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Lágrimas de Venus

por

Gabrielle vio su rostro reflejado en la enorme concha que le sujetaba y decidió que no estaba suficientemente pálida.

—Cinco minutos y entramos.

—Enseguida.

Marco, su ayudante de cámara, daba los últimos retoques en la plataforma. Todo listo.

La música de bienvenida tocaba a su fin en la sala principal y las luces, cada vez más tenues, daban paso al sonido de un suave rumor de agua.

Tras un breve instante, la sala quedó a oscuras, y el suave rumor acuático sufría ahora un leve crescendo hasta convertirse en un auténtico crepitar de olas.

Una luz blanca y difusa se abrió paso desde lo más alto iluminando a una curiosa pareja de ángeles que descendían de un falso cielo, colgados por las muñecas y entrelazados sus cuerpos como serpientes. Dos extraños seres casi albinos, cuyas formas andróginas impedían distinguir su sexo.

Seguía al descenso, desde el lado opuesto, una mujer-ninfa de pelo rojo, intenso como el fuego, cuyo cuerpo, desnudo y sinuoso, se contoneaba bajo una túnica.

Tras un violento cambio de luces, el suelo empezó a abrirse ante la atenta mirada de los asistentes y, como si de las mismas entrañas de la Tierra se tratara, surgió una gran pieza ovalada, repleta de un líquido indefinido, que representaba una concha marina, y en cuyo interior yacía Khiara, la diosa. Una sensual criatura de piel pálida y ojos profundos, cuya larguísima cabellera cubría su cuerpo al incorporarse, como una bella cascada negra.

Tenía las manos atadas a la espalda y el cuerpo lacado y húmedo. Permanecía inmóvil, sujeta a la concha, con la cabeza hacia atrás, como una doncella sumisa que acepta su destino.

Entre tanto, los seres colgantes se deslizaban hacia ella iniciando una especie de danza ritual y la ninfa pelirroja se introducía en la concha, al tiempo que se despojaba de la túnica para cubrir a la diosa.

Se había colocado a su espalda, rodeándole con las piernas al tiempo que deslizaba sus manos a través de la túnica entreabierta, rozándole el cuerpo y acariciándole los pezones.

La bruma empezó a disiparse seguida de un nuevo cambio de luz que mostraba sin velos los cuerpos desnudos de las dos mujeres.

Poco después, era la pareja de andróginos la que se unía a este improvisado juego de caricias ante el que la diosa-esclava se sometía sin oponer resistencia, abriendo su cuerpo al placer.

Era una escena exquisita, llena de magia y sensualidad. Uno de los cuadros preferidos del público. Incluidos los más asiduos.

Finalmente, y tras unos minutos de intensidad sexual acompañada de música de cuerda, la diosa nacida del agua moría en la Tierra.

No era la primera vez ni sería la última que el Palacio, Der Palast, como decía Herman, abría la noche con su particular versión de El Nacimiento de Venus. Aún así, resultaba siempre espectacular.

***

El Palacio Azul no era un teatro. Ni un cabaret. Ni el prostíbulo más importante de Europa como creían algunos. Constituía un auténtico y genuino Templo para el placer. Un curioso lugar a las afueras de Barcelona al que acudía una selecta clientela, en su mayoría empresarios, aunque también artistas y celebridades en busca de nuevas «experiencias».

Había alcanzado su fama gracias a las Noches Temáticas. Un original y excitante recorrido por la Historia del Arte Erótico, desde lo más exquisito a lo más decadente, y donde el personal gozaba de plena libertad a la hora de escoger los temas.

Y a los clientes.

Eran las chicas y chicos del Palacio los que elegían a «sus» clientes y no al revés.

No había límites, ni reglas establecidas. Ellos marcaban sus propias reglas adoptando cada noche el rol de un personaje histórico o mitológico para deleite de los asistentes, y mostrando la «escena completa» a unos pocos privilegiados en los Salones privados.

Nombres tan sugerentes como: El sueño de Eros, Perlas de Calíope, La isla de Lesbos, o El jardín de las delicias, hacían volar la imaginación del más escéptico.

Capítulo aparte era el Salón Oscuro, dedicado al sadomaso, y recientemente inaugurado no sin cierta controversia. Y, por supuesto, Las Lágrimas de Venus, el salón exclusivo de Khiara. Un rincón especial situado en la última planta, y al que nadie tenía acceso.

Todo el Palacio acogía un jugoso e inusual espectáculo en el que se confundía al espectador, jugando con sus sentidos, envolviéndolo en una suerte de luces y sombras, sonidos inciertos y aromas intensos.

Gozaba de un gran prestigio gracias a los contactos que Herman tenía en gran parte de Europa, hasta el punto de que algunos empresarios muy influyentes hacían escala en Barcelona sólo para visitarlo.

Y conocerla a ella. Khiara, la Dama del Agua.

La idea había surgido dos años antes, fruto de la imaginación y experiencias de Herman Krogh, un filántropo, excéntrico y millonario, obsesionado con el Arte. Y Khiara era su gran obra.

La había conocido diez años atrás, en Praga, ciudad donde Herman había fijado su residencia después de dejar su Berlín natal, y donde regentaba un par de Cabarets, símbolo inequívoco de la ciudad desde hacía un siglo.

Mantenía, además, ciertos negocios de índole algo sospechosa con algunas personalidades del hampa rusa y centroeuropea.

Fue en el parque Chotek. Ella estaba de pie, inmóvil, como una estatua, con la mirada perdida, ausente de todo y de todos.

Cuando la vio, lo adivinó enseguida. La historia de siempre.

Había, sin embargo, algo en ella que le animó a acercarse. Fue como un impulso incontrolable. Se sintió extraño. Un tipo como él, el gran vividor, que había pasado la barrera de los cincuenta y estaba de vuelta de todo, tenía muy pocas cosas de las que sorprenderse.

Y ella le sorprendió.

No le dijo su nombre al principio. No podía decir nada. Esa increíble joven de aspecto intemporal, tenía los ojos llenos de lágrimas y apenas articulaba palabra.

No fue hasta dos días después, tras muchas lágrimas y un largo fin de semana en su casa, que le contara su «historia de siempre» sin final feliz.

La joven, hija de un diplomático brasileño y una actriz danesa, llevaba un año viviendo en Praga donde llevaba una doble vida. Estudiante de Arte de día, trabajaba algunas noches en el Lucerna, un Cabaret famoso por acoger al escritor Kafka y otros artistas checos y extranjeros.

Toda una revelación para Herman, claro que, lo que hoy se entiende como Cabaret en Praga no era lo que se entendía en tiempos de Kafka.

La última noche se abrieron las compuertas. Ella le había revelado hasta lo más profundo y él se sintió conmovido por primera vez en mucho tiempo.

A Herman le bastó una sola noche para tomar la decisión.

Esa frágil muchacha de ojos oscuros y acuosos le había cautivado por completo y a pesar de lo que pudiera parecer a simple vista, no era una relación sexual. Más bien al contrario, Herman le había acogido como a un animal herido y empezó a actuar de mentor y protector. Una especie de Pigmalión, cuya única misión a partir de entonces sería modelarla, pulirla como un diamante en bruto hasta borrar todo vestigio de su pasado, y convertirla en la mujer más deseada de Europa. Empezando por su nombre.

Herman pensó que un nombre francés sería perfecto para la nueva vida que le esperaba. Él se encargaría de todo.

Esa noche nació Gabrielle Deveraux Broussard.

Viajaron durante un tiempo visitando aquellas ciudades que Herman consideraba imprescindibles para su «iniciación». Marsella, Viena, Berlín, Nueva York, y muy especialmente París, fueron parte de un atractivo recorrido donde Gaby, apodo cariñoso con el que se dirigía a ella, aprendió rápidamente a desenvolverse.

Aún recordaba con cierta satisfacción la cara de asombro que ella había puesto la primera vez que pasó la vista por las paredes de su piso en París. Todo un despliegue de erotismo, en su mayoría pinturas expresionistas.

—¿Qué te parece?

Ella no lo pensó dos veces.

—Pornográfico.

Él no puedo evitar una carcajada.

Meine liebe… Eso dijeron de Schiele en su gran época. Tienes mucho que aprender, prinzessin.

Y ella no sabía en ese momento que sería ese tipo extravagante quien iba a mostrárselo.

Herman le había enseñado a relacionarse en determinados ambientes y círculos de su confianza, donde ella era la sensación. Y no sólo por su inusual belleza, sino por su extraordinaria naturalidad y peculiar acento.

Nadie sabía de dónde había sacado el bueno de Herman a semejante criatura, y él se sentía a la vez maravillado de su protegida.

Poco a poco, el pequeño círculo de amistades que Herman tenía en París dio paso a otro mayor dentro de la jet set internacional, donde Gabrielle, cada vez más consciente de su sensualidad, empezó a mantener frecuentes contactos sexuales.

Herman le había enseñado durante meses el juego del engaño, el arte de la seducción en todas sus facetas y ella representaba su papel a la perfección.

Había sido la prostituta de lujo, el ama de casa insatisfecha, la ejecutiva elegante, la amante viciosa e incluso una vez, la colegiala traviesa en busca de unos azotes…

Tenía varios apodos y nombres distintos para cada ciudad. Participaba en todo tipo de fiestas y reuniones privadas, en las que practicaba unos juegos sexuales que hubieran escandalizado a la mismísima Mesalina.

Había pasado por Venecia, donde probó su primera «orgía de carnaval», una excitante experiencia en donde aprendió a ofrecer su cuerpo sin mostrar su rostro.

Más tarde, en Nueva Orleans, se introdujo en los ambientes más sórdidos de la ciudad dejando de lado su sensualidad y maneras elegantes para aprender a ensuciar su cuerpo y su lenguaje.

Al cabo de un tiempo, de regreso a París, Herman decidió que su Dama ya estaba lista, y fue allí donde creó el primer Palacio para ella: Le Palais Bleu.

Había nacido un mito.

Gabrielle había aprendido, gracias a Herman, a desterrar los sentimientos de su vida en cualquier tipo de relación que mantuviera hasta un límite en que dejaran de existir.

—Recuérdalo siempre prinzessin, ya nadie puede tocarte. Tú tienes el control. No es cuestión de sexo, sino de control. No lo olvides.

Y no lo olvidó. Jamás.

Había aprendido la lección de una forma terrible, enterrando sus últimas lágrimas en aquél parque de Praga y ahora, después de tantos años, cuando había llegado a lo más alto, ejercía su gran control de forma casi despiadada.

Gabrielle Deveraux Broussard, más conocida como Khiara, se había ganado a sí misma.

***

Dylan estaba terminando la escena de la doncella muerta cuando escuchó el timbre de la puerta.

Sonia se había adelantado.

Era la primera vez que iba a su casa y estaba nervioso. Muy nervioso.

Aún no podía creer que la chica guapa de las Ramblas se fijara en él. No era lo corriente.

Claro que Sonia no era una chica corriente. Ni hacía cosas corrientes. Y eso a él le fascinaba.

Se habían conocido semanas antes, al final de la Rambla, donde él solía acudir a escribir sus cortos o a hacer prácticas de rodaje.

Y ella se dedicaba a observarle. Simplemente. No hablaban nunca. Sólo observaban.

Una tarde Sonia dejó a un lado el libro que estaba leyendo, se levantó y se colocó justo delante de él.

Y de su cámara.

Él sonrió y sin decir nada, siguió grabando.

Días después, y tras muchas e interesantes conversaciones, Dylan se animó a invitarla.

—Hola pipiolo.

—Pasa Sonia

Dylan había cumplido los treinta pero tenía un aspecto tan juvenil que ella le había apodado «El pipiolo».

—Ponte cómoda, estás en tu casa.

Dylan empezó a colocar el trípode intentando, sin éxito, disimular su nerviosismo.

—¿Necesitas algo…? ¿Quieres una silla más o…?

—Agua

—¿Agua? Sí… claro. En seguida.

Dylan cogió la jarra de agua que tenía sobre la mesa pero cuando intentó ofrecerle un vaso ella se le acercó de frente inesperadamente y se lo derramó encima. El intentó decir algo pero Sonia se lo impidió poniendo una mano en sus labios. Después le metió los dedos en la boca buscando su lengua mientras se iba desabrochando la blusa mojada.

Dylan permanecía inmóvil, absorto en las gotas de agua que le resbalaban por el cuello. Cuando por fin empezó a mover la lengua, ella retiró la mano, se giró y caminó muy despacio hacia la silla que él había dispuesto frente al trípode.

Se había quitado la blusa, dejando al descubierto una finísima camiseta blanca de tirantes. No llevaba sujetador.

Cuando llegó a la silla no se sentó. En vez de eso, se quitó los vaqueros, se soltó el pelo y se puso de espaldas a él. Después rodeó la silla con sus piernas y se dejó caer hacia delante mostrando sus pechos a través de la camiseta.

A continuación se sentó, muy lentamente, y girándose de nuevo hacia él se bajó las bragas a la altura de los muslos.

Dylan estaba perplejo. Ella le había pedido que le grabara para un videobook y él jamás hubiera imaginado semejante espectáculo. Al igual que jamás había contemplado semejante belleza.

—¿Te gusta el agua, Dylan? —su voz sonó distinta. No parecía la misma mujer que él conocía.

Se había pegado la camiseta al cuerpo, por encima del ombligo y hablaba directamente al objetivo.

Fue en ese momento cuando él reaccionó, observando que no había conectado la cámara. Se giró tan bruscamente que tropezó y entonces ella estalló en carcajadas. Eso le molestó al principio, pero después siguió observándola, esta vez a través del visor.

Instantáneamente ella dejó de reír. Cerró los ojos y echó el cuello hacia atrás, ajustando aún más la camiseta, que resaltaba sus pezones mojados. Después, mientras se chupaba los dedos con la lengua y acariciaba sus pezones con una mano, se abrió de piernas y empezó a masturbarse.

El levantó la vista y la miró fijamente. Lo estaba grabando todo en un plano fijo así que se apartó definitivamente de la cámara. Ella susurró algo pero él no entendía lo que decía.

De repente se sintió terriblemente excitado.

—¿Quieres llegar hasta el final? —dijo

Ella le sonrió, y sin dejar de tocarse, respondió:

—Siempre.

Entonces él se acercó, sintiendo un irrefrenable deseo de tocarla, pero ella le retuvo con la mirada.

Finalmente, y tras un explosivo orgasmo, Sonia se desplomó.

Dylan se apresuró a cogerla y al llegar a su altura notó el intenso calor que desprendía su cuerpo. Sonia volvió a sonreírle y él volvió a sentir toda la tensión sexual acumulada. Entonces se abalanzó sobre ella inesperadamente, sujetándola con fuerza por las muñecas para que no pudiera moverse.

Sonia lo recibió sin resistencia, rozando su cuerpo contra el suyo y gimiendo de placer al tiempo que dejaba la boca entreabierta, pero cuando él intentó besarla ella le apartó violentamente la cara.

Aquello le confundió y antes de que pudiera reaccionar, ella se soltó.

A continuación se vistió y sin decir nada, salió por la puerta.

Días después Dylan se dio cuenta de que no podía enviarle la cinta. No tenía su dirección. Ni su teléfono. No sabía nada de ella salvo su nombre.

Entonces recordó algo que ella había dicho en la sesión, como un susurro. Había dicho: «Esto es para ti pipiolo. Sólo para ti». Pero, ¿qué coño significaba? ¿Que no quería la cinta? ¿Era un regalo?

Dylan se enfureció. Casi más que el día en que le dejó tirado. No sabía muy bien porqué. ¿O sí? No quería admitirlo pero esa mujer, a la que apenas conocía más que por sus extravagancias, le había descolocado por completo. Y eso no le gustaba. No le gustaba en absoluto.

Al cabo de dos semanas ella seguía sin dar señales de vida. Se acabó. Que se joda. Que la jodan.

***

Además, Dylan no tenía tiempo que perder. Por fin le habían concedido la subvención y se iba a rodar a Estados Unidos. Salía para Nueva York en menos de una semana.

Y esa misma noche iba a celebrarlo con su mejor amigo.

Habían sido invitados nada menos que a El Palacio Azul, una invitación por todo lo alto por cortesía del «jefazo».

Dylan no estaba muy convencido. La única referencia que tenía del sitio en cuestión era que formaba parte de una especie de burdel extravagante y lujoso donde sólo iban pijos millonarios o gilipollas excéntricos.

Aún así acudió.

Cuando llegaron el espectáculo ya había comenzado. Estaban representando Historias de Sherezade y todas las chicas circulaban por la sala con atuendos de estilo árabe, moviendo sus caderas al ritmo de unos timbales y ofreciendo toda clase de bebidas aromáticas y frutas exóticas.

Todos los clientes tenían que pasar previamente por unos vestuarios donde se les proporcionaban túnicas. Dylan se resistió al principio pero finalmente accedió.

No había mesas. Los clientes eran acomodados en unos amplios almohadones en el suelo, situados en círculos delante del escenario, siendo atendidos en todo momento por una de las «chicas temáticas» de la noche.

Mientras intentaba sentarse sin derramar la bebida, Dylan vio de reojo en el escenario principal, como sujetaban a un esclavo negro mientras una especie de sultán intentaba sodomizarle. Así que es aquí donde se divierten los ricachones cachondos y maricones. Miró a su amigo David y ambos hicieron un gesto de complicidad.

De repente, una escultural mujer de pelo largo y rubio, desentonando con la estética de la noche, se acercó a él.

—¿Dylan Márquez?

—Sí. Yo soy.

—¿Tienes la gentileza de acompañarme por favor?

Dylan se quedó muerto. Pero no tanto como su amigo y mucho menos el jefe de toda aquella encerrona.

Se levantó como pudo sintiendo las miradas a su alrededor y sin saber muy bien qué decir, la siguió obediente.

La rubia le condujo a través de la sala hasta un ascensor que había detrás del escenario lateral y que comunicaba las tres plantas. Hasta la torre. Esto le sorprendió.

El Palacio Azul era en realidad una antigua villa restaurada rematada por una pequeña torreta.

Cuando llegaron arriba, Dylan se plantó, y algo confuso le exigió una respuesta.

—Me vas a disculpar pero… ¿puedo saber qué es todo esto y donde estamos?

La rubia permanecía en silencio. Después, le condujo por un estrecho pasillo hasta la entrada de lo que podría ser una suite.

—Bienvenido —le dijo, y desapareció.

Dylan se encontró de pronto en una sala que parecía sacada de un cuadro renacentista. Pero estaba tan oscuro que apenas podía apreciarla.

Cuando sus ojos se hicieron por fin a aquella oscuridad cruzó la estancia hacia la terraza y observó que se hallaba en mitad de un auténtico vergel natural, rodeado de finas antorchas encendidas, lo que daba al ambiente un aspecto aún más tenebroso.

Entonces la vio.

Estaba sumergida hasta la cintura en un pequeño estanque con su pelo negro azabache cubriéndole el pecho. Llevaba la cara pintada de tal modo que le cubría casi como una máscara. Estoy en la suite de Khiara. Joder.

—¿Vas a quedarte ahí toda la noche? —tenía la voz suave y un ligero acento francés.

Dylan se sintió incómodo.

—Disculpe pero creo que ha habido un error. Yo no…

No acabó la frase. Ella se había incorporado un poco más dejando ver su cuerpo desnudo. Era como una aparición bajo el efecto de las antorchas.

—¿Qué te pasa Dylan? ¿No te gusta el agua?

La frase le atravesó como una hoja afilada. Se acercó al estanque y la miró fijamente. No podía distinguir su rostro. Sintió un escalofrío. Entonces ella le cogió por los brazos y le atrajo hacia sí.

Él se sintió confundido. Y excitado.

Después le quitó la túnica y le obligó a tumbarse en el borde del estanque quedando la mitad de su cuerpo fuera del agua. Dylan no se movió. Estaba completamente hipnotizado por la intensa mirada y caricias de esa mujer.

De repente ella se sumergió por completo para surgir, de pronto y cubrirle de agua, deslizando su cuerpo desnudo y su cabello sobre él, mientras le rociaba la boca con un líquido extraño de sabor ácido.

Dylan sintió como se estremecía su cuerpo.

A continuación ella empezó a lamerle el líquido de los labios, después bajó al cuello y siguió hasta el pecho al tiempo que rozaba sus pezones contra los suyos.

Más tarde se deslizó entre sus piernas y empezó a chuparle de abajo a arriba mientras él jadeaba.

Dylan tenía una enorme erección. Pensó que no iba a poder controlarse. Tenía el cuerpo pesado y húmedo y la lengua le ardía. Ella le estaba lamiendo hasta el límite y él se dejaba hacer sintiendo una indescriptible mezcla de placer y dolor.

De pronto, cuando ya no creía que podría aguantar más, notó por fin la boca húmeda de ella y sus labios calientes en un violento movimiento y gritó de placer. Hasta el final.

Cuando Dylan salió del Palacio empezó a caminar sin rumbo.

Una extraña sensación, como una punzada le atravesaba el estómago. No sabía qué era.

La mujer más famosa de Europa le había elegido a él esa noche y no entendía por qué. Se sentía extraño, confuso, pero a la vez excitado. Intentó calmarse. Al fin y al cabo no era más que una prostituta de lujo, sin rostro… Aunque había algo en ella que le atraía irremediablemente como la luz a la polilla. Una atracción malsana supongo.

***

A la mañana siguiente se despertó sorprendentemente despejado. Se duchó rápidamente y salió a la calle. Se iba en dos días y tenía mucho que hacer aún.

Estaba cruzando la calle en dirección a la comisaría cuando la vio. No la reconoció al principio. El traje de chaqueta y los tacones de vértigo no eran precisamente su vestimenta habitual. Iba acompañada de un tipo mayor, con el pelo canoso y de aspecto elegante. Estaban a punto de subir a una limusina cuando ella se giró. No había duda.

Dylan gritó su nombre, dos veces, pero ella no se volvió.

Sin pensarlo dos veces cogió un taxi y los siguió.

Al principio se sintió ridículo, sobre todo cuando le dijo al taxista eso de «Siga a esa limusina», pero luego, viendo el rumbo que tomaban, empezó a preocuparse. Habían llegado al Palacio Azul.

En la puerta había otro coche y dos tipos fuera con pinta de matones. Dylan pensó en acercarse sin más, pero viendo que aquello no tenía buena pinta prefirió esperar un rato en el taxi.

Al cabo de tres cuartos de hora, nadie había vuelto a entrar ni salir.

***

Cuando Gabrielle entró en el despacho Herman estaba gritando. Sabía que el asunto de la venta no iba a ser fácil y menos con ese tipejo pero aún así se asustó.

Durante meses le había pedido a Herman que, por el bien de todos, dejara de tratar a su socio de Berlín, un tipo violento y detestable llamado Iván Kozlov que mantenía toda clase de negocios sucios y trapicheos con el hampa de media Europa, y ahora, por fin, después de una larga discusión con ella, Herman había accedido a cortar por lo sano.

—¿Qué está pasando aquí? —la entrada repentina de Gabrielle los pilló desprevenidos e importunó bastante a Iván—. ¿Todo bien Herman?

—Sí querida. No te preocupes. Espérame fuera. En seguida nos vamos.

—Pero Herman…

—Gabrielle —le cortó él— haz lo que te digo.

Ella dudó un instante y después salió. Se sentía molesta por la actitud de Herman dejándole fuera de la reunión. Al fin y al cabo ella también era socia y quería apoyarle, pero él había insistido en que se mantuviera al margen.

Se dirigía a su suite cuando de pronto escuchó un golpe seco. No sabía qué habría podido ser, aún así, sintió un nudo en el estómago. ¡Herman!

Corrió hacia el despacho pero de repente uno de los matones de Iván le cortó el paso golpeándole. En un segundo todo se volvió negro.

Cuando abrió los ojos se sintió mareada. Tenía la boca seca y un terrible dolor de cabeza. Creyó distinguir su habitación y una figura difusa que le hablaba.

—La bella durmiente vuelve con nosotros —era la voz de Iván.

Estaba esposada a una columna, de espaldas a él, y apenas se mantenía en pie.

—¿Dónde está Herman? —dijo apenas sin voz.

—Verás Gabrielle, será mejor que te olvides de él por una temporada. El señor Krogh ha cometido un gravísimo error.

—El único error que ha cometido es tratar con gentuza como tú.

—Vaya, vaya… ¿Sabes? Creo que no deberías hablar así a tu nuevo jefe.

Antes de que ella pudiera decir nada, el matón le golpeó la cara. Gabrielle empezó a sangrar.

—Déjanos solos Sergio —Iván se acercó muy despacio, hasta pegar su cara contra la suya—. Como iba diciendo, ahora tú me perteneces.

Tenía la boca en su cara. Gabrielle apenas podía moverse. Le estaba sujetando el cuello con una mano mientras con la otra le rajaba la blusa y la falda.

—¿Qué te parece esto, eh? Esto es lo que le gusta a la zorra de Khiara ¿verdad?

Gabrielle intentó revolverse con todas sus fuerzas pero él le había inmovilizado, abriéndole las piernas y restregándose contra ella. Gabrielle gritó y él volvió a golpearle.

—No eres más que una golfa. Una golfa bien vestida.

En ese momento la puerta se vino abajo, Iván se giró, pero antes de que pudiera reaccionar, sintió como se abalanzaban sobre él. Un duro golpe en la mandíbula seguido de otro en las costillas le dejaron sin respiración retorciéndose en el suelo.

Gabrielle estaba dolorida y semiinconsciente pero tuvo tiempo de verle la cara. No podía creerlo.

Dylan estaba acercándose a ella cuando notó la presencia de dos hombres en el umbral de la puerta.

El tipo elegante de las canas iba ahora acompañado de otro mucho más joven que llevaba un arma en la mano. Gabrielle apenas podía hablar ni moverse.

—¡Gabrielle! ¡Hijo de puta mal nacido! —el joven corrió hacia ella seguido del otro, que parecía estar mal herido.

—¿Gabrielle? —dijo Dylan mientras miraba a Sonia tirada en el suelo en brazos de aquel hombre que le cubría con su gabardina.

Y entonces se dio cuenta de lo que nunca había querido admitir.

El tipo elegante se volvió lentamente y se dirigió a él.

—¿Cómo te llamas hijo? —dijo con un ligero acento alemán.

—Dylan, y no soy hijo suyo.

Gabrielle levantó la vista hacia ellos mientras Marco intentaba incorporarla.

Herman se acercó a Dylan, le miró fijamente a los ojos y por segunda vez en su vida tomó una decisión.

—Llévatela —dijo simplemente.

Gabrielle intentó decir algo pero Herman lo interrumpió.

—Adiós prinzessin.

Dylan cogió a Sonia en brazos y ayudados por Marco se metieron en un taxi.

***

Al día siguiente Sonia se despertó en una cama que no era la suya. Llevaba puesta una camiseta que le quedaba grande y tenía delante una bandeja con comida y agua.

Estaba mareada.

Se levantó como pudo y salió al comedor. Dylan estaba haciendo la maleta. Ella se le acercó pero él la ignoró.

—Sólo quería darte las gracias.

—De nada —dijo con voz seca.

—Dylan yo…

—Será mejor que no digas nada Sonia, ¿o debería decir Gabrielle? Ni si quiera sé tu puto nombre.

Dylan cerró de un golpe la maleta y la tiró contra un rincón mientras se dirigía a la puerta.

—Salgo un momento. El tiempo justo para que te vistas y te largues. Cuando vuelva no quiero verte aquí.

Sonia avanzó hacia él y se arrimó a su espalda sujetándolo por los hombros. Él no se movió. Entonces ella se giró, le volvió la cara, y muy lentamente le besó en los labios. Dylan dudó un momento. Después, abrió la boca y le devolvió el beso.

Un beso largo y profundo, sintiendo su lengua dentro y sus manos en su cuello.

Siguió bajando las manos mientras la desnudaba y la tumbaba en el suelo, y ella siguió besándole, mordiendo sus labios y arañando su espalda.

Entonces Dylan se desnudó por entero y se tumbó sobre ella. Sonia le abrazó con sus piernas dejando que le penetrara. Sin límite.

Dylan sintió un placer que jamás había sentido por nadie. Horas después, exhausto, se durmió.

Y allí, en mitad de la noche, la joven sin nombre, sintió las lágrimas brotar después de una década.

A la mañana siguiente, Dylan se fue a Nueva York.

Epílogo

Ya no quedaba nadie en la facultad.

La profesora de Arte Contemporáneo cogió su bolso y metió el periódico dentro.

Cuando llegó a la plaza, ya estaban recogiendo.

Sacó su periódico y leyó la noticia una vez más.

Tras dos años fuera de nuestro país, el joven cineasta Dylan Márquez regresa a la capital para rodar su primer largometraje en español…

Guardó el periódico de nuevo y caminó despacio hacia la valla de seguridad. A continuación se detuvo. Esperó. Él aún seguía probando una cámara, cuando por fin se volvió. Y la vio. Se quedó parado, observándola durante un rato. Estaba distinto, aunque aún conservaba cierto aire adolescente. Entonces ella cruzó la valla y se puso frente al objetivo.

—Me llamo Gabriella. Gabriella Dacoste Lierson.

Él sonrió, y sin decir nada, siguió grabando.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Una historia muy romántica, más que pornográfica… es que no podéis evitar ser lo que sois jajajajajaajajjaa

Los comentarios están cerrados.