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Nordor Gimbatul

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Atrás quedaron los días antiguos que hoy apenas se recuerdan. Olvidadas en el Tiempo las edades en que los Primeros Nacidos habitaron la Tierra Media. Lejanas en la memoria las batallas de Elfos y Hombres contra la Sombra…

Sin embargo, la música de los Ainur repite su melodía en nuevos estribillos y, únicamente Ilúvatar conoce su propósito, pues sólo en su pensamiento está dispuesto el orden en que han de suceder los acontecimientos y su razón de ser o no ser.

Y una vez más la raíz del Mal brotó en las entrañas de la tierra. Porque las semillas que Melkor, el Maldito, ha sembrado desde el Principio en el corazón mismo de Arda no pueden morir en tanto que el propio Morgoth continúe siendo, aun en el Vacío Intemporal. Y así fue que un nuevo señor oscuro dominó las tinieblas en Bandgroth, la Mazmorra Subterránea.

El origen de Delamarth Nargurth apenas se conoce por leyendas que han llegado de allende Car Dûn, al norte del Antiguo Reino de las Brujas de Angmar; mas, no hay criatura mortal que sepa de la verdadera naturaleza de su poder y maldad. Pero cuando se instaló en las profundidades de sus dominios, hasta la tierra que una vez llamaron Negra, Mordor, tembló a su llegada, y de nuevo el cielo se cubrió de oscuridad en el horizonte. Los días de los Reyes volvieron a amanecer envueltos en el temor y la agitación. El Árbol Blanco de Gondor comenzó a perder hojas, presagiando el invierno de los Hombres y reavivando las profecías sobre un Árbol Negro alimentado con el dolor del mundo.

Sin embargo, el Señor del Destino Terrible no obtendría su victoria a fuego y espada, acaudillando un ejército, regando los campos con la sangre de los vencidos y extendiendo el terror con hordas de criaturas enfurecidas… aquello quedó en las Tierras Perdidas de Angmar. No eran ese fuego ni esa espada los que le darían el triunfo absoluto. Delamarth Nargurth no ganaría la Tierra Media para Morgoth, pues no era él siervo de un cautivo, ni libertador de esclavizadores, sino el Heraldo de la Noche Infinita.

De todos estos pensamientos ningún ser mortal tenía conocimiento, ni tan siquiera los Eldar de las Tierras Imperecederas, ni aún los Valar en cuya gracia se regocijaban.

Él fue el primero en comprender que la auténtica esencia del Poder Absoluto es el Conocimiento Supremo. El odio y la rabia habían desviado a Melkor de su propósito. Por eso había fallado. Por eso continúa desterrado y confinado tras la Puerta de la Noche, más allá de los Muros del Mundo, allí donde el vacío y su desnudez se le hacen insoportables. Sin embargo, el Señor del Infierno Subterráneo no se permitía sucumbir a emociones tan propias de seres débiles, como Elfos y Humanos… aquello quedó en las Tierras Perdidas de Angmar.

Así fue que el llamado Fuego de la Muerte invocó su poder para obtener la sabiduría del Maldito y éste se le reveló mediante visiones de pesadilla. La magnitud de la fuerza de Morgoth estremecía a Delamarth, mas no cedía al temor, pues se sabía el más ambicioso de los de su especie y se mostraba infatigable en su afán de aprendizaje.

Fue entre oscuras alucinaciones que supo de una tierra más allá de Aman, donde el oeste y el este confluyen con el norte y el sur, en mitad del Mar Exterior; una tierra que nadie ha visto jamás porque sólo ha existido en la melodía primigenia que Ilúvatar comunicó a los Ainur antes de que la discordancia de Melkor se extendiera por vez primera en la Gran Música; una tierra sólo en los más profundos sueños de Manwë y su hermano, por ser quienes comenzaron a cantar las primeras notas del tema. En esa tierra, llamada Nordor, la Tierra del Fuego, se levanta Amon Ainur, coronada por Oroddîn, la Montaña del Silencio, en cuyo interior arde la Llama Imperecedera que Eru envió al corazón del mundo para que fuera.

Supo también de Tirgon, el Centinela de Piedra, sobre cuya cima se alza Baradruin, la Torre de la Llama Roja, en la que Manwë depositó a Dúmegil, la Espada de la Noche; y de las asgaldomë, las piedras que guardan la sonrisa de Varda, la Luz Brillante de las Noches.

De lo acontecido en Nordor nadie ha tenido jamás certeza, y el relato que se conserva en la tradición tiene su origen en historias que los Valar han transmitido desde las Tierras Imperecederas mediante sueños y visiones, a través de los cantos de las aves en el viento, la música de las olas y el sonido de las estaciones. Esto es lo que se cuenta:

De la llegada del Señor de Bandgroth a la cima de Nordor

Así fue que Nargurth envió a Morthoron, sus ojos fuera de las tinieblas, sobre el Mar Exterior en busca de las tierras rojas de Nordor. Y cuando, tras varias vidas de hombres, el Águila Negra se sobresaltó por un destello en el horizonte, Delamarth fundió su espíritu con el cuerpo del ave. Continuó su vuelo hacia la curvatura del mundo mientras el cielo tornaba su color azul profundo en el aún más intenso negro de la noche. Amparado en la oscuridad que tan bien conocía, el Heraldo del Terror batía sus alas de ébano provocando el quejido del aire… el sonido de su venida, disparado desde su afilado pico, rasgaba el silencio que entretejía los espíritus en paz de aquel crepúsculo.

Las constelaciones desplegaban su belleza por la infinita negrura. Su fría y distante luz no provocaba ninguna emoción en Nargurth, ni tan siquiera el desprecio por su hermosura. Incansable hacia Nordor, no permitía que la fatiga se apoderara de su mente.

Con las primeras luces del nuevo día la Tierra de Fuego hacía honor a su nombre. El Mar Exterior, Ekkaia, rompía furioso contra los acantilados de Amon Ainur. Morthoron planeaba en torno a la base Oroddîn, el volcán dormido; de nuevo un destello atrajo su aguda mirada. Provenía de la cumbre y hacia allí remontó las corrientes de aire marino. A medida que ascendía, el rugido de las olas menguaba y el frío empujaba velos de nubes sobre la cima. Las peladas laderas rocosas se cubrieron de hielo hasta elevarse en muros de decenas de metros…

Delamarth sobrevolaba los últimos bloques helados cuando sus ojos ardieron como los luceros que desaparecían eclipsados por la luz de Anar. Ciñendo el cráter contempló una réplica del cielo nocturno. La tierra se extendía negra formando un círculo perfecto e, incrustadas en ella, brillaban las asgaldomë, que guardan la luz de las estrellas, la sonrisa de Varda atrapada en ellas, reflejo de la luminosidad de los Valar. Nargurth aguzó la vista del águila y descendió majestuosamente. En el mismo instante en que rozaba el suelo abandonó la emplumada envoltura, que se desplomó sin vida en aquel terreno igual de yerto. Tomó entonces forma humana y recogió entre sus dedos uno de aquellos puntos luminosos. Al contacto con su piel, la luz murió al instante y sólo quedó una humilde piedra lisa de formas angulosas

Del encuentro entre Nargurth y la Reina de las Montañas

Delamarth contemplaba el guijarro sonriendo, consciente de su poder. Él, Señor de las Tinieblas, había apagado la sonrisa de Varda con sólo rozarla. Levantó la vista. Ante las brasas de sus ojos se desplegaba una llanura desolada y silenciosa. Por un momento se sintió cómodo, como en… casa… pero rechazó de inmediato ese atisbo de emoción. Él era un desheredado, un espíritu maldito… no había morada que cobijase a los de su especie.

Una repentina brisa helada se enredó en sus negros cabellos, como dedos juguetones… y la brisa lo envolvió de un aroma dulzón y exótico que no supo identificar… y la brisa rozó su rostro y rió en sus oídos… y la brisa… cesó tan súbitamente como había comenzado. Nargurth permanecía inmóvil, expectante, alerta… de nuevo las emociones atentaban contra sus defensas: curiosidad y excitación…

—Sólo el Señor Oscuro puede extinguir, como tú has hecho, la Luz Brillante de las Noches. No eres aquel cuyo nombre no se cuenta ya entre los Aratar, y, sin embargo, siento la Noche en tu corazón. Es a ti a quien esperaba.

La voz quedó sostenida en una nota melancólica que sacó a Delamarth de su ensimismamiento. Se volvió hacia el sugerente son que había susurrado a sus espaldas. Una silueta femenina se difuminaba y protegía en una nube.

—Sólo yo puedo devolver la sonrisa que has borrado del rostro de Varda.

Una mano emergió del velo vaporoso y sus dedos acariciaron, juguetones, la piedra entre los de Delamarth. Al contacto con su piel, la luz brotó al instante del corazón de la piedra, y Nargurth sintió un pinchazo en las yemas. Era una luz rojiza, como el fulgor de las estrellas viejas, reflejo de las llamas que ardían en la mirada del Señor del Fuego de la Muerte.

Oculta en su vestido de niebla, la figura se dejaba templar por aquel ardor desconocido en su helado territorio. Delamarth escrutaba la bruma, buscando los ojos que lo espiaban. Sin embargo, cuanto más escudriñaba, más espesaba la nube que los envolvía. Una vez más, emociones inesperadas pujaban por doblegar la voluntad del dueño de la Mazmorra Subterránea… ansiedad, impaciencia… Pero el Amo de las Tinieblas enfrió aquel corazón que, en mitad de los hielos, había empezado a inflamarse con un ardor hasta entonces desconocido.

—Soy Delamarth Nargurth, el Señor de Bandgroth.

—Lo sé —asintió la voz, ahora serena, que brotaba de la nube como lluvia fresca en el tórrido verano—. Vienes en busca del Fuego Secreto que da Ser a las cosas. Crees que triunfarás allí donde Melkor fracasó, que dominando tus sentimientos no sucumbirás a las debilidades que llevaron a Morgoth a su derrota. Pero yo te digo que sólo Ilúvatar tiene el poder para someter la Llama Imperecedera, y si ahora intentaras gobernarla, te consumirías en su magnitud.

Mientras escuchaba, Delamarth sentía que la rabia se agitaba en su interior. Por un momento, el desánimo sobrevino a su voluntad, pero nuevamente buscó, en la intimidad de sus pensamientos, el fuego de la ambición que alimentaba su espíritu. Su voz potente azotó el silencio como el restallido de su temible látigo Fauggor…

—¡Muéstrate ante mí y dime quién eres, tú que crees saber de mí!

—Soy Emyntári, Señora de Baradruin y custodia de Dúmegil, la Espada de la Noche. Y yo te digo que, asimismo, careces del conocimiento para empuñarla contra la Luz de Arda.

Del pulso entre el Infierno Subterráneo y la Torre de la Llama Roja

La ira asomó a los ojos incandescentes de Nargurth. Aquella voz serena y sus palabras, certeras como flechas élficas, quebraban su espíritu. Nunca antes criatura alguna había tambaleado los cimientos de la fortaleza inexpugnable que era el alma negra del Señor del Fuego de la Muerte. El cuerpo de Delamarth se tensó y un remolino de fuerzas oscuras comenzó a formarse en torno a sus tobillos. Pequeñas llamas brotaron del suelo bajo sus pies y su sombra, y crecieron hasta envolver por completo al Hijo de la Noche Infinita. Frente a él permanecía, impertérrita, la figura de la Reina de las Montañas, oculta en su vestido de nubes.

Fauggor se desperezó en la mano derecha de Nargurth y emergió de la llamarada sacudiendo sus dragones de fuego hacia Emyntári. De la niebla brotó Dúmegil. Y la sorpresa cundió en Delamarth, que contuvo su furia ante la inesperada maniobra. La Espada de la Noche había sido forjada por Melkor en los tiempos en que Arien, la maia que rehusó ser su esposa, comenzó a gobernar la barca del Sol. Su empuñadura fue hecha con un trozo de oscuridad que Morgoth había materializado y, al entonar la melodía precisa, toda luz se extinguía allí donde apuntaba… pero, ¿conocería la Señora de Baradruin la música que apagaría a Fauggor, el Resquicio del Terror?

—Incluso el propio Melkor la ha olvidado, pero no yo —desafió ella leyendo, a través del fuego, la mirada turbada del Señor de las Tinieblas.

Así permanecieron, enfrentados, a la luz rojiza de las estrellas viejas, sin que ninguno de los dos oponentes mostrara debilidad ante el otro. Transcurrieron varias vidas de hombres en la Tierra Media antes de que Nargurth retirase a Fauggor y Emyntári envainara a Dúmegil.

Pero el Señor de Bandgroth quería probar la intensidad de los poderes de la Señora de la Torre de la Llama Roja, pues no sabía con certeza qué criatura era. Y entonces envió su Fuego de la Muerte. Y Emyntári le respondió elevando muros de hielo que se perdían más allá de la cima de Oroddîn. Y si Delamarth conjuraba la Oscuridad, ella invocaba la Luz Brillante de las Noches. Así pugnaron de nuevo sin que ninguno mostrara debilidad ante el rival.

Y en la Tierra Media el cielo continuaba oscuro, y el norte sumido en las tinieblas; el Árbol Blanco perdía hojas, y los hombres temerosos y agitados no sabían contra qué calamidades debían combatir, pues no había indicios de huestes enemigas —como antaño— preparando un asalto… Enloquecidos, atacaban para defenderse, mataban por miedo a morir, guerreaban para proteger la paz… y a punto estuvo el Señor del Terror de causar la ruina y el fin del mundo.

Pero Nargurth sucumbió a su propia naturaleza, y la impaciencia lo condujo a la cólera, y convocó la totalidad de su excelso poder, arriesgando su propia esencia para demostrar su dominio. Y la Señora de las Cumbres empeñó la fortaleza de su espíritu para resistir la batalla definitiva…

Nargurth se liberó de su forma humana, que quedó tendida en el frío suelo de la cima de Oroddîn. Y una bola de Fuego de la Muerte se precipitó al interior del cráter de la Montaña del Silencio. La Señora de Baradruin tomó entonces el cuerpo inerte de Delamarth y lo llevó a lo más alto de la Torre, junto al pebetero sobre el que ardía la Llama Roja…

Del hallazgo de Nargurth

Varias vidas de hombres descendió el Señor de Bandgroth por las entrañas de Oroddîn en busca del Fuego Secreto de Ilúvatar. Y por fin llegó al centro del Mundo, y encontró lo que sólo Melkor antes que él había querido conquistar para sí. Allí, en mitad de la Oscuridad Absoluta, parpadeaba una exigua luz, la lágrima de Eru. Y Nargurth formó un cerco de llamas que se fue estrechando al tiempo que las lenguas de fuego parecían elevarse… ¿o era la Llama Imperecedera la que se marchitaba? El Fuego de la Muerte estaba a punto de rozar al de la Vida… cuando… de pronto, éste… desapareció.

Se hizo un silencio y un vacío, el Silencio del Principio en el Vacío del Principio, cuando sólo era el Único. Y sin quebrantar esta insoportable ausencia, Eru se mostró al Señor de las Tinieblas y le comunicó el secreto del Ser y del No Ser, del Orden y del Caos, de la naturaleza cíclica que había concebido… y le otorgó la Clave del Conocimiento Supremo.

Y demasiado tarde comprendió el Heraldo de la Noche que su alma no era lo suficientemente infinita ni eterna para albergar aquellas revelaciones. Así el Fuego de la Muerte ocupó el lugar donde otrora brotase la Llama Imperecedera, y su ira y su cólera fueron arrastradas, pues así estaba dispuesto en el pensamiento de Ilúvatar.

Al otro lado del mundo, en la tierra que llamaran Mordor, bajo los restos que una vez elevaron el Monte del Destino, manaron ríos de lava ardiente, la sangre y la vida, la cólera y la ira de Nargurth. Y la Tierra Media entera tembló, y los hombres y las criaturas que la habitaban vieron en el este la erupción volcánica más violenta desde la caída de Sauron y la destrucción del Anillo Único.

Tras el cataclismo, la Oscuridad sucumbió a la Luz, y en el Árbol Blanco de los Reyes de los Hombres asomaron verdes brotes, anunciando una nueva Edad, el comienzo de otro ciclo del que sólo Eru conoce su duración. Y así la Tierra Media recordó que todo lo que tiene principio ha de terminar, que el Mal persistirá mientras lo haga el Bien y es necesario para el equilibrio del Mundo… que la perfección sólo existe en el pensamiento de Ilúvatar… que todo lo que es y lo que no es, es y no es por deseo del Único.

Del retorno de Delamarth y Emyntári

Y mientras Eru mostraba a Nargurth los misterios hieráticos, en Baradruin la Reina de las Montañas se puso en pie ante la Llama Roja, que no es sino otra lágrima de Ilúvatar, y entró en ella. Su carne se fue volviendo negra y, consumida en el calor, acabó desprendiéndose hasta dejar ver el esqueleto que la sujetaba. Al compás de la crepitación, los huesos se quebraban y deshacían en jirones chamuscados, hasta que del cuerpo de la mujer sólo quedó una mancha oscura en la tierra. Y entonces, libre de la atadura mortal, el espíritu de Emyntári se fundió con la llama y así le dio su inmortalidad.

Una repentina brisa agitó la flama, y la llevó hasta el corazón de Delamarth; una extraña melodía, las primeras notas del tercer tema de la Gran Música, resonaron por la estancia, y una nube envolvió el cuerpo que el Señor de Bandgroth abandonara. El fuego de la vida retornó a las venas del hombre, porque así el Único había otorgado ese don a Emyntári y la libertad de entregarlo a voluntad. Mientras el pulso vital recuperaba su ritmo en Delamarth, la nube se retiró a su lado y comenzó a espesar hasta hacerse impenetrable, densa, sólida… y fue transfigurándose en el cuerpo que ya una vez albergara a la Señora de Baradruin. Y así renació para el mundo y para el hombre junto al que yacía.

Y ella, desnuda ahora de todo poder, se inclinó serena sobre Delamarth. Ya no se vieron como los grandes señores que una vez fueron, sino como un hombre y una mujer, los primeros en la tierra de Nordor.

Se miraron por vez primera a los ojos. Las llamas no se habían extinguido de la mirada de él y en los de ella brillaba eterna la luz de las asgaldomë. Se rozaron las puntas de los dedos y sintieron un pinchazo en las yemas.

La mujer lo tomó en sus brazos y el hombre se abandonó a aquella sensación, y a las emociones y sentimientos que manaban a raudales en sus rincones secretos.

—Te conozco —dijo él.

Ella sonrió:

—Estás en casa.

Y la llama que prendió esa noche no se extinguió con la salida del sol. En aquel nuevo amanecer permaneció ardiendo, imperecedera, en el centro del cráter sagrado. Aquella mañana, la Tierra entera contemplaría el comienzo de la Edad de los Señores de la Tierra de Fuego.

Y los descendientes de Delamarth y Emyntári habitaron y dominaron Nordor, y hablaron su propia lengua y fueron diferentes a todos los que una vez hubieron poblado Arda. Y su estirpe permanecerá sobre la Tierra hasta que Ilúvatar dé fin al Tiempo y al Espacio.

Y Melkor se revolvió en sus entrañas porque, finalmente, Nargurth había triunfado, pues dio Ser a toda una raza y Vida allí donde antes sólo hubo yermo… Y demasiado tarde comprendió que el secreto del Poder Supremo es el de la Creación, el camino hacia la Eternidad… pero él sólo supo llegar al Vacío Imperecedero en el que se consumirá hasta que el Único dé fin al Tiempo y al Espacio…

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Comentarios

  1. levast dice:

    Un relato de una lírica impresionante. He de admitir que me identifico mejor con historias más «terrenales» pero es que has pintado un lienzo precioso. Además me encanta cómo juegas con la mitología tolkiniana y la integras con naturalidad. Un homenaje muy «tuyo» (me recuerda a tu relato de kungfu), totalmente fiel con la historia esa sobre un anillo y un tour por la Tierra Media.

  2. SonderK dice:

    El más difícil de escribir y también de entender de entre todos los relatos de esta edición, solo para paladares exquisitos y entendidos en el Silmarillion y sus gestas. Es denso pero la historia brilla por sí sola, un gran relato.

  3. marcosblue dice:

    Es bellísimo. Yo disfruto con las palabras, y tú las manejas de una forma admirable, un regalo. En realidad no has escrito un relato, sino un poema. Un gran poema de amor, y de la vida, y del mundo. Leyéndolo me he ido desde la Teoría de la Relatividad hasta el Amadís de Gaula. Y el final, me ha conmovido… el último párrafo es inconmensurable. Para quien lo sepa entender.

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