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La verdadera historia de L. J. C.

por

Preámbulo

Estimados lectores de mi relato, me dispongo a contaros mi vida. Como cualquiera que se enfrenta por primera vez a escribir sus memorias y vivencias (aunque en mi caso sean cortas) siento que tengo un poco de «miedo escénico». Miedo al error, miedo a aburriros en demasía, tengo miedo hasta de cometer faltas de ortografía. Pero para tranquilizarme os invito a que, si llegado el caso esto ocurriera, sólo tenéis que dejar de leer, que yo personalmente no os lo tendré en cuenta.

Pienso y reflexiono que a lo mejor todo está escrito de antemano, como dicen, que estamos predestinados a lo que nos ocurra. Y puede que así sea, puesto que mi vida transcurría plácida y aburrida como abogado en un pueblo de Castilla-La Mancha, tirando para Madrid, cuyo nombre es mejor obviar para que nadie de los que van a aparecer en esta historia se dé por aludido.

Pienso que la vida de abogado es como la de las moscas, vas de mierda en mierda. Eso, estimados lectores… agota. Agota física y psicológicamente. Vamos que estás lleno de mierda ya el mismo lunes a las diez de la mañana. Te pones detrás de la mesa, estrado, o simple tarima y piensas en lo feliz que serías en otro lugar mientras un sujeto con gafas te desgrana con palabras monótonas cómo se separa, se pega, se despide, le despiden, le roban, te meten, te sacan, se engañan… y al final no sabes cómo, los papeles que antes eran un montoncito, han crecido como por arte de magia y ya son una montaña nevada y turbia de trabajo acumulado.

En esa rutina sobrevivía: del trabajo a casa, de casa a la novia, de la novia al bar, del bar a la cama, de la cama a mi casa y vuelta a empezar. Un hámster mundano y bípedo. Cansado de uno mismo, de fumar, de beber, de que te chulee todo dios, de la corbata, del traje que se enreda en la ingle y, lo que es peor, pensando que así iba a transcurrir el resto de mi existencia.

En estos pensamientos y otros parecidos estaba, cuando un día leyendo en la oficina el diario, en la sección de anuncios, decía:

«¿ESTÁS CANSADO Y/O HASTIADO, QUIERES DAR OTRO RUMBO A TU VIDA? SI ES ASÍ, VEN CON NOSOTROS A CHINA, A CONOCER AL MAESTRO DEL KUNG-FU-TAI-CHO, EL MAESTRO SR. CHETE.»

No sé, algo saltó en mi interior, sentí como un presentimiento de que aquello era lo que buscaba. Aventuras, viajes, artes marciales… Dejar todo esto para emprender un nuevo comienzo, un nuevo camino para mi vida. Y, llegado el caso, si aprendía y profundizaba y me gustaba este arte marcial nuevo, podría traerlo a España, fundar mi propio gimnasio y, por qué no, ganarme el sustento.

La mosca que revoloteaba encima de mi cabeza me miró, la miré, y se posó en el atlas de El País que estaba en ese momento ojeando inopinadamente encima de la mesa. Justo, aunque no os lo creáis, lectores y amigos, en la parte de China. Era la señal que esperaba. Sin pensarlo dos veces éste que os escribe —L. J. C.— cogió el teléfono, marcó el número del anuncio y se apuntó a un viaje iniciático al profundo Oriente en busca de sus raíces y del Kun-fu-Tai-Cho (no sin antes haber dejado llorando a la novia, protestando a los padres y al jefe goteando tinta por la cabeza).

Como apenas tengo espacio en estas cortas memorias, no seré pródigo ni me extenderé en los detalles del viaje. Baste saber que fue largo, penoso, fatigoso, pringoso y engorroso. Todo en el viaje acabó en «oso» e incluso a punto estuvo de costarme un disgusto por lo «fog-oso» que fui una noche con la guía del viaje.

Primera parte: El santuario

El Santuario o Monte Sagrado está situado en el centro de China, en la provincia de Shin-Shin; allí donde Cristo perdió la boina. ¡Madre del Cielo, lo lejos que está…! Por fin, al pasar por un desfiladero que los lugareños llaman «El Pellejo Pegado a la Costra» se divisa en lo alto de la Roca. Imponente en el risco es, para que os hagáis una idea, como las Casas Colgantes de Cuenca, pero a lo bestiajo. Grande, lleno de ventanas y con ese aire brumoso y ese cierto modo místico que tiene todo en China. El caso es que llegados a la gran puerta de acceso, nos bajamos de las borricas, y de dentro de un ventanuco asomó la cabeza de un monje y en un idioma incomprensible habló con la guía. Ésta hizo unos ademanes para que entrásemos y acto seguido se dio media vuelta, no sin antes dirigirme una mirada amenazadora, y se marchó por el mismo camino que nos trajo a todos.

La gran puerta se abrió, y detrás apareció un vejete de una edad indefinida, vestido con una túnica de color naranja y unas sandalias raídas, por donde asomaban unos pies de los que nacían unas uñas que más parecían garras de gavilán que de persona. El monje, con un inglés penoso, nos dijo que se llamaba Mino y era el maestro y encargado del Templo. Nos invitó a pasar, nos distribuyó entre las habitaciones del espacioso edificio y nos dijo que nos vistiéramos con los trajes que encontraríamos encima de las camas. Y que después fuésemos a cenar.

Así lo hicimos. Yo tenía un hambre de lobo. Tanto viaje, tanta borrica, tanto paisaje, le causa a uno un vacío estomacal que se comería las uñas del monje, llegado el caso. De modo que, una vez me puse la túnica, bajé raudo al «Salón Comedor». Mis dos compañeros, con los que había viajado desde España, ya estaban sentados en la mesa. Los saludé y esperamos la llegada de los monjes. Al rato aparecieron, formando una comitiva a modo de reguero en fila de a dos, de unos cincuenta monjes por fila, y se encaminaron en silencio y muy ceremoniosos por el centro de la sala. Cuando hubieron entrado, siempre en el más absoluto silencio, se ubicaron cada uno en un sitio predeterminado y se sentaron. En la mesa presidencial, y aparecidos como por arte de magia, os aseguro que nos los vi llegar, estaban los maestros.

 Reconocí al maestro Mino, y a su lado uno que parecía más viejo, con la túnica de color blanco. «Ése», pensé, «debe de ser el maestro Chete». Cuando el poso de murmullo se acalló, habló el maestro Mino.

Su voz era entre aguda y autoritaria, y por lo que pude entender, explicó que éramos todos alumnos y que esperaba lo mejor de nosotros, y que sabía que algunos lo conseguirían y otros no; pero que, en todo caso, el noble arte y sabiduría del Kung-Fu-Tai-Cho nos ayudaría en el futuro para ser mejores con nosotros mismos y nuestro entorno. Que alcanzaríamos lo más profundo de nuestros sueños.

—Para terminar —dijo—, vamos a realizar el juramento de «La Perfección y el Conocimiento».

El maestro se levantó, y con una voz grave y vibrante comenzó a recitar el juramento, que todos repetíamos en voz alta.

Yo, que he venido voluntario a conocer y aprender (repetición)
Yo, que tengo el alma pura y la mente despejada y no tengo crímenes
Yo que respeto la vida y la naturaleza y a nuestros antepasados
Vengo a conocer el Kung-Fu-Tai-Cho a respetarlo, a respetar
A sus maestros, para de ese modo llegar algún día a ser pleno (repetición)
Para ello, renuncio a la carne, al sexo y al placer carnal (joder, joder...)
Estoy dispuesto a sacrificar mi cuerpo y mente 
Pasaré hambre, frío, soportaré vejaciones y humillaciones, así como dolor
Pero como seré fuerte, al final veré la Luz y la recompensa a mis pesares.

Acabada la letanía, y no sin cierta desazón por mi parte dado los términos del juramento, nos sirvieron la cena, que para darnos la primera en la mejilla, estaba compuesta de un solo plato. La «Sopa del chef» era un caldo hervido de verduras y algún bicho haciendo largos entre las coles. Menos mal que uno no sale de España sin la fiambrera bien provista y todavía me quedaban algunos restos de chorizo y un pedazo de queso manchego, y gracias a eso pude conciliar el sueño aquella noche. Soportaré frío, vejaciones y humillaciones, así como dolor, pero hoy hambre no paso.

Segunda parte: Teoría y práctica

Según nos explicó el maestro Mino, la palabra Kung-Fu, deriva del cantonés y significa «trabajo bien hecho» o bien «trabajo duro». En su estado de perfección une los tres niveles fundamentales: el físico, el mental-emocional y el enérgico-espiritual. En este último estado el Kung-Fu se une a otra rama de las artes marciales, el Taichi, que canaliza la energía cuerpo-espiritual del combate aprovechando la de tu contrario en beneficio propio. Al final, una vez controlado el combate, el espíritu, el cuerpo, llegas al «Cho» que es un estado de perfección tal que entiendes todo lo que te rodea, la esencia de las cosas. En el «Cho» se concentra lo más mínimo y lo más grande, lo más simple y lo más complejo.

Pocos llegan a conocer la perfección del «Cho», sólo algunos privilegiados que alcanzan el estado de perfección. Yo pregunté al maestro Mino, si él lo conocía o había llegado a ese estado. Me dijo que no, sólo el maestro Chete conocía la esencia del «Cho». Y apuntilló que si persistíamos y perseverábamos algún día a lo mejor, y sólo a lo mejor, llegaríamos a ese estado de paz, perfección y conocimiento.

Así, al cabo de unos días, comenzamos nuestro arduo camino en el Kung-Fu-Tai-Cho.

Nos vistieron con un traje de pantalón y camisola de color blanco, bastante amplio, que olía, querido lector, muy bien.

Todas las mañanas, al amanecer, salíamos a la misma hora al patio central del monasterio, allí el maestro Mino nos esperaba, como siempre, con su traje naranja chillón, y comenzábamos los movimientos de aprendizaje o katas. Al principio simples, para irse complicando paulatinamente con movimientos nuevos más complejos.

Siempre la misma rutina, de madrugada entrenamiento, a las doce de la mañana comida, una hora, otra hora de descanso y a las dos de la tarde a la blibioteca del Monasterio, para seguir con la teoría y la historia del Kung-Fu. Nos aprendimos todas las generaciones de maestros, sus orígenes y creencias. Estudiamos budismo tibetano, hinduismo, el Taichi, la energía, el cuerpo, el shintoismo, el espíritu, la conexión cuerpo-espíritu, el «Cho», su inicio, su sentido, su culmen…

A eso de las seis de la tarde, cena, oraciones y retiro o charla hasta las ocho de la noche, tocaba el gong y a dormir, rendidos.

Esta, amigos, fue mi vida. Y sin queso. Lo que en principio iba a ser un mes, pasó a ser un año.

Tercera parte: El combate

Mi cuerpo, indudablemente, había cambiado. Ya no era el L. J. C. que llegó hace año y medio, ahora era un L. J. C. diferente. Estaba mucho más delgado que cuando llegué, pero no era una delgadez por falta de alimentos. Era delgado porque no tenía la grasa que me sobraba; había sido sustituida por músculo y fibra. Había ganado en agilidad, en rapidez de movimientos, en respuesta ante el ataque, en contundencia en el golpe. La repetición de las katas, el ejercicio diario, el ayuno, el dolor ante los impactos, la falta de queso, habían moldeado mi cuerpo hasta hacerlo duro, resistente y flexible como el bambú.

Por aquella época el maestro Mino comenzó las prácticas con los «Instrumentos orientales» como le gustaba llamarlos: los «Nun-chacu», dos palos unidos por una cuerda corta que, bien manejados, son un eficaz instrumento de combate. El entrenamiento era muy duro, y más de uno acabó con la cabeza abierta, ya sea por su propio palo, o bien por el del vecino. Mención especial merece la pena destacar el movimiento vertical hacia abajo mano-derecha-impulsa y mano-izquierda-recoge por debajo de los genitales. Ni que decir tiene, y no exagero, que las tibias, entre otras partes, sufrieron el aprendizaje de tan noble arte con moratones, chillidos, juramentos e improperios mitad en chino, mitad en el más puro «¡Me cago en la puta que te parió!» que no tiene tanta fuerza en ningún idioma como en el nuestro.

Luego llegaron los palos largos a modo de pértigas y las espadas de madera, para empezar, y las de hierro del de verdad después. Aquí, y como ya estábamos escarmentados, andábamos más espabilados y hubo menos bajas en la enfermería. Eso sí, las dos que hubo fueron graves. Pero como decía el maestro Mino: «Qué es un dedo, si tienes veinte». ¡Nos ha jodido, como no era el suyo…!

Al cabo del segundo año, nos citaron a los que seguíamos, más menos que más, enteros en el patio. Nos formaron con nuestros uniformes de gala y en una tarima apareció el maestro Mino muy solemne. En tono marcial se dirigió a los presentes con estas palabras:

—Estimados alumnos del noble arte del Kung-Fu-Tai-Cho: lleváis dos años practicando en nuestro humilde monasterio, habéis sufrido, padecido, y ¿por qué no? también disfrutado. Pero es hora de que vuestro aprendizaje vaya terminando; hoy comenzaréis un torneo entre vosotros, y el ganador tendrá el honor de conocer al maestro Quinto Dan del Kung-Fu-Tai-Cho el maestro Chete, que lo guiará hasta llegar al último estado de Perfección y Armonía y Paz, que podrá disfrutar en esta y sucesivas vidas.

Terminado el discurso, leyó en voz alta los emparejamientos de los combates y comenzó con lo que podríamos denominar los octavos de final. A mí me tocó en suerte un chino llamado Sal-Chi-Chon. Talmente salido del Mortadelo, la verdad no me fue muy difícil despacharle de una certera patada. Por aquel entonces no es que añorase el queso, es que hubiera matado por una ración de ibéricos, y esto me otorgaba una fuerza arrolladora.

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El segundo en liza era un compatriota, de los pocos que quedábamos, Luis. Y como buenos españoles, la noche anterior nos reunimos en mi habitación y después de un té y una botella de DYC que aún conservaba en el talego, tuvimos una conversación de lo inútil que es pegarse entre iguales, para qué forrarse a guantazos, si a fin de cuentas lo que los dos deseábamos era volver a nuestro país cuanto antes: «¡A ver si nos vamos a lesionar, Luis…!», «¡A ver si nos vamos a lesionar L. J. C…!»

Y al final acabamos por jugarnos el pase a la siguiente ronda a los chinos. La verdad es que guardaba dos botellas de DYC. Una noche es una noche.

Como gané, me planté en la semifinal, contra uno que tenía muy malas pulgas. Luis feliz. Un cantonés al que pusimos el mote de «Ovni» porque tenía mucha cabeza. A éste me costó ganarle. Estábamos empatados y el maestro Mino no tenía muy claro a quién dar ganador, pero en un movimiento felino le aticé de firme por la espalda un golpe demoledor, patada seguida de cogotazo conejero. No resulta muy oriental, pero sí muy efectivo. Cayó como un saco de patatas, maldiciendo y retorciéndose de dolor. A saber cómo se caga en tu madre esta gente.

Así que, amigos, en la final me tocó el primero de la promoción, el alumno aventajado, el verdadero ojito derecho del maestro Mino, que era nada más y nada menos que Sosito. Luis feliz, para mí que todavía le duraba la cogorza. Le pusimos «Sosito» porque en los dos años que nos conocíamos sólo nos había dirigido la palabra una vez, y fue cenando, para decirnos: «¿Me pasáis la sal?». Un gran conversador, sin duda.

Pero sacudía de firme, ya lo había demostrado. Sosito, me miró con esos ojos entre abiertos e inexpresivos, amenazantes, y fijos en mí. Yo, a lo Chuck-Norris; saltitos cortos, manos en la nariz, cerrando los golpes de frente y cierta chulería en los movimientos. El primer ataque: patada lateral, me crujen las costillas, menciono a todos sus ancestros. Contraataco con un Tagui-mochi. Me lo esquiva, se separa e intenta un Tomo-Nague. Le veo, y cuando está en medio del salto, le doy un patada en la canilla a lo Benito que le parte la pierna. ¡Ayyyy…! ¡Cómo duele eso! Los camilleros llevándose a Sosito y yo sintiéndome fatal; no de mal, sino de malo, je, je.

¡Había ganado! Era el primero, el mejor. Qué alegría me entró, estimados lectores, ¡qué dulce es el placer de la victoria! Embargado de emoción me dirigí al maestro Mino, me presenté y le hice la reverencia. El maestro me dijo:

—¡Enhorabuena L. J. C.! Me alegro por ti. Eres justo ganador –carraspeó – y como premio vas a conocer en persona al maestro Chete, la máxima autoridad en el Kun-fu-Tai-Cho, que te guiará, tal y como prometí en el conocimiento del último estado de Perfección del Kun-Fu-Tai-Cho.

Cuarta parte: El Último Estado

Lo que siguió fue, para expresarlo en términos indo-orientales, un estado de Nirvana (mal entendido por los occidentales que lo asimilan a la felicidad). Éste es el estado de la persona donde la ausencia de cualquier tipo de necesidad física no se traduce en desasosiego o mal humor. Se come menos, se duerme menos, se… menos también, o sea, nada, pero por el contrario sientes una completa realización interior. La paz, la calma se instalan en ti. Eres como un mar de espiritualidad. Casi diría que hasta la percepción del tiempo cambia. Todo pasa más despacio, a una velocidad menor que la del resto de la gente. Ya no oyes, escuchas: ya no miras, ves. Ya no hablas, salvo cuando es imprescindible. Ya no comes, paladeas. Hasta parece que tu cuerpo avanza sin prisa. Esa paz se transmite. Has asimilado tres años de duro aprendizaje, tanto físico como mental, y ahora comprendes todo lo que antes te parecía absurdo y banal.

Los monjes se lo tomaron con calma, me dejaron dos meses reposar antes de llamarme para decirme que el día uno de enero del año entrante conocería al maestro.

El tiempo que restaba pasó rápido en términos temporales (apenas faltaban unas semanas) pero pausado en mí. Y así llegó el Gran Día.

Elegí para la ocasión una simple combinación de camisa y pantalón, muy parecido al que me dieron al llegar, sólo que esta vez ya lucía el cinturón negro de segundo grado en mi cintura. Con paso firme salí de mi habitación, en el patio estaban formados todos mis compañeros con sus mejores galas. Me saludaron, chocando sus puños con un estruendo carnoso, y por un pequeño pasillo me encaminé hacia la tarima donde estaba el maestro para recibirme.

No os voy a negar que a pesar de todo el Nirvana y toda la calma y toda la paz del mundo la carne se me puso de gallina y el corazón me latía a más velocidad de lo normal. Alcancé al maestro Mino y por primera vez me saludó con una reverencia; acto seguido me hizo una indicación para entrar en el Santuario.

Oscuro, silencioso, misterioso, pero a la vez seguro y confortable, ésas eran las sensaciones que me transmitió aquel lugar nunca visto por un occidental. Al final una luz débil me indicaba, a modo de faro, que allí se encontraba la sala donde desembocaba el pasadizo.

Cuando entré en la sala, lo primero que vi es un altar con un Buda ricamente decorado, creo que era el Buda de la Verdad, y a sus pies un anciano. El anciano, antes que pudiera yo ni siquiera parpadear, se incorporó y me lanzó con una rapidez inusitada un cuchillo afilado. Yo, que lo veo, me aparto, lo esquivo y balbuceo lleno de sorpresa:

—¡Maestro Chete, soy yo L. J. C., el aprendiz, me envía el maestro Mino!

—Bien, bien, era para ver tu preparación —dijo él—. Pasa, pasa, y ven que te vea.

«La próxima vez me lanzas una pera, macho, vaya modales.» Me acerqué, ¡qué feo era el tipo, qué pelos, qué verrugas, qué visión espantosa!

Me miró largo rato y luego, con sus dientes roídos por las caries, exhaló un aliento que mataría las moscas, en el caso de que las moscas pudieran sobrevivir en semejante fetidez, y me dijo, no sé si enfadado porque me estaba tapando la nariz con una mano:

—¡Vas a sufrir, sufrir hasta lo indecible, sufrir hasta llorar, sufrir hasta el tuétano, sufrir hasta que no te quede una gota de oxígeno —que no me quedaba—, ¡vas a desear no haber entrado nunca, vas a pedir que te saque, que te libere, que te permita abandonar…!

Una gota de sudor apareció en mi frente. Esta parte no me la habían explicado en clase. Ni lo del sufrir, ni lo del aliento. Me sentí estafado. Pero no había llegado hasta allí para que un viejo peludo, orejudo, ojeroso, blanquecino, macilento, malaliento y demás adjetivos por el estilo, me hiciera el feo, nunca mejor dicho. Así que no me moví un centímetro, firme como un palo, y recto como… un palo también. Le mantuve la mirada a esos ojillos malignos y desprecié sus amenazas.

Al fin, comprendió que no me iba a ir sin completar la última fase de mi aprendizaje y me indicó que le siguiera. Me hizo sentar y, mirando al Buda, me explicó:

—Vas a iniciar un viaje de incierto devenir. Vas a ir a un mundo donde el SUFRIMIENTO Y EL DOLOR son el motivo de la existencia. Allí deberás probar todo lo aprendido… La paciencia, la templanza, el comedimiento, el saber, la agonía por el voluble destino. En fin pequeño… Por cierto, todavía no tienes nombre L. J. C., a partir de ahora serás el maestro… «Cho».

Suena bien, maestro «Cho», pensaba, aunque para mi interior repetía el nombre de mi próxima escuela en España y no estaba muy seguro de gustarme el mismo. ESCUELA DE KUNG-FU-TAI-CHO, clases impartidas por el maestro «Cho», mucho Cho-cho veía en el nombre. Me resigné.

Lo que siguió fue un ritual mágico-espiritual por los recovecos de lo más misterioso y secreto de las artes marciales. El maestro comenzó una letanía de palabras en tibetano, a la vez que esparcía y depositaba en una pequeña urna una mezcla de sándalo, con mirra y papel. Después prendió fuego a la mezcla y una pequeña llamarada ardió despidiendo los vapores y el humo de tan raro combustible. Él seguía rezando, monocorde, las palabras mágicas. En un momento, cuando llevábamos sentados una hora, se sacó de entre los pliegues de su túnica un botecito y espolvoreó unos polvos sobre el brasero humeante.

Poco a poco una especie de trance se fue apoderando de mí. Los párpados me pesaban, las manos eran dos rocas de imposible movimiento. Sentía una opresión inmensa sobre mi pecho, las piernas eran dos vigas de cemento armado. Una sensación bastante desagradable. Durante un rato luché por mantenerme despierto, pero al final me abandoné a mi suerte y un sueño plomizo inundó mi mente y mi cuerpo.

Lo que siguió no lo recuerdo muy bien, pero sé que, de pronto, me encontraba en España y era un… seguidor del Atlético de Madrid, en la final de la Copa de Europa. El resultado era 2-1 a nuestro favor y quedaban cinco minutos para acabar el partido… ¡Horror, pavor, desesperación, frustración, miedos, fatalismo, pesimismo! ¡Me había transmutado en un aficionado futbolero! ¡Era yo, sintiendo lo que siente un forofo! Y además, en la peor de las situaciones… ¡En una final de la Copa de Europa, el Atleti…! ¡Oh, dios! Es indescriptible lo que se sufre, ni toda la paciencia y tranquilidad del mundo pueden sosegar al espíritu inquieto y sufridor del aficionado rojiblanco. Fueron cinco minutos de agonía, inacabables y eternos, no hacía más que mirar el reloj para ver terminar el partido, y justo cuando el árbitro estaba a punto de pitar el final… el maestro me despertó de mi trance. Yo que me veo de nuevo en la tranquilidad del monasterio, con la adrenalina a cien, me doy la vuelta y grito:

—¡Por qué no me has dejado ver el final! ¿Tanta prisa tenías por traerme? ¡No ves que estábamos ganando…!

El maestro me miró, se calló, se introdujo en su silencio y muy parsimoniosamente me dijo:

—Lo siento, Cho, no has superado la prueba.

Y sin más explicaciones se dio la vuelta como si hubiera dejado de existir en ese mismo momento, y tomó la misma posición que tenía cuando entré en el santuario

Yo me quedé con cara de tonto. Mis sentimientos eran confusos, mezcla de rabia e impotencia. De frustración y abandono. Después, con la cabeza baja, resignado, abandoné despacio, caminando cansino, el mismo pasillo que había recorrido hacía no sé cuánto tiempo.

Quinta parte: El final

Los acontecimientos que siguieron no los sitúo muy bien en mis recuerdos. En el exterior estaba mi maestro Mino expectante, y al ver mi cara, enseguida supo que no lo había conseguido. No dijimos nada. No hacía falta. No había alcanzado el máximo nivel de perfección en las artes marciales por culpa del Atlético de Madrid. Sin decir nada, ni siquiera a mis compañeros, directamente me encaminé a mi habitación, recogí mis pertenencias y me dispuse a partir del Santuario del Kung-Fu-Tai-Cho, como el español que había llegado más lejos en el conocimiento de esta disciplina tan poco conocida.

El regreso a España fue lento, largo y penoso. Pero paulatinamente, a medida que entraba en contacto con la civilización occidental, se me fue pasando la congoja y los pucheros, y como un arco iris después de la tormenta mi sonrisa volvió y mi ánimo se recuperó.

Al llegar a casa, parabienes y felicitaciones. Por supuesto, lo que aquí he contado es la primera vez que se hace, ya que en su momento a nadie le confesé que no había superado la prueba.

Luego monté mi propia academia, ESCUELA DE KUNG-FU-TAI-CHO-CHO. No faltaron las risas y las chanzas, claro. Pero me va bien, tengo bastantes alumnos y poco a poco he ido ganando dinero e introduciendo a nueva gente en la disciplina.

Pasaron los años.

Y… sí, amigos, regresé al monasterio, tenía algo clavado dentro del corazón, algo muy profundo dentro de mí mismo que debía resolver. Me encontré con el maestro Mino y le dije que quería volver a hablar con el maestro Chete. Me autorizó a entrar otra vez en la Basílica. Me dirigí a saludar a la máxima autoridad, y allí lo vi, en la misma posición de hace años. Se levantó, y esta vez me esperó con los brazos abiertos, yo me fui hacia él y sin mediar palabra le solté un bofetón a mano abierta que lo sentó en el suelo. Él me miró sin comprender mi reacción y yo, sereno y firme, le dije:

—¡Para una vez que íbamos a ganar la copa de Europa, vas y me despiertas…! ¿Qué sabrás tú lo que es llegar al último estado de Perfección y Armonía y Paz? ¿QUÉ SABRÁS TÚ… LO QUE ES… SER DEL ATLETI?

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Me quito el sombrero, señor mío. ¡Qué historia más ocurrente y qué final más genial! Me ha hecho reír a carcajadas, también sonreír maliciosamente con la profusión de pinceladas ingeniosas que pintan su relato. 🙂

    No, si al final va a resultar que lo de la enfermedad mental en su familia era un truco comercial 😛

  2. Walkirio dice:

    Lo de la salud mental Tizonera no es un truco, doy fe, Doña Quinta.

    A lo que vamos: tus golpes de humor son más contundentes que cualquier patada de Bruce Lee. Sólo ha faltado en este relato el Kun… Agüero

  3. uge dice:

    No sé si es el mejor, seguramente no, ¡¡¡pero lo que me he reido no me lo quita nadie!!!
    Lo mismo si se lo das a Faemino y Cansado sacan petróleo.
    Genial.

  4. marcosblue dice:

    Claro, a vosotros os parece muy gracioso porque no sois del Atleti, pero… ¡cuánta verdad esconde este relato, cuánta! Yo, comprendo al protagonista, comprendo esa herida que el tiempo no puede curar. En fin, no sabemos si lo de las reencarnaciones es cierto, pero rogad por no nacer para purgar vuestras miserias humanas mirando hacia el Manzanares.

  5. Iris dice:

    Lo primero, siendo también en parte del Atleti (sobre todo de Forlán y sus abdominales) he de decir que también le atizo al chino si me hace eso.
    Ahora el personaje, me recuerda muy vividamente a un amigo, vamos parece que le conoces, por eso no he podido parar de reir. Es Genial

  6. SonderK dice:

    Una historia realmente genial, irónica y divertida y con un final sorprendente y aunque yo no sea del atleti al chino le tiro por un barranco y me cago en sus muertos con mucha educación.

  7. levast dice:

    En esta edición, en la que se ha alternado mucho humor con las escenas de lucha, este relato me ha parecido el más divertido, en todas las ocurrencias del protagonista y en las anécdotas que le suceden. Todos los «golpes» son geniales.

  8. xtobal dice:

    El maestro «Chete» (convaleciente todavía del golpe) y el maestro «Mino» en el hospital por la risa que le entró, os dan las gracias por vuestros comentarios y os desean FELIZ NAVIDAD, en nombre de todos los practicantes el nunca bien apreciaciado y conocido arte marcial del kung-fu-tai-Cho.

Los comentarios están cerrados.