Roberto
por Marcos Tizón DamiánRoberto entró en la celda de Massius Claut, un sujeto con una bola de plomo por cabeza, la cara cortada por más de veinte cuchilladas y unas espaldas que daban el ancho de una furgoneta. Sostenía una carta entre sus manos. Estaba llorando, vio a Roberto.
—¡Roberto…! Me pillas… me… ¡estoy emocionado, tío! Me ha escrito una carta mi mujer… ¡joder, tío, qué carta! Me dice cosas que nunca me había dicho… me dice que me quiere, que me ama… ¡que ME AMA, Roberto, con esas palabras! Es todo poesía, poesía pura, ¡me dice unas cosas que es que ni las entiendo, pero suenan tan bien…! Que haya hecho lo que haya hecho, que soy un buen hombre, lo mejor de su vida… ¡unas cosas, tío, un sentimiento…! Estoy emocionado no… no puedo ni hablar… ¡qué cosas más bonitas me dice, por Dios, qué cosas…! ¡Anda que… que si me vieran llorando como un jodido crío los de la Tribu…! Lo mismo tenía que matar a otro y todo… No se lo cuentes a nadie, ¿eh?
Se rió con una risa que parecía el gorgoteo de una cañería. En realidad Massius no había comprendido nada, su mujer lo que le decía es que le dejaba, pero de una forma tan poética y con tanto retruécano que el otro no entendió de qué iba el percal. Se largaba con un tipo delgaducho y enclenque forrado de pasta, pero esto, obviamente, no se lo contaba en la carta. Roberto siguió su camino y en el pasillo se cruzó con Wences, un guardia.
—¡Eh, Roberto! ¿Cómo lo llevas? ¿Qué se cuece por ahí? No te hagas el despistado, chaval, tú lo sabes todo, eres el puto amo de esta cárcel.
Wences se aproximó con actitud confidencial.
—Sabes lo del túnel, ¿no? —le dijo a Roberto en voz baja—, lo del túnel que están haciendo el puñado de chiflados esos del Ala 7… ¡Qué pandilla de pringados! Lo llevan construyendo desde hace tres años, y se creen que no lo sabemos. Lo que pasa es que estamos al acecho, para esperarles a la salida cuando asomen la cabeza por el otro lado, ¡menudo chasco se van a llevar!
Se rió para sus adentros.
—Se lo podríamos tirar ahora, pero de la otra forma es como de tebeo… ¡lo que nos vamos a reír, chaval, lo de la película ésa de La gran evasión va a ser de chiste, yo es que me mondo! ¡Pandilla de pringados!
Wences carraspeó, retomó su actitud altiva y se estiró el uniforme.
—Oye, pequeñajo, ni una palabra de esto, ¿de acuerdo?
Una sonora carcajada suya retumbó por las galerías. Lo que Wences no sabía es que los chalados del Ala 7 llevaban tres años construyendo dos túneles y, desde luego, lo de tebeo iba a ser cuando hicieran correr la voz de la fuga y Wences y sus compis se pasaran toda la noche esperando a que asomaran la cabeza, mientras ellos andaban ya cogiendo el primer barco que saliera para Kamchatka. Roberto continuó. Llegó a la celda de un chico nuevo, bastante joven, que acababa de llegar.
—Tú… tú debes de ser Roberto, ¿me equivoco? —dijo el chico con voz queda—. Ya me han hablado de ti. Me han dicho que te respete, que no se me ocurra meterme contigo… está bien que me lo digan, porque yo… yo soy un tipo peligroso… ¡muy peligroso! Ningún problema, ¿OK, Roberto? Conmigo, ningún problema, ¿OK…? OK, de a buten.
El chico empezaba bien. En la prisión, más importante aún que observar las normas de los guardias, era atenerse a las reglas de los presos. Roberto prosiguió por el corredor y llegó a la celda de «Pans&Company», así los llamaban a los dos.
—¡Hola Robertito, guapo! —dijo Pans—, ¿te hemos dado ya la noticia?
—¡Déjame que se lo diga yo, déjame que se lo diga yo…! —lo interrumpió Company dando saltitos, con una sonrisa que no le cabía entre los carrillos.
Se empujaban mutuamente.
—¡No, yo…! —gritaba uno.
—¡No, yo…! —chillaba el otro.
Se superponían por delante, apartándose.
—¡Jolines, siempre tienes que ser tú…!
—¡Vale, vale! —dijo Company—. Hacemos una cosa: ¡los dos a la vez!
—¡Sí, sí…!
Se tomaron de la mano y aspiraron aire, se miraron y exclamaron al unísono:
—¡NOS VAMOS A CASAR!
Se abrazaron, se besaron, lloraban y reían.
—¡Sí, Robertito, nos casamos! —dijo Pans—. Terminamos la condena los dos juntos dentro de tres meses…
—¡Y nos vamos a comprar un piso juntitos! —añadió Company—. ¡Ay, qué ilusión…!
—¡Los dos juntitos y revueltitos…! ¡Ay, qué ilusión…!
—¡Ay, qué ilusión…! —gritaba uno.
—¡Ay, qué ilusión…! —chillaba el otro.
Y con el «¡ay, qué ilusión!» los dejó Roberto. Efectivamente, se compraron un pisito de ciento veinte metros cuadrados, el padre de Pans tenía ciertos negocios que le aportaban pingües beneficios. Y no llegó al año cuando acabaron cada uno por su lado, poniéndose a parir, cada cual colgado del brazo de un maromazo morenito. Se veía venir… y sin embargo, ¡habían sido tan felices los cuatro años que pasaron juntos en esa pequeña celda! Roberto cruzó por el patio.
—¡Eh, Robertiño, menuda vida te pegas, jodío…! —le decían por aquí.
—¡Eres un puto crack, Rober…! —exclamaban por allá.
—¡Robertoooooooo…! ¡Seguro que follas más que todos nosotros juntos! —le soltaban por acullá.
Todos se apartaban a su paso abriéndole camino. Subió hasta el despacho del alcaide, la puerta estaba abierta.
—¡Pase, pase, Sr. Roberto!, no se quede en la puerta, póngase cómodo —le indicó el alcaide.
Terminó de firmar unos papeles, se frotó los ojos bajo las gafas y se quedó mirando fijamente a Roberto, con las manos entrelazadas por debajo de la nariz y los codos apoyados en la mesa.
—Es usted un tipo peculiar —dijo al fin el director—. Goza de unos privilegios de los que nadie goza en esta cárcel, no tiene problemas, todos le respetan… ¿Sabe usted por qué? ¿Se lo he contado alguna vez? Pues seguramente sí, últimamente me repito mucho; pero, sin embargo, no obstante, se lo voy a contar, ya ve usted.
»Hubo un individuo, un preso de cuidado al que llamaban “El Rajacabras”, un energúmeno realmente violento… en esta misma cárcel llegó a matar a cinco presos, más los que se cargó en otras, más los que se cargó fuera, que no los contamos. Un reo “de alto riesgo”, que se dice. Un individuo cetrino, malhumorado, malencarado y, por supuesto, malnacido. A menos de quince metros de él, los otros presos no se atrevían ni a toser. Era el auténtico dueño de estas vidas, una por una. A decir verdad, mandaba más que yo… Un fulano de lo peor.
»Y un día llega usted, Sr. Roberto, se acerca a él en el patio, se le encara y… ¡le hace sonreír! ¡Vaya, vaya, aquí nadie lo había visto hacer semejante cosa! De hecho, dudábamos de que fuera capaz de hacerlo, de que pudiera siquiera levantar la comisura de los labios, con todo lo este individuo debía de tener metido dentro del alma. Entonces levantó la cabeza y miró hacia el cielo, era la señal de que convocaba al resto presos, y que los demás, sin excepción, obedecían sin rechistar… Españoles, latinos, rusos, negros, amarillos, verdes y azules: sin excepción. Era la señal de que iba a decir algo que afectaba a todos, porque lo decía él. Y dijo algo así como: “Éste se llama… Roberto. A partir de ahora, el que toque a Roberto, me está tocando a mí, ¿queda claro? Pues largo, me quitáis aire”.
»Ya sabe usted que el Rajacabras hace mucho que anda pudriéndose por ahí en una celda de castigo in aeternum, que se dice en latín, hasta que la palme, que se dice en el argot… creo que todavía sigue vivo, no estoy muy seguro… pero la cosa es que la gente de la cárcel aprendió a respetarle a usted, y comenzó a apreciarle. Y a día de hoy ya no hace falta ninguna amenaza para que vaya usted a sus anchas por entre estos muros, Sr. Roberto, nos ha ganado a todos… incluyéndome a mí, se lo confieso. Realmente, es usted un tipo peculiar.
El director sonrió de medio lado, suspiró como riéndose, y volvió a sus papeles.
—¡Que tenga usted un buen día, Sr. Roberto!
Roberto abandonó la estancia y se dirigió a la cocina, que era adonde realmente quería ir. Allí lo esperaba Petro, el cocinero jefe, que lo recibió con los brazos abiertos.
—¡Ah, Roberto, Roberto, ya te echaba de menos, amigo mío! Eres un truhán, te he reservado lo mejor para ti… ¡una exquisitez, el mejor trozo! Ahí lo tienes, donde siempre.
Roberto se acercó a la pata de la mesa, olisqueó con su hociquillo el trozo de queso y estirando muy contento los bigotes, miró con sus vivos ojillos negros a Petro.
—¡Menudo bribón estás hecho! —exclamó Petro—, ¡menudo bribonazo…!
Lo contemplaba absorto con cara bobalicona, éste de los guisos, que a saber qué desaguisados habría hecho en su vida.
—Nos haces sonreír, amigo mío, y eso aquí es como una pequeña libertad…
Alzó el enorme cuchillo con gran ceremonia.
—¡Por cierto, te voy a contar el menú de hoy!
Y se puso a hablar animadamente. Roberto terminó de roer a su gusto la porción de queso y prosiguió con su incansable marcha por las galerías, dejando a Petro cantando un aria de Puccini al ritmo del corte de las zanahorias. Llegó a una celda recóndita y se coló por un agujerito. Dentro estaba el Rajacabras, acurrucado en un rincón. Su figura consistía en una especie de palillo con cabeza de la cual emanaba una voz sin ánima.
—Roberto… me alegro de verte, compañero… ¿qué es de tu vida, viejo? Acércate, orejudo, tengo que contarte algo importante… ¿Sabes que mi padre se llamaba Roberto?
Los guardias jurarían que lo oyeron reírse.
Comentarios
Me parece una historia redonda, en tan pocas líneas desarrollas un cuento con encanto y que define en breves trazos a los personajes . Sobre todo tiene magia.
Jejeje, yo me olía a bichillo, pero creí que iba a ser un loro y que tendría alguna frase por el relato, jejejejejejeje. Me encanta cómo humanizas un lugar tan tremendo como una cárcel. Mucho Spielberg estoy viendo yo en esta edición a priori cruda como un pata-negra. 🙂