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Porque pienso en ti… mi brutal James Deen

por Relato finalista

Un día os devoraré por completo. Dejaré de mordisquear el cuello de vuestras insulsas camisas y clavaré en vuestros testículos mis incisivos. Es tan primario, por ello intento no pensarlo demasiado, o pensarlo demasiado, qué sé yo, el sexo, la muerte, el sexo, la muerte, tensión inevitable, amor apache. El sexo… Aliena, cansa, alimenta tus varices, estrías, arrugas, te envenena de azules eléctricos y malvas… En definitiva, o te traumatizas hasta la náusea o te creas una adicción. Y yo me he hecho adicta. Sea como sea, una se siente obligada a explicarse.

Pienso en los cadáveres que se eternizan en mi particular cementerio helado… en mi cuarto frío… los que no me quisieron como novia en el colegio y años más tarde quisieron ser mis amantes; los que envié a la guerra para no tener que lavar sus trapos sucios; los que no volvieron a llamar porque la novia o mujer se enteró y terminó matándolos antes que yo, entre terribles sufrimientos; los que me dejaron marcas e inolvidables moratones en los muslos; los que me llevaron a cenar y me cogieron de la mano y otras partes, ¡qué bonito!; los que me pidieron que fuera a vivir con ellos y por poco me hago pis del susto; los que se estrangularon con mi lencería; los que se rieron de mí y ahora se matan a pajas; los que me dejaron sesenta y nueve veces; los ligues, rollos, encuentros y opositores a hombre ideal que no supieron bajarme las bragas y estar a la altura; los que me tomaron por tonta; los que folle sin prisas, sin pausas, sin tratados, sin colorantes ni conservantes, ni profecías mayas, ni miedos, con ganas… A todos, a todos ellos, de verdad, gracias. Gracias, porque sois mi fuente de vida… más allá de la muerte.

Soy sexocéntrica, qué le vamos a hacer. Joder, si flipo cada vez que me como una polla, preferiblemente tamaño estándar: durante unos minutos me hago dueña de la genitalidad más ajena y siento una felicidad extraña, como de engaño consentido.

Una mañana de sábado en el supermercado El Paraíso —Porque pensamos en ti: doble ahorro, 50% en la segunda unidad—. Está sentada en el despacho, lleva un vestido ligero y daría cualquier cosa por que alguien entre por la puerta y se lo quite.

Se imagina todos aquellos pasillos repletos de cuerpos ávidos por ser desnudados… a toda aquella gente dejando a un lado los carritos de la compra e iniciando una flashmob, masturbándose con algunas de las promociones gastronómicas del mes. Mira el calendario de eventos —Embutidos Bierzo Paladares: todo el placer… en tu boca—. La locución de las ofertas aturde aún más su cerebro perdido en el deseo. Un hombre se le pasa por la mente… el del pasillo 8.

El goce sensual, erótico, o lo que sea… me turba y me fascina. Sensible como soy a los instintos sigo el vuelo de dos moscas en plena monta y, por supuesto, la de los caballos a las yeguas, los cabrones a sus once cabras, los puercos a las gorrinas o de cualquier otra especie que utilice el curioso sistema de acople genital.

Mi distracción se convierte en pasión al beber de las mismas fuentes del deseo humano, con todas esas represiones inconfesables, sublimando lo morboso y celebrando la ocurrencia voluptuosa, con todas esas expresiones que festejan el amor carnal erotizando los sentidos y el intelecto para dar un poco por culo, literal, a doña cuaresma. En fin, baste decir que el arte de la humanidad, por ejemplo, empezó con el dibujo de un coño… y perdonen las babas.

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Esta mañana podría ser más interesante si todos desearan que alguien les quite la ropa…

Debería asesinar a la joven de la megafonía con voz de ángel y cuerpo rotundo. ¿Quién va a comprar con ese reclamo ensordecedor? A quien sí asesinaría, con sumo placer, es a ese reponedor del pasillo 8… ¡Céntrate! El del pasillo 8.

Es pura geometría sagrada, el espacio entre sus piernas es el mismísimo misterio del triángulo equilátero. No me importaría que este hombre moderno de Vitrubio con auriculares en los oídos, greñas y haciendo jumping jack, saliera de su círculo y me quitara la ropa ahora mismo… y yo te quito el pantalón… Irremediablemente se iniciara la coreografía, al principio algo torpe, del deseado desnudo. ¡Se hace tan difícil no acariciarme aún!

Quizás pueda retener mis manos y mi boca en tu cuello, permitiendo alguna incursión audaz de mis dientes al lóbulo de su oreja, besarlo húmedamente, propiciar luego un pequeño mordisco para que sientas mi respiración caliente y agitada.

Como si la oscuridad hubiera tomado mis ojos y dejado a mis manos y labios el reconocimiento de tu cuerpo, acudo a la búsqueda de tus rígidos pezones que celosos de tu oreja anhelan el mordisco y la cura. Es preciso someterlos, hacer que se rindan gozosos a los labios, a la lengua, a los dientes… el último mordisco tiene el efecto de un latido en tu pene. Estás cercado, aprisionado por una lengua golosa, por unos dedos opresores y una boca voraz a la deriva, que en la depresión de tu ombligo pronostica tormentas y que se demora en el territorio nocturno de tu pubis, haciéndote pagar el tributo de la erección.

Arqueas la espalda, crispas tus dedos en mis sienes: exhibes tu miembro y me ofreces el sur cálido de tu sexo. Recojo tus testículos con la mano izquierda y tu pene con la derecha. Mueves tu cintura hacia delante a la altura de mi boca abierta, citando, mi boca húmeda está lista, respiro en él, le soplo, mi aliento es candente y de mi lengua gotea ya la humedad del deseo. Hundiendo la cabeza un poco más acaricio tus huevos con la lengua, tomo uno con la boca, lo suelto y todo comienza a convertirse en un amazonas de saliva, afán y lubricidad. Tomo el otro: malabarismo perfecto de esferas vivas.

Ahora sólo hay labios, lengua y mano. Continúo la larga y húmeda lamida sobre la punta de tu polla, entretengo mi lengua en ella recorriendo el borde del glande, todo su suave contorno se encara hacia mí e iniciamos de nuevo un diálogo de susurros lamiendo, sorbiendo y succionando.

Mi lengua sigue buscando debajo y detrás de tus testículos ese área sensitiva que conecta directamente tu nuca a tu sexo. Me deslizo desde arriba a abajo, y desde abajo a arriba, mi boca te está follando. Te agitas convulso.

—Cálmate, no te romperé la polla —te digo con suavidad—. Sólo te la chupo, ¿lo notas?

Continúo manteniendo la polla en la boca. Sigo por tu rostro el reflejo de mi maniobra, y sin tener que interrogarte para saber si ha llegado el momento, acelero poco a poco el ritmo hasta el adagietto. Creo que murmuras «¡Más rápido!». Pero no es necesario. El espasmo que obtuve de tu carne fue la confirmación de que era el ritmo preciso. La mamada fue larga, profunda, con el ritmo de una canción cantada a media velocidad. Las manos y la boca son una maraña de dedos, molino y saliva. Llevo mi mano a la base de tu polla y aprieto allí, provocando que te llenes, espeses y derrames… por última vez.

160. 

He perdido complejos y ganado pudores, o perdido pudores y ganado complejos, da igual. He follado durante una gran parte de mi vida. De vez en cuando he tropezado con algún que otro malentendido, mentiras, amor propio herido, celos, pero los considero daños colaterales y listo, no hay trabajo sin riesgo. No soy muy sentimental, no soy de abrir fácilmente las piernas del corazón. ¡Claro que tengo necesidad de afecto!, pero sin llegar al extremo de construir, a partir de relaciones sexuales, eso que llaman historias de amor. El amor no hace el coño más sensible.

Si la razón produce monstruos, la digestión produce esperpentos, amén de una cierta calentura en la zona pélvica, producto quién sabe si del divagar onírico, de la sangre acumulada o de los naturales gases.

No sé quién eres y eso me excita. Desconocerte es evitar los conflictos internos y externos. Follarte es que te instales por un rato, que fuerces mi actividad neuronal; por ejemplo, yo soy el lobo y tu caperucita… Así que insisto, encuentra un buen sitio entre seso y sexo, y quédate un ratito.

Soy tu desconocida y eso te excita. Tengo claro lo qué quiero y eso también te gusta. Que me enseñes la polla como bienvenida. Que babees. Te espero impúdica y terrible. Vas a arrancarme las medias de cuajo y eso basta. Vas a cubrirme después, por fuera, por dentro, con tu blanco impoluto.

El joven vendedor viene a mi despacho, está erotizado hasta las cejas, tiene cara de un contra-la-pared cargado de lujuria y pasión. Trae licor de mandarina como ofrenda: bienvenida señora Aguilar.

De pie, mientras él abre botones, yo desabrocho cremallera. Percibo la loción que impregna tu mentón, el suavizante de tu camisa, exploro con el olfato todos los aromas de tu cuerpo, el desodorante de tus axilas… el olor del pubis, absorbiéndolos en una danza ancestral de apareamiento, con los ojos cerrados aprisiono bajo los párpados las imágenes que cobran vida danzando al mismo ritmo que nosotros.

Te masturbo con la derecha porque es mi mano más obscena. La izquierda es solo para arañarte las nalgas. Mordisqueo cada músculo palpitante, afino el oído para escuchar el rugido de la sangre recorriendo venas y arterias, voy llenando de besos el robusto cuello para volver a hundir mi cara en el musgo oscuro y tantear con la lengua el pene que ya se yergue, perlado de rocío salado.

Uno mi boca a la tuya y el gusto salobre de los fluidos se mezcla con la saliva y el untuoso licor de mandarina, destilamos una nueva variedad —Mistela Paraíso: la bebida más rica, dulce, olorosa y picante que existe en el mercado—, un jarabe espeso de mandarina hervida con azúcar, canela y pimienta mezclado con alcohol como lubricante para el sexo anal más puro. Tus dedos entran y salen sin ningún adorno de mi culo, ninguna figura literaria les da una dimensión distinta que ser un par de dedos follándome por atrás.

Descubres con los ojos lo que antes descubrieras con la boca y los dedos: la abertura oscura y apretada, como si de una boca enojada se tratara, húmeda y abierta ahora, y te hundes pleno en ella, y un temblor agita las entrañas tibias.

Abro los ojos y miro el bello acoplamiento en el espejo. Me gusta lo que veo. Veo su mirada alucinada con el espectáculo de absoluta armonía entre lo cóncavo y lo convexo. Su garganta guardaba la onomatopeya de todas las especies, y entre relinchos y maullidos, gemidos y gritos, apresura el ritmo y las acometidas, y entra en un universo constelado de estrellas fugaces y un estallido de mil petardos.

Entonces te quedas parado. Me dejas con las bragas bajadas por si faltara glamour… y me da por pensar que si llevara zapatos de tacón —negros, coral, metalizados—, lamerías sólo del talón al tobillo. Sólo.

Aún desmembrado, te tumbas y me siento sobre tu cara. Vuelvo a decir lo de «quiero volver a follarte», casi te me desmayas. Es una pena que estés ya tan limitado y no sepas dibujar a mano alzada mientras me rasuras el pubis con una Twin Lady Sensitive III —Aceite de coco, aguacate y oliva en una banda de gel incorporada: una verdadera caricia para tu piel—. Puedes enfadarme. Puedes enfadarte tanto, que no estaría de más que me obligaras a comerte la polla… O a pasar mi lengua de tu raíz al ano. Ya ves, me sobra todo ideal romántico. Es una pena, porque a estas alturas, follarme lo que se dice follarme, ante tu vértigo y tu desmayo final, lo tendrá que hacer otro u otros. Te vuelves eterno.

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¿A qué lado cargará? Cuando voy a una reunión de trabajo me entretengo pensando cómo la tendrán colocada los varones de la mesa. Aunque parezcan tan serios y listos todos llevan la polla puesta y de algún modo se la han tenido que colocar. Disimuladamente miro sus paquetes y evalúo posibilidades. Ya sé que no hay que fiarse de las apariencias, que aquello que hace mucho bulto son los testículos, lo otro es muy difícil de intuir, salvo que en alguno asome un principio de erección, que no sería la primera vez. Hay cuatro modos probables; sin embargo, juraría que ganan los que se la colocan derecha abajo. Pero en fin, que cada uno se ponga la polla como le salga de los huevos, que ya me la pondré yo donde quiera.

Puedo quedarme sin bragas en cualquier momento y en cualquier lugar para hacerte protagonista debajo de mi falda. A veces me siento sobre el borde de la mesa y abro las piernas, sin poses ni tropiezos, completamente segura de que te gusta y te asusta lo que hago. El vicio es la pirotécnica del placer. Adulto. Adulador. Adúltero. Con sabor a sudor y a pica pica. No quiero saber cuál es tu color favorito, el lugar al que quieres viajar o cuál es el motivo de tu actual hojarasca mental, sólo juega.

Hoy jugué con el jefe de compras, ese hombre, materializado en un inmenso pene caliente e inflamado y una lengua que accede con voluptuosa maestría a mi sexo. Se arrodilla frente a mí y me pide que extienda las manos; sólo quería saber si alcanzaba con ellas el teclado. ¿Puedo teclear? Si querido, eso y mucho más.

Echo el cuerpo hacia delante, sólo las puntas de mis nalgas descansan en el sillón y él, sentado ya en el suelo, hunde la cabeza entre mis muslos. «¡Tengo que terminar el balance definitivo!», suspiré.

Toda la miel del mundo está allí, bajo mi falda, y su boca hurga a despecho de mi lubricidad, pero también a despecho de su propia voracidad. Paso de la columna de los débitos a la de los créditos saltándome varios apuntes. El ruido de mis gemidos se entremezcla con las señales acústicas de error del programa, a mí me suenan a las campanitas de la Celestial de Beethoven, siento que viene el espasmo, ese espasmo que me atraviesa y convierte mi espalda en un arco perfecto, un orgasmo contabilizado.

Dejé de teclear, puse mis manos sobre su rostro de duende confitado. Me incorporé, haciendo rodar el sillón hasta los ventanales. He inventado el verbo refollar y desde entonces me gusta poder conjugarlo. Cuando estoy cachonda, me sobran telas y costuras.

Le empujo suavemente hacia el suelo y me tiendo sobre él. Trago su saliva y le cabalgo largamente. Nunca había tenido bajo mi cuerpo un cuerpo tan estrecho, pensé que no me gustaban los delgados. Pero me equivocaba. Los huesos de aquel hombre empujaban mis propios huesos, sobre todo a la altura de las caderas, y la sensación que me produjo aquel duelo me llenó de un regocijo macabro: éramos dos esqueletos batiéndonos a muerte, tratando de rompernos el uno contra el otro, desmenuzándonos a ver cuál de los dos se deshacía primero.

—¿Puedo correrme?

Es una pregunta de hombre bien educado. El solo hecho de formularla pone a una en buena disposición y de repente te apetece complacerle. ¡Claro que puedes! ¿Dónde lo deseas? ¿En mis nalgas, en los pies, en la vulva? ¿Quieres facializarme? Dime querido, dónde lo deseas… No responde, se ha deshecho en mil esquirlas de huesos.

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Hay cosas buenas y ricas que, para algunos, parecen malas… y no hay espectáculo más espléndido sobre la tierra que el de una mujer que esté fuera del alcance del chantaje del pecado. Una mujer que sepa morder y ladrar a la luna cuando se corre. Me gustan esas mujeres salvajes y carnales en absoluta posesión de su cuerpo y de sus deseos.

Quien no disfruta engullendo obeliscos ni hocicando vulvas pero sí obtiene placer de que otro se afane entre sus genitales es de un egoísmo que hiede. Bendita afición humana la de acercar la boca a los genitales. Benditos héroes y heroínas que pasan horas concentrados en un acto tan zen que reduce todo el universo, todo, a una boca, unos genitales y una cara. Lujuria depravada: lame y serás lamida. Así sea.

Acaricia los higos frescos con las yemas de los dedos. Realmente, son unos saquitos sorprendentes: extraños, oscuros y arrugados, pero exquisitos al paladar. La madre naturaleza debía de estar pensando en el padre naturaleza cuando inventó los higos, aunque a mí me parezcan un apetitoso caso de hermafroditismo: hembra por dentro, varón por fuera.

Levantó la mirada. No parece que haya nadie más en el supermercado. La única cajera del turno de noche, acaba de despachar al último cliente y está absorta en la lectura de una novela de la colección roja RBA, Románticas Buenorras Accesibles, de pechos turgentes. Lo único que se oye es el murmullo de las cámaras frigoríficas y la melodía casi imperceptible del hilo musical.

El frío artificial mitiga lo que, sin su presencia, podría ser una celebración de aromas increíblemente excitante: la dulce madurez de los plátanos y el melocotón amarillo, el puntito picante de las cerezas y los arándanos, la acritud cítrica de los limones y las limas. En los supermercados todo es frío: los brillantes suelos recién fregados, el gélido acero de los estantes, la fluorescencia polar de las luces.

Tomo un higo, lo huelo, lo lamo. ¿Si a los conejos les gustan las zanahorias, por qué no les van a gustar también los higos? Me subo lentamente la falda. Me encantan mis medias con sujeción de liga elástica —Medias Dama-Scorie, de efecto invisible: déjate acariciar por su suavidad y ligereza en el día a día—, son mis cilicios particulares, las disciplinas de mis muslos.

Me toco, húmeda ya. Acerco el higo a la entrepierna y acaricio mi sexo con la fruta, suavemente. La piel del higo se va rasgando, se pegan las semillas a los labios vaginales. Saboreo el higo, transformado es una nueva variedad.

Avanzo hacia las fresas. Grandes, rojas y firmes, sé exactamente cuál es su sitio: dentro. Puedo distinguir el cosquilleo de cada rabillo verde.

Apoya la espalda en las estanterías repletas de tomates y pepinos y separa sus piernas. Siente como el zumo espeso sale. La masturbación femenina provoca. Lo sabe. Retrae caderas y nalgas, se frota con toda la delectación que le es posible, lentamente saborea sus dedos impregnados de extractos frutales frescos y punzantes y continúa.

Uvas, uvas firmes en un racimo prieto. Uvas grandes, redondas, moradas. Son tan frescas. Son como esos rosarios juguetones que hacen vibrar los tejidos de la vagina, hacen cosquillas, una a una… un empujoncito… todas las uvas van desapareciendo.

Alarga la mano y coge un kiwi. Clava las uñas en la piel velluda. La fruta estalla y el líquido verde resbala entre sus dedos. ¡Todo gotea!

Soy un mango, una papaya, un lichi, una guayaba, una pitaya, un nashi, una grosella. La sección de frutería está muy bien abastecida. ¡Consúmanme! La OMS y los nutricionistas mantienen que es necesario tomar cinco piezas de fruta al día. ¡Aagh…! Y todas las bocas hambrientas se saciaron.

Se cierra y se abandona al clímax, que impregna el ambiente con un aroma de ámbar y macedonia. Se hizo el silencio. Alguien había apagado el hilo musical. Se escucha la voz metálica y algo temblorosa de la cajera por el sistema de megafonía:

—Señores clientes, les recordamos que estamos a punto de cerrar. Por favor, procedan a pasar por caja. Gracias por su visita. Esperamos volver a verles pronto.

Será mejor que compre algo: leche de soja, un frasquito de estragón y una… mascarilla de higo —la línea Fruit Fusión: las propiedades de sus activos nutren, reafirman y combaten el envejecimiento—. La piel queda nutrida y con una agradable sensación de frescor.

—¿Qué tal el libro? —le preguntó.

—Muy bueno —suspiró la cajera sin apartar los ojos del muslo jugoso de la señora Aguilar—. Me encantan las historias de amor. ¿A usted no?

—Pues no mucho, querida. Pero ya sabes, el gusto es como el culo: cada uno tiene uno.

La cajera marca la exigua compra de la señora Aguilar. El muslo desnudo de la señora Aguilar marca a la cajera. La novela de la colección roja RBA, Románticas Buenorras Accesibles, de pechos turgentes, cae al suelo. Era imposible que la vista no se agudizase ante una carnalidad tan explosiva, provocando un sofocante deseo de entrelazar piernas, en donde una pelvis morbosa busca a la otra, entonces, pubis contra rodilla, muslo contra pubis, clítoris contra glúteos, glúteos contra caja registradora: roce, cosquilla, dilatación, lubricación, excitación, contracción, orgasmo…

La cajera soltó unos chillidos hermosísimos y se le aflojaron las piernas y de sus ojos brotaron lágrimas y preguntas, y abrió la boca de tal manera que la señora Aguilar tuvo que contenerse para no meterse entera en su boca, porque sin lugar a dudas en ese momento esa boca era el sitio más acogedor del mundo. El mismo Paraíso de los cielos hecho cuerpo presente.

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Las tardes de sábado en las oficinas de un supermercado pueden ser tremendamente tediosas. Son como esos documentales minuciosos sobre cómo acontece la nada. El supermercado es un vidrio nítido por el que van pasando, con lentitud de pez que se sabe observado, una serie de sucesos sin significado oculto. Tras estos sucesos manotean unos personajes intentando darles trascendencia… Siempre nos quedará el sexo.

Hay un juego que me entretiene, adivinar cómo serán los genitales de un hombre observando el resto de su cuerpo. Existen ciertos supuestos que afirman que los hombres bajos la tienen grande. Hay casos verdaderamente impresionantes —en alguno la comparativa es impactante—, pero no podemos generalizar: no es regla exacta.

Se comenta también que la nariz va pareja a la minga. Nariz redondita y respingona: minga corta y gordezuela. Nariz aguileña: picha serpentina. Narizón: polloncio. Mola observarles la nariz e imaginar cómo van calzados. Especialmente a esos que te hablan tan serios sin saber que las napias, justo en el centro de su cara, les delatan.

En Oriente valoran mucho un mentón prominente, como símbolo de virilidad, de potencia y de poderío entre las ingles. Suelo fiarme de los orientales en materia sexual, pero tengo mi propio criterio al respecto: los antebrazos.

Desde la muñeca al codo, los antebrazos tienen cierta forma de falo. Cuando un hombre te está haciendo el típico trabajito manual y tiene su mano hundida en tu vientre, es estupendo sujetar el antebrazo con ambas manos como si de una inmensa verga dura se tratase y darle de arriba a abajo, con fuerza y sin complejos. Y más estupendo es que tengan dos antebrazos y poder asirte a ellos cual trinquetes, mientras el otro protagonista de esta historia, el palo mayor, surca los vientos de tu mar brava.

Sé que el vigilante búlgaro del turno de tarde me observa e incluso puedo afirmar que fantasea conmigo durante las últimas rondas. Su condición de vigilante búlgaro, con los antebrazos más musculados que he visto, lo convierten en el prototipo perfecto de amante ocasional sin demasiadas complicaciones lingüísticas: no se pierde en el limbo de la retorica y blasfema con suficiente fluidez ante mis exploraciones de su anatomía balcánica.

Le recibo con la boca abierta y con el sexo húmedo, sus besos son un mar blanco de yogur con especias. Sé que el deseo se apodera de él sólo con pensar que estoy en el cuarto frio haciendo inventario. Estamos tan ansiosos de follarnos que si me roza en la sección de lácteos puedo sentir el efecto en mis bragas cuando paso por la sección de repostería y panadería.

Actuamos como animales en lucha, dispuestos a devorarnos mutuamente. Si vence y me inmoviliza debajo, empuja con tal fuerza que parece derretir el suelo con su sexo a través de mi cuerpo hasta que todo, a nuestro alrededor, parece fundirse.

Nuestra armonía es perfecta: suspendida de las anillas de la carne te atraigo con las piernas mientras me pellizcas los pezones y las nalgas, me restriego contra tu miembro erecto con frenesí, jadea en búlgaro. Yo permanezco inmóvil en mi pose de res sacrificada mientras tanteas mis cuartos traseros y separas el interior de mis muslos para que tus dedos accedan libres a mi amor veneris, a mi cosquilla, a mi yoni, a mi clítoris.

Siento tu pene contra mis nalgas. Deslizas las manos en torno a mi cintura, y me levantas un poco para poder penetrar más fácilmente. Cierro los ojos para escuchar el sonido del miembro que se desliza en la humedad. Empujas con tal vigor que se producen unos ruiditos que me llenan de goce. Tus dedos se clavan en mi carne. Me excitó tanto con tus arremetidas que se me abre la boca y me encuentro mordiendo un lomo bajo de ternera de Aliste, haciéndome repetir entre dientes que pertenece a una cabaña de reses ecológicas criadas bajo los más estrictos criterios de sostenibilidad, calidad y excelencia.

—¡Ohhh!

—¡Aggg, добре, какво удоволствие!

El aullido ahogado del vigilante llena todo el cuarto. Un orgasmo venido del frío. Nunca hubiera pensado que este corpulento caballero chillaría tan agudamente. Y es que nunca se conoce a una persona hasta que no la escuchas en pleno orgasmo.

Destapo una de las cajas de calabacines. De la familia de las cucurbitáceas, producen frutos grandes y protegidos por una corteza firme; estos son de la variedad Samara de color negro brillante. Un excelente fruto, grande y firme… ¡Qué frío hace, joder! Demasiados cadáveres. No hay sitio para la nueva partida de carne.

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