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La pregunta de cada noche

por Relato finalista

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el reflejo de su propia mirada turbia.

En la penumbra, las caras de los demás parroquianos hace rato que podrían ser una colección de fantasmagorías si su mente dañada fuese capaz de detenerse por un momento y captar lo que lo rodea. Pero no es así. En lugar de eso sus ideas son siempre las mismas, recurrentes como las arcadas que siempre ahoga apretando los dientes después de cada trago; más que ideas son un murmullo que le parece de otro, un susurro insidioso que trata de ahogar una y otra vez. No quiere escuchar de nuevo aquella historia, no quiere hacerse una vez más la pregunta de cada noche, la que siempre lo asalta al final cuando mira hacia la esquina oscura.

Arrastra los dedos temblorosos sobre la mesa hasta alcanzar el vaso y hacerlos trepar despacio como haría un ciego. Se segura de que no derramará el vino, pero ese cuidado es un gesto condicionado, ajeno a una voluntad auténtica.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el reflejo de aquella nariz cárdena, que de cerca revela una maraña de venas embotadas, de varices que la recubren como hiedra.

Junto a la banqueta en la que está sentado reposa una muleta. La sirvienta la aparta con cuidado antes de pasar un trapo húmedo por la mesa. No es apenas consciente de la dulzura nacida de la pena con la que la mujer se dirige a él, la deferencia que le muestra por ser el más anciano del pueblo. Hasta hace dos días Jacobo era el más viejo; como él, una figura encogida y presa de un frío constante que se refugiaba en una de las esquinas oscuras, la que él no deja de mirar. Pero donde los ojos acuosos de Jacobo mostraban la beatitud de la ignorancia, los suyos tienen un poso de rencor carente de foco concreto.

El dueño le deja pasar las noches sentado a aquella mesa, callado y solo como lo ha estado los últimos treinta años. Le sirve vino medio picado y algo de pan con tocino a cambio de las limosnas que consigue en la puerta de la iglesia.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el reflejo de aquellos ojos vítreos y amarillentos resultado del fallo hepático inminente y del saber que lo asaltó hace décadas.

Si su cerebro tumefacto fuese capaz de formar las palabras, si hubiese alguien que quisiera escucharlo y a quién pudiese transmitir aquella lección, podría expresar la certeza de que, si no otra cosa, yo sí sé cuál es la diferencia entre un cuento y una historia. Porque hay diferencia, y la diferencia es que en el cuento no hay día siguiente.

El dueño se acerca y le rellena el vaso. Recoge las monedas que entre temblores deja caer sobre la mesa, las recoge sin contarlas, puesto que aquel es un acto de caridad. Cuando se quedó con la taberna el anterior dueño, uno de los pocos que aún no había abandonado el pueblo, le pidió que fuera benévolo con Jacobo y aquel mendigo, aquellos dos viejos que aunque no cruzaban palabra parecían compartir un secreto. Aun así, le dice que es el último vaso que le sirve por esa noche. El viejo frunce el ceño y farfulla algo, con un gesto brusco agarra el vaso y nota una ira desproporcionada, un desprecio hacia el dueño injustificado: como toda víctima, considera al mundo en deuda con él.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el reflejo del zarandeo de su cabeza, el balanceo inestable que no le permite fijar la vista en nadie a quien poder decirle déjame que te cuente un cuento.

Ratas. Imagina un manto de hambre frenética e insaciable cubriendo los suelos de las casas. Imagina a las madres acunando a sus hijos durante largas noches en vela, temerosas de descubrirlos al día siguiente desfigurados. Imagina la desesperación de los vecinos que los llevó a aceptar la oferta absurda de un músico vagabundo que aseguró poder hechizarlas. Imagina el alivio cuando precipitó en el río hasta la última de ellas. Imagina la mirada ominosa de aquel extraño individuo cuando el alcalde le informó de que no pagaría lo convenido. Imagina una melodía que prometía un mundo brillante, generoso y dulce a tu alrededor. Imagínate bailando al son de esa música, dejando atrás a tus padres. Imagina una montaña abriéndose para desvelar una realidad para la que no tienes palabras. Imagínate atravesando aquella grieta en la realidad para no volver jamás.

No queda nada en él capaz de apreciar en qué consiste aquel cuento: una simplona parábola sobre la avaricia humana, una incómoda reflexión sobre la proporcionalidad del castigo. Tampoco queda nada que sea capaz de apreciar que todos los cuentos encierran un núcleo de crueldad.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle el temblor de aquel escalofrío que le nace en la ingle, atenuado por la fiebre, del principio de una septicemia: el hedor de la mugre no le permite apreciar el de la orina que denota la infección, aquel olor que asaltaría a cualquiera a quien hubiera podido decir déjame que te cuente una historia.

Si pudiera contaría que un niño no llegó a tiempo de entrar en la montaña, que por mucho que se esforzó la pierna retorcida no le permitió subir la ladera tras aquella melodía del mundo brillante, generoso y dulce. Contaría que al día siguiente los adultos lo mirarían con resentimiento, preguntándose inútilmente por qué aquel ser contrahecho había logrado escapar y no sus pequeños; todos salvo Jacobo, que le diría la frase que le ha estado repitiendo silenciosamente durante treinta años. Y contaría que al día siguiente sólo le quedó ser un vestigio de la brecha de una generación, un doloroso memento de un futuro cercenado. Y al cabo de los meses los padres abandonaron toda esperanza de recuperar a los niños, y dejaron de recorrer la montaña, y comenzó su éxodo, convirtiendo el pueblo casi en un fantasma. Y pasaron años y los viejos que quedaban se fueron muriendo, y él fue envejeciendo en silencio. Y antes de darse cuenta cada vaso que tragaba a la vez le hacía olvidar parte de su vida y a la vez le anclaba en unos recuerdos de los que no podía sustraerse. Y los forasteros fueron llegando una década después pero no le importó averiguar el porqué, y antes de darse cuenta sólo Jacobo y él quedaban como testigos de aquella tragedia de cuento, repitiendo su mudo diálogo.

Y ahora sólo queda él, mirando fijamente a la esquina oscura.

No hay espejo en aquella taberna que pueda devolverle la triste imagen de la carcasa en la que lleva sobreviviendo treinta años desde que volvió cojeando al pueblo, no hay espejo lo bastante abisal en el que quepa completo el registro del abatimiento y el rencor que lo asalta al mirar la esquina, resignado ya a que no le sirvan otro vaso de vino más. Aquella esquina oscura, donde hasta hace nada aún se cobijaba Jacobo, noche tras noche igual de borracho que él. Treinta años, aunque ya no es capaz de percibir periodos en esa sucesión indintista de días. Treinta años cruzando la vista con la de Jacobo noche tras noche, a pesar de la mirada turbia, la nariz cárdena, los ojos amarillentos, lanzando a la nada la pregunta que inevitablemente se repite, aquel pobre imbécil, mirándome una década tras otra, diciéndome sólo con su gesto de beatífica idiotez una y otra vez como hace tantos años «has sido el único que se ha salvado»…

Pero yo me pregunto, noche tras noche, ¿de qué me he salvado?

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