar a la posada pidieron una botella de vino y subieron a una habitación. La atractiva joven enseguida se aposentó en el camastro e invitó a Samic a disfrutar de ella. Empezó a acariciarla y besarla disfrutando de la excitación que le producía su exótico perfume. Rozando su cara, de repente Samic tuvo un sobresalto al observar que la mujer tenía la oreja izquierda mutilada. Sacó un cuchillo de una de sus botas y sujetó a la chica por la espalda.

—¿Te envía el templo de Ramsia?, ¿trabajas para ellos? —preguntó nerviosamente Samic mientras amenazaba la garganta de la muchacha con el cuchillo.

—Así es. Tus horas están contadas Samic, has de rendir cuentas con el templo.

—No lo voy a permitir. Yo voy a huir y tú vas a morir —respondió con dificultad.

—No lo creo. Voy a decirte una cosa, ¿te ha gustado la fragancia de mi perfume?

Samic no entendió el sentido de esa frase. Se sentía cansado y no podía reprimir el sueño. Cerró los ojos y sintió que la chica se zafaba de su abrazo para abrir la ventana. Lo último que oyó fue un agudo silbido, la melodía de aviso común entre los sirvientes del templo de Ramsia.

Samic se sintió mareado y advirtió que se movía con dificultad. Descubrió que estaba atado de pies y manos, suspendido en el aire, y empezó a distinguir lo que estaban diciendo las voces que lo rodeaban. «Despertadle, pero no le toquéis la cara» —ordenó una voz potente—. Al instante, sufrió un fuerte golpe en el vientre que le hizo gritar y vomitar con angustia. Trató de incorporar su cabeza y al abrir los ojos distinguió al grupo de personas que le tenían cautivo. Durthan era quien le había golpeado, un hombre que apenas podía disimular sus salvajes rasgos orcos ni ocultar en su deformada cara que le faltaba parte de su mandíbula inferior, seccionada una de sus orejas, reventada su nariz… y eso sin contar otras mutilaciones que conocía del resto de su cuerpo. Le flanqueaba Lym «El Zurdo», un veterano sacerdote que sostenía un sable con la única mano que le quedaba, un sádico que disfrutaba con el dolor ajeno y que presumía de las múltiples cicatrices que adornaban su cuerpo en honor de su diosa Ramsia. Tras ellos, vigilando la escena, se situaba Kalemis, el implacable maestro de los sacerdotes del templo, un hombre curtido durante años al servicio de Ramsia. Su cuerpo y su rostro estaban surcados de cicatrices y elementos mutilados: un ojo extraído, varios dedos de las manos cortados y otras escisiones en su carne. Su presencia imponía e intimidaba aún sin moverse o hablar.

Samic empezó a examinar la estancia y la reconoció como la Sala de Sacrificios del Templo de Ramsia, lo cual no auguraban buenas noticias. «Sacrificio, Dolor, Ira», eran las palabras que adornaban el emblema de la diosa Ramsia, una mano ensangrentada agarrando una hoja de espada, y eran unas palabras que pronto aprendían sus servidores. El acólito de Ramsia debía mostrar sacrificios por ella, experimentar dolor y, a través de él, recibir los dones de la diosa plasmados en la ira que nacía de ese dolor. En la práctica, los rituales de sacrificio físico realizados con arma de filo otorgaban al sacerdote las bendiciones de la diosa, así pues, sus servidores tenían miembros seccionados y mutilaciones por todo la anatomía; él mismo tenía numerosas cicatrices por todo su cuerpo, pero siempre que se pudieran ocultar con ropa y evitando drásticamente cualquier marca en la cara. Cuanto mayor fuese el sacrifico, mayor poder se obtenía. El templo ha usado este minoritario culto para extender una red de pactos interesados con otros poderes de la región para su propio beneficio. Gracias al miedo a este culto, los sacerdotes del templo han presionado para conseguir favores económicos y políticos entre sus contactos, y si esos favores no eran satisfechos, los servidores del templo aplicaban «sacrificios físicos» sobre las personas que incumplían o eran infieles a Ramsia.

—¿Qué sucedió ayer, Samic? —interrogó seriamente Kalemis.

—Fue un error —respondió nervioso y suplicante Samic—. Calculamos mal y nos pusimos a merced de ese hechicero. Los aprendices murieron y yo me pude salvar por segundos de una muerte segura. Su vivienda es una pequeña fortaleza llena de trampas.

—Mientes —interrumpió Kalemis—. Estabas bajo la protección de Ramsia y pudiste acabar el trabajo tú solo. ¿Has dejado de creer en tu protectora, joven sacerdote?

—No, maestro Kalemis, soy un fiel servidor de mi dama Ramsia pero esa era una misión suicida, habría muerto inútilmente.

—Eso es un insulto para el templo. Tuviste miedo, descubriste muy tarde que era un hechicero de la Orden de Taik y no impediste que murieran algunos de nuestros jóvenes servidores. Es el fuego, ¿no?, —hizo una indicación a Lym, quien recogió una antorcha y se acercó a Samic—. Los hechiceros de Taik extienden el caos y la destrucción a través del fuego. Todavía te sigue aterrando, ¿verdad?, tuviste miedo a que se te quemase tu bonita cara.

Samic no pudo contener un grito de pánico cuando Lym le acercó la antorcha al rostro. Su angustia ante el fuego siempre fue traumática y desistió de resistir más.

—Decidle que pare, maestro —suplicó— os contaré la verdad, que Ramsia se apiade de mí.

Entre sollozos, Samic explicó cómo días antes Kalemis le ordenó que protegiese a unos comerciantes que habían sufrido destrozos en sus locales y averiguase quién había sido el causante. Recibió el cometido con desgana ya que prefería asuntos que tuviesen que ver con prostitutas, proteger a alguna doncella o aprovecharse de los lujos de algún adinerado. A pesar de servir a Ramsia, Samic aprovechaba sus trabajos para el templo para disfrutar de sus placeres preferidos y lucrarse. En el asunto que le encomendaron, no tardó mucho en averiguar que el causante de los ataques a los comercios era un hechicero, y a través de sus contactos obtuvo una posible residencia de ese sujeto. Tras informar a su superior le ordenaron que eliminase al hechicero y dispusiera de varios aprendices por si era alguien poderoso. Fue anoche cuando Samic y otros cinco servidores del templo iniciaron el asalto de una antigua mansión que la mayor parte de los vecinos creía abandonada. Iniciaron la incursión por el tejado y avanzaron sin peligro por algunas estancias pero sus siguientes pasos serían catastróficos. El primer acólito cayó al recibir dos flechas de fuego en el pecho tras activar una trampa en el suelo. La siguiente trampa hizo que la joven elfa del grupo se consumiera por combustión espontánea al tocar un resorte. El miedo y el calor que inundaba esa casa empezaron a agobiar a Samic quien temía que esa misión podría ser letal para todos. De la siguiente trampa de fuego escaparon por pulgadas pero del símbolo rúnico del hechizo reconoció Samic el sello de los hechiceros de Taik. Completamente aterrado, decidió no enfrentarse a un maestro conjurador del fuego pero aparentó serenidad para ordenar al resto del grupo que avanzase por el recinto mientras él les ayudaba preparando un conjuro de protección. En realidad, Samic huyó con rapidez del lugar y dejó abandonados a sus compañeros hacia una muerte segura. Regresó a su casa, recogió una daga valiosa y algunas pertenencias más y se ocultó en una posada de las afueras.

Tras acabar su relato, Samic vio cómo se abría una puerta y entraba Iuk Xen, el líder espiritual del templo. Los tres sacerdotes le hicieron una reverencia mientras el anciano se dirigía con lentitud a su trono. El líder siempre tenía un aspecto ausente y poseía una gran muestra de marcas de sacrificio en sus carnes pero la más característica era que no tenía lengua. El líder sólo tenía como interlocutor a Kalemis quien difundía sus mensajes y órdenes de forma instantánea a pesar de no tener ningún tipo de comunicación evidente.

Kalemis volvió la vista hacia Samic y le indicó:

—Al líder y a todos nosotros nos satisface que hayas dicho la verdad. Has reconocido tu error y ahora debes realizar un sacrificio para limpiar tu alma ante nuestra dama Ramsia. Tu sacrificio debe ser excepcional, por tanto, medita qué es lo que vas a ofrecer.

Samic intentó pensar pero estaba en una situación tan desesperada que por su cabeza sólo fluía sudor y no ideas.

—Cortadme carne de la espalda o de mi torso, de donde elijáis —balbució.

—No —respondió Kalemis—, esta vez el sacrificio debe ser mayor. Respetaremos tu carita de niño pero has de elegir cortar uno de tus miembros. Te recomiendo que te acostumbres a cojear, el líder valora lo diestro que eres con las manos.

Samic intentó encontrar alguna excusa o engaño pero se sentía sin fuerzas y derrotado. Dejó su suerte en manos de la diosa Ramsia.

—Proceded —contestó resignado—, cortad mi pie derecho.

Kalemis miró al líder, hizo un gesto de asentimiento e indicó al orco que saliera de la sala. Cuando volvió, el horrible acólito traía a un joven atado y amordazado. Era el hermano pequeño de Samic.

—¡¡ Quandic !! —Gritó aturdido Samic— ¿Qué pretendéis hacer? ¡Soltadle!

—Ramsia ha hablado a través del líder y desea un gran sacrificio —replicó con tranquilidad Kalemis—. Vas a sentir un profundo dolor, querido Samic. Elegiste el pie derecho, ¿no? Adelante, Lym.

Durthan, el deforme orco, agarró al desorientado hermano de Samic y lo tumbó sobre el frío altar de piedra. Lym se acercó blandiendo su sable ignorando las súplicas y gritos de Samic y de su hermano. Con frialdad y disfrutando del momento, Lym amputó el pie del joven. El espantoso grito de dolor de Quandic se mezcló con la rabia de Samic y la risa sádica del ejecutor.

—¡Cauterizad la herida, no os quedéis parados, puede morir! —reclamó Samic, pero ninguno de sus captores intentó parar la hemorragia.

En ese momento Samic empezó a descontrolarse, se balanceó con rabia de donde estaba colgado e insultó con furia a los sacerdotes. Se le hizo eterna la agonía de su hermano, inerte y pálido en el altar desbordado de sangre, y su impotencia pasó a convertirse en desesperación y luego en ira. Su maestro se acercó y le habló cerca de su cara para aclararle las cosas.

—¿Sientes la ira abrasarte, joven Samic? Este es el resultado del sacrificio que has hecho por tu diosa. Sientes odio, furia y lo estás enfocando en mí. Te equivocas. «Sacrificio, dolor, ira», nosotros solamente hemos aclarado tu camino, ella te ha abierto los ojos. Controla tu ira y el nuevo poder que te ha sido concedido y destínalo a cumplir los deseos de Ramsia. Te vamos a liberar, Samic, vas a eliminar a ese hechicero y ofrecérselo a nuestra diosa. Gozarás de su protección. No falles al templo.

Samic apenas atendió sus palabras. Estaba aturdido pero su cabeza empezaba a adaptarse a la nueva situación. Le dieron armas e instrucciones y le enviaron a la calle. Era de noche pero no necesitaba luz para orientarse, de alguna forma estaba siendo guiado para cumplir su misión. Enseguida se encontró en la mansión del hechicero y sin ningún tipo de duda se infiltró en ella. Se dirigió sin distracciones, como hipnotizado y con la mente fija en su objetivo. Intuía donde estaban las trampas y las que se activaban eran repelidas por el halo de protección que le rodeaba. Ningún conjuro ni ataque físico le dañaba, la protección de su diosa era impenetrable. En el sótano de la vivienda encontró al sorprendido hechicero en su laboratorio. Su contraataque mágico era poderoso y destruyó parte de la habitación pero el sacerdote aguantó sin inmutarse sus hechizos de fuego. Avanzó con paso firme, desenvainó su sable y atacó al aterrado hechicero. Acuchilló y desgarró al pobre hombre con brutal saña durante largo tiempo. Pero Samic no veía en su victima la cara del hechicero sino la de su maestro Kalemis y descargó con furia toda su rabia pensando en él. «Kalemis, Kalemis, Kalemis, Kalemis, Kalemis…» era la única imagen que tenía en su mente.

Exhausto y aturdido, Samic volvió a su antigua casa a descansar y pensar. En el rellano, se encontró una escueta nota:

«Tu sacrificio ha sido recompensado, joven Samic, y el líder se siente satisfecho por tener a un servidor más poderoso en el templo porque, no lo olvides, este sacrificio te ha hecho más fuerte y más cercano a nuestra diosa Ramsia. Estás sufriendo como el resto de nosotros cuando hemos hecho un gran sacrificio pero ahora disfrutarás de más privilegios. Y, no lo olvides, sigo siendo tu maestro y superior, y sigo dirigiendo este templo. Tú me vigilarás a mí, pero yo tengo muchos más ojos vigilándote a ti. Recuérdalo.»

Samic destruyó la nota firmada por Kalemis. Por su cabeza empezaba a rondar un plan. No había descargado toda su ira y había un nombre que iba a ocupar su mente durante muchas noches.

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Comentarios

  1. levast dice:

    Una pequeña intro, tranquis no es un vengo a hablar de mi libro. Únicamente que este relato ya tiene sus añitos, es de la época rolera D&D, de cuando le dábamos a la hoja de personajes un trasfondo más amplio con un relato introductorio. Creo que este era de lo poco apañado que hice. El plan de Samic siguió adelante un tiempo y por ahí sigue vivo y maquinando el golpe final. Jejeje, los Goddy eran tan numerosos que no se podían perder este evento bluetal.

  2. laquintaelementa dice:

    Jejeje, ¡qué gran saga los Goddy!. A ver si retomamos alguna partida y la terminamos, que hay varias colgando 😛

  3. entodalaboca dice:

    Goddy lives!
    Mu bueno, sí señor.

  4. SonderK dice:

    he recordado mis partidas de adolescente y me ha entrado el gusanillo jjaja, gracias maestro, me ha encantado esta «intro»

  5. marcosblue dice:

    Como siempre, mi Rober. El relato está muy bien construido y no te deja un respiro, magníficamente escrito. La idea de la secta y de la ira me parece maravillosa y sigo teniendo la sensación de que un relato así da para toda una saga, extensa, que íbamos a disfrutar como posesos. Mira tú la que empezó una individiua con un tal Harry Potter. Si me toca la lotería, os pongo a todos un pisito y ¡hale, a escribir día y noche!

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