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La seguridad

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La seguridad es importante. En estos tiempos que corren, con tanto delincuente, inmigrante, drogadicto y criminal tener seguridad es algo imprescindible. Por eso, desde hace ya algún tiempo, las grandes superficies (y las pequeñas también) tienen contratado algún servicio privado de seguridad. El «segurata», vamos. Agente que, dotado de un monocromo y vistoso uniforme, andurrea por los pasillos de los súper-híper-mega-centros comerciales, blandiendo sus armas persuasorias y disuasorias.

Como es de suponer, antes de poner en sus manos tan terribles y antiguos instrumentos (la porra, vaya) pasan exhaustivos psicotécnicos y exámenes psiquiátricos que valoran su capacidad para el oficio que van a desempeñar. Así que, en el relato que nos ocupa, era una tarde de sábado del mes de enero. El centro comercial Parque Corredor estaba, como vulgarmente se dice, «abarrotao». Gentes pululando sin una dirección concreta. Prisas, compras de última hora; gritos, niños gritando, madres gritando, padres GRITANDO, la música por si fuera poco también gritando. ¡TIN-TÓN! ¡El propietario del vehículo matrícula 2345-ABC pase urgentemente a retirarlo del lugar donde se encuentra estacionado! Braman los amplificadores sin parar. Los tímpanos no son capaces de procesar y recoger tanta información y el cerebro se colapsa, se siente agredido y con razón, pues no hay especie planetaria en el universo que aguante esto, salvo la humana.

Pero si hay una persona que está más cabreada que el resto, y ya es decir, ése es el guardia de seguridad. Lleva todo el día pegado a un monitor de TV de dimensiones reducidas para comprobar que nadie se meta algo, que evidentemente no piensa pagar, en el bolso. Tiene los ojos rojos de tanto fijar la vista. A pesar de su intento de aislarse del ruido, éste ha ido aumentado a medida que la tarde avanza y ha logrado traspasar su barrera de aislamiento hasta penetrar en su psique. Sus nervios, ya de por sí bastante tensos, se encuentran en un momento delicado. Ha tenido una semana muy, pero que muy mala. Discusión con su mujer, discusión con su jefa, discusión con su mujer, ¡otra vez!, malas noches, no dormir, la hipoteca, que no llegamos, el niño que tiene problemas en el cole. Amenaza de despido, por la reiteración de hurtos sin consecuencias. Y encima le ponen a trabajar el sábado víspera de fiesta. Y solo.

Mira el monitor con fruición, casi desea que algún «Don nadie» meta la mano o salga con lo que no debe para caerle encima y pagar con él su frustración. Sí, el viejo placer de sacudir con la porra. ¡Ah, el sonido de la carne al golpearla con la goma dura! La descarga de adrenalina que supone el concentrar la fuerza en un punto y sacudir con saña. Lo relajado que te quedas después de una buena paliza. Pero esa tarde no pasaba nada. Todo el mundo se estaba comportando decentemente y su cabreo aumentaba por el hecho de no poder dar rienda suelta a su porra.

«Me voy a dar una vuelta», piensa.

Se levanta del asiento y sin querer se fija en la puerta metálica de entrada.

«Se me está ocurriendo una cosa…», piensa de nuevo.

Se toca la cadera y, efectivamente, hoy ha cogido el arma porque hay caja a última hora y seguramente mucho dinero. Se toca el lado izquierdo y tiene colgando del cinto la porra.

—A ver qué hora es… las nueve, a punto de cerrar… no hay mucha gente ya, en total unas cincuenta personas, más o menos. ¡Humm…!

No sabe por qué, pero le viene a la mente el personaje de una película que vio hace muchos años, cómo se llamaba… ¡Ah sí! La naranja mecánica qué buena, el personaje con esas botas de militar y el bombín. Y con el bastón.

El altavoz resuena: ¡TIN-TÓN! ¡Señores clientes vamos a cerrar en cinco minutos, por favor, diríjanse a las cajas para hacer efectivas sus compras!

—Es el momento, ahora me toca a mí.

Instintivamente se mete la mano el en bolsillo, se encamina hacia la entrada e introduce la llave en la puerta metálica de cierre.

Con un chirrido ésta comienza a caer lentamente ante la mirada atenta del segurata. Una mueca maliciosa se dibuja en su cara vulgar e inexpresiva. Su enorme cuerpo, más fofo que musculado, con esa enorme y prominente barriga, está quieto. Mira fijamente la puerta hasta que, ante la sorpresa general, termina su recorrido y se posa en el suelo.

Un empleado, también hastiado (la hora tardía, el agobio de los clientes quejándose por el cierre antes de la hora) se levanta de su asiento en la caja y se dirige decidido al segurata, que sigue inmóvil en la puerta.

—¡Pero bueno…! ¿Estás gilipollas, no ves que faltan cinco minutos?

Acompaña sus palabras con gestos y ademanes con las manos, a la vez que se acerca a su destino.

Fue el primero en recibir el enorme impacto de la porra. Como un muñeco se desplomó. Un enorme chorro de sangre, mezclada con masa encefálica y trozos de corteza craneana, empampó el suelo del local. De su cabeza un enorme boquete dejaba al descubierto el resto de cerebro que no había sido desplazado por el golpe.

La gente, la distinguida clientela que estaba pagando, se quedó estupefacta. Durante unos segundos se hizo el silencio más absoluto. Hasta la música que hasta entonces había sonado dejó de hacerlo.

En el suelo, tirado, el cajero movía una pierna en un acto reflejo previo a la muerte cerebral. El segurata ni le miró, como un robot pasó por encima de su cadáver y con la porra chorreando sangre se encaminó hacia las cajas en busca de su próxima victima.

—¡Lo ha matado! —gritó una dependienta, sacando al personal del trance en que parecía estar sumido.

Inmediatamente todo el mundo, entre gritos y chillidos, corrió en todas direcciones. Gente que ni sabía lo que había pasado, al oír los alaridos y la estampida, por un acto reflejo de comportamiento de la manada, también corrieron sin sentido, sin rumbo.

El segurata se puso a cantar.

Ansing in in de rain, asingin in de rain. Cantando bajo la lluvia. ¡Ah, la lluvia…!

De repente, un despavorido señor de unos sesenta años, gafas de pasta y bigotito blanco sobre el labio superior, pasó a su lado y al verlo, no reparando en su mano derecha, le dijo.

—¡Haga algo, han matado a una persona!

—Sí, ya lo sé —contestó impertérrito—. He sido yo… asingin in de rain.

El pobre señor supo en ese instante que sus días en este mundo se habían acabado.

El palo se elevó hasta una altura de dos metros, más o menos, y cayó como un cohete sobre el señor, que no tuvo tiempo ni de despedirse antes de pasar al otro barrio. La sangre le manaba de la coronilla a chorros, pero ante la sorpresa del segurata no se desplomó como el otro, siguió de pie, con los ojos en blanco y, a pesar del tremendo golpe, las gafas en su sitio.

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—¡Coño! Éste es duro, duro. ¡Asingiiiin in de raaaaiiiiiin!

Levantó de nuevo la porra, pero esta vez en sentido lateral y golpeó el costado del señor. El sonido apagado de la carne en contacto con la goma densa era una delicia. El crujir de los huesos bajo la mano ejecutora. Las costillas del anciano se deshicieron como mantequilla al recibir el impacto y, ahora sí, el cuerpo cayó desplomado.

In de rain, he dicho.

Al ver a la segunda víctima, todos supieron quién era el asesino y por instinto buscaron refugio entre los rincones de la tienda. Atemorizados, desparecieron de pasillos, escaleras, mostradores y cajas. El local de pronto parecía que efectivamente había cerrado.

—¿Donde estáis? ¿Salir o no salir? Ésa es la cuestión —clamaba en voz alta, desprendiéndose de la chaqueta que le empezaba a fastidiar con tanto botón y tanto cordón, coño.

Caminaba cantando, como sin darle importancia a sus acciones. Se detuvo frente a un ropero y dijo:

—¡A ver tú, te ha tocado!

Y sin mayores contemplaciones le dio una patada de karate al individuo que, a modo de conejo en su madriguera, inmóvil, expectante, asomaba su cabeza entre la ropa. Los dientes saltaron hechos añicos, junto con una parte de la mandíbula, que desprendida de los cordales saltó en la misma dirección que los molares, incisivos y caninos.

—¡Ajá! y ahora la puntilla —y con la porra sangrante le descoyuntó la columna vertebral de un certero descabello—. ¡Joder, cómo me lo estoy pasando…!

Una chica que contemplaba la escena (puede que fuera la novia del desdichado) saltó corriendo hacia las escaleras mecánicas en busca de la salvación. El segurata asesino, en cuanto la vio moverse, inició la persecución detrás de ella porra en ristre. Cualquiera que los viera en esos momentos creería que era una rutinaria carrera entre un estudiante y un policía, como en los documentales de mayo del 68. Pero no, era la diferencia entre la vida y la muerte. La chica, con el pelo suelto y pantalón vaquero ceñido, se movía frenética entre los maniquíes y estantes. Esquivaba hábilmente los roperos y las perchas. El segurata la seguía a toda la velocidad que podían dar sus piernas, sudando a chorros las grasas. Al final el miedo y los nervios la hicieron tropezar. Cayó de bruces haciéndose una herida en la cara. El asesino se plantó a su altura y sus manazas engancharon las piernas de la muchacha.

—¡No, por favor! —gimoteaba— ¡no me hagas daño…!

Él la miró y pensó «pero qué buena está con esa blusa que transparenta esos pezones tiesos», por un momento dudó pasar de asesino a violador, y en ese instante de duda la mujer cometió el tremendo error de intentar pegarle una patada en sus partes. Él reaccionó golpeándole con fuerza en las piernas, partiéndoselas.

—Y a hora a rematar… la faena. Asingin in de rain.

Le arrancó la blusa con las manos e hizo un nudo con ella en la garganta de la chica. Pataleaba con los ojos desorbitados, y con la poca fuerza que le quedaba se resistió lo que pudo; al final cesó la resistencia y cayó muerta en la alfombra de la «Sección de Menaje».

—¡Qué sensación de placer! —él, que era un don nadie más, ahora era el Rey, el único Rey del mundo-. Vamos a ver si pillo otro conejito, que me ha gustado.

De pronto se oyó un estruendo, era un tiro. El segurata movió la cabeza en la dirección que había sonado y allí estaba yo. Al darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, en vez de esconderme me encaminé a la armería del Centro Comercial, busqué una escopeta y la cargue de cartuchos. Sí, las cosas se habían puesto tan feas que los centros comerciales contaban con sección de armas, como en los países civilizados.

Plantado delante del asesino, con la bocacha de la carabina humeante, le dije mirándole a los ojos:

—¡Ahora vas a probar tu medicina, hijo de puta!

El segundo tiro le dio justamente donde quería, en la pierna derecha. Se la reventó. Del muñón que le había dejado colgaba un hueso astillado mezclado con carne y músculo sangrante. Chilló como un cerdo. «¡Cabrón!» (me pareció oír). Levantó la mano de la porra ejecutora y por respuesta no volvió a verse los dedos. Se los quité de otro cartuchazo.

¡Dios! Ahora era yo el asesino. Ahora la víctima era el verdugo. ¡Pero que cojones… de perdidos al río, o al cartucho!

Con paso lento me aproximé a su altura. Tumbado y sangrando como estaba no era ningún peligro. Su cara tenía incrustados trozos de la mano. Sus ojos iban apagándose, anunciando el fin que le esperaba. Dudé, ciertamente; en esos momentos, no sabía si darle pasaporte rápido o lento. Andaba en estas diatribas cuando, como salidos de la nada, empezaron a aparecer los clientes.

Al principio su voz sonaba tímida, pero fue in crescendo – ¡Mátalo, mátalo!- gritaban. Antes que pudiera hacer nada, se acercaron, nos rodearon y de pronto, en un ataque de ira colectivo y al unísono, cogieron al segurata y le despojaron de la ropa. Uno dijo: «¡Arrancadle los cojones!» «¡Sí, sí…!» – vociferó la masa. Chorreando sangre como estaba se lo llevaron a la sección de montaña. Le ataron una fina cuerda alrededor de los testículos y ahí vi el terror en sus ojos. Cuatro fornidos caballeros se prestaron voluntarios al tirón.

Sus testículos saltaron hechos añicos. Junto con el pene y restos de próstata. Al fondo se vislumbraban los intestinos que poco a poco pugnaban por salir. El segurata gemía con un chillido apagado. La verdad, parecía un cerdo en la matanza. Sangre, restos humanos esparcidos por el suelo y el gentío reclamando más sangre.

—¡La cabeza, queremos su cabeza!

«Otro iluminado», pensé. De no se sabe dónde apareció un joven con un piolet de los que se utilizan en el alpinismo. La gente se apartó dejándole el paso libre. Se colocó detrás. Balanceó el pico como si de un palo de golf se tratara y descargó el golpe definitivo. El pico se quedó clavado en la coronilla del infortunado. Dejó este mundo entre los últimos estertores y su cabeza como una aceituna pinchada por un palillo. Todo ese tiempo yo seguía aferrado a mi escopeta por si acaso…

Oí el estampido de la carga de la policía cuando reventó la puerta de acceso. Sus gritos resonaban claramente en el local. Como accionados por un resorte o salidos de un sueño, lentamente todos nos dirigimos a la salida.

Pude escuchar una voz afligida y moribunda que exclamó:

—¡Ya… ni asingin, ni in de rain!

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Comentarios

  1. levast dice:

    Muy bueno, jejeje. Le podríamos poner otro título alternativo: Torrejonian Psycho o The Alcampo Tonfa Massacre… aaah y la tipica errata de friki que se fija en cualquier detalle de una película…en el P. Corredor hay escaleras mecánicas?? 😉

  2. marcosblue dice:

    Yo creo que a este relato lo único que le falta es que la porra hubiera ido chorreando unos cuantos litros más de vísceras, por lo demás, viniendo de un padre de familia, está muy conseguido. Pero, en verdad os digo, en el Mercadona no pasan estas cosas (y la relación calidad-precio es estupenda)

  3. laquintaelementa dice:

    Lo de estas mentes sucias… ¿es genético? Porque si los midiclorianos se criaban estupendamente en la familia Skywalker, lo que es el killer instinct se os da de cine en el clan T.D.

    Joer qué panda!

Los comentarios están cerrados.