Memoria en un silencio
por Tai y ChiHace ya mucho tiempo de esa historia, pero aun así la recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. Es algo grabado en mi retina, algo tan vívido que aún puedo sentir las emociones de esos días. No sé por qué queréis que os lo cuente… aún duele.
Volvía de la milpa al atardecer, debía de ser principios del otoño, si no recuerdo mal, porque era la época de lluvias y las temperaturas no eran demasiado frías. Mi pueblito no tenía más de trescientos o trescientos cincuenta habitantes, nos llevábamos bien entre todos, nos ayudábamos cuando lo necesitábamos, existía la armonía y el respeto, éramos amables y acogedores con los visitantes, de hecho gran parte de los aldeanos por aquella época provenían del oriente y la costa sur de nuestra bella Guatemala. Vivíamos de lo que la Madre nos daba y tampoco necesitábamos mucho más.
Al acercarme a través del bosque, de repente, pude ver una patrulla militar al mando de un subteniente del ejército nacional. Eran unos cuarenta y seis y entre ellos pude distinguir a un menor. Al verlos me escondí: con ellos siempre era lo mejor, mantenerse lo más alejado de ellos si no quieres ser jaleado y pateado, o algo peor.
Oí como el mando les estaba ordenando que se quitasen el uniforme, para ponerse ropa de guerrilleros y una cinta roja en el brazo para distinguirse entre ellos. Empecé a temer lo peor, pensé en mi esposa, en mis hijos… en el pueblo. Pero no podía acercarme a la aldea sin que me viesen.
Se dividieron en grupos de nueve hombres, y se subieron a dos camiones civiles que los llevaron a la aldea que ya no quedaba muy lejos. Los seguí atravesando la selva como si el mismísimo Ah Puch me siguiese.
Pero al llegar, vi como los kaibiles habían entrado en la aldea y estaban yendo de casa en casa sacando a las gentes y formando dos grupos. A las mujeres y los niños los metieron en la iglesia y a los hombres en la escuela; a alguno de estos, un grupo de ellos, los llevaban aparte y los interrogaban. El resto se dedicaron a saquear las casas, cogiendo las pocas cosas que hubiese de valor y destrozando todo aquello que no les servía.
Sacaron de la iglesia a un grupo de mujeres para que les cocinasen y sirviesen. No sé si fueron afortunadas o no, tuvieron que soportar patadas, insultos, vejaciones… fue horrible, pero no había hecho más que empezar. Quedaba lo peor.
En un momento de la noche se comenzaron a oír gritos cerca de la iglesia donde estaban las mujeres. Me acerque como pude, para ver cómo un grupo de cuatro hombres sujetaban a una muchacha —no recuerdo su nombre, pero sí recuerdo que era amiga de una de mis hijas— que no tendría más de doce o trece años, que estaba siendo violada por el subteniente. Cuando este terminó la violaron por turnos. El último, cuando termino de abusar de ella, le pegó un tiro.
El resto de la noche pasó más o menos tranquila, pero al amanecer el subteniente consultó por radio con el mando superior, tras lo cual informó al resto que iban a «vacunar» a los pobladores después del desayuno.
A media mañana sacaron a casi todos los niños y empezaron a golpearlos en la cabeza con una almádena. A los más pequeños o recién nacidos los estrellaban contra muros o árboles. Algunos de ellos violaban en grupo a las niñas más pequeñas para luego matarlas. Luego los echaban muertos o agonizantes al pozo. Oí cómo uno de ellos decía «adiós niños» mientras los tiraba dentro.
Sus padres y hermanos veían todo, desde la iglesia o la escuela, sin poder hacer nada. Yo, simplemente, estaba paralizado por el terror: sólo podía rezar al gran dios para que mis hijos y mi esposa sufrieran lo menos posible.
Los kaibiles se encargaron entonces de los hombres, las mujeres y los ancianos. Estos fueron sacados uno por uno de la escuela y de las iglesias, vendados y conducidos a la orilla del pozo, donde los hincaban de rodillas y les preguntaban si colaboraban con las autoridades, si pertenecían al ejército… Si no contestaban, o alegaban que no sabían, los golpeaban con la almádena en la cabeza y los echaban al pozo.
Al anochecer se volvió a repetir lo del día anterior: eligieron a algunas de las mujeres que quedaban con vida y las obligaron a cocinar y servirles. Pusieron música de marimba y las obligaron a bailar con los guerrilleros. A varias mujeres jóvenes las llevaron aparte y las violaron.
El subteniente escogió a unas treinta personas y las puso en línea, y empezó a contar en voz alta «uno, dos, tres» y sonaba un tiro, «uno, dos, tres, cuatro» y otro tiro, así hasta que sólo quedaron diez. A estos los llevaron a una casa cercana y por los gritos que de allí salieron debieron de torturarlos. En la mañana los sacaron con un saco en la cabeza. Algunos no podían andar, tenían los pies destrozados. Los llevaron hasta un árbol cercano, los colgaron cabeza abajo y allí los dejaron, entre gritos de dolor.
Pero el subteniente, no conforme, ordenó que mutilaran los cadáveres. «Para terminar, ahora vamos a hacer a los pisados picadillo. Ustedes tienen que hacerlo, porque yo ya estoy cansado de matar tantos pisados.» Entonces sus subordinados machetearon los cuerpos, dejándolos en pedazos. La orden quedó cumplida.
Por la mañana llegó el turno de las embarazadas, las habían reservado para el final. Las violaron y las pegaron de tal manera con las armas o con las botas que muchas de ellas abortaron. Esas fueron las más afortunadas; las menos fueron degolladas, les abrieron la tripa con un machete, les sacaron a los bebes y las dejaron allí.
Desde donde estaba podía escuchar lo que sufrían mujeres y niños, pero era incapaz de hacer nada salvo llorar y rezar.
Después de eso mataban por igual a hombres y mujeres. Recuerdo a uno, mi amigo Pedro, que era un hombre de los que se visten por los pies: le habían golpeado en la cabeza y tirado al pozo, se debió de quitar la venda de los ojos porque al ver al resto de cadáveres a su alrededor empezó a insultar a los kaibiles, hasta que uno le disparó, pero él siguió gritando e insultando; al ver que no moría acabo lanzando al pozo una granada de fragmentación.
Cuando el pozo estaba casi lleno, algunos seguían vivos e intentaban salir. Así que buscaron cal y piedras y se las echaron encima.
Los que aún quedaban en la iglesia y la escuela fueron agarrados a patadas. Los tiraban al suelo, brincaban encima de ellos, daba igual que fueran mujeres, hombres, ancianos o niños… se divertían con su dolor. A algunos de ellos los torturaron arrancándoles trozos de piel y de carne, machacándoles los dedos de las manos, quebrando sus huesos…
En la tarde, Hunhau quiso que llegase al pueblo un grupo de veinte o treinta personas, incluidos niños… Ojalá hubiese podido avisarles. Estuvieron debatiendo si matarlos o no, pero al acercarse al pozo vieron que no cabía nadie más. El subteniente, entre risas les dijo: «Habéis tenido suerte… de momento». Y los encerraron con los pocos que quedaban en la escuela.
De este grupo los soldados cogieron a dos niñas de unos catorce o dieciséis, a las que vistieron igual que ellos, para reforzar las apariencias de que habían sido los rebeldes los que habían hecho aquello y no el ejército, pues «la guerrilla siempre carga mujeres». Luego supe que las retuvieron durante tres días, las violaron repetidamente, y cuando se aburrieron de ellas las estrangularon.
Cuando ya se aburrieron reunieron a los supervivientes en la plaza y el subteniente les dijo: «Ya saben los que les pasará si vuelven a colaborar con el ejército. Han tenido suerte, pero no podrán salir de la aldea hasta mañana».
Más adelante un conocido de una aldea cercana me contó que se encontraron a varias personas durante su marcha y que todas ellas fueron asesinadas por los «guerrilleros» en el camino. Dejaron a los muertos en el camino. Me dijo que cuando días después pasó por allí no se aguantaba el mal olor y que llegó a contar unos treinta cadáveres tirados en el camino.
Cuando por fin se fueron salí de donde estaba y busqué desesperadamente a mi mujer y mis hijos. Tan sólo quedaba con vida vuestro padre.
No había tiempo para el dolor o lamentos. Entre algunos de los que quedábamos descolgamos a los hombres del árbol, nada más quedaba vivo uno de ellos. Recuperamos los cuerpos de aquellos que habían sido abandonados y les dimos sepultura. Con los cadáveres del pozo nada podíamos hacer, eran demasiados.
Nos despertó el ruido de los motores de helicópteros. No lo podía creer: a pesar de todo lo que habían hecho los días anteriores, no habían tenido suficiente, ahora nos mandaban a sus «avispas». Gracias a que nuestra casa se encontraba cerca del bosque conseguimos sobrevivir. Salimos corriendo, por la puerta de atrás y de nuevo volvimos al bosque.
Hubo muchos que no tuvieron tanta suerte. Al salir de las casas desconcertados por el ruido de los helicópteros e intentar huir se encontraron con el pueblo cercado, con los mismos, sólo que ahora sí con el uniforme del ejército. Mientras corrían «las avispas» con los patines afilados como cuchillos de obsidiana iban cortando cabezas y mutilando a todos los que encontraban en su camino.
Años después, volví al que había sido mi pueblito. No quedaba nada, absolutamente nada: habían arrasado la zona con napalm. Sólo quedaba un silencio profundo, hiriente, desgarrador, que te hacía volver, que se metía en la memoria y te hacía recordar lo que el tiempo había intentado esconder.
Comentarios
Una historia amarga y durísima. Lo más jodido es que este tipo de sucesos no fueron ficción.
Creo que nunca tan pocas líneas me habían dejado tan mal cuerpo durante tanto tiempo. Y, como dice Levast, lo peor es que esto no es ni ficticio, ni lejano, ni un recuerdo. Esto es hoy día.
Querida Iris: Manda a Amnistía Internacional este relato que te lo van a publicar, por favor, hazlo, es importante. Lo peor que tiene es que no es un relato histórico, sino un relato actual. Eso es lo peor que tiene, y no precisamente a nivel literario.
es dura porque es real, es dura porque no es una pelicula y por tanto, el relato es fantastico, un toque de atención dentro de la parsimonia de nuestra civilizacion, tan democratica y atrayente como la misma muerte. Para mi, el relato sorpresa del concurso.
Reconozco que he pasado un mal rato leyendo tu relato. Incluso he tenido que hacer un alto antes de seguir adelante. Tiene tanto de carga de profundidad como de golpe bajo, y esto te lo digo no como un reproche sino como algo que nosotros, los que hemos tenido la suerte de nacer en la Europa occidental, deberíamos tener siempre presente. La verdad es que después de leerlo no te quedan ganas de muchas cosas. Eso, de vez en cuando, está bien.