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La última noche de Carlos V

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El tiempo es la pesadilla de un fantasma alcohólico. El tiempo no se puede tajar con una espada, no se puede hacer pedazos… por cierto, me apetece una porción de tarta… el tiempo no se deja avasallar por los ejércitos, ni someter con afiladas picas, el acero no puede cortar el tiempo… no, mejor un pastel.

—Que me traigan un pastel.

Ni se le puede ordenar que detenga su inexorable conquista. Ni admite razones, ni mandatos, ni leyes, ni decretos, ni ordenanzas. Ni siquiera sugerencias. El tiempo no respeta a los reyes. Es un felón, el tiempo.

—Sí, ahora. Un pastel de higos.

Sí, ya sé que me hacen daño los higos, pero me gustan. ¡Vete al diablo, viejo loco, con un médico de cámara como tú ya estaría muerto si no fuera por mi naturaleza robusta, eres capaz de confundir al mismo Satanás con tus consejos! Para la vejez la única cura que existe es poder olvidarse, de vez en cuando, de que ya no tienes cura. El solo consuelo contra estos dolores inhumanos resulta ser un pequeñísimo placer. Quiero un pastel de higos.

—De deliciosos higos de la Vera.

Qué mirada tiene este hijo del demonio, con esa gorguera y esa perilla, y esos ojos de «cuando te entierren no será culpa mía, háganmelo constar en las crónicas». Creo que mi salud es lo que menos le preocupa, lo que en realidad le importa es amargarme la poca existencia que me queda. A los médicos deberíamos someterlos a latigazos constantes, para que tuvieran que acudir constantemente a otros médicos, serían, cuando menos, humanos. Ojalá Dios te dé una enfermedad que se te caigan las uñas y que te pique todo el cuerpo, bellaco.

—¡Ahora! ¡De higos, he dicho!

¿Será posible que este hideputa me cuestione mi propio gusto? Estoy por hacerlo pasar a garrote. Me contempla desde la puerta como si yo fuera un cangrejo de río boca arriba, deseando abrirme por la mitad y cuajarme la salsa. Te he de mandar a hacerle lavativas a los que silban en las Islas Canarias, que te van a dar lo tuyo, mentecato. Ya se va… me siento mejor, este individuo parece ejercer cierta influencia sobre las enfermedades: cuanto mayor es la posibilidad de que él tenga que sanártelas, mayor es la certeza de que sin él estás más sano.

Estoy rodeado de bribones, he sido emperador de un planeta y ahora soy el capitán de un puñado de sandíos engolados; pero por Dios juro que les va a costar sacarme tajada, ni un solo menudillo de mis restos va a dejar de producirles una severa indigestión. Los Habsburgo somos de carne correosa, tenemos la pelleja curtida en mil traiciones. ¿Otra vez asoma?

—¡De higos, hi de tal, de higos! ¡¡¡De higos!!!

¡No me hace falta tu presencia constante! Sé morirme solo. Ya me dieron la extremaunción, no te impacientes, carcamal. Llegarás a viejo, llegarás. Y que la gota te devore y haya uno como tú, atusándose la perilla y mirándote con esas pupilas redondas de pescado, y toda su ciencia intrigada someramente por todo tu sufrimiento. Como no vuelva con el pastel de higos en una bandeja, haciéndome tres reverencias, me levanto y lo estrangulo con mis propias manos. Malditos mosquitos, ¿por dónde entran? De día ni el sol entra por los quicios de las ventanas, por las puertas cerradas a cal y canto y, sin embargo, los mosquitos entran. ¿Un infame mosquito es más diestro que la omnipotente luz del sol?

—¡Que venga un criado a matar mosquitos!

¡……………………………………………………………!

O yo hablo demasiado bajo, o no me expreso bien, o están sordos.

—¡¡¡QUE VENGA UN CRIADO A MATAR MOSQUITOS!!!

¡¡¡………………………………………………………………………………………!!!

Están sordos. O se lo hacen.

—¡¡¡QUE VENGA…!!!

No tengo fuerzas, me arde la frente, pero siento mucho frío. No sé qué enfermedad es ésta, que te quema y te hiela al mismo tiempo. La malaria, el mal aire. ¡Cúrame, Extremadura, con tu aire puro y bello! Qué pena de vigor que me falta en tanto extremo como para aniquilar insectos. No me llega el vigor ni para exigir matarlos. ¡Ah, las tres espadas que tengo encima de la sala de audiencia todavía se iban a teñir de sangre esta noche, lo juro por Dios! Iban a oír estos mentecatos los gritos a veinte leguas de distancia: «¿Quieres salvar tu vida, bellaco? ¡Coge una alpargata y ponte a despachurrar mosquitos, de lo contrario, reza lo que sepas! Elige, miserable: enfrentarte a la pericia de un mosquito, o enfrentarte a la ira de un emperador. Lucha, ¡lucha! ¡Sangre, sangre, que corra la sangre, en menor o mayor proporción, sangre derramada en la defensa de tu Señor, o derramada por tu Señor en el centro de tu cobardía y tu desidia por faltar a las grandes responsabilidades que nos impone la patria. ¡Sangre, sangre, mosquitos y sangre…!»

—¡¡¡QUE VENGA…!!!

Se me agota la energía en la raíz de la voz. Por lo visto, ni Dios viene a librarme de los mosquitos, así es la realidad de mis sueños, ajenos a mis fuerzas. No soporto este dolor que me duele desde el alma al cuerpo. De haber levantado un dedo y movido diez mil hombres ceñidos con deslumbrantes corazas, pisando las entrañas de Europa, a no poder que un criado asga una alpargata. El mundo se viene abajo. No me extraña que los luteranos nos hayan dado tanta guerra: por lo menos, creen en algo distinto aunque sólo sea por llevarnos la contraria. Y eso los hace fuertes. Y lo saben, por eso cuanto más nos empeñamos en que piensen como nosotros pensamos, más al revés piensan y más se oponen a nuestros pensamientos. Y el pensar es como el tiempo, no hay espada que lo corte, ni arma que lo mate. A veces tengo la osadía de imaginar que Dios no es sino una excusa para alojar el miedo en algún lugar de la mente, y que lo disfrazamos de esperanza y celebraciones. Nuestro oro y nuestras púrpuras frente a un Dios casi desnudo, como nuestro instinto. Nadie debería tratar de imponerle a nadie un dios, allá cada cual con sus verdades. Si me oyera el Papa, me mandaba quemar vivo con mis mosquitos, no por lo de las verdades, sino por lo del oro. Debería aprender el Papa algo de estos monjes Jerónimos y su humildad, que tuviera que cultivar la tierra, el Papa, y luego juzgar a los demás contrapesando una patata en una mano y la eternidad en la otra. Y los del turbante por igual, que no andan a la zaga. Yo sólo aspiro a la misericordia, he mandado a matar y a morir a demasiada gente y mi única esperanza es que Dios tenga la clarividencia de entender las razones de Estado. Estoy divagando como un niño porque lo único que quiero es un pastel de higos, y a los luteranos, y a los del turbante y a los del Vaticano que los zurzan con hilo arpillero y al mundo que lo metan en un saco y lo tiren a la escombrera. Ellos, sin duda, serán los que empuñen el saco. Y, por fin, aparece alguien. Mi camarero, bendito fuere y plugo al Cielo que lo sea, es una persona que al menos siente por mí un lejano afecto. Dejando a un lado cualquier otra consideración atribuible a mi edad y mi estado y, quizá, a mi demencia febril, me atreveré a hacerle una pregunta simple.

—¿Y mi pastel de higos?

¿Que el cocinero está durmiendo?

¿¿¿¿…………………………………………………………………………!!!!

En efecto, soy consciente de que es la una de la madrugada, los relojes me apasionan. La única pírrica victoria que poseemos sobre el tiempo es poder encerrarlo en un mecanismo y que tenga que amoldarse a nuestra percepción. No es una gran victoria, ni siquiera es tal, pero nos permite robarle unos ínfimos momentos durante el transcurso de la vida, donde no existe según esa ley, momentos leves y pasajeros, ¡pero momentos, trozos de tiempo que arrancamos del mismo corazón del universo! ¡Momentos en los que nos sentimos parte del universo y no del tiempo! ¿Y quién es ése de la gorguera que se esconde detrás de ti? ¡El hijo bastardo de Lucifer empuñando sus sanguijuelas!

—¿Acaso queréis que vaya yo en persona a despertar al cocinero imperial? ¡Traedme mi armadura! ¡Lo voy a hacer rebanadas! ¡Ese acero toledano, se me queda para trinchar cocineros, qué perversión! Qué locura esto de poder tanto y poder, en realidad, tan poco… tan poco como para no hacer temblar a dos correveidiles como vosotros. ¡Traedme mi armadura! ¡Mi espada, traedme al cocinero…!

Que pese lo que pese… traedme mi armadura… os lo suplico. ¡Isabel, Isabel…! Lo que daría por un abrazo tuyo. Marchaos.

—Carlos I de España y V de Alemania, de la Casa de los Austrias, os implora un pastel de higos. Id en paz.

Y volved en paz con el pastel de higos, hijos de puta, que así os merecéis que os llamen. Si Isabel estuviera aquí os fulminaría con una mirada de soslayo, en esta estancia no cabrían los pasteles. Lo peor de un gran rey es el poder inmenso que le otorga a los mediocres, que hablan en su nombre y hacen en sus propios beneficios. Pero a una mujer no se la puede engañar, ni se le puede discutir esa autoridad silenciosa, que obliga más que las palabras. Las mujeres son como el tiempo, pero en carne y en alma. Del alma surge la voluntad, y de la voluntad emana la más hermosa virtud que poseemos: la libertad. El alma… este hijo mío, Felipe, tiene el alma dura y pequeña como un hueso de aceituna, es un reprimido, no le va a traer nada bueno a España. Debería follar más y dejar de empeñarse en que los demás follen menos, el pueblo estaría más contento. A fin de cuentas, nuestro pueblo es el que le clava la lanza en el pecho al pueblo del otro mientras nosotros discutimos acerca de asuntos importantes; mientras ellos comen habas, nosotros deglutimos los perniles considerando la responsabilidad excelsa que conlleva decidir quién le clavará las lanzas a quién, mientras las doncellas admiran nuestra autoridad sobre la vida y la muerte de miles de personas y nosotros admiramos sus pechos. ¡Mientras, mientras, mientras… encerrad al tiempo en los relojes, encerradlo! Pero este hijo mío, Felipe, es incapaz de disfrutar, está obsesionado con el cielo y no se atreve a ver el infierno que habita en su interior. Y este poso de amargura irá sedimentando en los siglos. La represión es mala compañera de la Historia.

—¡Te cacé, te cacé! ¿Creías, acaso, que un emperador no sería capaz de exterminar un mosquito?

Se nos está yendo un continente entero al fondo de los mares y al fondo de los bolsillos de los caciques y los burócratas, de palurdos sin escrúpulos con título de nobleza. Y Felipe escrutando las nubes con el ceño fruncido. Puede que Dios todopoderoso nos haya puesto aquí, pero el pueblo es quién soporta el peso de nuestros actos. El pueblo nunca se levanta por su libertad, se levanta porque quien le gobierna es más corrupto que el pueblo, y es algo que no va a consentir: «No te damos ese poder para que seas como nosotros», dice el pueblo, «te lo damos para que seas nuestro ejemplo, nuestro espejo, para que tu influencia nos haga mejores. Ya que andamos defendiendo a las uñas un puñado de habas, defiéndenos tú de nuestra miseria y nuestra propia crueldad», dice el pueblo, «sálvanos de nosotros mismos que para eso hemos acordado que estés tú ahí, sin tener que preocuparte de que a tus hijos les falte la comida», dice. El pueblo… ese rebaño de ovejas, sólo aspira a un buen pasto y a estar a salvo de los lobos. Si el pasto está seco, si los lobos campan a sus anchas y si encima no los dejas follar a gusto… un día puede ser que esas lanzas apunten a tu pecho… Yo no te he sido fiel, Isabel mía, otra cosa que me ha de perdonar Dios y ya van siendo demasiadas, pero tu imagen es la única que reposa sobre estas paredes y me acompaña. ¡Lo que daría por un abrazo tuyo ahora…! Lo que daría porque las grandes puertas de allá arriba no se me cerraran y encontrarte, ya a salvo de este envoltorio decrépito que me oprime el espíritu. Ése es mi miedo profundo, Señor, que con estos músculos desechos se acabe mi ser eternamente, que yo, que he poseído la Tierra, no haya sido más que un leve accidente de la existencia. Te ruego que te apiades de mí, Señor, te ruego que Tú existas y seas cierto, aunque yo de mi fe en ti sólo obtenga castigo, que quien ha amado logre la merecida recompensa a su bondad. Que existas y que exista tu infierno y en él se quemen viva e infinitamente los malvados. Y que tengas en cuenta el papel que me ha tocado en este ajedrez colosal y las decisiones que por ello me ha resultado inevitable tomar. ¡Isabel, Isabel… mira ese cuadro, ese cadáver que absorbe sus ojos el cielo…! ¿Y éste, qué quiere ahora? No estoy para cuestiones de estado, me duele el hígado.

—¿Traéis, mi querido Consejero, quizá, un pastel de higos?

No trae un pastel de higos, ¡no lo trae! Me trae un emisario de la corte que acaba de llegar y le urge despachar conmigo. ¿A la una de la mañana? Lo que le urge es certificar mi defunción. Ahí están, las cuatro pestes: el emisario de la nada al fondo, el matavivos asomando sobre el hombro del camarero, que no sirve, y abriendo la procesión el consejero que aconseja absurdeces. ¡Si pudiera sostener en mi mano una gota de sudor sin caerme al suelo, los aplastaría como pulgas a los cuatro…!

—¡Fuera todos, fuera! ¡Fuera, he dicho! ¡Cerrad las cortinas de mi lecho! ¡Dejadme solo, bellacos, hideputas! ¡Mal haya vuestra alma en las calderas de Satanás! ¡Fuera! ¡Fuera!

Que me quiero morir solo.

—Isabel…

He sido emperador de oriente a poniente, del sur al septentrión, he arrasado con mis huestes las ciudades, sometido a las selvas y sus esquivos habitantes, exhortado navegar sobre los mares a una flota temible y ahora… ¿no voy a conseguir un triste pastel de higos?

—¡Isabel…!

¿Será posible que yo, que he tenido tres continentes en mi puño, que he hecho sacudir países enteros con sólo levantar el índice, que he juntado cien Españas en un solo brío, que… que me vaya a morir esta noche sin probar un bocado de un miserable pastel de higos?

—¡Isabel, Isabel…!

Será posible… ¡Es que va a ser! Es que es. ¡Idos todos a la escombrera! Ya que en mis dominios no se pone el sol, os otorgo, día y noche, la mayor maldición que Yo, Don Carlos, por la gracia de Dios Rey de Romanos Emperador Semper Augusto, pueda procuraros: que lleguéis a viejos y no tengáis un placer que llevaros a la boca. Que cada cual valore sus alegrías y sus tristezas. Que el mundo se soporte a sí mismo sin mi concurso. Que un cretino os tenga que mandar vuestras propias vidas y que vosotros comulguéis con ruedas de molino, de rodillas.

—Isabel, ya me muero, intercede por mí en nombre del amor…

¿Quién descorre mis cortinas?

¿…?

¿De cerezas? ¡Un pastel de cerezas! ¿Que son… más adecuadas para la gota? ¿De cerezas?

—¡¡¡METEOS LAS CEREZAS POR DONDE…!!!

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Comentarios

  1. levast dice:

    ¡Ha asomado el dramaturgo que lleva dentro Marcos! Un monólogo de altura, arrebatador, que retrata el esperpento de una psique con muchos remordimientos.

  2. cristobal dice:

    Y no hay zombis en este relato. Macaaaaa uno por lo menos para mantener la tradición. Luego lo leere cuando tenga un rato.

  3. laquintaelementa dice:

    Joer… no tengo palabras… ¡qué magisterio! O_O

  4. SonderK dice:

    jeje espectacular, tierno, divertido, una imagen insolente y a la vez verdadera sobre los ultimos momentos, no de un rey, sino de un ser humano.

  5. Juan Sanmartin dice:

    Todo el poder de la tierra y no poder disfrutar de un simple pastel de higos. Qué bien retratada esa impotencia, ese desengaño tan característico del barroco que ya está a las puertas. Así pasa la gloria del mundo, efectivamente. La imagen del Papa, al que imagino en medio de una llanura, con su casulla bordada en oro, la tiara y demás símbolos de su dignidad, sopesando una patata en una mano y la eternidad en la otra, me parece, simplemente, magistral.

  6. xtobal dice:

    A ver Maca ¿de dónde te sacas un Carlos V con tintes frudianos y de Moliere? Si casi prefiero los zombis. Me he quedado mudo con eso de que si Felipe II follara más etc.
    Y eso del pueblo… ¿Acaso te crees que Carlos V era Lenin? Más que un relato histórico parece un panegírico… bueno te dejo que me voy a comer un pastel de higos o un higo por lo menos.

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