No valgo para esto
por levastDios debe estar descojonándose ahora mismo. Apesto a vómito y vísceras. Tengo el cadáver de «Problemas» Joe encima de mí, sangrando. Me faltan fuerzas para quitármelo de encima. No veo una puta mierda. Bueno sí, mis gafas ahí tiradas y rotas. Mal vamos. Las sirenas ya suenan a lo lejos. Hay que moverse echando hostias. El viejo videoclub está ardiendo; la explosión ha mandado todo a tomar por culo. Que alguien me explique el chiste porque no tiene ni puta gracia.
¿No es lo que querías que hiciera, Jefe? ¿Estar ahí, retener todos los detalles, crear imágenes vivas? Pues aquí estoy, observando tu cuerpo reventado y estampado en la acera. El puto gordo de Joe nos ha traicionado y ninguno lo vimos venir. Ni tú, ni Kelly, ni el Bizco; ahora sólo quedo yo, lo peor del grupo, a punto de ser trincado por la pasma. Te tomo prestada la gabardina, Jefe; empapado de sangre soy una diana perfecta. Y todavía me queda mucho Detroit por patear hasta llegar a mi casa. Si es que todavía tengo casa, el casero ya me ha dado dos avisos esta semana. Las persianas de los vecinos se están levantando y ya habrán llamado a la comisaría. ¡Joder!, la pierna me duele horrores, la próxima vez me lo pensaré dos veces antes de saltar sobre una motocicleta en marcha. Puto Joe, bien que nos la has jugado.
Era una buena noche para quedarse en casa, para saltarse la sesión de birras y pizza. Y eso que me dolía la cabeza y me toca madrugar para abrir el almacén de correos. ¿Cómo voy a explicar las manchas de sangre del uniforme a mi supervisor de US Postal? Ahora no veo la forma de regresar a casa. Y ver, lo que se dice ver, bien poco. Sin las gafas, todo se me presenta borroso si no lo tengo a dos palmos de la jeta. Ni hablar de coger un bus, todo el transporte público está más vigilado que Fort Knox. Seguro que todos los uniformados están avisados. ¡Gracias, Detroit! ¡Gracias a la ciudad más segura de América! ¡Gracias, alcalde déspota de los cojones! Las sirenas ya zumban a lo lejos como avispas. Tú tranquilo, eres un ciudadano normal y corriente paseando por la calle. No hay que llamar la atención. No parecer nervioso. No correr ni alterarse. La noche está especialmente apagada sin mis gafas. Las formas borrosas de los edificios entristecen el cuerpo de este cadáver que se hacía llamar Detroit. Puedo sentir tu trémula piel en el helado y abandonado asfalto, tu hedor a podredumbre en los ejecutados anónimos que reposan en tu río. El miedo de tus habitantes ha abortado cualquier intento de darte aliento. ¿Así es cómo te hubiese gustado, Jefe? «Descripciones duras y angustiosas para resaltar nuestras misiones». Para eso sí valía, negro testarudo, no para los tiroteos y explosiones en los que me has involucrado.
Causa y efecto. Si no hubiera conocido a Susie no habría tenido que enamorarme, no me habría peleado con ella, no nos hubiéramos tirado los trastos, no la habría encontrado apaleada por unos policías, no hubiera tenido que enterrarla, no le hubiera contado mis penas al dueño de mi videoclub, él no me hubiera presentado a otros tíos raros, no me hubiera embarcado en una venganza de locos, no les vería a ellos también muertos y no sería un pelele que atraviesa Detroit a ciegas y con medio cuerpo magullado. Pero si no hubiera conocido a Susie seguiría siendo otro ciudadano anónimo, sin voz, resignado a soportar los métodos represivos de los secuaces de ese puto alcalde-gobernador-profesor o lo que coño quiera que sea ese malnacido, y vivir como un sonámbulo esta pesadilla americana. Pero Susie no tenía la culpa de nada. No se merecía lo que le pasó. Quizá fue culpa mía. Por no tener paciencia, por no verlo venir. Susie estaba un poco chalada. Le iba mucho la marcha, en la cama y en la cabeza. No me escuchaba, era una buscavidas. Vivía conmigo a temporadas, entre discusión y discusión. Estaba muy enganchada a cualquier mierda que probara. Aparecía por la noche para meterse en mi cama y por la mañana escapaba con algo de dinero de mi cartera. Pero no se merecía que una patrulla de policías cabrones se la llevase a rastras a un callejón y le pateasen los pulmones hasta reventarla. Aunque fuera una yonqui que acabara de robar una tienda a punta de navaja. No se lo merecía. Joder, Susie, si estuvieras viva no hubieras tardado ni dos segundos en aparecer para ayudarme. Tengo un puto móvil y cualquier persona que me podría ayudar al otro lado de la línea está muerta.
Ya no queda nadie. Adiós al sueño si es que alguna vez no fue más que una mala jaqueca. Adiós al grupo de perdedores que formaste, Jefe: Kelly «la Aguafiestas», Hank «el Bizco», Problemas Joe y yo, «el Cartero». ¿Cómo me dejé convencer? Ya alguna vez el Jefe me habló de su vida mientras le alquilaba alguna peli. Cuando se convirtió en el oficial más condecorado de la policía de Detroit pero que un buen día decidió denunciar a unos compañeros por abuso de fuerza en la muerte de un sospechoso. Nadie le apoyó ni cuando le pusieron una bomba en los bajos del coche que se llevó por delante a su mujer y a su pierna derecha. A partir de ahí, salió del Cuerpo e inició una nueva y solitaria vida regentando un videoclub. El viejo Jefe, un negro imponente de casi dos metros de altura, siempre apoyado en su recio bastón, con ese aspecto abandonado de veterano de una guerra olvidada, observándote con una mirada triste y contenida. ¿Qué viste en mí? ¿Qué te hizo confiar en un ratón de biblioteca enrabietado por el asesinato de su novia, que te invitaba a jarras y copas en el Bloody Moon? Se me bajó la borrachera de golpe esa noche que me enseñaste en el almacén del videoclub todo el arsenal que habías estado recopilando durante años. Me acojoné y lo quise olvidar pero de nuevo me volviste a enganchar en el Bloody Moon y me presentaste a Kelly, Hank y Joe. También la policía les había jodido o alguna patrulla de voluntarios se había llevado por delante a alguien cercano. Fue el alcohol o esas ganas de devolver los golpes lo que me convencieron. ¡Maldita sea la hora! No quería implicarme a fondo, nunca había cogido un arma en la vida. Soy miope, no sé conducir y siempre he salido corriendo ante cualquier pelea. No es que reclutaras precisamente mercenarios profesionales, pero ganas no nos faltaban. Hank era un buenazo, no sabías si te miraba a ti o el culo de la chica que pasaba por la otra acera, pero el Bizco era un tirador de primera. Un ex francotirador al que habían expulsado de los marines por buena gente. Luego estaba Kelly, que iba a su rollo. Sólo se comunicaba con monosílabos. Era la Aguafiestas porque ningún tío tenía cuerpo para marcha si ella te agarraba y te daba una hostia. Ni siquiera tú la pudiste derrotar en un pulso, Jefe. Y Joe. Para él todo eran problemas. Cualquier cacharro que montara se le podría reventar antes de tiempo. Una pequeña bomba en un coche se podría llevar por delante todos los de una manzana. Ojala se le hubieran reventado las manos, puto traidor. Vaya grupo. Lo mejor era cuando nos buscamos un nombre para bautizarnos.
—Podemos llamarnos «los Vengadores» —decía Joe, tan imaginativo él.
—Hay miles de nombres. «Los Justicieros», «los Renegados», «los Fugitivos»… —recuerdo que respondió el Bizco.
—Estáis flipando un poco —los interrumpí—, ¿es que no os habéis mirado? Somos la maldita basura de Detroit, todos los secuaces del alcalde nos tratan como a escoria.
—Pues seremos «la Escoria» —sentenció el Jefe totalmente convencido.
Y así fuimos empezando. Con el Bizco ejecutando a algún oficial a distancia. Con la Aguafiestas torturando y apretando de lo lindo a los chivatos de la policía. Con Problemas Joe experimentando con bombas lapa que tenían menos fuerza que un petardo. Con «el Jefe» encargándose de la logística, la estrategia y las armas. Eras un tacaño con todo pero nos íbamos apañando. Y conmigo, claro, el Cartero. El empollón, el informador, el que sería el cerebro de la propaganda. El que se inventó un logotipo de una mano empuñando una pistola emergiendo de un cubo de basura. No nos iba mal a la Escoria. Le estábamos pillando el truco. Nos estábamos haciendo notar. Había gente que celebraba nuestros golpes pintando en las paredes el emblema de la Escoria con graffiti. Quizá nos habíamos confiado demasiado. Jefe, tú insistías en que me querías ver en acción. Querías que pensara como un criminal porque, al fin y al cabo, éramos criminales. ¿Para qué? Al final le habéis dado el relevo al más lento de la pista de atletismo. Antes o después íbamos a acabar jodidos. Echo de menos mi cama y mi rutina de entregar cartitas en los buzones. Aunque madrugue, mañana seré feliz si ficho en el curro a las siete.
Los coches patrulla ya suben por esta avenida. Me tiemblan las manos y las piernas. Necesito algo. ¿No tendrá algo de tabaco en su gabardina el viejo? ¡Ajá!, algo le queda. Hijo de puta, los dos últimos Marlboro de un paquete que me sisó el otro día, viejo tacaño. Es jodido encenderlo con estos nervios. El motorista que acompañaba al gordo ya habrá ofrecido alguna descripción mía. Si me lo hubiera cargado… pero por las malas he descubierto que no es nada fácil matar a un hombre. La mayor parte de las veces depende de la suerte. Como hoy. Tocaba noche de «birras y pizzas», noche de planear otro golpe hasta bien entrada la madrugada. Lo tenías todo bien estudiado, gordo. El motero llamaba, salías a por la pizza, la dejabas en la reunión con su ingrediente extra y saltábamos todos por los aires. Pura suerte. Primero tú, ¿por qué esta vez funcionó, Problemas Joe? Para ti, que eras todo quejas, siempre con excusas, un cable que no funcionaba, una carga que detonaba antes de tiempo. Ninguna de tus putas bombas funcionó bien jamás. ¿Por qué hoy sí, gordo traidor? Y suerte la mía. Por casualidad vi que no recogiste los billetes para pagar y salí a entregarlos. Ver tu cara de sorpresa, manejando nervioso un detonador, me impulsó. No sé cómo me lancé contra la motocicleta en marcha. Me he jodido el hombro, me he reventado la rodilla y una rueda me ha rasgado media cara. La Física no miente y el dolor menos. Lo siguiente fue sentir la detonación de la bomba y los cristales clavándose en mi espalda. El único que reaccionó a tiempo fue el motero y se largó echando leches. Me tiraste al suelo, sentaste tu culo seboso sobre mi pecho y descargaste con rabia tus puños sobre mi jeta. A duras penas me defendía con los antebrazos. No sé cómo mi mano zurda se deslizó por mi cinturón. No sé cómo saqué la Beretta y te atravesé las tripas de un tiro. Suerte. Tu bilis y tu sangre ahora empapan mi uniforme de cartero. No sé muchas cosas, pero sé que ahora mismo estás más tieso que una lápida. Espero no acompañarte hasta dentro de mucho tiempo, cabronazo.
Dos personas me siguen. Las oigo. Cuchichean. No puedo distinguirlas, no veo una mierda, no sé si son polis o qué. No aceleres el paso. Sigue normal, discreto. Necesito otro pitillo. Las manos ya ni las controlo. Los tacones de sus zapatos retumban en el silencio de la calle. Se han callado. Estoy tiritando. Quizá si doblo la esquina sabré si me siguen. Tampoco me puedo desviar mucho, sin gafas todas las calles parecen idénticas. Están muy cerca. La Beretta sigue ahí, rozándome una nalga. Tengo que agachar un poco la cabeza y mirar de reojo en la luna del escaparate mientras enciendo el cigarrillo. Pasan de largo, menos mal, parecían una pareja cualquiera… ¡Coño! ¿Con qué he tropezado? ¡Hostia puta! Dos polis subían la calle por la que he entrado. Y yo convencido de mi buena suerte. Me miran de arriba abajo. De repente tengo muchas ganas de mear.
—¿Qué hace usted a estas horas por la calle?
—Disfrutar del paisaje, señor agente —joder, no se me ha podido ocurrir respuesta más torpe—. Soy escritor, estoy buscando algo de inspiración para un relato.
—Ya sabe que el crimen no descansa, ciudadano, se sentirá más seguro en casa. ¿Le sobrará un cigarrillo?
—No fumo —torpe gilipollas, se lo digo mientras estoy dando una calada y le lanzo el humo a la cara.
—Estamos graciosillos esta noche, ¿eh? Mientras me consigue usted un pitillo en su gabardina, me va buscando también su documentación. Y salga a la calle duchado, por Dios, huele peor que un matadero.
Me tienen. Se me cae el pitillo de la boca del susto. Si les digo que no tengo identificación pasaré la noche en el calabozo y si se la enseño y estoy fichado me ejecutan aquí mismo. El que me habla masca su chicle asquerosamente y el otro silba torpemente una melodía aguda. Rebusco entre la ropa mientras mi mente intenta escarbar alguna idea. Por la gabardina sólo palpo el bastón del Jefe.
—¿Algún problema, señor?
Su walkie suena. Deja de observarme un momento. Su compañero sigue ausente, silbando. Sigo palpando entre mi ropa, nervioso como si tuviera un ataque de epilepsia. Que alguien me diga cómo salir de esta. Se le ha arrugado el rostro al madero. Me observa con más severidad. Le hace un gesto con el codo a su compañero. Lo saben. ¿Dónde tenía la Beretta? No la encuentro. Sólo palpo en la gabardina el bastón… No es un bastón. Es una recortada. ¿Suerte? ¿Qué hago, cómo se usaba esto? El poli apaga el walkie y se echa una mano a la cintura. Jefe, espero que le hayas metido algo de munición a la escopeta.
El impulso me deja tirado de culo en el suelo. No sé qué coño ha pasado. Es jodido disparar desde dentro del bolsillo de una gabardina, apuntar y soportar la sacudida de este bicho. Me cuesta un mundo incorporarme. No veo bien pero parece que un agente ha caído y el otro está con las manos levantadas. Me acerco pisando la sangre del cadáver. Le he abierto el pecho y se retuerce entre estertores. El otro gime entre grititos de «no me mates, no me mates», herido con alguna esquirla. No puedo dejarle vivo ni llevármelo secuestrado. Es el enemigo, joder, sólo se merece un final, el mismo que su colega… ¡Mierda, maldito tacaño!, sólo dejó una bala en la recortada. ¡Mierda, mierda, mierda! El poli se echa mano a su pistola. No hay tiempo. Sólo tengo la escopeta. Joder, a hostias no quiero, pero es que no hay otra cosa. Grita como una nena después de machacarle la mano pero es jodidamente resistente y me desarma con una patada. Hay que pelear. Los nudillos me estallan y las falanges me crujen. Su cara parece de granito. Los puñetazos duelen pero por lo menos lo he aturdido. Hora de acabar la faena. La escopeta sigue ahí y su cabeza está expuesta. Los dientes le saltan cuando le golpeo la mandíbula con el cañón. Ya lo tengo en el suelo. El cráneo se le abre después de haber destrozado la culata con infinitos golpes. Grumos de sangre y sesos se desparraman por la acera. ¡Coño!, ahora me doy cuenta de que tenía mi pistola en la espalda. Mi mano derecha ha dimitido definitivamente. ¡Joder!, ¿no me podría haber lesionado la zurda?
A la carrera. No queda otra. No sé en qué puta calle estoy. Detroit se ha convertido en un puto laberinto con decenas de minotauros pisándome los talones. Todo parece igual de triste y solitario. Mierda, hasta esta noche sólo llevaba un fiambre en mi cuenta y ya se ha disparado a cuatro. Esto no es para mí. Yo nunca quise empuñar un arma. El Jefe me convenció para llevar siempre una pistola encima, por protección. Pero lo que realmente quería el viejo era curtirme, ponerme a prueba. Soy una nulidad, un cero en violencia. Lo mío era la vigilancia, aprovechar mi trabajo de cartero para recoger datos, direcciones y rastrear objetivos. Pero el viejo decía que veía algo en mí, en mi mirada. Chocheaba. Claro que, para demostrar su teoría, me puso a prueba de verdad. Aquel maldito día en que me ordenó entregar una carta y hacer un perfil de seguimiento de un objetivo. Me planté en su casa y me abrió un tipo. Inconfundible aquel rostro, su cara picada por la rubeola y una cicatriz en el labio superior. Era la cara del sargento a quien mi novia logró grabar en el móvil mientras era pateada. El tipo me miró indiferente, cogió la carta, firmó el impreso y cerró la puerta. Me quedé allí plantado, bloqueado, sin saber qué hacer. Acababa de estar delante del asesino de mi Susie, delante de la persona que más odiaba en el mundo. Y me quedé en blanco. No sabía qué hacer. Volví a llamar al timbre. El tipo se me quedó mirando, con cara de cabreo. La Beretta apareció en mi mano como un resorte. El sargento se quedó pálido. Cerré los ojos y disparé. ¡Bang! Apenas le alcancé en un hombro. Echó a correr dentro de la casa. Apunté pero ya se me había escapado. Le seguí a la cocina. El poli tropezó. Apunté de nuevo con calma y seguridad pero el arma se me encasquilló. El tipo lloraba en el suelo intentando taparse y protegerse la cara con sus brazos. Cogí un cuchillo, le empecé a rajar las manos y la cara, y al final se lo clavé en el tórax. No me quedé a mirar. Matar es la putada más penosa y sucia que existe, es todo lo contrario a echar 50 centavos en las máquinas recreativas y cargarse marcianitos. Vomité en su alfombra antes de salir. En el videoclub tuve una discusión con el Jefe de tres pares de cojones. Él sólo reía. Creía que me tenía ganado para su causa. Sigo sin querer darle la razón. Total, ¿qué causa estoy defendiendo ahora?
La rodilla me falla. Tengo la boca seca, me falta fuelle. Si me detengo soy carne picada para esos caníbales. Debí haberme puesto en forma cuando me lo propuse en Año Nuevo. Igual que cambiar de empleo, de amigos, de ciudad, de país… Da igual, de todas formas estoy muerto. Con cada pisada siento los músculos a punto de romperse y gritándome: «¡Para, cabrón!». Estoy perdido. Literalmente. Debo moverme por callejones desconocidos por los que no puedan circular vehículos. Saltar rejas y muros no es tan fácil como lo pintan, me estoy dejando las vertebras y las costillas cuando sobrepaso un obstáculo. Me mareo, tengo el estomago vacío y me encuentro al borde del desmayo. Necesito un respiro, un lugar dónde ocultarme. ¡Sí, allí! Eso es, ese sitio me suena, es un albergue para mendigos. El sitio perfecto para camuflarme. Los coches de las patrullas de vigilancia ciudadana vuelan como kamikazes dirigiendo sus linternas en todas direcciones. El recepcionista del albergue me mira raro cuando entro tambaleándome. Le sirven mis excusas y el nombre inventado. En el comedor la gente rumorea sobre el jaleo que montan los polis. Me siento un poco a salvo, rodeado de gente maltratada por la autoridad. La sopa sabe a meado pero por lo menos está caliente.
—Afuera se está montando una buena fiesta, amigo —me comenta el borrachín que se sienta a mi lado.
Las luces de dos rancheras deslumbran por las ventanas. Afuera están aullando a grito pelado a través de megáfonos, buscando un asesino de policías. Apenas distingo al encargado del albergue discutir con ellos. La gente sale a ver qué pasa. Yo no me asomo ni loco. Los patrulleros quieren evacuar el sitio y los mendigos van desfilando como judíos en un campo de concentración. Yo me escondo en el baño, no jodas. Esta ciudad es un manicomio, ¿qué puto enfermo se dedica a recorrer la ciudad montado en una ranchera con fusiles de asalto? A través del ventanuco de los baños apenas distingo a una docena de voluntarios fanáticos con chalecos antibala apuntando nerviosamente. El borracho de antes les señala hacia el albergue. Puto chivato. Los voluntarios armados no están para bromas. Alguna botella vuela por los aires. Se está cociendo una buena. Están apuntando a todo el mundo con sus M—15. La cosa no pinta bien, si salgo corriendo me fríen por la espalda. Uno dispara al aire. ¡Su puta madre! Los fusiles empiezan a ladrar y los mendigos caen como patos en la feria. Las ráfagas revientan carne, cristales y ladrillo. La Beretta me llama. No sé dónde coño apuntar. Esos tíos son unos psicópatas, se van a cargar a todos, sin miramientos. Se han detenido por un momento, pero esto no ha acabado ni de coña. Uno grandote parece estar armando un bazooka. Van a volar el puto albergue. ¡De esta no salgo, de esta no salgo, joder! Lo tengo en la mirilla, o eso creo. Esta vez no cierres los ojos, tonto del culo. La zurda me tiembla como un flan. No puedo fallar. Vamos, cabrón. Ahora o nunca. El tío está levantando el cañón. Vamos, vamos.
¡Joder, Dios! No sé si le he dado pero el pavo ha volado por accidente las dos camionetas al dispararse su bazooka. Suerte, perra suerte. A correr otra vez. Detroit, dame un respiro. Siento un pitido en el oído, mis tímpanos han debido estallar. Mi cuenta de muertos ya se ha debido disparar más que mis números rojos. Llevaré… bufff, no hay tiempo de pensar en ellos. Putos vecinos locos, se lo merecían. Ya me parece oír hasta un helicóptero, pero no puedo perder ni un segundo en observar ni arriba ni abajo. No sé si corro, cojeo o me arrastro. Mi cabeza es una peonza diabólica y mis pulmones un acordeón sin fuelle. Hay que esconderse en el agujero más profundo que exista. Cualquier edificio abandonado. Como aquel, un instituto que no se ha usado desde hace siglos. Puertas oxidadas, vigas arrasadas, mobiliario roto y abandonado. ¿Por qué no se habrá demolido esta ruina? Al menos me servirá hasta que pase la noche, he despertado con resaca en sitios peores. En el gimnasio quizá haya alguna colchoneta.
Vaya, esto sí que no me lo esperaba. Hay velas encendidas por todo el parqué. Es un escenario insólito y acojonante. Parece un funeral. Da igual, al fin mi culo puede descansar. ¡Coño!, alguien se ha colocado a mi espalda. No me da tiempo a reaccionar.
—¿Qué coño haces aquí? —escucho una voz que cae como una bofetada sobre mí.
Me giro, levanto la cabeza y veo a un tipo, enorme como una montaña, observándome. Me está apuntando con un pistolón. Me acabo de mear encima. Con lentitud asegura el percutor. No sé a quien rezar. Miro a mi izquierda. Mi mano zurda ha decidido por sí misma. Sin pensarlo, he sacado la Beretta y le estoy apuntando a la altura del ombligo.
—Ten cuidado con ese juguete, te puedes hacer daño.
—No me has visto, no me conoces. Nos vamos a ir cada uno por nuestro lado —inesperadamente, no me tiembla mucho la voz al contestarle.
—Ahora mismo estás interrumpiendo algo muy importante para mí. Dame ese arma y vete echando hostias. No estoy de humor para tolerar gilipolleces.
Aliento fresco. Aroma de hombre de verdad. Porte recio y musculado. Traje de corte elegante. Voz profunda, rostro con cicatrices. No puede ser. No puedo estar delante de él.
—Usted es…
—Ya he esperado demasiado, chico, si ya has adivinado quién soy tendrás claro que estás en el sitio equivocado.
Joder. El alcalde. El supergobernador de Detroit. El Profesor. El «Implacable Profesor». El héroe sacrificado de la ciudad. El fascista que nos tiene a todos sometidos en su puño. Tengo su Magnum apuntándome entre los ojos. Soy un cadáver. Los cadáveres no piensan. Ni apuntan a un tío que habrá matado a sangre fría a más gente que en un censo electoral.
—Me conozco muy bien todas vuestras trampas de jueces y verdugos. Si tiro esta pistola lo siguiente será arrodillarme como un beato para recibir una bala en la nuca.
—Nunca he matado a nadie que no lo mereciera, hijo.
—No me haga reír, admirado Profesor. Dígaselo a mi novia, una pobre yonqui con sus costillas aplastadas por las botas de tus diligentes policías. Seguro que a ellos les colgaste unas lindas medallitas honoríficas.
—La autoridad se demuestra con la fuerza, no hay alternativa viable. Los ciudadanos que sirven a Detroit no actúan si no hay crimen. Viven en la ciudad más segura de América y responden si son atacados.
—No, Profesor, no intente convencerme con sus lecciones repletas de mentiras. ¿Qué seguridad hay en una ciudad donde una patrulla de vigilancia ciudadana te puede linchar sin pruebas? ¿Cuántos cadáveres de inocentes han lanzado tus agentes al río? Sí, alcalde, presumes de estadísticas pero tus secuaces no hacen más que maquillarlas. Ajustician al primer sospechoso sin ninguna investigación. Se ceban con los yonquis, los mendigos, las putas, los alborotadores, los marginados que no tienen dónde caerse muertos. Es la ciudad más atemorizada de América, eso sí. Los únicos ciudadanos que le importan a usted son los fanáticos violentos y los delatores cobardes. ¿Cuántos opositores políticos han sido amedrentados mientras usted miraba hacia otro lado? Detroit apesta. Nadie quiere abrir un mísero negocio aquí. Hace siglos que no se monta un concierto de música. La juventud que dice proteger se droga hasta la inconsciencia. Porque estamos asqueados. No es seguridad lo que nos ofrece. Es miedo.
Casi le estoy le escupiendo en su cara. No me lo creo pero le estoy echando encima todo lo que tenía guardado entre mis entrañas. El Profesor me traspasa con su mirada indiferente. No le tiemblan ni las pestañas. Es una estatua de hielo. El cañón de la Magnum me hipnotiza. Tengo que controlar mi zurda, no puedo mostrar ni un gesto debilidad. Mi rodilla está a punto de bailar claqué pero consigo enderezarme, aprieto los dientes y aguanto el dolor. El alcalde vuelve a mover su lengua.
—¿No sabes dónde estás ahora mismo? Es verdad, eres muy joven. Estoy rememorando un aniversario. Estás pisando el sitio más sagrado que existe para mí. Tú no has vivido el Detroit de los años setenta y ochenta, un autentico campo de batalla entre la policía y los delincuentes. Una guerra desigual donde la vida apenas valía una papela de heroína. Las bandas se repartían las calles como si fuera un Monopoly. Los traficantes disponían a su antojo de las vidas de los habitantes y nuestros hijos se enganchaban a sus drogas como zombies. La autoridad era blanda y corrupta. Yo no era nadie. Un simple profesor de instituto, ingenuo e idealista. Un ser débil que se transformó una noche. La noche en que una banda de moteros psicópatas asaltó una tarde el instituto e irrumpió en este mismo gimnasio. Catorce niñas estaban dando clases de ballet junto a dos profesoras. Yo estaba casado con una de esas profesoras. Y una de esas niñas era mi única hija. Los cabrones, sin ninguna razón, sin ningún móvil, se dedicaron a matar y a descuartizar a todas las criaturas por simple diversión. Drogados, excitados, gozando de su impunidad. Leí hasta el último detalle del informe del forense mientras se me revolvían las tripas. Una y otra vez, día y noche, ocupaba el tiempo repasando esas hojas, los sucesos más atroces que ninguna mente humana pueda imaginar.
—Aquellos hechos no justifican lo que estamos viviendo hoy —intento interrumpirle pero el Profesor parece estar en trance.
—Las justificaciones no sirven de nada. Lo que sirve es la voluntad. A partir de ese día comenzó una nueva vida para mí. Una muerte en vida. Un camino sin retorno hacia el infierno del crimen más visceral. Busqué y liquidé a todos los bastardos que cometieron aquel crimen. Pero no me detuve ahí. Ya conocerás las historias de mi cruzada. Cómo inicié una guerra contra las bandas organizadas, cómo formé un ejército de un solo hombre sin las ataduras misericordiosas de las leyes. Fugitivo, perseguido por todos. Pero mis lecciones empezaban a comprenderse. En la prensa se hablaba del «Profesor Justiciero», del «Maestro Implacable», del «Vengador de la Escuela». Eres un insensato por no admitir todos los sacrificios que he hecho para borrar la infamia de las calles de Detroit. Pero no lo he hecho por la ciudad, lo he hecho por mí, para limpiar mi conciencia. Pero nunca, jamás, será suficiente.
—Nunca me convencerás, tu régimen es completamente opresivo.
—¿De qué régimen hablas? Te voy a explicar bien la lección. Cada vez que yo limpiaba de traficantes o bandas una zona, resurgían de la nada. Era frustrante pero el problemas era que no había aplicado el escalpelo donde debía. Los capos estaban protegidos. Investigué, vigilé a fondo día, noche y madrugada. Apreté a policías y políticos corruptos. Hasta que llegué al fondo. Era un juez, el maldito juez decano de Detroit el que estaba detrás de todo. El representante de la sagrada justicia. Liberaba delincuentes, señalaba objetivos, cobraba millonarios sobornos. Era el jefe de la ciudad. No sabes la nausea que sentí cuando lo descubrí. Me suplicó compasión, ya ves, antes de lanzarle por la ventana de su despacho. El cáncer había sido extirpado. Pero Detroit me necesitaba. Los vecinos me rogaban que tomara las riendas para limpiar la corrupción del poder. Por eso me presenté a alcalde, por eso mi primera medida fue exigir a Washington una emancipación casi total de nuestra ciudad. La justicia ya no la dictarían unas leyes blandas y anticuadas. La justicia, en Detroit, la imparte el pueblo.
El jodido alcalde es un puto iluminado. Está convencido de su chaladura.
—Vamos, hijo, yo ya te he mostrado mi alma, espero que hayas aprendido algo. Dame esa pistola y lárgate. No me molestes más, no quiero saber ni tu nombre.
—Pues soy la escoria que se está levantando para devolverle la vida a esta ciudad. Has pervertido tus ideales, nunca dejarás de ser un maldito asesino.
—¿Quién coño eres, alguien de esa banda de malnacidos que está matando a mis policías?
No te acobardes. Esta es la tuya. Sigue aguantando su mirada. Este tío no va a dudar en darte pasaporte. Su brazo tiene el pulso de un cronómetro. Lo que resolvería esto es una bala. Una puta y simple bala.
—Vamos, sé inteligente, entrégate.
No inclines la Beretta. Ni una puta pulgada.
—Venga, hijo, no tienes madera de héroe. Deja estos asuntos a los mayores.
Se oyen frenazos y megáfonos fuera. Estoy rodeado. Una bala. Sólo una bala. Llévatelo por delante. Acaba con esta pesadilla.
—Son los nervios. Estás sudando como un cerdo. Si te soplase te desvanecerías como la llama de una vela. Vamos, haz lo que tienes que hacer, marica. ¿No tienes agallas?
No le escuches. Te quiere poner nervioso. La pistola me está pesando una tonelada.
—Ya están entrando, chaval. Haz lo único decente. Coge esa Beretta y métete el cañón en la boca. Es lo único honorable que te queda.
Una bala. Sólo una bala y se callará de una puta vez.
—Esto te está viniendo grande. Abandona ahora y te perdonaré tus pecados.
Lo dejo. Me rindo. Basta de locura. He perdido. Soy un puto fraude. Estoy cansado. Mi brazo se desploma.
—Tus ojos te delatan, aficionado. No tienes el coraje para matar a un hombre. Vales menos que la yonqui de mierda de tu novia.
Hijo de puta. Mírame bien, cabrón, tengo algo para ti.
—¡¡Esta bala!!
Comentarios
Qué decirte, como siempre me ha encantado. La similitud entre el Cartero y el Profesor hace pensar si al final el primero no acabaría siendo también un opresor, puesto que las motivaciones de ambos para vengarse, son las mismas.
Eres mi preferido 😛