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Runners

por Relato ganador

Me acomodé, resguardándome de la lluvia, debajo del improvisado tejadillo hecho con las grandes hojas de cedro rojo gigante entrelazadas entre sí y me acerqué lentamente los viejos y oxidados prismáticos a los ojos con la esperanza de poder ver cómo engañábamos a los reptantes una vez más, poniéndoles un jugoso caramelo de carne al alcance de sus bocas. Desde la frondosa copa del árbol, a más de veinte metros sobre el suelo, tenía una privilegiada perspectiva de lo que iba a ocurrir. Habíamos tenido que recurrir de nuevo al arriesgado juego del señuelo, porque desde ayer los pequeños temblores de tierra que percibíamos a través del grueso tronco nos advertían de una inminente amenaza. Era evidente que nos estaban siguiendo el rastro desde hacía varios días y que estaban a punto de dar con nosotros. Nuestra única esperanza ahora era desviarlos, apartarlos del grupo, porque ni siquiera la altura que nos separaba del suelo nos protegería de su terrible ataque. Así lo habíamos acordado la noche anterior de común acuerdo durante la asamblea. Los seis cebos fueron, como siempre, voluntarios, con la sola condición de que superaran el metro y medio de altura, de más o menos unos catorce ciclos de vida, aunque en realidad daba igual su edad porque lo importante era la longitud de sus piernas. Los llamábamos «héroes» porque nos gustaba esa palabra a pesar de lo que antiguamente pudiera representar, pero ahora no había ningún afán de gloria. Todos los abrazamos de corazón: iban a arriesgar sus propias vidas para intentar salvar al grupo. Los abrazos no eran de felicitación, eran de despedida.

Miré con detenimiento a los seis héroes, pero especialmente a Marc, el de los ojos de pillo, era la primera vez que se ofrecía, y me pregunté de dónde sacaría tanto valor ese chaval como para enfrentarse a semejantes monstruos. Yo sabía lo que se sentía en esos momentos, lo había vivido más de una docena de veces en mis propias carnes. Sé que intentas no pensar en nada y menos aún en las terribles bestias a las que esperas dando pequeños saltitos para reclamar su atención con el corazón en un puño y, de paso, calentar los músculos. Únicamente piensas en correr. Correr como nunca, sin tropiezos y sin mirar atrás. En esos momentos de angustia sólo miras con el rabillo del ojo a tu compañero, te reconforta su presencia. Para salvarse hay que correr más que ellos cambiando constantemente de dirección y dando grandes saltos para confundirlos, pero si fallas, te comen. Lo que viene a por ti lo oyes acercarse reptando y aplastando con violencia la vegetación con su mole de más de quince metros de longitud haciendo temblar la tierra bajo tus pies. Todo ocurre en silencio, no rugen, ni chillan, no emiten sonidos porque del lugar de donde provienen no los necesitan, se comunican de otra forma más eficaz. Son la muerte silenciosa, cruel y fría, como las cuevas de donde salieron.

Aparecieron de repente, uno de debajo de la tierra a escasos metros de ellos y otros dos, uno por cada lado, surgiendo de entre la espesa vegetación. Del susto casi se me cayeron los prismáticos y todos a mi alrededor dieron un respingo, silenciando un grito entre sus manos.

«¡Largaos ya de ahí!», grité dentro de mi mente. Los tres enormes reptantes abrieron sus bocas babeantes excitados por el olor de la comida y, aunque los había visto muchas veces, algunos de ellos a apenas un metro de mí, seguían impresionándome. Eran enormes gusanos de unos tres metros de diámetro sin cabeza. En su lugar tenían una enorme boca con tres hileras de afilados dientes inclinados hacia dentro y una mandíbula exterior independiente con grandes paletas hacia afuera, que era con la que horadaban la tierra y sujetaban a sus presas hasta dejarlas caer entre sus fauces. Seis pares de gruesas e inquietas antenas les nacían desde el final de la boca y subían hasta la parte superior. Gracias a ellas recibían toda la información posible de su entorno, recogiendo del aire los rastros de todo ser vivo al estar dotadas de quimiorreceptores. Incluso les permitían detectarnos por el calor de nuestros cuerpos. Evidentemente no tenían ojos, no les hacían falta.

Todo sucedió muy rápido y pese a la densa y cálida bruma perpetua que cubría el suelo, y que me impedía distinguir con claridad lo que estaba sucediendo abajo, los pude ver. Los héroes salieron en estampida lanzados como por un resorte para dispersarse rápidamente por parejas corriendo en distintas direcciones. La partida de caza había comenzado. Los perdí de vista enseguida y mientras desaparecían entre la espesa vegetación, les deseé suerte en su titánico combate; pero también les deseé suerte por todos los que dependíamos de ellos.

Los repugnantes cuerpos de las bestias desaparecieron tras ellos, olfateando el aire con sus asquerosos apéndices para no perder su rastro. Eran auténticas moles de quince a veinte metros de largo, de un color blancuzco ligeramente translúcido y estaban divididos en anchos anillos que les permitían girar en ángulos increíbles, erguirse y caer sobre sus presas para engullirlas directamente. Reptaban con tremenda rapidez haciendo oscilar su mole de un lado a otro como una serpiente o arqueaban su cuerpo para lanzarlo hacia adelante.

Un pesado silencio cayó a plomo cuando dejamos de oír el rastro de vegetación aplastada que dejaban en su desenfrenada cacería los reptantes. Sólo podíamos esperar, esperar en silencio y con el alma encogida, por ellos y por nosotros. Tal y como lo decidimos ayer, teníamos que adelantar el desplazamiento y marcharnos hoy porque este sitio ya no era seguro. Volvimos a hacer el escaso equipaje que poseíamos para ir de nuevo a ninguna parte, para cumplir la misma rutina que hacemos por seguridad cada tres días, a no ser, como hoy, que las circunstancias nos obliguen a adelantarlo. Tres días es el máximo que permanecemos en un mismo refugio, es el tiempo justo de descansar, avituallarse, curarse las heridas con emplastos naturales y tratar de convertirlo en un hogar. A pesar de la mugre que constantemente cubre nuestros cuerpos nos preocupamos por juntarnos en la cena lo más aseados posible. Hay días que durante la asamblea parecemos relajados y hasta cierto punto felices, o al menos luchamos por aparentarlo, pero la maldita lluvia perpetua nos recuerda con su monótona melodía que ya no pintamos nada en este mundo.

—¡Ahí están, miradlos! ¡Por allí vienen! —gritó uno de los niños que había en el grupo y que no había dejado ni un solo momento de escrutar el follaje en todas direcciones.

Su hermano y los cinco héroes restantes aparecieron abriéndose paso entre la tupida vegetación alzando sus machetes en señal de victoria. Habían conseguido despistar a los reptantes y alejarlos lo suficiente de nosotros. Descendimos de los árboles aliviados y emocionados, deseando abrazarlos. Trataron de aparentar tranquilidad, pero sus caras todavía reflejaban la tensión del tremendo esfuerzo y de la angustia que se siente cuando la muerte te pisa los talones.

Como siempre hacíamos antes de irnos de nuestro campamento, grabamos unas marcas en los troncos de los árboles donde habíamos acampado con el nombre de nuestro grupo, los Bluemoon Runners, para que quien pasara por allí supiera que sobre sus cabezas tenía un refugio ya preparado. Así les ahorrábamos el duro trabajo de tener que unir las copas de aquellas inmensas moles con lianas y tendrían más tiempo para descansar.

Lo siguiente era recolectar. No había tiempo para celebraciones, en el suelo estábamos expuestos a otra amenaza: éramos más vulnerables al ataque de las ratas tigre, parientes de las ratas de cloaca convertidas en engendros de dos metros de longitud con afilados dientes de carnívoro, de lomo gris y ojos blancos. La única ventaja que teníamos sobre ellas era cuando las superábamos en número, porque solían merodear en grupos pequeños, no más de ocho, y sabían, puesto que aprendían rápido, que nuestras saetas mataban. Su táctica preferida consistía en acechar ocultas agazapadas y llevarse a uno o dos de nosotros antes de que pudiéramos reaccionar los demás, para despedazarlos tranquilamente al amparo de sus madrigueras.

Formamos un anillo exterior de protección y comenzamos a recolectar. Lo hicimos en silencio, rodeados por la densa bruma y atentos a cualquier ruido. Recogemos sólo los frutos maduros y sólo la cantidad que necesitamos para un par de días. Únicamente rompemos el silencio para comunicarnos entre nosotros dando chillidos agudos imitando los de las ratas.

Oí algo. Levanté el brazo con el puño cerrado y di dos chillidos cortos y uno largo. Todo el mundo se paró y contuvo la respiración fundiéndose al mismo tiempo con la vegetación. Cada uno sabía lo que tenía que hacer, no nos hacen falta las órdenes ni hay que hacer preguntas. Los recolectores se agruparon y cerraron sin hacer ruido los canastos al tiempo que empuñaban sus ballestas, mientras tanto los niños como las embarazadas se pegaron a sus porteadores. Silencio absoluto. Observamos en tensión el perímetro a la espera de que pasase algo. Al cabo de unos instantes lo volví a oír y, a pesar del lento repiqueteo de la lluvia, logré posicionarlo y focalizarlo; parecían arañazos.

«Hay algo por aquí cerca que se está afilando las uñas… y eso que el día se las prometía felices…», pensé, y agudicé el oído. Habíamos aprendido a detectar sonidos aislándolos del repiqueteo de la lluvia. Hice un gesto a mi compañero de la izquierda, Robert, indicándole la dirección de donde procedía y de que me siguiera flanqueándome por la derecha; mientras, yo iría directo hacia el desconocido. El resto se preparó para huir ante cualquier señal de alarma. No nos esperarían, no podíamos permitirnos el lujo de esperar a nadie, fuera quien fuera, porque suponía poner en riesgo al resto. A ninguno se nos olvidaba que nuestro dispar grupo llegó a tener setenta y ocho miembros y que ahora sólo quedábamos treinta y cinco.

Avanzamos lentamente apartando la densa vegetación con el machete, pero sin cortarla, apuntando al frente con la ballesta. Mi visibilidad era de unos veinte metros, suficiente para poder ver a Robert con el rabillo del ojo escoltándome agazapado. Habíamos recorrido unos cincuenta metros y cuando estaba a punto de llegar al lugar del que procedían los arañazos, cesaron. Lo único que oí entonces fueron los latidos de mi corazón. Levanté el puño y mi compañero se paró mimetizándose con la vegetación. De repente apareció un aullador. No me dio ni tiempo para dispararle, me quedé paralizado, pero en el instante en que ya caía sobre mí, un sonido seco rompió el aire acompañado de un silbido. Fue la saeta de mi escolta atravesando el aire lo que en una fracción de segundo decidió que yo siguiera viviendo. El mono cayó sobre mí atravesado de parte a parte, pero vivo aún, y en un último intento de cobrarse su presa trató de morderme la cara con su mortífera dentadura. Sentí su fétido aliento tan cerca que cerré los ojos y contuve la respiración. Sus cuatro colmillos amarillentos de diez centímetros de largo, capaces de atravesar de un solo mordisco un cráneo humano, daban furiosos mordiscos al aire salpicándome con blancos espumarajos. Cogí el machete y se lo hundí lentamente por debajo de la barbilla hasta llegarle al cerebro al tiempo que Robert llegaba a mi lado con la ballesta cargada y sin dejar de apuntar en todas direcciones.

—¿Estás bién? —me preguntó en un susurro.

—No estoy herido. Gracias por cubrirme —le respondí, y sin perder tiempo comencé a despellejar el cadáver del aullador.

Separé la poca carne comestible del lomo de la dura piel y extraje los tendones que recorrían sus poderosas patas y que los catapultaban a increíbles distancias. Estos extraordinarios alambres naturales constituían el alma de nuestras ballestas después de haberlas tratado con el látex que extraíamos de las Heveas Brasilensis, adquiriendo una robustez y elasticidad especiales, hasta el punto de que las flechas de caoba eran capaces de atravesar un tronco de dos palmos de diámetro.

Volvimos con el escaso botín junto al grupo avisando de nuestra llegada con varios chillidos en forma de santo y seña.

—Malas noticias —les dije una vez se agruparon en torno nuestro—. Hemos matado a un aullador de los tres que debían formar la avanzadilla, pero los otros se nos han escapado. Lo malo es que estaban escarbando la tierra que tapaba el hoyo de la letrina. Y si estaban siguiendo nuestro rastro ya lo han encontrado. Sé que llegamos ayer y no hemos descansado lo suficiente, pero hay que adelantar el desplazamiento, no podemos quedarnos ni un instante más aquí.

Nadie dijo nada, ni siquiera la propia selva, porque desde hacía muchas generaciones ningún pájaro había vuelto a cantar entre sus ramas; la habían despojado de su maravillosa voz dejándola muda.

Miré hacia arriba y un profundo temblor recorrió mis entrañas, oscuras figuras atravesaban las copas de los árboles a una velocidad vertiginosa desapareciendo entre las ramas en segundos. Cerré los ojos un instante para poder controlar el terror que me había invadido. Traté de pensar que no estábamos allí o que habría alguna forma de proteger a mi gente trasladándola a otro sitio con sólo pensarlo. La lluvia aprovechó para escurrirse por mis lisos párpados y remansarse en mis cuencas. Los aullidos de centenares de monos llamando a la muerte traspasaron con un súbito estremecimiento todo mi cuerpo.

El ataque nos cogió por sorpresa porque no pensábamos que fuera a ser tan inminente, no podían estar tan organizados como para tenerlos ya encima nuestro, pero era obvio que habíamos subestimado a esas malditas bestias depredadoras. Por desgracia, su vertiginosa evolución aparejó un cambio brusco de sus hábitos y la transformación en insaciables carnívoros fue en gran medida la responsable de la extinción de la biodiversidad que sobrevivió al Fenómeno; colonizaron el nuevo mundo como una horda comiéndose todo lo que volaba, corría o reptaba, incluso su voracidad los llevó al canibalismo cuando no encontraban suficiente comida. Tenían unas extremidades poderosas, capaces de hacer volar su pesado cuerpo de cincuenta kilos entre los árboles con extrema rapidez. Su pelaje negro los hacía invisibles de noche y sólo los veías gracias al collar de pelo gris que rodeaba su cuello, aunque generalmente ya era demasiado tarde. Medían un metro y medio en edad adulta, sin contar una cola corta y robusta que los anclaba a las ramas. Pero sus mejores armas estaban en sus mandíbulas, habían desarrollado una dentadura aserrada con cuatro terribles colmillos, acompañados de una tremenda presión en la mordida; una vez que mordían sólo relajaban la mordaza si les cortabas la cabeza.

El griterío era ensordecedor, extenuante y claustrofóbico, pretendían paralizarnos de terror. Pero todavía éramos humanos y teníamos un precio. Nos apiñamos en un estrecho círculo apuntando con las ballestas hacia el cielo, mientras seguíamos viendo pasar bultos negros de rama en rama. Nos estaban rodeando. Mi padre se dispuso a decidir por todos, no era el momento de hacer asambleas.

—¡Si corremos les daremos la espalda y nos cazarán, ya han contado con ello, veo aulladores esperándonos en un anillo más alejado! —dijo a gritos mirando por mis prismáticos. Giró lentamente hasta completar una vuelta sobre sí mismo haciendo recuento—. ¡Son un centenar en el anillo interior y unos treinta en el exterior! —volvió a gritar.

El suave repiqueteo de las gotas golpeando las lentes de los prismáticos llenó el silencio que se hizo de repente. Se habían callado al unísono. Iban a atacar.

«Ciento treinta contra treinta y cinco… ¡estamos jodidos!», pensé, mientras notaba cómo se erizaba el escaso vello de mi cuerpo. Ya sólo reaccionaba así con estas sensaciones, porque desde el Fenómeno ya no hacía frío, ni cambios de temperatura, de hecho a pesar de la lluvia constante, hacía mucho calor. Siempre el mismo. No, mi cuerpo reaccionaba al miedo, a la sensación de impotencia y de indefensión, no éramos nada allí abajo, no valíamos nada. Sentía miedo por los niños pequeños y por las embarazadas, que no tendrían la oportunidad de salvarse corriendo llegado el momento, pero sobre todo y más que por mí incluso, por mi mujer, que estaba a punto de parir a nuestro segundo hijo.

«Lou…», pensé mientras la miraba cargar su ballesta apoyándola sobre su inmensa panza, «¡suerte cariño!».

—¡Vamos a formar un gran cuadrado! —gritó mi padre rompiendo mi letanía—, ¡un círculo de nueve en cada esquina!

Todos lo miramos asombrados por su repentina reacción.

—¡Cada círculo formadlo alternando uno con machete y otro con ballesta y en el centro repartid a las embarazadas y a los niños cubriendo nuestras cabezas! ¡Escuchadme bien, disparad a mi orden y rotad media vuelta! —siguió gritando, aunque en realidad ya no hacía falta que lo hiciera, sólo oíamos ramas que se rompían a nuestro alrededor.

Entendimos perfectamente su improvisado plan, quería que mientras los que estaban en el exterior de cada círculo disparaban, los que quedaban en el interior fueran cargando sus ballestas, así con cada medio giro habría tres saetas volando de nuevo, sin parar, protegidos en todo momento por los que blandían machetes. Formaríamos una perfecta máquina de guerra.

—¡Desbrozad a nuestro alrededor todo lo que podáis! ¡Ya!

Lo hicimos sin tiempo para pensar, sin vacilar pero, sobre todo, sin mirar arriba. Algunas flechas ya volaban por encima de nuestras cabezas para poder ganar algo de tiempo. Conseguimos despejar una franja de varios metros con la terrible sensación de que en cualquier momento nos iba a caer encima algún aullador. Tuvimos suerte y pudimos completarlo. Compusimos las torres humanas de defensa y nos preparamos para su embestida. Yo me puse en la que se hallaba Lou, no estaba dispuesto a que la arrastraran al interior de la selva y no poder hacer nada por salvarla. Su belleza me abstraía de todo, sólo con mirarla entendía que todavía había algo bueno en este mundo por lo que sobrevivir. Era la única que no se rapaba la cabeza, se negaba aún a riesgo de tener los problemas que nos causaba la constante humedad, era su aportación al inconformismo y a la tenacidad, aunque algunos decían que era por pura cabezonería. Cruzamos nuestras miradas y con esos profundos ojillos marrones me dijo todo lo que yo tenía que saber, la misma mirada que me consoló cuando perdimos a nuestro primer hijo, devorado junto con su porteador por un reptante.

Atacaron. Un largo y agudo aullido dio la señal de ataque y todos enloquecieron de repente. Su ancho cuello formaba una magnífica caja de resonancia y hacía que sus gritos llegaran a kilómetros de distancia. Un profundo olor a pelo mojado anticipó su llegada.

—¡Disparad!

Una primera andanada al grito de mi padre rugió entre los árboles haciendo caer a unos cuantos monos, atravesándolos de parte a parte.

—¡Girad! —ordenó al instante.

Y como si realmente de una perfecta máquina se tratara, los cuatro círculos rotaron media vuelta al mismo tiempo en un segundo.

—¡Disparad!

Otra andanada rasgó el aire. Pesados bultos caían desde las alturas rebotando en las ramas gruesas y rompiendo las finas para acabar estrellándose con estruendo contra el suelo. De pronto apareció volando de entre el follaje una primera embestida a ras de suelo, cuatro aulladores, lanzándose con los brazos estirados y con las bocas abiertas, pero fueron repelidos a golpe de machete.

—¡Girad!

Eso era todo lo que necesitábamos oír. Nos reconfortaba el golpe seco que producían las saetas al salir disparadas al unísono y su siniestro siseo al abrirse camino por el aire.

—¡Disparad! ¡Girad!

La lucha era frenética y cada vez aullaban con más fuerza, parecía como si estuvieran invocando a todos los monos del mundo. El sonido hueco de las saetas al entrar en su dura carne nos animaba, con cada uno que matábamos nuestras posibilidades de sobrevivir crecían. Ya no éramos uno contra cinco. En esta guerra desigual estaremos siempre en desventaja, estas bestias peludas que nos acechan son distintas a todas las demás por su inteligencia y porque nos superan en número. La aplastante superioridad numérica la consiguieron desde el principio del Fenómeno, su nueva anatomía hipotecó nuestro futuro con camadas de más de ocho crías, y ahora ya son incontrolables.

—¡Disparad! ¡Girad!

Un grupo de seis cayó en medio del cuadrado en el momento en el que los ballesteros estaban cargando sus armas y, a pesar de verlos venir saltando de tronco en tronco, no pudimos repelerlos. Los que nos defendían con machetes trataron en vano de proteger a sus compañeros, pendientes de cargar sus ballestas, pero estos aulladores habían venido a luchar, y nos golpearon con sus largos brazos tratando de hacernos caer para descomponer las cerradas defensas que tanto daño les estaban causando. Lo consiguieron en parte. Rabiosos por los profundos cortes que estaban recibiendo optaron por hundir sus garras en los que pudieron y los arrastraron a la espesura. Se llevaron delante de todos a dos compañeros y a un niño, y no pudimos hacer nada por ellos.

—¡Recomponed la defensa! ¡Formad ahora un solo círculo! —gritó mi padre.

Pero el ataque había terminado. Ya habían conseguido presas con las que saciar su hambre y debieron decidir que era inútil seguir muriendo. En silencio manteníamos la tensión y las ballestas alzadas, y por todos nosotros pasaba el incontenible deseo de ir tras el rastro de nuestros compañeros para tratar de salvarlos como fuera, pero al mismo tiempo éramos conscientes de que haciéndolo moriríamos todos. Miraba a mi padre cómo daba órdenes a los demás y cómo los organizaba. Estaba felicitando a Al, un chaval de doce ciclos que había luchado ferozmente codo con codo como un adulto. Estaba herido en un brazo y por el profundo corte brotaba un reguero de roja sangre que salía rabiosa de su cuerpo impulsada por los latidos de su potente corazón, para perder rápidamente su color diluida por los regueros de agua que le lamían el brazo.

—No podrán con nosotros —lo animaba mi padre—, mientras haya valientes como tú.

Veía en mi padre a una generación muy distinta a la del niño, sobre todo por las notables diferencias en su constitución, y no pude dejar de pensar, sin quererlo, qué sería de nosotros sin él. Nos había contado tantas cosas del pasado que podíamos formarnos perfectamente una idea de cómo fue este mundo.

—Esa información no se debe perder —decía con seriedad—, no olvidéis nunca que nuestra obligación es pasar ese legado de generación en generación.

Una vez nos contó cómo había empezado todo. Catorce generaciones atrás, una tal Paula Cruz, bioespeleóloga de la Fundación WWF, advirtió de un fenómeno increíble que estaba revolucionando el subsuelo: algunas especies de troglobios estaban desarrollando un tamaño inusual en ellas. Llevaba varios años estudiando a estos pobladores de las cuevas en la Mammoth Cave, en Kentucky, y centrado específicamente sus investigaciones en los troglomorfos que sobrevivían a dos kilómetros de profundidad. Le fascinaban aquellas criaturas ciegas de veinte centímetros de longitud que se habían adaptado a la oscuridad y que, al no tener ojos, habían hiperdesarrollado sus otros sentidos; de hecho, las encontraba fascinantes por sus hábitos carnívoros y saprófagos. Le maravillaba su capacidad de adaptación con constantes modificaciones anatómicas, fisiológicas y de comportamiento, que ella achacaba a las condiciones especiales que se daban en las profundidades de la tierra.

Pero había un factor que estaba alterando aquellas condiciones: la temperatura en el interior de la tierra estaba subiendo, no hacían falta aparatos especiales para apreciarlo, no era desde luego imperceptible, bastaba con apoyar la mano en las paredes de la cueva para notar caliente lo que antes era frío. Eso provocó un considerable aumento de la humedad, derivado de la elevada evaporación de los ríos interiores y afectando directamente a troglobios más permeables al agua: los troglomorfos albinos. Hasta que un día Paula Cruz y su equipo entraron en una galería que descendía aún más, en la que nunca habían estado, y un espécimen del tamaño de un hipopótamo pequeño los atacó. La bioespeleóloga salvó la vida gracias a los tres ayudantes que ese día la acompañaban y que consiguieron matar al monstruo utilizando las piquetas con las que se abrían camino. Quisieron arrastrar el cuerpo inerte del espectacular gusano para estudiarlo, pero empezaron a escuchar cuerpos que se arrastraban hacia ellos. Alumbraron hacia el interior de la galería para descubrir con horror que las paredes estaban cubiertas por cientos de gusanos iguales al que tenían a sus pies. Dejaron allí los restos del troglomorfo que los había atacado y lo último que vieron mientras huían despavoridos era cómo el resto de sus congéneres se lanzaba a devorarlo. Las mediciones que habían registrado arrojaban unos datos preocupantes: la temperatura del suelo en el interior de la cueva había subido veinte grados, y la humedad relativa estaba próxima a la saturación.

Las conclusiones a las que pudo llegar la comunidad científica fue que el núcleo de la Tierra debía llevar cientos de años sufriendo una alteración en la desintegración radiactiva de uranio, torio y potasio, que supuso una alteración en la generación de calor, fundiendo probablemente gran parte de los metales sólidos, incluidos el hierro y el níquel. El gradiente geotérmico se alteró dejando en la corteza terrestre temperaturas incompatibles para la vida animal con resultados catastróficos. Este Fenómeno se hizo palpable en todo el planeta en poco tiempo. Y una cadena de bruscos cambios modificó todo el equilibrio natural. Los lechos de los océanos se calentaron provocando un aumento de veinte grados en la temperatura del agua y, como consecuencia colateral, una alteración en el delicado equilibrio químico de producción de carbono, por lo que los niveles de PH del agua del mar se dispararon causando la extinción masiva de la vida marina. Sólo algunas especies de carroñeros sobrevivieron dándose auténticos festines. Al mismo tiempo el hielo se derritió, el exceso de calor del suelo fundió los polos y los glaciares.

Pero este Fenómeno benefició a la vida vegetal propiciando unas condiciones de humedad y calor similares a un invernadero, facilitando que se desarrollara una flora descomunal y voraz. Se desencadenó inevitablemente un nuevo ciclo atmosférico basado en la tiranía del agua: ésta se evaporaba con la misma rapidez con la que volvía a caer. En poco tiempo el planeta se cubrió de una gruesa capa de nubes grises y una densa bruma perpetua. La Tierra quedó sumida en la penumbra. La humedad lo corrompió todo hasta los cimientos y desde entonces vivimos en un mundo fantasmal y sin sombras.

—¡Mantened la atención! —la voz de mi padre resonó entre los árboles—. ¡Un grupo de seis que bata el perímetro!

Sin decir nada nos miramos y salimos. Desde hacía algunas generaciones no nos hacía falta hablar para entendernos, sin saber cómo nos comunicábamos con la mirada, bastaba mirarnos para saber lo que el otro estaba pensando. Formamos tres parejas y nos separamos para explorar a nuestro alrededor. Siempre íbamos por parejas por dos razones: porque había más posibilidades de que al menos uno pudiera volver y dar la voz de alarma y porque nos reconfortaba pensar que si atrapaban a uno de los dos, y si era inevitable, el otro trataría de ahorrarle el sufrimiento de ser devorado vivo disparándole una saeta al corazón.

Intenté calmar mis pulsaciones, con los golpes que daba mi corazón en el pecho tenía el convencimiento que iba delatando nuestra posición. Es difícil explicar el miedo que se siente cuando tu vida está en juego y más aún cuando sabes que eres frágil al lado de tu enemigo. Eso debieron de sentir hace ya mucho tiempo los que vivieron el Fenómeno, sobre todo los que se quedaron en las ciudades, convertidas en auténticas ratoneras.

Los reptantes salieron de las entrañas de la tierra devorando todo a su paso. Un imparable ejército de colosales troglomorfos hambrientos salió por cuevas y grutas para sembrar el caos. Llegaron cuando el Fenómeno ya estaba cambiando este mundo y en poco tiempo acabaron con lo quedaba en pie, tragándose a cualquier ser vivo que se moviera. No hubo donde esconderse. Sembraron el caos apareciendo en medio de las ciudades, aprovechando los túneles y los conductos, incluso escarbando con sus poderosas mandíbulas exteriores nuevas y profundas galerías. Trataron como pudieron de defenderse de esas bestias, pero a pesar de matar a miles, no dejaron de salir más y más. Las balas entraban en sus cuerpos con un chasquido seco y quedaban alojadas en sus gelatinosos cuerpos sin causarles apenas daño. La única defensa posible que había contra ellos era el sol, pero cuando aparecieron ya estaba oculto por las nubes. Los malditos engendros morirían abrasados por sus rayos al carecer de tegumentos protectores, legado de su origen subterráneo. El fototropismo negativo era realmente su único talón de Aquiles.

—¡Volved, está claro que se han ido! —gritó de nuevo mi padre—. ¡Sacad piel y tendones, todo lo que podáis, que nos vamos!

Nos reunimos unos pocos mientras los demás terminaban de empaquetar el botín de la batalla y juntos establecimos la dirección y la duración para el desplazamiento de hoy. Teníamos como único objetivo llegar al borde exterior de esta maldita selva, si es que existía, y encontrar un sitio seco donde poder vivir en paz e intentar hacer de él un hogar, algo que desde hacía muchas generaciones no había tenido nadie. Por eso íbamos cubriendo cuadrículas, nos permitía ir confeccionando un mapa en el que marcábamos los emplazamientos donde habíamos estado y así evitar desorientarnos. Nos movíamos corriendo y dando grandes saltos y sólo hacíamos tres breves paradas hasta completar el desplazamiento, unos cincuenta kilómetros. Era tremendamente duro abrirse paso entre la densa vegetación a golpe de machete mientras volabas dando grandes zancadas. La bruma nos dificultaba la visibilidad, pero por suerte habíamos desarrollado unos reflejos increíbles que nos ayudaban a sortear obstáculos en décimas de segundo. Mi padre muchas veces se reía desde atrás del grupo y cuando le preguntábamos la razón nos decía que parecíamos un rebaño de gacelas.

Pero el escándalo de la batalla no había pasado inadvertido en aquel mundo de depredadores y tantos pies pateando a la vez desenfrenadamente, junto con los impactos de los aulladores muertos chocando contra el suelo, habían enviado vibraciones inequívocas a kilómetros de distancia. Todos lo notamos. Nos miramos estupefactos mientras el hormigueo que producía el ligero temblor de tierra subía por nuestras piernas. Habíamos enviado señales de nuestra presencia allí y alguien venía muy deprisa a hacernos una visita.

—¡Vamos! —gritó mi padre dejándose el alma, sin poder disimular la angustia—. ¡Vamos, deprisa!

Nos gritábamos unos a otros cuando en realidad nos lo gritábamos a nosotros mismos. El miedo en estado puro normalmente te agarrota los músculos, te bloquea y te deja a merced de la amenaza, pero nosotros estábamos marcados desde pequeños con una impronta de seguridad: corre para sobrevivir.

Un grupo de abridores en cuña abría el paso a los demás tratando de despejar todo el ancho que podían, pero el sotobosque era tan tupido que todos teníamos que ir dando machetazos. Los porteadores de las parihuelas de las dos embarazadas iban en el centro del grupo, junto con los de los niños pequeños, que los llevaban atados a sus espaldas metidos en saquitos hechos con la piel impermeable de los aulladores. Y el grupo lo cerraban los más rápidos, tenían tanta potencia en sus piernas que si los dejábamos los primeros en poco tiempo los perderíamos de vista.

La tierra empezó a temblar con más intensidad haciendo vibrar las hojas de los helechos gigantes. Los teníamos muy cerca y los bufidos de los machetes cortando el aire se hicieron más rítmicos, al igual que los resoplidos de nuestra respiración expelidos por nuestros grandes pulmones.

—¡Seguid! ¡Cambiad de dirección!

El desesperado grito de mi padre llamó mi atención, había algo más en él. Volví brevemente la cabeza para mirarlo y vi horrorizado que se estaba rezagando. Había cumplido cincuenta y dos ciclos y desde hacía tiempo yo ya había notado que le costaba aguantar el ritmo de los demás. Sus pulmones y su corazón no estaban tan adaptados como los nuestros y esa pequeña diferencia resultaba vital en estos momentos. Era el último de su generación que quedaba en el grupo y quizá por eso tenía una sabiduría especial. Siempre lo escuchábamos con atención y aceptábamos sus indicaciones sin cuestionarlas. Nos había contado infinidad de cosas que no estaban en los pocos libros que aún conservábamos, y gracias a él todos sabíamos leer y escribir. En esto siempre había sido inflexible y, a pesar de que no encontrábamos su utilidad, nos hizo prometer que lo enseñaríamos a las generaciones futuras. Su aportación siempre había sido crucial y había conseguido que todos lo consideráramos nuestro padre, de alguna manera todos formábamos una gran familia alrededor de él. Pero desgraciadamente, ya era viejo.

«¡Hoy no, por favor, todavía no!», pensé sin dejar de correr. «¡Dejad que nos vayamos!», supliqué mientras ayudaba a los porteadores de Lou a abrir camino. Intentaba mirar atrás pero ni podía, ni debía, porque si yo tropezaba alguien más caería conmigo.

—¡Vamos, aguanta!

Le grité para que pudiera oírme y acabé volviendo la cabeza, y lo miré. Cruzamos nuestras miradas un instante, un breve instante velado por la lluvia, pero suficiente como para recibir su mensaje: se estaba despidiendo de mí.

—¡No, por favor, no te rindas! —supliqué de nuevo—. ¡Corre, sálvate…!

La ansiedad de no poder ayudarlo estaba consumiéndome demasiado oxígeno y me estaba restando concentración. Las ramas aparecían a una velocidad increíble y teníamos el tiempo justo de cortarlas antes de chocar contra ellas. Nos iba la vida en ello. Debíamos seguir haciendo lo que siempre habíamos hecho: huir.

Le había llegado la hora. La tierra crujió y escupió un reptante de veinte metros muy cerca de él. La bestia avanzaba aplastando la vegetación y abriéndose paso a dentelladas enloquecida por el olor a carne. Mi padre se desvió intentando llevársela tras él y el maldito animal surgido del infierno hizo su elección. El resto del grupo estaba casi fuera de su alcance y lo seguro era ir a por la presa más lenta. Justo en el momento en el que la bestia cerraba sus mandíbulas sobre él hizo un cambio brusco de dirección librándose por poco del primer ataque. El quiebro la despistó por un momento haciéndola parar en seco. Levantó la parte delantera de su mole haciendo mover sus antenas alocadamente en todas direcciones mientras agitaba sus cientos de diminutas patas al aire.  Metódicamente rastreó el aire en busca de su comida y cuando encontró el rastro hizo girar su cuerpo en la nueva dirección con una brusca sacudida. La cacería empezó de nuevo y la distancia que había logrado ganar mi padre se esfumó en segundos. Enfurecido, el monstruo continuó su alocada persecución aplastando todo a su paso. Era evidente que contra el ataque de un carnívoro hambriento de ese tamaño no teníamos ninguna posibilidad, su suerte estaba echada. Lo último que notó fue el húmedo aliento de la muerte en su nuca. Trató en vano de defenderse con su machete intentando cortarle las antenas, pero lo apresó con sus grandes paletas aserradas y lo levantó del suelo. Irguió medio cuerpo mientras su presa se debatía lanzando desesperadamente machetazos al aire, y cuando se cansó del juego, abrió las mandíbulas exteriores y mi padre desapareció en su interior.

Seguimos corriendo sin mirar atrás durante mucho tiempo arrastrando en nuestra frenética carrera su recuerdo. Nadie hablaba, no era necesario, y sólo cuando paramos todos se abrazaron a mí.

—Gracias a todos. Nos toca seguir sin él —les dije, con la voz entrecortada entre la emoción y el cansancio, mientras maldecía en mi interior a la maldita lluvia por no dejar que las lágrimas lamieran a solas mi cara.

Miré hacia arriba siguiendo el curso de unas finas cataratas que caían rectas desde el dosel, recuperando lentamente el resuello con las manos apoyadas en las rodillas. Me quedé maravillado con lo que vi: en la copa de una ceiba de diez metros de diámetro y grandes contrafuertes, a cuarenta metros de altura, un grupo de orquídeas gigantes de distintos colores habían formado un anillo alrededor del tronco y evacuaban el agua que caía de las hojas como si fueran aquellas gárgolas antiguas que habíamos visto en los libros. El agua rebosaba sus grandes cuencos y caía en pequeños chorros formando una cortina natural alrededor del árbol.

—¡Acamparemos en este árbol! —dije sin poder apartar la vista de aquella maravillosa visión.

Tres jóvenes voluntarios que aún conservaban fuerzas se enrollaron los pesados haces de cuerdas y treparon por el tronco con una agilidad felina. Aseguraron los nudos y la polea y nos lanzaron los cabos. Poco a poco fuimos izando a todo el mundo y todas nuestras pertenencias, que no eran muchas. Entrelazamos hojas de palma que habíamos subido y en poco tiempo pudimos estar a cubierto. El suelo lo formamos con las omnipresentes enredaderas entretejiéndolas bajo el tejadillo y cubriéndolas con las secas y mullidas pieles de mono. Eso era todo nuestro hogar, un día tras otro. Agotados por el esfuerzo, y derrotados por la pérdida, cenamos en absoluto silencio lo recolectado por la mañana. Grandes pomelos, guayabas, papayones y unos ruibarbos era lo que la selva nos había propuesto para hoy, y nosotros le añadimos finísimos filetes de carne cruda de aullador. Nuestras energías no daban para más y deseábamos irnos a dormir para poder olvidar, aunque aún nos restaban unas obligaciones ineludibles. Menos los niños y las embarazadas, los demás nos dispusimos a organizar los turnos de guardia, las rondas y a decidir la ubicación de las letrinas. Un grito nos hizo levantarnos de un salto y mirarnos entre nosotros con desesperación.

—¡Rápido, ven, tu mujer ha roto aguas!- me anunció en un susurro Marc, el simpático chaval delgado como una rama nueva, que acababa de llegar adonde yo estaba y que tiraba de mi brazo al tiempo que me hablaba. Siempre sonreía, pero ahora más que nunca. Sus ojillos inquietos escondían una inteligencia y una fuerza especial y parecía como si su extrema delgadez lo estuviera poniendo constantemente a prueba.

—¡Vamos, que te lo vas a perder! —me dijo, ansioso por no perdérselo él mismo, su insaciable curiosidad no tenía fin.

Todos ayudamos en el parto, aunque poco podíamos hacer. Las mujeres parían de cuclillas. Si había complicaciones no podíamos hacer nada por ellas. Ese día no las hubo y mi segundo hijo vino a este mundo a darnos esperanza. Un nuevo hombre que luchará por llegar a algún sitio y formará parte de una nueva generación. Lloré de emoción al pegarlo a mi pecho y sentir sus pequeños latidos retumbando en mis entrañas. Lo que en esos momentos sujetaba entre mis brazos era lo único que en ese mundo representaba un futuro.

Desde el mismo momento de la concepción iniciamos una macabra cuenta atrás, pero entonces y más que nunca, tocaba luchar día a día por ganarnos uno más. El futuro ya no está en nuestras manos y de nada nos vale ahora lo que fuimos, lo que construimos o lo que creamos, porque no nos ha garantizado nada. Nos estamos adaptando y mejoramos con cada generación, somos más fuertes y más rápidos que las anteriores; también es cierto que cada vez somos menos. Tenemos una gran desventaja con nuestros enemigos que marca la diferencia: sólo alumbramos un hijo por año, si todo va bien. Esto, que permitió a la humanidad crecer a un ritmo sostenido durante siglos, ahora condiciona terriblemente nuestra supervivencia colocándonos por detrás de nuestros depredadores, que se reproducen a un ritmo demencial.

Me gustaría que nuestros descendientes no tuvieran que hacer este tremendo esfuerzo cada tres días para cubrir grandes distancias, ni que se sintieran amenazados constantemente. Sueño con que pudieran tener un hogar donde vivir sintiéndose protegidos, que pudieran crecer y morir dignamente. Daría mi vida para que no tuvieran que sentir la pérdida de un amigo, de un hermano, o de una madre sin poder siquiera pararse a llorar.

La vida es una macabra cuenta atrás, sí, y ahora más que nunca, pero seguiré luchando con todas mis fuerzas para que el final nos llegue, simplemente, después de haber vivido.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Muy, muy currado, señor Campbell; incluso me ha conmovido con algunas escenas… no, si al final va a haber corazón dentro de esa mente de psicópata 🙂

  2. SonderK dice:

    original y currado, y aunque me recuerda a «temblores» y «avatar» consigues una historia que llega y te hace pensar.

  3. marcosblue dice:

    A mí me recuerda más a los gusanos de Dune, ya ves tú. El caso es que tiene un regustillo a algo ya visto, pero a la vez resulta original. Supongo que se debe al transfondo personal de la historia, en el que subyace una vibrante idea de lucha. Y la lucha gusta. Muy bien escrito, brother.

  4. levast dice:

    Yo reivindico este relato como la mejor historia de acción que he leido de todas las ediciones. Es frenética, es trepidante, te involucra de forma intensa en lo que sucede, está narrada con claridad y no te pierdes en ningún momento. Además de otras grandes virtudes en cuanto a estilo, ambientación y trama, las secuencias de acción son de película. Enhorabuena.

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