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La misión de Yoshiro

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Una vez se hubo sentado sobre el tatami, fue recorriendo con la mirada aquel salón que, junto al genkan de entrada, ocupaban las tres cuartas partes de la modesta vivienda. Luego cerró los ojos y así permaneció por espacio de un par de minutos, dejándose llevar por el suave oleaje de su respiración. Estaba muy cansado; en buena medida debido a lo largo y lo precipitado del viaje, pero también al peso inaudito de los recuerdos que ahora, como un edificio en ruinas, se desplomaban inclementes sobre él.

Aquel espacio en el que transcurrieron sus primeros años apenas había cambiado. Parecía, eso sí, un poco más pequeño, aunque tal circunstancia, resultado de contrastar la realidad actual con los recuerdos de la infancia, no dejaba de ser algo que le sucedía con bastante frecuencia al común de los mortales. Una mesita baja con un servicio de té y un pequeño armario donde se guardaban los futones de dormir constituían todo el mobiliario. El resto lo ocupaba una vitrina de cristal donde, sobre el cuerpo de un maniquí, se exhibía la armadura completa del abuelo paterno, el heroico samurái que combatió junto al legendario Saigo Takamori en la rebelión Satsuma. A pesar del tiempo transcurrido, aquella figura le seguía produciendo el mismo efecto intimidatorio que cuando era niño. Recordó las noches en vela —mientras el padre, muy próximo a él, dormía profundamente—, en las que le resultaba imposible apartar los ojos de aquella presencia, surgida en medio de la oscuridad como un gigantesco insecto acorazado, el temor reverencial y a la fascinación que le provocaban cada una de las piezas que la formaban, sobre todo aquellas arboladas astas de ciervo que coronaban la parte superior del kabuto.

Ambas cosas, la casa y la armadura, constituían toda la herencia que le dejara su padre. Cuando recibió la noticia de su muerte, se prometió que, a partir de ese instante, ningún sentimiento indigno, como la lástima o la tristeza, contaminarían su recuerdo. Sin embargo, ahora, se veía impotente para reprimir las acometidas del dolor, más que por una ausencia a la que poco a poco se había ido acostumbrando, por la desdichada trayectoria de aquella vida, marcada con el signo de la mala suerte. Su padre que, como digno descendiente de una casta de guerreros, siempre quiso ser un samurái, nació justo en la época de su desaparición, cuando éstos empezaron a perder el antiguo prestigio y pasaron a ser considerados un auténtico anacronismo, incompatibles con la reciente idea, importada de occidente, de la modernidad y el progreso. Y lo mismo sucedía con buena parte de los valores tradicionales: con la valentía, la lealtad y el honor, sustituidos por conceptos tan abstractos como el trabajo, la producción, la eficacia y otros parecidos que le resultaban completamente ajenos. No obstante, acaso convencido de la imposibilidad de que volvieran los viejos tiempos, supo aceptar con resignada amargura la llegada de los nuevos. Esa fue la razón por la que, arrostrando gran cantidad de sacrificios, le había matriculado en la facultad de agricultura de Tokio. «La tierra es todo cuanto tenemos y hay muchas formas de defenderla y serle útil. Cuídala bien.» Fueron sus últimas palabras cuando le despidió a las puertas de la universidad.

Habían pasado diez años de aquello y él había regresado, convertido en un ingeniero agrónomo, a tomar posesión de la casa sus ancestros. Aunque habían llevado una vida itinerante, caracterizada por los constantes apuros económicos, su padre nunca consintió en desprenderse de ella. ¿Qué haría, pues, con aquel legado? En fin, ya se vería; aún le quedaban casi dos semanas de vacaciones y había tiempo de pensarlo con calma. Lo cierto es que, bien mirado, siempre había querido poseer algo así, una casita alejada de la gran ciudad, donde experimentar con nuevos cultivos y donde la vida transcurriera de una forma más natural, sin urgencias ni agobios, ajustada al ciclo de las estaciones. Pero al margen de aquel deseo, ¿existía algún otro vínculo que le mantuviera unido a aquel lugar?

Antes de que pudiera darse una respuesta, se oyeron unos tímidos golpes en la puerta.

Al abrirla se encontró con un grupo de campesinos, algunos vagamente conocidos, que no cesaban de hacerle reverencias mientras dirigían sus miradas hacia el suelo.

—¿Qué os trae por aquí? —preguntó un tanto sorprendido por la presencia de aquella comitiva.

—Noble vecino, queremos hablar contigo, solicitar tu ayuda —contestó uno de ellos, el que parecía ser el portavoz del grupo.

—Está bien, pasad. Hablaremos mejor dentro.

Después de cruzarse algunas miradas dubitativas entre sí, se descalzaron uno tras otro, como era preceptivo, y fueron entrando en la casa.

—Sentaos, por favor. Os escucho —les dijo.

Ellos obedecieron en silencio su ofrecimiento.

—Lo que queremos pedirte no resulta fácil de explicar y estamos seguros de que te sorprenderá. Por eso te rogamos que hagas un esfuerzo. Sólo tú puedes ayudarnos —el delegado hizo una pausa—. Tu abuelo fue un famoso samurái —afirmó dirigiendo la vista hacia la armadura— y tu padre también.

—No, os equivocáis —interrumpió a su interlocutor—. Mi padre, muy a su pesar, sólo fue un yojimbo, un aventurero que ofrecía sus servicios a quien los aceptara, la mayoría de las veces a cambio de casi nada. Ya no quedaban samuráis en su tiempo, desaparecieron décadas atrás.

—Puede que tengas razón, pero al igual que nuestros padres fueron campesinos, también nosotros lo somos y lo serán nuestros hijos. Aunque oficialmente no conste así, eres un samurái.

—Está bien; no voy a embarcarme en una discusión con vosotros sobre ese tema. Terminad de decirme a lo que habéis venido.

—Necesitamos que acabes con un monstruo que reside en una gruta cercana a la montaña que domina el pueblo. Tú ya la conoces, puesto que naciste aquí. Va a hacer un año que esa terrible cosa se instaló en ella y lo primero que hizo fue amenazarnos con arrasar los campos si no le entregábamos una parte de nuestras cosechas. Así los hicimos, pero la cuota inicial ha ido subiendo y subiendo, y aunque cada día trabajamos más, apenas nos alcanza para pagarla y cubrir nuestras necesidades. Ya casi no tenemos nada.

—Así que un monstruo… —murmuró sin terminar de dar crédito a cuanto estaba oyendo, entre apenado y divertido por la credulidad de aquellas gentes— ¿alguno de vosotros lo ha visto?

—Sí, Ichiro, que está aquí presente, lo vio. A él fue a quien le transmitió la orden de que pagásemos el tributo.

—Y bien, Ichiro, ¿cómo es el monstruo?

—Ee… es… enor… enorme —tartamudeó el aludido, un joven de mirada estrábica, muy delgado, que no cesaba de mover los brazos en el aire, como si tratara de dibujar un retrato aproximado de aquella desmesura—. Ee… es de color ce… cereza —añadió por más señas.

—Entonces, si no he entendido mal, pretendéis que me ciña esa armadura y salga a matar al monstruo, ¿no es así? Dejadme que os diga que habéis perdido completamente el juicio.

—Pero tú eres un samurái —insistieron.

—Escuchadme bien: no soy un samurái. Y aunque lo fuese, no creo que eso ayudara gran cosa a solucionar vuestro problema. Debéis buscar otras alternativas. Por ejemplo, ¿por qué no os negáis a pagar?

—No podemos, el monstruo es muy poderoso, Ichiro lo ha visto.

—Entonces, si eso es todo lo que se os ocurre decir, no hay nada que hacer, lo siento. No puedo ayudaros.

—Por favor, piénsalo detenidamente, eres nuestra última esperanza. Además te pagaremos.

—Ah, vaya, eso sí que no lo esperaba, dada vuestra situación… ¿Y cuanto me pagaréis?

—Te daremos lo que nos pidas, incluso más de la mitad de nuestras cosechas.

—O sea, que estáis dispuestos a cambiar de amo, pero no a enfrentaros al enemigo.

—No es lo mismo. Tú eres uno de los nuestros, te conocemos.

***

A pesar del cansancio acumulado en las últimas jornadas no conseguía conciliar el sueño. Cientos de recuerdos de su primera adolescencia, sepultados por la rutina de la vida universitaria y del posterior trabajo en la fábrica de fertilizantes, fluían ahora como un lento río de lava, ladera abajo, devolviéndole a un tiempo que ya creía perdido. Unas horas en aquella casa habían sido suficientes para recuperar la memoria de los días, para volver a evocar las historias de samuráis que su padre le contara con gesto arrobado, las innumerables batallas, alianzas, traiciones —que también las hubo— y enfrentamientos entre los distintos clanes, las portentosas hazañas de los héroes, como aquella del gran Musashi, quien con sólo trece años derrotó en singular combate a un maestro de artes marciales que cometió la torpeza de subestimarlo y lo pagó con su vida. También le vinieron a la mente alguna de las sentencias del bushido, en las que se ponían de relieve las virtudes del guerrero, en especial aquel orgulloso desdén hacia la muerte, declamadas por su progenitor con teatral solemnidad. «Hablar y hacer son la misma cosa», repetía a menudo. «El samurái conoce el verdadero valor de vivir cuando ha de vivir y morir cuando ha de morir.» Y muchas otras.

Quizás aquel olvido no fuera del todo involuntario. En la facultad había entrado en contacto con nuevas corrientes de pensamiento, con otras problemáticas que desplazaron su pasado interés por los antiguos samuráis. Apagado el fulgor épico de sus andanzas, ahora contemplaba aquel mundo de un modo muy distinto, como algo exótico, anticuado y salvaje. ¿De qué otro modo podían calificarse alguna de las prácticas de aquella época, como la sacralización del seppuku?, ¿o la no menos terrible ceremonia de las cabezas cortadas, en la que, tras la batalla, éstas eran lavadas y peinadas para ser expuestas en una tabla? Qué despilfarro de energías, cuán lamentable pérdida de vidas y haciendas. Siglos y siglos de continuas guerras entre señores feudales, de matanzas sin sentido que al final culminarían en aquella orgía de sangre que fue la batalla de Sekigahara.

Corría el año de 1935 y los nuevos desafíos obligaban al conjunto de aquella sociedad milenaria, profundamente conservadora, a tomar posiciones. Sin embargo, no todas las respuestas se adecuaban a la magnitud de los problemas. Era fácil que, en una época de crisis y desconcierto como aquella, surgieran movimientos favorables a la vuelta al pasado, al lado de los populismos más extremos y reaccionarios. Algo extraño, peligrosamente tóxico, flotaba en el ambiente. En los últimos meses había podido detectar una creciente escalada militarista, un discurso agresivo entre los círculos próximos al poder que recordaba situaciones ya vividas anteriormente, como aquellos momentos previos a la guerra ruso-japonesa de principios de siglo. También le preocupaba un posible estallido social —cuyos antecedentes más cercanos había que situarlos en «los disturbios del arroz» de 1918— por la precaria situación de las clases trabajadoras, de los campesinos, de cuantos se habían visto arrastrados por aquella marea de la reciente recesión económica. Recordó las marchas de protesta, la represión policial, los violentos altercados de los que había sido testigo. Luego, como si su agotada mente necesitara algún tipo de respiro y no tener que seguir ordenando cientos y cientos de imágenes en una secuencia lógica, todo aquello desapareció. En su lugar quedó una especie de foto fija con los rostros de los vecinos que vinieron a visitarlo la tarde anterior, aquellos seres temerosos y sufridos que vivían anclados en un tiempo de magia y supersticiones, donde aún era posible la existencia de criaturas monstruosas como la que le habían suplicado destruir.

Pero la tregua apenas duró unos instantes. Su memoria insomne, incapaz de detenerse, continuaba suministrándole una ingente cantidad de materiales diversos: paisajes, escenas cotidianas, personajes anónimos y públicos. Entre estos últimos figuraba el escritor Takiji Kobayashi, uno de los hombres que se había comprometido con mayor determinación a combatir los atropellos y desigualdades generados por aquella fiebre mercantilista y a quien había tenido la oportunidad de conocer en un mitin del ilegalizado Partido Comunista Japonés. Desde el principio —nunca supo por qué— le pareció que aquel joven de aspecto rebelde portaba una especie de trágica aureola, una impresión que poco después el destino se encargaría de confirmar plenamente con su muerte. La existencia de Kobayashi se truncó cuando aún no había cumplido los treinta años, segada por la policía del Tokko. La noticia le sorprendió en el transcurso de un viaje al norte del país, sumiéndole de inmediato en una profunda conmoción. Pobre Takiji, cuyo cuerpo quedó en la tierra como un lirio roto, desnudo en medio del frío invernal, tras haber sido torturado, quebrado con palos, por los esbirros del poder imperial. Sobre su piel los terribles hematomas acreditaban la ruindad del crimen. Todavía conservaba un gastado ejemplar de Kanikosen, la novela que lo lanzó a la fama y en la que denunciaba los abusos del patrón de un barco de pesca y la posterior rebelión de sus marineros.

Y fue entonces cuando, al borde del agotamiento, se le ocurrió la idea. Fue más que nada un impulso, una forma de acallar la voz de su imperiosa curiosidad. Ya que no conseguía dormir, se acercaría a la montaña donde residía el monstruo, procurando que nadie lo viera y diese por hecho que aceptaba el encargo. Recordaba muy vagamente aquel paraje pero confiaba en que su instinto lo conduciría hasta él.

Se vistió rápidamente y abandonó la casa, no sin antes cerciorarse de que todos dormían.

Al cabo de más o menos una hora se hallaba en una pequeña explanada en forma de media luna, una especie de antesala a la gruta. Ésta gran boca abierta se encontraba a su vez situada a medio camino de la cima. Justo en ese momento empezaba a amanecer. Desde aquel lugar se divisaban los campos de arroz y las distintas manchas de vegetación que se extendían hasta perderse en el horizonte. Ciertamente, se dijo, si había algún nombre que resultara apropiado para el Japón, ninguno como el de «país del sol naciente». Llenó de aire los pulmones y se dispuso a pasar al interior, atravesando aquellas fauces de piedra.

Una vez dentro aguzó el oído, pero no percibió el más mínimo ruido. Lo que sí notó de inmediato fue un olor sutil y desagradable que no se parecía a ningún otro conocido y al que sin embargo —aunque los conceptos y los estados de ánimo careciesen de aquella propiedad de oler— él creyó identificar sin ningún género de dudas. Era una mezcla de oprobio, humillación, sufrimiento. O para resumirlo en una sola palabra: infelicidad.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo es que no estás trabajando? —tronó una poderosa voz a escasos metros de donde se encontraba.

Yoshiro se quedó estupefacto al contemplar aquella masa bulbosa y tentacular que avanzaba, con grandes dificultades, desde el interior de la cueva hacia él. No tenía rostro ni una forma definida, ya que su cuerpo, de un color tornasolado que viraba del cárdeno al escarlata, era una especie de magma que se dilataba y encogía continuamente.

—¡Cuidado! No vayas a confundirme con uno de esos campesinos a los que atemorizas con tus bravatas —amenazó Yoshiro, infundiéndose valor a medida que hablaba—. Soy un hombre libre y dispongo de mis vacaciones como quiero.

—¿Vacaciones? Ah, sí… uno de esos trasnochados privilegios que aún no han sido suprimidos. Pero tarde o temprano lo haremos. ¡No faltaría más!

—¿Y tú quién eres? —inquirió Yoshiro a su vez.

—Bueno, los investigadores y los filósofos, esos hombrecillos que se dedican a tejer con sus pensamientos invisibles capullos de seda, me han definido como un virus. Y también, cosa que les encanta porque eso les hace sentirse más seguros, me han asignado un nombre. Soy el virus CEOE, siglas que corresponden a Codiciosus, Explotadoribus, Ominodus, Expoliatur. ¿Satisfecho?

—Sí, ahora ya sé: te conozco bien, eres el espíritu del capitalismo. Pero lo que no entiendo es cómo has logrado materializarte.

—Qué quieres que te diga, yo tampoco lo sé. Supongo que son las condiciones especiales de este lugar, la ausencia de contaminación, quién sabe. Aunque estoy extendido por todos los países del mundo, es la primera vez que me sucede algo así.

—Eso no es cierto, no es verdad que estés en todos los países. Hay muchos gobiernos que se han declarado abiertamente anticapitalistas.

—Sí, y también los hay que se han declarado ateos. Pero eso no cambia las cosas. Yo formo parte del ser humano, tanto o más que sus tejidos y sus huesos. Estoy donde exista una clase dirigente que goce de unas prerrogativas absolutas de las que carecen el resto de los ciudadanos. No importa cómo se definan ni del color que sean. Pero dejémonos de cháchara inútil: aún no me has dicho a qué has venido.

—Vengo a exigirte que dejes en paz a esos campesinos a los que extorsionas y los liberes de pagar tributo.

—Imposible. Todo el mundo tiene que producir para que la máquina no se detenga.

—Eso no son más que falacias. No es necesario matarse a trabajar de ese modo para mantener la vida en la tierra. Eres un embustero y un manipulador. Además de un criminal: fuiste tú quien asesinó a Kobayashi.

—¿A quién dices?

—A Takiji Kobayashi, el escritor que denunció tus prácticas y tus abusos.

—¡Un escritor, nada menos! ¡Vaya cosa! Escúchame bien: yo no asesino a nadie porque no tengo ninguna necesidad. Eso lo hacen quienes me han adoptado en su provecho. Soy muy útil porque garantizo el orden y aseguro el poder. Soy, además, el motor del mundo. El mundo funciona gracias a mí. Yo creo riqueza, monto la gran mesa a la que todos se acercan. ¿No te han enseñado que es mejor estar junto a un rico mientras come que al lado de un pobre?

—Lo que me han enseñado es a distinguir lo que está bien de lo que está mal. Y recoger las migajas que caen de tu mesa va en contra de la dignidad humana. Ese reparto no es ni equitativo ni honorable.

—¡Qué poco conoces la naturaleza de los hombres, tu propia naturaleza! ¿Todavía crees en las grandes palabras, como la solidaridad? Mírame bien, estoy formado por los sueños de codicia que albergan los hombres. Por eso mi cuerpo se transforma continuamente. Cada vez que alguien ansía la riqueza o los bienes ajenos aumento de tamaño. Nada pues podrá destruirme.

—No estés tan seguro, ya encontraré la forma. Convenceré a esos campesinos para que no te paguen. Les haré ver que eres insaciable y que nada ganan con obedecerte. Creyeron que con el primer tributo te darías por satisfecho, cuando eso no hizo más que aumentar tu apetito depredador. Ahora me doy cuenta de que también tú eres un esclavo, una víctima de tu propia avaricia. Los días de tu imperio están contados.

—Nada de eso, yo poseo el arma más poderosa que existe: el miedo. Mientras haya infelices como ese Ichiro, dominaré el mundo. Y ahora vete, ya he perdido demasiado tiempo contigo.

—Volveré.

El monstruo no contestó. Girando lentamente sobre sí, se adentró con gran trabajo en la oscuridad de la caverna.

Cuando Yoshiro salió al exterior, el sol lucía en lo más alto.

***

Los reunió en la plaza.

Enfundado en la impresionante armadura de samurái —sólo el cielo sabía lo que le había costado ajustar cada una que aquellas piezas en su sitio—, inclinó reverencialmente la cabeza y acto seguido tomó la palabra.

—¡Honorables vecinos! —les dijo—. Atendiendo vuestras peticiones y en atención a los años que pasé a vuestro lado, he decidido aceptar el reto y salir a enfrentarme con el monstruo. No puedo garantizaros nada más que mi empeño personal y mi voluntad inquebrantable de vencer en el combate. Es lo mínimo que me exige el compromiso adquirido con vosotros y el honor de mis antepasados. Si a media tarde no he regresado, ello sólo puede significar mi derrota y mi muerte. En caso contrario brindaremos por la caída del tirano en los infiernos.

Tras aquella breve arenga, jaleada por vítores y aplausos por todo el pueblo, Yoshiro se encaminó hacia la montaña.

Situado en el semicírculo a la entrada de la gruta, apoyó el extremo inferior de la naginata en el suelo —aquel arma, tradicionalmente destinada al uso casi exclusivo de las damas, fue la que había elegido por considerarla más apropiada para la ocasión— y exclamó con voz potente.

—¡Soy Yoshiro Minamoto y he venido a retarte en singular duelo! ¡Comparece pues ante mí!

Al cabo de unos minutos, el monstruo asomó por la abertura. Parecía aún más voluminoso que la vez anterior. O quizá más hinchado.

—¡Qué escándalo es éste! —protestó con vehemencia—. Ah, pero si eres tú de nuevo. Vaya, vaya… ¿de qué demonios te has disfrazado y qué es eso que empuñas en la mano? ¿Es que vas a segar tulipanes?

Y prorrumpió en sonoras carcajadas.

Yoshiro soportó con actitud serena aquellas risas que reverberaban en las paredes de la gruta como una tormenta de granizo sobre un tejado de zinc. Como hiciera Musashi en su combate con Kijiro Sasaki, se mantuvo tranquilo, sin hacer caso a las provocaciones de su oponente, a la espera de aprovechar cualquier circunstancia favorable.

—Déjate de burlas y apréstate a la lucha —lo conminó Yoshiro.

—Mira que eres estúpido. ¿No te das cuenta de que no puedes hacerme ningún daño, que mi naturaleza me permite absorberlo todo y utilizarlo en mi propio beneficio? Creí que te lo había dejado suficientemente claro la vez anterior, pero ya veo que no. Si no me crees, cabeza de atún, haz la prueba. Vamos, intenta herirme.

Yoshiro dudó un instante. Luego se perfiló, como uno de aquellos samuráis que figuraban en los grabados antiguos, y dio unos pasos al frente. Cuando estuvo a la distancia justa, giró el arma en un preciso movimiento —procurando, sobre todo, hacerlo de manera que no se avergonzaran sus ancestros— y ésta produjo un corte longitudinal en el cuerpo del monstruo. Milagrosamente la hendidura volvió a cerrarse al instante, sin que de ella fluyera ni una gota de sangre o de cualquier otro humor de los que supuestamente estarían dotados tales engendros.

—¿Te convences ahora? Pues que te sirva de lección. Anda, lárgate de una vez. Y no vuelvas más.

Dicho lo cual se dio la vuelta y desapareció a toda la velocidad que le permitía su desbordada corpulencia.

Yoshiro quedó dueño del campo. Levantó la vista hacia la cima de la montaña y luego respiró satisfecho. Con la huida del enemigo del campo había concluido su misión.

***

Al verlo aparecer por el camino de entrada a la aldea, un grito unánime brotó de todas las gargantas. Hombres y mujeres arrojaron al suelo sus instrumentos y corrieron a su encuentro. Abrazado —no había nadie que no quisiera tocar al héroe— y aclamado por aquellos campesinos, Yoshiro logró al fin, después de muchos forcejeos, que lo dejaran entrar en su casa para quitarse el peso de aquella armadura y darse un baño en condiciones. Una vez se hubo vestido, salió a la calle, donde lo aguardaba aquella pequeña multitud enfervorizada y se dirigió a la plaza. Allí volvió a tomar la palabra.

—Queridos vecinos, desde este momento quedáis liberados de pagar tributo. No obstante hay una condición que debéis cumplir a rajatabla. El lugar donde pereció el monstruo ha quedado maldito con su sangre. No podréis acercaros por allí al menos durante siete años. ¿Lo habéis entendido?

Un movimiento afirmativo de cabezas fue la respuesta unánime a su pregunta.

—¿Tú también, Ichiro?

—Sss… sí —contestó éste, temblando de pies a cabeza.

—En ese caso no hay más que decir. Sólo que me apetece beber algo. ¿No tendréis por ahí una botella de sake?

Un campesino emergió orgulloso en medio del gentío y le ofreció un caneco con una reverencia.

Momentos después, mientras saboreaba aquel rústico sake casero, pensó en las palabras que le dijera el monstruo y esta vez no tuvo más remedio que darle la razón. No existía arma más poderosa que el miedo.

Sonrió complacido. Luego, dejándose llevar por el largo aliento de su mente soñadora, se imaginó aquel día en el que el monstruo, sin más compañía que sus flagrantes contradicciones internas, acabaría por devorarse a sí mismo.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Junto con Meiyo, es el relato más original de la edición.

    El trasfondo y el recorrido por los hitos históricos de los samurais se da a brochazos, pero suficientes para ponernos en situación. La riqueza de vocabulario es manifiesta, con comparaciones y metáforas tan ingeniosas y llamativas que tienen luz propia en la narración. Incluso tiene un momento Harry Potter involuntario pero que a mí me hace sonreír.

    El personaje del monstruo es lo mejor de la edición y su enfrentamiento con Yoshiro lo que le da la fuerza al relato. Ese monstruo es de los mejores personajes que han salido de una cueva en muchas historias que he leído antes. 🙂

  2. Loken dice:

    La verdad es que lo de la CEOE en un relato de samurais me ha dejado en shock; pero tengo que reconocer que me ha gustado mucho y como si de una parábola se tratara me ha encantado la moraleja que encierra. ¡A las barricadas! XD.

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