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Meiyo

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Tras el cierre de Japón a la influencia extranjera vino un período en el cual la máquina de vapor fue quizá de las pocas cosas del exterior que consiguieron arraigar allí. Fue por mediación de un daimio llamado Kanegawa, que vio en el vapor una forma más pura del elemento agua y así supo hacérselo ver al shogún, por lo que dio comienzo una nueva era de prodigios mecánicos basados en aquel descubrimiento.

Poco más de un siglo después de aquel hito el país era muy distinto del Japón feudal que conocieron los últimos occidentales que llegaron a sus costas; sin embargo lo que no cambió, o apenas lo hizo, fue el espíritu guerrero del japonés, cristalizado en el samurái. Ina Matsumoto era un ejemplo de aquel tipo especial de hombre, criado en un nuevo mundo de máquinas a vapor y educado para un nuevo tipo de guerra guiado por el nuevo bushido que se había adaptado a los nuevos tiempos en los que el guerrero ostentaba una nueva clase de poder que nunca había conocido antes.

El samurái de ahora combatía desde las entrañas de una gigantesca armadura mecanizada a imagen de las primeras protoarmaduras samurái, con nuevas armas a su disposición basadas en la nueva vida que insuflaba el vapor al metal.

Sin embargo Matsumoto, heredero de una larga tradición samurái, pensaba en ocasiones que debía haber algo más en la vida del guerrero, porque aun siendo fiel seguidor de los ocho preceptos del nu-bushido, su espíritu inquieto le pedía repuestas para preguntas no formuladas. Así y todo entró en combate por su señor para defender su causa y apartó de su mente toda cosa que no fuera la pureza del combate.

En el campo de batalla los cuarteles mecanizados de ambos bandos lanzaban sus bastiones móviles que de su forma de viaje pasaban a la de una construción que desplegaba parapetos blindados para proteger a sus tropas y artillería. Gigantescos mecasamuráis formaban previamente al despliegue, las enormes plataformas de artillería autopropulsada tomaban posiciones, y la infantería ocupaba sus puestos con sus armas ya a punto mientras jirones de vapor recorrían la llanura buscando reunirse con sus hermanas del cielo, entre las cuales las fortalezas volantes comenzaban una macabra danza buscando ya el punto débil del enemigo.

Cuando la batalla terminó, Ina Matsumoto estaba en lo alto de una pequeña loma enzarzado en combate con otro samurái después de que sus respectivas armaduras hubieran sufrido tan graves daños que resultaron ya inservibles y quedaron atrás envueltas en el vapor que escapaba de sus heridas como si de su propia sangre se tratara, permitiendo a sus dueños una forma más pura de combate a espada.

En el momento en que resonó por todo el campo de batalla la señal que ordenaba el fin de los combates la espada de Matsumoto comenzaba a penetrar en la armadura de su oponente, el cual al oír los toques gritó de rabia, pues su combate había sido honorable y su derrota justa. La muerte era el máximo honor que esperaba ya, pero la orden era tajante y ambos contendientes tuvieron que separarse, obedientes al código, aunque a regañadientes.

El guerrero miró fijamente a Matsumoto y éste, sin necesidad de palabras, entendió lo que se le pedía.

—Soy Ina Matsumoto, será un honor asistirte.

—Mi nombre es Tokitoshi Hara —dijo tan solo el otro.

No era necesario más.

Realizar seppuku requería de un complejo ceremonial que en el campo de batalla se permitía abreviar y simplificar según el nuevo bushido pero que aún así debía mantener un mínimo de ritual y el señor Tokitoshi no faltó a ningún detalle. Finalmente, cuando hubo colocado sus mangas bajo las rodillas para no caer indecorosamente cuando finalizara, se preparó con una profunda inspiración y por último añadió:

—Le avisaré, esté preparado, por favor.

Matsumoto no contestó pero se afianzó más aún sobre sus pies y sus manos sujetaron la empuñadura de su katana con más fuerza si cabe. Otra cosa hubiera sido indigna de un samurái. De repente, con un movimiento enérgico, Tokitoshi clavó el tanto en su abdomen, a la izquierda y Matsumoto se tensó preparado para el golpe final; sin embargo, no pudo evitar dejar escapar un jadeo de admiración cuando el primer corte fue seguido del segundo, de derecha a izquierda y, con apenas un gruñido, por parte de Tokitoshi, por el tercero hacia arriba. El dolor debía de ser insoportable a juzgar por las convulsiones que sufría el guerrero, pero hasta que no depositó el tanto frente a sí mientras con otra mano sujetaba sus entrañas que ya se derramaban, no pronunció las palabras que Matsumoto creyó que ya no oiría:

—¡A… hora, kai… shaku!

Y como activado por un resorte Matsumoto ejecutó la última voluntad de aquel extraordinario guerrero.

Cuando acabó de limpiar su sable recogió con sumo cuidado la cabeza de Tokitoshi y la depositó junto a sus pies aún impresionado por aquel extraordinario acto de valor y pureza guerrera que acababa de presenciar. Tras unos minutos de reflexión miró a su alrededor el campo de batalla, con las gigantescas armaduras de combate envueltas en el perenne vapor que emanaba de sus calderas mientras ayudaban a trasladar a muertos y heridos; los bastiones móviles replegando sus defensas blindadas de regreso a su forma de tortuga para el desplazamiento a los cuarteles y los Tagenashima de grandes calibres, enormes piezas de artillería propulsadas por máquinas de vapor y atendidas por un séquito de sirvientes esclavos cuyos órganos vitales eran uno con la máquina, de tal forma que la pieza era su trabajo, su vida y la muerte la única manera de finalizar su servicio.

Matsumoto miraba todo aquello mientras sus manos sostenían el último escrito del guerrero muerto. En él tan solo estaba escrita una cita: «Quien se aferre a la vida la perderá; sin embargo, quien desafíe a la muerte perdurará». Se preguntaba porqué había escrito aquello. Se alejaba ligeramente de la tradición, pero eso ya no tenía importancia, ¿o quizá si?

***

En las siguientes jornadas los combates entre los ejércitos de los dos daimios aspirantes al sogunato-tec se recrudecieron. Las fortalezas volantes se destrozaban en los cielos dejando caer una lluvia de lubricante y sangre. En tierra, los mortíferos remedos de guerrero que eran las armaduras de combate diezmaban a la infantería aunque en ocasiones alguno caía bajo una lluvia de fuego artillero o el asalto de cientos de infantes que se sacrificaban gustosos por ayudar a derrotar a tan poderoso enemigo. Y así, día tras día, el hombre que empuñaba la máquina para destrozar al hombre sentía crecer en su interior una angustia y una desazón que estrujaban sus entrañas con garra de hielo.

Matsumoto no sabía qué le ocurría. Desde el día en que asistiera a Tokitoshi Hara algo en su interior se había roto y la vía del guerrero aparecía desdibujada ante él. Algo en el nu-bushido parecía erróneo, fuera de lugar desde entonces.

Aquella misma tarde se trabó en combate con otro gigante de gran habilidad, y en un momento dado rechazó con un revés de su espada sierra un lanzazo múltiple destinado a destripar su armadura. A continuación atacó con un tajo vertical propulsado por la doble caldera que añadió toda su presión en el corte, destrozando el frontal del adversario y dejando al descubierto la cabina de pilotaje del mismo, donde el samurái se liberaba de sus atalajes con un rictus de furia en su rostro y saltaba hacia él en lo que sin duda era un ataque suicida que buscaba una muerte honorable. Sin embargo, Matsumoto rechazó el ataque casi con delicadeza y abandonó su propia cabina ante el asombro de su oponente. Ya frente a él adoptó la posición de combate con la guardia alta y esperó el ataque, pero éste no se produjo: el otro samurái se arrodilló frente a él y tras cortar los cordones que sujetaban su do hundió el wakizashi en su abdomen al grito de «¡Meiyo!».

De nuevo, en poco tiempo, otro hombre había realizado seppuku ante él y llamado al honor, quizá la virtud más importante de las ocho tras la considerada principal: shihai-suru auki, que instaba al samurái—tec a alcanzar la perfección por vía del dominio de las armas.

Sin embargo, aquel guerrero que agonizaba frente a él había invocado el honor y el anterior una sentencia tan antigua que ya no se recordaba quién la citó por primera vez, por supuesto anterior al nu-bushido instaurado por el tecnoemperador Ido.

***

La guerra siguió, los hombre murieron y Matsumoto siguió, fiel a su daimio, luchando sin descanso para procurar la victoria a su señor en su aspiración al sogúnato. Pero en tres ocasiones más otros tantos samuráis se inmolaron ante él y tanto en sus poemas de despedida como en sus últimas palabras el honor —meiyo— fue lo más destacado.

Matsumoto luchaba, sangraba y vencía, pero a cada golpe que propinaba algo resonaba en su conciencia tan fuerte como los tañidos de las campanas de bronce de los templos nu-zen.

El honor… el honor… ¡el honor!

Un día ya no pudo más y quiso alejarse del campamento en busca de la soledad para calmar su tormento y quizá meditar en busca de repuestas. En su camino se cruzó con el monje Toru, gran aficionado a los koan y que al verlo le dijo:

—Pisoteas el suelo como un buey enfurecido, ¿acaso tus ansias de pelea aún no se han aquietado?.

«Cuidado», se dijo a sí mismo, eran conocidos los casos de aquellos que se había visto atrapados durante horas en laberínticos diálogos basados en el zen con el monje o perturbadas sus cabezas por extravagantes koan que hacían hervir sus pensamientos.

—No estoy de humor, monje. Hoy no.

—Y desde hace tiempo que no, por lo que sé —contestó el aludido.

—¿Y qué es lo que sabes? —gruñó Matsumoto.

—¡Oh, nada! —se rió el monje guiñando un ojo—. Pero en tu caso vislumbro parte del problema.

—¿Ah, sí?, ¿y tendrías la amabilidad de iluminarme? —dijo Matsumoto.

—¡Buda no lo quiera! —se horrorizó falsamente el monje—, pero sí te diré que el honor está en la raíz de todo.

Matsumoto dio un paso atrás por la sorpresa. ¿Qué clase de hombre era éste monje que parecía saberlo todo aun cuando pasaba casi todas sus jornadas en aislamiento?.

—No sé quien te ha contado esto, monje, pero lo averiguaré y que el cielo se apiade de él porque yo no lo haré. ¡Chismorrear como una mujer no es propio de un guerrero!

—Calma, samurái, no te precipites con tu juicio. Dudas de lo que sé pero te aventuras en afirmar lo que crees saber antes de estar seguro. Tu problema es evidente para mí pero no para ti; medita y quizá halles la respuesta en ésta pregunta: ¿cuál de las siete llaves abre el camino del alma a la siguiente morada?

Y sin más el monje se marchó por entre los edificios del campamento dejando a Matsumoto a solas con sus pensamientos, y con aquel dichoso koan que ya había comenzado a horadar su ya maltrecha mente.

¿Qué malditas llaves eran esas? ¿Por qué siete? Y el camino, ¿sería el del guerrero? Pero el bushido tenía ocho principio, por lo cual las llaves no podían referirse a ellos, no podía ser eso… Aquello era absurdo, como koan era imperfecto y estúpido, pero como jodementes era perfecto. Al menos le despejó la cabeza por el momento de otras cosas.

***

Mientras la guerra seguía y se extendía, por todas partes del país llegaban noticias de combates, revueltas, destrucción y suicidios en masa en pos del honor. La nación entera parecía estar desmoronándose y a nadie le importaba otra cosa más que el honor. ¿Qué pasaba con la justicia, la rectitud, el coraje, la benevolencia, el respeto, la lealtad y el dominio de las armas? Él había aprendido desde niño que todos aquellos principios eran los que regían la vida del samurái en la era del nuevo bushido, por lo que no tenía sentido centrarse en uno solo de ellos descuidando los demás. ¿Acaso la locura estaba ganando la guerra? Matsumoto se negaba a creerlo, pero poco a poco no pudo sino empezar a reconocer que quizá el honor era el tegumento que unía todas las virtudes en una sola vía, la del samurái, aquel destinado a ser la espada del alma, la vía por la cual podía trascender y llegar a ser el mejor hombre y el mejor guerrero, para sí y para sus semejantes.

Matsumoto había tratado de seguir aquellos principios desde que a los pies de su padre los descubriera con reverencia y los hiciera suyos como su deber y su forma de vida. Y así, al igual que en su última batalla singular se desprendiera de su armadura mecanizada para luchar de manera más básica y tradicional, en ese momento alcanzó la iluminación que buscaba y se deshizo de aquella falsa virtud que chirriaba desde el fondo de su mente. «Ninguna virtud es compleja de nombrar», se dijo, «sólo de cumplir». Y así, deshecho el artificio, descubrió lo que se había olvidado por todos; la puerta del bushido original, el camino de lo que él era: bushi.

—He estado ciego y sordo —dijo—, pero ya no más.

A la mañana siguiente volvió a la loma en la que había presenciado el suicidio del honorable Tokitoshi. Tras él se encontraban los dos daimios que se disputaban el sogúnato y el monje Toru, los cuales, ante el requerimiento de asistencia a un samurái no podían negarse a ser testigos y ayudantes en el seppuku de Matsumoto: así se expresaba en los apéndices del nu-bushido.

Cuando lo tuvo todo dispuesto se dirigió a los tres hombres de esta forma:

—He vivido una mentira y el honor me exige sacrificio para reparar mis errores, por lo que he pedido que me asistan y testifiquen que se ha cumlido todo según el ritual. Sin embargo, siendo honesto, no puedo irme sin antes decir la verdad, para que tal vez así se haga justicia y se recuperen los valores y la pureza que nunca debimos abandonar. Por favor, perdónenme por hacerles depositarios de esta carga, pero como samuráis que son y con la ayuda del monje Toru espero que podrán llegar a entender por qué hago esto. El samurái debe volver a ser uno con su espada, debe unificar en ella las virtudes que el verdadero bushido proclama; las máquinas nos han rebajado al nivel de simples comerciantes de muerte. El guerrero de hoy teme por su vida y por tanto justifica el uso de cualquier arma o instrumento y se aparta así del reso de virtudes que hacen el él lo que es: bushi.

Dicho esto inspiró profundamente, y con mano firme siguió los pasos del samurái Tokitoshi hasta el final.

Se cuenta que poco tiempo después los dos daimios se despojaron de todas sus riquezas y posesiones, se afeitaron las cabezas y recorrieron los caminos proclamando la revelación que obtuvieron gracias a Ina Matsumoto, el samurái que recuperó la pureza del bushido.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Uno de mis relatos favoritos de la edición, sin duda.

    Tiene todos esos tonos que me chiflan: Warhammer, Dune… tono excelente, por otra parte y con un vocabulario rico y variado, acompañado de términos en la lengua de los samuráis legendarios que contrasta con el planteamiento futurista de esta propuesta. Es, sin duda, la más original de la edición. Hay algunas repeticiones, pero se pueden corregir con un repaso y unos sinónimos.

    Como siempre, se me queda muy corto. Será porque la idea de ver mecasamuráis rodando por las colinas me parece tan fascinante que quiero más. Incluso un poco más del trasfondo que acompaña a la idea del honor y a esa oleada de seppukus que casi conducen al despoblamiento, jajajajajaja. 🙂

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