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NUMUN

por

No tengo tiempo. He de llegar antes de que se cierre. La menor distracción podría suponer la muerte. La mía y la de todos. Agarro el sombrero con la mano derecha y echo a correr a toda prisa mientras mi gabardina ondea como una capa al viento. El nudo de mi corbata se deshace y sale volando por encima del hombro. No me detengo. He de darme prisa. Tengo más corbatas pero no más oportunidades.

Me zumban los oídos. Estoy bastante débil después de las últimas dos semanas y la sangre me golpea en las sienes. La pantalla del receptor de radio apenas brilla. La batería se está agotando definitivamente. Mis pies reman en semicírculos invisibles. Son las nueve y veintinueve. A las nueve y treinta la puerta estará cerrada y no se podrá abrir hasta el día siguiente. Todos volaremos por los aires.

Nadie lo vio. Yo era el único que decía que estaba loco, que aquel tipo no era una persona en su sano juicio. Sin embargo, lo consideré un loco inofensivo y me olvidé de él. Mal hecho. Nadie necesita tal cantidad de explosivos para algo bueno.

Fue un tipo listo. No presentó su plan desde el principio. Se apoyó en la masa, en los intereses de los demás y buscó la forma de que todos pensaran que los representaba. Así apareció aquel primer día, con dos rastas en la cabeza y una americana de pana. Hablaba rápido y resuelto. Era de esos tipos a los que la gente se le acerca, de esos que te hacen sentir afortunados si te hablan. Yo comencé a asistir a las primeras reuniones convocadas por él. En ellas se presentó como miembro de una asociación llamada NUMUN, Nuevo Mundo. Su plan era tan absurdo como sencillo: construir nuevas sociedades alejadas de lo que llamaban «la cultura del desprecio». Para lo cual necesitaban lo que ellos consideraban «colaboradores», pues aborrecían el término «socios capitalistas», y «cooperativistas» no les parecía el más adecuado.

La publicidad se difundió por medio de marketing viral en todas las redes sociales. Nuevos ricos comenzaron a interesarse por lo que parecía una inversión segura. Algunos partidos políticos llamaron al proyecto «la sociedad de la utopía» y aseguraron que no era más que el reflejo de lo que ellos mismos auguraban. Yo me limité a seguir el rastro de todo aquello. Fue fácil conseguir las direcciones IP de los dispositivos desde los cuales había surgido el mensaje. Sin embargo, sus misivas eran difíciles de seguir. Se mezclaban con las de otros movimientos sociales e introducían sus consignas como si pertenecieran a otros grupos. Algunos de los que se consideraban a sí mismos «indignados de Sol» comenzaron a propagar el mensaje de NUMUN. Mis seguidores en Twitter lanzaban consignas de todo tipo sobre la necesidad de crear una nueva sociedad, un mundo sin dinero, donde todo el mundo tuviera casa. Algunos incluso hablaban de un mundo en el que no existiera la muerte. Y lo que no parecía más que un afán poético hizo que se introdujeran los grupos religiosos.

Entonces supe que era insuficiente. Por más que tratara de desgranar las palabras, de reducirlas a su lógica más básica, me era imposible encontrar el verdadero mensaje de todo aquello. Fue así como decidí comenzar mis investigaciones en la calle. Mi objetivo era encontrar al tipo de las dos rastas, el primero al que yo había oído hablar de NUMUN. Sin embargo, no iba a ser una tarea sencilla. Las calles ya eran un hervidero de gente y las reuniones de la asociación habían dejado de celebrarse en los lugares habituales. Todo el mundo vivía en una agitación explosiva. Se clamaba por la aparición de los nuevos mundos, se pedía a las instituciones oficiales que escucharan sus propuestas, se exigía que aquellos mundos fueran creados y que todos tuvieran cabida en ellos.

Entonces me fijé en alguien. Parecía compartir la celeridad de todos los demás pero había algo diferente en él: sabía dónde iba. Llevaba paso decidido y la vista fija al frente, no se dejaba distraer. Con brusquedad le agarré del brazo. Había pensado lo que decir en esta ocasión:

―Iba a la reunión pero no sé llegar.

―¡Yo voy para allá! ―me contestó―. Ven conmigo.

Al tener que andar esquivando a la gente no pudimos caminar el uno al lado del otro, por lo que no cruzamos palabra alguna. Después me indicó con la cabeza el portal de un edificio de innumerables plantas. Sin embargo, en el instante en el que me detuve para mirar el rótulo que había sobre la puerta, mi improvisado sherpa había desaparecido. Al entrar en el vestíbulo encontré un ascensor y una escalera a cada lado. La de la derecha subía y la de la izquierda bajaba. No sabría explicarlo pero me pareció obvio tomar la de la izquierda. Tras el último escalón, me encontré frente a una enorme puerta de doble hoja similar a las que se sitúan en las salidas de emergencia. Me apoyé sobre ella y entré.

La sala estaba en penumbra. Frente a mí se encontraban cientos de cabeza dándome la espalda. Todas mirando hacia la única fuente de luz: un minúsculo estrado apenas iluminado por dos focos amarillentos. Y en el centro, dos rastas bailaban al ritmo de las palabras. Me apoyé en la pared, confiando en que nadie percibiría mi presencia y comencé a escuchar.

―NUMUN ha crecido por encima de nuestras expectativas en tan solo dos semanas ―hizo una pausa para recibir aplausos―. Esto significa una demostración evidente del agotamiento del sistema de vida capitalista y del hastío que produce en nuestras sociedades ―más aplausos y murmullos de aprobación―. Por eso, no nos cabe duda de que nuestro proyecto ¡saldrá adelante!

Hubo un estallido de aplausos y vítores. La gente alzaba las manos hacia el estrado como si quisieran tocar a aquel individuo, como si de ello dependiera la salvación de sus almas. Como si de ello dependiera que tuvieran alma.

Entonces, la iluminación de la estancia disminuyó y el gurú comenzó nuevamente a hablar.

―Sin embargo ―su voz había cambiado de tono; hablaba lento y vocalizando en exceso―, los nuevos mundos no pueden acoger al Viejo Mundo. No hay cabida para él. No podemos trasladar todo lo que existe ahora al mundo que está por existir ―con la mano derecha se frotó el lagrimal y continuó con voz contenida―. No todos caben en el Nuevo Mundo ―dirigió al público una mirada melodramática y después continuó―. Hemos de elegir.

Y en ese momento las luces de la sala se encendieron por completo. El silencio era absoluto. El gurú, sin alzar la cabeza, bajó del escenario y comenzó a andar hacia la gente. Todos se apartaban según avanzaba. En poco tiempo estaría junto a mí. Sentí que debía hacer algo. Tomé uno de los transmisores que había cogido para la ocasión y, en el momento en el que pasaba a mi lado, disimulando inclinarme ligeramente para apartarme, lo introduje en el bolsillo de su chaqueta en un lanzamiento sorprendentemente hábil. No me quedé a ver el resto. En cuanto él hubo salido yo también lo hice. No me quedé a compartir el clima de desasosiego que envolvía aquel tumulto.

Saqué el receptor y comencé a seguir la señal de radio. Estaba fuera del edificio. Decidí que no establecería con él ningún tipo de contacto visual. Aunque me gustaba vestir con sombrero y gabardina por el aspecto de incognito que me otorgaban, en el fondo sabía que mi atuendo llamaba enormemente la atención. Sin embargo, las ropas anchas me venían bien para esconder toda clase de aparatos como si del Inspector Gadget me tratara. Me gustaba pensar que era un verdadero geek.

Seguí su rastro hasta que se detuvo. La señal indicaba que había entrado en un edificio de apenas cuatro plantas forrado completamente de cristal. Entré en él antes de que me diera tiempo a pensarlo y sin dar oportunidad al conserje de la recepción para que me preguntara dije: «me esperan», y me escabullí hacia el pasillo del fondo. Tenía poco tiempo y lo sabía. Aquella forma de entrar llamaría la atención. Habría llamadas para comprobar mis palabras. Negativas. Persecuciones…

Mientras tanto, avanzaba por un pasillo con oficinas a los lados. Todas vacías. Debía ser una hora entre cuatro y la cinco de la tarde, por lo que aquello no tenía sentido. Tuve suerte: al igual que la escalera del edificio anterior, el pasillo culminaba en otra puerta de doble hoja. Sin embargo, a diferencia de la otra, ésta era de madera y adornada con una cuidada marquetería. El receptor indicaba que mi objetivo se hallaba al otro lado de la puerta. Se oían voces apagadas, aplausos sordos, algunas risas amortiguadas.

Entonces sonó el chirrido de cientos de sillas apartándose y pasos acercándose a la puerta. Corrí a esconderme pero el pasillo era completamente diáfano. Desesperado, abrí una de las puertas de las oficinas y salté a su interior. Una vez dentro, casi ahogado por la excitación y cuando todavía tenía el picaporte en la mano, noté cómo éste giraba. De un salto rodé hasta la mesa que tenía enfrente y me introduje bajo ella. Sólo pude ver los pies de las dos personas que entraron conversando en un tono distendido.

―Estoy harto de este pelo de gato sucio ―inmediatamente reconocí la voz del gurú.

―Ya queda poco, hombre ―oí decir al otro en tono jocoso―. Tras tu última charla habremos recaudado el dinero en menos de una semana.

―¿Y yo qué habré sacado a cambio? Además de esta peluca con dos rabos de castor.

―Habrás hecho un bien por el mundo entero. Ya lo has oído en la reunión. Somos demasiados. La crisis actual no puede solucionarse contando con el número de gente que puebla el planeta. Hay que limpiar, amigo mío, hay que limpiar.

―La gente está loca ―y con esta afirmación oí el tintineo de unos hielos en un vaso―. Si hubieras visto cómo me aplaudían hoy habrías alucinado. ¡Están todos locos!

―¿Te das cuenta? Deben sobrevivir quienes producen riqueza, quienes hacen que el mundo progrese. El Nuevo Mundo no es para esa chusma. Ellos son el lastre que nos impide salir a flote ―carraspeó―. ¿Para cuándo estará listo?

Alguien tragó y oí el golpe seco del vidrio sobre la mesa.

―Si reunimos el dinero esta semana… todo estará listo en quince días más.

Hubo una pausa y un suspiro.

―Tiene que ser antes… debe hacerlo antes.

Vi que los dos pares de pies se giraban y caminaban hacia la puerta.

―No se puede hacer antes. Llevará tiempo. No olvides que es una bomba de hidrógeno.

Los pies se detuvieron. Hubo un momento de silencio. Entonces el otro alzó la voz:

―¡Y tú no olvides que soy el presidente de tu país y miembro del Consejo Mundial!

Volvieron a caminar y abandonaron la sala con un portazo que hizo vibrar todos los cristales del edificio. Esperé unos minutos y salí de debajo de la mesa. Obviamente, había reconocido la voz del gurú y, tras aquella última confesión, supe por qué la otra voz me había resultado familiar. Yo mismo había votado a aquella persona para que dijera eso.

Todo cobró forma repentinamente. No habría un Nuevo Mundo. Los fondos que se ingresaran no irían destinados a la creación de nuevos paraísos. En su lugar, lo que habría sería un asesinato en masa, una reducción del número de bocas entre las que repartir el pastel. Corrí a casa.

Cree veinte cuentas fantasma de Twitter y otras tantas de Facebook, me di de alta en treintaicinco foros con más de cincuenta identidades distintas y comencé a difundir ideas contrarias a NUMUN, mensajes que sugirieran posibles tramas conspiratorias en la sombra. Si hubiera contado la verdad nadie me hubiera creído. Sin embargo, por cada mensaje que introducía me respondían cientos de personas tachándome de reaccionario.

Ya estaba amaneciendo cuando llamaron a mi puerta. Sin duda habían localizado el origen de los mensajes. Salté de la silla y me dirigí a la ventana a toda prisa para escapar por la escalera de incendios. Acababa justo de salir cuando oí cómo la puerta de mi casa se rompía en pedazos.

Corrí desesperadamente. Pese a ser las nueve de la mañana de un martes, la calle estaba abarrotada de gente. Había una extraña mezcla de entusiasmo e histeria en el aire. Corrí chocándome con todos, haciendo volar mi corbata por encima del hombro. Entonces recordé el dispositivo de seguimiento que había colocado al gurú. Decidí que era el momento de averiguar más cosas acerca de él.

Con ayuda del receptor volví a dar con el edificio donde se celebraban las reuniones públicas de NUMUN. Accedí y volví a quedarme al fondo de la sala. El circo estaba nuevamente servido. Luces tenues, voces dramáticas…El tipo bajo las rastas se encontraba hablando en aquel momento.

―La solución está muy clara: el Nuevo Mundo ha de ser aquí y ahora. No es una utopía lejana como algunos dicen. Lo que pasa es que ya no podemos pensar en trasladarnos a ningún sitio. Somos tantos los que deseamos crear nuevas vidas donde los valores sean otros, que resulta imposible albergar a toda la humanidad en un nuevo espacio ―pausa dramática para dejar que los comentarios crecieran alimentados unos por otros―. Por eso, lo que hemos de hacer no es crear un mundo distinto, sino ¡transformar el que tenemos!

Aplausos, gritos, silbidos. El estruendo fue ensordecedor. La propuesta había activado los resortes necesarios.

―¡Y para ello hemos de asentar las nuevas bases! ¡Destruir lo antiguo para poder crear algo nuevo! ¡Eliminar lo inútil!

Nuevamente aplausos. Nadie excepto yo sabía lo que significaba realmente aquella última frase.

―Por eso la recaudación de los donativos se hará íntegra esta semana. Con ellos construiremos el elemento necesario para reventar el sistema opresor. Gracias a vuestro dinero vamos a construir cientos de explosivos que colocaremos en cada uno de los bancos centrales de todos los países. ¡Gracias a vuestra recaudación haremos saltar la suya por los aires!

Excitación. En la sala había tanta adrenalina que costaba mantenerse quieto.

―Conocemos los horarios de apertura de las cámaras acorazadas de los bancos. Dentro de dos semanas entraremos en ellas a las horas indicadas, colocaremos los explosivos y las cerraremos para que nadie pueda desactivarlos. ¡El Nuevo Mundo comenzará como los hizo el Universo! ¡Con una gran explosión!

Juro que la gente comenzó a aullar.

Yo salí despavorido de la sala, sudando bajo la gabardina. No podía hacer nada. Debía detener a aquel tipo. Pero la única forma era matándolo y eso resultaba imposible. Siempre había demasiada gente. La única posibilidad era acabar con él cuando fuera a colocar la bomba. Era ridículo pensar que necesitarían de un gran contingente de hombres para entrar en los bancos o que habría un grupo especialmente entrenado para ello. Los grandes mandatarios estaban al tanto de todo, por lo que no habría resistencia alguna.

Aquellas dos semanas parecieron dos años. No me atrevía a subir a mi casa, así que me acomodé en el trastero. No pude lavarme ni cambiarme ropa en todo ese tiempo. Afortunadamente, allí había ido amontonando a lo largo de mi vida todo tipo de aparatos electrónicos, ordenadores, enchufes y baterías, por lo que pude hacer un seguimiento más o menos exhaustivo de los acontecimientos. Los movimientos del gurú apenas variaron en los días sucesivos. Conocía a la perfección el modo en el que la luz del transmisor se movía por la pantalla para llegar al edificio de las reuniones y después al de las paredes de cristal.

De pronto, una noche, se anunció la detonación. Sería llevada a cabo al día siguiente a las nueve treinta horas. Internet se colapsó casi de manera inmediata. Ya no podía hacer nada más. Mi tarea de espía había terminado aquí. Ahora debía convertirme en asesino.

Me levanté. Mi descripción en aquel momento habría sido igual a la de cualquier mendigo. Salí a la calle y la tenue luz del amanecer me hizo cerrar los ojos. Aquel era el último día del Viejo Mundo. Afortunadamente, había tal cantidad de gente en la calle que nadie percibió mi desarrapada presencia. Todos saltaban, gritaban, incluso caía confeti de alguna parte sobre nuestras cabezas. Portaban pancartas en la que se daba la bienvenida al Nuevo Mundo, en las que aparecían dibujadas manos en forma de alas. Era imposible avanzar entre toda esa gente. Tan solo mi hedor conseguía apartarlos de vez en cuando.

Miré el reloj. Las nueve y diecisiete. No sabía cuánto tiempo llevaba tratando de avanzar en contra de aquella marea humana. Estaba agotado. Entonces miré el receptor y pude comprobar que el gurú se encontraba en mi misma dirección. Sin duda se encontraría ya en el interior del banco. Aparté a empujones a quien se interpuso en mi camino. Corrí como pude mientras sentía en mis pulmones las consecuencias de haber estado dos semanas en un sótano. Miré nuevamente la pantalla del receptor. La batería se estaba agotando. Apenas parpadeaba la luz de posición cuando entré por la puerta del banco.

Así que ahora corro como un desesperado. Corro por los pasillos resbaladizos de suelo de mármol. Un indigente vestido con gabardina y corbata que se agarra el sombrero para que no se le vuele. Un rastro de pestilencia que posiblemente sea la última esperanza de quienes festejan en la calle la llegada del Nuevo Mundo. La sangre me bombea en los oídos. Nueve y veintinueve. No tengo tiempo. Como había sospechado, el banco está vacío. ¿Quién sabe dónde está el presidente? ¿Dónde está la peluca de rastas? ¿Dónde están quienes verdaderamente van a sobrevivir al viejo mundo?

Corro. La garganta me sabe a sangre. Busco entre los pasillos y mis pies chirrían sobre el suelo al cambiar una y otra vez de dirección. Subo y bajo escaleras más rápido de lo que nunca lo he hecho. ¡Y ahí está! La puerta acorazada. Completamente redonda, como si se tratara de la caricatura de una verdadera puerta acorazada. Ya ha comenzado a girar sobre sus goznes. Nueve y treinta. Si entro ya no podré salir. Los últimos parpadeos del localizador indican que el gurú está ahí dentro. Salto al interior en el preciso instante que la puerta se cierra con un chasquido sordo. Oigo cómo los cerrojos automáticos comienzan a activarse. Frente a mí, un artefacto metálico de más de dos metros de alto y tres de ancho. En el suelo, una chaqueta de pana y dos rastas cruzadas. Un reloj digital del tamaño de un puño realiza una cuenta atrás a la altura de mis ojos. Cientos de cables asoman.

Ya solo puedo tragar saliva. Quizá deba arrancar de cuajo todos aquellos alambres de colores que sobresalen del artilugio y tratar de desactivar la bomba para salvar millones de vidas. Entonces, a la mañana siguiente se abrirán las puertas y encontrarán a un mendigo que ha detenido la cuenta atrás para la aparición del Nuevo Mundo. Me lincharán y después volverán a armar la bomba. Respiro pesadamente. Donde no hay elección no hay responsabilidad. Introduzco mis manos en los bolsillos, dejo caer el sombrero hasta taparme los ojos y doy la bienvenida al Nuevo Mundo.

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Comentarios

  1. SonderK dice:

    un relato inteligente, sobrio y con gran agilidad, un aire fresco que se agradece. El final resulta sorprendente por un giro inesperado que hace que una sonrisa aflore en los labios.

  2. levast dice:

    Genial paranoia y un final de esos puñeteros que me encantan.

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