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Mientras amanece

por

Sé que me oyes.

A pesar del pesimismo de los diagnósticos, de que exista un abrumador porcentaje de probabilidades de que no regreses ni recuperes la conciencia, yo sé que me oyes. Estés donde estés, hayas recalado en esa desolada e infinita llanura de los asfódelos en la que los griegos situaban el inframundo, o deambules a ciegas en cualquier otro mítico lugar de aflicción, antesala de la nada que algún día seremos, de que hayas perdido toda esperanza o te aferres desesperadamente al finísimo hilo que aún te une a la vida, sé que me oyes.

Tengo poco tiempo. Los doctores que te atienden me han concedido unos minutos, más por compasión que por otra cosa, dado que cualquier intento de establecer contacto contigo ha sido prácticamente descartado. Apenas eres algo más que un latido, cada vez más débil, según el testimonio de esas máquinas que ahora son tus pulmones, tu corazón y tu cerebro, a las que estás irremisiblemente conectado. No obstante, tampoco ha sido necesario rogarles mucho; a fin de cuentas qué mal podría causarte. No tenía objeto impedir el encuentro, tal vez último, entre el gran hombre y su hijo adoptivo, entre el admirado congresista y diplomático y el ser rescatado de la nada más absoluta, ese muchacho taciturno, que a pesar del tiempo transcurrido aún arrastra el acento duro y agreste de sus orígenes eslavos. Es la hora del reconocimiento, el momento de dar las gracias al benefactor a quien todo se debe; el presente que ya es y el futuro que será, la esperanza de una vida plena, el cariño de una familia ejemplar que hace años le acogió en su seno con los brazos abiertos. Eso, más o menos, es lo que me ha parecido entrever en las compasivas miradas de las enfermeras que nos acaban de dejar a solas, conmovidas por el valor humano de la historia. Sí, en efecto, soy yo, Vladimir. Vladimir el bienamado, el protegido de los dioses. El muchacho que en su infancia y su primera juventud no conoció más que el abandono y la indiferencia, el paso por distintos orfanatos y otras instituciones públicas, los desalojos, los traslados forzosos, sistemáticos, aplicados con despiadado rigor burocrático, y demás vicisitudes de las que un golpe de fortuna, unido a la conjunción de unas circunstancias irrepetibles, iba a librar para siempre. No obstante, cada vez que lo recuerdo, una ola de incredulidad y estupor, algo parecido a un espasmo, me golpea en la boca del estómago; lo creas o no, todavía me cuesta asimilar la burla, hallar un sentido a la caprichosa forma en que reparte sus cartas el Destino. Aquellas pocas palabras que el viejo Ilich, pariente lejano, según afirmaba, del mismo príncipe Kopropkin, otro loco insigne, le enseñó en inglés y que él, saltándose las estrictas instrucciones de protocolo recibidas, repitió ante el ilustre miembro de la Cámara de los Lores y mano derecha del ministro de Asuntos Exteriores, aquel balbuciente welcome mister Wilson, hicieron posible el milagro. Alguna fibra oculta debió vibrar en lo más íntimo de tu ser para que inmediatamente surgiera en ti el deseo de adoptarme. A pesar de las iniciales reticencias esgrimidas por las autoridades rusas, para quienes sus ciudadanos eran poco menos que propiedad del Estado y la posibilidad de que alguno de ellos pudiese aspirar a algo mejor de lo que el paraíso socialista les ofrecía resultaba impensable, el poder y las influencias de las que siempre has disfrutado, lograron que pocos meses después pudieses arribar a las islas exhibiendo sonriente tu trofeo.

Pero no es eso de lo que vengo a hablarte. Quiero que sepas que fui yo quien descubrió tu impostura y quien hizo llegar a las autoridades competentes los comprometedores documentos que tan celosamente guardabas, esas pruebas que te señalan como un traidor a tu país y a las organizaciones defensivas de los aliados occidentales. Por mi culpa te encuentras en este lamentable estado, tras tu fallido intento de suicidio al recibir la llamada de uno los fieles colaboradores que aún mantienes en el ministerio, informándote de la investigación que, a raíz de una denuncia anónima, te había sido abierta; un hecho, el de tu disparo en la sien, que los periódicos más serios y prestigiosos se apresuraron a calificar como «desafortunado accidente de caza». Y también, gracias a mí, tarde o temprano se sabrá toda la verdad, la clase de hombre que eres y que siempre has sido.

¿Te sorprenden mis palabras? ¿Se revuelve indignada hasta la última célula de tu ser, ese despojo que en el que te has convertido, por esta revelación, te horrorizas ante semejante acto de ingratitud? ¿Te preguntas, lleno de ira y asombro, cómo y cuándo empecé a odiarte? A esta última cuestión sí puedo responderte con total exactitud, pero permíteme informarte que mucho antes de llegar a eso empecé, sino a conocerte bien, sí a darme cuenta de que tu pretendida filantropía, esa imagen generosa y altruista que desde antiguo has venido cultivando ante la opinión pública, no eran más que una máscara, el disfraz que ocultaba un alma depravada y mezquina, de un egoísmo difícilmente superable. A comprobar el abismo existente entre la persona que comparecía regularmente ante los medios de comunicación y la que se manifestaba en la intimidad, cuando nos reuníamos en familia. Nunca dejabas pasar la menor oportunidad de humillarme con tus comentarios, con esa despiadada ironía que manejas como un estilete. Hay cosas que se perciben sin necesidad de palabras y yo empecé a detectar muy pronto la verdadera esencia de tu naturaleza. Recuerdo con qué alegre saña te burlabas de mis expresiones, de mi pronunciación, de mis modales, de mis modestos progresos y créeme que durante un tiempo me esforcé en aprender, en conseguir sacar lo mejor de mí mismo, siquiera fuese para corresponder a cuanto había recibido, de mis errores gramaticales o de mis problemas con la etiqueta más elemental. Unas reuniones que, invariablemente, clausurabas con una de tus frases favoritas: «Es inútil; por mucho que lo intente, un pato nunca será un cisne». Con lo que venías a decirme que siempre sería un salvaje, ni mejor ni peor que tantos otros con los que te cruzabas a diario y que tú detectabas al instante con una simple mirada. No, a ti nadie podía engañarte, porque algunas cosas sólo son posibles mediante una noble cuna y un caballero no es algo que se improvise. Por cierto, ya me estoy imaginando tu irritación ante tan escandaloso tuteo, pero no he podido resistirme a ello. Así están las cosas. Como ves, no estoy dispuesto a renunciar a ninguno de los privilegios que me otorga la presente situación, ni ahorrarte un solo mal trago.

De todas formas, lo que aún no acabo de entender es por qué con tu posición y lo que ésta representa, con todo lo que podías perder en semejante envite, cometiste una acción tan temeraria, tan insensata. Me gustaría poder convocar tu espíritu como hacen los médiums para que respondieras a un buen número de cuestiones todavía sin respuesta. ¿Qué fue aquello que, como en los cuentos infantiles, encontraste al final de tu viaje, en lo más profundo del bosque? ¿Qué te impulsó, venciendo tus arraigados prejuicios de clase, a colaborar con esos comunistas a los que tanto desprecias, a entregarles datos claves de la seguridad de tu país? ¿Cómo se estableció el contacto, quién fue el primero en dar un paso al frente? ¿Qué intereses te unieron a ese tal Orlov, el personaje, puede que sólo sea un nombre ficticio, que aparece en la mayoría de tus notas? ¿Qué esperabas conseguir con un juego tan comprometido, qué metas te faltaban aún por alcanzar? ¿Era el placer de riesgo por el riesgo, la tentación del crimen perfecto, la prueba de tu pretendida superioridad sobre los demás? Llegado a este punto, aunque la mayoría de los enigmas permanezcan inalterables, existen indicios de que muchos otros puedan dejar de serlo. En primer lugar creo que el movimiento inicial de acercamiento partió de ellos y también creo saber la causa que pudo propiciarlo. He descubierto, gracias a los numerosos registros a los que he sometido tus archivos, que tienes verdadera pasión por el tráfico de antigüedades. Cosas pequeñas, eso sí, nada de llevarte medio Partenón, como hizo alguno de tus eminentes antecesores, minucias con las que saciar tu avidez de ave rapaz, tu manifiesta inclinación al expolio. Sé por ellos que, aparte de los iconos y los grabados, te fascinan los manuscritos, los códices, los documentos de cualquier clase, cuanto más antiguos mejor, esos inciertos y vacilantes primeros pasos de los pueblos primitivos hacia la civilización. Estoy seguro que los camaradas del otro lado del antiguo «telón de acero», según la expresiva metáfora acuñada durante la guerra fría, descubrieron tus contactos con alguno de los delincuentes que pululan en ese submundo y se encontraron, como llovida del cielo, con la ocasión que estaban esperando. ¿Qué pensabas, que nadie se daría cuenta de tus manejos? Esas cosas siempre se saben, ellos los primeros. El caso es que semejante debilidad te hacía asequible, vulnerable, te convertía en el hombre indicado, en la pieza que faltaba, dado el momento de transición por el que atravesaba su servicio de inteligencia y la consiguiente falta de personal debidamente preparado, para que sus planes encajaran a la perfección. Habías entrado en un juego peligroso, sin retorno posible, y tu propia codicia te había puesto en sus manos. Bueno, con esto tampoco quiero afirmar que fueses objeto de chantaje, no nos pongamos desagradables. Digamos que no había necesidad de llegar a tanto y que erais, en el fondo, dos fuerzas, dos voluntades destinadas a entenderse. Debes admitir que, aunque los consideres unos bárbaros, hay algo en ellos que te atrae de manera irresistible. Te admira esa forma de allanar el camino de obstáculos, esa eficacia implacable, ese hacer lo que se tiene que hacer, sin que importen demasiado los medios para conseguirlo. Qué distinto, verdad, de las democracias occidentales, tan débiles, tan formalistas, tan ineficaces. Y también sé, ahora acabo de darme cuenta, que no había fibra alguna que un simple desconocido pudiera mover al darte la bienvenida en tu lengua. Al momento supiste ver las ventajas que una oportuna solicitud de adopción podría proporcionarte, la excusa perfecta para, a título personal, viajar periódicamente a Rusia sin problemas. Un argumento que supiste exponer con éxito a tus nuevos socios para que, en pocos meses, la operación llegase a buen puerto.

Claro está que las cosas hubiesen continuado su curso natural de no ser por tu reacción cuando aquella tarde de ingrato recuerdo te expuse mis proyectos. Venciendo mis más íntimos temores, mientras pasaba por alto la mezcla de cansancio y desdén con la que me escuchabas, te comuniqué mi intención de abandonar el decorativo papel de protegido que había llevado hasta entonces y hacer algo por mi cuenta, algo valioso, que requiriera esfuerzo y constancia. Algo que me permitiera, no estoy seguro si fueron esas las palabras exactas que utilicé, aparecer ante los ojos de tu excluyente sociedad como una persona digna, sino de admiración, cuando menos de estima y de respeto. A medida que avanzaba en mi exposición una sonrisa burlona fue dibujándose en tu rostro. Por qué, me preguntaste, qué esperaba conseguir con eso, para qué necesitaba un reconocimiento que probablemente no llegaría nunca. ¿No estaba satisfecho de mi actual situación, un estatus que, sin duda, cientos de personas envidiarían? Además, seguiste argumentando, no tenía objeto aspirar a grandes cosas cuando aún no había logrado dominar las pequeñas. ¿O era necesario que me recordaras las dificultades que aún hoy tenía para elegir el cubierto adecuado con cada plato, o las relativas al tratamiento y la manera de dirigirme a ciertas personas? ¿Por qué callaba? ¿Iba a decirle de una vez, sin andarme con rodeos, la verdad, la auténtica intención de mis palabras? Sí, tengo que admitir que tu desconfianza congénita y ese olfato de zorro viejo que siempre tuviste te habían puesto en la pista exacta, aunque nunca podrías imaginarte que tras aquellas pruebas a las que pretendía someterme, se ocultaba el secreto deseo de poder aspirar algún día a la mano de tu hija. Pero eso era algo que por nada del mundo estaba dispuesto a decirte, aunque tuviera que permanecer en silencio el resto de mi vida. Cómo ibas a entenderlo, cómo podrías concebir siquiera por un instante que ella me amase. Porque, escúchame bien y grábalo en tu corazón: tu hija me ama. ¿Sonríes también ahora, a las puertas del infierno, sigues manteniendo que se trata de un capricho de niña mimada? Me doy cuenta de lo poco que la conoces, de que, como en tantas otras cosas, eres incapaz de pasar de la superficie. Han transcurrido los años y ha crecido, es mucho más que esa muñeca de porcelana ante cuyos encantos todo el mundo se rinde fascinado. Si supieras… pero no, qué vas a saber, si para ti no existe nada que no sean tus propios intereses. Incluida tu tija, esa extraña con la que convives. Cuanto más la conozco más difícil me resulta comprender que seas su padre, que hayas podido engendrar un ser con el que tienes tan poco en común. Es como un milagro, algo parecido a esas flores de colores deslumbrantes que surgen tras una lluvia ocasional en medio del desierto. Como si todo lo bueno que alguna poseíste, cuanto en ti había de humano, la inocencia y otros atributos con los que llegaste al mundo y abandonaste en cuanto tuviste uso de razón, hubiesen cristalizado por puro azar en su persona. Y ahora, por mucho que te repugnen mis palabras, voy a contarte la forma en que se inició nuestra relación, para que no pienses, y no es que me importe mucho tu opinión, que soy un miserable, alguien que desde su privilegiada posición abusó de la confianza que algunas personas de buena fe depositaron en él. Todo comenzó una tarde del pasado invierno, mientras me encontraba observando la nieve que caía tras la ventana del salón de invitados, la vieja y adusta compañera de tantos momentos de mi infancia. Estaba tan absorto en ello que no la oí llegar, ni sabría decir cuánto tiempo llevaba a mi lado hasta que rompió su silencio para preguntarme qué miraba con tanta atención. Aunque, como bien sabes, no soy excesivamente comunicativo, en esa ocasión no tuve reparo en contarle mis antiguos temores, todo aquello que siempre había asociado a la nieve, mis recuerdos del hospicio, las salas desiertas en las que nos acurrucábamos en grupo, temblando de congoja y de frío. Un frío doloroso, como una punzada constante, glacial, que ya no me abandonaría nunca. Lo hice, créeme, sin cargar las tintas ni tratar de impresionarla, de una manera que ni yo mismo podría explicar, como si con la simple relación de aquellos hechos me estuviera liberando de un peso infinito. Un momento después tu hija me abrazó, mientras sus ojos pugnaban por retener las lágrimas. «Mientras estemos juntos, nunca más volverás a tener frío», me dijo. Y antes de marcharse depositó un beso en mi mejilla. Eso fue todo y durante un tiempo las cosas continuaron como si nada hubiese sucedido.

O tal vez sí, quién sabe. Porque fue a partir de ese momento cuando, más o menos inconscientemente, comenzamos a buscar nuestra mutua compañía. Ella no cesaba de preguntarme cosas sobre mi país, su modo de vida y sus costumbres, de averiguar a través de mis palabras si eran ciertos todos aquellos comentarios, una buena colección de tópicos, bastante maliciosos, con los que sus amigos y compañeros de universidad la asediaban continuamente. ¿Qué tal resultaba eso de vivir con un bolchevique en casa? ¿No les iba a contar cómo eran aquellos incendiarios discursos con los que yo, como no podía ser menos, amenizaba vuestras veladas, clamando cual profeta en medio del desierto contra la decadencia de la sociedad occidental y su hipócrita moral pequeño burguesa? ¿Y los conciertos de balalaika? En fin, no debía hacerles caso, añadía con una sonrisa angelical ante mi hosco y prolongado silencio, eran buenos chicos y sólo pretendían divertirse un poco a su costa. No obstante debía seguir contándole cuanto recordara. Así que la hablé de aquello que mejor conocía, de ese vasto paisaje cuya presencia ha marcado desde siempre nuestra sensibilidad; de las enormes distancias y las llanuras infinitas, de las aves migratorias que cada año, entre ansiosos y alucinados graznidos, surcaban el cielo hacia tierras más cálidas, mientras nosotros permanecíamos anclados para siempre a la santa madre tierra, de los inmensos bosques y de los impetuosos torrentes, desbordados con la llegada de la primavera. No se me ocurrió nada mejor con lo que saciar su insaciable curiosidad. Has de tener en cuentas las circunstancias, el hecho de que mi educación fue muy elemental, que aprendí a leer con muchas dificultades y que, al margen de algunos cuentos populares y de las peregrinas fábulas de Ilich, en las que resultaba imposible distinguir la realidad de la ficción, mis conocimientos del mundo eran muy limitados. Pese a ello, de lo escaso de los medios disponibles, conseguí despertar su atención y su interés. En poco tiempo llegó a familiarizarse con ciertos personajes míticos del folklore y la literatura rusas; con la bruja Baba Yaga, por la que sentía una mezcla de temor y fascinación, y su cabaña de patas de gallina, con el maravilloso Pájaro de Fuego, o con la triste historia del llorado zarevich Dimitri, sobre cuya trágica muerte a los diez años de edad y las extrañas circunstancias que la rodearon aún no se han puesto de acuerdo los especialistas. Ante sus continuas demandas no me quedó más remedio que asaltar tu biblioteca, siempre a escondidas, a fin de documentarme sobre mi propio país. Unas consultas que, como primera consecuencia, tuvieron la virtud de despertar un enfermizo y voraz apetito por leer cuanto caía en mis manos, como ya has tenido ocasión de comprobar en mi anterior referencia a la mitología griega, y que por otra parte me permitieron entrar en contacto con toda esa legión de místicos, iluminados, artistas, escritores, revolucionarios, deportados y desaparecidos que desfilan por su historia, tomar conciencia del sufrimiento de sucesivas generaciones de mujiks y proletarios, masas ingentes de seres humanos abrumados por la explotación, la miseria, las duras condiciones de trabajo, de esa lucha constante entre tradición y progreso, de ese anhelo nunca satisfecho de reformas y justicia que recorre el paso de los siglos como un grito desesperado. Aquellos días de lecturas clandestinas y encuentros al atardecer fueron sin duda los más felices de mi vida. Tú viajabas cada vez con más frecuencia y a tu esposa las reuniones de los numerosos comités benéficos a los que pertenecía, apenas la dejaban tiempo para ocuparse de otros asuntos. Teníamos toda la casa para nosotros y la convertimos en nuestro reino, en un nuevo y exclusivo Camelot. Te ahorraré los detalles, más por pudor propio que por evitar herir tu delicada sensibilidad, de cómo un buen día nos encontramos, temblando, el uno en brazos del otro. Sí, aunque no comparta tu repugnancia, esa mueca de disgusto que, de tener un dominio efectivo sobre tus músculos, te deformaría la boca, puedo entender tu consternación; también yo estoy sorprendido. Aún no sé por qué, en lugar de cualquiera de aquellos ingeniosos y distinguidos muchachos, llenos de seguridad y aplomo, que según me confesó una tarde la aburrían mortalmente y de los que pocas sorpresas podían esperarse, me eligió a mí. Pero ya ves, la vida es un completo misterio.

¿Por qué, dime, tuviste que insistir? ¿Por qué me obligaste a admitir aquello que jamás te hubiera confesado, que amaba a tu hija y que era correspondido? ¿Por qué no te limitaste, cuando no tuve más remedio que reconocer con mi silencio lo cierto de tus sospechas, a mostrarme tu desprecio, como otras veces, a insultarme con esa crueldad que con tanta seguridad y eficacia empleas? Yo hubiera soportado tu sarcasmo, tu risa feroz, tus amenazas, comprendido tu estupor y tu indignación. Lo hubiera comprendido todo. Que entre en tus proyectos no figurase entregar tu única hija, la joya de la corona, a un don nadie como yo. A considerar las servidumbres y exigencias de tu posición. No creas que no me doy cuenta de las cosas, sé perfectamente en qué clase de mundo vivimos. A los ojos de la opinión pública éramos hermanos y tras los ríos de tinta vertidos con motivo de mi adopción, un asunto como ese podía, en manos de cierta prensa sensacionalista, aparecer como algo sucio, veladamente incestuoso, ser una fuente inagotable de insidias, murmuraciones y disgustos. Pero yo no estaba hablando de un futuro ni remotamente cercano; sólo solicitaba tu consentimiento, y así esperaba que lo entendieras, para someterme a cuantas pruebas fuesen necesarias y a fin de superar el desafío que yo mismo me había impuesto, que me orientaras en qué dirección debía encaminar mis esfuerzos, qué valores eran los que tu sociedad, a cuyos ojos seguía siendo un advenedizo, valoraba por encima de todo. El ejército, la investigación, la diplomacia, el deporte, probaría lo que fuese, lo más adecuado a mis aptitudes. Aunque ello supusiera una separación forzosa; bien mirado, semejante medida no haría más que probar la consistencia de nuestros sentimientos. Pero nada de eso te bastaba, tenías que dar rienda suelta a tu ira, castigar la osadía. «Pobre desgraciado», clamaste, «¿cómo se te ocurre siquiera pensar tal cosa?, ¿no te das cuenta de que puedo devolverte en un instante al agujero del que te saqué?». Si había algo que no soportabas era que la gente no supiera cual era el lugar que le correspondía, que un gusano aspirase a volar como un pájaro. Qué sería de la civilización, del orden establecido, con su saludable distinción de clases, si un mísero pelagatos se saltaba las reglas. Cuántos otros no estarían dispuestos a seguir su ejemplo. Por supuesto, lo primero que debía hacer era olvidarme de volver a tener contacto alguno con su hija, aunque ya se encargaría él de que así fuera. «De pequeña se dedicaba a traer animales abandonados a casa, sucios, hambrientos, invadidos de parásitos, y ahora los ha sustituido por ti; aún es incapaz de distinguir entre la compasión y un sentimiento más profundo y verdadero. Te tiene lástima, ¿lo oyes? Lástima. ¿Qué otra cosa creías, pequeño bastardo, piojo resucitado, alimaña que muerde la mano de quien le alimenta?», continuaste desahogando, con cuantos improperios te vinieron a la mente, tu rabia durante un buen rato. Bien, por mi parte no había nada que objetar; ese era tu papel de caballero y padre ofendido y lo estabas interpretando según las demandas de algún riguroso y exclusivo código de honor que yo, insignificante plebeyo, nunca podría comprender. ¿Por qué no te detuviste ahí? ¿Qué impulso criminal te llevó, más allá del escarnio, a pronunciar tan terribles palabras? «Escúchame bien: antes de ver esta casa invadida de esos cachorros salvajes, que algún insensato tendría la desfachatez de considerar mis nietos, sería capaz de estrangularla». Ese fue el último clavo, el definitivo. Porque me di perfecta cuenta de que hablabas en serio, de que no te temblaba la voz y no dudarías un instante en cumplir tu amenaza, en quitar con tus propias manos la vida a una criatura inocente, sangre de tu sangre, en cometer un crimen tan monstruoso. Entonces supe que la maldad es no patrimonio exclusivo de ninguna sociedad ni de ningún sistema concreto, que está arraigada en lo más profundo del alma humana y no conoce fronteras.

Y también fue en ese momento cuando, por primera vez, te tuve miedo.

Los días siguientes, mientras decidías qué hacer conmigo, aunque ya insinuaste la conveniencia de internarme en un colegio especial donde me enseñasen lo que era disciplina, una de aquellas instituciones tan genuinamente británicas especializadas en forjar el carácter del individuo con su refinada mezcla de torturas físicas y vejaciones de todo tipo, confinado en mi cuarto por la promesa que me arrancaste de no volver a ver a tu hija sin que estuvieras presente y sin poder comunicarme con ella más que a través de las escuetas notas que, ya antes de estos sucesos, teníamos por costumbre dejarnos entre las páginas de un libro de jardinería que nadie consultaba, resolví que eras mi enemigo y en consecuencia el destinatario de mi futura venganza. Más que un vulgar ajuste de cuentas se trataba de un imperativo moral, de la necesidad de restaurar el equilibrio entre las fuerzas antagónicas que gobernaban el mundo. Y también de que los delitos no quedasen impunes, en devolverte todo el mal que habías hecho. Durante varios días estuve dándole vueltas a la forma en que podría satisfacer dicha exigencia, sin encontrar nada que estuviese a la altura de mis sentimientos. Y si te soy sincero, cuando abrí la caja fuerte de tu despacho, cuya combinación sabía que guardabas en una gaveta del escritorio, más que sustraerte una suma importante de dinero, joyas, valores, o esos documentos antiguos, producto de tus tropelías y cuya desaparición no podrías denunciar, lo que realmente deseaba era descargar todo aquel rencor acumulado sobre mi espíritu como una pegajosa melaza allí donde más daño podía causarte, ocasionarte el mayor número de contratiempos y problemas. Como ves, se trataba de un impulso infantil, pleno de impotencia, un desahogo destinado al fracaso. Ya se sabe que algunos crímenes pueden quedar impunes, pero nadie le roba a un poderoso sin recibir su correspondiente castigo. No, en ese instante no pensé en las consecuencias, en lo que inevitablemente vendría después, en que no tenía la más remota posibilidad de escapar con éxito. Realmente, ahora que lo pienso, no sé en qué forma hubiese afrontado el regreso, tras ser detenido como un malhechor en alguna oscura estación de provincias, si hubiese sido capaz de mantener la compostura ante el único ser que me importaba, tu hija, o me hubiera venido abajo en su presencia. No obstante, la suerte, que tantas veces te había mostrado su lado más amable, ahora te volvía la espalda. Un mínimo detalle, un voluminoso dietario, abierto casi por accidente, unas notas escritas de tu propio puño y letra en un idioma ininteligible, aquellos caracteres cirílicos, para mí tan familiares, intercalados entre líneas, una sospecha que va abriéndose paso en medio de las tinieblas como un relámpago… Todo eso que en el último momento me salvó del desastre y propició tu caída al abismo en el que ahora te encuentras. La suerte, sí. Una lástima. Qué imagen podrías haber legado a la posteridad si los acontecimientos hubiesen seguido su curso anunciado. Ya te estoy viendo en el momento de comparecer ante las cámaras, para dar cuenta de la traición de la que había sido objeto, una vez que la noticia, fracasados los intentos por evitar su difusión, llegase a ser de dominio público. Cuánta dignidad ante el infortunio, cuánta nobleza al concederme tu obsceno perdón paternal a la vista de todos, qué magnífico ejemplo. Nunca podrás hacerte idea de la sensación de triunfo tan intensa que experimenté al descifrar la clave de tu escritura y tener plena conciencia de su alcance y significado. Porque no se trataba de unas cuantas notas sueltas, garabateadas a toda prisa, sino de un auténtico diario de tus andanzas, redactado con una minuciosidad notarial, una radiografía completa de tu pensamiento y los motivos que impulsaron tus actos. Todo estaba allí: nombres, fechas, conversaciones. Una galería completa de los más diversos personajes, retratados con evidente sarcasmo, haciendo hincapié en sus debilidades, sus fobias, sus manías. Una de las cosas que más me llamó la atención fue el hecho de que nadie estuviese a salvo de tu acero, de esos comentarios tan jugosos que anotabas entre paréntesis, que nadie fuese digno de confianza y, mucho menos, de piedad. Ni siquiera tu mentor, el anterior ministro de exteriores a quien te referías como «el melifluo sodomita», esa venerable figura que impulsó tu carrera y a la que tanto le debes. Unos eran incompetentes, mediocres, patanes; otros ambiciosos, corruptos, ladinos. No obstante, todos ridículos, rayando en lo grotesco. Claro que si se trataba de astucia, nadie como tu. En ese terreno eras el maestro absoluto; esa manera de mezclar los informes verdaderos con los falsos, según confesión propia, esa forma de repartir unas veces el oro y otras la arena, de comportarte como un doble agente sólo al servicio de tu capricho soberano. También resultaba curioso que no ahorraras ningún detalle personal, por escabroso que fuera, al presentar a tus damnificados; daba incluso la impresión de que ponías especial interés en regodearte con tan minuciosas descripciones. Me pregunto qué objeto tenía aquello, a quién podría interesar los vicios privados de aquellas personas, la mayoría bastante conocidas, qué destino pensabas asignar a semejante material. ¿Lo destruirías? ¿O, por el contrario, dejarías dispuesto en tus últimas voluntades que el contenido de aquel manuscrito no se hiciese público hasta que hubiese pasado un determinado número de años después de tu muerte? ¿Qué buscabas con eso, erigir un monumento a tu soberbia, pasar a la historia como el Gran Simulador, aquel que supo engañar a los hombres más sagaces de su época y que se te recordara por ello? Eres muy capaz de eso, lo sé, pero ya da igual. Como antes te dije, al descifrar tu diario, toda mi vida dio un giro completo. Por fin me encontraba a salvo, lejos de tu alcance, en un lugar de privilegio en que de nada te servirían tu poder y tu siniestro instinto de depredador. El resto de la historia es fácil imaginarlo. Una vez reunido el preciado material, sólo tuve que asegurarme que llegara a la persona indicada y esperar.

¿Qué es eso? ¿Estás llorando? Ah no, no lloras; es sólo un reflejo causado por esta difusa luz de acuario, estancada a media altura como una bruma pantanosa. Por un momento me había parecido que una lágrima se deslizaba por lo poco que aún se ve de tu rostro, pero ha sido una ilusión óptica, claro. La verdad es que no te faltarían motivos. Volviendo al tema de la suerte, tampoco estuviste muy afortunado al apretar el gatillo. Unos milímetros más a la izquierda y todo hubiese acabado en un instante. Ese era tu propósito, una vez que tu secreto había sido descubierto. Ni siquiera te importó detener al culpable de tu desgracia, algo que sin duda hubieses conseguido sin demasiado esfuerzo. Pero no pudiste soportar la idea de verte desenmascarado, enfrentarte a tus compañeros, esos colegas a los que en ningún momento ahorraste un solo comentario despectivo. Acorralado por el deshonor y el escándalo todo cuanto habías construido a lo largo de la vida se hubiera venido abajo. Qué diría tu familia, qué dirían tus amigos. Cuál sería la reacción de esa sociedad orgullosa y patriótica para la que eras un ejemplo, esos hombres y mujeres que veneraba tu imagen pública y a cuyos ojos aparecerías como un villano de lo más despreciable. ¡Tu imagen! Si pudieras verte tal como estás ahora, con ese aparatoso vendaje que te cubre la cabeza, medio volada por el disparo, esos siniestros tubos que invaden la intimidad de tu cuerpo por todas partes. El gran hombre, reducido a un espantajo. A buen seguro que si te colocaran en medio de los campos, ni el más intrépido de los cuervos se acercaría en varios kilómetros. No, no creas que te digo estas cosas por crueldad, sino para que sepas lo que te espera en caso de volver. Aunque yo sé que no quieres hacerlo y te comprendo.

Ya termino. He agotado mi tiempo y muy pronto las enfermeras vendrán a comunicarme que debo abandonar la habitación. En ese momento colocaré amorosamente mi mano sobre la tuya, un gesto que pondrá el broche final a tan edificante escena. Está amaneciendo y estoy cansado; han sido muchas horas de tensión y desgaste las que he tenido que aguardar para estar contigo, cientos y cientos de minutos rogándole al cielo que te mantuviese vivo. Sólo me resta decirte que mis sentimientos por tu hija, a quien esta misma tarde, desolada por la pena, he vuelto a abrazar, siguen intactos y que no renunciaré a ella. También te doy mi palabra de que jugaré limpio para merecerla pero que, si me acepta, ya nadie podrá separarnos. Por supuesto que no le he dicho nada de mi delación; no tanto por el daño irreparable que ello supondría para nuestras relaciones como por el profundo dolor que sin duda la causaría. No pienso ponerla ante semejante tesitura. ¿Sonríes de nuevo? Eso, claro, no hace sino confirmar tus sospechas. Aunque consiguiera engañar a todo el mundo, a ti no podría. Siempre supiste que bajo esa apariencia desvalida se ocultaba el tortuoso individuo que en realidad soy, un oportunista y un resentido, no menos falaz y mentiroso que tú. Pero no es verdad, a pesar de mi falta de sinceridad, o de mi cobardía, como quieras llamarlo, no somos iguales. Tú lo tuviste todo y eso es algo que los de tu clase olvidáis con demasiada frecuencia. Tu maldad es gratuita, fría, elegida. Yo, por el contrario, no pude desarrollar esos elevados y nobles sentimientos que nos distinguen de las especies inferiores, tan sólo unas rudimentarias estrategias defensivas y un poderoso instinto de supervivencia. No soy más que la consecuencia de los golpes recibidos. Pero tengo fe; estoy seguro que ella me ayudará a llevar mi culpa, que conseguirá redimirme, hacer de mi en el futuro un hombre diferente, mejor. Sé que a su lado lograré alcanzar la paz, disfrutar de una vida tranquila, decente. Y que nunca volveré a tener frío.

Nada más; eso es cuanto quería decirte. Adiós para siempre, Lord James Stuart Wilson. Sólo deseo que antes de que el abismo abra sus fauces y te borre de este mundo, recuerdes cuanto te he dicho, que cada una de mis palabras sean tu único acompañamiento en ese descenso a los infiernos que has emprendido. Que sigas manteniendo la conciencia en ese agujero negro todo el tiempo que sea necesario, hasta que al fin se haga justicia.

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Comentarios

  1. SonderK dice:

    Relato impecable, con profundas reflexiones y momentos duros, un gran relato.

  2. levast dice:

    Efectivamente, una historia para reflexionar a fondo. Llegas al final y, aunque comprendes el sufrimiento del prota, yo no dejo de mirarle con una mezcla de lástima y también de miedo. Creo que has transmitido su desolación con desgarro y maestría.

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