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Monkey remake

por

Me despertó el suave ulular de una sirena, el repetitivo sonido fue apareciendo en mi cerebro poco a poco hasta hacerse insoportable. Volví de la nada y abrí los ojos parpadeando torpemente hasta que me acostumbré a la luz. De nuevo la luz, de nuevo los paneles, las pantallas y los instrumentos que vi por última vez hace tanto tiempo que ni lo recuerdo. Estaba tan despistado que no sabía qué narices hacía metido en una urna de cristal. Me incorporé lo suficiente como para ver ese mundo de luces parpadeantes que me rodeaba y sin querer mi mano tropezó con un interruptor, lo pulsé por instinto y la cubierta de cristal se fue abriendo poco a poco hasta quedar vertical, y fue entonces al querer salir de ahí cuando noté que mi cuerpo estaba plagado de ventosas, cables y tubos.

—¡Qué coño es esto! —pensé.

Eché un vistazo a esa maraña y empecé a despegármela de los brazos primero, luego del cuerpo y piernas, y finalmente, aunque dudé en hacerlo, extraje de mi ano un tubo que me debía de llegar a la laringe. Me acerqué el final del tubo a la nariz y la reacción de asco me hizo estornudar. Automáticamente se activó un recuerdo en mi cerebro.

—Joder, he estado hibernando.

Me incorporé sobre el borde de la urna y moví los dedos de los pies al tiempo que balanceaba las piernas. Tensé los músculos y salté. Aleteé con los brazos hasta estabilizarme y con suma prudencia comencé a moverme torpemente. Poco a poco volví al mundo de los vivos actualizando mis sentidos y vistiendo mis vergüenzas con lo primero que encontré, temeroso de encontrarme con alguien y me viera en pelotas. Los recuerdos iban brotando a cada paso, como si cada botón, cada tecla, cada cosa, tuviera su sitio en mi cerebro y solo hiciera falta tocarlo, o mirarlo, para que se reactivase. Pronto estuve totalmente rehabilitado para la cruda realidad.

Los días siguientes sirvieron para poner orden, repasar datos y averiguar por qué el ordenador central, mi querido Doc, me había despertado. Comprobé las fechas y los últimos registros.

—No puede ser… Oye Doc, ¿realmente estamos a 15 de abril de 3112?

Su voz ligeramente metálica resonó por los altavoces:

Yes, sir, o si usted lo prefiere, así es excelencia. Aprovecho este cordial momento para recordarle la conveniencia de practicarse un análisis de sangre completo, mis sensores captan una ligera anemia posthibernación.

Un largo silencio siguió a su disertación, a la cual yo no había prestado la más mínima atención, todavía absorto en esa espeluznante cifra: 3112. Según los registros había entrado en el gran sueño el 22 de diciembre de 2312 y esto me llevó a una deriva mental que duró varios días. La respuesta a mis preguntas llegó cuando todos los paneles empezaron a parpadear y Doc avisó de nuestra llegada al destino prefijado. Realmente el planeta que mostraba la pantalla central invitaba a pensar en la Tierra. Me lancé a comprobar coordenadas, planos y todo lo comprobable y, finalmente, convencido por la evidencia aproximé la nave hasta el límite de seguridad gravitacional. Desde los ventanucos de la cabina pude apreciar mi querido planeta azul. Había regresado.

Lo preparé todo borracho de sensaciones y traté de imaginarme cómo sería mi planeta después de tanto tiempo, me sentía el centro del universo y todo giraba a mi alrededor. Sonreía o reía a carcajadas según que idea me hubiera asaltado en ese momento. Estaba tan emocionado que incluso me prepare un discurso imaginando el revuelo que se iba a organizar con mi regreso: «He estado fuera mucho tiempo, pero he vuelto a casa (aplausos enfervorizados), dejadme que os diga que ningún planeta del universo es comparable a nuestra querida Tierra, y vosotros, amigos míos los más bellos seres de la galaxia (más aplausos y felicitaciones de las autoridades presentes)…». Con estas historias en la cabeza terminé de organizar los procedimientos y programé la nave auxiliar para que me llevara a casa. Me despedí de Doc, hasta más ver, y lanzando una última mirada de despedida al interior de mi querida Intruder Odissey III acoplé mi cuerpo en la pequeña lanzadera. La eyección fue brusca como siempre y una vez estabilizada me invadió una calma total hasta el punto de entrar en duermevela. Un pensamiento tonto me hizo despertar de golpe: no había recibido ninguna respuesta desde la Tierra a los mensajes enviados en todos los formatos disponibles, y habían sido muchos. Ahora que lo pienso, no he visto ni detectado un solo satélite en todo este tiempo, joder, ni señales de radiofrecuencia, ni comunicaciones terrestres, ni militares, ni siquiera comerciales. Y aunque había comprobado a conciencia el análisis químico de aquel planeta y confirmado con los datos obtenidos que era la Tierra, un miedo indescifrable empezó a crecer en mi interior. Una brusca sacudida me devolvió a la realidad, estaba atravesando la atmósfera y aquello que veían mis ojos no eran continentes. Solo veía uno, una inmensa franja de tierra ocupaba de norte a sur aquel planeta y el resto era agua. En medio del pánico un rayo de lucidez nacido de la propia supervivencia me alertó de la necesidad de tomar el control manual de la lanzadera, porque había programado el piloto automático para aterrizar en las coordenadas de Cabo Cañaveral y por la dirección que llevaba lo más probable iba a ser un amerizaje en medio del mar. Ya no había vuelta atrás, me hice con los controles justo a tiempo de dirigir la nave hacia tierra firme y después de recorrer muchas millas hice un aterrizaje forzoso prácticamente agotando el combustible. Pasé horas sin moverme, sin aceptar la realidad. No entendía por qué no había visto, a pesar de buscar en todas direcciones, ni ciudades, ni carreteras, ni vestigios de mi civilización.

Aprovechando un brote de determinación me sequé las lágrimas y salté fuera de la nave, y sin pararme a comprobar su estado me encaminé hacia ningún sitio. Al cabo de un par de horas de rabiosa caminata volví a la realidad como si acabara de despertarme de un largo sueño. Analicé el exterior y me quité, seguro de lo que hacía, el casco y el traje porque el calor amenazaba con cocerme dentro. El terreno era árido pero había plantas y su mera contemplación me tranquilizó. – Al final todo sigue igual, pensé para mis adentros.

Anduve un par de días siempre hacia el norte y fue entonces cuando la orografía del terreno cambió dando paso a un terreno verde con elevaciones pronunciadas. En el horizonte apareció una cadena montañosa. Mis pasos me llevaron hasta allí. Había una depresión del terreno que ocultaba casi por completo una vasta extensión arbolada y que daba entrada a un gran valle verde. Me paré en el borde natural de la hondonada y los vi: figuras grandes y pequeñas moviéndose por caminos perfectamente dibujados, había carros, huertos y las lianas colgaban de los árboles hasta tocar el suelo… las lágrimas no me dejaron ver más y salí corriendo y gritando ladera abajo.

—¡¡¡He vuelto, he vuelto, he vuelto…!!!

Toda la actividad se detuvo en seco, todas las oscuras figuras se volvieron hacia mí y en ese momento las lágrimas se me helaron en la cara a pesar del sol de mediodía. Las últimas zancadas las di por la inercia que llevaba y me dejaron varado a la entrada de aquella comunidad de… ¿seres peludos? Pensé que era una broma y que se iban a quitar en cualquier momento las caretas de simio que cubrían su cabeza y a despojar del traje velludo que se intuía debajo de las túnicas y blusones. Los gritos agudos y los gruñidos que daban me devolvieron a la realidad y comprobé aterrado que estaba rodeado de una marea negra y peluda que movía los brazos y golpeaba el suelo de forma amenazante. Mi boca hizo una leve mueca temblorosa y mi mano se alzó al cielo para pedir silencio, por favor. El griterío se quedó en un murmullo y, con un hilo de voz apenas perceptible, proclamé sin esperar a las autoridades:

—He estado fuera mucho tiempo, pero he vuelto a casa (ni aplausos, ni fervor) dejadme que os diga que ningún planeta del univer…

Un tremendo golpe en la cabeza acabó con mi discurso.

Desperté desnudo, tumbado y atado en una gran mesa de madera. Estaba en una celda con rejas de bambú e iluminada con antorchas, vigilado desde el otro lado por dos grandes simios negros. Durante dos semanas se dedicaron a examinarme, me rodeaban grupos de cuatro o cinco eruditos y me tocaban, medían, olían y alguna vez me hacían pequeños cortes para observar cómo mi sangre roja resbalaba por mi piel hasta que la herida se cerraba. Debieron llegar a alguna conclusión, porque al cabo de los días me soltaron las mordazas y me sentaron en una banqueta baja, atándome a un grueso poste central. Mi único entretenimiento era pensar en despertarme de esa pesadilla en mi nave y reírme de ella durante un año luz. Mientras tanto, empecé a fijarme en ellos con más detenimiento. Que eran simios era evidente; medirían un metro sesenta, más o menos, y estaban ligeramente encorvados. Su cara era como una careta dividida en dos por la línea recta que formaba su boca en una mueca inalterable. No hacían gestos y sus ojos no tenían ninguna expresividad, su rictus transmitía lo helado que debían de tener el corazón. Entre ellos se comunicaban con una amplia gama de gruñidos y gritos y se encontraban incómodos cuando se dirigían a mí, porque les costaba mucho vocalizar. Se vestían en general con túnicas de cuero o tela que ceñían a su cuerpo con grandes cinturones.

Un día un simio albino se presentó en mi celda y me anunció que la decisión del Consejo Eterno de Arcantes era mi encierro perpetuo en esa misma celda. Y sin más explicaciones se dio la vuelta y me dejó allí plantado con mi cadena perpetua recién estrenada.

La relación con mi carcelero fue escasa y desconfiada, no obstante sirvió para aclararme respecto al mundo simiesco que me tenía encarcelado como si fuera un bicho peligroso. Toda su sociedad estaba jerarquizada y en lo alto de la pirámide estaba el Macho Alfa que presidía el Consejo de Arcantes. Este Consejo tomaba y ejecutaba todas las decisiones de la Comunidad y para asegurarse que ningún miembro optara por el camino equivocado, contaban con un formidable ejercito de bestias llamado el Ejercito Negro. El Macho Alfa era elegido por los veinte miembros del Consejo y las vacantes se cubrían con simios poderosos, siempre que pertenecieran a la Agrupación de Comercio o del propio Ejército Negro. La peor parte se la llevaban las hembras. Ellas no tenían representación alguna y estaban sometidas a los machos como norma fundamental de su sociedad. Ellas estaban obligadas a hacer prácticamente todas las labores, como la recolección, la limpieza, la confección, la crianza, incluso los sacrificios a sus dioses: siempre eran con hembras jóvenes.

Estaba estudiando la posibilidad de escapar cuando el carcelero fue requerido con un gruñido desde el otro lado de la puerta que cerraba la estancia, y me abandonó dejándome con mis pensamientos. Una figura apareció sin hacer el menor ruido y se me quedó mirando desde el otro lado de los barrotes. Estaba vestida con un suave camisón translúcido que evidenciaba sus atributos, lo que hizo que de repente sintiera curiosidad por ella. Abrió la celda y entró, sin quitar en todo momento sus ojos de mi cuerpo. Me estaba estudiando y en su mirada había una curiosidad distinta a la de los simios que me habían toqueteado hace tiempo, no aparentaba tener miedo y su vista me recorría centímetro a centímetro. Mi pelo había crecido sin decoro y me llegaba hasta los hombros; como toda vestimenta tenía un taparrabos de cuero marrón que me cubría los genitales. Se acercó sin temor, sabía por mi mirada que no la haría daño, y sin dejar de mirarme a los ojos empezó a tocarme primero y a acariciarme después, encantada por la suavidad de mi piel. Su mano, a pesar de su aspecto calloso, era suave y cálida y mientras me recorría el cuerpo con ella empezó a ronronear, más bien a emitir gruñidos cortos y continuos. Sentado en una butaca baja, con las manos atadas y sujetas al poste, sólo podía mirar impasible, porque quejarme no me serviría de nada. De cerca pude ver mejor su cuerpo, cubierto de suave pelo castaño, insinuaba una complexión femenina y sus pechos pequeños y redondos de color melocotón estaban coronados por unos pezones del tamaño de mi pulgar. Desde el ombligo se extendía poco a poco un triángulo de piel del mismo color, que acababa en su entrepierna, donde se atisbaba una protuberancia de color rosáceo. Simplemente no podía ser, la erección que estaba empezando a abultar mi taparrabos tenía que desaparecer como fuera y convoqué en mi mente escenas de muerte, vísceras, tumbas, seres putrefactos y demás elementos de persuasión, mientras sus manos seguían recorriendo mi cuerpo. Pero fue inútil y todas las imágenes se diluyeron en las gotas de sudor que empezaron a resbalar por mis sienes, hacía cientos de años desde la última masturbación espacial y era imposible aislarse de esas caricias y esos gruñidos. Mi polla dura y erecta llamó su atención y, apartando el taparrabos, me la cogió cerrando su mano con fuerza. Un deseo irracional se apoderó de mí. Se puso de cuclillas delante mío y con la otra mano jugueteó con mis testículos, mientras me miraba desde abajo divertida por el inmenso y duro pene que amenazaba con estallar. Empecé a mover la pelvis lentamente en el corto recorrido que me permitía mi postura y su reacción fue apretar un poco más, a la vez que mi prepucio iba y venía. Tenía la vista nublada y jadeaba desesperado, aumenté el ritmo y cuando estaba a punto de estallar me soltó, se levantó y me miró. Esa mirada era increíble, tenía los ojos entrecerrados y, sin saber de dónde, le nació el impulso y se pasó la lengua por los labios. Se dio la vuelta quitándose el camisón dejando a la vista su culo pelado. Dos pequeños carrillos sobresalían sobre su pelaje. Giró su cabeza y su mirada entró en mí y se dejó llevar por un impulso, aletargado por generaciones de sumisa obediencia. Las hembras de su especie no hacían eso, se limitaban a recibir al macho cuando éste necesitaba copular y el placer se había blindado con instinto. Yo le suplicaba sin decir nada que siguiera, y sin darme cuenta seguía moviendo la pelvis en busca del roce que me hiciera eyacular. No lo hizo por mí, estoy seguro, pero se fue agachando lentamente hasta que mi polla tocó su vulva, apoyó sus manos sobre mis muslos y poco a poco se la fue metiendo acompañándose de un leve balanceo. Empezó a follarme. Los gruñidos cambiaron de tono y se hicieron agudos y prolongados, y pronto quedaron acallados por el golpeteo rítmico que provocaba el entrechocar de nuestros cuerpos. La cadencia se aceleró, mientras su pelvis se movía en todas direcciones intentando romper siglos de olvido y despertar neuronas al borde de la extinción. No sé si consiguió lo que buscaba, pero yo no pude más y exploté como un volcán. Grité de placer y con cada embestida la inundé con un chorro de semen caliente que me quemaba al salir, hasta que me vacié. Mi pene se desinfló y ella comprendió que se había acabado, se levantó, se vistió y salió lentamente de la celda. Antes de desaparecer me lanzó una última mirada, era lasciva, provocadora y juraría que en ese momento su boca dibujaba una especie de sonrisa, ya no era la línea recta perpetua que dividía su cara en dos.

Aproveché la vuelta de mi carcelero para preguntar por la dama en cuestión. Como única respuesta me dijo que era una Arcante, dándome a entender con un gesto que si la hacía daño moriría.

Mi segundo encuentro con la hembra fue tremendo. Se presentó en la celda después de haber despachado a los carceleros y me soltó las ataduras. Nos miramos buscando en ese intercambio las respuestas a muchas preguntas.

—¿Cómo te llamas? —curiosamente, era la primera vez en todo este tiempo que alguien me lo preguntaba.

—Tarzán, contesté.

—Yo me llamo Kunfia. ¿De dónde eres, qué eres, hay más como tú? —preguntó curiosa por saber.

—Aunque no lo creas soy de este planeta, un terrícola humano, y no creo que haya muchos como yo. Desde luego si les dais la misma bienvenida no creo que tengan ganas de venir a saludaros.

Siguió un largo silencio, que rompí preguntándola mientras la miraba a los ojos:

—¿Te corriste el otro día? —un gesto de incomprensión apareció en su cara.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Cuando tenías mi miembro dentro de ti el otro día, ¿sentiste placer?

—No sé lo que es eso, nosotras sólo tenemos derecho a engendrar, pero te diré que sentí una mezcla de calor y dolor que venía de muchos sitios y de ninguno; eso sí, me duró mucho tiempo, y al final te sentía tan adentro que tuve miedo. Pasados unos días me metí una banana, pero no sentí nada, y eso que hice lo mismo que hacías tú. Por eso he vuelto, quiero más.

La miré de arriba abajo y cuando volví a subir la vista había cambiado el gesto, sus atrofiados músculos faciales habían reaccionado a sus intenciones con una recién estrenada complicidad y me sorprendió con una mirada lasciva mientras se chupaba un dedo con lujuria.

—Te llamaré Chita —le dije, mientras me quitaba el taparrabos y me sujetaba la melena en una coleta—. De donde vengo quiere decir «Mi cosa bonita» y será nuestro secreto.

Me detuve un momento a observarla frenando por un instante el deseo irrefrenable de poseerla.

Venía vestida con una gasa transparente y sus pezones creaban dos pliegues rectos que recorrían la tela hasta morir a sus pies. Me señaló el rincón donde me lavaba y me dispuse a hacerlo. Se sentó en mi butaca con las patas separadas y mientras me frotaba se metió la mano por debajo del vestido y empezó a acariciarse lentamente. Yo la miraba asombrado, había pasado de ser sumisa a hacer su voluntad. Sin dejar de mirarla empecé a masturbarme. Un jarro de agua fría sirvió para rebajar mi temperatura, me sacudí el agua y me acerqué lentamente. Sin tener que decir nada, abrió la boca y alojé mi miembro en ella. Su lengua era deliciosamente áspera. Cogí su cabeza son suavidad y empecé a follarla la boca, poco a poco fui hundiendo cada vez más mi verga hasta metérsela entera. Intenté controlarme para no hacerla daño, pero no lo podía evitar, y empecé a golpearla con violencia hasta que su mano se posó en mi vientre. Se levantó y me llevó hasta la mesa donde me habían tenido atado tanto tiempo. Se subió y se tumbó, no estaba dispuesta a estar acuclillada como siempre. Acerqué mi cara a la suya y la besé al estilo humano. Nuestras lenguas empezaron a juguetear mientras con una mano la estrujaba los pechos. Al intentar separarme sacó su larga lengua y la dejó desafiante y erecta saliendo de su boca, la chupé lentamente como si de una felación se tratara. Los gruñidos aparecieron largos y pausados. Me deslicé hasta sus pechos, pequeños y duros como dos melocotones, y empecé a comerla los pezones, que al lamerlos reaccionaron respondiendo a su pasado humano hasta ponerse duros como piedras. Chita se retorcía, imagino que de placer, porque su cuerpo empezaba a arder por dentro. La cogí por las piernas, la acerqué al borde de la mesa y la penetré. Estaba chorreando en abundancia un fluido pastoso que facilitaba la penetración. Un mono no copula por placer, es el instinto lo que determina sus actos, pero en ese momento Chita despertó sensaciones aletargadas. La follaba con violencia, quería traspasarla, romperla, y al aumentar el ritmo se retorció sobre la mesa y gritó. Babeaba y sus ojos estaban enloquecidos, se incorporó y me abrazó mientras gemía y gemía, lo que hizo que yo también me corriera. Llegué al orgasmo tan lentamente que cuando lo hice yo también grité. Nos fundimos en un abrazo mientras tiritábamos de placer. Había descargado tanto semen dentro de ella, que al sacársela un torrente de fluidos formó un pequeño charco a mis pies.

Tumbado en mi camastro recorrí mentalmente todos sus gestos, sorprendido por la recuperación de tantas expresiones olvidadas, y algo tan simple como la risa le había devuelto parte de su humanidad.

Tenía la intención de que comprendiera lo que es un embuste, un ardid, para que fuera espabilando. Ese día, según entró en la celda haciéndose la misteriosa, le arranqué la túnica y la arrodillé delante de mí. Le comí la lengua mientras guiaba su mano hasta mi polla y, sin soltarla, comenzó a masturbarme. Le dije en susurros que hoy necesitaba su boca; ella asintió y me la ofreció sacando la lengua. No hizo falta que me moviera porque me la chupaba con fruición, dejando resbalar por su barbilla el exceso de saliva que inundaba su boca.

—Sigue chupando —le dije con voz entrecortada y derretida de placer— no temas, yo te avisaré antes de correrme…

Ella me miraba esperando mi indicación. Traté de disimular la proximidad del clímax, fingiendo vilmente, y cuando bajó la vista, confiada, exploté en su boca, haciendo una leve parada en su interior para dejar salir el semen que la desbordaba. Tres o cuatro empujones más sirvieron para regodearme en mi triunfo, mientras pensaba: «Así aprenderás a no fiarte de nad…». No terminé la frase en mi mente porque lo que yo suponía una victoria sobre ella, una miserable victoria del humano sobre el simio, se diluyó por la garganta de Chita. La contemplé saborear mi semen, tragándoselo con deleite, y buscando las últimas gotas posibles. Me succionó lo que quedaba de mi pene, desinflado por el deber cumplido y la decepción de ni siquiera haber ganado esta escaramuza. Se deleitó en su victoria mientras su lengua terminaba de limpiar los restos de su cara. Algo humano en su rostro me dio miedo.

Nuestra relación fue explosiva y una vez por semana venía y me follaba. Después me hablaba de sus ambiciones, de sus emociones y de sus sueños, y tenía que interpretárselos porque ella no entendía lo que representaban. Siempre acabábamos contándonos cosas de nuestros mundos, tumbados en el camastro, y obligándome a contarla cómo eran mis relaciones sexuales con las hembras de mi mundo. Poco a poco se iba humanizando.

Pero todo lo humano es fácilmente corruptible, es lo bueno del instinto animal, que te protege de ti mismo. Nació en ella la ambición y la codicia. Se propuso llegar a lo más alto, ser la hembra más poderosa y venerada de toda la Comunidad, y para ello su macho tendría que proclamarse como Macho Alfa del Consejo Eterno de Arcantes a cualquier precio.

—He traído a una amiga mía para que le hagas lo mismo que me haces a mí. Le he hablado de lo nuestro y ha aceptado probarlo, a cambio de convencer a su macho Arcante para que esté de nuestro lado en un asunto que nos beneficia a las dos.

La miré incrédulo:

—¿Y si me niego?

Un largo silencio precedió su helada respuesta:

—Morirás.

Su mirada era amenazadora y tan fría como su respuesta, no estaba dispuesta a que su plan fracasase. Asentí. Hizo pasar a la hembra y la colocó junto a mí mientras ella se acomodaba en la pequeña butaca. Escudriñé a mi clienta, en mi recién estrenado papel de gigoló especialista en simios, me llamó la atención el tamaño de sus pechos más grandes que los de Chita y decidí empezar por ahí, amasándolos con delicadeza al tiempo que lamía sus pezones. Mi mano buscó su vulva y mis dedos empezaron a dibujar círculos a su alrededor. Lo que encontré fueron dos exageradas protuberancias rugosas y, sorprendido por su tamaño y su dureza, las froté con fuerza ante la falta aparente de sensibilidad. La hembra empezó a gruñir. Con suavidad la ayudé a tumbarse en la mesa y separé sus patas, dejando a la vista su zona genital. Separé con las dos manos las protuberancias y aprecié una vagina estrecha y tremendamente lubricada. Empecé a lamerla por todas partes y de reojo vi que Chita nos miraba y se empezaba a masturbar. Saqué la lengua chorreando fluido y sin dejar de tocarla recorrí el estrecho canal que había hasta su ano. Era pequeño y los músculos del esfínter formaban pliegues profundos alrededor del orificio. Metí lentamente mi dedo corazón hasta la mitad en su ano húmedo, sentí un anillo de presión que amenazaba cortarme la circulación y, como venganza, hundí el resto del dedo de un solo golpe. Sus manos ya habían descubierto que podían dar placer y jugaban con sus pezones. Mientras, mi dedo entraba y salía con violencia: la presión se fue diluyendo indicándome que era el momento. Me incorporé y doblé sus patas contra su pecho, su culo se elevó y tras un breve acomodo clavé mi verga en su ano de un solo golpe. Gritó y se retorció. La empecé a follar el culo mientras su mano se había escurrido hasta su vulva, allí encontró su vagina y en ella introdujo media mano que metía y sacaba empapada en lubricante. En ese momento, Chita saltó sobre la mesa y puso su culo en mi cara mientras se inclinaba para meter su lengua en la boca de la hembra. Exploté, llegué de golpe porque de repente la hembra apretó el esfínter y el anillo de presión que sentí hizo que me corriera en el acto. Y lo hizo porque se había corrido, había sentido de pronto una sensación nueva, quizá dolorosa, que le hizo reaccionar así. Chita, con una mano metida en su vagina, describía pequeños círculos con las caderas, gritaba más que ninguno, estimulada por el intento de mi lengua de entrar en su culo, hasta que se corrió salpicándome la cara de fluidos calientes. Mientras me lavaba las oí hablar en susurros, tumbadas una al lado de la otra. La hembra asentía; Chita tejía su telaraña.

—Ya no te llamaré Chita —le dije antes de que se fuera— a partir de ahora te llamaré Jane.

Pasé por los brazos de diez hembras más, según sus planes de utilizar el placer para chantajear a los machos y obtener con ello el derrocamiento del Macho Alfa, con el apoyo garantizado del resto de Arcantes el encumbramiento de su macho sería un paseo triunfal. Pero subestimó el poder del sexo, de lo que representa, y de la amenaza que supone como impulsor del derecho a la libertad. Se propagó como un fuego imposible de controlar.

Esa mañana en cuestión hizo acto de presencia un Oficial Negro acompañado de diez energúmenos armados con porras y me anunciaron que tenían órdenes de llevarme ante el Consejo Eterno de Arcantes, no pensaba resistirme, pero para despejar dudas sobre sus intenciones me sacaron a empujones y patadas. Recorrimos varias millas por caminos llenos de curiosos, todos se paraban a verme pasar en un respetuoso silencio, más por mis acompañantes que por mí. Me llevaron al pie de un árbol gigante y por una pequeña abertura entramos en su interior. Una estrecha escalera tallada en sus entrañas lo recorría dando círculos hasta llegar a la copa. Desembocaba en una estancia amplísima. Aquí nació por lo visto el primer simio y desde aquí descendieron para colonizar la Tierra, para regocijo del resto de criaturas.

Me colocaron en el centro de la sala y, saliendo de una contigua, se fueron colocando en sus altas butacas de bambú diecinueve Arcantes, miembros del Consejo, con el Albino que ya conocía en el centro de todo. Me llamó la atención unos altares anexos alrededor de la sala porque albergaban objetos que no podía distinguir. Entrecerré los ojos y ajusté la vista, y entonces los vi claramente. Caí de rodillas intentando reprimir una arcada. Lloré en silencio lamentando haberlos visto. Había todo tipo de objetos, legado de mi pasado. Allí estaba lo que yo era, mi civilización expuesta como si fuera un museo, una colección donde relucía un casco, una cafetera, había un teclado, un volante, una hélice, un libro…..un violín. En eso había quedado todo, en reliquias decorativas. Representaban un pasado que no estaban dispuestos a que volviera.

El juicio fue rápido, acusándome de provocar el caos y de haber traído la maldad. A una señal del Albino trajeron a Jane y la arrojaron a mi lado. Su mirada era el pánico cristalizado. Lloraba y una lágrima brillante recorrió el contorno de su hocico.

—Chita… perdóname —y al tratar de besarla un guardia nos separó de una patada: «¡Qué pena!», pensé, «el más humano de los sentimientos, el que te hace más libre y ya no te servirá de nada».

Me miró con ojos vidriosos y a través de ellos también me pidió perdón. En ese momento ejecutaron su sentencia. Allí mismo, para que la viera. Cinco gorilas negros se acercaron a ella, cada uno la cogió de una extremidad y otro de la cabeza y se separaron tensando su tembloroso cuerpo. El Macho Alfa asintió con la cabeza y de un violento golpe la desmembraron haciendo resonar en las paredes un terrible crujir de huesos. Impasibles, sin el menor atisbo de sufrimiento ajeno, asintieron satisfechos y los guardias se retiraron llevándose extremidades arrancadas.

—¡No tenéis derecho! —grité con todas mis fuerzas. Un gusto salado inundaba mi boca.

—Claro que lo tenemos, ¿quién eres tú para juzgar a la raza dominante? —respondió el Albino levantándose bruscamente—. No eres más que un despojo de la naturaleza, no tienes hembras con las que procrear y contigo se extinguirá la especie.

—¡Yo soy humano y este planeta me pertenece! —respondí—. ¡Aquí hemos vivido siglos enteros antes que vosotros, malditos monos asesinos!

—¡Mentira! —me gritó, y mi mirada le desafió a que me lo demostrara.

Se dirigió hacia un altar que protegía su interior con una cortina, e hizo un gesto a los guardias para que me llevaran hasta allí. Había expectación en la sala y todos los Arcantes miraban atentos, sumergidos en un profundo silencio. El Albino corrió la cortina de golpe y una figura desproporcionada emergió de la oscuridad. De color negro y tres metros de altura, era cualquier cosa menos un antepasado mío, tuve que ajustar la vista y ante mí empezaron a desvelarse los detalles de aquella mole. En efecto, tenía cabeza, brazos y piernas como los míos, pero en una desproporción tal que provocaba risa. Incrédulo miré al Albino.

—Así eran los antepasados. Te medimos y comparamos cuando llegaste, pero llegamos a la conclusión de que sois razas distintas. Este ser petrificado dejó testimonio de su paso por la Tierra para avisarnos de que si hacemos lo que ellos provocaremos también nuestro fin. Este se llamaba Botero.

Me acerqué hasta una placa que había en la plataforma que lo sujetaba y pude leer: Emilio Botero.

Un ataque de risa me impidió disfrutar de lo que siguió. Me arrastraron de nuevo hasta el centro de la sala y me castraron.

—Pasarás el resto de tu vida encerrado aquí arriba. No recibirá visitas ni verás el sol.

Se levantaron y se fueron.

Me encerraron en una pequeña celda sin apenas sitio para moverme. He podido escribir esto como legado de mi reencuentro con mi planeta después de ausentarme cientos de años. Supe que el brote de humanidad pronto fue erradicado, y no dejé de pensar en la oportunidad que perdieron de haber dejado de ser como Chita y haber aprendido a ser Jane.

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Comentarios

  1. xtobal dice:

    Hay que ser pervertido para hacer un relato como éste. ¡Deberian expulsar a estos zoofilios! Y luego se quejan de los toros…

  2. levast dice:

    Zoofilia, bestialismo… que venga Greenpeace y le diga algo, jejeje, yo creo que es el relato más explicito, muy burrote 😉

  3. Walkirio dice:

    Atónito quedado me he. Tengo que digerirlo, releerlo y… ¿Tarzán?

  4. Nadia dice:

    ¡¡¡Jooooder, qué de mentes enfermas me rodean coño!!!! ¡¡¡Que este señor no vaya al zoo que corren peligro los monillos!!!!

  5. Duncan Campbell dice:

    En todo caso corren peligro las monillas viciosas. De todos modos me temo que si a una mona del zoo le metes un «platano» en la boca lo más probable es que le pegue un mordisco, y eso querida, no me va nada de nada. Besos

  6. Duncan Campbell dice:

    Se podría decir que murió con las botas puestas o mejor dicho, habiéndose puesto las botas.

  7. laquintaelementa dice:

    Duncan, espero que la señora Campbell nunca averigüe tu identidad después de haber leído lo que escribes XDDDDD

Los comentarios están cerrados.