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La promesa

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Sus dedos se desplazaban a toda velocidad sobre el teclado virtual del iPhone. Desde el asiento del autobús a su lado, contemplaba aquellas uñas de manicura francesa trazar líneas impacientes en respuesta a un correo electrónico. Después dejó escapar un suspiro suave, contenido, y apagó el móvil. La pantalla quedó convertida en un espejo negro, uno en el que vi sus ojos reflejados y ella tuvo que ver los míos.

No me reconoció, pero yo a ella sí.

Tenía doce años, ella catorce. Coincidimos un curso en el colegio, al siguiente ella ya estaría en el instituto. Pero aquel año la busqué cada mañana en el recreo, incapaz de dirigirle la palabra por mi timidez patológica. Sólo una vez me acerqué a ella, momento en el que sonó el timbre. Al girarse para ir a la fila de su curso tropezó conmigo. Se disculpó, sonriéndome desde aquellos ojos verdes, me acarició la mejilla, la misma que enseguida noté ardiendo de rubor, y se apartó, olvidándome inmediatamente.

En aquel momento prometí que algún día, no importaba cuánto tiempo me llevara, haría algo especial por ella.

Cada uno de nosotros no es más que una historia. Me preguntaba cuál sería la historia que había convertido a aquella niña de catorce años en la mujer con la que en ese momento compartía trayecto, las líneas que habían llevado aquellos ojos que me miraron hasta los del reflejo en la pantalla apagada. Por supuesto, no pregunté: nosotros ya no éramos quiénes fuimos.

Pero la promesa persistía.

Hace unos minutos la he visto marchar al otro lado de la ventanilla del autobús. Hace unos minutos me he puesto a escribir.

Hoy, veinticuatro años después, cumplo mi promesa y hago algo especial por ella.

Veinticuatro años después la conservo en este pequeño relato para siempre.

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