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La historia de Filiberto Minguilla

por Relato finalista

Era el año de nuestro señor de 1687. Yo soy el capitán de la Armada Española Filiberto Minguilla, nacido en la villa de Valladolid en el año de 1650, hijo de Filiberto Minguilla y Tomasa Cuadra. Embarqueme en la nao de nombre La Esperanza del Señor en el año 1670, partiendo del puerto de Cádiz rumbo a Nueva España. Los vientos nos fueron favorables los primeros días, siendo provechoso el navegar.

Mas no habíamos cumplido la primera semana en la mar, cuando una tempestad se abatió sobre el barco. No fueron clementes los elementos con nuestras personas y esperanzas y llevose muchos hombres por la borda. Vi morir ahogados a valientes marineros y soldados; muchos de aquellos compañeros de armas y sufrimiento. Allí pereció el extremeño Antonio de Mérida o maese Nicolás, el médico. Muchos y muy graves fueron los daños. Mas el barco no se hundió y los que habíamos sobrevivido al infierno dábamos gracias al Señor y a Nuestra Santa Madre Iglesia por habernos salvado.

En la vida, la esperanza es la mayor de las virtudes del hombre, puesto que le permite aferrarse a la vida cuando la negra guadaña de la muerte asoma. Así que a pesar de no estar en el fondo del mar sin palo mayor y con el trinquete de popa roto, nuestra fe rezaba y buscaba un navío que nos rescatara de la deriva del barco y la muerte segura. Muchos de aquellos rezos fueron baldíos o no quiso dios redimirnos de nuestros pecados y nos dejó a merced de la mar y del cielo durante lo que recuerdo fueron diez u once días. Mucho tuve que emplear la fuerza con mi látigo para mantener el orden en el barco. Los marineros, de común gente zafia y ruin, se vuelven malvados y peligrosos cuando sienten desesperanza y abandono. Mirábanme con recelo y miedo a mi mano castigadora, mas sabía yo que no podría mantenerles firmes más allá sin provocar un motín que acabara con mi vida y cuerpo en el fondo del mar.

Al cabo de la mencionada semana, y con ayuda de los rezos de Fray Tomás, capuchino de Sevilla, que se pasaba el día diciendo novenas y dando vueltas al rosario, nos vimos abordados y rescatados por el mercante portugués «Rey Sebastián» que rumbo a Goa pasaba por allí. Muchos lloros y gritos y vivas al Rey de España y al Altísimo al vernos salvados de una muerte segura.

Al cabo de traspasar las personas y enseres al mercante portugués dejamos a su suerte a La Esperanza del Señor que, sin el gobierno del timón, se deslizó suavemente hacia el ignoto rumbo de los barcos abandonados. Allí la vi por última vez; grandes lágrimas venían a mi cara por tan cara pérdida y a la vez perdido si mi Rey se enteraba del abandono de tan caro barco.

La nao portuguesa era un barco de doce brazas de largo, ancha botadura y largos palos. Su velamen se hinchaba a todo trapo con los vientos de África y navegabamos a paso tranquilo pero firme. Pensaba yo en mi planes futuros para con mi vida y hacienda. Consideraba volver a mi Castilla natal o bien quedarme anclado en la lejana tierra de Goa en la lejana India y allí vivir hasta que Nuestro Señor me reclamase a su presencia. Pensaba que también podría ofrecer mis servicios al Rey de Portugal como capitán de buque mercante y de ese modo acomodarme a la mesa de nuestros vecinos.

Al enterarse el Capitan portugués de mi presencia y rango invitome a su estancia y castillo. Contome de los últimos chismes de la Corte de Madrid que de su concocimiento tenía; se contaba que nuestro Rey Don Carlos II estaba poseído por Satán que le tenía hechizado a su majestad. Se decía que no era el Rey dueño de su ser; más al contrario, gran desgana y fatiga le afligía cuando de asuntos de Estado intentaban hablarle. Que el gobierno del Imperio lo tenía el Duque de Medinaceli y que grandes y poderosas intrigas de Francia e Inglaterra en la Corte había. Mas aunque atento y cortés estaba a sus palabras, pensaba para mí cuán lejano y distantes parecíanme dichas habladurías; en la inmensidad del Océano pequeño es el hombre y sus miserias.

Pasaron los días cabotando por la costa de África que a lo lejos vimos clara los dias de sol. Grandes peces y monstruos marinos nos acechaban bajo cubierta, espanto de marineros y mujeres; Fray Tomás fizo una misa en cubierta de purificación por nuestras almas pecadoras y de perdón al Todopoderoso.

Bálsamo fueron sus santas palabras, que al cabo desaparecieron y fuéronse por donde vinieron.

Don Joao Pinto Dos Santos Nascimento, el capitán del mercante, nos avisó que en no más tardar dos días cruzaríamos el famoso y temido Cabo de Buena Esperanza; lugar peligroso por el cual habían naufragado grandes barcos y muerto muchos y muy buenos marineros. Conocíalo yo por conversaciones de tabernas y relatos marineros, y a fe que era el lugar más peligroso del mundo para un barco y su pasaje.

Nunca, por más que pasen años y largos días podré olvidar el espanto que se desató sobre nuestro barco salvador el día del señor de uno de febrero de 1670. El día comenzó con grandes y negras nubes en el horizonte. Cambiole el semblante al bueno de don Joao al ver el cielo y al entender de su oficio y llevar muchos y luengos años en la mar conoció que grande tormenta y desgracias se presentaban ante nuestra galeaza. Al pronto dio ordenes a calafates y marinos de aparejar la nave en previsión de desgracias. Avisonos que estuviéramos preparados y a mano rosario y que rezásemos y pidiéramos ayuda a dios Nuestro Señor, pues el preveía de una muy grande tormenta con unas muy grandes olas y vientos malignos y huracanados que llevarnos al fondo del mar muy bien pudieran.

Éramos todo el pasaje enterado del peligro que venía a por nosotros y preparados estábamos; mas no sabíamos que el cielo podría caer y desprenderse de pronto sobre la tierra con furia tal que el día se tornó noche, el sol oscureció por de pronto y un viento salido directamente de la boca de Eolo cayó sobre el «Rey Sebastián» con furia tal que cayose de lado todo el mundo. Como peonzas de niños, rodábamos de un lado al otro. Muchos golpes nos dimos contra mesas y sillas; de pronto me encontraba en el aire como pájaro volando o boca arriba cual cucaracha o bocabajo como muerto.

Un golpe en la cabeza debí de darme pues perdí el conocimiento y sentido; tirado debí de quedarme en el camarote a merced de la naturaleza. Pienso que Dios no quiso llamarme a su presencia en ese momento, o bien me reservaba para lo que luego vendría, pero al rato desperteme al sentir el agua en mi cuerpo. Con grande esfuerzo me incorporé e intenté subir a cubierta, entre golpes y ruidos espantosos. Cuando alcancela mi vista quedó espantada del espectáculo que se ofrecía. Agarrado a un cabo de los muchos que colgaban pude atarme al mismo, en la esperanza de no caerme nuevamente y al mismo de contemplar sin que mis piernas flaquearan cómo había desaparecido la cubierta de la nave. Espantado y asustado del desgobierno miraba y pensaba quién gobernaba la nave, cuando una ola tan grande como los muros de la ciudad de Brabante venía sobre nosotros de babor.

Golpeonos con tal furia y fuerza que todo mi cuerpo, desde el pelo más alto de mi cabeza hasta la uña de un dedo del pie estremeciose del choque. El «Rey Sebastián» cual cáscara de nuez volviose sobre sí misma, saliendo este pobre pecador despedido de cubierta como bala de ocho libras, lanzado de estribor hacia lo profundo del mar y por mi mala vida a una muerte segura.

Volviome el sentido de la razón al cabo de lo que supongo fueron horas en el inframundo, del cual y de paso no guardo ningún recuerdo; agarrado me había a la cuerda que atome en la cubierta, la cual por fortuna y gracia de Dios enrollose en trozo o pedazo de mástil de modo y manera que tirando del cabo llegué al ovillo del mástil, que mánsamente flotaba a la deriva en la mar. Pocas esperanzas albergaba sobre mi suerte futura pues de todos es conocido que cuerpo humano no aguanta sin agua ni comida mucho tiempo. Así que dispúseme a rezar y preparar mi alma para la vida eterna, en la seguridad de que no hallaría salvación posible en la grandeza infinita de la mar océana.

El buen Dios que todo lo ve y escucha acudió a mis oraciones y rezos, y una fortísima corriente marina arrastró al tronco de mástil; al principio era de ver que parecía realmente milagro del cielo lo rápido que tiraba la mar del tronco hacia la tierra que al fondo de poco en poco aparecía.

No puedo escribir las abundantes y copiosas lágrimas que cubrieron mi rostro quemado por el sol. Ni los gritos de alegría que proferí. Ni las infinitas gracias al Cielo que di. Ni las nunca acabadas promesas que pronuncié cumplir ante la vista de la firme tierra y la verde vegetación de la costa.

A una legua de la tierra firme cuando pareciome que ya estaba todo lo cerca para acudir a la tierra salvadora nadando abandoné mi sostén y salvador tronco, no sin antes despedirme del como si de persona se tratara.

Nadé hacia la tierra firme, pero no sé si por magia o por mi mala cabeza ésta como movíase alejándose de mí de forma tal que no acababa de acercarme nunca, y no hacía sino mirar para ver si era espejismo de mi mucha hambre su presencia y forma o muy por el contrario verdadera y real estaba allí. Lo que pareciome la travesía de Caronte se hizo eterna, y mucho y muy recio tuve que nadar para por fin llegar agotado a la orilla.

A lo que recuerdo, allí tumbado permanecí largamente tumbado, mecido y meneallo por la mar tranquila de la playa, que de poco en poco me golpeaba.

Como el famoso y valiente Ulises cuando en su viaje de vuelta a su tierra en Ítaca fue hundido por Zeus y llevado a la isla del terrible y feroz ogro Polifemo por su cabeza e idea de hacer el Caballo de Troya, así estaba yo, Filiberto Miguilla en aquellos remotos parajes y abandonado de la mano de Dios.

A lo que recuerdo los primeros e inmediatos instantes pensé en comer y beber en lo posible. Así que con las pocas fuerzas que me quedaban de tan fatigosa travesía busqué algo que llevarme al coleto. Comí con ganas un coco que en el suelo encontré y un poco de agua que en el fondo de una hoja había. Al momento recuperé el sentido y lo primero y primordial fue volver a ponerme al servicio de Dios mi salvador y la Santa Madre Iglesia. Lo segundo fue procurarme un refugio para la vecina noche para lo que aparejé una choza a modo de pastor serrano.

Despojeme de mis ropas españolas que de nada servían en aquellas tierras, pesadas y rotas y quedeme con un calzón para tapar mis vergüenzas y el gorro para que el sol no me quemara la cabeza. Guardé el resto del apaño por si en lo sucesivo necesitara de ello.

Lo siguiente y sucesivo que en los días venideros ocuparon mi faena fue hacer fuego. Es complicado hacerlo sin pedernal ni utensilio al uso; mas la suerte acudió a mi persona y busqué entre mis ropas las lentes que de normal utilizaba para ver las Cartas y leer los mapas marinos. Encontrelas por fortuna sin hacer añicos, enteras y verdaderas, en la misma forma y estado que cuando se las compré a un doctor judío en Toledo. Sabíame el proceso siguiente y sin dudar hice nicho y nido de hojarasca seca y orienté la lente hacia el sol concentrando el rayo al centro de las hojas secas. Así nace el milagro que nos da de comer y que produce alegría tal en el alma y reconforta de tal modo que cuando apareció la llama muchos y poderosos gritos di. El mismísimo Don Quijote de la Mancha no hizo tantas locuras en toda su ejemplar y verdadera historia como hizo Filiberto aquella mañana.

Asentado y procurado de peces y cocos y cangrejos marinos, pensé que lo primero y primordial pasado el buscar el necesario sustento era tomar posesión de la ínsula para la Corona de Castilla y nuestro Rey Don Carlos y someterla a la jurisdicción y doctrina de la Iglesia. Así determiné que a la próxima salida del sol se efectuarían los trámites necesarios para ello.

Recuperé las vestiduras de capitán y confeccioneme una Cruz con dos ramas; a modo de bandera e insignia dispuse de una calza de un pie ya que no disponía de otro ropaje que me sobrara. Así aderezado y vestido y muy serio me dispuse y con gran reverencia hundí la Cruz en la arena y de rodillas y a viva voz dije «Tomo posesión de estas tierras para la Corona de Castilla y nuestra Santa Madre Iglesia y se la dono y ofrezco a nuestro Rey Carlos y como ha sido Filiberto Minguilla su descubridor la bautizo y nomino con el nombre de Ínsula Minguilla»; dicho lo cual di por terminado y acabado tan fructífero y breve proceso.

Sentime contento de dar tierras a la Corona en la confianza de que así aplacara la ira del Rey o su Valido, el Gran Duque de Medinaceli por la pérdida de la «Esperanza del Señor» y seguidamente dispuse a descansar.

Gran morriña entrome de pronto. Sentíame lejos de Castilla y mi casa y gran congoja vino a mi corazón, más determiné de no acordarme ni pensar en Castilla, ni en Segovia ni en España hasta que no tuviera noticias de mi salvación o muerte, pues pensar en ello conllevaba dolor y flaqueza de ánimo.

Así que dejé pasar el tiempo; los días venían tempranos y se iban con gran calor, las noches les continuaban frescas y ventosas. De vez en cuando al caer la tarde, como si el cielo se cansara de ser bueno, alguna gran tormenta se desataba de pronto. Sin avisar una nube pequeña e insignificante se tornaba negra y venía rápido con viento y agua que gran daño causaba en mis pobres pertenencias y enseres, apagando mi elaborado fuego y volando mi humilde choza.

Casando me hallaba de tanta contemplación, cuando decidí que era el momento y ocasión de acudir a explorar los linderos y bordes de la Ínsula a fin de elaborar un mapa que me sirviera de orientación y así determiné de que me pondría en camino lo antes posible. Tampoco vendríame mal algún que otro animal o carne que echar al buche pues llebaba mucho tiempo sin probar bocado sólido.

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Con gran dolor de pies, a causa de las heridas y cortes de las plantas, dispúseme a andar por los riscos y playas de mis dominios con decidido ánimo y valor. Parecíame pequeña, mas cuando el día se echó tras la mar no había acabado de explorar toda la playa.

Amaneció claro y despejado y con calor. Se terminó la playa en unos riscos que bruscamente, cual muralla de Jerusalén, se elevaban al cielo hasta donde la vista alcanzaba. A la diestra un espeso follaje cerraba el paso al explorador. Penseme si internarme en la espesura del bosque o bien dar la vuelta y volver a mi playa solitaria. Al final dije: «Filiberto, a un castellano no lo para el follaje» e inmediatamente y no sin dificultad aparté las primeras ramas abriendo camino al resto de mi cansado cuerpo.

Con gran esfuerzo y batalla avanzaba luchando contra las ramas y hojas. De aquí a allá algún pájaro cantaba o bien un ruido sonaba cerca, aunque lo más abundante fueron serpientes y culebras. Grandes mosquitos me atacaban y chupaban la sangre y obligado a rebozarme en barro como cochino talaverano me vi.

Andaba con gran cuidado y armado con una lanza que con paciencia y de dura madera habíame fabricado y al acecho y rececho de algún mono o ciervo estaba para cazarlo si hubiera ocasión.

Un pájaro grande y sin alas se me apareció en un claro, quedose quieto cual estatua mirándome como si al instante se hubiera convertido en estatua de mármol. No tardó en ser desplumado y frito y asado en rústico espeto. Manjar del Olimpo. Ambrosía traída por la misma diosa Minerva. Así paladeé la carne de tan sabrosa ave.

Con renovadas fuerzas acometí el seguir con mi viaje exploratorio. Interneme muchas leguas en la espesura de la selva. Parecíame no tener fin, y determiné que a lo que me parecía estaría dando vueltas como pollo sin cabeza por el mismo sitio de la selva. Así dispuse marcas y mojones por los sitios donde pasaba con el fin de encontrallos y así no perderme y agotarme sin fruto.

Mas debí de caminar recto hacia el este porque no tropecé con ninguna marca en todo ese día, que llegado a su fin, determiné dormir subido a un árbol, a salvo de serpientes y culebras de las muchas que había visto en mi travesía.

Al segundo día pensé y determiné que si no encontraba salida a la espesura volvería por el mismo camino al sitio de partida, dando por concluida y terminada mi misión.

No habían pasado dos horas de camino cuando claro oí el rumor de arroyo a no muy lejano espacio. Agua fresca, cristalina y sin sabor a rana. Dice el refran castellano que por el hilo se llega al ovillo, así por el seguimiento del ruido claro del agua se llega a la fuente de la misma. Al doblar una rama apareció un río pequeño de no más de media vara de ancho, pero caudaloso y cristalino que de verlo me alegró el alma y recorfortome el anímo. Mucho y copioso bebí de sus aguas.

Acomodeme en una orilla a pensar qué hacer lo siguiente. Mas al pronto pareciome oír voces a lo lejos. Tal como risas de chiquillos o mujeres jóvenes chapoteando en el agua. En efecto, pensé, son voces y ruidos humanos lo que me llegan, una vez que escuché más atentamente los mismos. Levanteme al momento y presto acudí a su encuentro y ocasión para dar cumplida satisfacción a mi curiosidad y esperanza.

A una legua de distancia y en un claro remanso del río hallé un grupo de lo que me pareció la gente más extraña que jamás humano vio; allí tal y como su madre los trajo al mundo encontreme con seis o siete chiquillos de color aceituno que felizmente se zambullían en el agua. A su lado lo que me pareció como diez mujeres, menudas de estatura, las caras pintadas con franjas o líneas de color pimentón y unos enormes aros a modo de pendientes colgando de las orejas. Asimismo tenían en la naríz colocado otro enorme aro, que más parecía de hecho para llevarlo vaca gallega que persona humana. Estaban éstas distraidas en el remanso, en lo que supongo sus quehaceres femeninos, cuando una de ellas que alzó la vista divisome y mirome y como si el mismísimo Satanás se le hubiera aparecido, levantose, señalome con el dedo extendido e intentó hablar, pero quedose paralizada por lo que supongo miedo o terror.

Acto seguido y por su inercia y movimiento el resto miraron en la dirección que señalaba el negro dedo de la aborigen. Todos al principio parecieron tener el mismo efecto. Curiosa epidemia, pensé, recordando al pajaro bobo que habíame merendado el día anterior, a lo mejor, es consecuencia y efecto de vivir en mi Ínsula. Mas no esperaron largo tiempo a que me acercara y al momento una de ellas lanzó un sonido, que era muy parecido al de los monos que había en la selva; y señal o aviso debíase tratar puesto que, como salidos de debajo de las ramas o de la tierra misma, vime rodeado de puntiagudas flechas que amenazantes y porfiantes indios tensaban.

Filiberto Minguilla, pensé, éste es el punto y final de tu vida pecadora, puesto que no albergaba ilusión o fortuna de salir de aquel trance. Prisionero me hicieron aquellos pigmeos que levantaban la mitad de estatura que un castellano; tenían el mismo color que las mujeres y con las mismas pinturas en la cara, pero éstas de color verde o blanco, algunos grande tripa tenían y otros en cambio finos eran como hijos de pobre huérfano. Mas sorprendiome que las mujeres tenían los pechos caídos y colgantes, de lo que deduje que grandemente los usaban para dar de mamar, y de los hombres colgaban sus partes libremente, sin importarles el pudor o el decoro natural para lo que manda la Santa Madre Iglesia.

Ante el jefe me llevaron y por señas las que hizo entendí y deduje que él mismo me pedía que le dijera quién era. Yo dije: «Soy Filiberto Minguilla, natural de Valladolid, de las Españas, que tengo a bien tener por dueño esta Ínsula y sus moradores y por haberla tomado para la Corona de Castilla». Mas el jefe indiano pareció no entender mis gestos y ordenó al punto que me encerraran en castillo o cárcel que aquel pueblo tenía.

Vime de ese modo encerrado por mis propios súbditos en una choza que al uso apañaron. No pasé mucho tiempo en ella, puesto que era gente pacífica y mediadora y no tenían interés en mantenerme encerrado muchos días. Al cabo me soltaron y dejaron libre, cosa que entendí por las señas que el jefe hacía hacia la selva. Y sin duda habría vuelto a mi playa solitaria, de no haber sido porque vi a uno de esos pigmeos golpeando una piedra contra otra para hacer yesca con la que encender fuego. Grandes sudores tenía y con gran denuedo golpeaba, que más parecía querer romper las piedras que hacer chispa. Al verle y por agredecimiento por haberme soltado, me acerqué y coloqué mi lente cerca de las ramas secas que tenía cerca; como es de natural ésta enseguida y por efecto del calor comenzó a soltar el humo que antecede a la llama que no tardó en salir, y al verla el pobre casi se cae del efecto que le produjo.

Todos se alborotaron. Salió el jefe de su choza y el de las piedras le debió de explicar lo sucedido. El jefe mirome como si no creyera lo sucedido y al final se acercó y con una vara o palo lleno de plumas que siempre tenía asido me tocó el hombro y abrazome después como si su hijo fuera.

Desde ese momento aceptáronme como uno de los suyos, integrándome y uniéndome al grupo tal y como uno de ellos. Mas tengo que decir que en lo referente a este punto salí perdiendo a los ojos de mis indianos. Para adaptarme y por comodidad compredí lo gustoso que andan las partes del hombre sueltas y a su libre albedrío; mas al comparar las mismas, los «minguillas» -que así decidí llamarles por ser súbditos míos- no hacían mérito al sustantivo y eran grandemente dotados en relación a los castellanos; cosa que atribuí al continuo uso que del mismo hacían como se entenderá de mi relato.

Tenían estos aborígenes una costumbre azaz curiosa; una vez al mes, cuando a las mujeres de la aldea les venía lo que de natural tienen éstas, y en consecuencia reacias e improductivas estaban… pues en esos días las encerraban en una especie de cercado o vallado provisto en el centro de cómoda choza con lumbre en el centro. Allí sumisas y muy calladas estaban encerradas saliendo del mismo cuando querían y sin producir alboroto ni aspamiento alguno volvíanse a su lugar y refugio. Observé esta costumbre asombrado y en ello noté cuán diferente son los indios del resto de la civilización, en ello y en que en ese espacio de tiempo en que no había su natural mujer el hombre podía yacer con cualquier otra a su antojo siempre que ella a su vez también quisiese.

Pesé que si viera y notara esto la Santa Inquisición al momento arderían todos en una hoguera por herejes y pecadores. Mas no pensaba ni por un momento en ponerme en enojo de ellos censurando sus costumbres y más que pasando el tiempo parencíame placenteras a lo sumo. De modo que determiné ponerla en práctica y uso que así dice el refran castellano: «allí donde fueres, haz lo que vieres».

Así un día que estaba sentado en una roca contemplando la verde vegetación, pasome al lado lo que me pareció una indiana regordeta y entrada en carnes. Mirome con gusto y yo respondila a su mirada puesto que luengo tiempo hacía la última vez que conocí mujer y desde entonces más casto que un sacerdote andaba.

Internose en el bosque e hizo indicación que la siguiera. Al punto salté de la roca y encamineme como búfalo en pos de mi conquista. En un claro del bosque estaba como su madre la trajo al mundo, en pose harto canina sobre sus manos y rodillas. Así con tal ardor como Lanzarote del Lago acometió a la reina Ginebra, así Filiberto acometió a la indiana, sin reparar en otro gusto que no fuera satisfacer su deseo.

Mas en el furor del amor incontrolado no advertí yo sus partes femeninas, ocultolas mucho, pensé, entre los pliegues de las lorzas que de mucho tenía. En esto pensaba cuando de pronto asaltome duda y sobresalto y metiendo una mano por debajo palpé para comproballo. Al punto toqué criadillas en donde no haberlas de natural debía.

En este punto del relato mentir no puedo, ya que sería tanto como condenar mi alma al infierno. Debo confesar, que al movimiento y a lo bien que lo hacía y a las ganas de tan acumulados días, no paré al comprobar que varón era lo que enfrente hallaba.

Esto lo confieso no sin miedo que algún día este relato acabe en manos de nuestra Santa Madre Iglesia y la Santa Inquisición y vea mi huesos y cuerpo pegado al poste de la hoguera por sodomita.

Sentíame como un judío o bien como ropa vieja que salida del armario hecha tiras y jirones amontonada se encuentra; mas con el paso de los días asimilarlo debí sin remedio, puesto que repetí y acudí a las citas que tanto en tanto el indio me planteaba. Al final juntos acabamos en la misma choza como marido y mujer; pero en mi descargo y defensa tango que decir que siempre era mi amigo quien de mujer hacía el papel y que de muy buena gana y muy bien lo desempeñaba.

Al otoño siguió el invierno, a éste la primavera y el verano y Filiberto allí estaba con Miguel (que así decidí llamarle) en antinatural comunión. Mas con el tiempo decidí de volver a la playa origen de mi naufragio para ver si divisaba navío que de vuelta a España traerme pudiera, pues cansado de comer monos y serpientes estaba y mucho añoraba a mi Castilla natal.

Determiné de pasados unos días abandonar a mi amante y su tribu y encaminarme con decidido paso de vuelta; así se lo comuniqué a Miguel y al jefe de la tribu. Gran pesar y lágrimas brotaron de sus rostros y grandes abrazos me dieron. Al final dejáronme marchar no sin antes haberme dado provisiones para el viaje y decirme la ruta por la cual debía encaminarme.

A la playa llegué al cabo de dos días. Una gran lumbre preparé para el caso de divisar barco y hacerle señales; mas visto que esto era improbable y que en mi Ínsula de por vida estaría encerrado, determiné de hacer barca con unos juncos y ramas para abandonarla lo antes posible y dejar mi suerte y fortuna en manos de la mar.

Una vez terminada y completado el aparejo y en lo que me pareció un día despejado el horizonte, fízeme a la mar abandonando mi Ínsula y sus queridos indianos «minguillas». Cierta pena entrome, mas decidí mirar al frente y amarrarme al timón para no dar la vuelta.

Impulsome el viento Céfiro con fuerza y ganas hacia lo profundo de la mar internándome en mi balsa con decidido rumbo. Por suerte un navío mercante portugués pasaba de largo a una milla y divisome el vigía de popa. Rescatado fui y llevado ante el capitán. Éste preguntome mi nación y origen. Mas mentile hice no revelando mi Ínsula que al Rey de España pertenecía diciéndole que no recordaba nada, ni cuándo ni dónde pues la grande hambre que había pasado afectome al cerebro.

Al final en la India terminé, desde donde escribo esta carta y donde asenteme con un Marajá que conocí y con el cual vivo y comulgo.

Espero que pasados los años y siglos me sean perdonados los pecados y culpas de mi vida puesto que ya nunca veré más España y la árida Castilla de mis amores.

En Gaos, 1683.

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Comentarios

  1. xtobal dice:

    Me sorprendo a mi mismo; la verdad me ha gustado mucho, lástima que no que mantenga el tipo de letra del original que simulaba al del siglo XVII lo hacía más verosimil. Esto de que los naufragos sean «Brünos» no es totalmente nuevo y seguro que Robinson Crusoe se cepilló a Viernes algún sabadete, que ya lo dice el refrán…

  2. Juan Sanmartin dice:

    Bueno, bueno, Filiberto, tú sí que has vivido una auténtica aventura. Y de paso recordarnos aquello de que, cuando el amor es puro, poco importa quien lo ofrece. Realmente divertido y con su punto de exageración, como corresponde al género. Enhorabuena.

  3. laquintaelementa dice:

    Reconozco que a veces el leer en castellano del siglo XVII se me ha hecho confuso, pero en la parte de los minguillas han sido las lágrimas de risa las que no me dejaban leer. Creo que alguna se me ha caído entre las lorzas de Miguel, jajajajajajajajajajajaja. Muy divertido, sí señor. 🙂

  4. uge dice:

    ¡¡¡¡Tú ya sabías desde el principio que era gay!!!!.
    Qué tío, y acaba en Goa, como un «señor».

  5. MARCOSBLUE dice:

    Un relato excelentemente escrito y documentado que, con toda seriedad, te hace reír a veces y te deja un poso de melancolía al final. Bueno, en el fondo (y la forma) Filiberto se encontró a sí mismo, ¡eso sí que es una aventura!

Los comentarios están cerrados.