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Por un Futuro Mejor

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La lluvia caía incesantemente en el parabrisas de un desvencijado coche. En su interior, dos vagabundos se resguardan de ella. La ciudad emergía frente a ellos arropada en el manto de la noche. Bajo el puente de una de las cientos de carreteras que llegaban a la megalópolis estaba a punto de comenzar una pequeña aventura.

—Tengo hambre, Rob —dijo el más joven de los vagabundos. Casi un niño pero consumido por el abuso de alcohol barato y drogas aun más baratas.

—Dentro de un rato iremos a los cubos de basura del restaurante Mc. Seguro que todavía queda algo allí. Tranquilo Ed, siempre tienen algo para nosotros —contestó el más viejo de los dos mientras se rascaba la barba y clavaba su mirada en las luces distorsionadas de la ciudad dibujadas sobre el parabrisas— una noche más para nosotros dos ¿eh, chaval? —Rob se acomodó dentro de su abrigo largo gastado por el paso de los años. Metió la mano en un bolsillo y sacó un triste pitillo. Comenzó a fumarlo y el humo inundó todo el coche. Fumaba pesadamente imitando casi su forma de hablar.

La conversación se detuvo bruscamente por el ruido que hizo una nave intergaláctica en aproximación al aeropuerto.

—Me gustaría estar dentro de una de esas y largarme de aquí, Rob.

—No te lo aconsejo. Ya he estado fuera y es la misma mierda pero en envoltorio diferente.

—Tengo algo de frío, ¿puedo intentar arrancar el coche y ver si todavía funciona la calefacción?

—Ya lo hemos intentado. Además no quiero que salte la radio y que mis mierdas de implantes se sintonicen con ella. Es muy desagradable escuchar veinte emisoras de radio a la vez en mi puto cerebro.

—¿Por qué tienes implantes, Rob?

—Ya te lo he dicho mil veces. Yo antes era otro y en su día me pareció buena idea insertarme una radio musical y publicitaria en la cabeza —la conversación parecía disgustarle un tanto.

—¿Por qué Rob?

—Porque era imbécil, Ed. Ya sabes dinero, drogas, mujeres, armas, tecnología, viajes a la Luna y a Marte, ser un piloto de mercancías con una moral ligera es lo que tiene… era un capullo integral con ganas de divertirse.

—Nunca me has dicho que fue lo que te pasó para acabar aquí.

—Digamos que nunca debes tirarte al bien más preciado de un famoso contrabandista.

—¿A su mujer?

—…a su caniche. Las drogas lo vuelven todo borroso. Pero la claridad te llega cuando el tío te persigue disparándote por su jardín. Luego vendí al contrabandista a la poli y yo huí tan lejos como pude.

—Nos hemos ido a la mierda, Rob.

—El mundo se ha ido a la mierda. Nosotros no pertenecemos a él. ¡Mira la ciudad! Ya no recuerdo la última vez que ví a alguien feliz en ella.

—Yo no tengo implantes, Rob.

—Mejor. Todavía eres humano. Se han puesto tan de moda que uno ya no sabe si le pide un pitillo a una persona o una tostadora con ojos. Y si no es por moda es por las enfermedades constantes que sufrimos. Nos hemos tenido que adaptar para poder vivir en este mundo.

Algo golpeó la ventanilla del coche con energía. Era un policía. Un viejo conocido. Rob bajó del coche. El policía lo agarró de la pechera y lo arrojó contra el capó. Comenzó a cachearle mientras hablaba.

—¡Mira al viejo Rob! No tendrás nada ilegal en los pantalones, ¿verdad?

El vagabundo sentía el frío contacto del resplandeciente brazo biónico del policía en contacto con su ropa.

—No, agente Mancuso. No llevo nada encima —la actitud de Rob era sobria. Estaba acostumbrado al trato con aquel policía. El agente Mancuso incorpora a Rob y lo sitúa cara a cara.

—Estoy cansado de verte merodear por aquí. Sé quién eres y sé quién te busca. No está bien ser un soplón. Imagínate que alguien poco recomendable te encuentra y te quiere hacer daño, ¿qué harías?

—¿Sonreír?

—¿No me jodas, listillo?

—Si quisiera joderle, primero le invitaría a cenar, agente.

El policía le dio un puñetazo en la cara a Rob. Éste se abalanzó sobre el policía y dejó caer su peso muerto sobre él. Él policía se lo quitó de encima y el vagabundo cayó al suelo. Rob llevó su mano hacia su calcetín derecho y extrajo unos pequeños viales. Cuando el agente Mancuso lo levantó del suelo, Rob volvió a agarrarse a él e introdujo los viales en uno de los bolsillos de la chaqueta del policía. No parecía que se hubiera de ello. El agente le dió un rodillazo en las costillas al vagabundo.

—Y ahora que has dejado de hacer el tonto escúchame. Sé que tienes contactos con narcotraficantes. Quiero un soplo importante, será un empujoncito a mi carrera. Ahora aléjate de mí y ponte a trabajar. Tienes 24 horas para darme algo.

El agente volvió hacia su vehículo, aparcado en la lejanía para pillar por sorpresa a los vagabundos, y se marchó adentrándose en la oscuridad de la noche. Rob se resintió de la paliza y volvió al interior de su coche destartalado. Ed le esperaba en su interior algo asustado. El viejo vagabundo rebuscó en los bolsillos de su abrigo y sacó otro pitillo.

Al cabo de unas horas unos faros de coche se aproximaban hacia ellos. Rob y Ed dejaron de hablar y observaron la trayectoria del coche. Éste paró justo en frente de ellos. Dos tipos con trajes caros y gafas de sol bajaron. Uno de ellos abrió el maletero y de su interior sacó el cuerpo de lo que parecía ser una chica. Rob abrió la puerta del coche para poder sacar la cabeza y mirar con más atención la escena. Dejaron a la chica en el suelo. Parecía malherida e intentaba arrastrarse para huir de las dos gigantes figuras trajeadas que tenía sobre ella. Los dos hombres sacaron armas del interior de su chaqueta y dispararon una ráfaga cada uno sobre el cuerpo de la chica. Volvieron a su coche y se marcharon todo lo deprisa que pudieron.

Ed empezó a ponerse nervioso. Quería marcharse de allí cuanto antes. Sabía que si la policía los encontraba allí tenían todas las papeletas para ser incriminados. Rob lo tranquilizó y salió del coche para ver más detenidamente a la chica.

El cuerpo de la mujer permanecía inmóvil sobre el asfalto mojado. La lluvia difuminaba la sangre y limpiaba sus heridas. Rubia, alta, en algún momento de su vida fue guapa.

Rob permaneció agachado al lado de su cuerpo. Silencioso observaba fijamente los ojos perdidos de la pobre mujer. Ed comenzó a caminar despacio hasta la posición de los dos.

—¡Dios, Rob! ¡Es Dana! Está muerta.

Rob susurró algo en el oído de la chica.

—Cielo, te dije que dejaras de ser puta y yonkie. Asi es como acaban estas cosas. Tú valías para mucho más que esto.

—¡Era buena con nosotros Rob! ¡Ella era buena con nosotros! —Ed se derrumbó y comenzó a llorar desconsoladamente.

Rob examinó el cuerpo. Su bata parecía de un hospital. Estaba limpia, nada quedaba del aspecto por lo general desaliñado de la chica producto de las horas en la calle. Rob se notó que la zona de la vagina estaba también ensangrentada. Levantó la bata y lo que observó lo dejó perplejo y dolido. Algo había salido de ahí dentro y de una manera violenta.

Los dos vagabundos salieron rápidamente de sus pensamientos cuando escucharon a otro coche acercarse en su dirección. Rob se incorporó y levantó a Ed del suelo. Ambos corrieron a esconderse.

Esta vez era una furgoneta grande. Paró delante de la chicha y de ella bajaron otros dos hombres. Llevaban trajes especiales de color blanco para tratar sustancias peligrosas y cascos protectores. Uno de ellos bajó de la furgoneta una garrafa de un producto que comenzó a rociar sobre el cuerpo de Dana. Rob y Ed miraban la escena perplejos.

Del cuerpo de Dana comenzó a emanar un humo denso y a continuación se prendió fuego. Una llama azul brotó de sus entrañas y consumió hasta la última célula de la chica. Los dos hombres permanecieron a su lado hasta que el proceso finalizó.

Rob miró a su alrededor buscando algo. Cogió una barra de un hierro viejo y la introdujo por la manga de su abrigo. También encontró un trozo de una placa metálica y se la puso a la altura de su pecho oculta tras su roída camisa.

—No se te ocurra moverte de aquí, chaval —le espetó a Ed.

Comenzó a acercarse hacia la furgoneta fingiendo que estaba ebrio y cantando una canción. Llegó a la altura de los hombres que no se habían percatado de su presencia hasta que Rob ya estaba casi encima de ellos. Uno de ellos habló.

—¿Qué haces por aquí, escoria? ¡Lárgate ya!

El otro intervino.

—Tenemos que acabar con él. Nos ha visto.

Éste último se desplazó hasta la altura de Rob que seguía fingiendo estar borracho y se quitó el casco protector dejando al descubierto su cara. Tenía dos implantes oculares en lugar de ojos y una enorme cicatriz en su cabeza, señal de otra operación para colocarse otro implante. Del interior del traje extrajo un cuchillo y sin mediar palabra se lo clavó en el esternón de Rob. Éste cayó al suelo de rodillas. El tipo del traje empezó a saltar como si hubiera marcado un gol y a reírse de su víctima.

Aprovechando que su oponente estaba distraído Rob se incorporó y dijo:

—Eh, capullo, ¿has escuchado el sonido de la campana de la iglesia marcando la una?

Sacó la barra de hierro de la manga de su chaqueta con un certero movimiento y golpeó al hombre con todas sus fuerzas en la cabeza. El sonido que emitió la barra parecía el tañido de una campana. El hombre se desplomó en el suelo mientras la sangre emanaba de su cabeza.

Con otro movimiento de la barra golpeó al otro sujeto varias veces por todo el cuerpo. Éste aguantó un poco más hasta que se desmayó.

A un tipo le habían encargado deshacerse de un cuerpo. Era su trabajo y lo había hecho varias veces más. Era un trabajo simple y pagaban bien. No se podía pedir más. Lo que no se esperaba dicho tipo era que un vagabundo mugriento matara a su compañero y que a él le golpeara y se desmayara. Y lo que tampoco se esperaba era que, al despertar, se encontrara amordazado en el interior de su furgoneta y con el vagabundo, junto con lo que parecía ser un colega, mirándole con cara de pocos amigos.

El vagabundo más viejo intervino primero hablando con un tono de amabilidad.

—Buenas noches, gentil hombre. Verás, mi amigo y yo nos preguntábamos por qué habéis quemado a nuestra amiga tras ser ejecutada. Y también nos gustaría saber quién es el responsable de esto, que se ha tomado tantas molestias por una pobre puta.

El hombre amordazado estaba asustado y aún algo aturdido pero atrapando algo de arrojo mandó al cuerno a los dos vagabundos.

—Mal comenzamos, caballero —contestó el vagabundo. Éste agarró un cuchillo y cortó la oreja de su interlocutor. La oreja estaba enganchada a un cable por el interior. —¡Joder! ¿Llevas un puñetero teléfono aquí dentro o qué?

El hombre gritaba cada vez más por el dolor, y entre grito y grito insultaba a los vagabundos.

El vagabundo joven, muy nervioso, dijo:

—Me asustan sus gritos, Rob. Haz que pare.

Unos segundos después el empleado amordazado consiguió quitarse las cuerdas de las manos y se incorporó como un rayo abalanzándose sobre Rob que todavía sostenía el cuchillo. La inercia hizo que cuchillo entrara en el estómago del hombre y ambos cayeron al suelo quedando Rob sobre el cuerpo muerto.

—A la mierda, lo descubriremos nosotros mismos —dijo Rob incorporándose del cuerpo del hombre al que acababa de matar. —¿De dónde salen estos tipos? ¿Quién coño los contrata? ¿Hay un sitio especial dónde dejan el currículum?

Rob registró la furgoneta de arriba abajo. No encontró nada. Ni un distintivo, ni documentación, nada. Lo que sí encontró fue una pequeña terminal de llamadas con vídeo. El cerebro del vagabundo pensaba con rapidez.

—¿Estarán estos mamones a la altura de su estupidez, pequeño Ed? —preguntó en voz alta.

Pulsó el botón para marcar el número de la última llamada recibida y luego tapó con su mano la minicámara incorporada para la video-llamada. Una mujer contestó al otro lado de la línea con una voz suave y cálida:

—Clínica de maternidad Por Un Futuro Mejor, buenas noches —Rob pulsó el botón de colgar y la comunicación cesó.

¿Puede ser que la orden viniera de una clínica médica? ¿Qué sentido tendría? Las preguntas empezaron a llegar a la cabeza del viejo vagabundo. Dana llevaba una bata puesta como si viniera de un hospital. Pero qué hacía allí era lo que Rob no comprendía. Estaba claro que tener hijos no era precisamente lo mejor cuando eres prostituta.

Rápidamente marcó el número de información y preguntó por la ubicación de la clínica. Por lo menos ya tenía una dirección y era un comienzo.

Pidió a Ed que cogiera un par de garrafas del producto inflamable y que buscara por la basura un par de botellas de vidrio. La furgoneta estaba preparada para manipular cadáveres y tenía instrumental médico así como varios trajes de médico y especiales desechables como los que llevaban puestos los tipos que habían aniquilado. Estaban de suerte. Tiraron el cuerpo con el cuchillo aún clavado al asfalto. Rob se sentó en el asiento del conductor y arrancó. Se pusieron en marcha hacia la ciudad. Recorridos unos metros detuvo el vehículo y efectuó otra llamada.

—Policía, dígame.

—Quiero denunciar a un agente. Me ha robado mi droga…

Cuando uno se aproxima a la ciudad se siente minúsculo. Así era como se sentían Rob y Ed. Marchaban en silencio dejándose llevar por las luces y el jaleo de la urbe. Mil sonidos, mil visiones, mil olores saturaban sus sentidos. Millones de personas desfilaban delante de ellos en una procesión a ninguna parte. Era la gran civilización soñada. Todo era perfecto… si uno veía un lado de la calle. Si miraba al otro lado estaba justo lo contrario. La barbarie, la enfermedad, la tecnología ilegal y barata, la pobreza. Todo tenía cabida en la ciudad. Cada milímetro de asfalto estaba diseñado para ubicar una anuncio de lo que fuera. Cada centímetro de edificio estaba pensado para albergar a una persona. Todo tenía su espacio perfectamente estructurado. La lluvia había cesado y el reflejo de las luces sobre el suelo mojado provocaba cierto dolor en los ojos a Rob que intentaba recordar cómo seguir las señales de tráfico.

Aparcaron la furgoneta no demasiado lejos de la Clínica de maternidad. Rob lo tenía claro.

—Tenemos que jugárnosla. Nos disfrazaremos con los trajes y los cascos de los tipos que quemaron a Dana y nos acercaremos a la clínica. Si nos reconocen como miembros de lugar tendremos una oportunidad de entrar dentro del edificio y también confirmaremos que Dana salió de ahí.

—Tengo miedo, Rob.

—Y más que vas a tener.

Se vistieron con los trajes y los cascos y reanudaron la marcha. Delante de ellos apareció la clínica, un edificio acristalado de una docena de plantas. Rob decidió llevar la furgoneta hacia la parte de atrás del edificio. Al llegar se percató de que había otro par de furgonetas iguales a la suya aparcadas en el parking. Dejaron el vehículo junto a los otros. Llenaron un par de botellas de vidrio inflamable y las taponaron con guantes de látex que encontraron en la furgoneta.

Justo en ese momento salía del edificio un hombre trajeado. Lo reconocieron como uno de los asesinos de Dana. Caminaba hacia otro parking situado en un lateral del edificio. Rob agarró una de las botellas de vidrio y fue tras él. Al girar la esquina el hombre se volvió y vio como Rob se aproximaba.

—¿Qué haces aquí? ¿Os habéis encargado del cuerpo?

Rob se quitó el casco y miró con fríamente al hombre.

—Sabes, odio a los asesinos. Pero lo que más odio es a los asesinos chulos con gafas de sol en la noche y que visten con un traje mal cortado —acto seguido lanzó la botella de vidrio sobre el hombre trajeado. El humo comenzó a emanar del cuerpo y las llamas pronto aparecieron. El hombre comenzó a correr calle abajo envuelto en fuego azul gritando.

Tres jóvenes intelectuales anarquistas tomaban café mientras hablaban del fin del mundo y de la destrucción de la sociedad, en su reunión semanal en un café chic con decoración minimalista japonesa. Tras un intenso debate versado en la necesidad de crear una bonita revuelta para poner fin al sistema establecido decidieron pedir unas cuantas absentas para ver las cosas más claras. De repente una figura envuelta en llamas azules atravesó la cristalera del café y quedó inerte sobre el suelo. Los tres jóvenes se miraron unos a otros. Uno de ellos tomó la decisión por los demás

—¡La revolución ha comenzado —gritó.

Acto seguido sus compañeros comenzaron a destrozar el mobiliario y a golpear a los demás clientes del restaurante mientras proclamaban el fin de la civilización a los cuatro vientos. Al cabo de un rato la policía llegó para unirse a la orgía de destrucción y amablemente les hizo ver con unos cuantos golpes de porra que no había llegado el momento de levantarse en armas. Ese fue el fin de lo que tiempo después se llamó el primer Punch de la cafetería.

Rob y Ed entraron en el edificio. Todo tenía aspecto de aséptico. El blanco nuclear envolvía todo cuanto miraran. Sus disfraces parecían funcionar. Una enfermera se les acercó y les dijo que se les esperaba en la sala 3 del piso segundo para que informaran y se les asignara un nuevo encargo. Las cosas marchaban de verdad. Se encaminaron al ascensor y con ellos subieron varias personas más. Los trajes aislaban a las mil maravillas así que nadie se percató del cierto hedor que despedían las dos figuras enfundadas en los trajes blancos.

Llegaron a la segunda planta. Allí estaban los laboratorios experimentales según marcaba el indicador de planta que había en una de las paredes. Comenzaron a indagar por las distintas salas. No había nada raro. Se plantaron delante de la puerta de la Sala 3 y cruzaron el umbral.

Media docena de mujeres atadas yacían sobre unas camas especiales. Entre sus piernas había varías máquinas que cada cierto tiempo penetraban con unos falos mecánicos por su entrepierna y depositaban una especie de líquido de color plata. Ellas no notaban nada porque estaban inconscientes conectadas a respiradores de oxígeno.

Ed no pudo soportarlo y se quitó el casco para vomitar. Rob siguió avanzando por la habitación. Al final de ésta había una enorme vidriera que daba a una sala de operaciones. En ella había más tecnología y aparatos destinados a lo que parecía al parto. Al parto pero ¿de qué? se preguntó. Se giró y le dijo a Ed:

—Sal de aquí ahora mismo. Me parece que esto nos supera, chaval. Corre y vuelve a nuestro puente. No pares. Ya volveré contigo.

Ed lo miró dolorosamente.

—Yo me quedo contigo, Rob.

Rob lo agarró por el brazo.

—Te he dicho que corras y que no pares —Ed hizo lo que se le ordenó.

Un instante después entró un médico en la sala. Era un hombre alto, mayor, bien parecido. Se quedó perplejo cuando vio a Rob en la sala.

—¿Puedo saber qué hace aquí?

Rob se desprendió del casco. El hombre se encaminó a pulsar un botón que había en la pared. Probablemente era el botón de alarma se dijo el vagabundo. Pero el médico se detuvo.

—Supongo que se preguntará qué es lo que ocurre aquí. Se lo voy a explicar porque sabe tan bien como yo que usted no va a salir vivo de aquí.

—Odio las películas en las que alguien, por lo general el malo, cuenta toda la trama para que todo quede bien clarito.

—Sí, yo también, pero la verdad es que no tengo muchas oportunidades de exponer mi obra. Verá estamos creando un futuro mejor para la humanidad. Gracias a la nanotecnología estamos creando niños robot. Hemos juntado el ADN de las personas con micromáquinas. Y el resultado son bebés genéticamente superiores. Se acabaron engorrosos implantes y se acabaron sufrir las enfermedades derivadas de la naturaleza y que por culpa de la tecnología el cuerpo humano no puede hacer frente por sí mismo. Soy un creador de vida.

—Mató a una amiga mía. Era puta, pero no por eso merecía morir.

—Todas ellas son mujeres de las calles. Son nuestras gestantes. En el proceso suele ser un tanto traumático para la mujer y no nos podemos permitir de momento inseminar a nuestras clientas. Por eso usamos almas perdidas.

—Todo esto debe ser ilegal, claro.

—Clarísimo, pero es que ya no dejan usar monos para los experimentos, ya sabes, son especies protegidas.

—Es usted un psicópata.

—Lo soy, pero ¿qué le vamos a hacer?

Acto seguido el médico pulsa el botón de alarma.

Rob echa un vistazo a la habitación y agarra la otra botella de vidrio con el líquido inflamable.

—Disculpe pero, no tendrá un pitillo por ahí, ¿verdad? —Rob lanza la botella hacia una de las máquinas de oxígeno y todo explota.

La planta segunda de la clínica revienta por los aires. En un instante aparecen policías, bomberos, ambulancias. Entre todo ese tumulto una figurilla corre en sentido opuesto al fuego. Está llorando mientras avanza por las calles pero como tiene aspecto desaliñado y sucio nadie le presta atención. Corre todo lo que puede hasta que los pulmones le van a estallar. Las lágrimas le recorren las mejillas. Se detiene para coger aire y continúa andando por las calles. Se quita un traje blanco y se deja al descubierto una ropa raída y sucia. Al girar por una calle observa que en la acera de enfrente un policía que le resulta familiar está tirado sobre el capó de un coche de policía y es registrado por otros agentes de la ley. Parece que le han encontrado algo que no debería estar ahí. Por un momento la figura debilucha y consumida sonríe y piensa en un viejo amigo que ya no está a su lado.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    No recordaba yo este primer relato de entodalaboca, muy cinematográfico y en un futuro distópico en el que los tiempos verbales siguen siendo el gran desafío, amigo mío. Por un momento he visto a un tleilaxu en las calles de Los Ángeles un noviembre de 2019 🙂

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